CAPÍTULO 23

NECRÓPOLIS

ABARRACH

La dragón de fuego los transportó lo más cerca de la ciudad de Necrópolis que le fue posible. Para ello, incluso penetró en la bahía en la que los patryn habían ocultado su nave. La dragón se mantuvo arrimada a la orilla para evitar el inmenso remolino que giraba lentamente en el centro de la ensenada. En un momento dado, Alfred volvió la mirada hacia el torbellino, hacia la roca fundida que desaparecía en una espiral perezosa, hacia el vapor que escapaba ociosamente de las fauces abiertas en su centro. Rápidamente, apartó la vista.

—Siempre he sabido que había algo extraño en ese perro —comentó Hugh la Mano.

Alfred respondió con una sonrisa trémula, que no tardó en desvanecerse. Había otro problema que debía resolver. Un problema cuya responsabilidad debía aceptar.

—Maese Hugh —empezó a decir, titubeante—, ¿has entendido… algo de lo que has oído?

Hugh le dirigió una mirada perspicaz y se encogió de hombros.

—No creo que importe mucho si lo entiendo o no, ¿me equivoco?

—No —reconoció Alfred con cierta confusión—. Supongo que no —añadió con un carraspeo—. Vamos…, eh…, vamos a un lugar llamado la Séptima Puerta. Allí creo que…, tengo la impresión de que… Podría equivocarme, pero…

—¿Ahí es donde voy a morir? —preguntó Hugh abiertamente.

Alfred tragó saliva y se humedeció los labios resecos. Le ardían las mejillas y no era a causa del calor del Mar de Fuego.

—Si es eso lo que deseas, realmente…

—Lo es. —La voz de Hugh era firme—. No debería estar aquí. Soy un fantasma. Suceden cosas y ya no puedo sentirlas.

—No lo entiendo —murmuró Alfred, desconcertado—. Al principio no era así. Cuando… —tragó saliva, pero estaba obligado a aceptar su responsabilidad—, cuando yo te devolví a la vida.

—Tal vez yo pueda explicarlo —se ofreció Jonathon—. Cuando Hugh volvió al reino de los vivos, dejó muy atrás el de los muertos. Se aferró a la vida, a la gente que había formado parte de su existencia. De este modo, se mantuvo muy vinculado a los vivos. Sin embargo, el mensch ha ido cortando uno a uno tales vínculos. Ha terminado por darse cuenta de que no tiene nada más que darles, ni ellos a él. Antes lo tenía todo y ahora sólo puede lamentarse de su pérdida.

«… de su pérdida..»., suspiró el eco.

—Pero había una mujer que lo amaba —protestó Alfred con voz grave—. Que todavía lo ama.

—Ese amor es apenas una pequeña fracción del amor que tuvo. El amor mortal es nuestra introducción al inmortal.

Alfred se sentía mortificado, afligido.

—No seas demasiado severo contigo mismo, hermano —le aconsejó Jonathon. El fantasma penetró en el cuerpo del lázaro, y en los ojos muertos de éste apareció un destello de vida—. Tú empleaste la nigromancia por compasión, no por codicia, por odio o por venganza. Los vivos que se han relacionado con este mensch han aprendido de él. En algunos ha despertado desesperación y temor, pero a otros les ha proporcionado esperanza.

Alfred asintió con un suspiro. Aún no lo entendía, no del todo, pero intuía que quizá podría perdonarse a sí mismo.

—Buena suerte en vuestras empresas —dijo la dragón tras depositarlos en la escarpada costa que rodeaba el Charco de Fuego—. Y, si conseguís librar al mundo de quienes lo han asolado, contad con mi gratitud.

Todos tenían las mejores intenciones, se dijo Alfred. Esto era lo más triste.

Samah tenía buenas intenciones. Todos los sartán las tenían. Ramu, indudablemente, actuaba con la mejor voluntad. Incluso Xar, a su modo, obraba quizá movido por los mejores deseos.

Sencillamente, a todos ellos les faltaba imaginación.

Aunque la dragón los había acercado todo lo posible, quedaba un largo trecho desde la bahía hasta Necrópolis, sobre todo si el camino se hacía a pie. Y, en especial, si los pies eran los de Alfred. Apenas había pisado tierra cuando ya estuvo a punto de caer en un charco burbujeante de fango hirviente. Hugh la Mano lo apartó del borde.

«Usa tu magia o no conseguirás llegar con vida a la Cámara de los Condenados», sugirió Haplo con ironía.

Alfred tomó en consideración la sugerencia y vaciló.

—No puedo llevaros al interior de la Cámara.

«¿Por qué no? Lo único que tienes que hacer es visualizarla en tu mente. Ya has estado allí». Haplo parecía irritado.

—Sí, pero las runas de protección nos impedirían entrar. Obstruirían la magia. Además —añadió con un suspiro—, no consigo ver la Cámara con demasiada claridad. Creo que debo haberla borrado de mi memoria. Fue una experiencia aterradora.

«Quizás en ciertos aspectos», lo corrigió Haplo, pensativo. «En otros, no».

—En eso tienes razón.

Aunque ninguno de los dos lo reconocía en aquel momento, la experiencia en la Cámara de los Condenados había acercado a los dos enemigos y les había demostrado que no eran tan diferentes como habían creído.

—Recuerdo un aspecto… —apuntó Alfred en voz baja—. Recuerdo la parte en la que entramos en las mentes y los cuerpos de quienes vivieron (y murieron) en esa Cámara, hace siglos…

… Una sensación de pesar y tristeza embargó a Alfred. Pero, aunque dolorosas, la pena y la desdicha que sentía eran preferibles, con mucho, a la ausencia de sentimientos que había experimentado antes de unirse a aquella hermandad. Antes era un pellejo vacío, una cáscara sin contenido. Los muertos, aquellas espantosas creaciones de quienes empezaban a emplear la nigromancia, tenían más vida que él. Alfred exhaló un profundo suspiro y alzó la cabeza. Una mirada en torno a la mesa le permitió descubrir sentimientos parecidos en las apacibles expresiones de los hombres y mujeres congregados en aquella cámara sagrada.

La tristeza y el pesar no estaban cargados de amargura. Ésta invade a quienes han provocado su propia tragedia como consecuencia de sus malos actos, y Alfred previo un tiempo en el que una profunda amargura se extendería a todo su pueblo, a menos que pudiera curarse de su locura.

Suspiró otra vez. Apenas momentos antes, se había sentido radiante de alegría y la paz se había extendido como un bálsamo sobre el mar de magma en ebullición de sus dudas y temores. Pero tal sensación embriagadora de exaltación no podía durar en aquel mundo. Tenía que volver a afrontar sus problemas y peligros; y, con ello, la tristeza y la pesadumbre.

Una mano surgió de pronto y asió la suya. Era una mano firme, de piel fina y sin arrugas, que le apretaba los dedos con energía; la de Alfred, en cambio, envejecida y apergaminada, apenas tenía fuerza.

—Esperanza, hermano —dijo el joven en tono apacible—. Debemos tener esperanza.

Alfred se volvió a observar al hombre sentado a su lado. El joven tenía unas facciones atractivas, firmes y resueltas, como un buen acero templado en la forja. Ni la menor sombra de duda empañaba su brillante superficie; su hoja estaba esmerilada hasta formar un filo cortante como el de una navaja. El joven le resultaba familiar a Alfred. Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no terminaba de salirle.

Esta vez, lo recordaba. Aquel joven había sido Haplo. Alfred sonrió.

—Recuerdo la sensación de júbilo, de descubrimiento de que no estaba solo en el universo, de que había un poder superior que me observaba, que se preocupaba por mí. Recuerdo que, por primera vez en mi vida, no tuve miedo… —Hizo una pausa y movió la cabeza—. Pero eso es todo lo que recuerdo.

«Muy bien», dijo Haplo, resignado. «No puedes conducirnos a la Cámara. ¿Adonde puedes llevarnos, entonces? ¿Cuánto puedes acercarnos?»

—¿A tu celda en las mazmorras? —sugirió Alfred en voz baja y suave. Haplo permaneció en silencio.

«Si es todo lo que puedes hacer, adelante», murmuró por último.

Alfred invocó la posibilidad de que el grupo estuviera en dicha celda, y no donde se hallaba. Y, de pronto, allí se encontraron.

—¡Que los antepasados me protejan! —murmuró Hugh la Mano.

Estaban en la celda. Un signo mágico, obra de Alfred, brillaba con un suave resplandor blanquecino sobre el cuerpo de Haplo. El patryn, frío y sin indicios de vida, yacía sobre el lecho de piedra.

—¡Está muerto! —Hugh dirigió una mirada siniestra y suspicaz hacia el perro—. Entonces, ¿de quién es la voz que escucho?

Alfred se disponía a embarcarse en explicaciones, a contarle todo lo referente al perro y el alma de Haplo, cuando el animal hincó los dientes en los calzones de terciopelo de Alfred y empezó a tirar de él hacia la puerta de la celda. Al sartán le vino una idea a la cabeza.

—Haplo… ¿Qué…, qué te sucederá a ti?

«Eso no importa», fue la lacónica respuesta del patryn. «Sigue adelante. Disponemos de poco tiempo. Si Xar nos descubre..».

—¡Pero tú dijiste que Xar había acudido al Laberinto! —exclamó Alfred.

«Dije que quizá lo había hecho», replicó secamente Haplo. « ¡Ya basta de perder el tiempo!»

Alfred titubeó.

—El perro no puede entrar en la Puerta de la Muerte; tal vez tampoco pueda hacerlo en la Séptima Puerta, sin ti. Jonathon, ¿sabes tú qué sucederá si la cruza?

El lázaro se encogió de hombros.

—Haplo no está muerto. Sigue con vida, aunque sólo le queda un hálito de ella. Yo me ocupo de quienes han pasado más allá.

«… más allá..».

«No tienes alternativa, Alfred», insistió Haplo con impaciencia. « ¡Ve adelante con ello!»

El perro emitió un gruñido.

Alfred dio un suspiro. Había una alternativa. Siempre había una alternativa. Y, al parecer, él siempre tomaba la decisión errónea. Se asomó al pasadizo que se adentraba en las tinieblas impenetrables. El signo mágico blanquecino que había encendido encima del cuerpo de Haplo perdió intensidad hasta que su resplandor se apagó. El sartán y sus compañeros quedaron sumidos en una completa oscuridad.

Alfred evocó el recuerdo de su primer encuentro con Haplo, en Ariano. Recordó la noche en que había sumido a Haplo en un sueño mágico, había levantado las vendas que le ocultaban las manos y había descubierto los signos tatuados en su piel. Revivió su desesperación, su profundo pánico, su estupefacción.

¡El enemigo ancestral ha vuelto! ¿Qué voy a hacer?

Y, al final, había hecho muy poco, al parecer. Nada calamitoso o catastrófico. Habías seguido los dictados de su corazón y había actuado de la manera que había creído mejor. ¿Existía, efectivamente, un poder superior que guiaba su camino?

Alfred bajó la vista hacia el perro, que se apretaba contra su pierna, y en aquel momento creyó comprender.

Empezó a entonar las runas en un murmullo, con un tono nasal que resonó en el túnel con un eco fantasmagórico.

Las runas azuladas cobraron vida en la parte inferior de la pared del pasadizo. La oscuridad retrocedió.

—¿Qué es eso? —Hugh la Mano estaba junto a la pared cuando los signos mágicos se habían encendido. Al producirse el destello de la magia, se había apartado de un salto.

—Esas runas —explicó Alfred— nos conducirán a lo que en este mundo se conoce como la Cámara de los Condenados.

—Parece un nombre apropiado —fue la seca respuesta del mensch.

La última vez que Alfred había recorrido aquel trayecto, lo había hecho a la carrera, temiendo por su vida. Creía haber olvidado el camino pero, una vez encendidas las runas y rota la oscuridad, empezó a reconocer por dónde andaba.

El pasadizo descendía como si los condujera al propio centro del mundo. Visiblemente antiguo pero en buen estado, el túnel era liso y ancho, a diferencia de la mayor parte de las catacumbas de aquel mundo inestable. Había sido horadado para acoger a grandes multitudes. En su visita anterior, Alfred había encontrado aquello muy extraño, pero entonces ignoraba adonde conducía.

Esta vez lo sabía y lo entendía. La Séptima Puerta. El lugar desde el cual los sartán habían obrado la magia que había causado la Separación del antiguo mundo.

«¿Tienes idea de cómo actuaba la magia?», preguntó Haplo. Lo hizo con voz susurrante, contenida, aunque sólo unos oídos interiores podían captarla.

—Orla me lo contó —respondió Alfred y continuó la explicación con breves interrupciones esporádicas para entonar las runas en voz baja—. Después de tomar la decisión de separar el mundo, Samah y los miembros del Consejo reunieron a toda la población sartán y a los mensch que estimaron merecedores de ello. Transportaron a este puñado de afortunados a un lugar similar, probablemente, al pozo del tiempo que utilizamos en Abri: un pozo en el que existe la posibilidad de que no existan posibilidades. Allí, aquella gente estaría a salvo hasta que los sartán pudieran trasladarlos a los nuevos mundos.

»Los sartán más dotados se reunieron con Samah en el interior de una cámara a la que el gran consejero denominó la Séptima Puerta. Consciente de que llevar a cabo una magia tan poderosa, capaz de romper un mundo y forjar otros nuevos, agotaría al hechicero más resistente, Samah y el Consejo dotaron a la propia cámara con gran parte de sus poderes individuales. El recinto actuaría de modo bastante parecido a una de las piezas de la Tumpa-chumpa que Limbeck llamaba genador.

»La Séptima Puerta conservó el poder mágico dejado allí en reserva, y los sartán recurrieron a él cuando su propia magia decreció y perdió fuerza. El peligro, por supuesto, era que una vez transferido el poder a la Séptima Puerta, la magia permanecería en ella para siempre. Samah sólo tenía un modo de destruir la magia: destruyendo la Séptima Puerta. El gran consejero debería haberlo hecho, naturalmente, pero tuvo miedo.

«¿De qué?», preguntó Haplo.

Alfred titubeó.

—En su primera entrada en la Séptima Puerta, después de dotarla de ese poder, los miembros del Consejo de los Siete descubrieron algo que no esperaban encontrar.

«Un poder superior al de ellos».

—Sí. No estoy seguro de cómo o por qué; Orla no me contó tanto. La experiencia resultó terrible para los sartán. Parecida a lo que pasamos nosotros cuando entramos. Pero, mientras que la nuestra fue reconfortante y estimulante, la suya resultó abrumadora. Samah fue obligado a darse cuenta de la enormidad de sus actos y de las espantosas consecuencias de lo que había proyectado. Se le hizo saber, en esencia, que había sobrepasado los límites. Pero también se le dio a conocer que conservaba su libre albedrío para continuar, si quería.

«Abrumados por lo que habían visto y oído, los miembros del Consejo empezaron a tener dudas, lo cual condujo a violentas discusiones. Sin embargo, el temor a sus enemigos, los patryn, era profundo y el recuerdo de la experiencia en la cámara se difuminó. La amenaza patryn era muy tangible. Bajo la dirección de Samah, el Consejo votó llevar adelante la Separación. Los sartán que se oponían fueron enviados, junto con los patryn, al Laberinto.

»E1 miedo… la causa de nuestra caída. —Alfred sacudió la cabeza con abatimiento—. Incluso después de haber triunfado en separar un mundo para construir otros cuatro, incluso después de haber encerrado a sus enemigos en una prisión a su medida, Samah continuó sintiendo miedo. Temía lo que había descubierto en la Séptima Puerta, pero también temía tener necesidad de la Puerta más adelante y por ello, en lugar de destruirla, sólo la hizo desaparecer.

—Yo estaba con Samah cuando murió —dijo Jonathon—. Y le dijo a Xar que no sabía dónde estaba.

—Probablemente, así era —concedió Alfred—. Pero Samah podría haberla encontrado con bastante facilidad. Tenía mi descripción del lugar, porque yo le conté todo lo que sabía de la Cámara de los Condenados.

—Mi gente la encontró —apuntó Jonathon—. Reconocimos su poder, pero habíamos olvidado el modo de utilizarlo.

«… de utilizarlo..»., repitió el eco.

—¡Afortunadamente! ¡No me atrevo a imaginar qué habría sucedido si Kleitus hubiera descubierto cómo utilizar el verdadero poder de la Puerta! —Dijo Alfred con un escalofrío—. Lo que me llama la atención es que, a pesar de todo este revuelo, esta agitación de fuerzas mágicas, esos a los que llamamos despectivamente «mensch» han resistido y prosperado. Humanos, elfos y enanos tienen sus problemas pero, en general, han conseguido solventarlos y establecerse. Lo que llamáis la Onda los ha mantenido a flote.

«Esperemos que sigan así», comentó Haplo. «La próxima Onda, si les cayera encima, podría ser la definitiva».

Continuaron atravesando corredores, viajando siempre hacia abajo. Alfred cantaba las runas en voz baja, para sí mismo, y los signos mágicos de la pared los guiaban con su intenso resplandor.

El pasadizo se estrechó hasta obligarlos a caminar en fila india. Alfred abría la marcha, seguido por Jonathon. El perro y Hugh la Mano ocupaban la retaguardia.

O el aire era más tenue allí —Alfred no recordaba tal sensación en su visita anterior—, o el nerviosismo lo estaba dejando sin aliento. La tonada rúnica daba la impresión de adherirse a su irritada garganta; tenía dificultades para emitirla. Sentía miedo y, al mismo tiempo, estaba excitado, tembloroso, lleno de nerviosa expectación.

De todos modos, no parecía que los signos mágicos necesitaran ya de su cantinela. Se encendían espontáneas, casi alegremente, avanzando mucho más deprisa que los caminantes. Por último, Alfred dejó de cantar y guardó la voz para lo que se preparaba.

Quizá se estaba preocupando por nada. Todo podía ser tan fácil, tan sencillo… Un toque de magia y la Séptima Puerta quedaría destruida. La Puerta de la Muerte quedaría cerrada para siempre…

De pronto, el perro lanzó un sonoro ladrido.

El sonido inesperado y su eco en el túnel hizo que a Alfred casi se le detuviera el corazón en el pecho. Finalmente, le dio un gran vuelco y acabó en su garganta, obturándole la tráquea durante unos momentos.

—¿Qué…? —Alfred jadeó y carraspeó.

—¡Chist! ¡Silencio! Deteneos un momento —ordenó Hugh.

Todos obedecieron. El fulgor azulado de las runas se reflejaba en sus ojos, tanto en los vivos como en los muertos.

—El perro ha oído algo. Y yo también —continuó la Mano tétricamente—. Alguien nos sigue a distancia.

A Alfred, el corazón le saltó de la garganta directamente fuera del cuerpo.

Xar. El Señor del Nexo.

«Adelante», intervino Haplo. «Hemos llegado demasiado lejos como para dejarlo ahora. Adelante».

—No es preciso —musitó Alfred con un hilillo de voz.

Ante ellos, los signos mágicos abandonaban la parte baja de la pared y ascendían hasta formar un arco de resplandeciente luz azul. Un azul que se convirtió en un rojo amenazador, feroz, cuando el sartán se aproximó.

—Hemos llegado. Ésta es la Séptima Puerta.