CAPÍTULO 24

LA SÉPTIMA PUERTA

Las runas orlaban una entrada, rematada en un arco, que conducía —recordó Alfred— a un pasadizo ancho y espacioso. Y Alfred recordó también, de improviso, la sensación de paz y de tranquilidad que lo había envuelto al penetrar en aquel túnel. Anheló experimentar de nuevo aquella sensación, lo deseó como un hombre adulto anhela a veces un pecho que lo consuele, el tacto de unos brazos cariñosos en torno a él, una voz que arrulle su sueño con dulces canciones y tonadas de la niñez.

Alfred se detuvo ante el arco y observó el parpadeo de los signos mágicos. Para cualquier otro que estudiara las runas grabadas en la pared, los signos habrían resultado similares a los que corrían por la base de la pared. Runas inocuas, creadas para servir de guía. Pero él era capaz de apreciar las sutiles diferencias: un punto colocado encima de una raya, en lugar de debajo; una cruz en lugar de una estrella, un cuadrado en torno a un círculo… Estas diferencias convertían las runas de guía en runas de protección. Las más poderosas que era capaz de forjar un sartán. Cualquiera que se aproximara a aquel arco… — ¿A qué estás esperando, Alfred? —exclamó Hugh. Dirigió una mirada dubitativa al sartán y añadió—: No te irás a desmayar, ¿verdad? —No, maese Hugh, pero… ¡Espera! ¡No! Hugh la Mano dejó atrás a Alfred y se dirigió al arco. Las runas azules cambiaron de color y pasaron del azul al rojo con una llamarada. El mensch, algo alterado, se detuvo y estudió las runas con suspicacia.

No sucedió nada más. Alfred guardó silencio. Probablemente, el mensch no le habría creído de todos modos. Era de los que lo han de comprobar todo por sí mismos.

Hugh dio un paso adelante. Los signos mágicos humearon y estallaron en llamas. La boca del túnel quedó rodeada por un arco de fuego. El perro se encogió.

—¡Maldición! —masculló la Mano, impresionado, al tiempo que retrocedía precipitadamente.

Tan pronto como se apartó del arco, el fuego se apagó. Los signos mágicos adquirieron de nuevo un mortecino resplandor rojizo, pero no pasaron al azul. El calor de las llamas permaneció en el aire del pasadizo.

—No nos permite el paso —murmuró Alfred.

—Eso ya lo he visto —dijo Hugh con un gruñido, al tiempo que se frotaba los brazos, cuyo vello oscuro y espeso había sido chamuscado por las llamas—. Por todos los antepasados, ¿cómo vamos a cruzar?

—Puedo desbaratar las runas —planteó el sartán, pero no hizo el menor ademán de disponerse a ello.

«¿Estás temblando?», le llegó la voz de Haplo.

—No —replicó, a la defensiva—. Es sólo que… —Alfred volvió la mirada hacia el pasadizo por el que habían llegado hasta allí.

Las runas azules de la base de la pared se habían apagado ya pero, ante su mirada —y obedeciendo a sus pensamientos—, volvieron a encenderse. El zócalo de signos mágicos luminosos marcaría el camino hasta la celda, hasta el cuerpo yaciente de Haplo.

Alfred bajó la vista al perro.

—Tengo que saber qué será de ti.

«Eso no importa».

—Pero…

«Maldita sea, no sé qué sucederá!», insistió Haplo, perdiendo la paciencia. «Pero sé muy bien qué ocurrirá si fracasamos. Y tú también lo sabes».

Alfred no dijo nada más e inició una danza.

Sus movimientos eran gráciles, pausados y solemnes. Acompañándose de una cantinela, sus manos dibujaban los signos mágicos de la melodía y sus pies marcaban los trazos complejos de las runas sobre el suelo de piedra. La danza y la música penetraron en él, en su sangre, como burbujas embriagadoras. Su cuerpo, que con harta frecuencia resultaba tan torpe y desmañado como si perteneciera a otro y él sólo lo tuviera en préstamo, se despojó de aquella apariencia; mudó de aspecto como una serpiente muda de piel. Sus músculos, sus huesos, su sangre… eran pura magia. Alfred era luz, aire y agua. Estaba feliz, contento y libre de miedo.

La luz roja de las runas de defensa se encendieron un momento, muy brillantes, y a continuación se difuminaron hasta apagarse por completo.

La oscuridad flotó en el pasadizo. La oscuridad envolvió a Alfred. Las burbujas estallaron y quedaron vacías, gastadas. La magia rezumó de él. Su viejo cuerpo pesado flotó ante él como un grueso gabán colgado de una percha. Tuvo que esforzarse para volver a entrar en él, para notar su peso sobre los hombros, para intentar moverse de nuevo junto con su carne tangible, demasiado engorrosa y en la cual no cabía.

Los pies del sartán se detuvieron. De su boca escapó un suspiro y, a continuación, dijo con voz serena:

—Ya podemos pasar. Las runas se activarán de nuevo cuando hayamos cruzado el arco. Quizá basten para detener a Xar.

Haplo emitió un gruñido, pero ni siquiera se molestó en contestar.

De nuevo, Alfred abrió la marcha. Hugh la Mano lo siguió con una cauta mirada de reojo a las runas, como si esperase que en cualquier momento estallaran en llamas.

El perro avanzó al trote, con aire aburrido, tras los talones de Hugh. Jonathon fue el último en entrar; el lázaro, cuyos pies se arrastraban por el suelo, dejó un surco en el polvo al avanzar. Alfred bajó la vista y se sintió intrigado y algo inquieto al ver las marcas que sus propias pisadas habían dejado impresas en el polvo la vez anterior que había pasado a través del arco. Las reconoció por su distribución errática a lo largo y ancho del lugar.

También reconoció las huellas de Haplo, que avanzaban en línea recta, con propósito firme y decidido. Al abandonar aquella cámara, el andar del patryn era mucho menos seguro. Su paso se había alterado drásticamente y, desde aquel momento, el curso de su vida había cambiado para siempre.

Y Jonathon… La última vez que habían acudido allí, el sartán de Abarrach estaba vivo; en cambio, en esta ocasión, era su cadáver —ni vivo ni muerto— el que hollaba el polvo borrando el rastro que había dejado en vida. En cambio, no se apreciaban por ninguna parte las huellas del perro de aquella visita anterior. Y tampoco esta vez dejaba rastro de su paso. Alfred se fijó en ello y se asombró de no haberse dado cuenta hasta aquel momento.

O quizás había visto huellas, se dijo con una sonrisa melancólica, porque esperaba verlas.

Alargó la mano y dio unas palmaditas en la suave testuz del animal. El perro alzó hacia él sus ojos, brillantes y límpidos. Tenía la boca abierta en una mueca que habría podido pasar por una sonrisa.

«Soy real», parecía decir. «De hecho, tal vez sea lo único real». Alfred se volvió. Sus pies habían dejado de trastabillar. Erguido y con paso firme, avanzó hacia la Séptima Puerta, conocida por los habitantes de Abarrach con el nombre de la Cámara de los Condenados.

Como la última vez, el túnel los condujo directamente a una pared lisa, de sólida roca negra, en la que había grabados dos juegos de runas. El primero lo componían meros signos de protección, una cerradura mágica trazada, indudablemente, por el propio Samah. El otro juego de runas era obra de los primeros sartán instalados en Abarrach, los cuales, en sus intentos de establecer contacto con sus hermanos de otros mundos, habían topado accidentalmente con la Séptima Puerta. En su interior habían encontrado paz, autoconocimiento y sentido de la existencia, todo ello concedido por un poder superior, por un poder más allá de su comprensión y de su entendimiento. Ésta había sido la causa de que hubieran grabado allí aquellas marcas, las cuales declaraban la cámara como un lugar santo y sagrado.

En aquella cámara, los sartán habían muerto.

En aquella cámara, Kleitus había expirado.

Recordando aquella experiencia terrible, Alfred se estremeció. Con un pronunciado temblor, dejó caer al costado la mano con la que estaba siguiendo los trazos de las runas en la roca. Con espantosa claridad, volvió a ver los esqueletos yaciendo en el suelo. Asesinato en masa. Suicidio en masa.

Quien traiga la violencia a este lugar, la encontrará vuelta contra él mismo.

Así aparecía escrito en las paredes. En su momento, Alfred se había preguntado cómo y por qué. Esta vez creía entenderlo. Por miedo. Todo se reducía siempre al miedo. Nadie podía saber con seguridad qué temía Samah, ni por qué,[9]pero lo cierto era que, incluso en aquella cámara, a la que el Consejo de los Siete había dotado de su magia más poderosa, el gran consejero sartán había tenido miedo. El lugar había sido concebido para destruir a los enemigos del Consejo, pero había terminado por destruir a sus creadores.

Una mano helada rozó la de Alfred. El sartán dio un respingo, sobresaltado, y descubrió a Jonathon a su lado.

—No tengas miedo de lo que hay dentro.

«… lo que hay dentro..»., dijo el triste eco.

Jonathon continuó hablando:

—Ahora, por fin, los muertos descansan. No quedan rastros de su trágico final. Yo mismo me he encargado de ello.

«… encargado de ello..».

—¿Tú has entrado aquí otras veces? —preguntó Alfred, asombrado.

—Sí. Muchas veces. —Y dio la impresión de que el lázaro sonreía; el fantasma encendía con su fuego los sombríos y muertos ojos del cadáver ambulante—. Entro y salgo cuando quiero. Esta cámara ha sido mi hogar…, tanto como puede serlo un lugar. Aquí encuentro alivio para el tormento de mi existencia. Aquí me cargo de paciencia para soportarla, para esperar a que llegue el final

—¿E1 final? —A Alfred no terminó de gustarle el tono de Jonathon.

El lázaro no respondió; el fantasma abandonó el cuerpo del lázaro y revoloteó a su alrededor, agitado. Alfred tomó aire con un escalofrío; la confianza que había sentido hasta aquel momento se desvanecía rápidamente.

—¿Y si fracasamos?

Tras repetir las palabras de Haplo, Alfred colocó las manos en la roca y empezó a entonar las runas. La pared desapareció bajo sus dedos. Con un resplandor azulado, los signos mágicos enmarcaron un pórtico que daba paso, no a la oscuridad, como había sucedido la última vez que habían entrado en la cámara, sino a la luz.

La Séptima Puerta era una estancia con siete paredes de mármol, cubierta por un techo en cúpula. Un globo suspendido de éste difundía una suave luz blanca. Como había prometido Jonathon, los muertos cuyos cuerpos yacían en el suelo habían sido retirados. Pero en las paredes seguían grabadas las palabras de advertencia: Quien traiga la violencia a este lugar, la encontrará vuelta contra él mismo.

Alfred cruzó el umbral y percibió el mismo calor envolvente y amoroso que había experimentado la primera vez que había entrado en la cámara. La sensación de bienestar y de sosiego se extendió como un bálsamo sobre su alma torturada. Se acercó a la mesa ovalada, tallada en una madera de un color blanco puro —una madera procedente del antiguo mundo separado—, y la contempló con veneración y con tristeza.

Jonathon avanzó hasta rozar el borde de la mesa. De haber prestado atención, Alfred habría advertido el cambio que se producía en el lázaro al penetrar en la estancia. El fantasma permanecía fuera del cuerpo y había dejado de debatirse, de pugnar por escapar. Su presencia vaga e informe se concretó en una tenue imagen del duque que era cuando Alfred lo había conocido: joven, vibrante, alegre… El cadáver ambulante era, al parecer, la sombra del alma.

Sin embargo, Alfred no se percató de ello. Tenía la mirada fija en las runas talladas en la mesa, las contemplaba como si estuviera hipnotizado, como si fuera incapaz de apartar la vista. Se acercó a ellas más y más…

Hugh la Mano se detuvo ante el pórtico y estudió la estancia con asombro y temor; una vez llegado el momento de la verdad, quizá se sentía reacio a cruzar el umbral.

El perro azuzó a Hugh, lo instó a avanzar, meneando el rabo en un gesto tranquilizador. El mensch relajó su expresión ceñuda y sonrió.

—En fin, si tú lo dices… —murmuró al animal.

Penetró en la estancia. Tras echar un vistazo que lo abarcó todo, avanzó hasta la mesa blanca y apoyó las manos en ella. Después, con gesto ocioso, empezó a seguir los trazos de las runas con los dedos.

El perro entró al paso en la cámara… y desapareció.

La puerta de la Séptima Puerta se cerró.

Pero Alfred no se dio cuenta de lo que hacía el mensch. Tampoco reparó en la desaparición del perro, ni oyó cerrarse la puerta. Se hallaba de pie ante la mesa. Alargó la mano hasta posar los dedos sobre la madera blanca suavemente, con veneración…

—Hoy nos hemos reunido aquí, hermanos —dijo Samah desde su asiento, en la cabecera de la mesa—, para proceder a la Separación del mundo.