7 - Sólo su peluquero debía saberlo
—CREO, CAMARADA —dijo Nick, pagando al conductor del taxi con una prodigalidad que iba a hacer estragos en el presupuesto de Ivan—, que haría bien pidiendo a sus superiores unas breves vacaciones. He de advertirle que el número de su licencia ha sido, casi de seguro, anotado, y puede haber preguntas. Usted no ha de contestarlas bajo ninguna circunstancia.
Los ojos del conductor se dilataron.
—Pero usted me aseguró…
—Le he dado órdenes, camarada.
Nick cerró la portezuela de golpe y lo dejó allí parado, con los ojos dilatados y la boca abierta.
Unos minutos después, Ivan Kokoschka estaba de vuelta en la plaza. Poco más tarde, el coche que estaba observando arrancó y llegó otro. Esta vez era el «Pobeda», Ahora sabía algo. Las abultadas carteras de diplomático… podían contener aparatos electrónicos para recoger y registrar conversaciones que tuvieran lugar en el edificio de la Oficina de Información, desde una manzana de distancia.
Suponiendo que así fuese, el micrófono no podía ser el normal aparato escuchante, pues cogería indistintamente todas las conversaciones del edificio y no produciría más que una confusión de sonido. Tenía que ser además seleccionador; tenía que recoger conversaciones sólo en una sala. Entonces, ¿por qué no había sido encontrado?
Cerca de él pasaban parejas riendo y hablando, dirigiéndose a sus casas bajo la débil luz del anochecer. Una o dos de ellas le miraron curiosamente mientras permanecía sentado en el banco, asiendo su vieja cartera.
«Más vale que me largue de aquí», —pensó—, «antes de que me detengan por vagabundear».
De cualquier modo, era casi hora de recoger a Sonya.
«Pero si sólo pudiese lograr echar una mirada dentro del “Pobeda” y ver si esa cartera de diplomático estaba abierta, o si tenía una antena conectada…».
Cruzó despacio el césped en dirección a la calzada al otro lado de la plaza, todavía pensando frenéticamente.
«¿Por qué tendrían los aparatos registradores funcionando dentro de coches aparcados tan cerca del edificio? Tarde o temprano podían ser descubiertos. En la Oficina de Información Rusa no se habían dado mucha maña hasta el presente, pero finalmente tendrían que advertirlo».
«Tenían que estar cerca debido a la naturaleza del mecanismo operante en el interior del edificio. La conversación sólo podía ser recogida en una extensión muy limitada; el mismo equipo debía de enviar sólo una señal muy débil. Y quizás era por eso que no labia sido encontrado el aparato emisor. Sería muy pequeño, así como su fuente de energía. Tenía que serlo, o la transmisión habría sido detectada».
Lenta y contemplativamente, como si gozase de la creciente brisa y el olor de la hierba, Nick anduvo por la acera que ceñía la plaza y dirigió sus, al parecer, inciertos pasos, hacia la hilera de coches. Los hombres del «Pobeda» estaban inmóviles, las alas de sus sombreros abatidas por encima de los ojos y sus rostros eran poco más que sombras.
«¡Maldita sea!», —pensó Nick—. «Debiera haber hecho esto más temprano o haberlo dejado para mañana, cuando hubiera más luz. De cualquier modo, no puedo, retroceder ahora».
«Por tanto, el aparato escuchante» —continuó reflexionando— «habrá sido deliberadamente diseñado de modo que la transmisión sea débil. Eso significa que el equipo emisor es o muy pequeño, o muy flojo. Hasta puede ser…».
«Ahórratelo, Carter», —se dijo a sí mismo—. «Una rápida mirada al interior de ese coche, y a casa de Sonya».
Dejó la acera y vagó a lo largo del estrecho camino entre el aparcado «Pobeda» y un cercano sedán que sabía pertenecía a un funcionario del Gobierno.
La cartera de diplomático se hallaba en el asiento delantero del «Pobeda» entre el pasajero y el conductor, y estaba cerrada.
Pero había una menuda luz roja luciendo cerca del, asidero.
El corazón le dio un vuelco.
«¡El aparato estaba registrando!».
Esta noche, pues, podía tratar de hacer dos cosas después de dejar a Sonya: encontrar un modo de penetrar en el edificio de la Oficina de Información sin que recibiese un balazo en la cabeza, y explorar el local de la «Compañía Mercantil y Artículos para Regalos Orientales».
Salió a la calle dejando el estrecho paso entre los dos aparcados coches y se echó atrás con presteza. Un «ZIL» que había doblado la esquina un segundo o dos antes, estaba viniendo hacia él a una endiablada velocidad, peligrosamente cerca de los extremos posteriores de los coches aparcados. Paró exactamente enfrente de Nick con un chirrido de neumáticos, abriéndose las dos portezuelas del lado de él, al mismo tiempo. Nick se volvió rápidamente, intuyendo por el ruido a su espalda que era ya demasiado tarde, y vio la abierta portezuela del «Pobeda» aparecer como una barrera detrás suyo. En sí mismo no habría sido gran cosa, pero el hombre apoyado en ella estaba apuntando a Nick con una pistola automática muy práctica y eficientemente silenciosa. Nick lanzó una rápida mirada hacia el «ZIL» y vio a dos hombres avanzar hacia él con pistolas levantadas de un modo amenazador; y comprendió que estaba atrapado… cogido igual que un chapucero aficionado en una callejuela bloqueada con coches y erizada de pistolas en los dos extremos.
Sólo había una salida, y ésta estaba arriba. Flexionando las piernas saltó con toda la elástica fuerza proporcionada por los ejercicios de adiestramiento físico del yoga. Sus manos y pies se deslizaron ágilmente a través del resbaladizo techo del coche del hombre del Gobierno, y vio espacio libre y una vía de escape al otro lado del vehículo. Por un alborozado momento creyó que había salido airoso, y enseguida sintió que unas manos agarraban su chaqueta. Se soltó con un ímpetu que le arrancó la chaqueta por los hombros y le hizo salir volando del techo para aterrizar pesadamente a cuatro patas al otro lado del coche. Saltó otra vez y sintió que algo duro rebotaba en su cabeza y otra cosa estaba agarrando sus piernas.
Nick se soltó perneando fieramente y sintió con satisfacción que su pie daba contra una superficie dúctil. Hubo un apagado aullido de dolor, que Nick dejó tras de sí con un par de zancadas que lo llevaron a la acera… y lo echaron a toda velocidad en los brazos del hombre del «Pobeda». Nick se abalanzó aviesamente, descargando un golpe contra el cuello del sujeto, y estaba corriendo antes de que el cuerpo se hubiese encogido en la acera.
Creía estar a salvo. Pero alguno del otro grupo debía haber sido un excelente atajador de rugby en un tiempo, porque el cuerpo de compacta masa de músculos que se lanzó a las rodillas de Nick desde atrás, conocía ciertamente su oficio. Nick cayó en la calzada de hormigón con un golpe que sacudió todos los huesos de su cuerpo e hizo que sintiera vivas punzadas de dolor en la cabeza, como si se la atravesasen con puntiagudos clavos. Se movió vacilante y coceó como un animal acorralado. Algo semejante al silbido de un látigo cortó el aire y dio contra su doliente cabeza con furiosa y horrible precisión.
Unas extrañas luces aparecieron en su cerebro y lentamente se extinguieron titilando. Nick fue brevemente consciente de oscuridad, dolor, una confusión de movimiento, una leve sensación de pinchazos en el brazo; y en seguida… no fue consciente de nada.
Sonya Dubinsky profirió una apagada exclamación y se desvió de la pequeña alacena que alojaba la cocina de la reducida habitación de Ivan. ¡Otra vez aquel maldito canto aguzado! Y esta vez le había hecho una fea incisión.
Se chupó el sangrante dedo reflexivamente. Uno de estos días Ivan iba a tener que hacer algo sobre esa dentada pieza de metal. El objeto estaba herrumbroso, además; podía envenenársele la sangre. Valía más desinfectar la herida inmediatamente. Quizás Ivan tuviese alguna cosa en el armario que ella podría ponerse en el dedo.
¿Dónde estaba Ivan, de cualquier modo? Nunca había llegado tan tarde.
Frunciendo el ceño, se deslizó hacia el anticuado lavabo y echó agua en la palangana, de la donairosa manera que hacía que todos sus movimientos parecieran ser parte de una danza.
Cuando se hubo lavado el lastimado dedo abrió el pequeño armario de encima del lavabo en busca de esparadrapo o un antiséptico. No tenía ninguna verdadera esperanza de encontrar nada útil entre las escasas pertenencias de Ivan.
Su atenta mirada vagó por los estantes. Jabón, hojas de afeitar, agua de colonia… ¡Ah! Una pequeña botella oscura con una etiqueta de farmacia, y un nombre que reconoció.
Bien. Al fin y al cabo, Ivan no era tan completamente descuidado de sí mismo pues.
Echó mano a la botella. El tapón estaba infernalmente apretado. Sonya musitó airadamente. Estaba muy bien ser vigoroso, pero era ridículo tapar una botella tan apretadamente de modo que otra persona no pudiera abrirla. Sería igual dejarlo… ¡Vaya! ¡Por fin! Ello le enseñaba que nunca debe desistirse con demasiada facilidad.
Quitó el tapón con el juntado aplicador, y lo miró con un poco de extrañeza.
Era raro. Ordinariamente la botella llevaba aparejada una pequeña varilla de vidrio para aplicar el antiséptico. Pero este aplicador terminaba en una pelotilla de algodón o algún otro material blando, como si fuese destinado para limpiar teclas de máquina de escribir… o dar un baño a algo.
Por lo pronto, habían alterado el modelo, y por supuesto éste no era muy fino para aplicarse a pequeñas heridas.
Hasta el color de la tintura parecía ser más subido que de ordinario. Y apenas había olor. Probablemente era loción para el pelo.
Frunció el ceño… Para probar, aplicó un poquito al dedo. Escocía, pero sólo ligeramente, y parecía ser mucho más oscuro de lo que recordaba desde los días de cortes y rasguños de su niñez. ¿De veras? También habían alterado eso, pues.
Un repentino impulso le hizo meter el pintado dedo en la palangana. Ninguna señal del oscuro color apareció en el agua teñida de sangre. Se lo restregó con una toalla, vigorosamente, de tal manera que él dedo le dolió. Pero el color permaneció inalterable.
Se miró en el espejo del armario. Lenta y cuidadosamente, pasó el aplicador por una arqueada y primorosa ceja, ya oscura en su color natural. Se hizo más intensa, mientras Sonya miraba con atención, tomando el color negro y semejante al carbón del… ¡pelo de Ivan!
«Tintura. Sólo para retoque, seguramente, debido a la pequeña cantidad, pero con todo… tintura».
Se miró de nuevo al espejo, consciente de una ligera desazón en el pecho.
«¿Ivan, tan descuidado en su aspecto personal, retocándose el pelo? Eso no parecía propio de él. Era una vanidad que no había esperado de Ivan».
En cierto modo le dolía.
Pensativamente, repuso la botella en el estante. Era extraño, cuán decepcionada se sentía por una cosa tan insignificante. Habría jurado que Ivan era un hombre cabalmente recto, no vanidoso en modo alguno, y absolutamente sin engaño.
Pero en esta pequeña cosa, la había decepcionado.
Se sentó en la combada cama de Ivan y reflexionó acerca de ello. Y mientras lo hacía recordó, casi sin querer, la sorprendente magnificencia de su compañero con su soberbio donaire y sus vigorosos músculos, y empezó a preguntarse por qué este hombre era un bregante escritor más bien que un remunerado atleta o un jefe entre los hombres. Y enseguida empezó a pensar, sin quererlo, en ciertos matices de su habla y su traza que diferían del Ivan que ella conociera antes… No era justo pensar de este modo. Era caprichoso, pueril, ridículo.
Sin embargo no podía menos de pensarlo.
Una fría rociada del océano Ártico le mordió la cara y goteó picantemente por su desnudo cuerpo. Tragó agua, se sofocó y se estremeció, gritó pidiendo ayuda para protegerse de la tempestad o librarse de la pesadilla. Oyó una débil risa procedente de alguna parte cerca de él y enseguida las bravías aguas lo cubrieron otra vez. Trató de escapar de ellas, pero su cuerpo estaba enhiesto, con los brazos y piernas abiertos, contra algo que se le clavaba en la espalda, y sus miembros estaban atados inexorablemente a invisibles postes.
—¡Otra vez, hermano Georgi! Una vez más, y creo que él estará con nosotros —era una voz afable; sin embargo había una hebra de hielo en ella, tan fría como el agua.
La ola le golpeó la cara y derramó su fría espuma por sus hombros y hacia abajo del pecho y las piernas. Nick tembló fuertemente y boqueó para tomar aire. La fría rociada puso sus lacios párpados en movimiento, y miró a ciegas a una escena que no era nada parecido a la tempestad del océano de su horrible sueño.
En cierto modo era peor, como observó cuando se aclaró su visión; y él estaba sujeto allí, temblando y atisbando aturdidamente a sus atormentadores.
Había tres. Uno de ellos tenía un cubo de agua en las manos y una gozosa expresión en el rostro. El segundo estaba golpeando ligeramente, casi de un modo casual, un balón de boxeo a un metro de distancia. El tercero le miraba con una sonrisa que le recordaba a Nick la expresión del lobo del cuento de la Caperucita Roja.
—Saludos, amigo —dijo el lobo—. ¿Usted no se sentirá molesto si le llamo hermano Ivan? —la sonrisa del rostro de mongol se ensanchó horriblemente—. Permita que nos presentemos a nosotros mismos antes de que sigamos adelante. Aquí el hermano Georgi —el hombre del cubo movió la cabeza con sacudidas en una parodia de bienvenida—. A mi Izquierda, el hermano Igor.
El balón saltó muy cerca del cuerpo de Nick y produjo un sonido vibrante igual que una gran liga de goma.
—Yo soy el hermano Sergei Ahora que usted se ha repuesto suficientemente para hablarnos, creo que podemos prescindir de la ducha.
Hizo una seña con la mano al hermano Georgi, que estaba preparado con el cubo. Georgi lo depositó en el suelo y cogió una vara que le recordaba a Nick desagradablemente un aguijón para el ganado.
—Por supuesto —continuó el hermano Sergei, con una triunfante sonrisa—, podemos precisar de un pequeño estímulo suplementario. El hermano Georgi y el hermano Igor lo proporcionarán según se requiera.
Nick gruñó y soltó una frase poco lisonjera en el dialecto de Leningrado. Si él era el hermano Ivan, ¿por qué no estaban los otros hermanos atados de la penosa manera en que lo estaba él?
Se permitió temblequear y farfullar de un modo irrefrenable mientras trataba de adivinar dónde demonios podía estar. Veía el pavimento de hormigón y el charco de agua fría a sus pies; había el balón de boxeo y un objeto que se parecía a un potro de madera de un gimnasio; había la cosa a la cual estaba atado, y era una maldita continua pared de barras paralelas, igual que en el gimnasio de Charlie del número 46 del West, allá en su vecindad de… ah, sí, Leningrado; y había esteras en desorden sobre el pavimento y ninguna ventana en absoluto. Una puerta… no, dos puertas… Y tres hombres colocados frente a él, que parecían ser eslavos, o quizás eran mongoles, quizás uzbekes… acaso hasta chinos.
La sonrisa del hermano Sergei lució en su rostro. Sus manos tantearon los pantalones de Ivan Kokoschka y sacaron una cartulina del cinto.
La tarjeta de la MVD.
La fría ducha del recuerdo que inundó a Nick fue más eficaz que el agua helada. De repente se acordó del conductor del taxi, el regreso a la Plaza Chekhov, y la trampa entre el «Pobeda» y el «ZIL».
—¿Puedo preguntarle, amigo mío —estaba diciendo dulcemente el hermano Sergei—, dónde consiguió usted esta tarjeta?
—¡La recibí de mis superiores, por supuesto, necio! —espetó ásperamente Nick—. ¡Y usted recibirá algo de ellos también, si no me suelta inmediatamente! ¿Quién se cree…?
¡Bum! Un objeto duro golpeó el estómago de Nick, dejándole jadeante y sin habla.
—Magnífico, hermano Igor —dijo aprobadoramente el hombre que se llamaba a sí mismo Sergei—. Muy oportuno e impecable, y un empellón muy eficaz
Sonrió a Nick.
—Conocemos los métodos de la MVD, y temo que sus procedimientos son lamentablemente diferentes —movió la cabeza tristemente—. Es tan obstinada, esa gente. Tienen muy poca imaginación. Ha sido fácil sobrepasarles en ingenio en más de una ocasión. Con usted… llevó un poco más de tiempo.
El ancho rostro continuó sonriendo. El entorpecido cerebro de Nick aprisionó un pensamiento y se atormentó dándole vueltas.
«Estos hombres, que parecían ser rusos, hablaban como los rusos, y quizás eran chinos… podían muy bien ser de la MVD. Hasta en este extraño escenario. Pero… no, por el modo que estaba hablando el llamado Sergei. A menos que fuese un ardid muy tortuoso. Y si no eran de la MVD, entonces eran los hombres que él había estado buscando».
«Enhorabuena, Carter», —se dijo a sí mismo irónicamente—. «Ya los hallaste».
Dejó que sus ojos se cerrasen y se arrimó deliberadamente a las barras paralelas, sintiendo las cortantes cuerdecillas penetrar en sus muñecas y tobillos.
«Todo lo que podía hacer ahora era aguantar, averiguar quiénes eran estos hombres, y esforzarse en pensar de algún modo…».
—Hermano Georgi —dijo la suave voz un poco tristemente—. Temo que estamos aburriendo a nuestro huésped. Un pequeño excitante, si me hace el favor.
Algo parecido a la picada de una gigantesca raya atravesó el pecho de Nick. Era un dolor increíble, y aulló involuntariamente ante la repentina y fuerte sacudida de electricidad. Abrió los ojos y blasfemó furiosamente en fluente ruso. El hermano Georgi sonrió afectadamente y agitó la varilla con mofa bajo las narices de Nick. Era ciertamente un aguijón para ganado, tan sumamente cargado de electricidad que aplicado en demasía podía fácilmente matar a un hombre.
—Muy bien, Georgi —susurró Sergei—. Pero no demasiado de una vez. El interrogatorio acaba sólo de empezar. Bueno, hermano Ivan… Kokoschka. Posiblemente usted cree que le debemos una pequeña explicación. Le hemos traído aquí, porque se hizo evidente que usted nos estaba vigilando, y comprendimos que podíamos hacérselo más fácil mostrándole el camino. Ahora que usted está aquí podemos cambiar ideas. ¡Diga! —La voz se endureció, tomando la frialdad del hielo—. ¿Quién es usted? ¿Por qué nos ha estado vigilando?
—Ustedes saben quién soy —dijo Nick—. Han visto mi tarjeta. Pero en cuanto a vigilarles, no era más que una rutinaria comprobación. Ahora, por supuesto, habrá otros detrás de ustedes…
—¡Ah! ¡Georgi! —Voz y varilla eléctrica se desenfrenaron como dobles látigos—. ¡Espero mucho más de usted que eso! ¿Quién es usted para vigilamos?
—No tengo nada que decirles, excepto que serán acribillados a balazos cuando esto acabe —dijo sosegadamente Nick, deseando poder encontrar algo más resonante y más fuerte que decir.
Pero era difícil para él determinar cómo obraría un hombre de la MVD. Nunca había visto a uno al que estuvieran torturando.
—¡Igor! —La suave voz se elevó de repente a un agudo chillido—. Que este animal vea algo de su destreza. Quizás entonces oigamos una historia diferente.
Igor se adelantó de un brinco ansiosamente y puso en movimiento el balón de entrenamiento de boxeo con un hábil golpe. Lenta, lentamente, la dura y elástica pelota, moviéndose con sacudidas, se acercó más al vientre de Nick y se alejaba rebotando fastidiosamente. Luego empezó a golpearlo ligeramente. Igor sonrió de un modo burlón y golpeó el balón con los controlados puñetazos de un experto boxeador. De repente, le dio con tanto empuje que el balón hirió el tieso cuerpo de Nick como un ariete y retrocedió danzando con una lluvia de molientes golpes que le hicieron sentir ganas de vomitar sobre el pavimento y transformaron la totalidad de la fantástica sala en una niebla de arremolinada oscuridad.
En ella Nick oyó la risa burlona.
Su cabeza se despejó y escupió desdeñosamente.
Igor comenzó de nuevo.
Con toda su fuerza de voluntad, Nick puso la menté en el estado de serenidad alcanzado por los ejercicios del yoga, que le posibilitaban para soportar las torturas del fuego y el agua y los agudos tormentos del hambre y la sed prolongadas; y aun cuando sabía que estos terribles golpes podían infligir daño interno que quizá nunca fuese remediado, obligó al cuerpo a absorber cada impacto como si su carné fuera indestructible esponja y los nervios no pudiesen recibir o transmitir el dolor. Lenta y resueltamente, hizo desaparecer toda, sensación de las manos y pies atados; luego la sensación de tirantez de las extendidas piernas por su propio peso; después todo pensamiento del batiente balón sobre su desvalido cuerpo. Se doblegaba como una muñeca de trapo, y no sentía nada.
El hermano Igor brincaba y hacía fintas, arrastrando los pies ligeramente y las grandes manos ocupándose en el balón como si éste fuese a veces amigo y a veces enemigo. Ora simulaba golpear, y hacía que sólo rozase ligeramente las costillas de Nick. Ora reculaba y de repente soltaba una serie de golpes como disparos de ametralladora a la ingle y al abdomen. Nick observaba abstractivamente, sintiendo poco, pero preguntándose por cuánto tiempo más podría resistir el machaqueo. El control de su mente podía cesar a medida que el cuerpo se debilitase; sabía que tarde o temprano sentiría el dolor o se sumiría en la inconsciencia.
—¡Ah! ¡Descansa, Igor! ¡Georgi, despiértalo!
La sacudida de la varilla penetró la conciencia de Nick y se extinguió vibrando.
—¡Más duro, Igor! ¡Más duro!
Nuevos golpes machacaron a Nick; La parte de su cuerpo que permanecía despierta veía y oía las cosas a través de una oscura neblina. Tres rostros se movían frente a él con ligeras sacudidas, todos singularmente semejantes, excepto por la burlona sonrisa del que no estaba manejando ni la varilla ni el batiente balón. Había desaparecido ya toda simulación.
—¡Pegue, Igor! Hiérale cuidadosamente, de modo que sienta el agudísimo dolor pero que todavía no muera. ¡Dígame, dígamelo, o sufrirá un millar de torturas y pedirá la liberación de la muerte! ¡Dígame quien es usted y por qué nos seguía!
Los rostros se hicieron borrosos para Nick.
—¡Hable, cerdo! ¡Más duro, Igor! ¡Pegue! ¡Hablé! ¡Pegue…!
Cómo en un sueño, Nick vio que una puerta se abría y un hombre se deslizaba silenciosamente dentro de la sala.
«Sabía que había visto al hombre en alguna parte antes, aun cuando había ido vestido diferente… ¡Ah, sí! En la puerta de la “Tienda de Artículos para Regalos Orientales”, o como se llamase el local, aunque entonces el hombre llevaba el pardusco traje de trabajo típico de los moscovitas. Ahora vestía las ropas y el gorro de un mercader chino, de uno cuyo comercio dependiese en parte del aspecto personal. “Como el dueño de una tienda de artículos para regalos”», —pensó fatigadamente Nick—. «¿Por qué no los llevaba antes…? ¡Oh! Porque el día tocaba casi a su fin, era la hora de que las tiendas cerraran y todas las personas honestas marchasen a sus casas, al lado de sus esposas y la preparada cena».
«¡Dios santo! ¡Supuesto que fuera así, éste era el comienzo de otro día y él había perdido una noche entera!».
El recién llegado, según observó confusamente Nick, tenía la cartera de Ivan colgando de una larga, flaca y amarillenta mano y un fajo de papeles en la otra.
El hombre de sigilosos pasos se detuvo al lado del hermano Sergei y permaneció en silencio por un momento, observando a Nick y al batiente balón con meditativa atención. Luego, con repentina impaciencia, golpeó los papeles con un huesudo dedo índice semejante a un garfio y habló rápidamente en un tono bajo durante varios minutos. El hombre que se llamaba a sí mismo Sergei escuchaba con creciente interés. Finalmente se volvió hacia Nick con una desagradable sonrisa de triunfo en el rostro.
—Pare un momento, Igor —dijo suavemente. El mercader chino miraba con impaciencia—. ¡Usted, hermano Ivan… de la MVD! Mi colega desea saber si es usual que un miembro del Cuerpo de Seguridad se entregue a la ocupación de escribir malas novelas y traducir todavía peores historietas, ¡y al inglés, nada menos!
—¡Ignorantes necios! —silabeó airadamente Nick. El dolor se extendía por su cuerpo de prisa, y gimió involuntariamente. Tomó aliento y se obligó a continuar—. ¿Creen ustedes que todos mis amigos y vecinos saben lo que realmente soy? Para ellos soy un escritor, y esto es todo lo que tienen que saber. Pero ustedes pronto se darán cuenta de su criminal, necedad enredándose con la MVD. Sea lo que sea lo que pase…
—Y mucho le pasará, se lo aseguro —interrumpió el hermano Sergei—, a menos que usted deje de mentir y diga lo que quiero saber. Su verdadera identidad. Por qué nos ha estado vigilando. Lo que cree que ha descubierto. A quiénes está usted informando. Y exactamente de qué ha informado. ¡Vamos! Respóndame ahora o sufra más.
Nick respondió con la más sucia frase rusa de que podía acordarse.
El rostro del hermano Sergei se retorció, tomando una expresión de encubierto odio.
—Muy bien, pues. Ya que usted ha sido suficientemente benévolo para proveemos de papeles de identificación que contienen su dirección, y la portada de una colección de historietas de una tal Sonya Dubinsky, haremos otras indagaciones. En este momento no sé, por supuesto, quién es esta Dubinsky; pero puedo garantizarle que la encontraremos, la traeremos aquí, y la trataremos de tal manera que usted y ella pedirán clemencia a gritos. ¿O quizá prefiere usted decirme inmediatamente lo que quiero saber?
—Sonya es solo una cliente para traducciones. No significa nada para mí —dijo desdeñosamente Nick—. Y sus preguntas no tienen sentido, por tanto no puedo contestarles. Pero, si no estoy de vuelta en la oficina dentro de…
—¡Igor! ¡Un pequeño recordatorio, si me hace el favor!
El batiente balón golpeó el vientre de Nick.
—El hermano Andrei se hará cargo de eso, después Igor, para que usted no se canse —dijo solícitamente Sergei.
Se volvió al hombre vestido de chino y habló rápidamente en voz baja y sibilante. El mercader inclinó la cabeza y salió de la sala.
Poco después regresó con otros dos hombres. Nick los reconoció. Los había visto dentro de un «Volga» o un «ZIL» o algo por el estilo hacia un día o dos… pero su cerebro empezaba a ponerse confuso y no discurría bien. Sergei habló sosegada y rápidamente. Les dio lo que parecía ser una dirección. Les ordenó que se apresurasen. Luego se volvió hacia Nick, frotándose las manos.
—Bien —dijo, ominosamente alegre—. Bien. Continuemos mientras esperamos a que la dama acepte nuestra invitación. De veras, espero que sea atractiva. No es frecuente tener a una mujer… en nuestras manos.