Odio los bolsos
Odio los bolsos. Los odio sin reservas. Si sois de esas mujeres que creen que los bolsos son algo genial, ni siquiera os molestéis en seguir leyendo, porque aquí no encontraréis nada para vosotras. Esto es para mujeres que odian los bolsos, que no se llevan bien con ellos, que entienden que su bolso es el reflejo de un negligente cuidado del hogar, de una desorganización incurable, una imposibilidad crónica para deshacerse de algo y una continua incapacidad de afrontar los requerimientos de un complemento exigente y difícil (la obligación, por ejemplo, de que de algún modo tenga que combinar con la ropa que llevas). Esto es para mujeres cuyos bolsos son un batiburrillo de chocolatinas sueltas, aspirinas solitarias, barras de labios sin capucha, barras de cacao de cosecha desconocida, hebras de tabaco a pesar de que llevan diez años sin fumar, tampones que se han escapado de sus envoltorios, monedas inglesas del viaje a Londres el octubre pasado, tarjetas de embarque de vuelos hace tiempo olvidados, llaves de hotel de sólo Dios sabe qué hotel, bolígrafos chorreantes, pañuelos de papel que puede que estén usados o puede que no, pero que no hay manera de saber si lo uno o lo otro, gafas rayadas, una bolsa de té vieja, varios cheques personales arrugados que se han salido de la chequera y están llenos de borrones, y un cepillo de dientes sin protección que parece haber servido para sacarle brillo a la plata.
Esto es para mujeres que a mediados de julio se dan cuenta de que todavía no han sacado un bolso de verano y cuando ya ha pasado medio invierno siguen llevando un capazo de paja.
Esto es para mujeres a las que les parece pasmoso que un bolso pueda llegar a costar cinco o seis mil dólares: eso por no hablar de ese ejemplar de primera línea llamado bolso Birkin que cuesta diez mil, aunque eso es lo de menos porque ni siquiera puedes acceder a la lista de espera para comprarte uno. ¡En la lista de espera! ¡Por un bolso! ¡Por un bolso de diez mil dólares que va a acabar lleno de caramelitos de menta viejos!
Esto es para las que, en resumen, entendéis que vuestro bolso es, de algún modo horrendo, vosotras mismas. O, como habría dicho Luis XIV (pero no lo hizo porque era demasiado listo para llevar bolso), Le sac, c'est moi.
Comprendí hace muchos años que no se me daban bien los bolsos y, durante algún tiempo, me las arreglé sin llevar uno. Era una escritora freelance y pasaba la mayor parte del tiempo en casa. No necesitaba bolso para ir a la cocina. Cuando salía, por lo general de noche, normalmente me las arreglaba con una barra de labios, un billete de veinte dólares y un tarjeta de crédito metidos en el bolsillo. De todas formas, eso es más o menos todo lo que puedes meter en un bolso de noche, y así me ahorraba un montón de dinero porque no tenía que comprarme un bolso de noche. Los bolsos de noche, por razones poco claras a no ser que seas marxista, cuestan todavía más que los bolsos comunes y corrientes.
Pero, desafortunadamente, a veces tenía que salir de casa con algo más que lo indispensable. Resolví el problema comprándome un abrigo con grandes bolsillos. Acabé por comprender que esto no hacía sino convertir el abrigo en un bolso, pero siempre seguía siendo mejor que llevar uno. Cualquier cosa es mejor que llevar un bolso.
Porque esto es lo que ocurre con un bolso. Empiezas con poca cosa. Empiezas comprometiéndote con el orden. Empiezas jurándote que Esta Vez Será Diferente. Empiezas con las cosas que imprescindiblemente necesitas: la cartera y unos cuantos cosméticos que esta vez sí has metido en una bolsa de aseo nueva y resplandeciente, como las que tienen tus amigas, las que son lo bastante competentes para alternar varios bolsos a la vez. Pero en cuestión de segundos tu bolso consigue acumular los desperdicios de toda una vida. Los cosméticos se han salido de la bolsa resplandeciente no se sabe cómo (bien es cierto que se te olvidó cerrar la cremallera), las monedas se han caído de la cartera (bien es verdad que se te olvidó cerrar el monedero), las tarjetas de crédito se han perdido en el abismo (claro que se te olvidó meter la Visa en la cartera después de comprar la crema con filtro solar, esa que ahora chorrea por el forro porque se te olvidó cerrarla con el tapón después de ponértela en las manos mientras conducías a ciento doce kilómetros por hora por la autopista). Es más, una enorme cantidad de espacio de tu bolso ha sido invadido por esa maravilla tecnológica que contiene tu agenda y calendario… O lo habría invadido si no se hubiera quedado sin pilas. Y hay media botella de agua además de algunas cosas de picar que te guardaste en un vuelo por si acaso en alguna ocasión te morías de hambre y sentías un incontenible deseo de comerte un trozo de queso con sabor a plástico. Puede que las zapatillas de deporte también quepan en el bolso. ¡Sí, vive Dios, caben! Antes de que te des cuenta, el bolso pesa unos diez kilos y corres un grave riesgo de sufrir «bursitis» y tener que someterte a cirugía. Todo lo que posees está dentro de él. Podrías huir de los cosacos con ese bolso. Pero cuando lo abres no encuentras nada de nada: no es más que un agujero grande y oscuro lleno de trastos que tardas horas en encontrar. Una linterna vendría bien, pero, si llevaras una en el bolso, nunca la encontrarías.
¿Cuál es la solución? Ya no soy una freelance que se pasa el día sentada en casa. Necesito llevar cosas. Necesito cosas para trabajar. Necesito cosméticos para arreglarme. Necesito un libro para que me haga compañía. Necesito, lamento decirlo, un bolso. Durante algún tiempo busqué la solución. Como esas mujeres de Hollywood dispuestas a abrazar la cábala, la cienciología o el yoga, leí todos los artículos sobre bolsos que prometían alguna salvación para esta desventura. En un momento dado pensé: «Puede que la solución no sea un bolso, sino dos». Intenté entonces llevar dos, uno para las cosas personales y otro para las cosas de trabajo. (Sí, ya sé que generalmente al segundo bolso se le suele llamar maletín.) Este sistema funciona para la mayoría de la gente, pero no para mí, y por una razón evidente que he desvelado antes: no soy una mujer organizada. Otra solución consistió en gastarme una buena cantidad de dinero, con la teoría de que un bolso caro tal vez me inspirara para cambiar de personalidad, pero tampoco eso funcionó. También intenté llevar uno de esos tipo Prada que son medio mochilas, pero lo compré justo cuando ya se pasaban de moda y, además, le metí tantas cosas dentro que parecía una sherpa.
Y entonces, un día, hice un viaje a París con una amiga, la cual me comunicó que su objetivo de la semana era comprarse un Kelly. Tal vez vosotras sepáis lo que es un Kelly. Yo no lo sabía. Nunca había oído hablar de él. «¿Qué es un Kelly?», pregunté. Mi amiga me miró como si me hubiera pasado el siglo dormida en una cueva. Y me lo explicó: el Kelly es un bolso de Hermés que se empezó a fabricar en la década de 1950 y que Grace Kelly popularizó; de ahí su nombre. Es un clásico. Es el equivalente en bolso al collar de perlas más perfecto del mundo. Todavía se manufactura, pero mi amiga no quería uno nuevo, quería un Kelly vintage. Se había enterado de que en un mercadillo había unos cuantos a buen precio. El mercadillo sólo abre los fines de semana, así que estuvimos varios días comiendo, bebiendo y haciendo turismo, todo ello (al menos en el caso de mi amiga) como mero preludio al gran acontecimiento. «¿Cuánto te va a costar ese bolso?», le pregunté. Casi expiro cuando me lo dijo: «Unos tres mil dólares». ¿Tres mil dólares por un bolso de segunda mano más (si te pones a echar cuentas, cosa que yo sí hacía) el precio del billete?
Bueno, por fin fuimos al mercadillo y allí estaba el Kelly. Yo no sabía qué decir. Parecía el bolso que llevaba mi madre. Apenas cabía nada en él y colgaba rígido del brazo. Puede que no sepa nada de bolsos, pero sé que uno que cuelgue rígidamente del brazo (y no del hombro) añade diez años a la edad que tengas y, lo que es más, te inmoviliza la mitad del cuerpo. En el mundo moderno tienes que tener los brazos libres. No me quiero poner demasiado seria, pero el bolso (como los tacones altos) incide de manera crucial en la movilidad de una. He aquí una de las muchas razones de que no acabe de cuajar la moda de los bolsos para chicos. Si el bolso te inmoviliza una de las manos, entonces no la tienes libre para hacer un montón de cosas excitantes, como abrirte paso entre la multitud, abrazar a tus amigos, escalar el escurridizo mástil del éxito o parar taxis como una loca.
Total, que mi amiga se compró el Kelly. Pagó por él dos mil seiscientos dólares. El color no era exactamente el que ella quería, pero estaba magníficamente conservado. Por supuesto habría que impermeabilizarlo de inmediato porque perdería la mitad de su valor si se viera sorprendido por un chaparrón. ¿Impermeabilizarlo? ¿Sorprendido por un chaparrón? Nunca se me había pasado por la cabeza preocuparme por un bolso sorprendido por un chaparrón; mucho menos impermeabilizarlo. Por un instante pensé que mi madre no me había enseñado nada de bolsos y casi sentí lástima de mí. Pero era hora de comer.
Entramos en un bistró y el Kelly, en el centro de la mesa, se erigió como un pequeño altar a la victoria de las compras. Y en ese momento empezó a llover en la calle. Los ojos de mi amiga se llenaron de lágrimas. Los labios se le contrajeron. De hecho, para ser totalmente sincera, sus labios se fruncieron como un bolso. Llovía a cántaros y no había impermeabilizado su Kelly. Tendría que quedarse allí encerrada toda la tarde y esperar a que dejara de llover antes que exponer su bolso a una sola gota de agua. De pronto pensé que mi amiga y su bolso Kelly tendrían que quedarse en el restaurante para siempre. Los años pasarían y la lluvia no dejaría de caer. Ella envejecería (aunque no su bolso Kelly) y al final una y otro, como una moderna versión de la mujer de Lot, se metamorfosearían en un monumento a lo que les ocurre a las personas que se preocupan demasiado por los bolsos. Se escribirían fábulas y canciones country. En ese momento dejé de preocuparme por los bolsos y me rendí.
Volví a Nueva York y me compré uno. Bueno, no es exactamente un bolso: es una bolsa. Desde luego, es la mejor bolsa que he tenido en mi vida. Tiene la imagen de la tarjeta de metro de Nueva York; es amarilla (de un amarillo como el de los taxis, para ser exactos) y azul (el azul más feo que se pueda ver, azul real), por lo que no combina con nada y por consiguiente, a un nivel más profundo, va con todo. Es igual de feo en todas las estaciones del año. Me costó poquísimo (veintiséis dólares) y nunca tendré que reemplazarlo porque parece completamente indestructible. Es más, como nunca ha estado de moda, no se puede pasar de moda.
Admito que no sirve para todo; en contadas ocasiones me veo obligada a llevar un bolso, uno de esos que odio. Pero habitualmente voy a casi todas partes con mi bolsa de MetroCard. Y vaya donde vaya todo el mundo me dice: «Me encanta tu bolso. ¿De dónde lo has sacado?». Y les digo que lo compré en el Museo del Transporte de Grand Central Station y que todos los ingresos se dedican a mejorar la red de metro de la ciudad de Nueva York. Por lo que sé, todas han ido a comprarse uno. O no. Qué más me da. Estoy encantada.