Bill y yo

: se acabó el amor

Rompí con Bill hace mucho tiempo. Siempre es duro recordar el amor, los años pasan y una se dice: «¿Estaba realmente enamorada o sólo me engañaba a mí misma? ¿Estaba realmente enamorada o sólo fingía que era el hombre de mis sueños? ¿Estaba enamorada de verdad o estaba sencillamente desesperada?». Pero, en el caso de Bill, estoy más que segura de que se trataba de un sentimiento auténtico. Estaba enamorada de aquel chico.

Por lo que a él respecta, tengo que ser sincera: no me quería. De hecho, ni siquiera pensaba en mí. Ni una sola vez. Pero al principio eso no me desanimó. Le amaba, creía en él y ni se me pasó siquiera por la cabeza que fuera un mentiroso. Por supuesto, ya sabía que mentía en lo de su aventura con la cabaretera Gennifer Flowers, pero en aquel momento pensaba que esas mentiras no contaban. ¿A que era estúpida?

En cualquier caso, me desencanté muy pronto, cuando lo de los gays en el ejército. Eso fue en 1993, después de que tomara posesión, y en aquel mismo instante el corazón se me convirtió en piedra. La gente utiliza esa expresión y lo hace en un sentido metafórico, pero, si el corazón puede volverse de piedra y no en un sentido metafórico, eso fue lo que me pasó a mí. Yo tenía fe en Bill. Estaba segura de que nunca se echaría atrás. ¿Cómo iba a hacerlo? Pero fue y lo hizo: se echó atrás sin pensárselo dos veces. Resultó ser como todos los demás. Y se acabó. Adiós, muy buenas. Yo me largo. Ni se te ocurra llamarme. Y, por cierto, si suena el teléfono y contesta tu mujer y al otro lado de la línea cuelgan, no creas que soy yo, porque de eso nada.

Para cuando Bill se enrolló con Monica yo tendría que haber superado, se diría, el daño que pudiera hacerme. Tendría que haberme encogido de hombros y decir: «Ya te lo dije, no puedes confiar en ese tipo ni hasta donde llega un escupitajo». Pero, para mi gran sorpresa, Bill volvió a romperme el corazón. No podía creer lo traicionada que me sentía. Bill lo tenía todo, todo lo que podía desear, y lo había tirado por la borda. Y la cuestión es que no era suyo, no podía disponer de ello. Era nuestro. Nosotros se lo habíamos dado y él lo había desaprovechado.

Pasaron los años. En una cena con amigos hablábamos de Cómo Llegamos a Eso y De Quién era la Culpa. ¿Fue culpa del candidato Nader? ¿O del vicepresidente Gore? ¿O del juez Scalia del Tribunal Supremo? Incluso Monica se incorporó a la lista porque, después de todo, ella llevó la pizza

[5] y aquella pizza había sido realmente el principio del fin. A la mayoría de mis amigos les costaba un gran esfuerzo reducirlo a una sola alternativa, pero a mí no: sólo había un culpable, y era Bill. Yo trazaba una línea directa de aquella pizza a la guerra. Tal como yo lo veía, si Bill se hubiera comportado, Al habría salido elegido y hoy seguirían vivas miles y miles de personas que ya no lo están.

Saco todo esto a colación porque el otro día me encontré con Bill. Estaba viendo un programa informativo el sábado y allí estaba. Tengo que decir que tenía muy buen aspecto. Y fue conciso, nada de aquella palabrería incontenible que me volvía loca. Había invitado a un grupo de personas a una conferencia en Nueva York y se habían pasado el fin de semana charlando del calentamiento global, la pobreza, y toda esa sarta de temas oscuros de los que tanto sabe.

Cuando Bill hablaba de la conferencia, me pareció fascinante. Me di cuenta de lo mucho que le importaba; y, por supuesto, me di cuenta de lo listo que es. Era como una bocanada de aire fresco. Prácticamente conmovedor. Para mi sorpresa, me di cuenta incluso de la principal razón por la que me había enamorado de aquel tipo. Me entristeció más de lo que puedo expresar con palabras. Es mucho más fácil superar el recuerdo de alguien si puedes convencerte de que nunca te importó demasiado. Luego, a lo largo de la semana, mientras leía artículos sobre la conferencia, encontré una cosa que me hizo pensar, sólo por un instante, que Bill tal vez quisiera que volviera a su lado. «Ya he llegado a una edad en la que no importa lo que me pase a mí —decía—. Sencillamente, ahora no quiero que nadie muera antes de tiempo.» Casi me pilla. Pero entonces recuperé el juicio. Y, por el contrario, me dieron ganas de coger el teléfono y decir: «Si de verdad crees eso, so hipócrita, ¿por qué no das un paso adelante y te posicionas en contra de esta guerra?».

Pero no lo voy a hacer. Llevo años sin llamarlo y no voy a empezar ahora.