El domingo 21 de junio de 1959 llegó a Madrid procedente de Washington-Nueva York el director gerente del Fondo Monetario Internacional, Per Jacobson, un hombre afable, cercano a los sesenta, de mediana estatura, grueso, de maneras elegantes y bien curtido en las siempre duras conversaciones entre el FMI y los países miembros del organismo. La mañana era calurosa, aunque aliviada por ráfagas serranas de viento fresco. En el aeropuerto de Barajas fue recibido por un amplio séquito de diez personas, encabezado por Epifanio Ridruejo, subgobernador del Banco de España. Jacobson permaneció en Madrid cuatro días, negociando con las autoridades españolas los pormenores del ya por entonces denominado Plan de Estabilización, así como la ayuda que los organismos internacionales prestarían a España. Durante su estancia coincidió con los componentes de una tercera misión del propio Fondo que, al mando de Gabriel Ferras (jefe de la Dirección Europea), una persona cordial, de cara ancha, sonriente, amante de la buena vida y con predicamento entre los expertos hispanos, examinaba la grave situación de la economía española. Además, la visita del director gerente del FMI coincidió con la de otro grupo de alto nivel de la OECE (organismo antecesor de la OCDE), dirigido por su secretario general, señor René Sergent, y por el influyente Hans-Carl von Mangoldt, presidente del Comité del Acuerdo Monetario Europeo.

La acumulación de personalidades ligadas a organismos económicos internacionales en la capital, hecho desde luego nada frecuente, hacía presagiar la inminencia de acontecimientos trascendentes, no obstante la parquedad de noticias sobre el asunto en la maniatada prensa diaria. La actividad de los responsables de la economía española durante la última semana de junio fue frenética. El ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, con su colaborador más cercano, Juan Antonio Ortiz Gracia (secretario general técnico); el de Comercio, Alberto Ullastres, junto con su principal asesor, Manuel Varela Parache (asimismo secretario general técnico); y el director del Servicio de Estudios del Banco de España, Juan Sardá, mantuvieron sesiones de trabajo maratonianas con los responsables del Fondo y de la OECE a fin de culminar un largo proceso de conversaciones abierto en el mes de febrero de ese año, cuyo propósito último era acordar las líneas básicas de un programa de salvamento de la economía española.

Sabemos que cuando Per Jacobson aterrizó en Barajas dicho programa estaba prácticamente preparado; de ello se habían ocupado Ferras y Sardá, redactando en la pequeña biblioteca del Banco de España una «Nota» (que luego alcanzó gran celebridad) para el Ministerio de Hacienda, en la que se recogían las medidas esenciales que debían aplicarse. Faltaban, no obstante, algunos detalles decisivos, como fijar la paridad del tipo de cambio de la peseta con el dólar, piedra de toque de todo el edificio estabilizador, y sobre todo obtener el visto bueno del general Franco para el conjunto de la operación. Acompañado por los dos ministros españoles, Navarro y Ullastres, el día 25 de junio el director del FMI, junto con Von Mangoldt, acudió al palacio de El Pardo para mantener una entrevista, que muchos consideraban crucial, con el jefe del Estado. Pese a los recelos de los políticos y funcionarios españoles, que temían una posible negativa de Franco, éste aceptó sin oponer la más mínima resistencia un programa de reformas que iba a alterar de manera radical el rumbo de la economía nacional, liquidando dos decenios de autarquía. Parece ser que la entrevista discurrió en un ambiente relajado, algo poco habitual en El Pardo, con pleno entendimiento entre las partes y con menos dificultades de las que algunos se esperaban. Erin Jacobson, en la biografía que ha escrito sobre su padre, cuenta que éste sacó una buena impresión del dictador y que recordaba el encuentro como una experiencia agradable y fructífera. En el asunto de la peseta, quizá el más espinoso de todos, la charla también marchó sorprendentemente bien. Los visitantes extranjeros insistieron en la importancia de no equivocarse al fijar el tipo de cambio. La cifra mágica de 60 pesetas por dólar (una devaluación desde las 42 de la tasa oficial) ya había sido decidida en el Ministerio de Comercio por el núcleo duro de los negociadores españoles, y la conocían las personas que fueron a El Pardo. Con inusual desenvoltura, Franco, ante la recomendación de que era bueno no quedarse cortos, sugirió que quizá fuese más conveniente situar el tipo a 62 o 63 pesetas, a lo que sus interlocutores contestaron que la tasa elegida, de 60, era la correcta. Por la tarde de esa misma jornada, un relajado Jacobson paseó por el centro de Madrid y visitó el Palacio de Oriente, deteniéndose, según contaba la crónica aparecida en ABC, en las pinturas de Velázquez y Goya; de sus comentarios pudo adivinarse que poseía un profundo conocimiento de la historia, el arte y la literatura españolas.

Con la luz verde del inquilino de El Pardo, se preparó el archifamoso «Memorándum dirigido por el Gobierno español al FMI y a la OECE», que contenía las líneas generales del Plan de Estabilización. Como ha explicado mejor que nadie Juan Sardá, la operación contenía medidas fiscales (incrementos impositivos, nuevos derechos arancelarios y límites al volumen de gasto público) y monetarias (subidas de los tipos de descuento del Banco de España, topes máximos al crecimiento del crédito bancario, un depósito previo a las importaciones y un compromiso de 110 realizar nuevas emisiones de deuda pública pignorable); asimismo incluía la devaluación de la peseta, junto con el compromiso de proceder a una paulatina liberalización y multilaterialización del comercio exterior. Además, el «Memorándum» introdujo unas directivas generales con objeto de dotar de mayor flexibilidad a la economía española, aunque —según adujo Sardá— sin demasiada concreción. El respaldo financiero acordado consistiría en 544 millones de dólares aportados por los organismos internacionales, el FMI (175) y la OECE (45), por el Gobierno estadounidense (253, en el marco de los convenios bilaterales) y por la banca privada neoyorquina (71, en líneas de crédito). Esa cantidad, nada despreciable, representaba aproximadamente el 6 por ciento de la renta nacional española de 1959 (unos 9100 millones de dólares) y cerca del 50 por ciento de los ingresos totales del Estado.

Las acciones del «Memorándum» entraron en vigor de forma inmediata. El ministro de Comercio, que era el representante español en el FMI, fue invitado a asistir a la reunión del Directorio Ejecutivo que tuvo lugar en Washington el 17 de julio de 1959, y en la que se discutieron y autorizaron las medidas estabilizadoras y la correspondiente ayuda económica. Con los créditos internacionales en la mano, el Gobierno aprobó el 21 de julio el Decreto-Ley de Ordenación Económica que sancionaba las disposiciones en marcha y ponía en vigor las que quedaban pendientes. Aunque las acciones detalladas en el «Memorándum» respondían a un plan típico de estabilización del FMI, Ullastres, Navarro Rubio y sus colaboradores cercanos (Ortiz Gracia, Varela, Sardá) eran conscientes de que no se trataba de una simple operación coyuntural, sino que se pretendían alcanzar cambios estructurales profundos. En poco tiempo el país debía transformar su economía, cerrada, con precios administrados y comercio exterior reglamentado, en otra de signo opuesto: abierta, con flexibilidad de precios, libertad de movimientos de capital y comercio internacional liberalizado.

Los resultados del programa no pudieron ser mejores ni dejarse sentir más rápidamente sobre las magnitudes macroeconómicas claves, en buena prueba de lo acertado de su diseño técnico. Implantado durante el verano del 59, en marzo del 60 nadie discutía su innegable éxito. Juan Sardá ha dejado constancia de ello: «Los efectos del programa de estabilización operaron como un shock psicológico sobre el país, sus repercusiones fueron inmediatas y espectaculares». En pocos meses las perspectivas españolas cambiaron por completo en sentido favorable. Se obtuvieron los efectos deseados: frenar el clima de inflación y provocar una reasignación de recursos del consumo a la inversión y hacia la exportación. Se notó en las cuentas del Estado y en la rápida recuperación de las reservas exteriores. Más importante aún: ese saneamiento puso los cimientos de un crecimiento económico sin parangón histórico: entre 1960 y 1975, la economía española creció a una tasa media anual cercana al 7 por ciento, lo que hizo saltar el Producto Interior Bruto (PIB) entre ambas fechas desde los 633 millardos de pesetas hasta los 5870 millardos de pesetas. A la muerte de Franco, España había entrado ya en el selecto club de países con una renta por habitante superior a los 2000 dólares.

La batalla de la estabilización

«No hay duda —escribió Mariano Rubio, por entonces un joven economista del Banco emisor— de que el Plan de Estabilización de 1959 marcó uno de los hitos más importantes en la moderna historia económica española». Se trató de una operación quirúrgica de urgencia para corregir los deteriorados desequilibrios de la economía española que amenazaban con paralizar e incluso borrar el sexenio de crecimiento anterior. Al Plan se llegó tras el convencimiento de que los derroteros por donde transitaba nuestra economía no conducían a ningún lugar, excepto al estancamiento y a la bancarrota; la estrategia autárquica sustitutiva de importaciones, emprendida en 1939, estaba completamente agotada, al igual que el balón de oxígeno suministrado durante algunos años (desde 1953) por la ayuda estadounidense. Nada mejor que repasar los informes anuales del Banco de España para darse cuenta de los males que aquejaban al país: el correspondiente a 1957 exponía con crudeza la situación crítica en la que se encontraba la economía; en él se afirmaba que los desequilibrios, de no corregirse, paralizarían el crecimiento de la renta y la producción. El principal problema era:

el de la insuficiencia de los medios reales para llevar a cabo un desarrollo acelerado si no se quiere rebajar considerablemente el nivel de vida y la capacidad de consumo de la población; el de la falta de rentabilidad de algunas de las inversiones realizadas, aun de aquellas cuya necesidad está fuera de discusión; el de la utilización del crédito para financiar el gasto público consuntivo, y el de la insuficiencia de las disponibilidades financieras internacionales para mantener el ritmo de las importaciones.

Dicho de otro modo: el desajuste entre la oferta de ahorro y la demanda de inversión, que a su vez había acarreado dos consecuencias: un hondo déficit en la balanza de pagos, con una considerable baja en las reservas internacionales oficiales; y un fuerte aumento de los precios interiores, con sus consecuencias «desorganizadoras». Y como se advertía en el siguiente informe anual, referido a 1958 y a los primeros meses de 1959, la situación, lejos de mejorar, había empeorado. El Banco de España seguía insistiendo en «la presión inflacionista» derivada del exceso de dinero frente a la insuficiencia de bienes y servicios disponibles; en la persistencia del gap entre el ahorro y la inversión y en la imparable reducción de las reservas internacionales, que amenazaba dejar al país sin un solo dólar. Como escribió Sardá con su habitual agudeza, «la situación a la que había llegado la economía española al final del periodo descrito anteriormente por la incidencia de una evolución monetaria fuertemente expansiva y la continuación de una política de rígidos controles en todos los aspectos, era, sin duda, insostenible». Más pesimista incluso era la visión en el seno de la OECE, como ha podido comprobar Delgado Gómez-Escalonilla en un reciente e importante trabajo. Así, en una reunión de alto nivel en París a finales de enero de 1959, con asistencia de los presidentes y vicepresidentes del Consejo y del Comité Ejecutivo y varios especialistas que habían recogido multitud de datos, se llegó a concluir que:

La impresión […] sobre la situación económica y financiera de este país [España] es actualmente bastante sombría. [Incluso] puede ponerse en cuestión si los esfuerzos hechos por España para integrarse poco a poco en la OECE tienen sentido, a la vista de esta situación. España no podría asumir las obligaciones que incumben a los países miembros, siquiera fuese parcialmente, más que si se pusiera en marcha un plan de rectificación, susceptible de poner fin progresivamente al repliegue de la economía española sobre sí misma.

Inflación y excesivo intervencionismo, junto con un proteccionismo no menos excesivo, habían estragado el porvenir y nos habían alejado, una vez más, de la senda seguida por otros países occidentales.

Hacer algo, tomar medidas con urgencia era insoslayable, o al menos así pensaba un reducido grupo, un «pequeño comando», formado por altos funcionarios de los departamentos de Hacienda y Comercio, esclarecidos catedráticos de Economía de las universidades de Madrid y de Barcelona y técnicos ligados a diversas instituciones públicas. La ocasión se presentó en febrero de 1957 con la llegada al Gobierno de savia nueva, una avanzadilla de los denominados tecnócratas del Opus Dei, al tiempo que retrocedían los más conspicuos representantes del catolicismo integrista y de la vieja guardia de la Falange, columna vertebral de la industrialización autárquica. La entrada de Mariano Navarro Rubio y de Alberto Ullastres, dos personalidades antagónicas pero favorables al cambio económico, en Hacienda y en Comercio, significó para muchos funcionarios del Estado que el «substratum ideológico en materia de política económica» empezaba a moverse. Se percibió un ambiente más fresco, menos dogmático, más abierto a opiniones distintas de las sustentadas por los defensores oficiales del régimen. Coincidió, además, que los vientos provenientes de fuera soplaban en un sentido inequívoco. Europa occidental había dado un paso de gigante con la firma del Tratado de Roma en 1957 y caminaba rápidamente, tras el Acuerdo Monetario Europeo de 1958, hacia la estabilización cambiaría y hacia una mayor apertura comercial. En Mis memorias, Navarro Rubio cuenta que la batalla por la estabilización comenzó en junio de 1958 con un escrito leído ante el Consejo de Ministros en el que se argumentaba en favor de entablar relaciones con los organismos internacionales, se advertía de los peligros de la inflación y se atacaba el tópico de que lo económico debía subordinarse a lo político. Aunque López Rodó diga en sus Memorias que el informe mereció la aprobación del Ejecutivo, lo cierto es que yerra en su juicio. Franco escuchó pero no otorgó. El jefe del Estado creía que las cosas no estaban tan mal como el informe venía a decir, pero no puso inconveniente a medidas destinadas a enderezar las finanzas públicas y autorizó que expertos de la OECE, el FMI y el Banco Mundial dictaminasen oficialmente sobre la situación del país. En el mes de noviembre de 1958 se produjo una visita de un grupo de especialistas de la OECE, a la cual siguió pronto una segunda. Manuel Varela recuerda que esos encuentros, que de manera informal venían sucediéndose desde 1954, impulsaron no poco las acciones hasta entonces emprendidas para propiciar el cambio. Los informes de dicho organismo incidieron siempre en los mismos puntos: la necesidad de recurrir al mercado para introducir mayores dosis de competencia, la conveniencia de suprimir intervenciones y regulaciones innecesarias, y la visión del comercio exterior, no como vía para la colocación de excedentes, sino como mecanismo para ganar eficiencia y determinar las líneas de especialización productiva más aconsejables. Ello se hacía además en un lenguaje políticamente aséptico, vertiendo las críticas que fuesen necesarias, pero con un tono moderado, sin acritud ni descalificaciones que hubiesen provocado un rechazo frontal por parte de las autoridades españolas.

Un momento clave fue la declaración de convertibilidad externa de las divisas europeas del 27 de diciembre de 1958, que liquidaba casi tres décadas de control de cambios. El Acuerdo Monetario Europeo tuvo unos efectos psicológicos muy fuertes sobre la opinión pública española, provocando una sensación de completo aislamiento, de lo cual se aprovecharon los funcionarios de Comercio y Hacienda para montar una reunión de urgencia a finales del año en el salón Carlos III del viejo Caserón de Aduanas, en la calle de Alcalá. Asistieron los dos ministros: Navarro y Ullastres. El asunto era de tal trascendencia que ambos trasladaron su preocupación a la inmediata reunión del Consejo de Ministros celebrada el 9 de enero. La reacción del Gobierno fue ambigua: se afirmaba que España debía permanecer alerta para no salir perjudicada, al tiempo que se reiteraban viejas posturas como «no habrá devaluación», o que se mantendría la estrategia de industrialización. Sin embargo, Navarro y Ullastres lograron el visto bueno para preparar un cuestionario dirigido a las principales instituciones del país para recabar su opinión sobre tres grandes cuestiones: estabilización, liberalización e integración económica. Las respuestas fueron variadas, desde la más favorable del Banco de España hasta la más desfavorable del INI, reducto del más puro pensamiento autárquico. El cuestionario sirvió de poco, pues Franco no quiso que los informes se debatiesen en el Gobierno, para evitar, según dijo, «enfrentamientos estériles». Aunque Sardá sostiene que ya por entonces «la opinión tendía a cristalizar hacia la necesidad de un cambio general en la política económica», Varela opina, sin embargo, que todavía las cosas no estaban claras, pues se temía —con todo fundamento— «que a una liberalización económica siguiera inexorable, aunque no inmediatamente, una liberalización política». Lo mismo pensaba López Rodó, quien pasados los años confesó que en aquel entonces «la liberalización daba miedo en las esferas del poder; y hasta que no se llegó a una situación límite, no se decidieron a aceptar las medidas necesarias para enderezar la economía».

Un avance decisivo se produjo en el mes de febrero de 1959, cuando llegó a Madrid la segunda misión del FMI presidida por Gabriel Ferras. En las conversaciones con funcionarios de la Administración española, éste les hizo saber que estaba autorizado a ir más allá de cuestiones técnicas; esto es, que podía adentrarse en asuntos de política económica interna, aconsejando sobre las reformas que España debía emprender y ofreciendo de manera expresa la ayuda del Fondo a un eventual programa de estabilización que incluyese el desmantelamiento del control de cambios y la devaluación de la peseta. Ullastres, al parecer sin notificar a Navarro, consultó con Franco. Éste se mostró reticente: le dijo que «no era el momento oportuno para hablar del asunto con los organismos internacionales, ni cambiar la paridad oficial de la peseta». Cuando la noticia llegó al Ministerio de Hacienda, su responsable, contrariado por la iniciativa de su colega, solicitó una audiencia urgente al jefe del Estado; fue recibido en El Pardo el 18 de febrero y Franco le reiteró que «podíamos muy bien salvar la situación por nuestros propios medios», haciendo gala una vez más de esa desconfianza enfermiza hacia lo que pudiese venir del extranjero. Navarro le recordó entonces que «estábamos a dos pasos de la quiebra» y que las opiniones más autorizadas del país estaban de acuerdo en iniciar un proceso de liberalización y apertura de la economía; si Ferras se iba de España, el país se hundiría, perdiéndose todo lo ganado hasta entonces. Ante la pasividad de Franco, se le ocurrió invocar un argumento patriótico para defender lo imperativo de la estabilización: «Mi general, ¿qué pasará si después de volver a la cartilla de racionamiento se nos hiela la naranja?». Según la versión de Navarro, aquél no supo qué contestar; tras unos minutos, visiblemente nervioso, se levantó del sillón y ordenó: «Dígale a Ferras que encargue el estudio».

Fue entonces cuando se preparó (Ferras y Sardá) la ya aludida «Nota dirigida al Ministerio de Hacienda por el director del Servicio de Estudios del Banco de España», que contenía los puntos esenciales del programa de estabilización. Como se ha dicho, se trataba de un reajuste fuerte, que afectaba directamente a los bolsillos de los consumidores: subida de impuestos sobre la gasolina, tabaco, teléfonos; limitación del gasto público total; imposición de límites al crédito; incremento de los tipos de interés en casi un punto y medio; modificación del arancel, etcétera. Las medidas eran realmente duras, se desconocía la recesión que podrían causar y sin duda no carecían de riesgo político. El responsable de Hacienda las presentó en el Consejo de Ministros del 1 de junio de 1959. Muchos ministros se mostraron inquietos, algunos pidieron un aplazamiento para estudiar sus pormenores antes de que fuesen aprobadas. El tema quedó sobre la mesa para una reunión ulterior. Navarro Rubio afirma que, si bien Franco dejó rodar el asunto, no tenía la menor confianza en el Plan; admitía que los recursos eran escasos, pero insistía en que debían administrarse conforme se había hecho hasta entonces; dudaba de la buena disposición de los organismos internacionales y temía que quedásemos a merced de los acreedores exteriores, quienes no dudarían en extorsionarnos.

Durante las siguientes tres semanas llovieron las presiones sobre el jefe del Estado. Los grupos del Movimiento se revolvieron; a gentes de influencia como José Luis de Arrese, José Solís, Antonio Iturmendi, José Antonio Girón, Camilo Alonso Vega, Manuel Arburúa y desde luego Juan Antonio Suanzes y Joaquín Planell, les repugnaba cualquier desviación de la senda trazada hasta entonces; presagiaban una catástrofe política, estimaban que la devaluación de la peseta era una «operación de descrédito», y un error querer «estabilizar la miseria». A Ullastres, un catedrático de Universidad culto, elegante y sobrio, le despreciaban; de Navarro desconfiaban por su excesivo ascendiente sobre Franco. En círculos aledaños al palacio de El Pardo se especulaba sobre cuál podría ser la decisión última del Único Elector. Todo el mundo espiaba sus reacciones. En cada Consejo de Ministros los responsables de Comercio y Hacienda defendían el programa frente al resto de sus correligionarios, más críticos a medida que transcurrían las semanas. Durante uno de ellos, Ullastres informó cariacontecido de la alarmante situación en la que se encontraba el Instituto Español de Moneda Extranjera: «No disponemos de un solo dólar para pagar las importaciones más imprescindibles y perentorias». La reacción de Franco fue tan ingenua como inesperada; exclamó: ¡Esto no lo sabía yo! El asunto quedó zanjado, pues el jefe del Estado, sin querer escuchar más argumentos, dio luz verde con este simple comentario a un programa de reformas cuyos detalles técnicos e implicaciones más hondas ignoraba.

Fue el punto de partida para liquidar veinte años de autarquía económica. Manuel Varela asegura que el Plan, en esencia un programa técnico, reflejaba una opción política inédita: la renuncia a la inflación y la apuesta por una política monetaria activa; el abandono del intervencionismo; la apertura económica y la integración en la comunidad económica internacional. Como manifestó Fuentes Quintana, en una carta abierta a los lectores publicada en julio de 1959 en Información Comercial Española, la revista del Ministerio de Comercio, «lo que entraña el Plan de Estabilización es, a fin de cuentas, la posibilidad de situar la economía española en una nueva y robusta fase de desarrollo, capaz de alinear a nuestro país con Europa». Por su lado, en varios de sus escritos Sardá expuso con toda nitidez sus esperanzas:

El programa de estabilización debía ser al mismo tiempo el comienzo de una política de sano desarrollo basado en la iniciativa privada. No solamente se contaba con las medidas iniciales de estabilización, sino que aparecían otras que implicaban la marcha hacia una economía de mercado con un cierto grado de libertad, a semejanza de los sistemas económicos predominantes en la mayoría de los países de Europa occidental. Se establecía la libertad de precios, la eliminación de prácticas restrictivas de la actividad empresarial, mayor flexibilidad en el movimiento de los recursos de capitales y de trabajo, el subsidio de paro, una mayor amplitud de criterio en cuanto a las inversiones extranjeras, etcétera. Se suponía, por tanto, que si se conseguía establecer en sus líneas fundamentales una economía basada en esos cimientos, la fase de recuperación económica posterior a la contracción provocada por las medidas iniciales debía producirse por sí misma, en función del juego lógico de estas mismas fuerzas del mercado.

No se equivocó el jefe del Servicio del Banco de España: el Plan de Estabilización aseguró el crecimiento de la economía española a largo plazo; contribuyó a que durante los quince años siguientes el país registrase una acelerada modernización económica y social, que luego facilitaría en 1975 la suave transición política hacia la democracia acaecida tras la muerte del dictador.

Sin Plan de Estabilización

El Plan de Estabilización de 1959 se aprobó, pero pudo haber sido rechazado por Franco en cualquier momento. No había nada que asegurase la aquiescencia del general, que lo pudo haber paralizado desde sus inicios o incluso durante la visita de Jacobson, alegando cualquier nimio pretexto. Empero, el programa de estabilización se aprobó y funcionó. Afortunadamente para todos nosotros, porque ¿cuál habría sido nuestro futuro de no haberse ejecutado el Plan? ¿Cuál habría sido entonces el derrotero de la economía española, del régimen franquista y del propio general Franco? ¿Qué habría pasado si Franco no hubiera aceptado el plan económico de los tecnócratas del Opus Dei? Conocido el enfrentamiento en el seno del Gobierno y entre los grupos que pugnaban por el poder, estas preguntas no carecen de sentido. López Rodó, testigo excepcional, aunque sin duda parcial, de los acontecimientos, dejó escrito que las resistencias fueron fuertes; y Franco, cauteloso y poco partidario de los cambios radicales, pudo haber optado por mantener el rumbo seguido desde 1940.

La economía no era su fuerte: tenía ideas difusas, rudimentarias; la inflación no le preocupaba mientras que se mantuviese la inversión y las cifras de renta nominal subiesen. Para él lo importante era la industrialización a toda costa dirigida por el Estado. Su desconfianza hacia los organismos internacionales y a lo foráneo sólo era comparable a su proverbial horror a lo desconocido. No comprendía la necesidad de estabilizar, que asociaba con estancamiento. La experiencia le dictaba, además, que la parálisis industrial, o la autarquía, no eran suficientes para acabar con su régimen. Si no lo habían hecho ni la Segunda Guerra Mundial, ni el aislamiento posterior, ni diez años de estancamiento, ni las cartillas de racionamiento, ni la miseria ni el hambre, ¿por qué habrían de hacerlo unos enigmáticos desequilibrios macroeconómicos? En sus conversaciones privadas con su primo Franco Salgado-Araujo, el dictador no parece haber mostrado ninguna preocupación por la mala marcha de la economía, ni da la impresión de sentir que, a la altura de 1958-1959, su autoridad estuviese amenazada; más bien todo lo contrario. Aunque confiaba en Navarro Rubio, militar que había combatido en la Guerra, jurista y hombre con dotes de mando, y en Ullastres —algo menos, pues pensaba de él que, aunque era «competente», no estaba bien rodeado y le engañaban—, todavía compartía ideas y experiencias con sus ministros de la vieja guardia falangista y con los técnicos militares que le habían ayudado a consolidar su poder personal.

No hay que olvidar que en 1957, cuando se produjo la remodelación gubernamental, Franco y Carrero Blanco, su hombre de confianza, no preveían ningún cambio importante en la política económica. De hecho, a finales de ese mismo año, Carrero distribuyó una nueva propuesta por los despachos de los principales responsables de la economía, presentando un «plan coordinado de aumento de la producción nacional»: en lugar de reformar, recomendaba una intensificación de la autarquía, con una movilización completa de los recursos hasta alcanzar la autosuficiencia, única manera de fortalecer el régimen. «Rechazamos de plano —decía en su documento— por injusto y por egoísta el acomodaticio argumento de algunos de que España es un país pobre»; el objetivo debería ser «no tener que importar más elementos de producción». Javier Tusell ha descubierto, leyendo las actas de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos, creada en marzo de 1957, que los argumentos económicos de Carrero (y de Franco) habían cambiado muy poco desde los tiempos de la autarquía; cuando proponía soluciones, el abanico de sus propuestas remitía invariable a la Guerra Civil. Las convicciones del ministro subsecretario de la Presidencia se mantenían aferradas a un autarquismo primitivo, aunque Tusell, hipnotizado por la influencia que en tantos campos ejerció su biografiado, busque indicios de un leve giro hacia la economía de mercado que aquél nunca emprendió. Carrero abominaba de la iniciativa privada, fue un confeso partidario de la intervención del Estado en la industria, aparecía persuadido de las bondades de la política seguida hasta entonces y, si Franco hubiese rechazado el Plan, él habría sido el primero en acabar con las veleidades de los reformadores. Y en mayo de 1958 fue el propio Franco, al presentar en las Cortes la Ley de Principios del Movimiento, quien habló de las batallas económicas ganadas en las dos décadas anteriores y de cómo el Movimiento había asegurado el desarrollo industrial y agrario del país. Son palabras que sugieren una postura diametralmente opuesta a la pregonada por los sostenedores del Plan. Más aún, en varios discursos había utilizado el término de «crisis de crecimiento» para explicar las dificultades del momento. Estaba dispuesto a aceptar la necesidad de algunas medidas reformadoras, pero se resistía a abandonar el marco de la autarquía y del intervencionismo del Estado. Desconfiaba del mercado, no comprendía su funcionamiento, le asustaba la mano invisible. Como ha escrito Fusi, ni la palabra «liberalismo» ni el término «liberalización» le gustaban, ni siquiera en su acepción económica: «Yo me estoy volviendo comunista», les diría a los ministros económicos en una de las repetidas ocasiones en que insistieron en la liberalización.

En contra del programa de reformas se conjuraron poderosas fuerzas que no comprendían la necesidad de alterar el modelo. ¿Por qué dar juego al mercado o ceder ante los extranjeros? ¿Por qué aventurarse si la autarquía, más o menos extrema, había sido compatible con veinte años de poder omnímodo e indiscutible de Franco y con un fortalecimiento del régimen? La estabilización chocaba de manera frontal con una vetusta ideología, defensora de la industrialización a ultranza, desconocedora de los principios básicos de la economía. Una ideología sostenida por la mayoría, empezando por el propio jefe del Estado, defendida de forma reiterada por Carrero Blanco y apoyada por Higinio Paris Eguilaz desde el Consejo de Economía Nacional; detrás de ella estaban, además, poderosas instancias, capaces de movilizar medios de comunicación como eran el INI, el Ministerio de Industria, la Presidencia del Gobierno, el Consejo de Economía Nacional y la Secretaría General del Movimiento. Abandonar la economía discrecional abría multitud de incertidumbres: ¿qué ocurriría al soplar los vientos del mercado con la estrategia de industrialización montada desde 1939, que quiérase o no había dado frutos evidentes en términos cuantitativos? ¿Cómo renunciar al poder de la discreción y de una economía recomendada? ¿Cómo ir contra el sindicalismo vertical, que hacía del pleno empleo y de la seguridad del puesto de trabajo su máxima, para dejar que la flexibilización de la economía amenazara su principal divisa política? Todos estos interrogantes, dice Fuentes Quintana, hacían del Plan de Estabilización una ofensiva en toda regla contra el orden económico establecido. Por ello, como asegura con razón este mismo autor, lo ocurrido en 1959 fue sorprendente, pues no era fácil que un sistema político como el vigente entonces aceptara un cambio de la política económica tan profundo y absolutamente opuesto a sus orígenes. Incluso en el seno de la OECE se dudó de la posibilidad de que Franco aprobase un programa de «rectificación» económica, como ha podido comprobar Delgado. Los directivos del organismo pensaban que «aunque existiesen en el gabinete español partidarios convencidos de la necesidad de ese cambio, nada indicaba que frente a los potentes intereses de signo contrario pudiese contarse con el apoyo total y constante del jefe del Estado».

Las razones por las cuales esa vieja política con tan fuerte arraigo capituló ante las ideas del Plan de Estabilización no son fáciles de averiguar. «No creo —afirma Fuentes— que haya otra respuesta para esas preguntas que alegar un sentido de supervivencia». Éste era evidente en el jefe del Estado, cuyas convicciones nunca le impidieron variar de política para introducir después los cambios que favorecieran su continuidad. Para Fuentes, la situación de práctica suspensión de pagos a la que había llegado la economía en junio de 1959 reclamaba sacrificios imposibles de pedir al país para continuar con la vieja política. La alternativa al Plan de Estabilización —si es que existía— era demasiado costosa para elegirla. Por su lado, Sardá y Varela apuntan la presión de las circunstancias internacionales, los informes de los expertos extranjeros y la capacidad persuasiva de los funcionarios españoles. Navarro, sin recato alguno, se atribuye el mérito de convencer a Franco. Por boca de Ullastres poco sabemos; parvo en declaraciones públicas, mantuvo sobre la materia un silencio casi absoluto durante toda su vida. Está su discurso de julio de 1959 en las Cortes, donde confesó que el IEME no habría tenido ni para pagar las importaciones de petróleo de ese mes. Pronunció algunas conferencias en foros académicos, limitándose a proporcionar argumentos técnicos sobre las realizaciones del programa. Como mucho, aseveró que «una de las razones fundamentales y, desde luego, el catalizador de las medidas contenidas en el Decreto-Ley de Ordenación Económica fueron los movimientos integracionistas europeos y la declaración de convertibilidad de varios países en 1958». Con todo, siempre fue consciente de lo que se escondía debajo del Plan: mayor flexibilidad y competencia, y con ello más libertad. «Libertad y competencia van juntas», admitió en una ocasión ante un selecto grupo de empresarios y profesores en la Universidad de Barcelona.

¿Y en el plano estricto de la política? ¿Qué habría ocurrido si la propuesta reformista hubiese naufragado, incluso antes de iniciar su navegación? ¿Realmente creemos que la inflación y la falta de divisas habrían derrotado al régimen franquista? ¿Cabe suponer que la vuelta de las cartillas de racionamiento, las colas en las panaderías, el estraperlo más sórdido y rapaz, habrían acabado con el Movimiento, conducido a un Gobierno de concentración y luego a elecciones generales? ¿Un regreso a la democracia fruto de la miseria? Lo dudo. Estoy con Varela cuando afirma que: «no se puede negar que la situación era muy difícil, pero no creo que nadie pueda probar que, sin Plan de Estabilización, el régimen habría desaparecido en aquellos años; ni siquiera que la alternativa hubiese sido menos soportable que en ocasiones anteriores». Tiempos hubo peores en la posguerra, de estancamiento y autarquía; la suerte estaba echada, Estados Unidos jamás se planteó el derrocamiento del régimen, el acoso a Franco se terminó en 1950 y éste habría salido adelante con o sin créditos; incluso no cabe descartar que los habría obtenido en cualquier caso, de igual forma que los consiguió a finales de los cuarenta y en 1953, sin hacer concesiones políticas.

Desde luego, si Franco no hubiese aceptado el Plan de Estabilización, la consecuencia habría sido una grave paralización de la economía, seguida de un retroceso de los niveles de vida de la población, pero dudo que el régimen se hubiese tambaleado; el país habría regresado a la más negra autarquía, a la espera de una nueva oportunidad política, que quizá no hubiera tardado en aparecer, pero los cimientos del régimen eran tan fuertes que difícilmente puede pensarse que turbulencias económico-financieras hubiesen adelantado su final. Los técnicos extranjeros se habrían marchado frustrados al ver lo inútil de sus recomendaciones; y en cuanto a los ministros del Opus Dei, solo podemos conjeturar cuál hubiese sido su destino: quizá habrían salido del Gobierno, derrotada su alternativa, o quizá, ganados por la ambición, se habrían acomodado a las circunstancias con tal de permanecer en el poder. Sabemos por una multitud de casos históricos pasados y contemporáneos que las crisis económicas no arrastran consigo a los regímenes políticos, que suelen ser bastante resistentes a los virus del paro, de la inflación y de otras enfermedades de la economía. Los políticos prefieren la prosperidad, pero logran acoplarse y lidiar con la cara negativa del estancamiento y de la pobreza. En especial, los sistemas autoritarios, llegado el caso, no se dejan doblegar por los malos datos económicos. Al igual que tantos otros, pienso que ni la continuidad de Franco ni la de su régimen dependían de unas cuantas medidas de política financiera destinadas a reducir la inflación y corregir el déficit externo.

La falta de divisas habría impedido la adquisición de importaciones estratégicas básicas, la inflación habría erosionado la capacidad de compra de la población, quizá se hubiesen producido tensiones laborales, pero el férreo control ejercido por las instituciones del franquismo habría bloqueado un estallido social de gravedad; incluso cabe suponer que para aliviar la tensión se hubiesen decretado subidas salariales, como hiciera Girón en 1956, en detrimento de los excedentes empresariales y de la inversión. A pesar de la ausencia de estabilización, los capitales extranjeros habrían acudido igualmente al país; para los inversores externos la inflación o las condiciones de vida de los trabajadores son asuntos de menor alcance que la rentabilidad de sus inversiones. El mecanismo de tipos de cambios múltiples se habría mantenido e incluso reforzado, penalizando la exportación y la capacidad productora del país. La estrategia de industrialización autárquica habría ganado unos años más de vida, retrasando la apertura de la economía española. Por lo demás, del mundo de la empresa no era previsible esperar demasiado, como parece desprenderse de lo que cuentan Cabrera y Del Rey en su reciente libro. No obstante el molesto intervencionismo, los grandes empresarios mantenían buenas relaciones con el dictador, los medianos y pequeños se sentían seguros; y los banqueros, aun sometidos a estricta vigilancia, hacían sus negocios sin ser importunados. Todos se volvieron «ministeriales», para aprovecharse de las oportunidades de una economía administrada y protegida. Del mundo de los negocios no llegaron al palacio de El Pardo críticas o comentarios desagradables ni por supuesto desafío alguno al poder del Caudillo. Los Botín, Garnica, Villalonga, Valls-Taberner, Aguirre Gonzalo, Entrecanales, Banús, Del Pino, Areces, Meliá, Suñer, Gómez Cuétara, Barreiros, Ibarra, Oriol y Urquijo, por mencionar nombres conocidos, no eran empresarios o banqueros fascistas o antidemocráticos, sino simplemente franquistas, como también lo era la mitad del país, al menos. De la incipiente oposición al régimen surgida en torno a 1956 no era previsible que se plantearan alternativas con la suficiente fuerza. De la crisis económica de finales de la década nadie podía sacar provecho para desafiar al régimen. Andaban bulliciosos los jóvenes de la clase media, los «hijos de los vencedores y de los vencidos» que en 1956 provocaron una desagradable sorpresa; comenzaba a forjarse una tímida oposición liderada por intelectuales de renombre que en determinados círculos levantó algunas expectativas; los más ilusos pensaron que la Dictadura comenzaba a tambalearse y que era posible derribar a Franco. Pura imaginación. Como ha recordado Elías Díaz, «no era mucho, en verdad, lo que entonces resultaba posible hacer». Santos Juliá asegura que el dictador contaba todavía con una base social amplia, con el apoyo incondicional de la burocracia y con la adhesión inquebrantable del Ejército. La dialéctica de la guerra fría bloqueaba cualquier iniciativa o presión del exterior para forzar un cambio. La izquierda política, el PSOE en particular, estaba quebrantada, desunida y desorientada; las huelgas obreras de la primavera de 1958, aunque secundadas de forma masiva en Asturias y Barcelona, no tuvieron demasiado impacto; y los movimientos estudiantiles de protesta no significaron a la postre ninguna amenaza real para la estabilidad del sistema. «Nunca fue tan sólido el régimen como en los años cincuenta», ha podido escribir Tusell. Sin Plan de Estabilización, el resultado habría sido menos progreso y más atraso: un pequeño contratiempo que el régimen habría superado sin dificultades. Además, nada hace pensar que unos años después, cinco o diez, otros protagonistas no hubieran vuelto a intentar una operación parecida.

Sin Plan de Estabilización, en suma, el régimen habría seguido su parsimonioso camino con Franco encaramado al poder. Ahora bien, si esto es realmente así, queda pendiente una respuesta adecuada a uno de nuestros anteriores interrogantes. ¿Por qué un reticente Caudillo aceptó modificar el rumbo de la economía? ¿Por qué un dictador poco convencido y con fama de adoptar decisiones con exasperante lentitud inclinó la balanza hacia los reformadores? ¿Qué le llevó a cambiar las reglas del juego? ¿La crisis de divisas y la inflación? ¿La capacidad persuasiva de un par de ministros y de media docena de altos funcionarios? ¿La presión de las circunstancias exteriores? La explicación tradicional se vale de todos estos factores, pero deja mucho espacio abierto a las conjeturas: ¿y si hemos exagerado la crisis, o hemos atribuido un papel excesivo a los reformadores, o hemos querido otorgar a los organismos internacionales una influencia de la que carecieron? Tras cada nueva reflexión sobre el programa de cambios de 1959 surgen nuevas dudas; al igual que otros misterios de la historia, éste también se resiste a desaparecer.

En un trabajo reciente y revisionista, a Óscar Calvo se le ha ocurrido una idea: emplear la teoría económica de la autocracia propuesta por McGuire y Olson para acercarse al comportamiento de nuestro «único votante». En regímenes autoritarios, reformar o no reformar depende del grado de consolidación alcanzado por el sistema y de la fuerza o poder de quien lo dirige. Cuanto más segura es la posición del autócrata, menores riesgos corre y más dispuesto está a soportar las disfunciones temporales exigidas por los cambios. De ser así, dice Calvo, 1959 no sería el fruto de un fracaso económico (la política autárquica y sus indeseadas consecuencias), sino una etapa más en el proceso de aggiornamento permanente que caracterizó al franquismo. Franco sería un dictador olsoniano (maximizador de tiempo en el poder), quien, ante un descenso de la ratio coste-beneficio político (poco que perder con el paquete de medidas liberalizadoras, algo que ganar tirando lastre intervencionista), avanza ficha con la retaguardia bien cubierta. Tan fuerte era el régimen que podía alterar las reglas del juego sin peligro. En otras palabras: Franco cambió el marco económico porque controlaba el futuro político (era suyo).

Coda

Nos queda ahora preguntarnos, para terminar, qué evolución habrían seguido las magnitudes económicas sin el Plan de Estabilización. ¿Es posible calcular el coste, en términos de renta real perdida, que habría supuesto el fracaso de la operación reformadora? ¿Hay alguna manera de estimar el atraso que habría acumulado la economía española? ¿Podemos calcular una cifra hipotética del PIB de 1975 si nada hubiese cambiado en 1959? Desde luego, responder a estos interrogantes exigiría realizar un ejercicio contrafactual riguroso diseñando un modelo económico dinámico y completo, algo fuera de nuestras posibilidades en este trabajo. Cabe efectuar, sin embargo, una aproximación provisional, lanzar alguna conjetura, proporcionar uno o varios datos interinos. A ello dedicamos los párrafos últimos de este ensayo.

De acuerdo con las cifras históricas del PIB elaboradas por Leandro Prados, sabemos que entre 1960 y 1975 España creció a una tasa cercana al 6 por ciento anual medio acumulativo, un guarismo que se compara muy favorablemente con el registrado en Italia o Francia, próximo al 4 por ciento, y que se situó por encima del británico (2,4) o del alemán (3,4). Además, aquella excepcional tasa se alza muy por encima de la propia tendencia histórica española. De 1898 a 1913 nuestra economía creció tan sólo al 0,8 por ciento, aunque luego aceleró su ritmo, hasta el 2,0 por ciento, entre esa última fecha y 1930. Después, salvadas la recesión de los años treinta, la Guerra Civil y el decenio negro de los cuarenta, la economía española volvió a expandirse de forma vigorosa a una tasa del 3,5 por ciento entre 1950 y 1960.

Para hallar nuestra cifra-objetivo, el PIB de 1975 sin Plan de Estabilización, hemos llevado a cabo tres ejercicios de simulación simple. El primero consiste en suponer un crecimiento para el periodo 1940-1975 similar al registrado durante el primer tercio de la centuria (el 1,3 por ciento entre 1900 y 1930), excluyendo de esta manera el parón de los años treinta y los quince años de guerra y posguerra. Para ello hemos ajustado una línea regresión a los datos reales de 1900 a 1930 con la finalidad de obtener la tendencia y con ella proyectar los datos hipotéticos para la etapa 1940-1975. El resultado se recoge en el gráfico 1. Con arreglo a nuestros cálculos, si desde el término de la Guerra Civil se hubiese mantenido el crecimiento de los primeros treinta años del siglo, en 1950 el PIB (y nuestro bienestar) habría sido un 24 por ciento más alto que el verdadero; para 1960, sin embargo, el PIB hipotético (la línea de regresión) ya cae por debajo del PIB real, que supera a aquél en un 12 por ciento, lo cual sugiere que la expansión de los años cincuenta compensó el estancamiento de los años cuarenta. Por supuesto, lo mismo cabe decir para 1975: si hubiésemos crecido a la tasa histórica, nuestra renta real habría sido un 66 por ciento inferior a la que en realidad alcanzamos en ese año. El Plan de Estabilización, pues, marca una clara línea de discontinuidad.

En el segundo ejercicio empleamos, para ensayar la predicción, toda la serie, de 1900 a 1960, un periodo en el cual el crecimiento se situó en torno al 2,1 por ciento. A diferencia del caso anterior, ahora la tendencia captura la totalidad de la década de los treinta, Guerra Civil incluida, y el estancamiento de la posguerra, aunque también engloba la expansión de los cincuenta. El gráfico 2 nos permite hacer las comparaciones. Comprobamos que, si la economía española hubiese aumentado a la tasa constante de los sesenta primeros años de la centuria, el PIB hipotético de 1950 habría sido un 15 por ciento superior al PIB real; empero, en 1960 aquél ya se situaría un 18 por ciento por debajo; y para 1975 la diferencia entre la cifra hipotética y la real sería del 69 por ciento; esto es, si hubiésemos crecido a la tasa histórica de 1900-1960, anterior al Plan de Estabilización, nuestro nivel de desarrollo habría quedado muy por debajo del realmente alcanzado.

El último ejercicio, reflejado en el gráfico 3, lo que hace es proyectar hacia adelante tan sólo el crecimiento de los años cincuenta. Aquí se trata de calcular cuál habría sido la renta española de 1975 si después de 1959 hubiésemos continuado creciendo al ritmo de la etapa inmediatamente anterior, la correspondiente a la década 1950-1959. En este caso observamos que la recesión posterior al Plan en 1960 no se habría producido y también que para 1970 el PIB hipotético habría sido un 34 por ciento inferior al real, un gap que se fue agrandando con el paso de los años. De continuar así, el PIB estimado al final del periodo habría sido un 46 por ciento inferior al real. O por decirlo de otra manera: en 1975 el dato del PIB registrado se situó de hecho un 50 por ciento por encima del hipotético (el que se habría alcanzado sin Plan de Estabilización).

grafica1

Sin duda alguna no podemos, sin cometer un grave exceso, atribuir al Plan de Estabilización la exclusiva responsabilidad del rapidísimo desarrollo de la economía española de los años sesenta y principios de los setenta. Además de la operación del 59, incidieron otros factores, complejos, como bien se resumen en trabajos recientes de Barciela, Prados y Serrano Sanz, y actuaron otros protagonistas, al margen de los políticos del régimen y de los funcionarios de la Administración. Es difícil pensar, por ejemplo, que nuestra industria, comercio exterior y servicios hubiesen podido transformarse al ritmo que lo hicieron sin la expansión experimentada en aquel decenio y medio por el conjunto de la economía mundial; nuestro progreso cabalgó sobre los lomos de los mismos caballos que tiraron del carro del desarrollo que recorrió los campos y ciudades de Europa; volamos alto impulsados por reactores comparables a los que propulsaron el crecimiento del mundo occidental. Nuestro ciclo productivo fue excepcional porque también lo fue la coyuntura internacional. El «milagro económico español» fue una variante más del milagro económico europeo.

A mi modo de ver, la virtud del Plan de Estabilización no es distinta de la que cabe predicar para el Plan Marshall. En la bibliografía reciente, bien representada por autores como Hogan y Eichengreen, se señala que el programa de recuperación económica puesto en marcha a finales de 1947, en medio de una monumental crisis industrial, comercial y financiera, fue trascendental más por el marco institucional y por el clima empresarial creado que por la cuantía de la ayuda suministrada. Las cláusulas de condicionalidad impuestas por Estados Unidos para que los países europeos recibiesen los fondos forzaron la paulatina liberalización de los intercambios exteriores, la flexibilización de los controles de cambios y la eliminación de ineficientes intervenciones administrativas; asimismo, empujaron la cooperación económica intraeuropea y facilitaron un consenso distributivo que redujo la conflictividad social, aspecto que Charles Maier ha destacado comparando las experiencias de las dos posguerras mundiales. Como fuera el caso del Plan Marshall, nuestro Plan de Estabilización estableció un marco institucional propicio para la inversión privada (nacional y extranjera), generó elementos que aseguraron la confianza empresarial y, en fin, también sirvió (al promover el crecimiento) para que el trabajo aumentase su participación en la Renta Nacional, atemperando con ello la inevitable lucha de clases. De esta manera, el Plan derramó su taumaturgia más allá del mundo de la macroeconomía, contribuyendo también a esa tan cacareada como cierta «paz social de Franco».

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