08 CRÓNICA DE UNA PASCUA INOLVIDABLE

(El Porteño, mayo de 1987)

La larga vigilia de Pascua dejó una Argentina exhausta pero contenta de sí misma. Al caer la tarde del domingo de Resurrección, cuando la multitud que cubría la Plaza y la Avenida de Mayo inició el regreso a sus casas, llevaba la sensación de haber participado, como nunca antes, en el sistema democrático. Quedaban atrás muchas horas de angustia, de miedo y algunas frases y gestos de los protagonistas que permitieron hacer la vida más llevadera a los ciudadanos con sentido del humor.

El jueves 16 el país se despertó con una noticia que, en verdad, esperaba desde el comienzo de los juicios a los militares: un mayor del ejército, Ernesto Barreiro, se había refugiado en una unidad de Córdoba y se negaba a presentarse ante los jueces civiles. De hecho se trataba de una grave rebelión al poder civil.

En las plazas de todo el país se reunieron multitudes fervorosas, decididas a apoyar al sistema constitucional. Por primera vez ninguno de los partidos, incluidos la UCD y los de izquierda, faltaron a la cita que el gobierno lanzó por radio y televisión. Nadie especuló sobre quienes podrían capitalizar los réditos políticos del enfrentamiento. Esa tarde estaba nublada en la Capital y el otoño se presentaba fresco. Las largas columnas de los partidos se confundieron con los grupos de oficinistas, las parejas de novios y las familias que paseaban con los niños.

Nunca se había visto una respuesta más contundente. Cuando Raúl Alfonsín habló para decir que no negociaría la justicia ni la democracia, todo el mundo estuvo seguro de que el mayor Barreiro y sus amigos estaban perdidos. Nadie imaginaba lo que ocurriría horas más tarde y hasta qué punto las palabras públicas empezarían a perder su peso original.

Ocurrió que Ernesto Barreiro se esfumó y el responsable de la unidad militar, teniente coronel Luis Polo, se presentó detenido ante sus superiores que deben haberlo felicitado en voz baja. Es que a esa altura todos los militares sabían que otro teniente coronel («héroe de las Malvinas», como lo calificaría después Alfonsín) se desplazaba desde Misiones hasta Campo de Mayo, donde copó el terreno de la Escuela de Infantería.

Su plan, consentido por toda la oficialidad de mediana graduación, era previsible pero astuto: poner al gobierno entre la espada y la pared sin mencionar jamás la posibilidad de un golpe de Estado. Es más, el teniente coronel Rico dijo en su único contacto con la prensa, que acataba a las instituciones democráticas y respetaba al Presidente de la República. Solo que no le gustaba —ni a él ni a un centenar de oficiales jóvenes que lo sostenían—, la cara de Constitución Nacional del Jefe de Estado Mayor del Ejército, general Héctor Ríos Ereñú.

Otra cosa que no le caía en gracia era que los generales que habían dado órdenes de represión durante la dictadura de 1976-1983 se estuvieran lavando las manos mientras ellos, los oficiales ejecutores, iban presos uno tras otro. En esa línea de razonamiento, el teniente coronel Rico pedía el relevo de Ríos Ereñú y una amnistía que protegiera a camaradas tan desgraciados como Barreiro y otros que esperaban que pasara la Semana Santa para entrar en la cárcel.

Aldo Rico es un oficial duro, valiente si uno les cree a los que fueron sus subordinados durante la guerra de las Malvinas. Últimamente está apareciendo una enorme cantidad de valientes que pelearon en las Islas, por lo que ya no se explica muy bien por qué sufrimos una derrota tan fulminante a manos de los piratas ingleses.

Pero no era de eso que Rico quería hablar. Rubio, alto, de porte atlético, infaltables anteojos de sol, pronunció una frase impresionante: «De acá no nos sacan vivos». Eso era el viernes Santo, un día en que no hay diarios, y como por la radio su voz sonó firme y segura la gente se preparó para lo peor. Más aún cuando el general designado para ir a reprimirlo, Ernesto Alais, otro duro, miró la cámara de televisión con ojos temerarios y anunció: «No me importa lo que hay dentro de la Escuela. Soy un infante; me ordenaron tomarla y la voy a tomar».

De inmediato, el decidido general Alais fue a buscar armas y bagajes al Segundo Cuerpo de Rosario y se lanzó por la ruta Panamericana tratando de no molestar el tránsito de los turistas de Semana Santa. Delante suyo iba la gendarmería para revisar puentes y alcantarillas donde alguien pudiera haber colocado algún explosivo. Pero como el general Alais no confiaba en otra fuerza que la propia, al llegar a los puentes volvía a revisarlos, y esto demoró bastante su marcha de 300 kilómetros. El viernes a la noche el general se adelantó a la tropa y se fue a dormir al hotel Plaza, el mejor de Zárate, a 50 kilómetros de su objetivo militar.

Entre tanto, en Campo de Mayo, el teniente coronel Aldo Rico se había pintado la cara de verde y negro, como Rambo, y como los oficiales chilenos, y ordenó a sus 52 camaradas que lucieran lo mismo pero sin exagerar, pues quería poder reconocerlos sin tener necesidad de preguntarles el nombre cada vez que los cruzaba en el patio.

Su único problema era que la gente de las inmediaciones se había reunido en la puerta del cuartel y lo insultaba o le cantaba el Himno Nacional cuando salía a meditar. Rico había preparado a los suyos para que no aceptaran provocaciones, de manera que la televisión enfocaba las caras embadurnadas pero indiferentes, mientras los civiles hacían brillantes arengas moralistas, bien inspiradas en el tajante «no negociaré» que Alfonsín había lanzado la noche anterior. A alguien se le escapó, incluso, un grosero «vayan a lavarse la cara, jetones».

El sábado, el general Alais —alto, algo rechoncho, de bigotes—, se levantó muy temprano como toda la vida y fue a contar las municiones. Lo obsesionaba la idea de dejar bien sentados los prestigios de la infantería de guerra. Todavía tardó diez horas en llegar hasta la posición enemiga porque por esa zona pasan muchos colectivos que, lanzados a toda marcha, son un verdadero peligro para el tránsito de las tropas. Al general lo halagaba que la radio repitiera su frase ya famosa: «Me ordenaron tomar la Escuela, y la voy a tomar».

Un par de veces dejó el comando a un coronel y se adelantó hasta otro sector de Campo de Mayo para informar de la marcha del operativo al Jefe del Estado Mayor, general Ríos Ereñú. Al fin, al caer la noche se bajó al pavimento, cortó el tráfico y empezó a dar órdenes a los gritos. Algunos de los civiles que estaban insultando al teniente coronel Rico lo aplaudieron y Alais sintió un cosquilleo en la espalda: hacía por lo menos quince años que nadie lo aplaudía. Y eso había sido en un desfile de 25 de Mayo.

El presidente Alfonsín, que en 1985 había dictado el Estado de Sitio para encarcelar a doce perturbadores del orden, no había creído necesario aplicarlo esta vez. Durmió poco pero bien en las noches de rebelión. Para estas emergencias hay unos cuartos especiales de la Casa de Gobierno, así que el Presidente podía levantarse, darse una ducha y hablar con sus secretarios mientras se preguntaba cómo demonios iba a hacer el general Alais para que sus subordinados lo obedecieran cuando diera la orden de tomar por asalto la Escuela de Infantería. Al fin concluyó que lo mejor sería suspender los partidos de fútbol del domingo y convocar otra vez a la gente a la plaza.

Esta vez los argentinos estábamos más asustados que el jueves. Todos sabíamos —antes que el propio general— que las tropas no iban a responder a los gritos de un Alais furioso, súbitamente consciente de que nunca tomaría la Escuela de Infantería.

El teniente coronel Aldo Rico tenía provisiones para aguantar un asedio de tres meses, pero cuando miró a través de la ventana al impotente general Alais, se dio cuenta de que la mitad de la partida estaba ganada: el general Ríos Ereñú no podría explicar al Presidente por qué los mayores y los capitanes de Alais no obedecían, de manera que tendría que abandonar su cargo. Para festejar su primera victoria, Rico les dijo a sus hombres que podían lavarse la cara. Los había visto por televisión y le habían parecido más bien patéticos y como el final se aproximaba y era domingo, lo mejor era estar presentable.

A las dos y media de la tarde Alfonsín se asomó al balcón de la Casa Rosada y echó un vistazo a la multitud. Lo que tenía que decirles era más bien insulso para un domingo de Resurrección y después de tanto susto. Entonces decidió vestir mejor la tarde: en medio del discurso en el que tenía que decir que Rico y los suyos eran héroes de las Malvinas un poco descarriados, tuvo un arranque de fantasía y anunció que marchaba personalmente a someter a los rebeldes. Antes de ir al helicóptero, aturdido por la ovación, pidió a la multitud que lo aguardara sin moverse de la Plaza.

Y la multitud esperó. Ansiosa, angustiada, pensando que el Presidente podía caer en manos de Rico, que tenía comida para tres meses, o encontrarse con Alais, que no conseguía mover ni a sus sargentos.

Para Rico, que ya tenía la cara limpia y estaba bien peinado, fue una sorpresa ver al Presidente personalmente. «Admiro su valor, señor», le dijo y de inmediato le aseguró que iba a rendirse y le dio apoyo para la democracia, siempre y cuando se cumpliera todo lo que se había negociado por la noche, para que no haya más confusión en cuanto al concepto de «obediencia debida».

El acuerdo empezó a cumplirse enseguida, porque Ríos Ereñú dejó su cargo de jefe del Ejército por la noche, mientras la gente festejaba en todo el país el fin de una Pascua inolvidable. Ese día el Presidente y la oposición y todos nosotros estábamos contentos por la rendición de Rico y nos daba un poco de pena que el general Alais tuviera que volverse a Rosario revisando puente por puente para ver si alguno de sus propios capitanes no le había jugado otra mala pasada. Su actitud legalista iba a costarle el puesto dos días más tarde, pero el general ya tiene una guerra personal para contarle a sus nietos.

En estos cuatro días de suspenso en los que todos defendimos la democracia con un fervor flamante, nos llegaron mensajes de aliento de todo el mundo. El teniente coronel Aldo Rico decía que eran falsos, que todo era una maniobra del marxismo, y ahora tendrá que explicarle a los jueces por qué nos hizo perder las vacaciones de Pascua y la penúltima fecha del campeonato de fútbol más vibrante de los últimos años. El martes, cuando creíamos haber recuperado el aliento, nos dieron otro susto en Salta pero fue, sobre todo, guerra psicológica. Seguro que ahora José Dante Caridi tiene todo bajo control.

Y si no, un día habrá que ir nomás hasta los cuarteles, esta vez sin los chicos, a explicarle personalmente a esta gente que los crímenes hay que pagarlos y que la democracia no se toca.