40 ¿QUE PAESE È QUESTE?
(Página/12, 20 de diciembre de 1996)
Me dicen que Marcello Mastroianni ha muerto. El extranjero, el gozador de Ocho y medio, el profesor socialista de Los compañeros, el tímido homosexual de Un día muy particular, el hombre de ciento y pico de películas, casi todas inolvidables. El gigante del teatro italiano hizo lo que más le repugnaba: morirse. Hace unos meses, en una entrevista conjunta con Vittorio Gassman, interrogado por el director del diario La República, decía que le hubiera gustado vivir eternamente, rodeado de mujeres. Lo mismo me había dicho a mí en 1993 en Colonia del Sacramento, donde pasamos una semana a solas huyendo de los cholulos, revoleándonos de risa con sus imitaciones de Gassman, De Niro y Fellini, con sus historias de mujeres en las que siempre caía mal parado.
Uno de sus encantos era que las anécdotas que narraba lo pintaban como a un chambón. Recuerdo una que involucraba a Nikita Mijalkov y al rey de España durante el rodaje de Ojos negros. El director ruso creía haberse ganado el favor de una misteriosa mujer que siempre cenaba sola en un lujoso hotel de Moscú cuyo nombre no recuerdo. Mastroianni había fracasado en el intento de conquistarla porque ella solo tenía ojos para otro, un pasajero invisible. Mijalkov parecía perdidamente enamorado de la desconocida y al cabo de mil ruegos Marcello logró acercarlos. Ella le concedió una cita galante a las dos de la mañana en una habitación del último piso y desapareció por todo el día. El ruso esperó en vela a que llegara la hora. Por fin, al sonar las dos en punto, se deslizó en un ascensor y se plantó frente a la puerta que ella le había indicado. Mastroianni esperaba en el bar, ansioso: quería saber cómo le había ido a su amigo. Mijalkov sonó suavemente a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Volvió a golpear, esta vez más fuerte y a poco, pensando que ella dormía, empezó a dar puñetazos. Entonces sí, la puerta se abrió y el que estaba allí, en calzoncillos, era el rey Juan Carlos de España. Nikita aceptó su derrota y bajó a reunirse con Mastroianni, desconsolado. A la hora del rodaje los dos aparecieron borrachos y cantando.
Recuerdo esa y cien historias más que contaba actuándolas en las calles desiertas sin que le pesara ser uno de los hombres más codiciados del mundo. Detestaba la fama y sus oropeles. Se sabía de memoria los papeles de sus mejores películas y cada vez que yo se lo pedía se plantaba en medio de la vereda y los repetía, sobre todo el profesore de Los compañeros: «Senta, scusi, que paese è queste?» Y la respuesta: «Queste è un paese di merda!». Yo dormía hasta pasado el mediodía y al salir de mi habitación lo encontraba dando vueltas por el patio del hotel. Respetaba a los otros con tanta naturalidad que los argentinos lo dejaban perplejo con su voracidad de autógrafos y su afán de figuración. Cada mañana, empezamos del mismo modo. Me preguntaba: «Senta, scusi, que paese è queste?» Y yo: «Queste è un paese di merda!». Se tomaba un whisky y subíamos a un coche que nos llevaba a la costanera. Me contó que su sueño, a los 69 años que tenía entonces, era interpretar a Tarzán viejo y descangallado, impotente, lamentable. «¿Por qué no me escribís el guión?». Le dije que sí, que tal vez. Años atrás había querido filmar A sus plantas rendido un león, que conocía por la traducción italiana. Un día despertó por teléfono a Ettore Scola y le pidió que empezáramos a trabajar enseguida, que buscara un productor que pagara al libro. No pudo ser: aunque parezca mentira, ni él ni Federico Fellini en sus últimos años tenían el poder de mover a los financistas. Alcancé a ver, y ese fue uno de los grandes momentos de mi vida, cómo interpretaba nada más que para mí unos instantes de soledad del cónsul Bertoldi, héroe de las Malvinas en tierras africanas.
Era un apasionado de la vida a lo Casanova. Desde que, adolescente, abandonó una gris oficina para dedicarse al teatro, fue un hombre feliz. La celebridad le llegó con el cine. Ocho y medio, Los desconocidos de siempre, todo el gran período de la comedia italiana. Y siempre, a su lado, los mujeres más bellas e inteligentes de ese mundo. «¿De cuál te acordás con más cariño?. ¿De Catherine Denueve o de Faye Dunaway?», le pregunté. «De Catherine —me dijo—, es muy fina. Tiene la piel más transparente del mundo. Faye Dunaway se empecinaba en regalarme zapatos. Zapatos horribles que yo los usaba por cortesía».
Fue a despedirme al puerto y para mí eso tenía algo de película malograda. Al atravesar el puesto de policía me volví para saludarlo con la mano y, por sobre los murmullos de la gente que lo apretujaba, me gritó: «Senta, scusi, que paese è queste?», y aunque ya lo perdía de vista, alcancé a contestarle. «Queste è un paese di merda!».