13. Retirada a África y conclusión del tratado de paz
Después de despejar las dudas del senado, Publio Cornelio Escipión toma la decisión de invadir el norte de África a pesar de que el ejército púnico continúa estacionado en el sur de Italia. El parecido del plan de Escipión con las acciones de Aníbal es evidente. La victoria tenía que saldarse en tierras del enemigo.
La situación política en Numidia, el hinterland de Cartago, momentos antes de acontecer la invasión romana se caracteriza por una extrema agitación como consecuencia de los descalabros de las armas púnicas. Como siempre solía suceder en casos análogos, cualquier debilitamiento de Cartago avivaba la llama de la insurrección en Numidia, al perfilarse la oportunidad de sacudirse el yugo cartaginés. Las tribus númidas gobernadas por los reyes Sífax y Masinisa mantenían unas relaciones ambiguas respecto a Cartago. Observamos cómo en algunas ocasiones prestan apoyo a los generales bárquidas en su lucha contra los romanos en Hispania. Sin embargo, después de la derrota de los cartagineses en Ilipa, Masinisa se apresura a cambiar de bando. Aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para aliarse con Escipión. De este modo, los romanos disponen de un socio valiosísimo en tierras norteafricanas. Ante esta preocupante situación para la defensa de la metrópoli púnica, los cartagineses renuevan los lazos de amistad con Sífax y, para fortalecerlos, se concierta una boda entre Sofonisba, la hija de un prócer cartaginés, Asdrúbal, hijo de Giscón, y el rey númida. La alianza matrimonial resultará muy beneficiosa para los intereses púnicos, pues garantizaba una estrecha cooperación militar entre Sífax y Cartago en tan difíciles momentos.
En verano del año 204 a.C. un importante contingente del ejército romano bajo el mando de Publio Cornelio Escipión desembarca en el litoral norteafricano en las inmediaciones de Útica. Todos los esfuerzos que desarrollan los cartagineses para impedir que las legiones marchen hacia Útica resultan ser inicialmente infructuosos. Pero los cartagineses no cejan en su empeño. Vuelven otra vez a hostigar al ejército de Escipión, el cual se ve obligado a levantar el cerco de Útica y dirigirse hacia el campamento de invierno para recuperar fuerzas.
Aprovechando los meses de inactividad militar, Sífax intenta mediar en un acuerdo que ponga fin a las hostilidades entre romanos y cartagineses, basado en la retirada mutua de las tropas púnicas de Italia y de las columnas romanas del norte de África. Las negociaciones se demoran, sin que se llegue a resultados positivos. Para Escipión, las cláusulas del trato eran inaceptables (Polibio XIV 1). Su firme propósito era vencer a su enemigo y ser él quien impusiera a Cartago las condiciones de paz. Por este motivo el dirigente romano conduce las conversaciones de forma dilatoria, sin comprometerse a nada. No tiene ningún interés en concluir una paz \s negociada, a pesar de que el potencial de sus tropas era, por aquel entonces, bastante inferior al de sus adversarios.
Publio Cornelio Escipión utiliza la momentáneamente distendida situación para favorecer a sus planes y, en la primavera del año 203 a.C., lanza un ataque sorpresa a los campamentos de Sífax y de los cartagineses. En la confusión que se genera al producirse un incendio deliberado, las tropas romanas consiguen diezmar los efectivos de sus enemigos, mientras que las bajas propias son mínimas. De repente, mediante su premeditado golpe, Escipión logra igualar la desproporción militar, favorable a los cartagineses, hecho que le permite a partir de ahora actuar de forma más ofensiva.
Asdrúbal, hijo de Giscón, quien desde la retirada del ejército púnico de Hispania había asumido la dirección de la guerra en el norte de África, reúne un ejército nuevo, cuyo núcleo lo forman 4.000 mercenarios celtíberos. Reclama el concurso de su aliado y pariente Sífax. Esperanzados de poder derrotar a Escipión, Asdrúbal y Sífax conducen a su ejército a las Grandes Llanuras, a unos 100 kilómetros al sudoeste de Cartago. Allí presentan batalla a los romanos. Las fuerzas de Escipión, inferiores en infantería pero gracias a la aportación de sus socios númidas dotadas de una espléndida caballería, se hacen con la victoria, ante todo por la superioridad operativa de sus jinetes. Es ésta la primera vez que la caballería romana logra imponerse a la hasta entonces invicta caballería púnica.
Sífax emprende la huida y Masinisa le sigue los pasos de cerca. Acto seguido, Escipión ocupa la ciudad de Túnez para aislar a Cartago de su retaguardia norteafricana e interceptar el suministro que continuaba llegando a la ciudad por vía terrestre.
Bajo los efectos de la derrota padecida, el consejo cartaginés delibera sobre las medidas que se han de tomar. La mayoría se pronuncia a favor de resistir. Sus portavoces acuerdan activar la defensa de la ciudad, en caso de que ésta sea sitiada por las tropas de Escipión. También consideran la posibilidad de ordenar el regreso de Aníbal a África. Confiando en las propias fuerzas, así como en la ayuda de Sífax, Cartago se niega a claudicar ante la amenaza de un inminente asedio. Sólo unos pocos miembros del consejo se muestran favorables a entablar inmediatamente negociaciones de paz.
A finales del verano del año 203 a.C. tiene lugar un notable cambio de ánimo en la ciudadanía púnica, motivado porque Sífax, gran esperanza de Cartago, cae prisionero en manos de los romanos.
En plena lucha por el dominio de Numidia, que estalla entre Sífax y Masinisa, asistimos a un asombroso episodio pleno de pasión, amor, celos y afán de venganza que parece haber sido extraído de la literatura épica dedicada a la heroica Dido de Cartago o a la legendaria Helena de Troya.
En Cirta, Masinisa logra derrotar por fin a Sífax. A continuación se dirige a Constantina, donde se encuentra a Sofonisba, la mujer de Sífax, la cual le había sido prometida anteriormente sin que se hubiera podido llegar a consumar el matrimonio. Masinisa no está dispuesto esta vez a desperdiciar la ocasión que se le presenta y, llevado por un arrebato de pasión, contrae nupcias con la legendaria dama. Poco después, cuando los romanos increpan a Sífax, echándole en cara su repentina simpatía hacia los cartagineses, éste responde que el haber abrazado la causa de Cartago se debía ante todo a la influencia de su mujer. Semejante revelación intranquiliza a Escipión, que a partir de ahora teme una reacción parecida en Masinisa. Por esta razón presiona a Masinisa para que se separe de su nueva esposa cartaginesa. El episodio finaliza con un epílogo sangriento. Sofonisba será sacrificada ante el altar de los intereses de la política romana. Muere envenenada.
Al evocar la interacción que media entre el destino personal y las necesidades políticas, este tan humano y sobrecogedor episodio adquiere unos tintes dramáticos dignos de ser escenificados por la tragedia griega. En la obra de Tito Livio (XXX 11-15) poseemos un relato de las peripecias de Sofonisba, cuyo trágico destino ha ejercido en la posteridad una incesante fascinación y ha quedado plasmado en múltiples obras de arte de todas las épocas, hasta nuestros días.
Al perder el concurso de Sífax y mantenerse Masinisa fiel a los romanos, el consejo de Cartago decide mandar una delegación a Escipión para negociar el fin de la guerra. Escipión, quien a pesar de haberlo intentado varias veces aún no había podido tomar Útica, no estaba descontento por este giro de la política cartaginesa. Si los cartagineses se muestran dispuestos a aceptar sus condiciones de paz, Escipión podrá sentirse como el vencedor de la guerra. Por otra parte, la conclusión de un tratado de paz le evitaría la engorrosa y siempre arriesgada tarea de asediar una gran ciudad, perfectamente amurallada, como era el caso de Cartago, y tener que guerrear con una población dispuesta a defenderla a ultranza.
Escipión pide, en primer lugar, la liberación de todos los prisioneros de guerra romanos en manos de Cartago, así como la entrega de la armada púnica, excepto veinte naves. También quiere que Cartago renuncie a sus posesiones en Hispania, así como al dominio que ejerce en las islas situadas entre Italia y el norte de África. Exige la inmediata retirada de Aníbal de Italia, pide que Cartago se haga cargo del avituallamiento del ejército romano estacionado en el norte de África e impone el pago de una indemnización de guerra de 5.000 talentos de plata.
Estas condiciones eran sin duda muy duras para los cartagineses, pero no debían de diferenciarse mucho de las cláusulas que Aníbal habría impuesto en el caso de una victoria definitiva sobre Roma. Del mismo modo que Aníbal había querido debilitar a una, a su parecer, demasiado poderosa Roma, Escipión perseguía una meta parecida. Escipión quería evitar en el futuro un nuevo resurgimiento militar cartaginés.
Las demandas de Escipión, por muy comprensibles que puedan parecer, si las vemos desde la óptica romana, eran harto difíciles de digerir para los cartagineses, pues, además de cumplir lo que se les pedía, tendrían que soportar en el futuro la presión de Masinisa, quien se mostraba ávido de impedir, ya por interés propio, cualquier aumento del poderío cartaginés. Hasta la entrada en vigor del tratado de paz, se acuerda un armisticio.
En Roma, la ratificación del tratado de paz se demora hasta que las tropas cartaginesas abandonan definitivamente Italia. Aníbal desembarca en Leptis Minor en cabeza de unos 20.000 soldados. Poco más tarde llegan a las costas del norte de África los restos del ejército de su, mientras tanto, fallecido hermano Magón (otoño 203 a.C.). Parece ser que Aníbal acampa cerca de Hadrumetum (Sousse), región donde se ubicaban las posesiones agrícolas del clan bárquida.
Aunque la guerra no había terminado formalmente, estaba completamente claro que los objetivos genuinos del todavía invicto Aníbal no podrían ser alcanzados de ninguna manera. Por parte de los cartagineses persistía la esperanza de poder derrotar a Escipión con la ayuda de Aníbal, como ya le sucedió en el año 255 a.C. al cónsul Marco Atilio Régulo, quien desembarcó con un ejército expedicionario en el norte de África para hacer capitular a Cartago y fue completamente aniquilado. En medio de esta situación ambigua se produce un incidente que conllevará la reanudación de las hostilidades. Un convoy romano de abastecimiento corre el peligro de zozobrar delante de las playas de Cartago, a la vista de toda la ciudad. Los habitantes de Cartago, que desde hacía tiempo padecían una apremiante escasez de víveres, asaltan las naves que naufragan y se apoderan de su carga. Al parecer, envalentonados por la presencia de Aníbal en el norte de África, los cartagineses no hacen caso a las quejas de Escipión. Al mostrarse ambas partes irreductibles, el conflicto se recrudece. Llega a producirse la ruptura del armisticio. Como consecuencia de ello, vuelven a reanudarse las hostilidades. La guerra entra en su recta final.
En otoño del año 202 a.C. ambos ejércitos se enfrentan en el valle del Bágrada, posiblemente no muy lejos de un lugar llamado Naraggara. Esta confrontación armada, conocida y popularizada con el nombre de batalla de Zama, constituirá el último acto de una guerra que ya estaba durando más de 17 años. Antes de iniciar el combate, los dos generales llegan a entrevistarse. El glorioso Aníbal, revestido de un enorme prestigio, y Escipión, la gran promesa de Roma, intentan, según parece, evitar a través de conversaciones las incertidumbres que toda batalla lleva consigo. Aníbal sin duda trató de mejorar las cláusulas del tratado de paz acordado y confirmado por Roma. Tal vez confiaba en la fascinación de su nombre, así como en el efecto intimidador, ya que hasta entonces nunca había sido derrotado por los romanos: ¿por qué debería pasar algo igual ahora? Escipión, con mucha confianza en sí mismo, rechaza las proposiciones de Aníbal. La escena del encuentro entre el enérgico general romano y el mito viviente cartaginés o, según Livio, «el mayor militar no sólo de su época», ya fatigado probablemente después de tantas luchas, será transmitida por nuestras fuentes, que hacen de ella el punto culminante del drama bélico protagonizado por Aníbal y Escipión (Polibio XV 6-9, Livio 29-32).
Los respectivos potenciales militares de ambos contrincantes están bastante igualados. Cada uno de ellos tiene bajo sus órdenes a más de 40.000 hombres. Sin embargo, Escipión supera a Aníbal en efectivos de caballería. Una posible ventaja para Aníbal podía ser el hecho de disponer de una respetable cantidad de elefantes de guerra. Sin embargo, la entrada en acción de la temible arma no surtirá el efecto deseado. Al empezar la batalla, el ejército romano, que estaba preparado para resolver esta eventualidad, abre sus líneas formando corredores que facilitan la dispersión de los animales. El dispositivo de infantería de ambos ejércitos también estaba equiparado.
Esta vez será la caballería romana la que inicie el combate. Incapaces de detener su tremenda embestida, los jinetes cartagineses huyen, perseguidos por los romanos. La única posibilidad de victoria que le queda a Aníbal es derrotar a las legiones romanas mediante un arrollador ataque de sus veteranos soldados antes de que la caballería romana pueda regresar de la persecución del enemigo. Sin embargo, todos los intentos de la infantería púnica de perforar las líneas romanas fracasan. Aníbal no consigue una irrupción. La entrada en acción de la caballería romana decide la lucha. Como si copiaran la táctica que empleó Aníbal en Cannas, los jinetes romanos envuelven a la infantería púnica y le propinan el golpe mortal. Escipión derrota a Aníbal con sus propias armas. El último ejército del que dispone Cartago queda completamente aniquilado.
Aníbal abandona rápidamente el campo de batalla. Se dirige primeramente a Hadrumetum (Sousse), y más tarde viajará a Cartago. El consejo cartaginés manda una delegación para negociar la paz con Escipión, que mientras tanto acababa de instalar su campamento en Túnez para volver a presionar a Cartago. El comandante en jefe del ejército romano trata a los parlamentarios cartagineses despectivamente. Les recrimina el fracaso del acuerdo suscrito el pasado año. Escipión advierte a los embajadores cartagineses que sólo habría paz bajo condiciones bastante más duras para Cartago de las que ya fueron estipuladas en el anterior tratado.
Además de la inmediata evacuación de Hispania y todas las demás posesiones ultramarinas, los cartagineses son ahora instados a ceder territorios norteafricanos a Masinisa. También debían contraer la obligación de liberar a todos los prisioneros de guerra sin obtener rescate, entregar a los desertores y renunciar en el futuro a volver a utilizar elefantes de guerra en sus campañas militares. La flota quedará aún más debilitada, pues se exige de los cartagineses la inmediata entrega de todas sus embarcaciones salvo diez naves. Sin embargo, la cláusula más dolorosa es la integración forzosa de Cartago en el seno de la confederación romana. Esto significaba que, en el futuro, Cartago podía seguir administrándose de forma autónoma en cuestiones internas, pero en todo lo referente a la política exterior sus derechos de soberanía quedaban sensiblemente mermados. Por ejemplo, Cartago contrae la obligación de apoyar a Roma en caso de guerra siempre y cuando ésta lo requiera. Se le vetaba categóricamente cualquier operación militar fuera del territorio africano. Dentro de los límites de África, Cartago sólo podía hacer la guerra con el expreso permiso de Roma. Finalmente, el importe total de las indemnizaciones de guerra que los romanos exigen de Cartago es aumentado a la exorbitante cantidad de 10.000 talentos de plata (un talento equivalía a unos 26 kilos del precioso metal).
Cuando la ciudadanía púnica se entera de las precarias condiciones de paz que los romanos imponen, vuelve a reavivarse el espíritu de resistencia. Algunos círculos políticos incitan a la ruptura de las negociaciones. Prefieren luchar antes que firmar un acuerdo tan humillante. Será Aníbal quien decidirá la situación, al aconsejar a sus conciudadanos aceptar el tratado de paz (Livio XXX 35, 11). Él sabía mejor que nadie lo insensato que era empeñarse en continuar oponiendo resistencia. Por esta razón, opta por la ratificación del dictado de paz romano, que, a pesar de sus problemáticas consecuencias, considera menos malo que una capitulación incondicional, que sin duda amenazaba producirse si la guerra se hubiese reanudado.
La solemne firma del documento de paz se efectúa en Cartago, ateniéndose a los procedimientos rituales internacionalmente reconocidos. Los representantes del estado cartaginés juran ante los dioses el cumplimiento de las cláusulas estipuladas. De Roma vienen expresamente fetiales (sacerdotes responsables del cierre y cumplimiento de acuerdos) para dar validez al tratado.
Inmediatamente después de la ceremonia, los cartagineses, mediante un episodio altamente simbólico, se percatan de la magnitud y las consecuencias de su derrota, que conlleva la pérdida de su antiguo poder: los romanos obligan a zarpar del puerto de Cartago a las naves de guerra confiscadas, las cuales, una vez en alta mar, serán quemadas ante los consternados ciudadanos cartagineses, que se convierten en testigos presenciales de cómo su tan envidiada y poderosa ciudad, siempre orgullosa de su independencia, pasa a ser un estado vasallo de Roma.
Poco tiempo después, el ejército romano se dispone a abandonar el norte de África. La mayor parte de las legiones acuarteladas en los alrededores de Túnez emprenden desde allí el viaje de retorno. Hacen escala en Sicilia y continúan luego su marcha hacia Roma e Italia. El trayecto de regreso de Escipión aparece impregnado del júbilo que exterioriza la población itálica al enterarse del fin de la guerra. Cuando el vencedor de Cartago, a quien ya llaman «el Africano» (es la primera vez que un general romano obtiene el epíteto del pueblo vencido como título honorífico) en reconocimiento a sus epopeyas africanas, llega a Roma para celebrar su triunfo sobre Aníbal, se desbordan las emociones. Además de haber logrado vencer al mayor enemigo de la historia de Roma y finalizar la pesadilla que suponía para los romanos la existencia de un ejército púnico en suelo itálico, Escipión aporta al erario público un considerable botín de guerra. Una vez más, Roma consigue sobreponerse a sus adversarios a pesar de los muchísimos contratiempos sufridos. A partir de ahora nadie más osará poner en duda la soberanía romana en el Mediterráneo occidental.
Polibio, cronista de la segunda guerra púnica, quien bajo la fuerte impresión que le causa el proceso de formación del Imperio Romano decide escribir una historia universal, enjuicia las consecuencias de la victoria romana de la siguiente manera: «Pues que los romanos extendieran sus brazos hacia Iberia o hacia Sicilia y que emprendieran expediciones con sus ejércitos de tierra y flotas no tiene nada de peculiar, sin embargo, cuando uno tiene en cuenta que el mismo estado y el mismo gobierno realizan simultáneamente múltiples campañas y que aquellos que las dirigían luchaban al mismo tiempo en su propio país para salvar su existencia que tanto peligraba, entonces sí que se realza la importancia de los hechos, los cuales merecen encontrar la atención y admiración que realmente les pertenecen» (Polibio VIII 4).
Los enormes esfuerzos realizados por Roma, la superación de numerosos desafíos, así como la extremadamente larga duración de la contienda, generan una serie de consecuencias novedosas para la futura estructuración del estado romano. Si nos fijamos en primer lugar en su clase dirigente, podemos constatar que es aquí donde se producen los más notorios cambios. La necesaria prolongación de las magistraturas a causa de la guerra rompe el tradicional sistema de limitar el mando supremo a un año y otorga a aquellos que están años consecutivos en campaña un poder prácticamente ilimitado, casi monárquico. Por citar sólo algunos ejemplos, recordemos a Quinto Fabio Máximo, quien se pasa toda la guerra ocupando puestos de alta responsabilidad (cinco consulados y una dictadura); igual les sucede a Cayo Claudio Marcelo (cinco consulados) o a Quinto Fulvio Flaco (cuatro consulados). Publio Cornelio Escipión desempeña desde el año 210 hasta el 201 a.C. un mando ininterrumpido sobre el ejército. Algo parecido le sucederá también a Tito Quinctio Flaminino, que durante los años 198 a 183 a.C. ejercerá una influencia decisiva en la política romana.
Hacer que estos senadores abandonen sus excepcionales cargos y prerrogativas, y obligarles a adaptarse al tradicional sistema de la igualdad senatorial, se convertirá en uno de los más graves problemas de la sociedad romana en época republicana.
Uno de los hechos más sobresalientes de la guerra es que, a pesar de haberlo intentado con gran tesón, Aníbal no consigue fragmentar decisivamente la federación romano-itálica, que resiste a todas las impugnaciones. Uno de los motivos era sin duda que con el tiempo, gracias a numerosas relaciones personales entre las aristocracias de Roma y de las ciudades itálicas, se había llegado a consumar un tupido tejido personal, social y económico que resultaba muy difícil quebrar desde fuera. Roma e Italia van estrechando progresivamente sus vínculos comunes. A pesar de todas las tensiones existentes y de las que iban a generarse todavía, el camino hacia la integración ítalo-romana ya aparece perfectamente trazado. La consecución de este propósito será, a partir de ahora, sólo cuestión de tiempo.
El resultado decisivo de la guerra es sin duda la aceleración del proceso de formación de un Imperio Romano a costa de las antiguas posesiones cartaginesas. Cerdeña, Sicilia e Hispania constituyen las bases territoriales preliminares de la futura empresa. Que los romanos se fijaran, inmediatamente después de la segunda guerra púnica, en Grecia y demás países del Mediterráneo oriental es una consecuencia lógica de su imparable avance.
No todo son ventajas. Si nos fijamos en las enormes repercusiones negativas que la guerra genera en Italia, el balance de la victoria romana es bastante menos favorable. Regiones completas, sobre todo en las zonas del centro y en el sur de la península apenina, están despobladas y devastadas. Para subsanar los daños es necesario poner en marcha un ambicioso proyecto de reforma política, económica y social. La futura estabilidad de la sociedad romana, a partir de ahora en pleno auge imperial, dependerá en gran medida de que se realicen eficazmente estos proyectos.