18

LA tormenta se disipó un par de horas después. Kate no intentó volver a dormir sino que se quedó sentada a la mesa de la cocina, tensa y vigilante, con los ojos irritados por el cansancio y la boca y el estómago ácidos por el exceso de cafeína.

Cuando por fin se iluminaron los cristales de la ventana, salió al resplandor de una mañana húmeda y amarillenta y fue hacia el taller cruzando un patio sembrado de ramas.

La figura se erguía ante ella. Había cambiado, pero no se veían nuevas esquirlas de yeso en el suelo ni marcas de cincel en su superficie que no recordara haber hecho ella. Si ahora le parecía diferente debía de ser porque la miraba con otros ojos. El vientre estaba hendido en tres, no, cuatro sitios. Puso la mano en las muescas. El pecho y el cuello parecían acribillados por las marcas de una enfermedad cutánea como la viruela, o hacían pensar en la piel de un ave desplumada brutalmente. Despacio, Kate levantó la mirada hacia la cara. Pómulos como acantilados, labios prietos y severos, pliegues profundos a cada lado, cortes, magulladuras, tumefacción. Roto. Alguien que sabía lo que se hacía le había dado un buen repaso. Era el Jesús de la Historia. Y ya se sabe lo que es la Historia: los fuertes se hacen con todo lo que pueden, los débiles aguantan porque no hay más remedio, y los muertos, por supuesto, no se levantan.

Esto lo había hecho ella, no Peter, y, no obstante, al recordar lo que había visto la noche anterior, le parecía que lo que aquella figura tenía de estremecedor estaba desvirtuado por aquella pantomima grotesca.

La cuestión era muy complicada como para esclarecerla en ese momento, y decidió dejarla de lado. Miró en derredor, pensando que quizá él hubiera olvidado alguna cosa. En efecto, en el banco estaba su chaqueta. Venciendo los escrúpulos, registró los bolsillos y encontró monedas, tres billetes de cinco libras y una tarjeta de crédito. Tendría que hallar la manera de devolvérsela: no quería que él viniera a buscarla. Podía dejársela en casa del párroco.

Salió del taller, cerró la puerta y decidió cambiar la combinación de la alarma. Tardó en recordar los pasos que debía dar y, mientras manipulaba el dispositivo, empezó a llover otra vez, aunque sólo gotas dispersas, lo suficiente para refrescarle el ardor de la cara.

Ya en casa, se obligó a lavarse, vestirse y peinarse, pero a cada operación parecían acentuársele las ojeras. Estaba horrible, una anciana. Y así se sentía. No obstante, la mejoría del hombro era más notable todavía esa mañana. Ya le habían dicho que el efecto podía ser espectacular, pero ella no se atrevía a esperar tanto.

A las diez volvió la luz. Los aparatos eléctricos chasquearon y ronronearon, en el frigorífico se encendió el piloto rojo, que enseguida fue sustituido por el verde. Un rumor lejano se convirtió en el ruido de un coche. ¿Peter? Ahora deseaba haber llamado a Angela para pedirle que viniera, pero ya era tarde. El coche paró al lado de la casa y ella respiró aliviada al ver a Stephen Sharkey pasar por delante de la ventana de la cocina.

Iba hacia el taller, seguro de encontrarla allí a esa hora.

—Hola —dijo Kate abriendo la puerta de la cocina.

—Hola. ¿Una mala noche?

Debía de tener peor aspecto de lo que creía.

—Sí, bastante mala. —Se hizo a un lado—. Pasa.

Él entró en la cocina.

—¿Se fue la luz?

—Sí; ha vuelto hace media hora. ¿En tu casa también?

—También. Debemos de tener la misma línea. ¿Has podido dormir?

—No.

—Ahí detrás he visto una lechuza posada en una cerca. A plena luz del día. Me parece que hasta hubiera podido tocarla.

—Habrá perdido su árbol, la pobre. Deben de haber caído muchos.

Ahora recordaba que él había quedado en ir esa mañana para ver las fotos de Ben. Lo había olvidado por completo.

—¿Tomarás café?

Puso la cafetera, pero ella tomó té con menta. La cafeína le bullía en la cabeza, aunque sin generar pensamientos útiles. Stephen la observó mientras ella sorbía la infusión verdosa. Parecía agitada.

—¿No te gustan los truenos?

—No es eso. Me despertó un ruido, tal vez la tapa de un cubo de la basura arrastrada por el viento, y entonces vi luz en el taller. Fui a ver...

Lo contó, o trató de contarlo, como un incidente gracioso, sin darse cuenta de la expresión de miedo y angustia que tenía en la cara mientras hablaba.

—En fin, que allí estaba él, vestido con mi ropa.

—¿Tu ropa?

—Sí, la ropa de trabajo. No se paseaba con tacón alto y sujetador. —Un espasmo de irritación provocado por el agotamiento. Se dominó—. Fingía esculpir el yeso.

—¿Fingía?

—Sí, sin tocarlo.

—Te imitaba.

Imitaba. Esta palabra suavizaba la acción. Era mucho más que eso.

—¿Y tú qué hiciste?

—Nada muy heroico. Volver a casa y encerrarme.

—¿Has llamado a la policía?

Ella negó con la cabeza.

—Las líneas estaban cortadas.

—¿Y esta mañana?

—No, ¿para qué?

—¿Ha habido daños?

Buena pregunta.

—En realidad, no. —No podía explicar que el daño lo había sufrido su fe en sí misma y en su proyecto. En eso nada podía hacer la policía.

Stephen guardó silencio, sosteniendo el tazón humeante con las dos manos.

—¿Sabías que ha estado en la cárcel? ¿No te lo dijo Alec?

—No. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Me lo dijo Justine. Fue hace unos cinco años, ya lleva fuera bastante tiempo.

—No creo que hiciera algo terrible. ¿Posesión de droga blanda?

—Tengo la impresión de que fue más que eso.

—¿Justine no lo sabe?

—No; él no se lo dijo.

—Alec lo sabrá.

—Ah, desde luego.

—No puedo creer que no lo mencionara. Debió decírmelo.

—Estoy de acuerdo. Tenías derecho a saber a quién metías en tu taller.

—Sí.

Empezaba a enfadarse. Una reacción más natural y menos angustiosa que la mezcla de repugnancia e inseguridad que había experimentado hasta entonces.

Cuando Stephen terminó el café, Kate lo acompañó al estudio de Ben, marcó la combinación y abrió la puerta.

—Mira, te anotaré el código para que puedas entrar y salir libremente. —Él le dio una libretita y bolígrafo y ella escribió los números apoyada contra la pared—. Que tengas un buen día —dijo, devolviéndoselos.

Ella regresó a la casa, pero a los pocos minutos salió y se fue en el coche.

Cuando aparcaba frente a la verja del cementerio, Kate reparó en que desde allí veía la lápida de Ben, sobre un fondo de hierba alta y blanqueada. Ella quiso que estuviera allí, en el extremo del cementerio, de espaldas al ondulado páramo que parecía encoger sus hombros desnudos, lo más lejos posible del pueblo y de su vida densa y opaca, sus envidias, rencillas y cotilleos.

Mientras avanzaba por el sendero hacia la casa del párroco, veía en los árboles las pálidas heridas de los desgarros causados por la tormenta de la noche. Había pequeñas ramas esparcidas por el césped, como las había en su propio patio, pero allí había también tejas rotas, lo que era más grave para Alec.

Hizo sonar la campanilla dos veces, resignada a una larga espera y una posible decepción, pero a los pocos minutos oyó pasos —muy ligeros para ser de Alec— y se volvió hacia la puerta, esperando ver a Justine.

Pero fue Angela quien abrió. Se miraron sin decir nada. Angela tenía los botones de la blusa mal abrochados, seguramente por las prisas. Kate se sonrojó un poco. Angela no. Tratando de no mirar los botones, Kate preguntó:

—¿Está Alec?

—Sí —respondió la otra sin moverse.

Dentro de la casa se oía el sonido de unos pies descalzos sobre el linóleo.

—¿Podría hablar con él un momento, por favor?

Nunca había hablado a su amiga en un tono tan frío y ceremonioso, pero surtió efecto. Angela se hizo a un lado y la dejó pasar. Kate la siguió por el pasillo y por una escalera hasta la cocina del sótano. Aquella cocina parecía una pieza de museo. El hornillo de gas tenía patas en forma de garra. Angela llenó un hervidor de un grifo que temblaba por el esfuerzo de echar agua y la puso en el fogón.

La ventana daba al cementerio. La vista, comparada con la cocina, era alegre.

—No es de extrañar que Victoria se fuera —dijo Kate.

Angela se encogió de hombros.

—Fue culpa suya. El obispo les ofreció una casa moderna, pero ella no la quiso porque estaba en una urbanización subvencionada por el ayuntamiento. Victoria era muy señora.

—¿Sí? Yo no llegué a conocerla muy bien. —Una pausa—. ¿Dónde está Justine?

—Con Stephen, supongo.

—¿Con Stephen?

—Sí, ya llevan tiempo.

Alec, que venía en zapatillas, se paró en la puerta.

—Hola, Kate. ¿Qué te trae por aquí?

Ella no quería hablar delante de Angela, pero era difícil darlo a entender sin hacer un desaire a su amiga, que estaba tan ufana y sonrosada, presidiendo la mesa en aquella lúgubre cocina que olía a grasa congelada y a ratón. Pobre Justine.

—Me gustaría hablar de Peter, pero no hay prisa, tómate antes el té.

Alec levantó la taza. Tenía la cara radiante. Se le veía tan satisfecho, tan simpático, rubicundo y risueño con su alzacuello, tan exquisita y tiernamente follado, que era difícil seguir enfadada con él.

Pero Kate hizo el esfuerzo. Advirtiendo su estado de ánimo, Alec propuso ir a tomar el té al estudio.

Mientras lo seguía, Kate se preguntó a qué olía aquel pasillo. A algún potente limpiasuelos que no cumplía lo que prometía y se limitaba a transportar la cochambre de un lado al otro. O quizá no había cochambre y era que el linóleo había llegado al punto de desgaste en el que los colores se mezclan en una gama de grises. Kate recordó sus visitas, de niña, a casa de sus tías-abuelas. Olor a cementerio, a remolacha hervida que teñía de rojo unas mustias hojas de lechuga.

El estudio de Alec estaba ensombrecido por los árboles. El párroco cerró la puerta y se situó en diagonal a la ventana, de cara a Kate.

—A veces sueño con ellos. Me refiero a esos árboles. Sueño que meten las ramas por la ventana.

Kate descubrió con sorpresa que, en sus más de cinco años de supuesta amistad, éste era el comentario más personal que había oído de labios de Alec.

—Hazlos talar.

—Oh, no podría.

—Están demasiado cerca, Alec. Algo que lleva doscientos años impidiendo el paso de la luz debe eliminarse.

Él se sentó, provocando un crujido de protesta de una madera vetusta.

—¿Qué te preocupa?

—Esta noche ha pasado algo bastante extraño.

Al relatar de nuevo los hechos, Kate volvía a enojarse. Estaba furibunda cuando acabó de hablar.

—Me alteró mucho —concluyó—. Estaba realmente asustada.

Alec juntó la yema de los dedos como si ella le hubiera formulado una pregunta abstracta de moral teológica.

—No me explico qué puede haberle inducido a hacer eso. Desde luego, tiene dificultades para percibir la divisoria entre las personas.

Kate se indignaba por momentos. Hubiera aceptado cualquier dosis de plática cristiana por parte de Alec —para eso le pagaban, al fin y al cabo—, pero esto era simple cháchara psicológica. Y no reconocía el hecho primordial, de que la perjudicada era ella.

—¿Te refieres a que no distingue dónde termina él y dónde empieza el otro?

—Peter es inofensivo.

—Alec, su comportamiento es peligroso.

—Comprendo que para ti debió de ser un trauma.

En ese momento, ella le hubiera propinado unos cuantos traumas a él de muy buena gana.

—¿Por qué no me dijiste que había estado en la cárcel?

—Porque no me pareció pertinente. Hace más de cinco años que no tiene problemas con la justicia.

—Si era pertinente o no debía decidirlo yo. Es muy sencillo, Alec, si tú no tienes inconveniente en meterlo en casa ni en que salga con tu hija, es asunto tuyo. Pero yo tengo derecho a decidir a quién doy mi confianza. Debiste advertirme.

—Bien —dijo él tras una pausa incómoda—. Es muy difícil.

—¿Qué hizo?

—¿Cómo?

—¿Qué hizo para que lo enviaran a la cárcel?

—No puedo decírtelo.

—¿No puedes o no quieres?

—No fue un delito sexual. Yo siempre me he negado a admitir en mi casa a esa clase de encausados, por Justine.

Ella entornó los ojos.

—Entonces ¿por qué fue a la cárcel? ¿Por asesinato?

Ella esperaba, deseaba, que Alec sonriera y la acusara de ser melodramática. Pero él suspiró.

—En serio, no puedo hablar de eso.

Era definitivo. Ella comprendió que no cedería.

—Yo he estado a solas con él, hora tras hora, día tras día; no puedes decir: «No tiene importancia, no ha pasado nada», porque anoche algo pasó.

—¿Él te amenazó?

Ella no contestó enseguida.

—Alec, ¿tú has sentido verdadero terror alguna vez? —No estaba explicándolo bien, porque ni ella misma lo comprendía.

—¿Irás a la policía?

Ella lo miró sin pestañear. Las gafas de Alec relucían a un rayo de luz que se abría paso entre las hojas.

—¿Por qué? ¿Por qué no he de decírselo?

—Podría tener graves consecuencias para él. —Fue a añadir algo, se contuvo y empezó de nuevo—. En realidad, hacer no ha hecho nada, ¿verdad?

—¿Quieres decir que está en libertad condicional?

Alec se miró las manos

—No, no acudiré a la policía. —Miró la bolsa que había dejado a sus pies—. He traído sus cosas. No tengo sus señas. Siempre le he pagado en efectivo. Y esto —levantó el sobre que había encima de todo— es su paga hasta fin de mes.

—¿Qué es lo que ha hecho en definitiva, Kate, aparte de obsesionarse un poco?

—Me ha contaminado la mente. Pero estoy de acuerdo en que eso no es un delito. Ya ves, no soy rencorosa, sólo trato de comprender, pero no lo comprendo. Y creo que tú tampoco. De todos modos, me parece que de esa caridad cristiana que repartes a manos llenas hubieras podido guardar un poco para mí.

—Quizá se ha enamorado de ti, Kate. ¿No lo has pensado?

Ella negó vigorosamente con un movimiento no sólo de la cabeza sino también de los hombros, la espalda y los brazos, como el del que trata de quitarse de encima un insecto repugnante.

—No, no creo que sea eso. En absoluto.

Kate casi lloraba. Alec alargó la mano, pero ella retrocedió.

—No te molestes, Alec. Conozco el camino.