26

AL quedarse sola, Justine estuvo un rato mirando el juego de luces y sombras en la colcha. Luego, en el momento en que decidía levantarse de la cama y bajar, se quedó dormida. Soñó que estaba en un lago helado, muy lejos de la orilla. Lleva andando varias horas, las botas hacen rechinar el hielo y un viento frío que sopla a su espalda le pega la falda a las piernas. Comprende que debe detenerse y regresar a la línea de luces que tiene a la espalda, pero, cuando da media vuelta, el viento le azota la cara y hace que se le salten las lágrimas. Le arden las mejillas. «No mires —susurra una voz dentro de su cabeza—. No te vuelvas.» Ya está muy lejos. Anochece y hace mucho frío. «Para. Vuélvete. Mira hacia abajo.» El hielo que pisa es grueso y veteado, como mucosidad helada. Sostiene su peso mientras ella se aleja de la orilla pero, cuando trata de regresar, cruje de un modo alarmante. Ella, más que oír el sonido, lo siente: es una protesta, casi un quejido. Bajo sus pies hay agua helada de más de un kilómetro de profundidad. Trata de moverse en otra dirección y de nuevo cruje el hielo. Intuye que sólo hay un camino para volver a tierra, pero no sabe dónde está. Ante sí ve únicamente una llanura inmensa, helada y sin sendas, a la luz de las estrellas.

Se despertó bruscamente, tiritando. Miró el reloj y vio que no había dormido más que veinte minutos, pero se sentía como si hubiera estado toda la noche andando por el hielo. Aún conservaba el miedo experimentado durante el sueño. Se acurrucó bajo la ropa de cama, cerciorándose de que estaba caliente y seca. Segura en casa.

Lentamente, repasó los sucesos del día. Incluso aquel sueño tan breve le había permitido distanciarse de la agresión sufrida. Pensaba en la conversación que había mantenido en el hospital con los detectives. «Su padre», habían dicho en cierto momento. Minutos después, hablaban de «su atacante». «¿“Mi” atacante? —deseaba decirles ella—. ¡Él no tiene nada que ver conmigo!»

Aquello seguía preocupándola. «Su atacante» parecía implicar una relación permanente. Si se hubiera roto la nariz por tropezar en un bordillo, nadie habría dicho «su» bordillo. «Tu» y «mi» eran palabras inofensivas, pero abrían la puerta de un cuartito oscuro, un espacio pequeño en el que sólo cabían dos personas: ella y su atacante.

«No mires. No te vuelvas.» Se incorporó y, despacio, atentamente, fue mirando cada uno de los objetos de la habitación, sin olvidar la pared que tenía detrás. No permitiría que ese incidente horroroso la marcara. «¿Quién eres?» «Soy una mujer que fue atacada por un ladrón.» Oh, no. Ella era mucho más que eso.

Su padre subió a hacerle compañía. Parecía tan desconcertado e indefenso que Justine empezó a sentirse responsable de él.

—¿Y Angela?

—Se ha ido a su casa. Ha pensado que querríamos estar a solas.

—Es un detalle. Me alegro, ¿sabes? Me refiero a...

Él asintió.

—Quizá tenga que dejar la parroquia.

—¿Por tener que divorciarte?

—Sí.

—De todos modos, quizá ya sea hora de pasar página.

—Sí. Aunque la echaré de menos.

—Sí. Yo también.

Estuvieron un rato en silencio. Ella deseaba levantarse y tomar un baño, pero comprendía que él necesitaba estar allí, vigilando a su pequeña. «Sólo que yo no soy su pequeña», pensó.

—Papá, ¿podría tener un cerrojo en la puerta?

—Naturalmente. —Se le iluminó la cara. Eso era algo que él podía hacer—. Mañana. O ahora mismo, si quieres.

—No; mejor mañana. —No quería que la dejara sola en casa. Algún día tendría que quedarse sola, pero aún no—. Mañana vendrá a buscarme Stephen.

Él se quedó pensativo un momento y asintió.

—Está bien.

Ella se levantó y se bañó, con intención de vestirse y reanudar su vida normal después del baño. Pero el agua caliente la venció. Apenas tuvo fuerzas para subir la escalera y meterse en la cama. «Descansaré sólo un momento», se dijo, pero se quedó dormida al punto y no despertó hasta dos horas después. Esta vez no soñó.

Cuando vio que Justine dormía, Alec se fue a su estudio, se sentó, cerró los ojos a aquella habitación rancia y archiconocida, y rezó su oración a Jesús. «Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy pecador.» La repetía una y otra vez, ahuyentando pensamientos extraños, tratando de tomar conciencia de Dios más intensamente a cada repetición. A veces, al cabo de unos veinte minutos, era recompensado con una sensación de comunión con todas las cosas vivas y una alegría que le iluminaba el día. Pero no confiaba en que eso ocurriera hoy. Todo lo que podía esperar era una calma superficial y el reconocimiento de que su propio pecado era lo que lo separaba de Dios y los seres humanos.

Aquella mañana, por teléfono, Stephen no le había dado detalles del ataque sufrido por Justine, sólo dijo que estaba herida y que la habían llevado al hospital. Para Alec la incertidumbre era como un agujero negro que lo aspiraba. Violada. Stephen no lo había dicho, pero Alec no podía descartarlo. Lo asaltaban imágenes que generaban otras imágenes. Agarrotado por el furor, golpeaba el volante con el puño. No había lugar para el perdón. Si hubiera tenido delante a aquel hijo de puta, atado de pies y manos, con qué gusto le habría arrimado un soplete a los huevos.

Alec nunca fue un hombre pacífico, aunque durante muchos años había luchado para dominar la ira. Y a veces toda aquella agresividad reprimida lo había ayudado a relacionarse con jóvenes recién salidos de la cárcel, muchos de ellos violentos, que intuían cierta afinidad donde quizá, aparentemente, todo eran diferencias.

Victoria lo sabía. En su segundo aniversario de boda, le regaló un grabado de la serie «Reino de Paz», de Edward Hicks. «Mira —le dijo, señalando un león situado en primer término—. Ése eres tú.»

El grabado colgaba de la pared del estudio, era el único recuerdo que conservaba de su matrimonio, además de Justine. Abandonando la tentativa de rezar, Alec se levantó y se acercó al cuadro. El león está rodeado de corderos, ovejas y vacas. No le temen, algunos parecen desconfiar, pero él no ataca. Ha venido el Reino de Dios. No obstante, los ojos del león revelan angustia, la tensión de estar negando su propia naturaleza, de tener que reinventarse a sí mismo, segundo a segundo, con toda su fuerza de voluntad. Y el equilibrio es precario. El león recuerda el sabor de la sangre. Tiene miedo de sí mismo y mira al espectador con unas pupilas enormes, negras, dilatadas por el dolor. A la izquierda del grabado, William Penn acaba de concertar su tratado con los indios, sellado sin juramento y nunca roto; pero la lucha contra la violencia no ha hecho sino replegarse hacia el espíritu humano individual, y esos ojos te dicen que la victoria no está asegurada, ni mucho menos. «Ése eres tú», le había dicho ella, y le dio un beso.

Las fantasías de venganza no se desvanecían. Se aferraban a las paredes internas de su cráneo como murciélagos y no había oración que pudiera ahuyentarlas. El haber visto a Justine sentada en aquella silla como una muñeca rota y abandonada, las había reavivado. No se atrevía a tocarla, temiendo que, si la habían violado, ella no soportara que la tocara ningún hombre, ni siquiera él.

—¿Estás bien? —Había sido una pregunta idiota, y Alec lo sabía.

—Sí —dijo ella tras una pausa. Todo lo decía con aquella pausa por delante. Era como echar piedras en un pozo.

—¿Lo has visto?

Una mirada inexpresiva.

—Sí.

—¿No era conocido?

—No.

Pareció sorprendida por la pregunta, y él respiró. Pero entonces ella dijo que eran dos y que al otro no lo había visto. Y en aquel momento nada —ni la oración a Jesús ni toda una vida de autodisciplina y fe— impidió que Alec pusiera una cara al otro hombre.

«Es culpa mía —pensó—. Yo traje esto a mi casa.» Había pecado de un exceso de soberbia en su propia virtud, en su poder para obrar el bien —poder suyo, no de Dios—, en lugar de proteger a su hija. A veces, cuando los intentos de ser bueno fracasan, acabas por no ser nada, ni siquiera un animal. Cualquier mamífero protege a sus crías, y él ni de eso había sido capaz.

«Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy pecador...»

Sentado otra vez ante el escritorio, Alec cerró los ojos y repitió la oración, hasta que encontró un poco de calma.

Cuando los abrió, descubrió lo último que esperaba ver: una furgoneta blanca parada frente a la verja y a Peter Wingrave apeándose con un ramo de flores en la mano.

Justine no debía verlo. Pidiendo al cielo que su hija no se despertara, Alec fue a abrir. Peter, que estaba mirando hacia el camino, se volvió y sonrió.

«No puede ser verdad», pensó Alec. Si Peter hubiera sido el otro hombre, no se habría atrevido a presentarse con un ramo de rosas. Eran rosas. Ahora que estaba cerca, Alec distinguió los capullos rojos comprimidos dentro del cucurucho de papel blanco.

—Me he enterado de lo ocurrido —dijo Peter—. ¿Cómo está?

—En este momento duerme.

—¿Son graves las heridas?

—La nariz rota. Magulladuras. Dos cortes en la cabeza.

Una pausa. Los dos se miraban. Al fin, con gesto de fatiga, el párroco se hizo a un lado. «Ya es un poco tarde para negarle la entrada», pensó. Mientras avanzaban por el corredor camino de la sala, sentía a Peter a su espalda, casi pisándole los talones. Era sorprendente la fuerza que irradiaba aquel hombre que, no obstante, parecía carecer de identidad propia y tener que acoplarse a otra persona para adquirir forma. Todo el que lo impresionaba le servía para ese fin. Años atrás había sido el propio Alec. Él había observado cómo Peter imitaba sus gestos, su manera de hablar, hasta su religiosidad... aunque quizá ésta era sincera. No tenía derecho a poner en tela de juicio la fe de nadie y menos ese día, en que dudaba de los fundamentos de la suya.

—Siéntate —dijo—. ¿Quieres una taza de té? ¿Café?

—No, muchas gracias. Estoy bien.

—Pondré en agua las flores.

En la cocina, Alec llenó un cubo de agua, echó en él las flores, sin quitar el papel, y volvió a la sala tan aprisa como pudo. No sabía por qué se apresuraba, no lo preocupaba que Peter robara algo, en eso confiaba en él; lo que temía era que Justine se despertara y bajara.

—¿Saben quién ha sido? —preguntó Peter.

—No; pero parece que son optimistas. Ella ha ofrecido una buena descripción de uno de ellos. —Afianzó la voz—. Del que le pegó.

—Ah, ¿eran dos?

—Sí. Al otro no lo vio. —Alec miraba la ropa de Peter, Llevaba traje y un polo debajo—. ¿Hoy no trabajas?

—No; he estado en Londres, almorzando con el agente de Stephen Sharkey. ¿Conoces a Stephen?

—Me lo han presentado.

—Pensaba que él y Justine...

—Ella tiene diecinueve años. Es libre para hacer lo que quiera. —Habría tenido que tomar el tren muy temprano, para estar en Londres a la hora del almuerzo. Si decía la verdad (y era muy listo para mentir en algo que podía comprobarse tan fácilmente), no podía haber estado en la granja esta mañana—. ¿Qué tren has cogido?

—Me fui anoche. Puedo darte el número de la persona que me ha alojado, si quieres. ¡Alec! —El tono sonó casi confidencial—. ¿No pensarás que yo he tenido algo que ver?

El párroco reconoció:

—Se me ha ocurrido.

—¡Por Dios!

—Lo siento.

—Joder, ya puedes sentirlo. ¿Qué es lo que te pasa?

—Sería preferible que no habláramos ahora.

—Alec, yo no he hecho nada. Sólo me he ido a Londres. Hace un par de semanas no tenías inconveniente en que viniera a segar la hierba del cementerio. Entonces no estabas preocupado por Justine. —Esperó una respuesta—. ¿Por qué lo estás ahora? Yo nunca le haría daño. Tú lo sabes. Yo la quería.

—Me gustaría poder creerlo.

—Estuvimos saliendo seis meses. ¿Por qué crees que era?

—Para tenerme en vilo. Siempre se te ha dado bien.

—¡Vaya! ¡Así que era por ti! No sé por qué, pero no me sorprende.

—Debiste decírselo. Tenías una clara responsabilidad moral y legal.

—Entonces ¿por qué no me denunciaste? ¿Por qué no me denuncias ahora?

Alec se apretó la frente.

—Así no vamos a ninguna parte.

—Claro que no. En realidad, tú no crees en nada de lo que dices creer, ¿verdad?

El párroco no se molestó en responder.

Las voces despertaron a Justine. «Papá y Angela», pensó. Angela debía de haber vuelto. Pero luego descubrió que eran dos voces de hombre y que la otra también le era familiar. Se levantó y miró por la ventana. Entre los árboles distinguió una furgoneta blanca.

Se puso la bata y salió al rellano, pensando que podía no ser Peter. Quizá había confundido la voz, y miles de personas tienen furgonetas blancas. Quienquiera que fuese estaba en la sala con su padre. Se arrodilló en el rellano y miró entre los barrotes: no quería bajar a hablar con nadie ni podía volver a la cama. «Como una niña que espía a las personas mayores», pensó.

Las voces seguían. No captaba las palabras, ni siquiera el tono. En un momento, le pareció que su padre casi gritaba, pero por lo demás era un murmullo grave. Las voces se acercaron, la puerta se abrió y en el suelo del vestíbulo apareció una franja de luz. Retrocedió hacia la pared, furiosa consigo misma por querer esconder las marcas de la cara. Era increíble, se sentía avergonzada, como si ella tuviera la culpa. Avergonzada o vulnerable. Quizá, simplemente, prefería no exponerse a un encuentro con Peter estando herida.

Era Peter, sí. Ahora lo veía.

Cruzaban el vestíbulo, camino de la puerta. Peter estaba elegante y bronceado y llevaba el pelo más largo. En la puerta se volvió.

—Bien, dale recuerdos.

Papá no dijo nada. Estaban frente a frente. Ella pensó que iban a darse la mano, pero entonces Peter se inclinó y le dio un beso. Papá ni devolvió el beso ni retiró la cara. Se quedó quieto y lo encajó, como un golpe. Peter retrocedió sonriendo. Ella conocía aquella expresión, entre divertida y burlona. Estaba seguro de su atractivo.

—Ah, casi se me olvida —dijo—. Felicidades por tu compromiso. Estáis prometidos, ¿verdad?

Papá abrió la puerta y Peter salió a luz de la tarde.

Cuando él se marchó, papá no volvió a la sala sino que apretó la cara contra la puerta apoyando las manos abiertas en la madera, a cada lado de la cabeza. Así se quedó, sin moverse.

—¿Papá?

Él se volvió.

—Ah, ya estás despierta. —Se acercó al pie de la escalera, aparentemente contento de verla levantada. A ella le pareció haber sufrido una alucinación. Su padre no parecía el mismo que un minuto atrás.

—Sí; me encuentro mucho mejor. —Quizá fuera verdad. Se sentía tan confusa por la escena que acababa de presenciar que ni eso sabía.

—Ven a cenar un poco.

En el aparador de la sala había una fuente de bocadillos de pollo, preparados para cuando ella tuviera apetito y bajara. Los comieron delante de la chimenea. A Justine le costaba masticar, porque le dolía la nariz al mover la mandíbula, pero se obligó a terminar por lo menos un bocadillo antes de dejar el plato.

—Era Peter.

—Ah, me ha parecido oír voces. —No quería que él supiera que había visto el beso—. ¿Qué quería?

—Se ha enterado de... del...

—Robo.

—Quería saber cómo estabas. —Esperó una respuesta—. Me ha dado recuerdos.

Podía prescindir de ellos.

—Estaba muy afectado —prosiguió papá—, porque lo que te ha pasado le ha recordado lo que hizo él.

—¿Quieres decir el motivo por el que fue a la cárcel?

—Sí. Estaba robando dinero en una casa y la dueña, una anciana, volvió inesperadamente y...

—¿Él le pegó?

—Peor. La mató.

Hubiera tenido que horrorizarse, pero no se horrorizó.

—Entonces él era muy joven —añadió su padre.

«También lo era el cabrón que me golpeó», pensó ella, y dijo:

—Yo soy joven y no voy por ahí asesinando ancianas.

—No; más joven. Como Adam.

No podía concebirlo.

—Hostia. —No le cabía en la cabeza—. Perdona —dijo un segundo después, comprendiendo que la palabra lo ofendía. Trataba de averiguar lo que sentía, pero sólo percibía un caos. Ni siquiera compasión por la anciana; si había de ser sincera, sólo era rechazo de un horror que no soportaba ni imaginar—. ¿Por qué me lo dices ahora?

—Debí decírtelo antes.

—Sí, supongo.

—Le supliqué que te lo dijera él.

—En lugar de eso, rompió conmigo.

—Y yo me alegré, siento decirlo.

—Sí, y yo también. Después.

—¿Las cosas habrían sido distintas?

—No lo sé. Sería fácil decir que no, ¿verdad? Pero no lo sé. Quizá. —Una pausa—. Aunque eso no responde a mi pregunta. ¿Por qué me lo dices ahora?

—Porque... por lo de hoy. El que te ha hecho eso... —La miró tímidamente—. Ya sé que no tiene sentido, pero... hay relación. No logro desechar unos pensamientos horribles, que no son simples pensamientos, es como tener pesadillas estando despierto. Pero no; no quiero agobiarte.

—Continúa.

—Imagino que lo tengo delante, bien atado, y que...

Inesperadamente, ella empezó a reír en silencio.

—¿Le rompes la nariz?

Él trató de imitarla.

—Más o menos. No creí que dentro de mí pudiera haber tanto odio.

Justine fue a decir algo, se detuvo y probó otra vez.

—Papá, yo lo superaré. No tengo intención de revolcarme en mi desgracia. ¡Y tú tampoco deberías!

—No. Bien, lo intentaré.

Parecía sorprendido. Quizá porque ella demostraba más entereza de la que él le suponía, o quizá porque detectaba cierto resentimiento. Era como si él le hubiera impuesto una obligación. Ella tenía el deber de recuperarse pronto, para que su padre pudiera librarse de sus remordimientos. ¿Era justo plantearlo así? Quizá no. Pero ahora estaba muy cansada para averiguarlo.

—Peter te ha traído rosas. Están ahí fuera. Las he puesto en agua. ¿Te las traigo?

—No; las dejaremos donde están, ¿de acuerdo?

¿Por qué había elegido su padre ese día precisamente para hablarle de Peter? ¿Cuando ya era tarde y de nada podía servir? ¿Tal vez para hacerle centrar la atención en él y en su relación con Peter? ¿Era afán de protagonismo? No obstante, él la quería. No sin esfuerzo, Justine se levantó, fue al sofá y se sentó a su lado. El párroco le rodeó los hombros con el brazo y ella se apretó contra él. No había mal alguno en seguir siendo su pequeña durante unas horas. Por última vez. La vida no tardaría en separarlos.