CAPÍTULO I

«Efeso... se había sumido en el caos y en el derramamiento de sangre, cuando Alejandro intervino y puso fin a las atrocidades del pueblo.»

Quinto Curtio Rufo,

Historia, libro 1, capítulo 4

Os lo aseguro —dijo con firmeza Telamón—, el método funciona.

El resto de médicos sacudió la cabeza en señal de desaprobación. Se encontraban sentados en torno a un mantel en los jardines de la residencia del gobernador persa a las afueras de Efeso: lugar paradisíaco de verdes prados regados donde magníficos pavos reales se paseaban, emitiendo graznidos a su antojo. El jardín estaba dotado de huertos con manzanos, granadas y cerezos, casas de verano y pérgolas cubiertas de parras que ofrecían su sombra. En el lago, cubierto en su centro de brillantes flores de loto, una carpa lustrosa y perezosa salió repentinamente a la superficie de aguas plateadas en su ansia por cazar moscas.

La declaración de Telamón fue acogida por un silencio y miradas de incredulidad. Aquel tipo de debate se había vuelto común entre la comitiva de médicos de Alejandro. Telamón se sintió como si siempre desafiara a la tradición, aunque sospechaba que sus amigos se divertían llevándole la contraria. Perdicles, el cínico ateniense, de rostro anguloso bajo unos finos cabellos negros; Nicias de Corintia, hombre sombrío de ojos hundidos, siempre dispuesta su boca a hacer preguntas; y finalmente Cleón, de cabellos rubios y facciones suaves, al que todos consideraban más un espía de Alejandro que su médico. Casandra, la ayudante de Telamón, permanecía sentada a su lado, pelando cuidadosamente una manzana que había partido previamente en varios gajos.

—Yo también he visto cómo lo hacían —declaró la mujer de ojos verdes, llevándose un gajo a la boca.

Los tres médicos hicieron caso omiso de su comentario.

—He visto tantas fisuras de cráneo como vosotros —afirmó enfadada, desafiando a cada uno de ellos con la mirada.

—Entonces, lo que decís —afirmó Cleón con voz cansina— es que afeitáis la cabeza del paciente y la cubrís con una sustancia espesa que tiñe.

—Exacto —prosiguió Telamón—, pero aseguraos de que no le va a parar a los ojos o a la boca. Normalmente la sustancia resbala por la superficie aplicada y, al igual que sucede con el agua sobre el barro endurecido, se cuela por donde encuentra una fisura y se asienta.

—Entonces lo probaré —acordó Perdicles—, aunque mis pacientes probablemente me demandarán por ello.

—Otro método —intervino Casandra dispuesta a que no la dejaran de lado— consiste en hacer que el paciente muerda algo duro y observar entonces los huesos del cráneo. Si hay fisura, ésta puede verse fácilmente. Pero debéis hacerlo con presteza, pues las lesiones en la parte frontal del cráneo son siempre más peligrosas que las de la parte posterior. Y si el paciente muestra síntomas de fiebre o mareos, significa que el cerebro ha sido dañado.

—¿Y quién lo dice? —se burló Cleón.

—Hipócrates —le contestó Casandra también en tono jocoso.

A Cleón casi se le atraganta el bocado de ganso asado que deglutía en ese instante.

—Puedo citaros el capítulo y el verso —le retó ella.

Cleón movió la cabeza en señal de desaprobación.

—También —continuó Telamón pronunciando con parsimonia cada palabra—, he probado un método ingenioso para curar fracturas debajo de la rodilla. Coged unas cuantas ramas de un árbol corno.

—¿La misma madera de la que están hechas nuestras lanzas? —preguntó Nicias refiriéndose a la lanza de dieciocho pies que llevaba la falange macedonia.

—La misma —admitió Telamón—. Envolved y proteged la pierna del paciente en dos puntos: por encima del tobillo y justo por debajo de la rodilla. Coged a continuación cuatro ramas —explicó abriendo las manos— que sobrepasen ligeramente la distancia entre los dos vendajes y colocadlas alrededor de la pierna, introduciendo las puntas de las ramas por debajo de ambos vendajes para sujetarlas bien.

—¿Y luego qué? —preguntó Perdicles.

Telamón escuchó voces por detrás de unos arbustos.

—Las ramas arqueadas tienden a tensarse hasta enderezarse de nuevo, con lo que mantienen prietos los vendajes hasta el punto que éstos pueden desprenderse.

—¿Y? —preguntó Cleón.

—El peso del cuerpo pasa del tobillo a la rodilla, permitiendo que el hueso roto se coloque en su sitio y se cure adecuadamente.

Los gritos de desaprobación se acallaron de inmediato cuando apareció Aristandro rodeado de sus guardaespaldas. Aquellos fornidos mercenarios celtas de rubias melenas y rostros barbados vestían una variopinta colección de armaduras sobre sus trajes forrados de piel. Resultaba difícil distinguir unos de otros. Aristandro les llamaba sus «adorables muchachos». En secreto Telamón los consideraba un atajo de asesinos, aunque ellos siempre le trataban con mucho afecto, pues el médico curaba sus heridas leves, arañazos y pesados dolores de estómago debido a lo mucho que bebían.

Aristandro se detuvo frente a los médicos y les miró desde arriba. Sobre la túnica azul clara, le caía una capa de mujer ribeteada con cintas doradas y plateadas (robada probablemente de algún armario persa); para colmo se había maquillado exageradamente el rostro.

—Les he enseñado nuevos versos —afirmó—. Estamos representando Hipólito de Eurípides ¡Qué obra más maravillosa! —A Aristandro le complacía enseñar a sus guardaespaldas obras de los grandes dramaturgos. Siempre insistía en que prestasen todos atención a sus palabras, y alababa la erudición de sus «adorables muchachos».

—Los regalos de los enemigos —murmuró Telamón por lo bajo—, no son regalos y no pueden augurar nada bueno.

—¿Qué decís? —preguntó con sorpresa Aristandro.

—Nada —sonrió Telamón—, sólo citaba un verso de Ajax de Sófocles.

—¿Habéis olvidado a Aristóteles? —dijo el nigromante en tono de mofa—, ¿segundo capítulo de los Poéticos?

—Ya sé lo que vais a decir —replicó Telamón—. Según Aristóteles, Sófocles defendía que los hombres podían ser lo que quisieran ser, pero Eurípides se limitaba a aceptarlos tal y como eran.

Aristandro lo miró con desdén y dio media vuelta.

—Bien, caballeros, formad un coro.

Telamón suspiró. Fuese cual fuese la voluntad de los médicos, el influyente consejero real se saldría con la suya. El coro permaneció en fila, sus miembros extendieron las manos y sus rostros adoptaron una expresión solemne.

—«Mi lengua juró a pesar de que mi mente todavía se negaba a comprometerse...»Y hubieran continuado con su canto de no ser por la llegada de un paje, que se acercó veloz como una gacela, cruzando el prado y gritando sus nombres. Telamón se incorporó de inmediato.

—¡El rey! —anunció el paje con la voz entrecortada y deslizándose sobre la hierba hasta detenerse—. ¡El rey desea veros de inmediato!

Aristandro levantó su garra como si se tratase de un ave depredadora.

—Muchacho, ¿a quién desea ver el rey?

—A vos, señor, y también al médico Telamón.

Al cabo del rato, Aristandro y Telamón, con el coro pisándoles los talones, entraron en las estancias reales que se encontraban en la parte trasera del palacio del gobernador. Caminaron sobre un suelo encerado de madera de roble y recorrieron pasillos engalanados con tapices de vivos colores que recubrían las paredes pintadas de blanco. A medio camino los miembros de la guardia del rey les hicieron alto; eran soldados de a pie vestidos con la armadura ceremonial: faldas y petos morados sobre túnicas blancas como la nieve y cascos ornamentados con plumas. Los hombres del rey habían desenvainado las espadas como si esperaran un ataque repentino de los persas. El oficial les reconoció pero insistió en cumplir con el protocolo. A pesar de las vivas protestas de Aristandro, les registró por si acaso llevaban escondida algún arma antes de dejarles continuar.

Alejandro se había alojado en la Cámara del Jacinto, estancia decorada con exquisitez y cuyas ventanas, abiertas de par en par, daban a los jardines reales. Piezas muy delicadas componían el mobiliario: reposapiés acolchados con tejidos preciosos, mesas, sillas y taburetes de maderas muy caras como la acacia, el sicómoro o el terebinto, y con incrustaciones de oro, plata y ónice. Rosas de un rojo sangrante decoraban el techo y jacintos azules las resplandecientes paredes. El suelo de madera había sido encerado. En el centro de la estancia reposaban las aguas en un estanque, tras recorrer un ingenioso entramado de cañerías escondidas. Pétalos de rosa, de empalagosa fragancia, flotaban en su superficie y sobre ellas revoloteaba bullicioso un grupo de avispas que había plagado el palacio. El rey ya se había quejado de su presencia y los miembros de la guardia se habían dedicado a extraer con cuidado los nidos que colgaban bajo los aleros, en las bodegas o en cualquier escondrijo.

Alejandro había transformado todo aquel lugar en su cuartel general: una de las cámaras contiguas le servía de cancillería y la otra, de dormitorio. Yacía desparramado sobre una silla con cierto parecido a un trono y se volvió hacia una de las ventanas para que le diera la brisa. En un taburete, junto a él estaba sentado Hefestión, amigo íntimo de rasgos oscuros y rostro ansioso. Sostenía la mano derecha del monarca, mientras le frotaba suavemente los dedos y musitaba algo por lo bajo. Alejandro parecía ignorar tanto la presencia de Hefestión como la llegada de Aristandro y Telamón. Permanecía hundido en la silla, toqueteándose la túnica verde claro, dando golpecitos con los pies en el suelo y sacudiéndose, de vez en cuando, alguna avispa que revoloteaba a su alrededor.

Hefestión se puso en pie para saludarlos. Su rostro ojeroso revelaba la falta de sueño y, al igual que el rey, iba sin afeitar y con los cabellos alborotados. Trajo dos taburetes para que Aristandro y Telamón pudieran sentarse frente al monarca, que permanecía con la mirada clavada en la ventana y con un dedo en la boca. Del labio le resbalaba un hilillo de saliva por la barbilla hasta ir a parar, sin que se diera cuenta, sobre la túnica.

—¿Estáis bien, señor?

Alejandro pestañeó.

—Señor, ¿estáis bien? —repitió Telamón.

—Será algún espíritu malvado —susurró Aristandro—. El rey está maldito.

—¡Tonterías! —exclamó Telamón inclinándose hacia el soberano y tomándole de la mano. Notó que tenía el pulso irregular y que de sus cabellos rojizos le caían gotas de sudor.

Algunas veces, Alejandro se mostraba como el semidiós de ojos hermosos y rasgos bien marcados que pretendía parecer. Con la barba rasurada, el cabello engrasado y una diadema alrededor de la cabeza, parecía tan fuerte y entusiasta como un atleta en las olimpiadas. Sin embargo ahora tenía aspecto de borracho, Telamón sabía muy bien que ésta era la verdad, con una fuerte resaca tras una noche de poco sueño. Esto a su vez le había provocado muy posiblemente un repentino ataque de pánico, acompañado por un estado de ansiedad agudo, típico de Alejandro cuando se ponía como loco y discutía por todo. El rostro del rey estaba sonrojado, ligeramente hinchado y sus ojos parecían hundírsele en la cara.

Alejandro movió ligeramente la cabeza hacia la derecha, uno de sus gestos preferidos y que ahora incluso imitaban algunos de sus cortesanos.

—¡Soltadme la muñeca, médico!

—Vos lo habéis dicho, señor —respondió Telamón—, soy vuestro médico y vos mi paciente.

Alejandro retiró la mano.

—Anhelo alcanzar la inmortalidad —añadió en tono quejoso.

—¿Y no la anhelamos todos?

La expresión pensativa de Alejandro se mudó en una leve sonrisa. Se reclinó sobre los brazos de su trono improvisado, clavó la mirada en su médico y entonces, echando la cabeza hacia atrás, soltó una sonora risotada.

—¡El sobrio y arisco Telamón, tan práctico como siempre! ¿Dónde está vuestra furcia pelirroja? ¿Ya os habéis acostado con ella? Apuesto a que se le da tan bien la cama como a un pájaro volar.

—Mi ayudante Casandra está afuera en el jardín —replicó Telamón.

—«Lo mejor es no haber nacido —añadió Alejandro citando una frase de Eurípides—. Pero mejor todavía —continuó—, es haber nacido y regresar cuanto antes al lugar de donde procedemos.»

Telamón lanzó entonces una rápida mirada de soslayo a Hefestión, que sacudió la cabeza en señal de desaprobación. Cuando empezaba Alejandro a reflexionar sobre la inmortalidad, sobre todo después de varias copas de vino, su humor se tornaba peligroso.

—¿Por qué me hacéis sentir mal, Telamón? ¿Por qué no me complacéis?

—Tampoco lo hace Hefestión. No me gusta hablar de sexo —replicó Telamón—. Lo que pasa en mi dormitorio es asunto mío y no vuestro.

Alejandro volvió a ladear la cabeza.

—¿Habéis leído recientemente la República de Platón, médico?

—Ya sabéis que no.

—Alguien le preguntó a Sófocles el dramaturgo —insistió Alejandro—, «¿Cómo os va en el amor? ¿Todavía sois capaces de tener sexo con una mujer?» «Callad», contestó el dramaturgo. «Gustosamente he dejado todo eso tras de mí; he escapado de un amo loco y salvaje».

—Le trajeron a una esclava —explicó Hefestión acompañando sus palabras con un mohín.

—¿Y fuisteis impotente? —exclamó bruscamente Telamón.

Alejandro bajó la cabeza y se rió por lo bajo.

—«Sed siempre distinguido y por encima de los demás» —fue la respuesta del monarca citando ahora un fragmento de la I liada.

Telamón retiró hacia atrás su taburete.

—¡Oh, no os pongáis dramático Alejandro! Todo el mundo sabe que la bebida interfiere en la capacidad sexual. Vos lo sabéis, yo lo sé, vuestros soldados lo saben. Hasta los mandriles de la casa real de fieras lo saben.

—Mi señor —intervino Aristandro—. Telamón os atendió esta mañana. Estabais enfermo, ni siquiera os teníais en pie. Temblabais de frío a pesar del calor.

—¡He recibido una carta de mi madre!

Las palabras resonaron como un trueno por toda la habitación. Telamón cerró los ojos y suspiró. ¡Olimpia, la Reina Bruja! Con una sola frase, podía preocupar a su hijo más que una caballería persa al galope.

—Dice que el tesoro está vacío, que ya se ha gastado todo lo que le envié después de la batalla del Gránico. Quiere que vuelva a casa.

—Pero no podéis —intentó calmarle Hefestión—. Tenéis asuntos pendientes, señor, aquí y en Persépolis.

Alejandro se inclinó, apoyando los codos sobre los brazos del trono.

—He bebido demasiado —añadió mirando avergonzado a Telamón—. Lo siento. Me disculpo por lo que os he dicho de Casandra. Le enviaré un regalo. No, no —rectificó elevando la mano—, una flauta de plata, sé que le gustará. También he tenido algunos sueños.

—¿Sobre vuestro padre Filipo?

—¿Quién? —preguntó Alejandro. Su humor volvió a trastocarse bruscamente.

—Vuestro padre Filipo —repitió Telamón.

—¿De veras era mi padre?

—Sabéis que sí.

—Estaba internándose en el anfiteatro de Pella —explicó Alejandro, al tiempo que se humedecía los labios—, las sombras le envolvían, el asesino se le acercaba sigilosamente. Vi el filo del cuchillo resplandeciendo en su puño. Filipo cayó de rodillas, sus ojos me suplicaban que le dejara vivir mientras de su boca la sangre le salía a borbotones.

—Olimpia ha vuelto a mencionar a Filipo, ¿no es cierto? —aventuró Telamón inclinándose hacia el rey y cogiéndole la mano—. Volvió a insinuar, como siempre, que en realidad no sois hijo de Filipo sino de un dios. Que Artemisa abandonó su templo en Efeso y que asistió a vuestro nacimiento. No son más que sueños, señor, vapor en el aire. Si bebéis agua fresca, coméis algo caliente, paseáis un rato y oléis las flores, os sentiréis mil veces mejor.

El rey se puso repentinamente en pie, se abrió paso entre ellos y se dirigió a su dormitorio. Telamón miró a Hefestión, que alzaba la vista al cielo y se encogía de hombros.

—Bebió demasiado —susurró el amigo del rey—, tres cuartos de vino y sólo uno de agua. Se quedó dormido en el sofá. Yo mismo tuve que llevarlo a la cama. Y el resto ya lo sabéis. Lo siento por la larga espera. ¿Hay algo más?

—Sí, tenemos más noticias —replicó Telamón—, sobre el Templo de Hércules.

Hefestión asintió con la cabeza. Telamón recordó la macabra escena que habían presenciado en el templo: la oscuridad tenebrosa rasgada por los débiles rayos de luz, aquellos cadáveres, abatidos, atacados y desparramados por el suelo. Los restos ennegrecidos debajo de la estatua, aquel extraño olor, la confusión y la consternación de Calístenes que le informó detalladamente de lo que había encontrado, totalmente sobrecogido sin entender cómo había podido suceder aquella carnicería. Las noticias pronto se extendieron por toda la ciudad. Y Alejandro, cuando se enteró de lo sucedido, sufrió un ataque ira que le hizo empinar el codo más de la cuenta la noche anterior.

—También se ha enterado —explicó Hefestión volviéndose sobre sus hombros y bajando la voz hasta reducirla a un susurro— de la muerte de uno de los compañeros de su padre. ¿Os acordáis de Leónidas?

—¡Leónidas! —exclamó Telamón—, ¡uno de los viejos compañeros de bebida de Cleito! Cada vez que abría la boca era para soltar una maldición.

—Un bravo guerrero —subrayó Hefestión, pero se calló al escuchar un ruido de pasos en el exterior.

—¡Oh, no os preocupéis! —le tranquilizó Aristandro—, es mi coro. No acostumbran a permanecer esperando y probablemente se han presentado ante la guardia real.

—Y tanto si les gusta como si no —apuntó con una sonrisa Telamón—, estarán recitándoles todos los versos que han aprendido de Eurípides.

Dos avispas, revoloteando como las Furias, se acercaron para cernerse sobre una mancha de vino que había en suelo. Hefestión las mató de un pisotón.

—¡Malditas avispas! —exclamó—, tienen nidos por todo el palacio, en las bodegas, en los desvanes...

—Deberíamos buscar todos sus nidos —sugirió Aristandro apartándose con la mano otra avispa que rondaba alrededor de su cabeza.

—Vuestro perfume las atrae —apuntó entre risas Telamón—, les gusta...

Alejandro apareció en el umbral de la puerta. Se había cambiado la túnica, lavado la cara y mojado el pelo. Dio una palmada y se acercó.

—Ya basta de autocompasión —resolvió al sentarse de nuevo en el trono—. Ha sido una de mis rabietas. Hefestión, ¿está Efeso bajo control?

—Los ciudadanos os adoran, señor.

—¡Ya, como adoran los huevos de Darío! —espetó Alejandro—. Al menos se han terminado las masacres, ¿no?

—Ya no hay más matanzas, señor. Se ha proclamado vuestra orden. Castigaremos con la pena de muerte cualquier disturbio, siguiendo la ley marcial. Se han abierto los mercados, las calles están limpias y en orden, todo el mundo ha recuperado su actividad.

—¿Y mis muchachos? —se interesó Alejandro frotándose la cara—. ¿Y mis chicos de oro, mis soldados?

—Acampan en la ciudad, donde los oficiales tienen sus cuarteles; el resto se encuentra al otro lado de las murallas. Viven a cuerpo de rey, llenándose el estómago de leche, miel, carne y cerveza.

—Y vino —añadió Alejandro con acritud guiñándole un ojo a Telamón—. Bien.

Se acomodó en la silla, balanceándose suavemente. Telamón le observó con curiosidad. El humor de Alejandro podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos, pasar de la autocompasión a la arrogancia, volviendo a ser el sabio general y astuto político de siempre. A veces resultaba mezquino, petulante y malhablado. Sin embargo, si estaba de buen humor, era capaz de dejar aquel palacio en manos de una pobre viuda. Telamón sólo esperaba que el rey no sufriera uno de sus repentinos cambios de humor.

—Descansaremos aquí —concluyó mientras entrecerraba sus ojos de diferentes colores—. Descansaremos aquí —repitió—, y luego atacaremos el sureste en dirección a Mileto. ¿A qué tipo de dificultades deberemos hacer frente, Hefestión?

Alejandro había decidido aleccionarles con su estrategia.

—Es un puerto —replicó su amigo—, es un buen puerto.

—¿Y?

—Está fortificado por uno de nuestros viejos enemigos, Memnón de Rodas. Podrían recibir ayuda por el mar de las flotas persas —concluyó Hefestión.

—¿Y cómo nos haremos con el puerto?

Hefestión le devolvió la mirada sin saber qué decir.

—Bueno —suspiró Alejandro—, antes de proseguir la marcha, Efeso debe estar en orden. Ahora Telamón, contadme lo del Templo de Hércules. Ya sabéis que era mi antepasado. Mi madre...

—Ya sé lo qué vuestra madre dice —replicó Telamón—, pero lo más importante, señor, es lo que vos pensáis. Jurasteis por lo más sagrado que los hombres que se refugiaran en él no sufrirían daño alguno, que no les tocarían ni un pelo de la cabeza.

Los ojos de Alejandro se le encendieron llenos de rabia.

—Ya sé lo que dije —replicó con rotundidad—. Ahora los efesios dudarán de mi palabra. Quiero saber qué es lo que pasó exactamente.

—Dicen que un centauro entró en el templo —intervino Aristandro—. Ya sabéis, esa criatura mitad hombre, mitad caballo, el viejo enemigo de Hércules. Pisoteó a aquellos hombres hasta matarlos, arañó con su pezuña la mejilla de uno de ellos y quemó al desafortunado con el fuego que escupía por las fauces.

Alejandro miró solemnemente a su Señor de los Secretos.

—¿Sabíais que Artemisa era mi madre? —preguntó Telamón— ¿Y que me dio el pecho?

El rey empezó a reír y a continuación se le unió Hefestión mientras Aristandro permanecía sentado con aire remilgado.

—¿Qué estáis diciendo, Telamón?

—Os digo que si un centauro entró en el templo y cometió aquellos atroces asesinatos, entonces Artemisa es mi madre.

—Ya sé quién fue vuestra madre —añadió Aristandro con irritación.

Sin pretenderlo, sus palabras tan sólo lograron avivar todavía más las risas. Alejandro levantó su mano.

—Médico, contadme vuestra historia. Y vos, Aristandro, por el momento, por favor —dijo desviando la vista hacia su nigromante—, mantened la boca cerrada.

—Hace dos semanas —empezó Telamón, haciendo caso omiso del gesto desdeñoso de Aristandro—, varias tropas macedonias entraron en Efeso y entonces empezó el derramamiento de sangre. Y vos, mi señor, permitisteis que continuara.

—¡No tenía otra opción! —espetó Alejandro.

—Teníais tantas como hubieseis querido, pero elegisteis consentir que los demócratas calmasen su sed de venganza. Se llevaron a cabo las ejecuciones y las masacres, empezaron los botines y el pillaje. Bien, hace una semana pusisteis fin a todo esto. Sin embargo, algunos líderes de la oligarquía recién derrocada, entre los que se encontraba Demades y su criado Sócrates, se refugiaron en el Templo de Hércules.

—¿Y por qué eligieron precisamente ese lugar? —preguntó Hefestión.

—Porque es un templo que su partido frecuenta. Es una especie de lugar sagrado, una capilla, bastante común por aquí —explicó Telamón—. Algunos ciudadanos son devotos de Artemisa, otros de Poseidón o de Apolo.

—No creeréis en los dioses, ¿verdad? —tanteó Alejandro.

—No estoy tan seguro de su existencia, señor. Y aunque creyera, me costaría aceptar que ellos creen en nosotros. En fin, los templos eran lugar seguro; nadie desea despertar la furia de los dioses. Sin embargo, el Templo de Hércules era diferente. Su sacerdote fue asesinado a los pies del templo; sus ayudantes y asistentes recibieron una buena paliza y salieron huyendo —Telamón levantó una mano para evitar preguntas—. No sabemos por qué, pero sospecho que pensaban que el sacerdote era miembro de los oligarcas y que había participado en sus consejos y deliberaciones; por eso le castigaron. Sin embargo, Demades y sus seguidores sabían que una vez en el templo, estarían a salvo.

—¿Cómo escaparon a la masacre? —preguntó Aristandro.

—Lo desconozco. Probablemente se escondieron en sus casas o en el campo. Una vez terminó la masacre, se reunieron en la mansión de Demades y, escoltados por las tropas macedonias, se dirigieron al templo para refugiarse en su interior. Llevaron consigo lo imprescindible y nos enviaron un mensaje en el que decían temer por su vida y por su seguridad. Afirmaron que se refugiarían en el templo hasta lograr la protección de nuestro rey.

—Entonces —declaró Alejandro—, la ciudad era un lugar seguro. El resto de oligarcas salieron de sus escondrijos: hombres poderosos, mercaderes, oficiales de la ciudad, algunos sacerdotes... Necesitaba su ayuda tanto como ellos la mía. Y clamaron respeto para Demades y su partido. Continuad, Telamón.

—Estuvieron en el templo unos siete días. No portaban armas, de acuerdo con el ritual, y recibieron únicamente comida, bebida y algunas mudas.

—¿Y como se las apañaban para hacer de cuerpo? —preguntó Hefestión.

—Yo también mencioné eso —sonrió Telamón—. Afirmaban tener buenos intestinos y buenas vejigas. Durante el día se hacían escoltar hasta el retrete más próximo; y eso era lo último que hacían antes de que se sellaran las puertas del templo por la noche.

—Y las sellaban bien —confirmó Alejandro—. Hay una puerta exterior y otra interior. La entrada trasera tiene cerrojos por dentro y no se ha abierto desde hace meses —miró a Telamón.

—Señor, estáis en lo cierto. Las ventanas son altas y estrechas. Yo mismo he registrado el lugar: no hay entradas secretas ni tampoco pasadizos. El templo es un edificio antiguo de estructura sencilla e indudable solidez; tal vez por ese motivo lo eligió Demades. El techo está construido con vigas de mucho peso —Telamón se acompañó con un gesto de manos para describirlo— que se apoyan sobre robustas columnas. Los pasillos laterales están desnudos. Y al fondo de todo se alza una majestuosa estatua de Hércules.

—¿Y la reliquia? —inquirió con impaciencia Alejandro.

—Oh, sí, la reliquia. He visitado templos similares por toda Lidia y Grecia que albergaban objetos sagrados. En este caso se trataba de una vasija de plata que se supone contenía una sencilla jarra de barro en la que había parte del veneno que mató a Hércules.

—¡La sangre de Hidra! —los ojos de Alejandro centelleaban como los de un niño—. ¡Siempre quise verla! Recuerdo a mi madre contándome la historia. Cómo Neso el Centauro se la dio a la amante de Hércules. Si hubiera...

—No sabemos lo que contenía —interrumpió amablemente Telamón—, pero la vasija de plata estaba colocada sobre un plinto con una base de hormigón. Un receso en la parte superior del plinto la protegía. Estaba rodeada por un hoyo circular de dos metros de ancho y relleno de brasas encendidas que desprendían un calor bastante intenso.

—De modo que nadie podía cruzarlo —murmuró por lo bajo Hefestión.

—No, y así es como la vasija salvaguardaba su secreto. El conocimiento de lo que albergaba en su interior se iba transmitiendo de sacerdote en sacerdote hasta que el último murió de modo repentino. En consecuencia, resulta imposible determinar por el momento qué es lo que contenía la vasija.

—¿Pero cómo podían cruzar el foso los sacerdotes? —preguntó Aristandro.

—Según parece, cuando se nombraba a un nuevo sacerdote —explicó Telamón— dejaban morir el fuego, que se enfriaran las brasas, y limpiaban el foso —compuso un mohín—. Entonces, el sacerdote lo cruzaba, cogía la vasija y, en la santidad del templo, se le permitía inspeccionar su contenido.

—¿Y los asesinatos? —preguntó Alejandro.

—El templo estaba rodeado por los soldados —continuó Telamón eligiendo sus palabras con cuidado—. Confió en Calístenes. No hay razón para que ningún macedonio quiera inmiscuirse en la política de la ciudad.

—Estoy de acuerdo, estoy de acuerdo —afirmó Alejandro con la mirada perdida, como si todavía se preguntara sobre el contenido de la vasija de plata.

—Anteayer por la noche —siguió Telamón propinando unos golpecitos en el brazo de Aristandro—, los dos fuimos al templo, siguiendo vuestras órdenes. Nos reunimos con Demades y el resto. Les repetimos una y otra vez con solemnidad que se encontraban a salvo. Les explicamos que regresaríamos a la mañana siguiente en compañía de líderes demócratas. Meleager, que había insistido tanto en que Demades abandonara el templo y retomara su posición en la vida pública, también estaría presente.

—A mí me parecieron todos bien fuertes y sanos —interrumpió Aristandro—. Sólo se quejaban porque echaban de menos a sus familias y les apetecía darse un baño y cambiarse de ropa.

—¿Y creyeron vuestras palabras de sosiego? —preguntó Alejandro.

—¡Oh, sí! Dijeron que abandonarían el templo por la mañana, siempre y cuando nosotros regresáramos —explicó Aristandro—. En las noches anteriores el capitán de la guardia había cerrado con llave el templo y él mismo la guardaba. Demades nos preguntó si queríamos llevarnos la llave. Yo accedí y les pregunté si deseaban algo más. Me contestaron que su libertad.

—¿Y todos se comportaron del mismo modo? —preguntó Hefestión— ¿Ninguno se mostró huraño o reservado?

—No.

Telamón se humedeció los labios. Tenía la boca y la garganta secas; recordó los refrescantes zumos de fruta que él y Casandra habían tomado en el jardín. Sin embargo, como era habitual cuando el rey estaba absorbido por alguna preocupación, se olvidaba de todo lo demás, incluso de la comida y la bebida.

—Todos deseaban salir, sobre todo Sócrates, el criado de Demades. Decía que el templo estaba encantado, invadido por sombras cambiantes.

—¿Y dijo por qué?

Telamón negó con la cabeza.

—Demades le regañó, dijo que era demasiado supersticioso. Además —añadió Telamón levantando una mano—, uno de los guardias de Calístenes, armado hasta los dientes, también se encontraba en el templo, como las dos noches anteriores. Demades apreció aquel gesto. Decía que confiaba en la palabra de un macedonio pero no en la de Agis y el resto de demócratas.

—Las puertas del templo eran seguras —explicó Aristandro—. Yo mismo las cerré con llave, tanto la de fuera como la de dentro. Quedaron completamente cerradas.

—¿Y a la mañana siguiente? —preguntó Alejandro.

—Había ocho hombres en aquel templo —afirmó Telamón—. Estaba protegido y bien defendido. Aparte del soldado, nadie más llevaba armas. Además les trajeron pan y queso para comer y algo de vino para beber.

—¿Es posible que camuflaran algo entre los víveres? —preguntó Alejandro reclinándose sobre las rodillas y arrugando el entrecejo en un gesto de concentración.

—Es posible —admitió Telamón—, pero debió de ser algo insignificante e inofensivo, pues los guardias habrían detectado cualquier otra cosa que se saliera de lo normal y la habrían retirado.

—¿Armas? —preguntó Alejandro.

—Tal vez una pequeña daga pero, según Calístenes, no vieron nada, ni él ni tampoco sus hombres.

—¿Y recibían visitas?

—Algunos miembros de las familias oligarcas les habían visitado, pero eran registrados antes de entrar. Y no encontraron nada sospechoso. Calístenes probó los restos de vino y comida, pero tampoco estaban envenenados. De hecho, dijo que el vino era muy bueno, y compartió lo que había quedado con sus hombres. No encontraron armas excepto las del soldado. No había señales de forcejeo y sin embargo ocho hombres fueron asesinados —Telamón hizo una pausa—. Calístenes registró el templo en primer lugar, como testigo objetivo. Cuando terminó, Aristandro y yo hicimos otro tanto. Estudiamos a cada una de las ocho víctimas. Algunas fueron golpeadas hasta la muerte —Telamón se sirvió de las manos para explicarse—. La mayoría había recibido un certero golpe en la sien y otro en la frente, y quedaron con el cráneo partido y el rostro desfigurado.

—¿Se trató de un golpe muy fuerte? —preguntó Alejandro.

—Sí, muy fuerte. Seis hombres murieron de esa manera. Yacían en charcos de sangre, fría y congelada, de modo que las muertes debieron tener lugar algunas horas antes, yo diría que poco después de medianoche. A la séptima víctima la quemaron hasta dejarla irreconocible. No sé cómo murió. He examinado el cráneo, tal vez también le golpearon en la sien. El porqué y el cómo la quemaron siguen siendo un misterio.

—¿Y las marcas de los golpes eran las mismas en cada una de las víctimas?

—En mi opinión, sí. Les golpearon con una porra muy pesada.

—Yo no estoy de acuerdo en ese punto —intervino Aristandro—. Nunca he visto una porra con la forma del casco de un caballo.

—¿Es eso cierto? —preguntó Alejandro— ¿Mostraban indicios esas víctimas de haber sido asesinadas por el casco de un caballo de guerra?

Telamón fijó la mirada más allá del rey, en uno de los cuadros de la pared: representaba a una hermosa muchacha ataviada con finos ropajes, la sandalia saliéndosele del pie mientras bailaba, y con un jacinto en cada mano; tenía el rostro alargado, ojos como endrinas y unos labios rojos y carnosos. A Telamón, el corazón le dio un vuelco —en algunas cosas le recordaba a Anuala, la chica del templo, la mujer a la que había amado tan apasionadamente y perdió de forma terrible en la Tebas de Egipto. ¿Qué pensaría ella de todo esto?

—Médico, os he hecho una pregunta —Alejandro chasqueó, irritado, la lengua.

—Según las pruebas, sí —admitió Telamón—, parece como si el casco de un caballo les hubiera aplastado parte de la cabeza y de la cara.

—Pero no hay caballos en el templo —se mofó Aristandro.

—La octava víctima —Telamón prefirió pasar por alto aquella interrupción— resulta un caso mucho más curioso. Descubrimos arañazos en su mejilla y brazo izquierdo. Las marcas eran muy parecidas a las zarpas de un gato.

—Pero tampoco hay gatos en el templo —volvió a interrumpir Aristandro con tono jocoso.

—No creo que estos arañazos le mataran —continuó Telamón como si tal cosa—. Fue envenenado.

—¿Qué? —preguntó Alejandro dando un respingo sobre su asiento y ladeando ligeramente la cabeza—, pero dijisteis que el pan y el vino estaban intactos.

—Si fue envenenado, el veneno debía de encontrarse seguramente en la zarpa —declaró Telamón—. No hay duda de que fue envenenado; el cómo, no lo sé. Sin embargo, la rigidez de sus músculos, en especial de la cara, la opresión de la mandíbula, el color de la lengua, el estómago duro e hinchado, la saliva blanca como la leche manando de sus labios... Todo esto indica que fue envenenado, ya sea por una serpiente, un pez de mar o el extracto de alguna planta o mineral.

—¡Hablaremos de este tema más tarde!

Todas las señales de resaca y de pánico habían desaparecido del rostro de Alejandro. A Telamón le recordó al joven muchacho con el que había ido a la escuela en la academia de Aristóteles en la Arboleda de Mieza. Cualquier problema intrigaba a Alejandro, le gustaba estudiarlo pacientemente, como un gato lo haría con un ratón.

—¿Pudo este hombre ser el asesino? —preguntó el rey—. ¿Pudo haber matado al resto y luego envenenarse?

—Es posible —admitió Telamón—, pero esta solución crea tantos problemas como los que resuelve. Primero, ¿por qué?, segundo, ¿cómo un criado pudo matar a ocho hombres fuertes?, tercero, ¿qué arma utilizó?, cuarto ¿qué le arañó? y quinto, ¿por qué se tomaría el veneno?

El rey permaneció en silencio.

—Hay otras cuestiones. El criado de Demades se llamaba Sócrates, ¿verdad?

Aristandro asintió.

—¿Cómo quemó Sócrates a una de las víctimas? ¿Cómo mató al resto? ¿Dónde estaba su arma? ¿Cómo cruzó las brasas y se llevó la vasija de plata? ¿Qué se llevó? No encontramos nada en el templo. Y finalmente —suspiró Telamón—, si Sócrates hubiera sido el asesino, ¿cómo lo explicaría si entraban los guardias?

Sus preguntas fueron acogidas con miradas de sorpresa y encogimientos de hombros.

—Seguimos con el mismo problema si lo aplicamos a cualquier otra de las víctimas —continuó Telamón lentamente—. No creo que el hombre que murió carbonizado matara a todo el mundo y luego se prendiera fuego a sí mismo.

—Cada vez resulta todo esto más ridículo —declaró Alejandro poniéndose en pie, estirando sus músculos hasta hacerlos crujir—. ¿Y si trabajamos con la hipótesis de que alguien entró en el templo?

—Una hazaña imposible —replicó Aristandro—. Nadie se ocultaba allí. Rebuscamos hasta el último rincón del templo.

—Entonces, ¿quién los mató? —preguntó el monarca—, ¿cómo y por qué? ¿Dónde están las armas? ¿Dónde está el veneno? ¿Cómo cruzó el asesino las brasas de carbón encendido? —se sentó y dedicó una mirada cortante a Telamón—. Estoy repitiendo vuestras preguntas. Veamos, ¿no había señales de disturbios? ¿Ninguna señal de forcejeo? ¿Nada anormal? ¿Estáis seguro de que el vino y la comida estaban intactos?

—Seguro.

—¡Preguntas, preguntas! —exclamó el rey chasqueando los labios—. ¿Seguro que no observasteis nada extraño? —se llevó la mano a la cara y a través de sus dedos escudriñó a Telamón.

—Uno de los guardias dijo que, durante la noche, mientras estaba patrullando, olió a quemado, pero pudo muy bien ser una ilusión. Incluso aunque fuera verdad, han habido incendios por todo Efeso, cuerpos carbonizados por todas partes.

—¿Algo más?

—Otro de los guardias dijo que olió a caballos, como en un establo.

—Volvemos entonces al asunto de los centauros —intervino Aristandro pavoneándose—. Y ya conocéis la leyenda, señor, mitad hombres, mitad caballos. El Centauro tiene cascos y garras en las pezuñas. Podría haber provocado un fuego mágico y, además, el veneno corre por su sangre. Estaba rodeado de avispas venenosas.

—¿Y puede también atravesar la piedra y la mampostería? —preguntó Telamón en tono de burla.

—Tal vez —contestó el nigromante jugando con el anillo de uno de sus huesudos dedos—. Pero todo apunta hacia los Centauros. Podéis no estar de acuerdo, Telamón, pero esos asesinatos pudieron ser obra de un mago, de un brujo.

—¿Como vos?

—Basta ya —cortó el rey—. Ocho hombres han muerto —susurró—, se ha cruzado un lecho de carbón encendido, se han llevado la vasija, la reliquia. Y lo más importante, mis mensajes de paz se han convertido en nada, en paja que se lleva el viento. ¿Examinasteis el techo?

—Calístenes envió a los ingenieros —replicó Telamón—. No han encontrado ninguna abertura, ningún hueco; es tan sólido y robusto como el resto del edificio.

Alejandro agarró la muñeca de Telamón mientras le miraba con frialdad y dureza.

—Esto es Efeso, Telamón, la ciudad de la luz y de la oscuridad, de la vida y de la muerte, de la sangre y del brillo del sol. Alberga el sepulcro de Artemisa. Se han reído de mí, y cosas mucho peores, pero ya hablaremos de ello más tarde. Creo que voy a odiar el nombre del Centauro. Nadie pone en ridículo a Alejandro de Macedonia. Pronto partiré hacia Mileto, pero antes deseo que la paz reine en Efeso. No quiero que el agua de la olla hierva demasiado y estropee el resto. Os enorgullecéis de ser médico, un hombre que estudia los síntomas y las señales, descubrid entonces qué es lo que pasa aquí, quién me está haciendo quedar en ridículo, quién se atreve a burlar mi palabra. ¡Encontradlo, a él, a ellos, a ella, a quién sea! —luego soltó la muñeca de Telamón.

El médico se tocó el brazo dolorido. Alejandro hizo un mohín.

—Lo siento, pero en este caso, médico, curaos vos mismo.

—No sabemos quién, cómo ni porqué se cometieron esos asesinatos —replicó Telamón—. Los demócratas podrían haber querido ajustar definitivamente las cuentas con los oligarcas, ¿pero hasta qué punto? Ya han tenido su revancha y ahora están en el poder. Tal vez podría ser obra de un aquelarre de asesinos y espías persas. Pero, ¿por qué rebelarse contra sus colaboradores más directos? Quizá se trata de alguna ofensa o rencor personal —Telamón se encogió de hombros—. Sé muy poco, excepto que esos asesinatos son obra de un hombre y no de una bestia mitológica.

—En ese caso —se ofendió Aristandro—, el Centauro no es un personaje mitológico.

—¡Oh, no empecéis otra vez! —gruñó Telamón.

—He visto hombres asesinados por obra de magia —Aristandro no pudo evitar su tono de burla—, pero los centauros son más que bestias mitológicas por lo que a Efeso se refiere. Eran un grupo de asesinos profesionales.

—Sí, eso he oído —admitió Telamón.

—Sin embargo —afirmo Aristandro ahora divirtiéndose—, sabemos que los persas tenían aquí un espía —cruzó las piernas y se alisó la túnica como si fuera una mujer—, un espía muy valioso que le contó a Mitra todo cuanto sucedía en esta ciudad.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Telamón—, ¿por qué no me lo habíais dicho antes?

—No nos conocíamos hasta ayer por la tarde —se jactó Aristandro—. El gobernador persa y sus tropas huyeron; mientras entrábamos por una puerta ellos salieron por la otra. Sin embargo, su escriba más importante, Rabinos, no supo reaccionar a tiempo. Decidió ocultarse en la casa de una cortesana. Desgraciadamente para él, uno de nuestros oficiales visitó su nido de amor. Rabinos fue descubierto. Intentó huir pero fue traicionado, capturado y ahora se encuentra en las mazmorras de palacio.

—Rabinos está muy asustado —añadió Alejandro—. Lo siento por él. Está metido en un grave problema. No quiere morir, ni siquiera quiere que le pregunten. Lo único que quiere es que le prometan que estará libre, a salvo, y que nadie le hará daño.

—Vamos a interrogarle —replicó Aristandro—, yo y vos, Telamón, los ojos y los oídos del rey. Sin embargo, Rabinos ya ha hablado y ha mencionado al Centauro.

—¿Sabe algo de los asesinatos en el Templo de Hércules?

Aristandro sacudió la cabeza.

—No, no sabe nada y yo, por una vez, le creo —el nigromante se puso en pie y se acercó a un reloj de agua que había al fondo de la sala—. Agis y compañía vendrán pronto para contestar a varias preguntas —dio un paso atrás haciendo aspavientos, se sentó y miró al rey.

—Y hay algo más, ¿no es así, señor? —adivinó Telamón.

Alejandro se volvió y chasqueó los dedos. Hefestión trajo su capa. El rey se la pasó por encima de los hombros y se abrochó la hebilla.

—Sí, hay algo más Telamón. Quiero enseñaros un cadáver.