CAPÍTULO X

«Alejandro, sin embargo, consciente de que el pueblo efesiano, ante la menor oportunidad de dar caza a los culpables... lleno de odio, daría también muerte a inocentes... detuvo la situación.»

Arriano, La Campaña de Alejandro,

libro 1, capítulo 2

Telamón esperó en la sala principal mientras Alejandro se dirigía pasillo abajo hacia sus aposentos privados. Afuera podía oír el ruido de los pasos en marcha, el golpear de los címbalos y las notas líquidas de las flautas, mientras los músicos y bailarines ensayaban para el banquete de la noche. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Hefestión se encontraba de pie detrás de una higuera contemplando los aposentos reales; cuando se dio cuenta de que Telamón le había visto, se ocultó todavía más entre las sombras.

—Siempre vigilando —murmuró Telamón.

Hefestión, el amigo larguirucho de Alejandro, como lo fuera Patroclo de Aquiles, vigilaba a su señor del modo en que lo haría una madre con su hijo, especialmente después de que cobraran fuerza los rumores sobre asesinos. Telamón caminó por la estancia y casi se tropieza con un arco hecho de cuerno y una aljaba de flechas que se habían caído de un hueco de la pared. Los recogió, los puso en su sitio y volvió al mapa. Allí arrodillado, se quedó mirando el puerto de Mileto, el río Maeander que desembocaba en el golfo de Micale y la isleta de Lade. Estudió el mapa, lo resiguió con los dedos. Desde el dormitorio se escuchó el canto de Alejandro, un himno de batalla macedonio al dios de la guerra Enyalios. Telamón se hizo con un trozo de pergamino y una pluma. Realizó el esbozo de un mapa de Mileto y de los alrededores. Dio un respingo cuando Alejandro, sigiloso como un gato, le tocó en el hombro.

—Tiene un gran parecido —afirmó el rey—. ¿Qué sugerís, general?

—Médico —rectificó Telamón sin apartar la vista del mapa— La flota persa está de camino. Cuentan con cientos de trirremes, barcos de guerra y una horda de soldados —Telamón recordó sus viajes por mar alrededor de islas en medio de violentas tormentas, mareos y enfermedades—. Y nosotros contamos con ciento sesenta barcos de guerra, ¿no es cierto?

—Eso es. He ordenado a mi almirante que tome posiciones en la isla de Lade, que no se enfrente a los persas sino que selle la entrada en el Puerto. Pronto estará en posición — anunció Alejandro con voz cortante. Telamón sospechó que el rey no le estaba contando todo.

—¿Y no intentarán los persas abrirse paso por la fuerza? —preguntó el médico.

—No, no, es demasiado peligroso.

—¿Y el golfo de Micale?, es una cadena de montañas que rodea la costa.

—Es muy montañoso, excepto el estuario de Maeander —Alejandro dio unas palmaditas con su dedo achaparrado sobre el mapa que Telamón acababa de improvisar.

—¿No resulta curioso? —murmuró éste—. En Cartago conocí a un médico, un fenicio. Defendía esa extraña teoría médica según la cual el corazón bombea sangre mientras el cerebro envía mensajes a diferentes partes del cuerpo: no lo podía demostrar pero era un gran orador. Solíamos bajar a los acantilados desde los que se divisaba el mar y nos sentábamos allí; contemplábamos el cielo y el agua de Cartago, sobre todo la salida y la puesta de sol, de un tono violeta muy intenso, inolvidable.

—Sí, he oído hablar de ello —comentó Alejandro.

—Bien —continuó Telamón—, en una ocasión, vimos cómo dos barcos de guerra fenicios traían a remolque un barco de mercaderes que encontraron hundiéndose en el mar. La tripulación había muerto de sed y de hambre. Debieron de perderse o sufrir las consecuencias del tiempo. En fin, majestad, lo que os quería decir —prosiguió— es que podéis sitiar una ciudad, pero ¿qué me decís de cien barcos?

Alejandro echó a un lado a su médico y contempló el mapa. Se arrodilló, con los puños apretados, como un apostador esperando la última tirada de dados que le podría conceder la victoria.

—¡Telamón! ¡Vos y vuestras historias! ¡Vos y vuestras historias!

Con la cara sonrojada por la emoción, Alejandro se puso en pie. Se escuchó acto seguido cómo alguien llamaba a la puerta y Aristandro se coló en la sala como una sombra.

—Justo cuando estoy contento —exclamó Alejandro—. ¿No habréis traído más cartas de mi madre?

Aristandro miró malintencionadamente a Telamón; siempre le había molestado la confianza que el rey depositaba en el médico.

—He estado muy ocupado con vuestros asuntos, majestad, haciéndoos un hombre rico. Hay determinadas propiedades que ahora serán vuestras.

—¿De qué estáis hablando? —le preguntó Alejandro enojado, recogiéndose el manto.

—De la propiedad confiscada a Hesíodo, Arela y al resto —explicó Aristandro—. Y lo más sorprendente de todo es que el criado de Demades, Sócrates, murió siendo un hombre muy muy rico. He seguido la pista de sus depósitos de oro y plata hasta los mercantes cerca de la Puerta del Pavo Real. En los últimos años reunió una pequeña fortuna.

—Su amo, Demades, era también un hombre muy rico —replicó el monarca—. Su criado debió de compartir con él su prosperidad. Me alegro por la riqueza más que por la noticia. ¿Eso es todo?

Aristandro, cariacontecido, dio un paso atrás.

—¡Bien! —dijo Alejandro—. No es momento de enfados, Aristandro, nos acompañaréis, vamos a pasar.

El rey casi salió a embestidas por la puerta. Afuera, miembros del regimiento de los Guardas estaban mezclados con los del coro. Alejandro se abrió camino dando palmadas. Aristandro levantó la vista al cielo y tendió una mano a Telamón como lo haría una mujer con su marido.

—¿Caminamos juntos, Telamón?

El médico no le hizo caso incluso cuando Alejandro, al darse cuenta de que no le habían seguido, regresó echó una furia.

—¡Vamos, vamos!

Ambos se apresuraron a obedecer. Afuera, los compañeros reales, Hefestión, Ptomoleo y Amintas, conversaban con Agis y Apeles. El pintor se había cambiado e intentaba limpiarse la pintura de las manos y de la cara. Alejandro les interrumpió. Pasó sus brazos entre los de Apeles y Agis como si fueran grandes amigos.

—Imita a su padre —susurró Aristandro—, Filipo siempre tenía el detalle de escoltar a casa a sus honorables huéspedes.

—¡Lo he oído! —gritó Alejandro—. ¡Ahora, vamos!

Ptolomeo, caminando tras Telamón, imitó al rey al tomar a Seleuco y a Amintas también por el brazo. Pasaron por el jardín del gobernador.

—Quiero enseñaros algo —anunció Alejandro.

Cruzaron el prado hacia un pabellón situado en el jardín, una estancia pequeña de columnas decorada con manojos de uvas negras, hojas verdes y tallos rojos. Alrededor del techo habían pintado con acuarela una guirnalda de pétalos azules y blancos. Las alargadas columnas eran alternativamente de color rojo y azul, el marco de la puerta, blanco, pero resaltado en azul, y el suelo era de madera encerada.

—Me gusta —exclamó Alejandro contemplando el edificio—. Apeles, haced un dibujo y enviádselo a mi madre —y sin esperar respuesta avanzó por el camino que llevaba a la puerta principal.

»No tenéis muy buen aspecto, Apeles —afirmó Alejandro en voz alta para que todos lo oyeran—. Esos arañazos en la cara y en las manos... Sois demasiado torpe con el cuchillo. Telamón os aconsejará que siempre os limpiéis las heridas con una mezcla de mirra. ¿Por qué os aguantáis el estómago? ¿Tenéis problemas con la vejiga?

El pobre Apeles tartamudeó algo como respuesta. Telamón escuchó la risa reprimida de Ptolomeo.

—Y me he dado cuenta de que vuestra muñeca está más rígida de lo normal. ¿Qué recomendáis, Telamón? —gritó por encima del hombro.

—Árnica —respondió el médico.

—Me alegra que hayáis venido —prosiguió Alejandro volviéndose a Agis—. Deberíais haber traído a vuestra pequeña, ¿cómo se llama?

—Rhoda, majestad —Agis parecía claramente incómodo al encontrarse tan cerca del rey.

—¡Ah, sí, Rhoda, un nombre precioso! Ahora mirad, Agis, cuando me marche de Efeso os convertiréis en magistrado jefe. No quiero más luchas. La democracia debe reinar en esta ciudad y en todas las que libere del yugo persa. Quiero oficiales elegidos por votación, tribunales de justicia honestos y no más derramamiento de sangre. Podéis comunicar a los efesios que les he dispensado de los impuestos que solían pagar a los persas, pero advertidles también de que impondré uno para el Templo de Artemisa y una contribución para mi arca de guerra.

En aquel momento, atravesaban las puertas de la ciudad. Más guardias se les unieron, escoltando al grupo del rey por ambos flancos.

—Ptolomeo, sé que os estáis riendo de mí —gritó Alejandro—. Siempre os ha gustado burlaros. ¿Tenéis alguna idea de cómo enfrentaros a la flota persa en Mileto?

Al no escuchar respuesta alguna por parte de Ptolomeo, Alejandro se volvió hacia Apeles para insistirle en que utilizara el marrón claro a la hora de pintar la forma del cuerpo humano. Telamón levantó la vista al cielo; el azul empezaba a mezclarse con tonos rosáceos mientras el sol se ponía. Las sombras de los cipreses y de los plataneros a ambos lados se alargaban cada vez más, la brisa se tornó más fría y refrescante. Alejandro todavía estaba hablando cuando la primera flecha zumbó por encima de su cabeza.

La segunda le dio de pleno en el pecho y le envió tambaleándose a los brazos de Telamón. Agis intentó sostenerlo mientras se desplomaba. Telamón tendió al rey en el suelo y, como el resto, se lo quedó mirando horrorizado en silencio.

El rey tenía los ojos cerrados, pero luego los abrió. Estaba un poco pálido y se había mordido la comisura del labio. Telamón lo contemplaba sin poder dar crédito a sus ojos mientras los guardias habían recuperado el juicio y corrían hacia los árboles.

—Os ha alcanzado una flecha —afirmó Telamón.

Distinguió la marca de ésta en la túnica verde oscuro del rey y a su lado la flecha, que yacía sobre el camino con la fea y mordaz punta caída a un lado.

Los compañeros de Alejandro salieron de su ensimismamiento y empezaron a emitir órdenes: los guardias rodearon al grupo protegiéndolos con sus escudos redondos. Un cuerno tocaba ya la señal de alarma. Telamón palpó el pecho de Alejandro, pero éste le apartó la mano. El médico recogió entonces la flecha: era larga y oscura, hecha con madera finísima de corno y con plumas de buitre para volar mejor. La punta rota tenía una barba muy afilada, como un arpón, para hacer que resultara imposible arrancarla de la carne humana. Telamón se la entregó a Alejandro que la tomó entre el índice y el pulgar; mientras le daba la vuelta, el metal limado resplandeció bajo la luz del sol.

Los guardias que habían estado buscando al asesino oculto regresaron sacudiendo las cabezas. Se sacaron los cascos con plumas y casi sin aliento anunciaron que no habían encontrado a nadie, que el asesino había desaparecido. La presión alrededor de Alejandro creció, hubieron empujones y gritos. Agis se había apartado del grupo y permanecía sentado a la sombra de un árbol recomponiéndose. Aristandro, gritando a sus hombres para que mantuvieran sus escudos en alto, ordenó una retirada general hacia palacio. Otro soldado se acercó corriendo trayendo consigo la flecha que había sobrevolado sus cabezas y que era del mismo tipo que la que había alcanzado al rey. Telamón las examinó y distinguió la letra «C», la señal del Centauro, labrada en ambos laterales. Alejandro las cogió y ordenó a todos que se echaran hacia atrás. Luego, levantando las manos en dirección al sol que se ponía, exclamó:

—¡Zeus Todopoderoso! ¡Creador del Mundo! ¡Escuchad a vuestro hijo! ¡Os doy las gracias y os muestro mis respetos por haberme enviado a vuestra hija Artemisa con su sagrado escudo para que me protegiera de la maldad de mi enemigos!

Alejandro se volvió hacia la multitud agrupada. El color le había vuelto a las mejillas y los ojos le resplandecían.

—Iba caminando —declaró arrastrando las palabras— cuando... ¡que los dioses sean mi testigo! vislumbré una flecha que venía en mi dirección. Entonces olí la fragancia de un perfume y entreví, bajo la apariencia de una lluvia de oro, a la divina Artemisa que se interpuso entre mi cuerpo y esa flecha mortal. La vi alzar su escudo y fui testigo de cómo la maldad de mis enemigos quedaba truncada. Que la noticia corra por todo Efeso: ¡Artemisa ha salvado a Alejandro! Artemisa, que estuvo presente en mi nacimiento, ha mostrado una señal de favor al rey. ¡Que todos aclamen a Artemisa, Diosa de los Efesios!

Sus palabras fueron acogidas por un clamor de aprobación. Los soldados martillearon sus espadas contra los escudos. Telamón, sin acertar a pronunciar palabra, sólo podía mirar al rey, que sostenía las flechas como si fueran los rayos de Zeus. Ptolomeo contemplaba la escena boquiabierto. El gordo de Seleuco, de cabellos rubios, se limitaba a rascarse la cabeza y a mirar hacia el cielo. Aristandro, muy nervioso, gritaba que el rey debería regresar a palacio. Sin embargo, Alejandro, pasando su brazo por el de Apeles y llamando a gritos a Agis, declaró con orgullo que con Artemisa a su lado, ¿a quién podía temer?

* * *

—¿Lo habéis hecho vos?

Telamón y Casandra cenaban en su cámara. Procedente de palacio, se oía el guirigay del banquete de celebración de Alejandro: la melodía de la flauta y del arpa, la risa y los gritos de los invitados del rey. El olor a comida se esparció por todo el edificio. Aristandro insistió en que registraran el palacio y se hiciera guardia en las bodegas y los pasillos. Telamón se excusó diciendo que se encontraba fatigado. Alejandro lo había aceptado de mala gana. Casandra, debido a las recientes muertes en las cocinas, había decidido cocinar su propia comida y los criados del rey se sintieron muy agradecidos por su ayuda.

—Sois realmente una mujer con muchos recursos —dijo Telamón—. ¿Cómo encontrasteis vino de Rodas y de Lesbos?

—Intento que os sintáis como en casa —replicó Casandra—, ¿acaso no decía Aristóteles que «el vino de Rodas tiene mucho cuerpo y es muy bueno pero que el de Lesbos es más dulce»?

—¿Quién os ha dicho eso?

—Ptolomeo, está más amable.

—Sed prudente —le advirtió Telamón—. Ptolomeo actúa como un cínico, pero realmente tiene muchas ansias de poder. Nunca olvidéis que se considera hermanastro de Alejandro. No quiero que os involucre en sus maquinaciones.

—¿Y tienen ambos el mismo padre?

—Ptolomeo cree que sí. Filipo era sin duda muy libertino. Da igual, ¿dónde habéis aprendido a cocinar? Pensé que erais curandera del templo de Tebas.

—Y lo era —replicó Casandra—, pero creedme, la cocina era horrible, todo sabía a comida de gato. Un día trajeron a un paciente, un caso muy curioso: presumía de ser un gran luchador, pero había bebido demasiado y se dislocó la cadera en un combate. ¿Cómo le habríais tratado, amo? —le preguntó con dulzura.

—No soy vuestro amo —le corrigió Telamón—. Le habría vendado los brazos a un lado y después le habría enrollado una venda alrededor de las piernas justo por encima de las rodillas, no demasiado prieta, separándole las piernas unos tres dedos. Luego le habría colocado vendas similares en los tobillos y finalmente le habría colgado con cuidado bocabajo a unos seis pies del suelo.

Casandra asintió.

—¿Y por qué eso?

—En esa posición el peso del cuerpo tiende a reducir la dislocación. Acto seguido hay que pasar el antebrazo entre los muslos del paciente y a continuación muy rápidamente apoyar todo el peso sobre el cuerpo suspendido. Se trata de un giro del antebrazo muy habilidoso —añadió Telamón imitando el movimiento—. Y ya está, eso es todo. El hueso dislocado vuelve a colocarse en su sitio con un crujido como si fuera un latigazo. Se aplican los vendajes, se levanta con cuidado al paciente y se le coloca en la cama.

Casandra aplaudió.

—¿Lo habéis hecho alguna vez?

Telamón asintió.

—Tenéis que ser rápida y el paciente no debe ser de edad avanzada.

—El mío era bastante joven —continuó Casandra con una mirada soñadora—. Fui la única en conseguir colocarle el hueso dislocado en su sitio. Se quedó en el templo durante un tiempo. Era cocinero y me enseñó todo lo que sabía —señaló los platos ahora vacíos—, calamares cristalizados con miel, filete de atún, pasteles de miel y semillas de sésamo.

Telamón se dio unas palmaditas en el estómago.

—Me alegra cenar aquí contigo y no abajo. Seguro que será una de esas fiestas de Alejandro donde no paran de empinar el codo. Estarán bebiendo vino como si fuera agua y se despertarán con terribles dolores de cabeza. Así que, mirándolo por el lado positivo —suspiró—, mañana será un día tranquilo.

—¿Cuándo nos marcharemos? —preguntó Casandra.

—No lo sé. Alejandro está muy ocupado celebrando una fiesta tras otra. Ahora quiere demostrar a los efesios como Artemisa le ha ayudado.

—¿Se encuentra Aristandro en la fiesta? Cuando le vi antes estaba todo tembloroso después del ataque al rey.

Telamón negó con la cabeza.

—Aristandro está cenando con su coro. Seguro que lleva puesta su peluca rubia preferida y se ha maquillado como una cortesana ateniense. Entonces pedirá a sus «encantadores muchachos» que reciten un discurso de una de las obras de Eurípides y, cuando esté realmente borracho, se unirá a ellos entonando a todo pulmón himnos en una lengua que nadie entiende.

Casandra, que había bebido bastante, se echó a reír y casi se cae rodando del sofá, separado del de Telamón por dos mesitas de madera de acacia. Para aquella ocasión se había puesto su mejor vestido, de lino, con volantes y vivos colores a juego con unas sandalias plateadas. Llevaba el broche y el anillo que el rey le había enviado. Telamón la estudió con curiosidad, fascinado por aquellos cambios de humor.

—¿Atendisteis a las víctimas del ataque de las avispas? —le preguntó con timidez.

—Oh, sí, pronto se curarán.

—¿Por qué estuvisteis hablando con Ptolomeo?

—No estaréis celoso, ¿verdad, amo?

—¡No, no lo estoy! Ptolomeo es peligroso. ¿Qué es lo que quiere?

—Siente curiosidad por saber si nos quedamos con una parte del tesoro para nosotros. Ya sabéis como es.

—Es un cínico.

—No después de que Artemisa haya salvado a nuestra noble majestad —dijo Casandra asiendo la jarra devino y volviendo a llenar las copas—. Todo el mundo se sorprendió de cómo pudo el rey escapar de tal ataque. Hefestión, cuando se enteró, sufrió una crisis de pánico. Nunca he visto a un hombre tan afligido. ¿Son amantes él y Alejandro?

—No —contestó Telamón bebiendo de su copa de vino; luego, cogió una uva de uno de los cuencos que a continuación volvió a dejar en su sitio tras pensárselo mejor—. Mantienen tan sólo una amistad de almas.

—En otras palabras —apuntó Casandra—, si Alejandro afirma que el cielo es negro Hefestión también, ¿no? Sin embargo —añadió con un suspiro—, realmente fue un milagro que pudiera escapar.

Del piso de abajo se escuchó el ruido metálico de las armas. Casandra se sobresaltó, pero Telamón le indicó que se sentara.

—Alejandro y sus acompañantes están celebrando un baile de armas. Esperad un rato y oiréis el himno de batalla.

—No dejo de pensar en esa flecha —contestó Casandra—, ¿creéis que pudo romperse o astillarse antes de que la lanzaran?

—Es posible —añadió Telamón sacudiendo la cabeza—, pero la flecha alcanzó al rey directamente en el pecho, por lo que debería haberle hecho sangrar. Lanzada con un arco de cuerno, una flecha como esa puede hacer muchísimo daño. No creo en los milagros.

—¿Apresará Alejandro a su asaltante?

—Los agentes de Aristandro ya están investigando. Agis se encontraba con nosotros, pero Meleager, Dión, Peleo, incluso Basilea, la reina de los Moabitas, tendrán que decirnos dónde se encontraban en ese momento.

—¿Pudo ser un asesino a sueldo?

—No —negó Telamón sentado sobre el sofá. Posó la copa de vino sobre la mesa—. Un asesino a sueldo es demasiado peligroso. Puede huir con el dinero y luego traicionar a la persona que le contrató y pedirle al rey una suma todavía mayor. Además, si le hubieran cogido, el guardaespaldas de Alejandro le habría despellejado vivo, y eso antes de crucificarle.

—Quienquiera que fuera, ¿sabría que el rey acababa de salir de palacio?

—Hablé de ello con Aristandro. Durante los últimos días el rey ha escoltado a Apeles de camino a su casa, rodeado de guardas y nada ha pasado. Todo lo que nuestro asesino tuvo que hacer fue descubrir que Apeles había visitado el palacio y concluir que, en algún momento de la tarde, Alejandro le acompañaría como siempre a casa. ¿Sabéis qué, Casandra? No —le interrumpió levantando una mano—, no vais a compartir mi sofá. Habéis bebido demasiado y yo también, mañana nos arrepentiríamos. Tengo el presentimiento de que vamos a solucionar este rompecabezas, no con pruebas sino con lógica.

—Oh, no seáis tan enigmático —protestó Casandra regresando a su sitio—. Por cierto —añadió con picardía—, ¿habéis solucionado aquel misterio, la confesión del hombre que quemó el templo?

—Todavía no —contestó Telamón meciendo la copa de vino—, pero ahora sólo me interesa un único cadáver. Creo que empezaré con él —concluyó guiñándole un ojo a Casandra—. Sócrates, el criado de Demades.

* * *

Nectara, la mujer de Dión el abogado, se despertó súbitamente. No sabía si el ruido metálico procedía de su sueño o de alguna otra parte. Alrededor de su dormitorio atisbo dos luces de noche y varias lámparas de aceite brillando en los nichos de la pared. Los grabados de plata en las dos grandes arcas atraparon el resplandor de las llamas. Sus pupilas se dilataron al acostumbrarse a la oscuridad. Retiró las sábanas de lino y el pesado chal de lana que yacía sobre ella ya que, a veces, por la noche, hacía más frío. ¿Había oído un ruido en el interior de la casa o en la calle de afuera?

El dormitorio de la mujer se encontraba en el segundo piso, desde donde se podía ver el patio con la fuente. Se mantuvo agazapada un rato aguzando el oído: todas las preocupaciones del día anterior habían vuelto. Su marido Dión, que se enorgullecía tanto de su propia sensatez como de su sutileza, de sus ingeniosas estratagemas y de la influencia que podía ejercer, estaba profundamente consternado. Nectara había esperado que las cosas fueran bien diferentes. Durante la época de los oligarcas, ella y su marido habían vivido en las sombras, incluso temían morir en mitad de la noche con la llegada de los soldados persas, bajo la daga de un asesino o a causa de una botella de vino envenenada. Ahora los macedonios habían tomado la ciudad y Dión le había asegurado que las cosas cambiarían.

La atemorizada esposa se levantó de la cuja plegable y retiró el velo protector contra moscas y polillas. Abrió la ventana. Estaba amaneciendo, las estrellas ya no brillaban tanto y unos rayos rojizos anunciaban que la salida del sol era inminente.

Dión había bebido mucho aquella noche; enterrado entre pergaminos, permanecía sentado en su escritorio, moviendo los labios en silencio como si hablara con una presencia invisible. Nectara se preguntó qué secretos guardaría su marido. Dión había intimado mucho últimamente con Hesíodo, aquel escriba omnipresente de idas y venidas secretas y susurros detrás de puertas cerradas. Contuvo la respiración. Hesíodo había sido asesinado brutalmente en la elegante mansión de aquella furcia. La mujer se echó hacia atrás sus oscuros cabellos y, ensimismada en sus pensamientos, cogió uno de sus broches y lo puso en su sitio. Siempre había odiado a Arela, le dolía aquel profundo afecto que sentía Dión por una vulgar furcia como aquella. Ahora, raras eran las veces en las que Nectara permitía que su marido entrara en sus aposentos, y cuando finalmente accedía a sus requerimientos, en ocasiones éste se descomedía y susurraba el nombre de la prostituta. ¡ Ah, bien!, aquella furcia había muerto; Nectara se había regocijado con la noticia cuando se encontró con otras mujeres para hablar sobre los asuntos de la ciudad.

La brisa fría de la mañana le heló la piel. Cerró las ventanas y mientras lo hacía, entrevió, a través del patio de la fuente, un hilo de luz procedente de la oficina de su marido. ¿Estaría Dión todavía allí?

Nectara cogió del colgador un manto de lana gruesa con el que se abrigó. No era supersticiosa, pero tenía miedo; sólo temía a los horrores de la noche y le invadía el presentimiento de que iba a encontrarse ante un peligro inminente. Debería bajar e interrogar a Dión; le animaría a hablar sobre sus planes de futuro, como solía hacerlo años atrás. Tal vez Dión se habría olvidado ya de esos malditos políticos de la ciudad. Era un abogado muy hábil, un orador brillante. ¿Qué querría de tipos como Agis y Meleager?

Nectara se puso las sandalias y, provista de una lámpara de aceite, salió del dormitorio, bajó las escaleras y se dirigió al patio. A primera hora de la mañana el aire, frío, soplaba con bastante fuerza. Agradeció el murmullo de la fuente, el olor a rosas y azucenas de las macetas, la sabrosa fragancia del jardín de hierbas aromáticas. Entró en el pórtico. La puerta que daba a los aposentos de los hombres no había sido cerrada con llave. La abrió y bajó por un pasillo, un túnel estrecho y lúgubre que llevaba hacia el dormitorio de su marido. El propio Dión había supervisado la construcción de su oficina en la primera planta con un pequeño dormitorio arriba; también se jactaba del tejado plano que había construido ya que durante los meses de primavera, podía disfrutar de la vista de la ciudad o contemplar la salida del sol. ¿Volvería a hacerlo? ¿O estaría demasiado ocupado con sus reuniones misteriosas y planes secretos?

—¡Dión!

Nectara no quería sobresaltar a su marido. Se acercó y llamó a la puerta.

—¡Dión!, ¡soy yo, Nectara! ¡Quiero hablar contigo!

No hubo respuesta, nada excepto un leve crujido. Probó a empujarla, pero el cerrojo estaba echado. La mujer se mordisqueó el labio: cuando su marido no quería que le molestaran, solía ahuyentar las visitas con un grito; ese silencio opresivo no era normal.

Nectara regresó por el pasillo en dirección al patio. La oficina disponía de una ventana en una pared lateral y de otra en la pared que daba al jardín, pero ambas estaban con las contraventanas cerradas.

Intentó atisbar a través de una rendija. Pudo ver el escritorio de su marido, las lámparas de aceite estaban todavía encendidas.

—¡Dión! —Nectara comenzaba a sentir pánico—, ¡Dión! ¿Qué pasa? ¡Dión! —repitió—, ¡Oh, Dión, por favor, abre la puerta!

Gotas de sudor empezaron a resbalarle por la frente, se le cerró el estómago y apenas podía respirar. Miedos inexplicables y horrores innombrables se adueñaran de su mente. Decidió no esperar más: cruzó el patio a toda prisa, se aferró al cuerno y lo tocó hasta desgañitarse, haciendo sonar así la alarma. Estaba tan asustada que sopló de nuevo y levantó la vista hacia las ventanas. Por todas partes se encendían las luces; los chambelanes y criados se habían levantando. Nectara apartó el cuerno de sus labios, pero le resultó difícil mantener la serenidad; su cuerpo temblaba como si un brote de fiebre se hubiera apoderado de ella.

—Señora, señora, ¿qué pasa? —gritó un chambelán saliendo por una de las puertas del patio con una manta sobre los hombros.

—Mi marido —gimió Nectara señalando hacia las contraventanas cerradas—. No puedo despertarle, tampoco contesta a la puerta.

—Tal vez esté dormido —intentó tranquilizarla el chambelán.

—¡Comprobadlo vos mismo! —le suplicó.

Al chambelán se le había unido ahora un grupo de criados despeinados y con los ojos entrecerrados por el sueño. Ellos también se pusieron a golpear las puertas y las contraventanas, generando todavía más alarma al no recibirse ninguna señal de respuesta. Nectara se sentó en un banco del jardín al que llegaba la fragancia de las rosas y de las flores de loto cerca del estanque con la fuente. ¿Estaría soñando? ¿Sería aquello una pesadilla?

—Señora —se le acercó un chambelán que había vuelto a su habitación para cambiarse y ponerse una capa y unas sandalias—. Vuestro marido debe de estar en la habitación. Las lámparas de aceite arden todavía. Tendremos que forzar la entrada. Las contraventanas son más fáciles de...

Nectara asintió. Permaneció sentada, con las manos entrelazadas, los ojos cerrados, escuchando el estallido de la madera al romperse, seguido de gritos y exclamaciones. Los criados se encontraban ahora dentro de la habitación. El corazón le dio un vuelco, sintió náuseas. Algo andaba mal, sin embargo era incapaz de moverse. Oyó cómo descorrieron los cerrojos de la oficina de su marido, el ruido de las sandalias resonando por todo el pasillo y cruzando el patio.

—Señora —empezó el chambelán arrodillándose ante ella, con el rostro sombrío y nervioso; sus ojos lo decían todo—. Señora, vuestro marido está muerto.

Ella abrió la boca para hablar, pero lo único que acertó a pronunciar fue un extraño gorgorito.

—Será mejor que vengáis.

Nectara hizo ademán de negarse. Aparecieron dos doncellas, ella alargó la mano y las otras con cuidado le ayudaron a ponerse en pie. La señora de la casa bajó por el pasillo. Le pareció que aquello duraba una eternidad.

La puerta estaba medio abierta y la luz se colaba por el resquicio. Nectara entró en la oficina de su marido. No quiso mirar hacia la izquierda y desvió la mirada hacia el escritorio; allí estaban los cofres, los taburetes y la silla de respaldo alto detrás de la mesa. Las doncellas intentaban sofocar sus sollozos. Cuando Nectara volvió la cabeza, todo su ser se desgarró en un grito de pánico ante la espeluznante escena que presenciaba. Su marido Dión, vestido con una túnica y con sólo una sandalia puesta, se balanceaba despacio con el cuello retorcido por la soga. Uno de sus extremos se había atado a un gancho del techo que en otro tiempo había servido para colgar lámparas de aceite.

Nectara no podía dar crédito a lo que veían sus ojos, incapaz de apartar la mirada del rostro de su marido, agonizante, ligeramente azulado, con los ojos salidos y la lengua fuera. Tenía el cuello retorcido, las manos y los pies le colgaban y el taburete yacía en el suelo seguramente a causa de la patada que le habría dado para apartarlo momentos antes de morir. Quiso gritar pero el cuerpo de su marido empezó a moverse, de pronto toda la sala se movía: la viuda cerró los ojos y se desplomó.

* * *

Telamón y Casandra, acompañados por Aristandro, llegaron a la casa de Dión poco después del amanecer y comprobaron que el duelo ya se había iniciado. Al pie de la puerta se habían depositado platos de comida para el mensajero del Hades. Paños oscuros colgaban de las ventanas, abiertas de par en par, al igual que las puertas, para permitir el paso libre del alma del muerto hacia el otro mundo. Los criados permanecían sentados en el patio, vestidos con ropa que habían alquilado pero con la cara y el cabello cubiertos de polvo y cenizas. El llanto agudo y sobrecogedor de una mujer se escuchaba por todo el patio. El agua ya no brotaba de las fuentes, se habían retirado las macetas de flores y colocado botes con agua en las puertas para que los visitantes se pudieran purificar al entrar y salir.

—¿Suicidio o asesinato? —preguntó sin tacto alguno Aristandro mientras eran conducidos al interior de la casa por el vestíbulo. Era un lugar lujoso, de columnas pintadas con vivos colores, escenas de caza representadas en las paredes, mobiliario muy caro dispuesto con gusto alrededor de las pequeñas mesas barnizadas para los banquetes.

—¡Por respeto al muerto! —musitó Telamón—, bajad la voz y guardaos para vos vuestras especulaciones.

Fueron recibidos por un chambelán, que les explicó que la señora Nectara se había retirado a su dormitorio, sobrecogida por el horror de la situación. Telamón le expresó sus condolencias y pidió ver el cuerpo.

—¿Se han llevado el cuerpo abajo? —le espetó Aristandro con brusquedad.

El chambelán, un libio de rostro oscuro, desvió la mirada ante tal ruptura de protocolo.

—Creo que es mejor que nos presentemos como es debido —intervino Telamón.

Le informó de que habían sido enviados por orden expresa del rey. El chambelán se tranquilizó, sobre todo cuando Telamón le entregó una generosa donación para que los criados pudieran celebrar un majestuoso funeral para su señor y que se esperaba acompañara un grupo de plañideras.

—¿Se han llevado el cuerpo? —preguntó de nuevo el médico.

El chambelán negó con la cabeza.

—La señora Nectara se desmayó. Iba a descolgar el cuerpo del señor pero luego pensé, pensé... —explicó rompiéndosele la voz.

—Os acordasteis de lo que dice la ley, ¿verdad? —le ayudó Telamón—, que una víctima de muerte inesperada debe dejarse en el lugar donde se encontró.

—Sí, sí, eso es —aseveró el chambelán rehusando encontrarse con la mirada de Telamón.

—Recibimos vuestro mensaje —continuó el médico— de que vuestro señor se había colgado. ¿Pensáis que se suicidó?

—No creo que mi señor... veréis, yo era su administrador —empezó con tono vacilante.

—¿Queréis decir que vuestro señor no era un hombre capaz de quitarse la vida? —preguntó Telamón.

—Era tan sólo un hombre en muchos sentidos —confesó el chambelán—. Era muy duro en ocasiones, pero ¿por qué iba a quitarse la vida? Era rico y poderoso.

—¿Hubo visitas ayer por la noche?

—No que yo sepa.

—¿Ocurrió algo fuera de lo normal?

—Mi señor se mostró reservado. Él y su esposa cenaron solos, una cena ligera y después regresó a su oficina. Bebió más vino, se fue a la cama, pero...

—¿Bajó otra vez? —inquirió el médico.

—Sí, sí, debió de hacerlo.

Explicando lo que había pasado, el chambelán les condujo hasta la oficina. Telamón paseó la vista por el interior de la estancia. Era grande, había sido enyesada recientemente y no contenía ningún cuadro; sólo unos cuantos paños de colores a modo de colgaduras decoraban las paredes. Se trataba de una habitación austera: un escritorio cubierto de manuscritos, tinteros y plumas, detrás de éste una silla empujada ligeramente hacia atrás. Bajo la ventana podían verse también un banco, taburetes, cofres y arcas. Telamón intentó concentrarse en su trabajo habitual. Entrevió el cuerpo de Dión por el rabillo del ojo, colgando tristemente del extremo de una larga soga: aquello tendría que esperar.

—¿Apreciasteis alguna señal de violencia?, ¿algo que indique que alguien pudo irrumpir en la sala? ¿Se han tocado sus documentos y cofres?

—Ya los he registrado —replicó el chambelán—, ¡nada!

Telamón permanecía en la puerta. Tenía el escritorio frente a él, con la silla detrás. Miró hacia las ventanas, una situada al fondo de la pared y la otra en la pared a su derecha. Ambas estaban abiertas y guardadas en el exterior por criados, como dijo el chambelán, para mantener alejados a los curiosos.

—¿Quién ha quitado las contraventanas? —preguntó Aristandro.

—Tuvimos que hacerlo, ya veis lo que pesa la puerta.

—Este lugar apesta a muerte —murmuró Casandra.

Telamón no dijo nada y se limitó a observar el rostro grotesco y retorcido del cadáver, el rictus de la muerte que había transformado los rasgos saturninos de Dión.

—He visto muchos cadáveres —susurró—, pero no por ello es menor el horror de la muerte.

Estudió la soga, estaba atada con fuerza y el nudo, justo debajo de la oreja derecha de Dión, provocó que éste ladeara la cabeza. La cuerda soportaba una fuerte tensión a la altura del gancho. Telamón volvió a observar la boca entreabierta, la lengua hacia afuera y los labios sobresaliéndole, la mandíbula entera hacia delante, los ojos medio abiertos ahora sin vista mirando hacia abajo. El médico tocó la mano del hombre: fría como el hielo, con los dedos enroscados.

—Hace rato que está muerto. La carne ha perdido la temperatura y los músculos se han endurecido.

Se agachó sin importarle la orina que había manchado los tobillos desnudos del ahorcado y parte del suelo. Se le había resbalado una de las sandalias, que ahora le colgaba del pie, volviendo la escena todavía más macabra.

—¿Por qué esa orina? —preguntó Aristandro.

—Había bebido mucho vino —explicó Telamón señalando la mesa—, tendría la vejiga llena y ésta se vació debido a la muerte violenta.

Pidió al chambelán que trajera agua fresca y toallas; el hombre obedeció de inmediato. Telamón recogió el taburete de patas largas. Casandra lo aguantó mientras él se subía encima.

—Tengo más o menos la misma altura que Dión —afirmó Telamón alargando las manos hacia la viga del techo—. Sí, y puedo hacer un nudo en el gancho, pasarme la soga alrededor del cuello, apretarla y apartar el taburete de una patada —observó los dedos—. Aristandro, ¿podéis traerme un cuchillo?

El Guardián de los Secretos trajo un cuchillo de hoja muy fina que entregó a Telamón, mientras éste agarraba la cuerda.

—¡Bien!, voy a cortarla. Casandra, Aristandro —ordenó—, aguantad el cuerpo y depositadlo a continuación en el suelo.

Aristandro se mostró reticente, Casandra lo apartó de un codazo y agarró el cuerpo justo por debajo de las rodillas. Telamón cortó la cuerda y Casandra bajó el cadáver hasta el suelo. El nudo alrededor del cuello estaba muy prieto, era un nudo doble justo debajo de la oreja derecha. Telamón arrugó la nariz ante aquel hedor a muerte, a corrupción. Aflojó el nudo y el cuerpo soltó una bocanada de aire a través de la boca medio abierta. Aristandro dio un salto atrás.

—No es más que aire atrapado —le tranquilizó Telamón.

El médico examinó el rostro de Dión, el color amoratado de las mejillas, los ojos saliéndosele de las órbitas, la mandíbula prieta, la lengua inflamada aprisionada con fuerza entre los dientes. Telamón se fijó en la mancha de saliva seca de su barbilla.

—Vomitó algo, seguramente a causa de la sacudida.

—¿Se suicidó? —preguntó Casandra.

Telamón arremangó la túnica de Dión, examinó sus muslos y piernas antes de prestar atención a sus muñecas y dedos.

—No veo señal de que fuera atado o inmovilizado.

Telamón dio la vuelta al cuerpo, indiferente ante el hedor provocado por los gases que abandonaron repentinamente el estómago del muerto. Examinó la espalda pero, excepción hecha de pequeños rasguños y cortes, granos y espinillas, no encontró nada extraño. Telamón sintió cómo los músculos se endurecían ante el rigor propio de la muerte. Ladeó el cuerpo de nuevo, le bajó la túnica y estudió las sandalias: una le colgaba suelta a causa de la rotura de una de las correas. Telamón no pudo determinar si esto era debido a algo que había sucedido antes de la muerte o simplemente a un accidente. De nuevo examinó la cabellera y la masajeó.

—No hay señales de golpes ni contusiones —anunció—. Casandra, examinad el vino con cuidado.

Se acercó al escritorio; Aristandro ya se encontraba husmeando entre los papeles acumulados allí. Telamón se subió de nuevo al taburete para hacer un simulacro del suicidio de aquel ingenioso abogado.

—Le habrá resultado fácil —afirmó—. Este gancho es de hierro, está profundamente clavado en la viga y es lo suficientemente seguro para sostener su peso —fingió pasarse una soga alrededor del cuello y luego hizo como si se la apretara, se quedó sobre el taburete durante un rato y finalmente saltó al suelo.

El chambelán regresó con una jarra de agua, una palangana y una toalla. Telamón examinó de nuevo el cuerpo, prestando especial atención a las uñas. Se fijó en los callos y en las manchas de tinta en la mano derecha del hombre.

—¿Vuestro amo estaba muy ocupado escribiendo ayer por la noche?

—Oh, sí señor. Estaba echando un vistazo a las cuentas. Las había dejado de lado debido a los recientes alborotos.

—Aquí no veo nada —declaró Aristandro un tanto enojado y sin hacer caso del silbido de desaprobación del chambelán mientras él reunía en un montón los manuscritos sobre el escritorio. Casandra estaba junto a la ventana olisqueando la copa y la jarra.

—Es un vino muy suave —anunció—. No veo nada extraño —sonrió tímidamente a Aristandro—. Tal vez lo podríais probar por nosotros.

—Yo lo haré señor —se ofreció el chambelán—. Yo mismo traje esa copa y ese vino.

Cruzó la estancia, llenó la copa y la levantó en dirección al cuerpo como si quisiera hacer un brindis.

—No tenéis por qué hacerlo —le advirtió Telamón—. Deberían examinarla.

—Todos estamos bajo sospecha —replicó el chambelán, su cara llena de polvo y empapada en lágrimas sonrió lánguidamente—. Cuando un señor muere, sus criados son siempre sospechosos, sean cuales sean las circunstancias.

Y antes de que Telamón pudiera objetar, levantó la copa y la vació de un trago. El chambelán tosió, escupió y luego sonrió.

—Siempre pruebo el vino que mi señor bebe. No he detectado nada extraño.

—En caso de que no os encontréis bien, decídmelo —le rogó Telamón.

—¿Es necesario que haga eso? —preguntó el chambelán señalando a Aristandro que ahora había abierto un cofre y estaba examinando los documentos.

—Es portador del sello real.

—¡Y también tengo a mi guardaespaldas fuera! —espetó Aristandro sin levantar la cabeza—. Haré lo que quiera e iré donde quiera en esta casa. Oh, por cierto, médico —dijo el Guardián de los Secretos señalando al cuerpo—, ¿fue un asesinato o un suicidio?

—Debió de ser un suicidio —declaró el chambelán.

Telamón dio unas pataditas con su sandalia sobre el suelo de piedra.

—¿Hay alguna entrada secreta?

—No —respondió el chambelán—, sólo la puerta y las ventanas.

Telamón se acercó y abrió la puerta, examinó el dintel y las gruesas bisagras, cuatro en total, que aguantaban la pesada puerta de cedro en su lugar. A continuación estudió la intrincada cerradura y los cerrojos del interior, tanto los de arriba como los de abajo.

—Todo en orden —dijo—. Quisiera ver el exterior.

El chambelán le condujo hacia afuera.

—Todavía no siento ningún efecto —le confesó—, ¿es que sospecháis algo, señor?

Telamón se detuvo a medio camino en el pasillo.

—¿Estáis seguro de que las puertas y las contraventanas estaban firmemente cerradas?

—Se había echado la llave y corrido los cerrojos —le confirmó el chambelán.

—Venid, os lo enseñaré.

Cuando entraron en el patio Agis y Peleo se encontraban allí, manteniendo una profunda conversación con algunos de los criados pero la interrumpieron cuando vieron salir a Telamón.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Agis.

Peleo se quedó rezagado, dedicando una mirada oscura al médico como si lo juzgara responsable de la súbita muerte de su colega.

—Conocíais a la víctima mejor que yo —replicó Telamón—, ¿es posible que Dión decidiera quitarse la vida?

—¡Cualquier otro sí, pero Dión no! —protestó Agis—. Dión amaba el poder, el latido y el pulso de la ciudad, la intriga, las conspiraciones. Él se sentía feliz cuando conspiraba.

—¿Os dijo algo que os hiciera pensar que había sido amenazado o que fuera víctima de un chantaje?

—Era un poco reservado —intervino Peleo—, algo taciturno, bastante cortante con sus maneras y su actitud. Pensé que estaba afligido por Hesíodo —añadió bajando la voz—, o incluso por Arela.

—El rey nos hizo llegar la noticia —confió Agis.

—¿Cuándo visteis a Dión por última vez? —preguntó Telamón.

Agis soltó el aire de sus carrillos.

—Ayer por la mañana, después del banquete.

—¿Y por la tarde? —preguntó el médico.

—Estaba en casa con mi hija Rhoda. Mis criados atestiguarán que trabajé hasta tarde, y antes de que preguntéis a Peleo —sonrió Agis—, él se encontraba en compañía de sus guapos muchachotes —explicó volviéndose ligeramente hacia él—, ¿no es cierto, Peleo?

—Mis cosas son asunto mío —replicó su compañero—. Dión era de nuestro partido, le consideraba un amigo. Ahora me gustaría presentar mis condolencias.

Telamón les dejó marchar. Atravesó el patio y examinó las contraventanas que yacían en el suelo. Cada una estaba formada por dos tablas de madera con un cierre en la parte interior que mantenía una barra atravesada; y ambas barras se encontraban todavía en su sitio. Telamón examinó luego las bisagras, colocadas en su lugar por unos cierres de bronce.

—¿Creéis que son seguras?

—Oh, sí, señor —afirmó el chambelán—. Cogimos las dos contraventanas y las desencajamos, las dejamos ahí y entramos en la habitación de mi señor.

Telamón examinó las bisagras y contraventanas así como los dinteles de ambas ventanas. Los marcos eran recios, a pesar de que la madera había saltado en el lugar en el que se habían arrancado los cierres de bronce.

—¿Qué sospecháis? —le preguntó Casandra.

—Nada.

Telamón se dirigió al jardín de hierbas, se agachó y olió las fragantes plantas.

—Nadie pudo atravesar esa puerta —declaró Casandra—. Los criados dicen que las contraventanas eran seguras, que estaban cerradas y con la barra echada.

—¿Por qué bajó la señora Nectara? —le preguntó Telamón a voces al chambelán.

—No lo sabe, señor. Creyó haber oído un ruido, pudo ser una puerta al cerrarse o un zorro que vagabundeaba por ahí —el chambelán se encogió de hombros—. Señor, ¿podemos llevarnos ya el cuerpo? Parece que hoy va a hacer calor, deberíamos vestirlo.

Telamón estuvo de acuerdo, se puso en pie y regresó al patio. Agis y Peleo habían desaparecido. Aristandro se encontraba allí aferrándose a un manojo de manuscritos. Se acercó apresurado, con los ojos brillándole de emoción.

—¡He descubierto algo! —susurró—, ¡algo realmente interesante!