3
El Kilimanjaro
Febrero de 1982
Cris me había prometido que, una vez instalados, me llevaría a conocer la montaña más bella del mundo, en un safari que no olvidaría jamás.
—¡Ah! Quieres decir que volvemos al Monte Urgull, donde nos casamos —le dije en broma.
—Mayte, vas a contemplar la montaña más alta de África. Mis amigos, Lynn y Terry Knox, lo han organizado todo.
—Me acuerdo de ellos. Me los presentaste en el club Muthaiga.
—¡Exacto!
—Tienen varios camiones donde almacenan tiendas de campaña —continuó—, cacharros de cocina y todo lo necesario para que el parque de Amboseli se convierta en un hotel de cinco estrellas.
Permanecí callada, expectante.
—Allí se eleva esa maravilla de la naturaleza, a casi seis mil metros de altitud. Es portentosa, ya lo verás.
—La verdad es que me gustaría mucho estar contigo, lejos de tu trabajo y de las preocupaciones. Mientras tuve que buscar los muebles, montar la casa y organizarlo todo para que funcionara, no he podido sentirme sola. Pero ahora…
—Sé que he estado muchas horas en el ministerio. Era necesario. Ya te advertí que las primeras semanas tendría que ser así.
—Lo sé. No me estoy lamentando. Además, Carmen se ha portado muy bien conmigo. Me ha acompañado a todas partes.
—Bueno… Será un largo fin de semana —concluyó—. Y creo que lo recordarás durante años. Espero que te guste tanto como a mí.
No quise decirle el pensamiento que asaltó mi mente. Me ocurría con demasiada frecuencia. Ansiaba tener un hijo. Soñaba con él. Durante los primeros años en Londres, la novedad de mi situación, los estudios y las prácticas de enfermería, y sobre todo mi juventud, hicieron que me dedicara a disfrutar de la vida y de todo aquello que nunca había tenido.
Ahora, en esa casa acogedora, en ese mágico jardín, con tantas horas libres, notaba una ausencia, un hueco en mis días, que se hacía sentir cada vez con mayor intensidad. Sin embargo, mi marido no daba signos de impaciencia. Según los médicos, no existía ninguna razón que me impidiera ser madre. Y sin embargo, esa criatura no llegaba.
Emprendimos el viaje unos días más tarde, muy temprano, con la amanecida. La temperatura era suave. El sol pugnaba por salir y desentrañar las tinieblas que aún cubrían la tierra. Unos minutos más tarde, su luz potente y vivificante iluminaba los verdes cafetales de los antiguos territorios de los kikuyu.
Unos granos rojos y brillantes se convertirían, tras madurar, en ese aromático producto que es el café arábica.
La carretera nos conducía hacía el sur, pero antes almorzaríamos en casa de unos amigos, a orillas del lago Naivasha. Cris me había dicho que me reservaba una sorpresa antes del inicio del valle.
La entrada del Rift me impresionó sobremanera.
—Cris, es magnífico. ¡Qué espectáculo! ¡Grandioso!
—Mira hacia la derecha. Allí está, al fondo, la escarpadura de Elgeyo.
—Impresionante. Parece no tener fin…
—Es cierto. La cadena montañosa se inicia al norte, en Turkana, y recorre Kenia hacia el sur.
Mi marido estaba radiante. Su felicidad, la dicha de recorrer la tierra de su juventud, la memoria viva de todos aquellos lugares extraordinarios, iluminaban su rostro con un entusiasmo insólito en él.
—¡Fíjate en ese cono grisáceo que se alza poderoso! ¡Es el volcán Longonot!
—¿Y qué son esas manchas verdes tan brillantes?
—Son las famosas huertas de Naivasha; ahora las verás. Gran parte de las frutas y verduras que se consumen en Nairobi proceden de este valle.
—El agua del lago brilla como un espejo… —exclamé, admirada.
—Es por el reflejo del sol, pero cuando te acerques, comprobarás que tiene las aguas más azules que jamás hayas contemplado.
—Me quedaría aquí toda la vida. ¡Qué paz!
—Te quedan otras maravillas que contemplar. Ahora pasaremos por la Garganta del Infierno. ¡Atenta, que es un paso peligroso!
—Cris, no me pongas nerviosa, que me acuerdo de las historias de Betty.
—Tranquilízate. Será un día inolvidable.
Paseé la vista por aquel prodigio de la madre tierra, sintiendo el aire puro de las Tierras Altas, el olor incontaminado de la montaña, y gozando de un momento único.
Comenzamos el descenso hacia el lago, y, al poco tiempo, nos encontrábamos frente a la fortaleza roja que formaba la Garganta del Infierno.
Muchiri, el conductor, redujo la marcha para que pudiéramos paladear la fuerte sensación que producía las elevadas escarpaduras de un rojo intenso.
Por fin avistamos la casa que se divisaba inmersa entre unos árboles poderosos.
Nuestros amigos nos esperaban, impacientes, en la entrada del jardín. Eran solo las doce, pero, como buenos ingleses, debían de almorzar temprano.
—Estábamos preocupados… Había entendido que llegaríais hacia las once —dijo Archibald.
—Sí —respondió Cris—. Eso quería, y así tener más tiempo para charlar y veros. Pero Mayte se ha quedado extasiada en la entrada del valle, y nos hemos retrasado gozando del panorama. Lo siento.
—No hay nada que sentir —contestó una voz femenina a mi lado—. Si ha sabido apreciar la hermosura de este lugar, sé que nos entenderemos bien. Mayte, soy Arabella. ¡Bienvenida al paraíso terrenal!
Arabella, como el sonido de su nombre, era la clásica inglesa: muy rubia, alta y con unos ojos azules rientes. Su manera de relacionarse con los demás era directa y franca, y yo me sentí en seguida acogida en su hogar.
Al traspasar la verja, dos inmensos fiebres amarillas casi tan grandes como el del hotel Stanley se erguían como guardianes silenciosos. Toqué su corteza, pasando suavemente los dedos por su vestidura brillante y sedosa. Alcé la vista para ver el final, y permanecí un instante admirando la multitud de ramas, largas, cortas, gruesas o delgadas, que se entrelazaban de manera intrincada. Formaban una bóveda vegetal por la que se filtraba la luz, creando un ajedrez de sombras y claridad, en el verde claro del césped. Era un desafío para cualquier pintor.
—Veo que te gusta la naturaleza —dijo mi nueva amiga—. Yo soy una apasionada de ella. Trabajo horas entre mis plantas, y en ese tiempo palpo la felicidad con la palma de mi mano.
—A mí también me gustan mucho las plantas. Me crie en el norte de España, en un jardín que yo creía mágico.
—Y posiblemente lo era —añadió, decidida—. Bueno, seguro que lo era.
Nos encaminamos hacia la casa a través de un frondoso jardín. Arabella aspiraba con fruición el perfume de las distintas flores, que yo no conseguía identificar.
—Voy a enseñarte el jardín, y luego descenderemos hasta el lago. Más tarde, si te interesa, te mostraré mi sanctasanctórum: mi rosaleda.
—Por supuesto que me interesa.
Nunca me habían gustado especialmente, pero Arabella imprimía a todo lo que hacía tal entusiasmo, que yo hubiera acabado interesada por cualquier cosa que ella llevara a cabo.
—¡Santo cielo! ¿Qué es eso?
Mi anfitriona dirigió la mirada hacia el lugar que le indicaba. Con enorme satisfacción soltó una carcajada.
—Sorprendente, ¿verdad, Mayte?
—¡Es una hermosura! ¿Qué plantas son? —pregunté con auténtica curiosidad.
—Son papiros que crecen en el borde del lago, junto al embarcadero.
En efecto, unas esplendorosas plantas de un verde intenso se elevaban, gráciles, hacia el cielo y abrían su corazón rojo, refulgente, en un torbellino de color.
Las aguas del Naivasha eran del azul de los zafiros; el cielo, de un azul ultramar, insólito a la altura a la que nos encontrábamos. Enmudecí por la sorpresa. Arabella me miraba complacida. Por fin pude articular algún sonido.
—¡Qué magnífico lugar! Vivir aquí debe de ser lo más parecido al paraíso para un pintor. ¡Qué colores, qué luz, qué atmósfera!
—Así es, Mayte. Tenemos una finca muy cerca donde producimos verduras y hortalizas. Pero aquí, en este lugar donde tú estás, he pintado mis mejores acuarelas.
—¿Y dónde cultivas las rosas?
—Chis… espera. Es muy posible que se acerquen algunos pájaros a beber. Son muchos los que habitan en este entorno.
—¿Se acercarán a pesar de nuestra presencia?
—Sí, están muy habituados. Es cierto que al atardecer es cuando llegan en bandadas, pero si estamos tranquilas y sin hablar, vendrán.
—¿De verdad?
—Sí. Mientras tanto, disfrutemos de esta vista única.
—Tienes razón.
Al poco tiempo avistamos un águila que planeaba sobre las aguas del lago. Volaba majestuosa, despacio, posiblemente preparando la estrategia de su ataque a los abundantes peces que le servirían de alimento.
La voz de mi amiga interrumpió mis pensamientos:
—Me encantaría que te quedaras al atardecer para oír los trinos. Son tan variados como su plumaje y sus hábitos, pero sé que Cris no quiere llegar tarde al campamento.
—¿Y las rosas? No me dejarás sin verlas, ¿no? ¡Cuánto me gustaría estar contigo cuando las pintes!
—Por supuesto. Vamos allá.
Tras unos setos recortados con esmero, Arabella había plantado una rosaleda que supe valorar en toda su belleza. Unos círculos concéntricos trazados con exactitud se abrazaban entre sí hasta llegar al centro, en el que una fuente de piedra, muy sencilla, animaba con su música líquida la venida de los pájaros.
—Es una preciosidad. Yo no soy ninguna experta, pero sé cuándo algo está cuidado con amor.
—Así es. Esta rosaleda es mi «pride and joy», «mi orgullo y mi alegría», como decimos los ingleses.
—No debe de ser fácil con este clima…
—Al revés. Es sencillo —me interrumpió mi amiga—. Tengo variedades de Inglaterra, otras francesas, chinas, y todas crecen bien.
—Veo que únicamente tienes rosas que van del marfil, pasando por todos los tonos de rosa, hasta el púrpura más oscuro. No hay blanco ni amarillo.
—Sí las tengo, y me encantan. Pero están en otro lugar. Manías de pintora: armonías de color.
—¡Cómo me gustaría aprender! ¿Me ayudarías a plantar una rosaleda en mi jardín? Está asilvestrado.
—¡Por supuesto! Antes deberías conocer las variedades, aprender sus características, reconocer tus preferidas… Un jardín puede convertirse en un gran placer.
Una leve brisa me trajo un torbellino de fragancias, a cual más exquisita e intensa, que dominaron mis sentidos. La esencia que Solita Irigoyen usaba se enseñoreó de mis recuerdos. Una suave sensación de bienestar invadió mi ser.
—¿Cómo es posible? —exclamé en voz alta.
—¿Qué es lo que es posible, querida?
—El penetrante aroma de tus flores me ha traído, a velocidad vertiginosa, a alguien que fue muy importante en mi infancia. ¡Está tan lejos! ¡Han pasado tantos años!
—¡El perfume! Ningún otro elemento consigue evocar, de manera inmediata, un tiempo feliz.
La voz potente de Archi nos sacó de nuestras divagaciones:
—¡Vamos, chicas! La comida está lista. ¡Cuidado, Mayte! Si dejas que Arabella te inocule el veneno de sus rosas, ¡estás perdida! Viaja con rosas en las maletas.
La mesa estaba colocada en un porche a la sombra, pues el sol a esa hora calentaba con decisión. Unas trepadoras enredaban sus gráciles ramas cargadas de rosas blancas, destilando su olor fresco y punzante. Los platos de cerámica estaban pintados con motivos de rosas. Imaginé que era obra de mi amiga.
—¿También has pintado tú estos platos? ¿Cómo es posible? ¿Es que no duermes nunca?
—No —contestó ella—. Es muy aburrido.
Y se echó a reír con una risa que nos contagió a todos. Era un matrimonio estupendo. Tenían aficiones similares, y se entendían y respetaban, pero sobre todo existía entre ellos, y era evidente, una ternura que solo podía proceder de un gran amor que se había remansado. Charlamos de mil cosas, como si nos conociéramos desde niños, y cuando llegó la hora de marcharnos, me expresé con toda naturalidad:
—¡Qué pena que no podamos quedarnos, Cris!
—¡Ya te dije que estarías encantada con Arabella!
—¿Seguro que tenemos que llegar hoy a Amboseli?
—Mayte, nos esperan. Lo tienen todo organizado —recordó mi marido.
—Te aseguro que vas a visitar uno de los lugares más fascinantes del planeta. Y Cris te lo ha organizado de forma sorprendente. —Y entonces anunció Arabella—: La semana que viene iré a verte a Nairobi.
—¿Prometido? —dije.
—¡Palabra! Y ya lo sabes: siempre serás bienvenida en mi casa.
La potente belleza de Naivasha y la bondad de Arabella me habían conquistado. No sabía aún lo importante que su amistad iba a ser en el difícil futuro.
Todavía nos quedaban muchas millas por recorrer, y yo veía que a Cris le inquietaba que nos hubiéramos demorado más de la cuenta. Para mí, conocer a los Carter había sido una bendición. Me sentía agradecida por haber encontrar una simpatía tan espontánea y, creía yo, sincera entre gentes que hasta entonces eran unos perfectos extraños.
El carácter responsable y la total disponibilidad de Cris hacia sus amigos contribuían a que me abrieran muchas puertas. Era el inicio. A mí me correspondería mantenerlas abiertas.
Apenas acabamos de salir de la finca de nuestros amigos, cuando nos encontramos, en la carretera, con un pelotón, ¡eran tantos!, de jóvenes que corrían en precisa formación. Sus cuerpos atléticos, bien entrenados, se movían en una cadencia regular y armónica, que resultaba un bello espectáculo. Alguno de ellos conseguía adelantar al resto, lo que espoleaba a los demás a esforzarse aún más.
—¡Qué popular es el deporte en esta zona! —comenté, un tanto asombrada.
—Son atletas que se entrenan para diversas competiciones nacionales e internacionales.
—¿Y vienen aquí a correr? ¿Por qué?
—Puede ser que alguno de ellos sea de otra región, pero la gran mayoría pertenecen a la tribu de los kalenjin.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso tienen algunas marcas en la cara o el cuerpo, como los kikuyus?
—No es eso. Los kalenjin han vivido aquí durante generaciones, ya sea porque este es un terreno idóneo para la competición…
Ahí interrumpí a mi marido:
—¿No será que están acostumbrados a correr para escapar de la fieras?
—Esa es la broma que hace la gente que no conoce Kenia.
—Entonces, ¿a qué se debe?
—A la excelente complexión atlética de los hombres de esta tribu, que les hace vencer incluso en las olimpiadas.
Pude apreciar un tamizado orgullo en esas palabras. Su país natal le había dejado una poderosa impronta en el corazón.
—Es cierto —dije—. Siempre hay muchos kenianos entre las medallas de oro y plata.
Él asintió con agrado y añadió:
—Las mujeres también empiezan a competir y ganar premios.
—¿Y dónde están? No veo a ninguna…
—Están aún ocupadas con sus labores en el campo o atendiendo a los hijos. Creo que entrenan más tarde.
Me impresionaba la capacidad de trabajo de la mujer africana. Lo que decía mi marido era cierto. Eran la espina dorsal del país. Sin ellas, se hubiera desmoronado. El campo, las oficinas, la casa, los hijos, la competición… Llegaban a todo. Estiraban las horas del día para cubrir las numerosas actividades a las que se entregaban con una sincera alegría. Así era la mayoría. Sentí una profunda admiración por esas mujeres, a quienes empezaba a apreciar en su justa medida. No todas. Una de ellas intentaría hacerme daño. Pero yo aún no lo sabía.
Por fin, llegamos de noche cerrada. Al no haber luna, el crepitar del fuego entre las piedras era el polo de atracción del campamento. Se habían instalado en el lugar favorito de Cris: un claro entre unos altísimos árboles, cuyas numerosas ramas empezaban a varios metros de altura, formando una acogedora bóveda.
Además de Lynn y Terry, vinieron a saludarnos los otros componentes de la expedición, los porteadores, el cocinero, la lavandera y los dos conductores. ¡Toda esa gente para atendernos! ¡Mi marido había tirado la casa por la ventana!
No quisimos cenar, pues la comida de Arabella había sido tan copiosa que estábamos como boas. Nos sentamos un rato junto al fuego, saboreando un ligero té, y Terry empezó a contarnos sus historias de cuando aún se cazaba en Kenia. Nosotros estábamos cansados y nos fuimos a dormir.
Cris me despertó para ver la montaña mágica y salimos para no perdernos el despertar de la naturaleza. Lo había previsto todo: ante nosotros se alzaba una enorme sombra que se intuía imponente.
El Kilimanjaro se elevaba en la planicie con ímpetu glorioso, en la noche misteriosa a punto de ser desvelada. La tierra se alzaba en las tinieblas con energía, para abrazar el cielo. Los árboles de la sabana se recortaban, sinuosos, sobre una tenue luz que asomaba en la inmensidad del lejano horizonte. Y de repente, una explosión de claridad nos cegó. Pudimos entonces entrever unas nubes que formaban una corona alrededor de la montaña, realzando así la altura de la imperiosa cumbre cubierta de nieve. Los fiebre amarilla que se extendían en el infinito de Amboseli filtraban la luz temblorosa del amanecer, en un territorio impregnado de misterio.
Guardamos silencio hasta que, poco a poco, el sol se adueñó de todo el parque y comenzaron los ruidos de la vida palpitante que despertaba en la naturaleza.
Lynn y Terry se habían esmerado en preparar un safari digno de un rey. En cuanto el sol descubrió la realidad, esta superaba mi mejor fantasía. Las tiendas de campaña verde oscuro se fundían a la perfección con el entorno, y se complementaban con un porche exterior, donde unos ligeros muebles de campaña, de una madera clara, posiblemente de Zanzíbar, invitaban al dolce far niente.
Una música de ópera, la Norma que tanto me gustaba, repartía sus exquisitas notas entre la sabana iluminada por el astro matutino. En otra carpa nos esperaba un desayuno suculento y variadísimo: zumo de naranja recién exprimido en una sutil jarra de cristal; un frutero de estaño bruñido con frutas tropicales —mangos, piñas, papayas, cocos frescos y plátanos— y unos cruasanes recién horneados que lucían su dorada corteza, flanqueados por una luciente barra de mantequilla.
Nos sentamos hambrientos y dispuestos a dar buena cuenta de semejante festín. Uno de los empleados se acercó con una cafetera que desprendía su inconfundible e invitante aroma. La porcelana inglesa era de refinada factura, Royal Albert creo, y las copas, de sólido cristal portugués.
Embriagada por la música, el sabor y los perfumes de los alimentos, la delicada porcelana y la visión de una naturaleza incontaminada, me dejé acariciar por mis sentidos y cerré los ojos para guardar en mi memoria ese instante de magia.
Un grito aterrador me sacó de mi ensoñación. No pude dar crédito a lo que veía: un enorme elefante macho, con afiladas defensas de viejo jefe de la manada, se acercaba lento pero con decisión. Por indicación de Terry, nos levantamos con mucha precaución, sin hacer gestos bruscos y sin perder de vista al gigantesco animal. Este probó los distintos platos de nuestra mesa, y debieron de gustarle, porque siguió comiendo con fruición nuestros manjares. Parecía complacido y nos ignoraba.
Apenas nos habíamos alejado unos metros, cuando, al paladear algo que no fue de su gusto, inició nuestro tormento, pues azotó con la trompa alimentos, bandejas, platos y tazas de porcelana, así como el cristal, causando un crujido ensordecedor, a la par que bramaba con furia por nuestro mal paladar.
Con un golpe ensordecedor partió la mesa, esparciendo su contenido por el suelo. No contento con la barahúnda que había formado, se dedicó a pisotear con ahínco nuestro precioso menaje, hasta dejarlo perfectamente aniquilado. Para terminar, de un rápido trompazo, rompió el mástil que sujetaba la tienda, cayendo esta vencida. Una vez que hubo completado el castigo, se marchó tranquilo, sin dignarse dirigirnos una sola mirada.
Durante unos instantes todos permanecimos inmóviles, sin poder creer lo que acabábamos de presenciar. Pronto nos sorprendió una carcajada: Lynn, cámara en ristre, había tenido la presencia de ánimo de grabar la insólita escena, y se felicitaba por su suerte.
—Pero… Lynn, ¡te ha dejado sin vajilla, sin cristalería, sin comida…! —compadecí, consternada.
—No pasa nada, Mayte —intervino Terry, tan contento como su mujer—. En tantos años de safaris, nunca habíamos vivido esta experiencia. —Y abrazando a su mujer exclamó—: ¡Eres única, darling!
—¿En qué beberemos ahora y qué comeremos? —pregunté, alarmada.
—No te preocupes. Las provisiones son abundantes; siempre traigo otra vajilla y otra cristalería. Tendréis todo lo necesario.
—Lynn, ha destrozado todo. ¿No estás enfadada? —dije, asombrada.
—Ni lo más mínimo. Ese elefante ha destruido cosas que se pueden reponer. Pero nos ha regalado una experiencia irrepetible.
—Tiene razón —repuse—. Hemos contemplado la fuerza de la naturaleza en todo su poderío.
Los empleados kenianos no parecían compartir el entusiasmo de sus jefes, y seguían parapetados tras los árboles cercanos, oteando el horizonte por si su salvaje visitante volvía a las andadas.
Cuando Cris y yo estuvimos solos, le comenté todavía aturdida:
—Tus amigos son un poco raros. Parecía que estaban agradecidos a esa bestia irrefrenable por su ataque a un pacífico desayuno.
—Son ingleses. —Fue la escueta respuesta de mi marido.
—Es una forma distinta de ver lo sucedido —argumenté—. Tendré que aprender tanto…
—¡Esa es mi chica! Así me gusta. —Y con una sonrisa me propuso—: Deberíamos salir antes de que haga demasiado calor y los animales se escondan en la sombra. Vamos.
Yo no las tenía todas conmigo, pero comprendí que dejaría muy mal a mi marido si me negaba a seguir con el programa establecido. Además, lo había organizado con tal ilusión…
Hice acopio de un valor que no tenía, me calcé unas botas altas y de fuerte cuero, y me lancé a la aventura. No me arrepentí de aquello.
Dominada por el altivo Kilimanjaro, la sabana se extendía hasta el infinito. Los matorrales espinosos y las altas acacias rodeaban unas imponentes rocas grises. El fondo ocre de hierbas secas realzaba las franjas de hierba fresca, verde y suculenta, que rodeaban una charca de agua a cuyo reclamo acudían elegantes jirafas balanceándose sobre sus largas patas; antílopes de mirada tímida, siempre al acecho del posible atacante; facocheros de cuerpo rotundo y cómico trotar, con sus crías retozando alrededor…
Así tuvo que ser el inicio del mundo: limpio, silencioso, nítido, perfecto. Una sensación de bienestar inundó mi corazón.
Abracé a Cris con agradecimiento por tan singular regalo, y él, sonriendo, me indicó que guardara silencio y que me fijara en un árbol cercano.
Agucé la vista. Una manada de leones —un macho, dos hembras y cinco o seis cachorros reunidos en familia— parecía aguardar algo o a alguien.
En los aledaños, unas cebras pastaban tranquilas sin percibir el peligro que acechaba desde la distancia. Las dos leonas se incorporaron con lentitud, estiraron su cuerpo como si se prepararan para una competición y comenzaron a desplazarse, concentradas, en total silencio. Sus movimientos eran acompasados, elásticos, y avanzaban casi pegadas a la tierra. Los arbustos les servían de escondrijo y, camufladas entre las hierbas ocres de la sabana, se acercaron a las confiadas cebras. Estas movían constantemente sus colas, como un péndulo, acariciando sus grupas de rayas blancas y negras. Una de ellas alzó la cabeza alertada por la proximidad de un movimiento felino. Emprendió la manada una pronta huida, pero ya era demasiado tarde para una de las más jóvenes. En su desesperada carrera, no pudo evitar que una leona le diera alcance, mientras la otra le atacaba de frente, sin darle tiempo a reaccionar.
Intentó el pobre animal defenderse con unas tremendas coces, pero la fiera no soltaba a su presa y hundía sus colmillos cada vez con más fuerza. Tras unos instantes de lucha a muerte, se oyó un estertor final y el precioso animal fue arrastrado junto al resto de los leones, dispuestos a repartirse el tan preciado botín.
La magnificencia y el horror de Kenia aparecían juntos, indisolubles, como si el bien no pudiera existir sin el mal y viceversa.
Al atardecer Cris y yo nos sentamos en la entrada de nuestra tienda, desde donde gozábamos de una vista esplendorosa de la gran montaña. Saboreando un estimulante gin-tonic, dejamos pasar el tiempo, en silencio, imbuidos de respeto ante la magnificencia de esa naturaleza incontaminada. Las sombras de penumbra cubrían ya la tierra, pero en el cielo, un resplandor de oro y púrpura iluminaba unos jirones de nubes cárdenas que flotaban, etéreas, acompañando al sol en su viaje hacia otras tierras.
Un camarero vino a encender la vela de citronella, que ahuyentaría a los mosquitos con su fresco aroma. La luz difusa del candil incitaba a la confidencia, la magia, el misterio.
—En el fondo —rompí la quietud—, lo que hemos visto esta mañana es el fiel reflejo de nuestro mundo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Cris.
—El mundo de los animales tiene sus reglas: caza el que tiene que comer; protege la madre a la cría; la unión de cada especie hace la fuerza; el solitario ha de ingeniárselas para ser el más fuerte, o el más astuto.
—En cierto sentido —añadió mi marido—, las fieras que llamamos «salvajes» son menos crueles que algunos hombres. No matan por placer. Solo en caso de necesidad.
—Sí, pero en ningún lugar he visto el reflejo del supremo bien, de la belleza extrema, en el mismo tiempo y lugar… El terror y la muerte.
—Mayte, darling, esta es ciertamente una tierra de contrastes. No olvides que, en el momento más idílico, puede surgir el peligro, el mal.
—En nuestras sociedades intentamos dar un barniz de civilización, pero las pasiones siguen dominando el mundo —afirmé—. El amor y el odio están estrechamente ligados; la devoción y el desprecio; la admiración y la envidia…
Un beso largo, profundo, cerró mis labios.
—Mi amor y mi pasión por ti no cambiarán nunca.
Esa noche, después de la cena, Lynn nos animó a tomar una copa junto al fuego. Terry, que de costumbre era un hombre de pocas palabras, se apasionó al hablar de los tiempos pasados en su adorada Kenia.
—¿Te acuerdas, Cris, cuando íbamos con nuestros padres de caza?
—Esta tierra era…
Terry lo interrumpió para decir con entusiasmo:
—La sabana aparecía como en el primer día de la creación; la vida era más auténtica; el hombre, con su inteligencia, se enfrentaba a la fuerza del animal; la aventura, el peligro, la lucha… y el triunfo. ¡Qué tiempos!
—Ahora, con la prohibición de cazar, el turismo ha progresado al abrir el abanico a los no cazadores —aventuré.
—¡Qué disparate, querida amiga! —exclamó el ex cazador—. En el año 1977, cuando se prohibió la caza, se abrieron las fronteras a los verdaderos depredadores: ¡los furtivos!
—Me temo que es cierto, Mayte —apostilló mi marido—. La demanda de marfil y del cuerno del rinoceronte, y las elevadas sumas que se pagan en el mercado por ellos, empuja a los delincuentes a obtenerlos por cualquier método.
—Estas llanuras fueron el paraíso —continuó Terry—. El cazador respeta de manera inequívoca a su adversario, la fiera, con la que se mide en un duelo ritual.
Yo no estaba tan convencida de sus palabras. Y al ver mi gesto de incredulidad, Lynn intervino:
—Así es. Los profesionales aman esta tierra. Para ellos, es la última frontera, el hombre en su estado natural.
—Sin embargo —corroboró mi marido—, los furtivos, incitada su codicia por las altas ganancias que les ofrecen las organizaciones internacionales, están dispuestos a cualquier salvajada.
—Es fácil de entender —dijo Terry, ya embalado—. Estos furtivos abaten a rinocerontes y elefantes con metralletas de acerada precisión. Los animales no tienen una sola probabilidad.
—El gobierno keniano persigue a estos malhechores… —aventuré.
—Sí, pero los bandidos, muchos de ellos somalíes, eternos enemigos de Kenia, están mucho mejor equipados. Están financiados por esas organizaciones comerciales sin escrúpulos, que luego distribuyen el marfil y polvo de cuerno en todo el mundo.
—¿Para qué quieren el cuerno de rinoceronte?
—Aunque se ha demostrado que es falso, existe la creencia de que es afrodisíaco —aclaró Lynn.
—No sé si conoces a Eric Lundgren. Es un antiguo cazador blanco —intervino Terry—. Él podría describirte las horripilantes escenas que ha visto: magníficos ejemplares de elefantes y rinocerontes, con heridas ensangrentadas donde antes estaban colmillos y cuernos; patas cercenadas…
—Los cazadores también ostentan sus trofeos en sus casas… —No pude acabar porque mi marido intervino.
—Los furtivos matan sin criterio de selección. Aniquilan por dinero…
—Y sin ningún respeto —le interrumpió Terry—. Desprecian las cuotas, la deportividad, las hembras preñadas, o todo aquello que hacía de la caza un deporte noble, y de la sabana de Kenia un lugar único en el mundo. —Suspiró y retomó su discurso—. De hecho, cada año decrece el número de ejemplares de los «cinco grandes», león, leopardo, elefante, rinoceronte y búfalo.
—Sí, eso he oído —asentí.
—Es cierto que se están tomando medidas —admitió el ex cazador—, pero no son suficientes. Este país tiene un gran potencial con el turismo. Si pierde los animales, que son su riqueza, pierde su economía y su esencia.
Siguió un largo silencio. Empecé a comprender a esos hombres y mujeres que habían vivido con la naturaleza.
Incluso los porteadores y ayudantes, atentos a la conversación, habían escuchado con atención, introduciendo breves datos.
Pude percibir una poderosa conexión entre hombres tan diversos, de distinta raza y condición, pero unidos por el potente instinto de la vida en su estado primigenio: la coexistencia con la naturaleza.
La jornada siguiente amaneció gris y desabrida. Una niebla sinuosa y perversa desdibujaba los perfiles de la maleza, los árboles y las montañas, que parecían fundirse en la mañana cenicienta. El desayuno transcurrió esta vez en calma, y a continuación salimos para un recorrido por la sabana. La víspera había sido un día plagado de emociones, y mi curiosidad me hacía estar alerta para no perderme ningún acontecimiento.
Pero no sucedió nada. Los animales se habían refugiado en sus guaridas, en previsión de la inminente lluvia, y todo parecía muy tranquilo.
Un rayo de sol traspasó de manera inesperada las nubes e iluminó con luz cegadora los ocres campos. Uno de los kenianos susurró:
—Twiga, ¡jirafa!
Como por ensalmo, unas tímidas jirafas hicieron su aparición. En todos los años que he pasado en África, nunca me cansé de mirar a las jirafas. La elegancia en sus desplazamientos lentos, su celeridad al escapar del depredador, su magnífica piel dibujada en extraordinaria geometría, el intenso color de su cuerpo…
Estaban muy cerca y nosotros guardábamos un silencio sepulcral para no ahuyentarlas. Ellas se dirigieron hacia unas acacias vecinas y comenzaron su almuerzo. Sorteaban con extrema habilidad las agudas púas del fiebre amarilla, introduciendo sus labios entre sus ramas para obtener los tiernos brotes del suculento árbol. Al alargar su cuello para alcanzar las ramas más altas, parecían esculturas.
Una cría, debía de tener apenas unas horas, buscaba con ansia el alimento en las ubres de su madre. Esta le lamía suavemente, con ternura, animándole a seguir. Yo las contemplaba, fascinada. Terry me susurró que si quería ver otros animales debíamos marcharnos a un lugar detrás de las colinas.
—Ya iremos por la tarde, si te parece —le dije—. Me gustaría quedarme aquí un poco más. —Y volviéndome a Cris, murmuré—: ¡Los instantes mágicos hay que saborearlos! Fíjate en la luz dorada, en estos animales tan bellos, tan etéreos, ¡y en el olor de la tierra!
Cuando regresamos al campamento, me invadía una intensa felicidad. Acabada la comida, nos dirigimos en todoterreno al lugar que Terry había sugerido. Allí pudimos observar elefantes, rinocerontes, búfalos y unos nerviosos antílopes pequeños llamados dik-dik, que convivían en esa naturaleza primigenia que aún era posible disfrutar en Kenia.
Por la noche la conversación alrededor del fuego tomó un cariz muy diferente al de la velada anterior.
—¿Cómo te encuentras en tu trabajo, Cris? —preguntó Terry.
—Al principio tuve que dedicarle muchas horas. De hecho, esa es la razón por la que quise compensar a Mayte con este safari. Me he visto obligado a dejarla sola durante muchos días.
—Me encanta que lo hayas hecho —intervino Lynn dirigiéndose a mí—. Así hemos podido compartir contigo la maravillosa experiencia que supone descubrir el Kilimanjaro.
—Tú conoces a la perfección el terreno que pisas, Cris —volvió a la carga Terry—, pero no está de más que mantengas la guardia alta.
Mi marido dirigió una mirada rauda a su amigo, pero ya era tarde. Mi alarma había saltado.
—¿Tu misión encierra algún peligro? ¿Tu cometido no era simplemente asesorar?
O sea que me había ocultado algo, que no era todo tan sencillo como él lo había descrito. Y yo pensando en las cortinas, los sofás y las cacerolas.
—No seas alarmista —respondió mi marido a su amigo—. Sabes que soy consciente de la lucha por el poder que tiene lugar dentro del gabinete. Pero eso no me incumbe. Aconsejo. No tengo que tomar decisiones.
—El descontento por la corrupción es como un reguero de pólvora que amenaza nuestro país —insistió Lynn—. Bajo la aparente tranquilidad en la ciudad, puede esconderse una revuelta.
—No lo creo. —Cris taladraba con la mirada a sus amigos—. Si hubiera la menor conspiración, al presidente le cogerá preparado.
—Pues se rumorea que hay un movimiento llamado Mwa Kenia que está recolectando muchos adeptos en la universidad —apuntó Lynn.
Mi marido contuvo un gesto de impaciencia.
—Son apenas unos cuantos estudiantes, Lynn. No te equivoques.
Terry volvió a la carga ante la irritación de mi marido:
—Al parecer, hay bastantes profesores implicados. El descontento de los militares y universitarios es tan patente, que incluso preocupa al presidente, quien sabe que, entre sus ministros, hay hombres ambiciosos que pueden codiciar su puesto.
—También sabe que, antes de anhelar su puesto, han de eliminarse los unos a los otros —apuntó Lynn.
Yo escuchaba sorprendida ante la inquietud de unas personas que querían a Cris.
—Exacto, Lynn —respondió mi marido—. Están demasiado ocupados observándose. Soy nada más un funcionario que dará su leal consejo, y que no tiene poder para empujar la balanza en pro de uno u otro. —Se levantó entonces y con un deje de impaciencia me sugirió—: Vamos, Mayte, es muy tarde. Mañana hay que madrugar.
Ya en nuestra tienda, le pregunté sobre la preocupación manifiesta de sus amigos, pero él le restó importancia, como quien aparta un mal pensamiento. Pero yo dormí mal, preocupada por las dudas que bullían en mi mente.
¿Eran sus amigos unos exaltados, o bien mi marido intentaba ocultarme una emergencia real?
La estridente belleza de Kenia, y el reverso de su medalla, la extrema violencia, habían dejado la impronta de una huella imborrable. Era solo el comienzo.