8

Sí, es amor

1987-1988

Habíamos sido invitados a una cena muy especial. Protegida por las colinas de Ngong, se hallaba la antigua casa de Karen Blixen, en la que tanto amó y sufrió. Allí, unos amigos ismaelíes ofrecían un convite singular: era un homenaje al Aga Khan, y como los invitados seríamos muy numerosos, Parviz, nuestra anfitriona, me había informado que las mesas estarían instaladas bajo una carpa en el jardín.

—Tráete un chal —advirtió—. Aunque yo tendré preparadas pashminas para quien no haya pensado en ello.

A Cris siempre le encantaba verme arreglada. No era difícil en Nairobi, pues los bazares de los comerciantes indios estaban repletos de sedas rutilantes, de colores sorprendentes y texturas acariciantes. Arabella me había llevado a una costurera india que unía el afán de perfección a una paciencia infinita.

Yo había elegido una seda gris perla, y la modista había sabido combinar las doradas cenefas que rodeaban el tejido en armoniosa combinación. Como único adorno me puse unos pendientes de coral, largos y de un suntuoso tono anaranjado, que Cris me había regalado al nacer Tina. El resultado debió de gustarle porque se quedó un buen rato mirándome embobado.

Cuando llegamos al barrio de Karen, así llamado en recuerdo de la escritora que tanto amó Kenia, empezó a soplar una ligera brisa. Tras enfundarme el chal, entramos en la casa, donde los invitados estaban tomando el aperitivo. El Aga Khan no se hizo esperar. Llegó acompañado de varias personas, entre ellas una dama que llamó poderosamente mi atención. Un sari rojo envolvía su cuerpo a la manera tradicional e iba peinada con un moño alto que alargaba aún más su esbelto cuello. Un impresionante collar brillaba en mil fulgores. Era una típica joya india; las piedras no eran de gran tamaño, pero el diseño y la forma en la que estaban engarzadas hablaba de la más refinada tradición de la orfebrería india: pequeñas esmeraldas, diamantes y rubíes formaban, en filigrana de oro, un delicado dibujo de gotas, típico de Cachemira. Esta alhaja acababa en diminutas gotas de rubí y esmeralda, que temblaban sobre la piel de su elegante propietaria, cada vez que esta hacía el menor movimiento.

El homenajeado saludó a todos y cada uno de los asistentes, interesándose por su labor en Kenia y su país de procedencia. Y por fin nos dispusimos a cenar.

La carpa parecía un espejismo. Estaba confeccionada en una loneta de color marfil y unas abrazaderas negras con grandes borlas sostenían las cortinas, que, en caso de necesidad, protegerían del viento.

Todo el césped, en el que habían instalado la tienda, estaba cubierto por alfombras persas de idéntico tamaño y color. Aquí y allá, en mesas y columnas, unas velas de tono marfil, de diferentes alturas y tamaños, habían sido colocadas sobre circunferencias de espejo, reflejando una y mil veces las titilantes llamas.

Flores azules, african lilys y heliotropos, perfumaban el ambiente con su aroma denso y sensual. En torno a la casa, unos inmensos braseros hacían crepitar un reconfortante fuego, que contribuía, con sus ardientes brasas, a la sensación de hechizo que impregnaba el ambiente.

Una oleada de admiración envolvió a mi amiga Parviz, que sonreía satisfecha. Su deslumbrante sari verde esmeralda destacaba su pelo negro y sus ojos de mirada profunda.

Los anfitriones situaron en el lugar de honor al Aga Khan, flanqueado por ellos mismos y los dos ministros kenianos, el de Planificación y el de Finanzas, al cual asesoraba mi marido. La fastuosa señora del sari rojo estaba entre el homenajeado y Peter Mboya.

«Mujer afortunada…», pensé.

Todo iba a las mil maravillas cuando, de repente, el pájaro de la lluvia entonó por dos veces su melifluo canto. Unas leves gotas comenzaron a tocar una suave música en el techo de la carpa. Los camareros se apresuraron a cerrar los costados con las cortinas, y todos continuamos comiendo en total sosiego. Pero el rostro de la anfitriona revelaba una cierta inquietud.

Al poco tiempo, la lluvia comenzó a caer con más fuerza; el repiqueteo de las gotas era cada vez más sonoro; los camareros pasaban el túnel cubierto que iba de la cocina a la carpa a toda velocidad, para que el agua no mojara las bandejas; unos sinuosos hilillos de agua se infiltraban bajo las alfombras. El viento aumentó, formando torbellinos de aire empujando las rachas de agua contra la loneta, que temblaba ante el ataque de los elementos. No era posible escapar hacia la casa, pues la tormenta era vigorosa. El agua que subrepticiamente había inundado el césped lo había convertido en barro, y las sillas, bajo el peso de algún invitado, hundían sus patas en la tierra, incluso a través de los preciados tapices.

Amainó el aguacero, pero no así el vendaval.

Ante la amenaza de que la carpa pudiera desplomarse, mi horrorizada Parviz decidió que fuéramos rescatados por los camareros, armados de sendos paraguas. La breve distancia entre la tienda y el porche parecía haber crecido durante el ágape. Y ahí iniciamos una retirada que tuvo sus momentos cómicos, con algún resbalón incluido.

Al llegar a la casa, intentábamos sacudirnos el agua con aire digno, pero nuestro aspecto era lamentable. Los trajes largos de las señoras se adornaban de una ancha franja rojiza, que el barro había teñido en el bajo de los mismos. Los primorosos peinados, pasados por agua, se habían convertido en tristes guedejas; la lluvia torrencial había corrido el maquillaje de alguna bella… Parecíamos esperpentos salidos de una obra de Valle-Inclán.

En los salones habían encendido las chimeneas y los confortables sofás nos acogieron para poder terminar la noche en relativa calma.

El Aga Khan se marchó pronto, y otros tantos le siguieron para tratar de evitar el seguro resfriado, pero un grupo de amigos nos quedamos para aliviar la desolación de nuestra anfitriona. Entre ellos, uno de los invitados más importantes, Peter Mboya, el ministro de Planificación.

Reunidos en torno a la chimenea, Arabella, Betty, Archie, Lynn, Terry, Peter, Cris, Parviz y yo, formábamos un heterogéneo grupo.

—No comprendo cómo hemos podido sufrir semejante tempestad. No estamos en época de lluvias —se lamentaba Parviz.

—No te desanimes —le dije—. Lo habías preparado todo de manera magistral. Era una belleza. Parecía que flotábamos en una nube.

—No hables de nubes. No es lo apropiado. —Peter tenía un sentido socarrón de los acontecimientos.

—Lo cierto es que lo hemos pasado muy bien —apuntó Arabella, optimista—, y te aseguro que nadie olvidará esta velada.

Unos invitados acudieron a despedirse y la anfitriona se levantó para acompañarles.

—¡Qué pena! —exclamé—. Parviz había trabajado tanto, cuidando hasta el mínimo detalle…

—Es cierto. Pocas veces se ve en Nairobi a los más importantes personajes de los distintos estamentos sociales reunidos bajo el mismo techo. Y no faltó nadie, lo cual es aún más extraordinario. —Archie, buen conocedor de la sociedad keniana, lo había calibrado con exactitud.

—¿Sigue habiendo resentimiento hacia la comunidad india? —preguntó Cris.

—No —negó Peter—. El desastroso ejemplo de Uganda está muy presente. Creo que ha sido una eficaz vacuna contra la discriminación racial.

—¿Qué sucedió en Uganda? —pregunté, intrigada.

—El presidente Idi Amin, con el ánimo de enriquecer a los suyos y a sí mismo, requisó los florecientes negocios de la comunidad india y los entregó a sus paniaguados. El resultado fue nefasto.

Lo que Peter contaba era de sumo interés, pero yo no podía evitar sentirme arrullada por su voz masculina y sensual. Arabella me sacó de mi ensoñación.

—Idi Amin fue un genocida y llevó el país a la ruina.

—Esa es la diferencia. —Peter me miró y siguió con parsimonia—: Kenyatta y mi tío Thomas Mboya predicaron el Harambe, «todos a una»: todas las razas, todos los credos, todos aquellos que pudieran contribuir a la prosperidad de la nación, fueron bienvenidos.

—Fue la genialidad de dos hombres de bien.

Pude percibir emoción en las palabras de Cris.

Archie decidió lanzarse:

—También los antiguos colonos blancos colaboraron para hacer de Kenia uno de los países más estables y florecientes de África.

—Archie, tú eres tan keniano como yo —afirmó Peter, rotundo—. Y tienes razón, las diferentes etnias han participado, a base de trabajo serio y ordenado, con aquello que sabían hacer con eficiencia e ilusión.

—Estoy orgulloso de nuestros logros: una sociedad que ha conseguido establecer una relación en régimen de igualdad.

—Mientras la mujer no obtenga el debido respeto… —y al decirlo temí que mi intervención rompiera el lirismo imperante—, un salario justo, educación adecuada, en resumen, los mismos derechos que los hombres, no podréis hablar de igualdad.

Peter me miró sorprendido.

—Es verdad —corroboró despacio, como si reflexionara—. Mayte, ¿sabes lo que dijo Tom Mboya cuando visitó el colegio de Kianda en 1968?

—Hay que recordar —me aclaró Arabella— que Kianda fue la primera escuela de formación profesional para mujeres en África.

—Mi tío dijo en su discurso: «Todo hombre debe respetar ciertos valores, ciertos principios, ciertos ideales y ciertas normas de conducta. Nosotros, en el gobierno, estamos muy satisfechos con los resultados de las mujeres formadas para su profesión en Kianda College, en todos los departamentos en que han empleado a sus alumnas.» Y así fue.

—La educación origina libertad, y la libertad produce dignidad —susurré.

Su mirada me envolvió como un cálido abrazo. Tuve que levantarme para ocultar mi turbación.

—Ahora vuelvo.

Sentí sus ojos ardiendo en mi piel. Al regresar, sonaba la música. Bailé con Cris un par de veces, y al encontrarse él con un amigo, me dirigí a sentarme junto a Arabella, pero una mano me cogió decidida por el brazo. De pronto, me encontré entre los brazos de Peter, meciéndome al son de una samba melancólica, Orfeo Negro. No me atreví ni a respirar. Estaba tan emocionada, que temía que cualquier palabra pudiera romper el hechizo.

Sentía su mano poderosa en mi espalda, y la otra sujetaba la mía, haciendo que me creyera invencible. El calor de su cuerpo producía en mí una sensación de vida, de euforia, de inacabable energía. Yo, que no había conocido la pasión, comenzaba a encontrarla en el momento más equivocado de mi vida.

Laura me llamó para preguntarme si estaba en casa.

—Claro. Estaré jugando, como todas las tardes, con Tina.

Me extrañó su urgencia, pues solía regresar muy tarde del dispensario. Al llegar, me encontró jugando en el jardín con mi hija. No se anduvo por las ramas.

—Mayte, perdóname si soy indiscreta… He notado tu interés por Peter, y creo debes conocer lo sucedido.

Mi corazón dio un vuelco.

—Tú me dirás… —Luego añadí, intrigada—: ¿Cómo es posible que hayas averiguado lo que siento por él? ¿Es tan obvio?

—No. Pero no olvides que nos conocemos desde niñas, y sé bien lo que sucede cuando tienes ojos de tormenta. —Y añadió—: Peter es un hombre íntegro, y le admiro por serlo, pero tiene enemigos poderosos, y el ataque de ayer ha sido un serio aviso.

—¿Un ataque? —Sentí un latigazo de temor—. ¡Cuéntame, por favor!

—Un médico que trabaja en el dispensario me ha contado lo que presenció ayer: Peter caminaba deprisa hacia la entrada de la universidad, donde debía pronunciar una conferencia…

—Sé que ha sido profesor de la universidad —asentí—, y que guarda buen recuerdo…

Mi amiga prosiguió:

—Unos hombres mal encarados le rodearon antes de que él pudiera darse cuenta de lo que sucedía. Le increparon con violencia: «¡Quieres cambiar nuestro país! ¡Traidor! ¡Vendido a los wazungus! ¡Cómplice de los americanos!» El guardaespaldas luchaba ya contra otros tres que se habían apoderado de su pistola…

Yo, horrorizada, escuchaba el relato de Laura.

—Peter, estimulado por la situación extrema, hizo acopio de su presencia de ánimo, encarándolos con absoluta determinación y total frialdad. Pero aquellos sicarios no venían a protestar ni a oír argumentos; tenían una misión muy clara, y empezaron a golpearle.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté, alarmada.

—Escucha. Cuando ya se veía perdido, un grupo de jóvenes armados de palos arremetieron contra los asaltantes, abriendo el círculo en el que tenían atrapado a Peter. A base de mandobles a derecha e izquierda, consiguieron llegar hasta el ministro, salvándole así de sus captores, que, al sentir en sus costillas la decisión de los defensores, se dieron a la fuga, no sin antes disparar contra Peter.

—¿Está herido? —Mi angustia aumentaba.

—Por suerte, el agresor no era buen tirador y no alcanzó su objetivo.

—¡Gracias a Dios! —musité.

—Peter agradeció su intervención a sus salvadores —continuaba mi amiga—: «¡Qué oportunos!», dijo. «Estábamos esperándole en la puerta, y al ver lo que sucedía decidimos intervenir», contestaron ellos. Parece ser que el chico que hablaba tenía un rostro familiar. Peter se quedó mirándole y el joven, al darse cuenta, le dijo: «Ministro, soy Kilifi. Usted fue mi profesor en esta universidad.» «Claro, ¡ya te recuerdo! Eres de Mombasa y magnífico estudiante, ¿verdad?» «Soy de la costa, sí. Y se hace lo que se puede.»

»Entonces estrechó la mano de sus alumnos, uno a uno, admirando su coraje. “Somos nosotros los que debemos expresarle nuestro reconocimiento”, inició Kilifi. Y animado por sus compañeros prosiguió: “Usted está trabajando por acelerar un proceso de transparencia y democratización del país que muchos deseamos con ardor. Y eso puede ser peligroso. Pero no se deja amedrentar. Como su tío. Gracias.” “Estamos con usted. Cuente con nosotros”, dijeron unos y otros con entusiasmo.

Yo escuchaba aterrada.

—El doctor me comentó —Laura hablaba con calma— que uno de los profesores, que lo había observado todo, escuchaba con disgusto las adhesiones de los estudiantes. Y se fue deprisa y corriendo a contar lo sucedido a quien, seguro, dirige la trama.

—Laura, ¿crees que es un episodio aislado?

—Mayte, según me contó el doctor, ha sido un aviso. Pero lo que más le preocupó fue ver al otro profesor marcharse precipitadamente.

Había recibido con espanto la noticia del frustrado atentado contra Peter, pero cuando me llamó Arabella y me insinuó que un miembro del gabinete podía estar implicado, sentí terror. Y me negaba a creerlo.

—Es imposible lo que dices. Arabella, ¡es un ministro del gobierno! ¿Cómo va a consentir el presidente semejante desacato?

—Tienes que aceptar la realidad, Mayte. Recuerda que el tío de Peter, Tom Mboya, fue asesinado.

—Eso sucedió hace muchos años, cuando este país estaba aún en formación.

—Mira, el mejor consejo que podemos darle sus amigos es que extreme la prudencia. Esto ha sido un claro aviso.

—Gracias por llamarme, Arabella.

—Sabía que te interesaría. —Fue su inquietante respuesta, más por el tono que por las palabras en sí.

Creo que ella ya se había dado cuenta de algo que yo me negaba a admitir. Nunca pensé que los sentimientos tan fuertes y encontrados que batallaban dentro de mí resultaran tan claros.

«Tengo que ir con cuidado», me dije.

En cuanto a los hechos narrados, lo que mi amiga me había descrito era un ataque en toda regla. En mi mente, di mil vueltas a los motivos y las posibles personas que lo habían provocado. Y tras martirizarme elucubrando, por fin tomé la decisión de llamar al propio Peter con el deseo de saber lo ocurrido. Pero acabé aceptando una cita para explicármelo. Mientras conducía hacia el Parque Nacional de Nairobi, me decía a mí misma que no podía consentir que sucediera nada; que debía interesarme por su problema, pero siempre manteniéndome distante.

Al llegar, lo vi solo y sin escolta, lo cual era una gran imprudencia. Me aguardaba en el interior de su coche. Entré en el automóvil y nos dirigimos hacia los caminos que recorrían el parque. Se detuvo en una glorieta desde la que se divisaba un infinito panorama. Estaba cercada para evitar posibles sobresaltos a los que las fieras, en total libertad en ese territorio, eran tan aficionadas.

—No os preocupéis por mí. —Su voz era firme—. Estoy al tanto de lo que sucede y sé cuidarme.

—Estoy inquieta. No comprendo cómo han podido atreverse a cercar a un ministro importante.

—Kenia es un país que se ha construido en un sutil equilibrio entre la influencia de las diferentes tribus.

No continuó. Lo importante era que yo le tenía ante mí vivo, y con una simple mirada, él entendió lo que yo sentía. Fue a mi pesar, contra mi voluntad. Yo deseaba continuar con mi vida serena y perfecta. Con mi marido generoso y mi hija tan deseada. Pero mi corazón había decidido ir por libre.

Peter me besó despacio, con una suavidad inusitada; sus labios eran cálidos y pacientes; despertaban mi deseo despacio, disfrutando el instante que sin duda él había acariciado desde esa noche de lluvia, cuando bailamos aquella samba inolvidable. Me abandoné a su abrazo; mi piel ansiaba el contacto de su piel; más que placer, era algo arrasador, imponente…

Un rumor me hizo abrir los ojos. Ante nosotros, vi una familia de kenianos que reía ante lo que parecíamos: una pareja de enamorados clandestinos. Me avergoncé de mí misma. No era el lugar adecuado, ni debía claudicar de esa manera. Cris no lo merecía. Fue como si hubiera despertado de un sueño placentero.

—Peter, por favor, llévame a mi coche. Tengo que volver.

—Mayte, ¡no te vayas!

—Debo marcharme. Me esperan en casa.

Entonces recurrió al chantaje emocional.

—Acabo de sufrir una terrible peripecia…

—Acércame a mi coche o me iré andando. —E hice ademán de abrir la puerta y salir.

—¡No, no! —Rio—. ¡Puede ser peligroso para las fieras!

Arranqué sin tan siquiera mirarle. Unas ideas contradictorias se arremolinaban en mi cabeza. Nunca había sentido semejante pasión. La anhelaba, para rechazarla después. Quería estar junto a Peter, para odiarlo de inmediato por venir a desatar esa tormenta en mi apacible existencia. Nada más llegar a casa, corrí a abrazar a Cristina. Lo hice con tal fuerza, como si me agarrara a un salvavidas, que la niña me miró sorprendida. Permanecí no sé cuánto tiempo jugando con ella, intentando extraer de su frágil cuerpo la voluntad que a mí me faltaba. Cuando Cris entró en la habitación, su rostro reflejaba tal felicidad, que tomé la determinación que había rondado mi mente toda la tarde.

—Cris, creo que me convendría viajar a San Sebastián. Mi madre no está bien y todavía no conoce a su nieta. ¿Qué te parece?

—Es una gran idea. Os echaré de menos, la casa me parecerá vacía, pero comprendo tus motivos.

—Serán pocos días. Te lo prometo.

—En realidad, me sorprende que no hayas planteado ese viaje antes. Ve tranquila y disfruta.

Era una huida. Yo, que lo sabía, me interné en ese camino con determinación.