8
Par’chin
326-328 d. R.
El demonio de las rocas rugió e intentó aplastarles con su zarpa. Jardir cayó de rodillas a consecuencia del impacto, pero le dio tiempo a apuntalar el escudo protegido con el hombro mientras lo alzaba para cubrir a ambos.
El impacto le hizo castañetear los dientes y le sacudió con fuerza la columna. Sintió cómo el brazo que sostenía el escudo se le salía de la articulación del hombro y se le quedaba flácido.
Pero la magia restalló y el enorme alagai saltó despedido hacia atrás. Se golpeó contra una de las paredes y los grafos dibujados en ella flamearon y arrojaron al demonio contra la opuesta, que llameó a su vez. El alagai chilló furioso, lanzado de un lado para otro como la pelota de un chiquillo.
El hombre de las tierras verdes se levantó con rapidez, y cogió a Jardir del hombro sano para ponerle en pie. Para entonces los Captores ya habían terminado su trabajo y ambos salieron dando tumbos del apostadero, mientras el alagai se debatía.
Un momento después, el demonio de las rocas recuperó el equilibrio y se arrojó sobre ellos, pero los grafos del norteño estallaron en llamas y fue rechazado. El forastero le gritó algo a la bestia e hizo un gesto que Jardir supuso era tan obsceno en el norte como en Krasia y se echó a reír.
—¿Qué noticias hay de los Batidores? —preguntó Jardir a Shanjat.
—Han invadido la mitad del Laberinto —replicó este—. Unos cuantos guerreros resisten detrás de los grafos en los apostaderos, pero la mayoría se han marchado a los brazos de Everam. Los majah resisten aún en el nivel sexto, ya que allí los alagai no han conseguido penetrar las protecciones.
—¿Cuántos guerreros hemos perdido? —inquirió Jardir, temiendo la respuesta.
Shanjat se encogió de hombros.
—No hay forma de saberlo antes del alba, cuando los hombres escondidos salgan a la luz y los kai’Sharum hagan un recuento completo.
—Calcula.
—No menos de un tercio —respondió Shanjat con expresión grave—. Quizá la mitad.
Jardir frunció el ceño. No había habido pérdidas como esas en una sola noche desde el Retorno. El Andrah pondría su cabeza sobre el tajo del verdugo.
—Si el interior del Laberinto está despejado, comenzad a evacuar a los heridos al pabellón de las dama’ting.
—Primer Guerrero, deberías ir con ellos —le indicó Shanjat—. Tu hombro…
Él le echó una ojeada al brazo, que le colgaba sin fuerza al costado. Había aceptado el dolor y se había olvidado de él. Cuando lo recordó, volvió a percibirlo de nuevo, lacerante, hasta que volvió a suprimirlo.
Sacudió la cabeza.
—El brazo puede esperar. Que los Batidores me traigan aquí sus informes. El sol tardará poco en elevarse y deseo ver cómo se queman los alagai.
Shanjat asintió y se marchó, gritando órdenes a su paso. Se volvió para observar al demonio de las rocas, que arañaba los grafos y rugía de furia intentando alcanzar al norteño. Este permanecía sereno ante él, y ambos, el humano y la criatura, mostraban el mismo odio mientras se observaban con mirada fija.
—¿Qué ha sucedido entre vosotros? —le preguntó Jardir, con la certeza de que el norteño no le entendería.
Pero, de manera sorprendente, el hombre pareció adivinar su pregunta, quizá por el tono, y se volvió hacia él. Después hizo el mismo gesto de cortar con la mano que había hecho antes. Alargó su brazo derecho y gesticuló como si fuera a cortarlo con el otro, justo por encima del codo.
Los ojos de Jardir se abrieron de par en par cuando comprendió el significado de lo que el norteño quería comunicarle.
—¡¿Le cortaste el brazo?! —Los demás se volvieron al escuchar las palabras. Cuando el norteño asintió, Jardir oyó el zumbido del rumor que se extendería por toda la ciudad como la arena en el viento.
—Te he subestimado, amigo mío. Me honra que seas mi ajin’pal.
El hombre de las tierras verdes se encogió de hombros y sonrió, sin entender sus palabras.
Poco después se produjo aquella intensificación del color en el cielo nocturno que indicaba la llegada del amanecer. El demonio de las rocas lo percibió también y se irguió, como si se estuviera concentrando. Jardir había visto eso miles de veces y jamás se cansaba de ello. Dentro de un momento el demonio descubriría que la piedra tallada bajo la arena del suelo del Laberinto impedía que encontrara su camino hacia el abismo de Nie en el centro de Ala. Chillaría, se debatiría e intentaría arrancar los grafos con las garras, pero el sol lo atraparía y la luz de Everam lo convertiría en cenizas.
El alagai chilló, desde luego, pero entonces hizo algo que Jardir jamás había visto. Apartó el polvo y la arena del suelo del Laberinto, hasta llegar a los grandes bloques de piedra que habían sido colocados allí hacía muchos siglos. Con las garras de una mano, el demonio golpeó las piedras, hasta obtener varios trozos sueltos.
—¡No! —gritó Jardir. El norteño protestó de la misma manera, pero no sirvió de nada. Mucho antes de que el sol adquiriera altura suficiente para ser una amenaza, la criatura se había deslizado de regreso al Abismo.
Inevera le esperaba cuando regresaron cojeando a los campos de entrenamiento. Al ver como le colgaba el brazo sin fuerza, se volvió hacia Hasik.
—Llévalo a palacio. Arrástralo, si se resiste.
—Como la dama’ting ordene —respondió el guerrero con una inclinación.
Jardir se volvió hacia Shanjat mientras Hasik le empujaba.
—Localiza a Abban y tráemelo. Cuando llegue, escóltalo a él y al norteño a mi sala de audiencias.
Shajat asintió y envió a un mensajero. Jardir y Hasik se dirigieron al palacio, pero antes de que alcanzaran la escalinata se encontraron el campo de entrenamiento lleno de dama’ting asistiendo a los heridos, y de mujeres sollozando a la búsqueda de los esposos e hijos que no encontrarían.
Las seguían los dama que rápidamente comenzaron a separar a los hombres de las tribus de la masa de Sharum que regresaban del Laberinto. En unos momentos la hueste, que había permanecido unida por la noche, se dividió como sucedía todos los días.
Jardir subió casi la mitad de la escalinata del palacio cuando llegaron unos palanquines. Los doce damaji y el mismo Andrah en persona llegaron a hombros de los nie’dama y flanqueados por sus clérigos más leales.
Jardir se detuvo donde estaba, sabiendo que su herida no tenía prioridad ante el hecho de tener que ofrecer un informe de aquella noche maldita. Pero ¿qué les iba a decir? Había perdido al menos a un tercio de los guerreros de Krasia, y ¿qué tenía para mostrar a cambio?
—¿Qué ha pasado? —demandó el Andrah, dirigiéndose hacia él en tono furioso. Inevera se situó a su lado al instante, pero a la luz del día, respaldado por los damaji y el fracaso de tal categoría que se extendía a sus pies, ni siquiera ella le intimidaba.
Incluso después de todos aquellos años, la visión del hombre gordo llenaba a Jardir de odio y repulsión. Pero ese día que Inevera había predicho, en el que podría hundir su lanza en él y arrancarle la hombría, ahora parecía imposible. Tendría suerte si no lo terminaba convertido en un khaffit.
—Anoche se abrió una brecha y el enemigo entró en el interior del Laberinto.
—¿Perdiste la puerta? —exigió el Andrah.
Jardir asintió.
—¿Cuántas pérdidas?
—Aún se está haciendo el recuento —replicó—. Posiblemente miles de guerreros.
Los damaji comenzaron a intercambiar susurros frenéticos. Los Sharum y los dama que se encontraban en los campos de entrenamiento observaban la escena con atención.
—¡Colgaré tu cabeza sobre una pica en la puerta nueva! —prometió el Andrah.
Antes de que Jardir pudiera responder, Hasik dio un paso delante de él, se postró a los pies del Andrah y apoyó la cabeza sobre un peldaño.
—¿Qué estás haciendo, estúpido? —le increpó Jardir, pero él le ignoró.
—Pido vuestro perdón, mi Andrah, pero no ha sido culpa del Primer Guerrero. Sin Ahmann Jardir, ¡esta noche lo habríamos perdido todo!
Se escucharon rumores de asentimiento entre los guerreros reunidos.
—¡Me sacó de un pozo para los demonios! —gritó uno.
—¡El Primer Guerrero lideró la carga que salvó a mi unidad! —intervino otro.
—¡Eso no explica por qué perdió la puerta! —ladró el Andrah.
—El Alagai Ka atacó la muralla —repuso Hasik—. Capturó una de las piedras de las catapultas y la lanzó de vuelta; así derribó la puerta exterior. Si no hubiera sido por la rápida reacción del Primer Guerrero nos hubiera vencido.
—Estamos en el Creciente, pero el Alagai Ka no se ha visto en Krasia desde hace más de tres mil años —comentó el Damaji Amadeveram.
—No era el Alagai Ka —intervino Jardir—, sino sólo un demonio de las rocas que procede de las montañas.
—Tampoco de eso se ha oído hablar —insistió el damaji—. ¿Qué puede haber traído a uno tan lejos de su hogar?
Hasik alzó la mirada para buscar entre la multitud. Jardir siseó, pero su lugarteniente le ignoró de nuevo.
—Él —dijo, señalando al norteño.
Todos los ojos se volvieron hacia el hombre de las tierras verdes, que dio un paso hacia atrás, al darse cuenta de que se había convertido en el centro de atención de todos.
—¿Un chin? —preguntó el Andrah—. ¿Y qué hace un chin entre los Sharum de Krasia? Debería estar en los barrios de los mercados con los demás khaffit.
Un dama susurró algo al oído de Amadeveram.
—Me dicen que anoche acudió al Primer Guerrero y le suplicó luchar —informó el Damaji.
—¿Tú le diste permiso? —inquirió el Andrah, incrédulo.
Inevera se puso tensa, pero él la detuvo con un gesto de la mano. Ella podía tener un cierto poder a puertas cerradas, pero si una mujer, incluso aunque fuera una dama’ting, le defendía delante de los guerreros y los dama reunidos, sólo serviría para empeorar las cosas.
—Sí, lo hice —admitió.
—¡Así que la ruina que ha caído sobre nosotros es responsabilidad tuya! —bramó el Andrah—. ¡La cabeza de tu chin acompañará a la tuya en la pica! ¡Que las águilas os coman los ojos!
Se volvió para marcharse, pero Jardir no había terminado aún. Había sacrificado demasiado por el norteño para permitir que le ejecutaran ahora. Inevera había dicho que sus destinos estaban unidos y así debía ser.
El brazo le pedía atención, y estaba cansado y magullado de la lucha durante toda la noche. La cabeza le daba vueltas por el dolor y el agotamiento, pero los aceptó y luego los apartó a un lado. Ya tendría tiempo de descansar entre los brazos de Everam y eso aún no iba a ocurrir.
—¿Así que debería haberle rechazado? —preguntó en voz alta, de modo que todos pudieran oírlo—. Acude a nosotros perseguido por un enemigo, un alagai, y ¿debíamos haberle mostrado nuestra espalda? ¿Somos hombres o khaffit?
El Andrah se detuvo de repente y se volvió para enfrentársele. Su rostro presagiaba tormenta.
—¡Ha traído un demonio de las rocas consigo! —aulló.
—¡Como si hubiera sido el mismísimo Alagai Ka! —rugió Jardir a su vez—. ¡Pobre de Krasia cuando temamos tanto a los alagai como para darle la espalda a un hombre en la noche… aunque sea un chin!
Le hizo una seña al hombre de las tierras verdes, que ascendió la escalinata hasta la mitad, de modo que todos pudieran verlo. Este agarró la lanza con fuerza, como si esperara que la multitud se lanzara sobre él al instante. Su dura mirada dejó claro que no caería con facilidad.
«No tiene miedo —pensó Jardir—, ¿podría haber un hombre mejor que este al que ligar mi futuro?».
—Este no es un norteño cobarde de los que cultivan la tierra como las mujeres —añadió—. ¡Es un Par’chin, un valiente forastero que se enfrenta a la noche como un dal’Sharum! ¡Dejemos que venga el Alagai Ka! ¡Si quiere la sangre de este hombre, eso es razón suficiente para denegársela por parte de cualquier hombre que quiera presentarse con dignidad ante Everam!
Shanjat lanzó un grito de apoyo que fue coreado por los cien hombres de Jardir. Al poco, todos los dal’Sharum alzaron sus lanzas para añadir su voz a la cacofonía.
—Nos hemos enfrentado esta noche contra Nie, y nos hemos negado a darle lo que quería a su gran sirviente. Ahora se arrastra de regreso al Abismo fracasado y derrotado, ¡temblando de miedo ante los dal’Sharum de la Lanza del Desierto!
El Andrah farfullaba de rabia e indignación, luchando por encontrar una respuesta, pero nada de lo que pudiera haber dicho se habría oído pues hasta los dama de la multitud se unieron al grito.
El Andrah frunció el ceño, pero a la vista de un apoyo tan abrumador a Jardir, no había nada que pudiera hacer. Giró sobre los talones y se sentó pesadamente en el palanquín. Los nie’dama gimieron bajo su peso mientras alzaban las varas para apoyarlas sobre los hombros.
—Estás jugando un juego peligroso —le advirtió Amadeveram cuando se llevaron al Andrah fuera del alcance de su voz.
—La sharak no es para mí ningún juego, damaji —replicó Jardir.
—Eso ha estado bien —reconoció Inevera, mientras le tumbaba en la mesa de operaciones—. ¡Has hecho correr a ese cerdo fofo con la cola entre las piernas! —Se echó a reír mientras cortaba la ropa que Jardir llevaba puesta. Tenía el hombro y buena parte del brazo negros.
—Tengo mis momentos —replicó Jardir.
La mujer gruñó, le cogió el brazo y lo colocó en la articulación con un giro brusco. Estaba preparado para el dolor, así que dejó que le recorriera el cuerpo como una brisa cálida.
—¿Necesitas alguna raíz para el sufrimiento? —le preguntó.
Él resopló.
—Eres tan fuerte —ronroneó ella, mientras recorría su cuerpo con las manos, buscando otras heridas. Jardir era una masa de contusiones y arañazos, pero no había nada que no pudiera esperar, según parecía, porque las ropas de Inevera cayeron al suelo, se subió a la mesa y se sentó a horcajadas sobre él.
Nada la excitaba más que la victoria.
—Mi campeón —susurró mientras besaba su duro pecho—, mi Shar’Dama Ka.
Jardir estaba sentado en el Trono de la Lanza, atendiendo a sus kai’Sharum mientras estos le entregaban los informes. Tenía el brazo izquierdo en un cabestrillo, y aunque el dolor apenas era un zumbido ligero al fondo de su mente concentrada, la pérdida del uso del miembro le enfurecía. Sus esposas intentarían alejarle la noche siguiente de la alagai’sharak, pero malditas fueran si las dejaba.
Ante él se encontraba en ese momento Evakh, kai’Sharum de la tribu sharach.
—Sólo quedan cuatro dal’Sharum, así que lamento informar al Sharum Ka de que los sharach no tienen suficientes guerreros para constituir una unidad —decía Evakh, con la cabeza gacha por la humillación—. Pasarán muchos años antes de que podamos recuperarnos.
No añadió lo que todos pensaban: que los sharach en realidad no se recobrarían nunca, porque se extinguirían o serían absorbidos por otra tribu.
Jardir sacudió la cabeza.
—Anoche muchas unidades quedaron destruidas. Haré un llamamiento a los dal’Sharum para que se unan y honren a sus hermanos sharach con la lanza. Desde esta noche tendrás guerreros a tus órdenes.
Los ojos del kai’Sharum se abrieron por la sorpresa.
—Eso es muy generoso, Primer Guerrero.
—Tonterías —replicó él—. Es lo menos que puedo hacer. Además, os suministraré esposas pagadas de mis propias arcas para ayudaros en la recuperación. —Sonrió—. Si tus hombres se ponen al empeño con tanta energía como cuando se entregan a la alagai’sharak, los sharach se recuperarán con prontitud.
—Los sharach estarán en deuda contigo eternamente, Primer Guerrero —dijo el hombre. A continuación se postró y tocó el suelo con la frente.
Jardir descendió del trono y puso la mano sana sobre el hombro del guerrero.
—Yo soy un sharach, como lo son los tres hijos y las dos hijas que he tenido con Qasha. No dejaré que nuestra tribu desaparezca en la noche. —El hombre le besó los pies cubiertos con sandalias y él percibió las lágrimas que caían de sus ojos.
—Los kaji y los majah no venderán mujeres a otra tribu —le advirtió Ashan cuando Evakh se marchó—, pero los mehnding tienen una gran abundancia de hijas y son fieles al Sharum Ka. Además, perdieron a pocos hombres anoche.
Jardir asintió.
—Ofrécete a comprar tantas como puedan cederte. El dinero no es problema. También las otras tribus necesitarán sangre nueva para sobrevivir a esta situación.
—Así se hará —contestó Ashan con una inclinación—. Pero ¿reconstruir las tribus no es el deber de los damaji?
Jardir le miró de manera cómplice.
—Vamos, amigo mío, tú sabes tan bien como yo que esos ancianos no levantarían un dedo para ayudarse entre sí, ni siquiera ahora. Los Sharum deben cuidar de los suyos.
Ashan hizo una reverencia más.
Hubo más informes, la mayoría igual de malos. Jardir los atendió a todos a pesar del cansancio, ofreció ayuda a todos, y luego se preguntó en qué estado estaría esa noche el ejército que se reuniría cuando cayera el crepúsculo.
Cuando el último de sus comandantes se marchó al fin, suspiró profundamente.
—Traed al Par’chin y al khaffit.
Ashan hizo una señal a los guardias y estos escoltaron a los dos hombres al interior de la habitación. Los dal’Sharum empujaron con rudeza a Abban, y este cayó al suelo, ante el trono.
—Traducirás para el Sharum Ka, khaffit —ordenó Ashan.
—Sí, mi dama —contestó él, tocando el suelo con la cabeza.
El norteño dijo algo a Abban, quien murmuró una réplica a través de los dientes apretados.
—¿Qué es lo que ha dicho? —inquirió Jardir.
El mercader tragó saliva, vacilando.
El guardia que había detrás de él le golpeó la espalda con la lanza.
—¡El Sharum Ka te ha hecho una pregunta, hijo de los meados de un camello!
Abban chilló de dolor y el hombre de las tierras verdes gritó a su vez. Después empujó hacia atrás al guerrero y se interpuso entre ambos. Los dos se miraron durante un momento, pero los ojos del guerrero se volvieron hacia Jardir llenos de inseguridad.
Él no se inmutó.
—No voy a preguntarlo dos veces —le dijo al tullido.
El khaffit se secó el sudor de la frente.
—Ha dicho: «No está bien que te humilles de esa manera» —tradujo, y bajó la cabeza y cerró los ojos, como si esperara otro golpe.
Jardir asintió.
—Cuéntale que en el Laberinto te cubriste de vergüenza, a ti y a los tuyos, y que por eso no se te considera apropiado para permanecer entre hombres de verdad.
Abban asintió a su vez, y trasladó la información con rapidez. El norteño replicó y él tradujo de nuevo.
—Dice que eso no importa. Ningún hombre debería arrastrarse como un perro.
—Los modales de los salvajes son extraños —replicó Ashan a la vez que sacudía la cabeza.
—Desde luego que sí, pero no estamos aquí para discutir el tratamiento que hay que darle a un khaffit. Abban, levanta las manos del suelo.
—Gracias, Primer Guerrero —repuso el hombre, incorporándose. El norteño pareció relajarse al contemplar aquello, y él y el guardia se apartaron el uno del otro.
—Luchaste bien anoche, Par’chin —comentó Jardir, y el mercader tradujo con rapidez.
El norteño hizo una reverencia y buscó sus ojos cuando replicó en su lengua gutural.
—Me siento honrado de haber estado entre hombres de tanto valor —tradujo Abban.
—¿Hay otros hombres en el norte que luchen como nosotros? —preguntó Jardir.
El hombre de las tierras verdes sacudió la cabeza.
—Mi gente sólo lucha cuando debe, para salvar sus propias vidas y en algunos casos las de otros —dijo el mercader. El forastero frunció el ceño y añadió algo, escupiendo en el suelo—. Algunas veces ni siquiera eso.
—Son una raza de cobardes, como dice el Evejah —comentó Ashan. Abban abrió la boca para traducir aquello también y el dama le arrojó una copa, empapando la fina seda con el oscuro néctar—. ¡No traduzcas eso, estúpido! —El norteño cerró el puño pero mantuvo los ojos fijos en Jardir.
—¿Qué es lo que hace que tú seas diferente? —le preguntó él. El tullido tradujo, pero él simplemente se encogió de hombros y no replicó—. ¿Fuiste tú el que le cortó el brazo al demonio?
El hombre de las tierras verdes asintió.
—Cuando era un niño —tradujo Abban—, huí de mi casa. Hice un círculo de grafos cuando se puso el sol, y me vi rodeado por los abismales…
Jardir alzó una mano.
—¿Abismales?
—Es la palabra norteña para alagai, Primer Guerrero —respondió Abban con una inclinación—, que quiere decir, «aquellos que habitan en el centro». Creen que el Abismo de Nie se encuentra en el centro de Ala, como nosotros.
Jardir asintió y le hizo una señal al hombre para que continuara.
—El demonio de las rocas vino a por mí aquella noche —tradujo Abban—, y en mi estupidez, me burlé de él, lo abucheé, y me reí. Pero tropecé y pisé un grafo. El abismal atacó y me clavó una garra en la espalda, aunque me las apañé para reparar el grafo antes de que pudiera cruzar el círculo por completo. Cuando el círculo se reactivó, le cortó el brazo.
Ashan resopló.
—Imposible. El chin está mintiendo descaradamente, Sharum Ka. Nadie podría sobrevivir a un golpe de una bestia como esa.
El norteño miró a Abban, pero como el khaffit no tradujo, se volvió a Jardir. Dijo algo y luego señaló al sacerdote.
—¿Qué es lo que ha dicho el Hombre Santo? —articuló el mercader.
Jardir miró a Ashan y después al norteño.
—Ha dicho que eres un mentiroso.
El hombre asintió como si se lo hubiera esperado. Dejó la lanza en el suelo y se alzó la camisa. Luego se volvió de espaldas a ellos.
—Por el corazón negro de Nie —exclamó el tullido, palideciendo a la vista de las gruesas cicatrices que recorrían la espalda del hombre. Se habían ido suavizando con los años, pero no había duda de que habían sido producto de garras bastante más grandes que las de un demonio de la arena.
El hombre de las tierras verdes se volvió y miró al dama con dureza.
—¿Todavía crees que soy un mentiroso? —tradujo Abban de nuevo.
—Discúlpate —murmuró Jardir.
—Mis disculpas, Par’chin —dijo el sacerdote mientras se inclinaba profundamente.
El norteño asintió cuando se lo transmitieron.
—¿Y el demonio te ha perseguido desde entonces? —preguntó Jardir.
El forastero asintió.
—Hace ahora ya casi siete años —continuó el traductor—, pero un día, lo expondré al sol.
Jardir asintió.
—¿Por qué no nos dijiste que te perseguía un enemigo tan formidable como ese? Has puesto en peligro mi ciudad.
El norteño replicó, pero los ojos de Abban se abrieron de par en par. Dijo algo en respuesta, pero el hombre sacudió la cabeza y habló de nuevo.
—¡No estás aquí para mantener conversaciones por tu cuenta, khaffit! —gritó el Sharum Ka, alzándose de su asiento. Los dal’Sharum que guardaban las puertas abatieron las lanzas y avanzaron.
—¡Mis disculpas, Primer Guerrero! —chilló el khaffit, mientras volvía a presionar la frente contra el suelo—. ¡Sólo quería aclarar el significado!
—Yo decidiré qué es lo que necesita aclaración —repuso él—. La próxima vez que hables fuera de turno, te cortaré los pulgares. Y ahora traduce todo lo que se diga.
El mercader asintió con ansiedad.
—Ha dicho: «Sólo era un demonio de las rocas. Son muy comunes en el norte y no me pareció que fuera necesario mencionar que tenía una enemistad personal con este». A lo cual le he contestado: «¡Seguramente que exageras, amigo mío! No puede haber dos alagai tan grandes». Y él ha añadido: «No, en las montañas del norte, hay muchos como este».
Jardir asintió.
—¿Y cuales son las debilidades de los demonios de las rocas?
—Hasta donde yo sé —repuso el norteño a través del mercader—, no tienen ninguna. Y los he observado con mucho detenimiento.
—Pues alguna le encontraremos, Par’chin —le contestó Jardir—. Juntos.
—Comunicarse de esta forma es algo inaceptable —comentó Jardir cuando los guardias escoltaron al norteño fuera de la sala.
—El Par’chin es un estudiante rápido —le contestó Abban— y se ha propuesto hablar nuestra lengua. Lo hará pronto, lo prometo.
—Eso no es suficiente —replicó él—. Habrá otros norteños y tendré que hablar con ellos también. Ya que ninguno de nuestros eruditos —y miró hacia Ashan con desdén— ha considerado apropiado el estudio de la lengua de los salvajes, te tocará a ti instruirnos, y empezarás por mí.
El mercader palideció.
—¿Yo? —preguntó con voz estrangulada—. ¿Instruiros a vos?
Jardir sintió una oleada de asco.
—Deja ya de gimotear. Sí, ¡tú! ¿Es que hay otros que lo hablen?
—Es una habilidad muy valorada en los mercados —respondió Abban con un encogimiento de hombros—. Mis esposas y mis hijas hablan unas cuantas palabras, de manera que puedan escuchar en secreto lo que hablan los Enviados. Muchas otras mujeres hacen lo mismo en el bazar.
—¿Y esperas que el Sharum Ka aprenda de una mujer? —le espetó el dama y Jardir se guardó para sí mismo la ironía. Si no hubiera sido por Inevera, él aún sería un analfabeto como los demás dal’Sharum.
—Entonces, otro mercader —insistió el tullido—. No soy el único que comercia con el norte.
—Pero tú eres el más importante —replicó él—. Es evidente en esas sedas mujeriles que llevas y por el hecho de que un khaffit gordo y llorica como tú tiene más esposas que la mayoría de los guerreros. Más aún, el Par’chin te conoce y confía en ti. A menos que encontremos a un hombre de verdad que hable la lengua del norteño, serás tú.
—Pero… —comenzó Abban, con los ojos suplicantes. Jardir alzó la mano y el mercader se calló.
—Un día me dijiste que me debías la vida. Ahora ha llegado el momento de que comiences a pagarme la deuda.
El hombre se inclinó profundamente en una reverencia, tocando el suelo con la frente.
Las puertas de la ciudad estuvieron reparadas cuando cayó la noche, y aunque el gigantesco demonio de las rocas continuó atacando las murallas, los destacamentos de las catapultas no le dieron más munición con la que romper los grafos. El Par’chin se unió a la alagai’sharak esa noche y durante todas las que siguieron a lo largo de esa semana. Durante el día, hacía instrucción con la misma disciplina que los dal’Sharum.
—No puedo hablar por los otros Enviados de las tierras verdes —comentó el Instructor Kaval—, pero el forastero está bien entrenado. Trabaja muy bien con la lanza y parece que haya nacido para la sharusahk. Comencé a entrenarle con los nie’Sharum, pero ya ha sobrepasado incluso a los que están preparados para subirse a la muralla.
Jardir asintió. No había esperado menos.
Como si supiera que estaban hablando de él, el Par’chin se les acercó, seguido diligentemente por Abban. Hizo una reverencia y habló.
—Regreso mañana hacia el norte, Primer Guerrero —tradujo el mercader.
«Mantenle cerca». Las palabras de Inevera resonaban dentro de la cabeza de Jardir.
—¿Tan pronto? —preguntó—. ¡Pero si acabas de llegar, Par’chin!
—Yo también me siento así —replicó él—, pero tengo obligaciones, entregas de mensajes y mercancías y no puedo descuidarlas.
—¡Obligaciones con los chin! —exclamó él con brusquedad, y supo que había cometido un error en el mismo momento en que las palabras abandonaron su boca. Era un gran insulto. Se preguntó si el norteño le atacaría.
Pero el Par’chin sólo alzó una ceja.
—¿Es que eso importa? —preguntó a través del traductor.
—No, claro que no —repuso Jardir, inclinándose profundamente para sorpresa de todos—. Mis excusas. Simplemente, estaba disgustado por tu marcha.
—Regresaré pronto —prometió. Alzó un fajo de papeles atados con un trozo de cuero—. Abban ha sido de lo más útil; llevo una enorme lista de palabras para memorizar. La próxima vez que nos veamos, espero conocer algo más de vuestra lengua.
—Sin duda —admitió Jardir y luego abrazó al Par’chin y besó sus mejillas imberbes—. Siempre serás bienvenido en Krasia, hermano mío, pero atraerás menos la atención si te dejas crecer la barba como un hombre de verdad.
El norteño sonrió.
—Así lo haré —prometió.
Jardir le dio una palmada en la espalda.
—Vamos, amigo mío. La noche está cayendo. Mataremos juntos más alagai antes de que cruces las arenas ardientes.
En los meses que siguieron a la partida del Par’chin, Jardir comenzó a observar con más interés a los demás Enviados del norte. Abban tenía muchos contactos en el bazar y no tardaba en enterarse de la llegada de un norteño.
Cuando eso sucedía, Jardir los invitaba uno por uno a su palacio, un honor jamás visto en el pasado. Los hombres acudían con entusiasmo después de haber sido tratados como basura hasta entre los khaffit.
—No me viene mal la oportunidad de practicar la lengua del norte —les decía el Primer Guerrero a los Enviados que se sentaban a su mesa, servidos por sus propias esposas. Hablaba largo y tendido con cada uno de ellos, ciertamente para mejorar el idioma, pero también buscando algo más.
Y cuando las comidas terminaban, siempre hacía la misma petición.
—Si llevas una lanza por la noche como un hombre, ven a luchar con nosotros en el Laberinto como un hermano más.
Los hombres se le quedaban mirando y él podía ver en sus ojos que no tenían idea del gran honor que les estaban ofreciendo.
Pero uno tras otro, todos rehusaron.
Mientras tanto, el forastero mantuvo su palabra, y les visitaba al menos dos veces al año. Algunas veces se quedaba sólo unos días, y otras pasaba varios meses en la Lanza del Desierto y las aldeas de los alrededores. Una y otra vez, llegaba a los campos de entrenamiento, suplicando que le dejaran unirse a la alagai’sharak.
«¿El Par’chin es el único hombre de verdad que hay en el norte?», se preguntaba Jardir.
El Captor cayó en medio de una rociada de sangre y no había tocado aún el suelo cuando llegó el Par’chin. Este enganchó las patas del demonio con sus propias piernas, lo derribó al suelo, y se retorció para hacer palanca en un movimiento sharusahk impecable. Las rodillas del demonio cedieron y cayó dentro del pozo.
Y como si todo formara parte del mismo movimiento fluido, sacó una barrita de carbón y reparó el grafo dañado, de modo que el círculo quedó de nuevo sellado antes de que pudiera escapar otro demonio. El extranjero estuvo al lado del Captor al momento, le cortó las ropas y apartó las placas de acero cosidas dentro del tejido que servían para protegerle de las garras de los alagai. El metal era una protección especial reservada a los Captores, pero aun así era una pobre compensación por la carencia de escudo y lanza. Los Captores necesitaban tener las manos libres.
Tenía los brazos y las manos resbaladizos a causa de la sangre del Captor, pero no prestó atención a eso, mientras rebuscaba en su mochila de ataque hierbas e instrumentos. Jardir sacudió la cabeza de puro asombro. No era la primera vez que el norteño había curado a un guerrero herido en el mismo suelo del Laberinto. ¿Es que los norteños eran todos una combinación de Protectores y dama’ting?
El Captor se debatía débilmente, pero el Par’chin se sentó a horcajadas sobre él, sujetándole con las rodillas mientras limpiaba la herida.
—¡Ayudadme! —gritó en krasiano, pero los dal’Sharum se le quedaron mirando confundidos, pues hasta Jardir lo percibió. No eran heridas que se pudieran curar. ¿Es que no se daba cuenta de que el hombre estaría condenado a vivir como un mutilado si conseguía sobrevivir?
Jardir caminó hacia los dos. El forastero intentaba enhebrar una aguja en forma de gancho mientras mantenía la presión de los vendajes con el codo. El guerrero continuaba debatiéndose, haciendo la tarea imposible.
—¡Sujétalo y que se esté quieto! —gritó, al verle aproximarse. Jardir le ignoró y miró al guerrero a los ojos. El dal’Sharum sacudió ligeramente la cabeza.
Jardir hundió la lanza en el corazón del hombre.
El Par’chin lanzó un alarido, dejó caer la aguja y se arrojó contra él. Lo agarró por las ropas y le empujó hacia atrás con fuerza, hasta ponerlo contra la pared del Laberinto.
—Pero ¿qué haces? —le increpó.
Los guerreros alzaron las lanzas y se aproximaron desde todo el apostadero. A ningún hombre se le permitía ponerle las manos encima al Primer Guerrero.
Jardir alzó una mano para impedirles que se acercaran más y mantuvo los ojos fijos en el norteño, que no tenía ni idea de lo cerca que estaba de la muerte.
Pero al mirarle a los ojos, Jardir se replanteó aquella afirmación. Quizá sí lo sabía y, simplemente, le daba igual. El que matara al Captor le había ofendido más allá de lo racional.
—Lo que hago es permitir que los hombres mueran con honor, hijo de Jeph. Él no quería tu ayuda, no la necesitaba. Había cumplido con su deber y ahora está en el Cielo.
—El Cielo no existe —rugió el Par’chin—. Todo lo que has hecho ha sido asesinar a un hombre.
Jardir flexionó el cuerpo y se liberó del extranjero con facilidad. Durante los últimos dos años el hombre había aprendido la sharusahk con rapidez, pero aún no era rival para la mayoría de los dal’Sharum, y menos para él, que había sido entrenado en el Sharik Hora. Jardir le dio un puñetazo en la mandíbula, y eludió con facilidad su contraataque. Luego le retorció el brazo tras la espalda y lo derribó al suelo de un empujón.
—Sólo por esta vez —le susurró al oído—, haré como que no te he oído decir eso. Vuelve a soltar alguna de tus blasfemias norteñas en Krasia y perderás la vida.
«Mantenle cerca», le había dicho Inevera, pero él había fracasado.
Jardir permaneció en pie sobre la muralla, a solas, observando cómo los alagai huían ante la proximidad del sol. El gran demonio de las rocas, que sus hombres habían decidido seguir llamando Alagai Ka, deambulaba ante las puertas reconstruidas, pero los grafos eran fuertes. También él, pronto, se retiraría hacia el abismo de Nie un día más.
Jardir aún recordaba la desesperación reflejada en los ojos del Par’chin, la necesidad que sintió de salvar la vida del Captor. Sabía que él había hecho bien al acabar con su vida y asegurarle al hombre la gloria para que no viviera como un lisiado, pero también era consciente de que en el proceso había suscitado deliberadamente el rechazo del forastero.
Entre su gente esas horribles lecciones eran habituales, y ningún hombre intentaría atacar a un superior para salvar la vida de un lisiado. Pero como había comprobado una y otra vez, los norteños no eran como su gente, ni siquiera él. Ellos no aceptaban la muerte como parte de la vida. Luchaban contra ella con tanta determinación como cualquier dal’Sharum se enfrentaba a los alagai.
También había honor en ello, aunque fuera de una clase diferente. Los dama estaban equivocados al llamar salvajes a los norteños. No obstante la orden de Inevera, a Jardir le gustaba el Par’chin. La fisura que se había abierto entre ellos le corroía y se preguntaba cómo podría repararla.
—Pensé que te encontraría aquí —dijo una voz a su espalda. Jardir sonrió para sí mismo. El hombre de las tierras verdes tenía la virtud de aparecer cuando sus pensamientos se dirigían hacia él.
El forastero se mantuvo en lo alto de la muralla y miró hacia abajo. Carraspeó de manera audible y escupió sobre la cabeza del demonio de las rocas, que se encontraba unos seis metros más abajo. El demonio le rugió y ambos se echaron a reír cuando se hundió entre las dunas.
—Algún día yacerá muerto a tus pies —le dijo Jardir—, y la luz de Everam quemará su cuerpo.
—Algún día —admitió el Par’chin.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato, perdidos en sus propios pensamientos. El norteño se había dejado la barba como le había sugerido Jardir, pero el pelo rubio que se extendía por su rostro pálido sólo le hacía parecer más extranjero que antes, cuando tenía las mejillas desnudas.
—Vengo a disculparme —dijo al final—. No tengo derecho a juzgar vuestras costumbres.
Jardir asintió.
—Ni nosotros las vuestras. Actuaste por lealtad y yo me equivoqué al despreciar tu gesto. Sé que estás muy unido a los Protectores desde que aprendiste nuestra lengua. Ellos han aprendido mucho de ti.
—Y yo de ellos. No quería insultar a nadie.
—Pues parece que nuestras culturas son un insulto la una para la otra, Par’chin —replicó el Primer Guerrero—. Debemos resistir el impulso de sentirnos ofendidos, si queremos seguir aprendiendo unos de otros.
—Gracias. Eso significa mucho para mí.
—No hablemos más de ello, amigo mío —respondió Jardir con un gesto de la mano.
El hombre de las tierras verdes asintió y se volvió para marcharse.
—¿Todos los hombres del norte creen lo mismo que tú? —le preguntó Jardir—. ¿Que el Cielo no existe?
Él sacudió la cabeza.
—Los Pastores del norte hablan de un Creador que vive en el Cielo y allí reúne los espíritus de los que le son leales; se parece bastante a lo que cuentan vuestros dama. La mayoría de la gente cree en sus palabras.
—Pero tú no.
—Los Pastores también dicen que los abismales son una Plaga —continuó con la explicación—, que como los pecados de los hombres eran tan grandes, el Creador envió a los demonios para castigarnos. —Sacudió la cabeza—. Jamás creeré eso. Y si los Pastores están equivocados en ese asunto, ¿qué fe puedo tener en el resto de sus palabras?
—Entonces, ¿por qué luchas, si no es por la gloria del Creador? —le preguntó Jardir.
—No necesito que los Hombres Santos me digan que los abismales son un mal que hay que destruir. Mataron a mi madre y quebraron el espíritu de mi padre. Han asesinado a mis amigos, a mis vecinos y a sus familias. Y en alguna parte, allá afuera —barrió el horizonte con la mano—, hay alguna manera de destruirlos. No descansaré hasta que la encuentre.
—Tienes razón en dudar de esos Pastores tuyos. Los alagai no son una plaga, sino una prueba.
—¿Una prueba?
—Sí. Una prueba de nuestra lealtad a Everam. Una prueba de nuestro valor y de nuestra voluntad para luchar contra la oscuridad de Nie. Pero tú también estás equivocado. La manera de destruirlos no está por allá afuera, en algún lugar —señaló el horizonte con un gesto despectivo—, está aquí —le puso un dedo sobre el corazón—. El día que todos los hombres encuentren sus corazones y permanezcan unidos, Nie no será capaz de vencernos.
El Par’chin se quedó silencioso durante un largo rato.
—Sueño con ese día —dijo al final.
—Yo también, amigo mío, yo también.
El forastero regresó de nuevo más de dos años después de su primera visita. Jardir alzó la mirada de las pizarras donde había garrapateado los planes de batalla con tiza al ver al hombre cruzar el campo de entrenamiento y sintió como si fuera su propio hermano el que hubiera vuelto de un largo viaje.
—¡Par’chin! —le llamó, extendiendo los brazos para encerrarle entre ellos—. ¡Bienvenido a la Lanza del Desierto! —Jardir ya hablaba el lenguaje norteño con fluidez, pero aún sentía que las palabras sonaban mal en su boca—. No tenía noticia de tu regreso. ¡Los alagai temblarán de miedo esta noche!
Fue entonces cuando se dio cuenta de que venía con Abban detrás, aunque ninguno de los dos lo necesitaba ya para comunicarse.
Le miró con asco. Había engordado aún más desde la última vez que le había visto y venía envuelto en seda, como si fuera la esposa favorita de un damaji. Se decía que dominaba el comercio del bazar, debido en no poca medida a sus extensos contactos en el norte. Era una sanguijuela, que ponía su beneficio por encima de Everam, el honor y Krasia.
—¿Qué haces tú entre hombres, khaffit? —le increpó—. No te he hecho llamar.
—Está conmigo —replicó el forastero.
—Estaba contigo. —Jardir remarcó el pasado con intención.
El mercader hizo una reverencia y se escabulló.
—No sé por qué pierdes el tiempo con ese khaffit, Par’chin —escupió.
—Vengo de un lugar donde la valía de un hombre no termina en su capacidad con la lanza.
Jardir se echó a reír.
—Vienes de un lugar donde no tienen ni idea del manejo de la lanza.
—Tu thesano ha mejorado mucho —señaló el forastero.
—Esa lengua chin tuya no es fácil —dijo Jardir con un gruñido—, y en tu ausencia resulta dos veces más dura, pues debo recurrir a un khaffit para practicarla. —Frunció el ceño a la espalda de Abban—. Míralo, viste como una mujer.
—Nunca he visto vestir así a una mujer —comentó el hombre.
—Eso es porque no me has dejado buscarte una esposa cuyos velos puedas levantar —replicó el Primer Guerrero. Había intentado muchas veces buscarle una prometida para atarle a Krasia y mantenerle cerca, como Inevera le había ordenado.
«Un día tendrás que matarlo», la voz de su esposa resonaba como un eco en el interior de su cabeza, pero no quería creerla. Si le encontraba una esposa al hombre de las tierras verdes, dejaría de ser un chin y renacería como un dal’Sharum. Quizá esa «muerte» podría cumplir la profecía.
—Dudo que los dama permitieran a una de vuestras mujeres casarse con un chin sin tribu —comentó él.
—Tonterías —contestó Jardir con un gesto de la mano—. Hemos derramado sangre juntos en el Laberinto, hermano. Ni el mismísimo Andrah se atrevería a protestar si yo te llevara a mi tribu.
—No creo estar preparado aún para tener una esposa.
El Sharum Ka frunció el ceño. A pesar de lo cercano que se sentía a él, a veces el norteño lo seguía desconcertando. Entre su gente, los apetitos de un guerrero eran tan grandes dentro del campo de batalla como fuera. No había visto muestra alguna de que el Par’chin prefiriera la compañía de hombres, pero parecía más interesado en la batalla que en las fulanas que les correspondían a aquellos que habían sobrevivido para ver el amanecer.
—Bueno, pero no esperes demasiado o los hombres pensarán que eres un push’ting —comentó, usando la expresión para «mujer falsa». No era un pecado ante Everam yacer con otro hombre, pero los push’ting evitaban a las mujeres por completo, negándole las generaciones futuras a la tribu, algo que su gente no toleraba de ningún modo—. ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad, amigo mío? —preguntó.
—Unas horas nada más —respondió el forastero—. Acabo de entregar las misivas en palacio.
—¿Y ya vienes a ofrecer tu lanza? —gritó en voz muy alta para que todos lo oyeran—. ¡Por Everam, debe correr sangre krasiana por las venas de este Par’chin! —Los hombres se rieron.
»Demos un paseo —le dijo después, mientras le pasaba el brazo por los hombros. Jardir revisaba mentalmente el plan de batalla nocturno y buscaba en él un lugar de honor para el forastero—. Los bajin perdieron a un Captor la noche pasada. Podrías reemplazarlo —le dijo Jardir al Par’chin.
—Preferiría estar en la Guardia de Recechadores.
El Primer Guerrero sacudió la cabeza, pero sonreía.
—Siempre quieres el puesto más peligroso —le reprendió—. ¿Quién llevará nuestras misivas si te matan?
—No va a ser tan peligroso esta noche —repuso él y sacó una tela enrrollada, de donde extrajo una lanza.
No era una lanza cualquiera. Era de un metal brillante y plateado, y los grafos que llevaba grabados en la punta y en la empuñadura relucían a la luz del sol. El ojo entrenado de Jardir la recorrió de punta a cabo y sintió que el corazón latía con fuerza dentro de su pecho. Muchos de los grafos le eran poco familiares, pero percibía su poder.
El Par’chin la mostraba con orgullo, esperando su reacción. Él se tragó sus sentimientos y ocultó el brillo codicioso de sus ojos con la esperanza de que su amigo no lo hubiera percibido.
—Es un arma regia —admitió—, pero es el guerrero el quien triunfa durante la noche, Par’chin, no la lanza. —Puso una mano sobre su hombro y le miró a los ojos—. No deposites una fe excesiva en ese hierro tuyo. He visto pintar grafos en sus lanzas a luchadores más veteranos que tú y han tenido finales espantosos.
—No es obra mía —replicó él—. La hallé en las ruinas del Sol de Anoch.
Los latidos acelerados del corazón de Jardir frenaron el ritmo. ¿Sería verdad? Se forzó a reír.
—¿El lugar de nacimiento del Liberador? La Lanza de Kaji es un mito, Par’chin, y las arenas se han tragado la ciudad perdida.
El hombre sacudió la cabeza.
—He estado en sus calles y puedo llevarte hasta ella.
El Primer Guerrero vaciló. El forastero no era un mentiroso y no había asomo de burla en su voz, realmente creía lo que estaba diciendo. Durante un momento, una imagen llameó en su mente: ambos entre las arenas, recobrando los grafos de combate del pasado. Con un gran esfuerzo, recordó sus responsabilidades y, con una sacudida, apartó la imagen de su cabeza.
—Soy el Sharum Ka de la Lanza del Desierto, Par’chin —replicó—. No puedo enjaezar un camello y salir corriendo por las dunas en busca de una ciudad que sólo existe en papiros viejos.
—Creo que te convenceré cuando se haga de noche —dijo él.
Jardir retorció los labios hasta convertirlos en una sonrisa.
—No intentes ninguna tontería, prométemelo. Por muy lleno de grafos que esté ese hierro, tú no eres el Liberador. Sería una pena tener que enterrarte.
—Esta es la noche —le dijo Inevera—. Hace mucho que vi esto. Mátalo y quédate con la lanza. Al amanecer te declararás Shar’Dama Ka y de aquí a un mes controlarás toda Krasia.
—No —repuso él.
Durante un rato, Inevera ni siquiera pareció haber percibido la respuesta.
—… y los sharach te apoyarán en la declaración de forma inmediata, aunque los kaji y los majah argüirán contra… ¿qué has dicho? —Se volvió hacia él con las cejas tan alzadas que casi habían desaparecido dentro de su tocado—. La profecía…
—Maldigo esa profecía —replicó él—. No asesinaré a mi amigo, no me importa lo que los huesos de demonio te hayan dicho. No le robaré tampoco. Soy el Sharum Ka, no un vulgar ladrón.
Ella le dio una sonora bofetada y el sonido reverberó en las paredes de piedra.
—¡Un estúpido, eso es lo que eres! —le increpó Inevera—. Este es el momento de la divergencia, cuando lo que podría ser se convierte en lo que será. Al amanecer, uno de los dos será declarado el Liberador. Queda en tus manos decidir si será el Sharum Ka de la Lanza del Desierto o un chin ladrón de tumbas procedente del norte.
—Estoy cansado de tus profecías y tus desacuerdos —replicó Jardir—, ¡de ti y de todas las dama’ting! Todas vuestras adivinaciones sólo sirven para manipular a los hombres y que cumplan vuestra voluntad. Pero no traicionaré a un amigo por ti. ¡No me importa lo que pretendas ver en esos trozos protegidos de mierda alagai!
Inevera chilló y alzó la mano para golpearle de nuevo, pero él le cogió la muñeca y se la levantó. Ella luchó durante un momento, pero era como luchar contra un muro de piedra.
—No me obligues a hacerte daño —le advirtió el hombre.
Los ojos de ella se entrecerraron y se retorció repentinamente, de modo que pudo dirigir los dedos índice y corazón de su mano libre hacia el hombro de Jardir. Inmediatamente, el brazo que le sujetaba la muñeca se quedó flojo. Ella se soltó, dio un paso atrás y se arregló las ropas.
—Sigues pensando, marido mío, que las dama’ting estamos indefensas —le dijo mientras él se la quedaba mirando con ojos desorbitados—, aunque tú, mejor que ninguna otra persona, deberías saber que eso no es así.
Jardir miró su brazo horrorizado. El miembro colgaba flácido y no respondía a sus órdenes de ponerse en movimiento.
Inevera se le acercó y le cogió la mano entre las suyas. Después presionó su mano libre contra el hombro. Le retorció el brazo, apretó con fuerza y de pronto el aturdimiento se vio reemplazado por el cosquilleo agudo de unos pinchazos.
—No eres un ladrón —comentó ella, con la voz calma de nuevo—, si sólo reclamas lo que ya es tuyo por derecho.
—¿Mío? —preguntó él, mirando fijamente su mano y sus dedos cuando comenzaron a flexionarse de nuevo.
—¿Quién es el ladrón? —le preguntó Inevera—. ¿El chin que roba la tumba de Kaji o tú, su pariente de sangre, que recuperas lo que te ha sido robado?
—No sabemos si lo que porta es la Lanza de Kaji.
La mujer cruzó los brazos.
—Tú sí lo sabes. Desde el momento en que le pusiste los ojos encima, del mismo modo que has sabido desde siempre que este momento llegaría. Jamás te oculté que este era vuestro destino.
Jardir no dijo nada.
Ella le tocó el brazo con afecto.
—Si lo prefieres, puedo poner una poción en su té. Morirá con rapidez.
—¡No! —gritó el hombre, apartando el brazo con brusquedad—. ¡Siempre buscas el camino menos honorable de todos! ¡El Par’chin no es un khaffit con el que se pueda acabar como si fuera un perro! Se merece la muerte de un guerrero.
—Entonces proporciónale una —le animó Inevera—. Ahora, antes de que comience la alagai’sharak y el poder de la lanza sea revelado.
El Primer Guerrero sacudió la cabeza.
—Si hay que hacerlo, lo haré en el Laberinto.
Pero cuando se alejó de ella, no estaba seguro de su decisión. ¿Cómo podría convertirse en Shar’Dama Ka si tenía que ser a costa de la muerte de un amigo?
—¡Par’chin! ¡Par’chin!
Los gritos hacían eco a través de todo el Laberinto. Jardir observó desde el adarve cómo el hombre de las tierras verdes conducía a los dal’Sharum a una victoria tras otra. Ningún alagai podía vencer a la Lanza de Kaji.
«Esta noche es el valiente forastero —pensó Jardir—, mañana será el Shar’Dama Ka».
Pero ¿y si esa era la voluntad de Everam? Cuando Él creó el mundo desde el vacío de Nie, ¿acaso no había creado también a los norteños?, ¿no tendría también planes para ellos?
—Pero el Par’chin no cree en Everam —dijo en voz alta.
—¿Cómo puede un hombre que no se inclina ante el Creador ser aclamado como el Liberador? —inquirió Hasik.
Jardir inspiró con fuerza.
—No puede. Reúne a Shanjat y a nuestros hombres más leales. Tiene que ser otra persona, por el bien de todo el mundo.
Jardir le encontró a la cabeza de una hueste de Sharum que cantaban su nombre mientras arrasaban como un trueno el Laberinto. El extranjero estaba cubierto del icor negro de los demonios, pero una fiera alegría iluminaba sus ojos. Alzó su lanza en gesto de saludo y el corazón de Jardir se encogió por lo que iba a hacerle a su ajin’pal, algo incluso peor que lo que Hasik le había hecho a él.
—¡Sharum Ka! —gritó él—. ¡Ningún demonio escapará con vida del Laberinto esta noche!
«La guerra es engaño», se recordó a sí mismo, y se obligó a reír y alzó su lanza en respuesta al saludo del forastero. Se acercó a él y lo abrazó por última vez.
—Te he subestimado, Par’chin. No volveré a hacerlo.
—Eso dices cada vez —le respondió el hombre con una sonrisa. Estaba rodeado de guerreros, disfrutando de la gloria de la victoria. Jardir no podía confiar en ellos para hacer lo que había que hacer.
—¡Dal’Sharum! —llamó a sus hombres, a la vez que señalaba a los alagai masacrados en las calles del Laberinto—. ¡Reunid esa basura y subidla al adarve de la muralla exterior! ¡Los destacamentos de nuestras catapultas necesitan prácticas de puntería! ¡Dejemos que los alagai de fuera de las murallas vean la insensatez que supone atacar la Lanza del Desierto!
Se alzó un grito entre los hombres para corroboró su ofrecimiento. Después, Jardir se volvió hacia Arlen.
—Los Auxiliares informan de que todavía se combate en uno de los apostaderos, en el este. ¿Te quedan ganas de luchar, Par’chin?
—Muéstrame el camino —respondió el forastero con una sonrisa casi animal.
Dejaron a los Sharum atrás y corrieron a través del Laberinto, por una ruta en la que ya no quedaban testigos. Como un Reclamo, Jardir condujo al forastero hacia su perdición. Al final llegaron al apostadero. «¡Va!», gritó el Primer Guerrero y al oírlo, Hasik avanzó una pierna para hacer tropezar al forastero.
El norteño rodó tras impactar con el suelo y se incorporó en el mismo movimiento, pero para entonces los hombres de confianza de Jardir le habían cortado la salida.
—¿Qué es esto? —inquirió.
Jardir sintió un gran dolor en su corazón al reconocer en la mirada de su amigo la comprensión de su traición. No se merecía eso, pero ahora que había activado la trampa, no había vuelta atrás.
—El Shar’Dama Ka debe empuñar la Lanza de Kaji, y tú no lo eres.
—No quiero luchar contigo —replicó el norteño.
—Pues entonces no lo hagas, amigo mío —suplicó el Primer Guerrero—. Dame el arma, toma tu caballo y vete al alba para no volver jamás. —Inevera le llamaría estúpido por la oferta. Incluso sus lugartenientes murmuraron entre sí sorprendidos, pero a él no le importó. Rezaba porque su amigo aceptara, aunque sabía en lo profundo de su corazón que no lo haría. El hijo de Jeph no era ningún cobarde. Detrás de él, en el pozo, se oyó un gruñido. Allí le aguardaba la muerte de un guerrero.
Luchó con dureza cuando los dal’Sharum cayeron sobre él y rompió algunos huesos pero, aun entonces, rehusó matar a nadie. Jardir se mantuvo fuera de la brega, consumido por la vergüenza.
Finalmente, todo acabó, y el Par’chin terminó bien sujeto entre Hasik y Shanjat mientras el Sharum Ka se agachaba a recoger la lanza. Sintió su poder y una sensación de pertenencia en cuanto cerró los dedos en torno a la empuñadura. Sin duda era el arma de Kaji, cuyo séptimo hijo había sido el primer Jardir.
—Lo lamento de veras, amigo mío. Me gustaría que hubiera sido de otro modo.
El forastero le escupió en el rostro.
—¡Everam es testigo de tu traición!
El Primer Guerrero sintió un ataque de ira. El norteño no creía en él Cielo, pero estaba dispuesto a usar el nombre del Creador cuando iba bien a sus propósitos. No tenía esposas ni hijos, ni lazos de familia ni tribales, pero creía saber lo que era mejor para todos. Su arrogancia no tenía límites.
—No hables de Everam, chin —le espetó—. Yo soy su Sharum Ka, no tú. Krasia caería sin mí.
Salieron fuera de la ciudad bajo la luz previa al alba, en secreto. La mayoría de los alagai habían regresado al Abismo, pero un demonio de la arena debió de escucharles acercarse y les aguardó, ya que saltó ante ellos desde la sombra de una duna, apenas unos minutos antes del amanecer.
Jardir estaba preparado y los grafos defensivos del astil de la lanza llamearon cuando detuvo el ataque. El alagai cayó al suelo y echó una ojeada al cielo que se iba aclarando. Sin embargo, antes de que pudiera desmaterializarse, el guerrero saltó desde el lomo de su caballo y lo ensartó.
Hubo un relámpago de luz cuando la punta del arma protegida atravesó la coraza arenosa del demonio. Jardir percibió cómo la lanza cobraba vida en su mano. Una descarga le atravesó el cuerpo como la piedra del rayo de Inevera, pero donde hubo antes agonía ahora encontró éxtasis. Inmediatamente se sintió más fuerte, más rápido. Los viejos dolores de heridas hacía mucho olvidadas, dolores a los que se había acostumbrado tanto que ya casi ni los notaba, de repente se desvanecieron. Se sintió inmortal, invencible. Balanceó los brazos sin esfuerzo, y arrojó el cadáver del demonio a diez metros de distancia para aguardar la llegada del sol.
La sensación de poder desapareció con rapidez tras la lucha, pero la mejoría física permaneció. Jardir tenía más de treinta años, pero recordó de pronto cómo se había sentido cuando tenía veinte, y se preguntó cómo podía haberlo olvidado.
«Y todo esto por un simple demonio de las arenas —caviló—. ¿Qué debe de haber sentido el Par’chin al usarla contra docenas de alagai en el Laberinto?».
Pero ya nunca conocería la respuesta, porque dejaron al forastero inconsciente boca abajo sobre una duna unos momentos antes del amanecer, a muchos kilómetros de la ciudad y a más de un día a pie de la aldea más cercana.
El guerrero bajó la mirada para contemplarle y las palabras del norteño relampaguearon en su mente: «¡Everam es testigo de tu traición!».
—¿Por qué no te marchaste cuando te lo supliqué, amigo mío? —le preguntó, una pregunta más que jamás podría contestarle.
Lo miró con tristeza cuando Hasik y Shanjat se subieron a sus monturas. Cogió el pellejo de agua fresca del pomo de su silla y lo arrojó al suelo donde aterrizó con un golpe sordo en la arena, al lado de la figura yacente del hombre de las tierras verdes.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Shanjat—. Deberíamos matarle ahora mismo, no ayudarle.
—No atravesaré a un guerrero inconsciente —replicó Jardir—. El pellejo no le ayudará a atravesar las arenas, pero cuando se despierte, beberá y cuando vengan los alagai, morirá de pie como un hombre, para que pueda encontrar el camino al paraíso.
—¿Y qué pasa si consigue regresar a la ciudad? —preguntó Shanjat.
—Aposta a los mehnding en las murallas durante el día para que le disparen si lo intenta.
Volvió a mirarlo de nuevo. «Pero tú no lo harás, ¿a que no, Par’chin? —pensó—. Tienes el espíritu de un Sharum, y morirás luchando contra los alagai con tus manos desnudas».
—Es un chin —comentó Ashan—, un infiel. ¿Qué te hace pensar que Everam le dará la bienvenida en el Cielo?
Jardir alzó la lanza, captando en su superficie la luz del sol naciente.
—Porque yo soy el Shar’Dama Ka y digo que así ha de ser.
Los otros se le quedaron mirando con los ojos abiertos por la sorpresa, pero nadie osó disputarle la afirmación.
Las palabras de Inevera regresaron a su memoria.
«Al amanecer, te declararás Shar’Dama Ka».
Volvió a mirar el cuerpo del norteño.
«Muere con honor —rezó—, y cuando nos encontremos en el Cielo, si no he cumplido nuestros sueños, nos someteremos al juicio».
Hizo dar la vuelta a su caballo, y se dirigieron de vuelta a la ciudad.
Su ciudad.