PRÓLOGO
Los demonios mentalistas
Invierno del 333 d. R.
Ocurrió en la noche anterior a la luna nueva, durante las horas más oscuras, cuando incluso el finísimo borde de la luna menguante se había ocultado. Una emanación maligna procedente del Abismo emergió en una zona de densa oscuridad cerca de las frondosas ramas de un bosquecillo.
La niebla negra se coaguló lentamente hasta tomar la forma de un par de demonios gigantes, con su recia piel marrón arrugada y llena de nudos como la corteza de un árbol. Los hombros se alzaban a unos tres metros del suelo y sus garras ganchudas escarbaron entre los helados arbustos y la pinaza del bosque mientras olisqueaban el aire. Sus ojos negros escrutaban los alrededores y un rugido sordo surgía de sus gargantas.
Satisfechos, se separaron y agazaparon, listos para saltar. Delante de ellos, en un lugar donde la oscuridad se había hecho más intensa, la podredumbre ennegreció el suelo del bosque al materializarse otro par de formas etéreas.
Eran esbeltas, de apenas dos metros de altura, con una suave piel de color carbón bien distinta a la coraza de sus hermanos más grandes. Sus delicados dedos acababan en unas garras de apariencia frágil, finas y aguzadas. Tenían una única fila de dientes pequeños y afilados en una boca sin morro.
Sus cabezas parecían infladas y tenían grandes ojos sin párpados y altos cráneos cónicos. La carne que los recubría tenía protuberancias y latía en torno a unos bultos nudosos que podían ser vestigios de cuernos.
Durante un largo rato, los dos recién llegados se observaron el uno al otro, con sus frentes pulsantes, y una vibración sacudió el aire entre ellos.
Uno de los demonios más grandes percibió movimiento entre los arbustos y alargó el brazo con escalofriante rapidez para sacar una rata de su escondrijo. El abismal se la acercó al rostro y la estudió con curiosidad. Mientras lo hacía, su morro adquirió el mismo aspecto del animal, con la nariz y los bigotes temblorosos mientras le crecían un par de largos incisivos. El abismal sacó su lengua, como si la estuviera probando.
Uno de los demonios delgados se volvió para observarlo, con la frente latiendo. Con un mero giro de su garra, el demonio mimetizador evisceró la rata y la arrojó a un lado. A la orden de uno de los príncipes abismales, los dos mimetizadores se transformaron en enormes demonios del viento.
Los demonios mentalistas sisearon cuando abandonaron la zona de oscuridad y les alcanzó la luz de las estrellas. El frío hizo humear su aliento, pero no mostraron ningún signo de incomodidad mientras dejaban las huellas de sus garras sobre la nieve. Los mimetizadores se agacharon y los príncipes abismales escalaron por las alas de las criaturas para colocarse sobre sus lomos antes de despegar.
Mientras se dirigían hacia el norte, adelantaron a un grupo de demonios menores que se inclinaron ante el paso de los príncipes abismales y luego siguieron la llamada que habían emitido.
Los mimetizadores aterrizaron en un risco elevado y los mentalistas se deslizaron hasta el suelo, mientras examinaban la vista que se percibía desde aquella altura. Un vasto ejército se extendía por la llanura. El terreno aparecía punteado por las tiendas blancas, ya que la nieve pisoteada se había convertido en barro y se había congelado. Grandes bestias jorobadas, cargadas, permanecían maneadas dentro de los círculos de grafos, cubiertas con mantas para protegerlas del frío. Las protecciones en torno al campamento eran fuertes, y los centinelas, con los rostros envueltos en telas negras, patrullaban el perímetro. Incluso a esa distancia, los mentalistas podían sentir el poder de las armas protegidas.
Más allá de los grafos que rodeaban el campamento, los cadáveres de docenas de demonios menores plagaban el terreno, esperando a que el sol los quemase.
Los demonios del fuego fueron los primeros en llegar a la elevación donde aguardaban los príncipes. Manteniendo una distancia respetuosa, comenzaron una danza para adorarlos, mientras expresaban su devoción a gritos.
Los demonios menores se tranquilizaron al recibir una nueva vibración. La noche se cubrió con un silencio sepulcral, a pesar de que se había reunido una gran hueste de demonios, atraídos por la llamada de los príncipes abismales. Los demonios del fuego y la madera esperaron juntos, olvidados todos sus odios raciales, mientras los demonios del viento los sobrevolaban en círculos.
Ignorando la reunión, los mentalistas mantuvieron los ojos fijos en la llanura, con los cráneos pulsantes. Al cabo de un rato, uno de ellos miró a su mimetizador y le transmitió sus deseos. La carne de la criatura se fundió y se hinchó tomando la forma de un gigantesco demonio de las rocas. En silencio, los obreros reunidos descendieron la colina tras él.
Sobre la elevación, los dos príncipes y el mimetizador restante esperaron. Y observaron.
Cuando ya estaban cerca del campamento, aun bajo el manto de la oscuridad, el mimetizador disminuyó la marcha y dio la orden de avance a los demonios del fuego.
Estos eran los más pequeños y débiles de los abismales, y a través de sus ojos y su boca refulgía el fuego de su interior. Los centinelas los advirtieron en seguida, pero eran ágiles y antes de que pudieran dar la alarma, cayeron sobre los grafos escupiendo llamas.
Los escupitajos de fuego se apagaron en cuanto entraron en contacto con las protecciones, pero ante la petición mental de los demonios, los demonios menores se concentraron en la nieve apilada fuera del perímetro del campamento, y su aliento no tardó en transformarla en ardiente vapor. Los centinelas estaban a salvo detrás de los grafos, pero, al alzarse la densa niebla caliente, comenzaron a picarles los ojos y el aire emponzoñado les llegó incluso a través de los velos.
Uno de los centinelas cruzó el campamento tocando una campana. Mientras lo hacía, los demás se lanzaron más allá de los grafos para alancear con sus armas protegidas a los demonios del fuego más cercanos. La magia chisporroteaba cuando las lanzas atravesaban las afiladas escamas de las criaturas.
Otros demonios atacaron por los flancos, pero los centinelas luchaban al unísono, y con sus escudos se protegían unos a otros. Se oían gritos por todo el campamento mientras más guerreros se unían apresuradamente a la batalla.
Pero, a cubierto bajo la niebla y la oscuridad, la hueste del mimetizador avanzaba. Los gritos de victoria de los centinelas pasaron rápidamente a la consternación al contemplar cómo más demonios emergían de entre la neblina.
El mimetizador atrapó al primer humano con el que se topó. Barrió los pies del hombre con su pesada cola y le arrancó una de las piernas mientras caía. Luego alzó al desventurado por la otra extremidad y lo sacudió de tal modo que le rompió la columna con un chasquido que sonó como un latigazo. Los desafortunados que se enfrentaron al monstruo a continuación fueron abatidos con el cuerpo de su compañero muerto.
Los otros demonios menores siguieron el ejemplo del mimetizador con éxito dispar. Los escasos centinelas fueron arrollados rápidamente, pero muchos demonios desaprovechaban su ventaja desgarrando los cadáveres en vez de prepararse para recibir a la siguiente oleada de guerreros.
Cada vez más hombres embozados salían del campamento y se colocaban en filas organizadas. Mataban con una fluida y brutal eficacia. Los grafos en sus armas y escudos destellaban repetidamente en la oscuridad.
Sobre la elevación, los mentalistas vigilaban la batalla, impasibles, mostrando poco interés por los demonios menores caídos bajo las lanzas enemigas. El cráneo de uno de ellos vibró al enviar una orden a su mimetizador en el campo de batalla.
De forma inmediata, el demonio respondió arrojando un cadáver contra uno de los postes de protección que rodeaban el campamento y lo derribó. Se produjo otra vibración, y más abismales abandonaron la lucha con los guerreros para introducirse dentro del campamento enemigo por el hueco abierto.
Pillados por sorpresa, los guerreros se volvieron para ver cómo sus tiendas estallaban en llamas mientras los demonios del fuego correteaban entre ellas, y oyeron los gritos de sus mujeres y niños cuando los abismales más grandes irrumpieron a través de los grafos interiores carbonizados y chamuscados.
Los guerreros gritaron y corrieron hacia sus seres queridos, deshaciendo la formación. En unos instantes, las invencibles y compactas unidades se habían fragmentado en miles de individuos, simples presas.
Cuando ya parecía que todo el campamento iba a ser invadido y quemado hasta los cimientos, una figura surgió del pabellón central. Iba vestido de negro, como el resto de los guerreros, salvo por el turbante y el velo, que eran del blanco más puro. Llevaba una diadema en la frente y en sus manos relumbraba el metal de una gran lanza. Los príncipes abismales sisearon al verlo.
Se oyeron unos gritos cuando el hombre se aproximó. Los demonios mentalistas contemplaron con desprecio los primitivos gruñidos y gañidos que pasaban por comunicación entre los hombres, pero el significado estaba claro. Los otros eran los siervos y este era su cerebro.
Bajo el férreo control del recién llegado, los guerreros recordaron su obligación y volvieron a su formación anterior. Una unidad avanzó para sellar la brecha exterior y otras dos combatieron el fuego. Otra más condujo a los indefensos a un lugar seguro.
Una vez liberados, el resto de los guerreros batió el campamento y los demonios no tardaron en caer. En unos minutos el terreno estuvo tan cubierto con los despojos de los abismales como la zona exterior. El mimetizador, todavía bajo la forma de un demonio de las rocas, pronto fue el único abismal que quedó, demasiado rápido para abatirlo con la lanza pero incapaz de huir a través de la barrera de escudos sin revelar su auténtica identidad.
Una nueva vibración le llegó desde las alturas y el mimetizador se desmaterializó en una sombra que se deslizó fuera del campamento a través de una ligera abertura en los grafos. El enemigo aún seguía en su búsqueda cuando el demonio regresó a su lugar al lado de su señor.
Los dos esbeltos abismales permanecieron en la elevación durante unos minutos, intercambiando silenciosas vibraciones. Después, a la vez, los príncipes abismales volvieron la mirada hacia el norte, donde se decía que habitaba el otro cerebro humano.
Uno de los mentalistas se volvió hacia su mimetizador, que se arrodilló tomando la forma de un gigantesco demonio del viento. El mentalista se encaramó sobre su ala extendida. Mientras se desvanecía en la noche, el otro abismal volvió a contemplar el campamento enemigo en llamas.
Sonó un cuerno de los grandes.
Arlen hizo una pausa en su trabajo y alzó la mirada hacia el suave color lavanda del cielo del amanecer, donde todavía se percibía la niebla suspendida en el aire, con ese sabor húmedo y acre que le resultaba tan familiar. Sintió crecer lentamente en sus entrañas el miedo mientras se quedaba allí inmóvil, en la tranquilidad del alba, con la esperanza de que fuera cosa de su imaginación. Tenía once años.