Sábado
La gente supone que «norma» y «orden» son dos palabras intrínsecamente relacionadas. Y lo son: el orden viene de seguir las normas. Es decir, de las normas emana el orden. La paradoja estriba en que no hay nada más excepcional que el orden en nuestra vida o en el cosmos. El orden es, en sí mismo, una excepción; y la excepción, precisamente, es lo opuesto a la norma. Si ocasionalmente incumples algunas reglas, todavía crees que conservas la mayor parte del control; porque, en definitiva, confías en vivir en un mundo básicamente ordenado. Pero pronto comprendes —así es en mi experiencia— que tu transgresión ha sido en realidad insignificante, una pura ingenuidad comparada con el enorme crimen cósmico en el que estás inmerso, comparada con la matriz del caos general que nos absorbe a todos, que nos retiene a todos. Yo había leído algo sobre este asunto, pero creo que empecé a entenderlo de verdad aquel sábado por la mañana. Ya no había logrado dormir más. Marta se había retirado sola a nuestro dormitorio. Creo que ella no estaba menos agobiada que yo, pero al menos consiguió descansar tres o cuatro horas. En aquel momento, a través de la cortina se filtraban los primeros e indecisos rayos de sol. Era sábado. Un sábado vasto y desalentador, parecido a un yermo. Un día desaforado que se desplegaba ante mis ojos igual que una llanura sin contornos precisos. Una llanura salpicada de incógnitas cuyas soluciones se agazapaban, tal vez, tras la línea del horizonte, completamente fuera del alcance de mi vista.
—¿Quieres café? —preguntó Marta a mi espalda. Me volví hacia ella. Acababa de levantarse y todavía tenía los párpados casi pegados.
—Bueno.
Mientras ella desaparecía por el pasillo hacia la cocina, volví a conectar la televisión para enterarme de las noticias del día. Puse el canal de información 24 horas, pero no parecía haber nada muy interesante. La preocupante situación en Grecia, los recortes sociales en casi toda Europa, la reunión del Eurogrupo y otras monsergas por el estilo. Lo de todos los días. Me desplomé de nuevo en el sofá y en seguida sentí otra vez el pegajoso contacto de la tela de araña en la que me debatía desde el viernes por la tarde. Me pregunté cuál debería ser, en términos estrictamente lógicos, mi siguiente paso. Había quedado con Fule en que lo llamaría a primera hora para decirle dónde nos veríamos. Él parecía mucho más decidido que yo a dar ese palo en el Versalles. Así que ¿por qué no? ¿Por qué no me decidía yo también de una vez y cambiaba el tormento de la duda por la zozobra de la inminente ejecución de un plan peligroso? ¿No había estado apenas unos días atrás casi resuelto a dar ese golpe con ayuda de Ángel? Pero eso era distinto, claro. Ahora tenía muy poco que ganar y en cambio mucho que perder.
Aunque el balance final ¿no resultaba equivalente? ¿El riesgo no seguía siendo el mismo? En el otro platillo de la balanza antes estaba el dinero, únicamente. Ahora había algo de dinero —por lo menos en teoría—, pero sobre todo estaba la libertad, la impunidad ante una supuesta, ante una probable acusación de asesinato.
Con los brazos en cruz sobre el respaldo y una pierna apoyada en la mesa auxiliar de cristal, fui lanceado por una sospecha repentina, punzante, casi eléctrica. Era Fule. Era él quien estaba enviándome esos mensajes. Era él, y no Machado, el que estaba detrás de aquel plan tan loco. ¿No había aceptado de inmediato asociarse conmigo? ¿No estaba claro, entonces, cuánto le apetecía el dinero? Pero apenas unos pocos segundos más tarde los leucocitos de la racionalidad cortaban el avance de aquel virus paranoico. Era absurdo. ¿Tanto esfuerzo, tanta artimaña y enmascaramiento para al final acabar involucrándose él mismo en el atraco? Carecía de sentido. Además, ¿por qué iba a matar a Ángel? No tenía nada contra él, que yo supiera. Y me parecía demasiado débil. Un poco loco, tal vez, pero demasiado débil y estúpido como para llevar a cabo una acción importante, una acción decisiva, si alguien no lo arrastraba.
«Empecemos otra vez —me dije—, vamos a pensarlo todo de nuevo». Pero era inútil. Faltaba por lo menos un dato decisivo. Así que mi mente voló hacia una cuestión más general. ¿Cómo había acabado metido en aquel lío tremendo? ¿Cómo había sido tan estúpido? Me había comportado como el ratón frente a un cepo con un trozo de queso. ¿Y cómo empezó aquella peligrosa deriva de mi vida? Podía recordar una edad en la que me hice algunas grandes preguntas y no encontré respuestas de un tamaño proporcionado. Por ejemplo: ¿por qué el universo se tomaba la molestia de existir, y además lo hacía conmigo dentro? Y sobre todo: ¿para qué? Si nada tenía un verdadero propósito, si nada tenía significado, entonces yo me sentía habilitado para hacer cualquier cosa, para no resignarme a una vida rutinaria de esfuerzo y sacrificio. De todas formas, a la larga todo acabaría mal, así que no importaba si terminaba pronto. ¿Me había equivocado al pensar así? En todo caso, ahora estaba condenado a ser consecuente con aquellas premisas, con aquella actitud.
Marta entró con la cafetera de cristal y un par de tazas. Puso las tazas sobre la plancha de cristal de la mesa, pero la cafetera la colocó encima del suplemento de un periódico. Tuve que coger yo el cartón de leche de soja que llevaba aprisionado entre el codo y el costado para evitar que se le cayera.
—¿No has podido dormir? —me interrogó.
—He estado dándole vueltas… toda la noche. Para nada. No he llegado a nada. Lo repaso una vez y otra vez… y no consigo entenderlo —ella había empezado a servir el café y me escuchaba en silencio, así que pensé que era el momento de hacer balance de nuevo, en voz alta—. Lo único seguro es que me tiene dentro de un bote. Mira… por un lado está la pistola, con mis huellas. Si ha tomado la precaución de utilizar un trapo para no dejar las suyas (y seguro que la ha tomado), es muy probable que la policía encuentre las mías en el arma. En la pistola con la que Ángel ha sido asesinado. Segundo punto en contra: la discusión en El Fresno. Creo que por lo menos media docena de testigos asegurarán que nos vieron discutir allí la noche del jueves. Eso es malo. Muy malo para mí. Y el tercer problema. Sé que en el polígono hay cámaras de vigilancia. No es nada improbable que ayer por la mañana fuese grabado a mi llegada a la nave. El asesino, en cambio, ha podido entrar por la puerta trasera… no sé si conoces esa puerta —ella asintió sin mucha decisión, desviando la mirada como si se esforzase en recordar—, la que da a la fábrica de zumos, en la calle de atrás. En fin… son tres indicios muy chungos, pruebas circunstanciales o como lo llamen. Yo creo que tienen base de sobra para meterme treinta años en la cárcel. No tengo escapatoria. Pero si encuentro el arma, si Machado, o quien sea que me esté haciendo esto, me dice dónde está escondida la Hammerli, entonces hay por lo menos una posibilidad. Sin la pistola no tienen caso. ¿Lo entiendes? No hay base suficiente para acusarme. Lo demás es humo: demasiado circunstancial todo. Sin la pistola realmente no tienen nada. Así que puede que cometa ese atraco. Puede que lo haga. Si voy a ir a la cárcel por asesinato, ¿qué más me da que me acusen también de lo otro? ¿Qué importa, si de todas formas estoy atrapado? En cambio, si el palo sale bien… si Fule y yo salimos de allí con todo ese dinero… Bueno, la cosa está mal, pero podría librarme de los dos marrones, siendo un poco optimistas. Piénsalo. A Machado no le interesa que yo me vaya de la lengua. No le interesa que la policía oiga su nombre. No le conviene que yo lo acuse de la muerte de Ángel. Por la sencilla razón de que es culpable y podrían pillarlo, después de todo. Creo que me dirá dónde está el arma, una vez que me haya utilizado. ¿Por qué no iba a decírmelo? Pensará que es mejor no tenerme muy en contra. Posiblemente no tiene nada personal contra mí. Es puro negocio. Así que todavía podría salir de este jardín con un segundo premio. Un segundo premio de treinta mil euros. No está mal, ¿no?
—¿Y Fule? —preguntó ella, echando un buen jarro de agua fría en mi entusiasmo.
—Fule…, sí, tienes razón. Fule es un problema. Pero tenía que meterlo en esto. ¿Cómo iba a hacerlo yo solo? ¿De verdad creería Machado que lo haría solo? Ni loco. Es demasiado para cualquiera. La gente del Versalles no es un grupo de colegiales, ¿sabes? Son peligrosos. El serbio. Sobre todo el serbio…
—¿Por qué estás tan seguro de que Machado es el que está escondido, el que está detrás de… de la cuenta de Ángel?
Le di un sorbo a mi café. Demasiado caliente todavía. Apenas pude hacer otra cosa que mojarme los labios.
—Me parecía que tú también estabas segura de eso… No has traído el azúcar —observé, colocando la taza sobre un hombro de la actriz de la portada de la revista.
—¿No lo estabas tomando sin azúcar últimamente?
—Ya… bueno, pero ahora mismo…
—Te lo traigo —se ofreció ella.
—Déjalo, ya voy yo.
De camino a la cocina me repetí interiormente la pregunta que Marta me acababa de formular. Y tenía razón. Era ir demasiado lejos suponer que Machado fuese el mad doctor de aquel cochambroso y desquiciado plan. Machado, al contrario que Fule, poseía carácter, una personalidad recia. Era cauto, pero solía dar siempre la cara. Me parecía capaz de cualquier cosa, desde luego; sin embargo no me lo imaginaba fácilmente escondiendo la mano a toda prisa después de lanzar la piedra. No. Machado era más bien de los que tiran la piedra y se quedan de pie, para comprobar dónde ha caído, o lanzar otra si llega el caso. Ahora mismo estaba viendo su cara en mi imaginación. Moreno, de piel oscura, no muy corpulento pero fuerte. Una nariz semítica de gran calibre, una mandíbula robusta. El pelo, cuando era más joven, le crecía justo encima de la frente. Ahora lo estaba perdiendo, sobre todo por la coronilla, y lo llevaba muy corto. Tenía una sonrisa franca. Sus gestos eran rotundos, viriles, muy directos.
—¿Y quién si no? ¿Quién podría estar haciéndonos esto? —le pregunté a Marta, ya de vuelta en el salón—. ¿Se te ocurre alguien?
—Sí. Se me ocurre alguien —respondió con cierta vehemencia—, lo pensé anoche: los búlgaros. ¿Tú no has pensado en los búlgaros?
Claro que se me había ocurrido, pero me parecía muy poco probable.
—Sí, lo he pensado, pero no creo que sean ellos. En primer lugar dudo mucho que sepan nada de nuestro plan para el Versalles. Y en segundo lugar, no tiene sentido que hayan matado a Ángel. Les estamos haciendo ganar dinero. Y ahora más cómodamente que antes, porque nos pueden apretar más las tuercas. Además, los búlgaros evitan chocar con los nacionales. Evitan cualquier riesgo innecesario. Son capaces de hacer daño, de acuerdo, pero lo de cargarse a alguien, a no ser que sea uno de su propia banda…, eso ya es otra historia. No lo creo. Además, ¿por qué? ¿Les debemos dinero? No. ¿Se ha ido Ángel de la lengua? Tampoco, que yo sepa. En ese aspecto es muy prudente… Quiero decir… era.
Nos quedamos callados unos segundos, luego insistí en voz baja, con cierta aprensión:
—¿Se te ocurre alguien más?
Ella no respondió. Se llevó su taza a los labios y cerró los ojos un momento. Luego la depositó en la mesa, tomó el cartón de leche de soja y con mucho cuidado para no excederse vertió un insignificante chorrito en su café. No parecía que le resultara fácil citar a más candidatos para ocupar la plaza de instigador, suplantador y asesino que había en el hueco central de aquel mortificante puzle.
Marta dio claras muestras de renunciar a seguir con aquella conversación, tan palmariamente inútil, y yo no podía reprochárselo. Estaba claro que debíamos elegir a ciegas. Después de beberse el café se estiró en el sofá de tres plazas y se recostó en mi regazo, apoyando la cabeza en mi vientre; en realidad más bien en mi entrepierna.
—Estoy cansada de tener miedo… —dijo, en un tono con el que parecía dirigirse principalmente a sí misma.
—¿Qué quieres decir? —indagué. Ella se tomó su tiempo antes de responder.
—Lo que quiero decir es que llevamos demasiado tiempo teniendo miedo. Los dos. Miedo a nuestro futuro. Miedo a no ser capaces de sobrevivir. Miedo a todo lo que nos rodea. Estoy cansada. Cansada y harta. Hace diez años era muy distinto, ¿no te acuerdas? No le teníamos miedo a nada, y creo que por eso nos salían las cosas bien. Cuando era pequeña, mi hermana me dijo que un psicópata podía estar escondido en la bañera, detrás de la cortina. A mí no se me habría ocurrido nunca una cosa así, pero desde entonces cada vez que entraba en el cuarto de baño tenía que descorrer la cortina para comprobar que no había nadie. Me parece que nos ocurrió algo parecido cuando hablamos de llevar una vida más sensata… cuando hablamos sobre tener un hijo. Pensar demasiado, darle vueltas a nuestro porvenir…, eso es lo que creo que nos ha debilitado. Ha sido como descorrer por primera vez la cortina.
Era cierto que diez años atrás no le teníamos miedo a nada. Vivíamos al día y a un golpe de suerte le sucedía otro aún mejor. Mucha gente del pueblo nos admiraba. Los de nuestra propia generación, los mayores e incluso los niños. Nadie nos reprochaba nuestro modo de vida, así que no nos hacía falta escondernos. Teníamos contactos a todos los niveles y hasta los más puritanos sonreían o guiñaban un ojo cuando se cruzaban con nosotros por la calle. Teníamos amigos en otros países. A veces tomábamos un avión el viernes, y el lunes ya estábamos de vuelta. Todo era divertido, todo era rápido y no daba tiempo a pensar. Esa, precisamente, era nuestra estrategia. Creo que yo no sentía menos nostalgia que Marta de esa época, pero supuse que debía decir algo que le sirviera de consuelo o, al menos, de explicación:
—Es inevitable —argüí—. No se puede correr por una playa con los ojos siempre cerrados. No se puede correr así… para siempre, ¿no? Porque la playa se acaba y al final habrá rocas, o un puerto…, algo. Al final tienes que abrir los ojos. Es inevitable.
—Ya… —concedió ella sonriendo, con la vista puesta en el techo, mientras le acariciaba la oreja con la yema de mi dedo pulgar—, claro, tienes razón. Al final hay que abrir los ojos, sí. Y ahora tengo más miedo todavía. Alguien te ha convertido en una marioneta, ¿no lo ves? —su sonrisa desapareció—. Alguien te ha convertido en un… en un muñeco con hilos… ¿Quién? ¿Y qué puedo hacer yo?
Entonces me incliné hacia su boca, levantándole un poco la cabeza con las manos al mismo tiempo, para besarla.
—Nada —susurré, cerca de su oído—, tú no puedes hacer nada, cariño. Pero me voy a librar de esta trampa, ya lo verás. Yo solo.
Marta se incorporó y me miró desafiante.
—¿Qué es eso de «yo solo»? No quiero que digas «yo solo», ¿vale? Cuando te he dejado demasiado a tu aire es cuando te has metido en líos, precisamente.
No repliqué ante su recriminación. Me limité a extender el brazo y a juguetear con mis dedos entre sus rizos. La encontraba guapa en ese momento: tan inteligente, tan infantil y salvaje como de costumbre. Era divertida, aunque también un poco humillante, la extrema facilidad con que leía mi pensamiento en todas las situaciones.
—¿Crees que tenemos tiempo para algo? —me interrogó con una sonrisa ya resueltamente lasciva. Me sorprendió su insinuación. ¿Cómo podía pensar en el sexo, con lo que teníamos encima? Pero había otra pregunta más desconcertante: ¿cómo podía hacerlo yo también? Aunque lo cierto era que, debajo de toneladas de angustia, se debatía con frenética avidez el pequeño y resistente animal doméstico de nuestro deseo. No podía negarlo. Y ella, al parecer, tampoco.
Sin que yo llegase a pronunciar una sola palabra más, puso su mano en mi entrepierna para comprobar mi excitación. Porque, increíblemente, estaba excitado. Supongo que era la misma inoportunidad de la situación lo que nos ponía cachondos. Supongo que ese viento imprevisto fue el que impulsó nuestro balandro hacia las aguas turbias del instinto. Nos miramos con franqueza y se formó entre nuestros cuerpos un verdadero remolino que nos arrastraba como a veleros de papel. Era una sensación muy familiar que desde el principio nos había regocijado.
Unos pocos segundos más tarde, con su segura e inveterada habilidad, y casi nula colaboración por mi parte, Marta ya me había bajado los pantalones y el slip; había rodeado mi pene erecto con su mano; precisamente la de su brazo derecho. Es decir: el brazo en el que llevaba el vendaje. Y esto me produjo un enorme desconcierto, una especie de cortocircuito mental de oscuro significado erótico. Un raro fenómeno que intensificó mucho mi renuente deseo: la mano, el brazo con el vendaje.
Después de tantos años de rutinarias (un calificativo que aquí no es en absoluto peyorativo) y satisfactorias relaciones sexuales, con un repertorio no excesivamente variado pero sí del gusto de los dos, y en mi opinión suficientemente completo, me seguía sorprendiendo un hecho tan simple y trivial como que mi pene hacía tiempo que había dejado de ser mi pene para convertirse en algo de su propiedad. Supongo que puede resultar un pensamiento infantil, pero es que en este aspecto no he dejado de ser un primerizo.
La verdad es que entre nosotros el sexo siempre ha funcionado. Ella tiene una libido poderosa y relativamente constante; así que no es nada raro que tome la iniciativa. Incluso durante nuestra reciente crisis habíamos continuado manteniendo relaciones con alguna frecuencia. La atracción física se ha mantenido a través de los años. Ni siquiera mi pasividad ocasional inhibe su apetito perentorio.
Bastaría de hecho para ilustrarlo aquella escena del sábado por la mañana. Se penetró ella sola con asombrosa facilidad, utilizando mi miembro, sin que yo tuviera que cambiar de postura. Copular como lo hicimos, mientras le palmeaba el culo y metía la cara entre sus pechos, era una de esas variantes simples de las que no parecía que fuese a cansarme nunca.
Terminamos pronto y fue como una verdadera terapia, una cura enérgica e imprevista para la ansiedad que nos estaba acosando. Los dos tuvimos un único orgasmo intenso y compartido. Cuando terminamos se separó un poco de mí y, sin llegar a levantarse del tresillo, alargó el brazo hacia su bolso, que colgaba del respaldo de una silla cercana. Extrajo de él un paquete de kleenex y me dio a mí un par de ellos, después de colocarse uno en la vagina. Luego, se acurrucó a mi lado.
* * *
Siempre he sido fiel a Marta, casi sin ningún esfuerzo, algo que en cierto modo no deja de sorprenderme. Estuve un rato prolongado pensando en ella, con una vaga sensación de extrañeza, de lejanía. Luego, los pensamientos se transformaron en remotas imágenes, en recuerdos de nuestra primera época. Creo que me dormí. Me despertó su voz, una media hora más tarde.
—¿Has decidido ya lo que vas a hacer?
Llevaba puesto su albornoz rosa y tenía el pelo mojado. Evidentemente, acababa de ducharse. Me incorporé y miré el reloj: eran ya casi las nueve menos cuarto.
—Tengo que llamar a Fule —dije, y me incorporé de inmediato.
Busqué el número en la agenda de mi móvil y pulsé la tecla verde. Estuvo sonando varios segundos pero no respondió, así que dejé el móvil en la mesa del comedor y me quedé allí de pie sin saber qué hacer, contemplando la acendrada calidad de la luz diurna que entraba por la ventana.
—Qué pasa —preguntó Marta—, ¿no contesta?
Antes de que pudiera responder sonó mi móvil. Era Fule, naturalmente. La conversación fue rápida y resolutiva. Él me preguntó si seguíamos adelante. Le dije que sí. «¿Cuándo nos vemos?», me interrogó. «Tengo que pasar por la nave —le expliqué— para recoger lo que necesitamos… Ya sabes —me refería a las armas—. Nos vemos en La Goleta esta tarde, ¿de acuerdo? A las seis en punto…». La Goleta era un pequeño restaurante junto a la primera estación de servicio que uno podía encontrar en la autovía partiendo de Las Zalbias, poco antes de llegar al Versalles. Más o menos unos diez kilómetros antes. Fule no objetó nada a mi plan y nos despedimos hasta la tarde.
—Entonces… —empezó a decir Marta, pero no la dejé continuar.
—Entonces nada. Todavía no sé lo que voy a hacer. Todavía no lo he decidido. Necesito más tiempo —ella seguía mirándome con ansiedad y puede que con algo más que eso. Me preguntaba si ya se había acabado la tregua. Me preguntaba si volvía a estar resentida; su mirada me parecía de reproche, así que continué—. Qué quieres que te diga… De momento voy a ir a la ciudad. Voy a intentar localizar a Machado.
—Paula me dijo que nadie sabe dónde se ha metido… Puede que esté fuera, en México o en otra parte.
—Claro. O puede que esté aquí. Y puede que anoche intentara atropellarte —dije esto último señalando con un mínimo gesto su antebrazo herido.
—No era su coche.
—Hace mucho que no lo vemos. No sabemos si era su coche. No sabemos qué coche tiene ahora. El problema es que no sabemos nada. Por eso voy a la capital, a ver lo que puedo sacar en claro. Pasaré por el taller en el que trabajaba.
—¿Sabes cuál es?
La verdad era que no. No tenía la menor idea. Pero eso no sería demasiado difícil averiguarlo. En efecto, apenas nos costó un par de llamadas y una búsqueda en Internet, para confirmar el nombre del taller que nos proporcionó un amigo común; que se quedó bastante desconcertado por nuestro repentino interés en localizar a Machado. «Ya…, es que vamos a salir en semirrígida el domingo —oí mentir a Marta, con gran naturalidad—, con los del club de buceo, ¿sabes? Le prometimos que lo llamaríamos si hacíamos eso otra vez. La última no pudo venir con nosotros. Y ahora resulta que no nos contesta al móvil. Y bueno…, como vamos a pasar por la ciudad en un rato…». A esas alturas no podía sorprenderme demasiado su capacidad de improvisación. Estuvo muy convincente y anotó el nombre de la empresa en uno de los papeles que tenemos en el pladur, junto al teléfono.
* * *
A las 9:30 ya estaba en la autovía, al volante de nuestro Altea gris plata, camino de la capital. Yo solo. Marta me había convencido de que así era mejor. «Aquí puedo conectarme a Internet. Puedes llamarme… para que te busque lo que necesites…».
Y tenía razón. Con un smartphone podría haberme mantenido conectado en cualquier lugar, pero presento cierta resistencia a las innovaciones tecnológicas. En todo caso era cierto que internet representaba un recurso muy importante si se trataba de averiguar cualquier dato. Alguien podría darme el nombre de otra empresa y no conocer la correspondiente dirección, por ejemplo. Entonces yo llamaría a Marta y ella la buscaría desde casa, con nuestro ordenador. Su argumento era sólido, aunque hubiera preferido que ella viniese conmigo.
A menos de veinte kilómetros de Las Zalbias apareció en el paisaje enmarcado en mi parabrisas la hermética y rosada mole del Versalles. Un edificio de pésimo gusto, que remedaba (con sus capiteles dóricos, su escalinata, su burdo tímpano triangular y sus estrechos ventanales ciegos) una supuesta arquitectura neoclásica que daba ganas de vomitar. Había algo sumamente escandaloso, sumamente inverosímil en la idea de que aquella tarde fuera a presentarme allí armado, junto a mi amigo Fule, junto a mi nervioso y diabético compinche, para amenazar a los empleados y llevarnos la recaudación. Y lo más demencial era que, muy en el fondo, no dejaba de encontrarlo tentador, e incluso emocionante. ¿En qué momento había empezado a perder el juicio?
Cuando llegué a la ciudad, tomé la salida de los grandes centros comerciales. Un complejo en el que destacaba la galería Goldmare, con su gran cúpula de cristal y sus altos postes blancos con oriflamas azules. Mientras descendía hacia el núcleo urbano observé el amplio y complicado panorama conformado por los lazos de acceso y salida de las autovías. A lo lejos, dos tranvías que parecían de juguete se cruzaban por encima del tráfico en un paso elevado. Si la dirección que habíamos encontrado en internet era correcta —y no había ninguna razón para pensar que no lo fuese—, podía aparcar casi enseguida, ya que el taller mecánico que buscaba se encontraba en las afueras. Era un espléndido sábado de finales de septiembre, con un cielo completamente despejado. Justo antes de extraer la llave de contacto pude ver en el salpicadero del coche que eran las diez y dos minutos y que el termómetro marcaba ya 24 grados. Tendríamos mucha suerte si la temperatura no rebasaba los 35 a mediodía.
* * *
Aquel hombre mayor, casi verdaderamente un anciano, tenía que ser a la fuerza el jefe del taller, porque todos los demás eran chicos muy jóvenes. Estos últimos, seis o siete en total, vestían monos de trabajo de color negro con remates amarillos y todos llevaban botas gris oscuro, muy profesionales. Aquel tipo, en cambio, parecía insuperablemente cómodo con sus zapatos baratos y su anticuado mono azul adornado con unos cuantos lamparones de grasa. La cremallera, subida apenas hasta la mitad del esternón, permitía que aflorase una salvaje y profusa pelambrera blanca desde su pecho. ¿No era ya demasiado viejo para estar allí?
—Machado… Sí, hombre, claro que me acuerdo. Estuvo trabajando aquí hasta el mes de… Espere, voy a la oficina y se lo digo…
—No hace falta —aquel hombre rechoncho y de corta estatura me recordaba mucho a alguien, pero no lograba encontrar en mi memoria el referente que buscaba. ¿A quién podría parecerse tanto?—. No se preocupe. No hace falta que me diga la fecha exacta. ¿Se fue hace mucho?
—Pues mire… —y de pronto se volvió hacia uno de los chicos que estaba cambiando o revisando la rueda de un coche sostenido en alto por unos elevadores hidráulicos—. Oye, Fernando… ¿Cuánto hace que se fue Machado?
—En julio… —dijo el chico sin volverse ni dejar lo que tenía entre manos.
—Pues ya lo ha oído: en julio. Se le acabó el contrato con nosotros. Nos habría gustado renovarle, la verdad, porque trabajaba muy bien. Pero nada… imposible. Ya sabe usted cómo están las cosas. No hay clientes. Nada, muy poco movimiento. Ni la mitad que hace tres años.
—Y usted, claro… Usted no podrá decirme —no sabía cómo plantear aquello para que no pareciese que escondía algún propósito turbio—, no podrá decirme si comentó algo sobre su… Es que somos amigos desde el colegio, ¿sabe? Y resulta que otro amigo nuestro ha tenido un accidente. Mi mujer y yo pensamos que debemos decírselo cuanto antes, pero nadie sabe nada de él desde hace meses. Al móvil no contesta… Puede que aquí hablase con alguien sobre sus planes…
El hombre que tenía delante se tomó algún tiempo para sopesar mis palabras. Luego se volvió hacia el tal Fernando, que acababa de extraer la rueda del vehículo del que se ocupaba en ese momento y la había colocado, vertical, en el suelo.
—Oye… ¿Tú sabes si Machado dijo algo de dónde pensaba ir?
El chico se irguió con la frente brillante de sudor y un gran destornillador en la mano izquierda.
—Machado era bastante amigo de Julián. Igual él sí sabe algo…
—Julián no ha venido hoy —me explicó el jefe del taller—. Tiene el día libre.
—Yo le puedo dar su móvil —intervino el joven mecánico, acercándose a nosotros sin soltar la impresionante herramienta—, pero no creo que le conteste. Estará con los del grupo… el grupo de teatro. Como todos los sábados. Es que él y yo vivimos en el mismo barrio.
—¡Ah, sí! Este anda metido en todas las cosas. ¡Tiene tiempo para todo!
Comentó riendo el viejo con mono azul. Y entonces, de golpe, se me reveló: Akim Tamiroff. El magnífico secundario que había colaborado a menudo con Orson Welles en varias de sus mejores películas. Mi época de intelectual y cinéfilo continuaba surtiéndome de característicos.
* * *
Eran las once menos cuarto cuando salí del taller. No sólo conseguí el número de móvil del tal Julián. Además me dijeron en qué zona vivía, por si quería ir a buscarlo. Les di las gracias y lo primero que hice mientras regresaba hacia mi coche fue llamarlo, pero tal y como me habían advertido los del taller el mecánico y actor amateur tenía su móvil desconectado. Acababa de guardar el mío en el bolsillo del pantalón cuando lo oí sonar, o más bien noté la vibración muy cerca de la ingle. Era Marta.
—He llamado a Susana, pero no sabe nada. Dice que no lo ve desde hace meses. Que estaba trabajando en el taller y que lo despidieron en julio, justo la misma semana en que colgó su último mensaje en Facebook para comentar que tenía previsto viajar a México. Iba a quedarse en casa de una tal Andrea, actriz y modelo. A mí eso me suena a cuento… ¿Has averiguado algo?
—Lo mismo que tú: que lo despidieron en julio. Acaban de decírmelo. Parece que se había hecho amigo de un tal Julián, un compañero de trabajo. Voy ahora a su barrio. Me han contado que está metido en un grupo de teatro. En una asociación vecinal… o no sé qué. Igual no vale la pena, pero lo voy a intentar. Puede que este Julián sepa algo.
—De todas formas es temprano…
Marta tenía razón: era temprano, y no había nada mucho mejor que hacer que seguir cualquier posible rastro que Machado hubiera podido dejar en la ciudad, antes de desaparecer tras una inquietante y sospechosa bruma de inciertos rumores.
Nos despedimos y quedamos en hablar en cuanto uno de los dos hubiera obtenido algún dato importante sobre el paradero de nuestro amigo.
No me costó demasiado dar con Julián. Conozco la ciudad, de modo que no tardé más de un cuarto de hora en llegar allí con el coche. De hecho aparqué a muy poca distancia del centro cultural donde ensayaba el grupo de teatro. Luego, bastó con un corto paseo y con las indicaciones precisas de dos amables vecinos.
—Están terminando, creo… —me dijo la conserje del centro cultural—. ¿Quiere esperar aquí?
Ese «aquí» era una silla verde de plástico del recibidor, a dos o tres metros del mostrador de atención al público. Le di las gracias y me senté.
El salón de actos estaba justo enfrente. Se oían perfectamente las voces. La puerta estaba entornada. Apenas tuve que esperar unos minutos. El grupo, formado por al menos diez o quince personas de distintas edades, salió envuelto en un estrépito de risas y bromas. Sólo distinguí a dos que parecían caracterizados, aunque no se podía adivinar por su aspecto la obra que ensayaban. (Uno era un sujeto astroso de unos cincuenta años que parecía un mendigo de Beckett, y el otro, bastante más joven, con camisa de batista blanca de manga ancha y chaleco de terciopelo, podía recordar a un estudiante de Chéjov). Me puse de pie y me acerqué a una mujer de unos cuarenta años, con cara dulce y pelo lacio, muy largo. Le pregunté con una sonrisa quién era Julián. Me señaló a un chico larguirucho que vestía un aparatoso pantalón de chándal de nailon rojo y una camiseta negra ceñida y sin mangas. Me dirigí a él sin dejar de sonreír y le dije mi nombre al mismo tiempo que le ofrecía la mano. Me la estrechó con una mezcla de perplejidad y timidez. A continuación, le conté mi paso por el taller y le expuse el motivo de mi visita. En un primer momento se mostró algo reticente a proporcionarme la información de que disponía; la cual —no tardé en comprobarlo— tampoco incluía ningún dato que se pudiera calificar de concluyente. Tuve que salvar una espinosa barrera de suspicacias antes de lograr que el muchacho se decidiera a hablar de su amistad con Machado. Nada más iniciar la conversación advertí que no paraba de mirar a un lado y a otro. Entonces lo invité a que saliéramos del edificio. Eso fue todo un acierto; porque una vez al aire libre, en un soportal jalonado por burdas columnas de cemento, noté que se sentía más relajado, y mucho menos preocupado por las miradas de reojo de sus compañeros del grupo de teatro. Esas miradas allí no lo alcanzaban. Resultaba, en realidad, bastante fácil de comprender su incomodidad: en aquel barrio no debía de ser muy recomendable para la propia reputación pararse a charlar con un desconocido y largarlo todo, a las primeras de cambio, sobre un colega ausente; por mucho que uno hubiera borrado a ese colega, hacía tiempo, de su lista de favoritos.
—Machado…, Machado me dijo que se iba a Alemania, que le había salido algo allí. La última vez que me lo encontré por la calle me sorprendió mucho, porque yo pensaba que ya se habría largado. Eso fue hace poco. A finales de agosto, más o menos. Me dijo que le había surgido aquí un asunto, y que tenía que resolverlo primero. Si te digo la verdad, antes del verano una noche se puso muy chungo conmigo…
Por supuesto, le pedí que me refiriese el incidente al que aludía, pero las barreras se alzaron de nuevo como disparadas por un resorte automático. Así que tuve que llevar a cabo un esmerado despliegue de persuasión («Lo que me digas quedará entre nosotros, te lo aseguro… Es importante que lo encontremos…»), antes de que se decidiera a relatarme el suceso.
—No creo que esto te sirva de mucho, pero vale… Tú conoces bien a Machado, ¿no? Entonces sabes cómo se pone cuando no le salen las cosas como las tiene pensadas, ¿verdad? Exacto… nervioso. Muy nervioso cuando se calienta. Sobre todo con temas de mujeres. Pues esa noche que te digo estuvimos a punto de pegarnos por un tema de pibas. Habíamos conocido a dos nenas en la Metromix, ¿sabes cuál es? Salimos con ellas un par de veces, dos sábados seguidos. Una era bastante más guapa que la otra. Suele pasar, ¿no? Y, claro, esa era la que le gustaba a él. Bueno…, era la que nos gustaba a los dos. Así que intentó montárselo por su cuenta y endosarme a mí a la otra, pero le salió el tiro por la culata…
Julián siguió hablando durante unos cinco minutos. La explicación fue enrevesada y no llegué a captar todos los detalles —tampoco se puede decir que me esforzara al máximo—, aunque sí lo esencial del episodio. Al parecer, Machado había quedado una noche con las dos chicas sin contar con él, y luego trató de largarse con la que le gustaba (una tal Cristina) dejando tirada a la otra. Pero lo que ocurrió fue que Cristina, muy ofendida, optó por dejar tirado a Machado. Y eso fue demasiado para su orgullo, claro. Sobre todo cuando ella llamó a Julián el viernes siguiente para salir.
—No es mal tío, ¿sabes? Lo que pasa es que, como tiene unos años más que yo…, se imaginó que tenía todos los semáforos en verde. Pensó que me quedaría en casa tomándome el potito. O que me conformaría con la otra. Yo qué sé… Y claro, cuando nos vio a los tres el siguiente sábado, se rebotó. Se rebotó tanto que estuvimos a punto de darnos allí mismo: en la puerta de la Metromix. Al final no llegó la sangre al río. Cuatro gritos, dos empujones… Va de pichabrava por la vida, pero a la hora de la verdad le faltan huevos, te lo digo yo. Eso es lo que pasó… Y por eso habíamos dejado de salir juntos los findes. De todas formas, cuando me lo encontré hace poco, me alegré de verlo. No soy rencoroso. Le dije que me diera un toque un día para hacernos un sábado. Pero ya ves… todavía lo estoy esperando.
Julián tenía razón: aquella historia no me servía realmente para nada, excepto para reconocer en ella un carácter impulsivo y mal gobernado, a golpe de testosterona, que no me costó en absoluto relacionar con nuestro común amigo. La referencia a Alemania como posible destino fue el único vago indicio sobre su paradero que pudo proporcionarme. En definitiva, él también le había perdido la pista. Daba la impresión de que Machado se hubiera empeñado en seccionar cuidadosamente cualquier cable que pudiera conectarlo con su pasado inmediato. ¿Dónde buscar ahora?
Volví al coche sin una idea precisa de lo que hacer a continuación. Julián no me había facilitado ningún dato aprovechable, ni el más pequeño cabo suelto del que tirar. Ni siquiera un nombre o un teléfono. A Machado parecía habérselo tragado la ciudad. Claro que también podría ser que él se hubiera escondido entre las faldas de la capital deliberadamente, borrando sus huellas todo lo posible antes de regresar solapadamente a Las Zalbias para resolver ese asunto del que por lo visto no estaba nada dispuesto a dar explicaciones.
Intenté recapitular, ordenar acontecimientos. ¿Cuándo habíamos sabido algo de Machado por última vez? A primeros de agosto. Sabía que Ángel lo había llamado para proponerle lo del Versalles. Estaba casi completamente seguro de eso. Y no parecía que hubiera tenido ningún problema para dar con él entonces. Por un momento se me pasó por la cabeza la idea de llamar a Ángel para confirmarlo, lo cual me produjo una sensación desagradablemente cómica, semejante —imagino— al efecto que tendría en un judío un ingenioso chiste racista contado por un neonazi. Lo peor de lo horrible es que casi siempre le encuentras un lado cómico.
Ya no tenía nada que hacer allí. Había llegado el momento de volver a Las Zalbias. Miré la hora en el móvil: veinte minutos para las doce. No había prisa. Todavía era pronto. Deseaba darle a Machado otra oportunidad para mantenerse en el redil de los inocentes; o por lo menos en la lista provisional de los dudosos; antes de arrojarlo definitivamente al recinto de los culpables dentro de mi cerebro. Habíamos sido buenos amigos. Quería salvarlo. Pero ¿cómo hacerlo? ¿No estaba ya suficientemente claro que era él quien trataba de utilizarme? ¿No resultaba patente que era él quien, por algún secreto motivo, había asesinado a Ángel? De todos modos no podía descartar del todo a Fule. Ni siquiera a los búlgaros. Era una locura, desde luego. Y se trataba de mantenerme cuerdo a toda costa dentro de ella. Ese era el único objetivo inmediato: no perder los nervios, controlar mi mente.
No estaba lejos de la Circular y decidí ir andando hasta esa gran plaza con una fuente en el centro. Había aparcado en un buen sitio y preferí dejar el coche allí. Tal vez durante el paseo se me ocurriera una solución prodigiosa. Algo parecido al truco para chupar la yema de un huevo sin romper la cáscara. Claro que el huevo que tenía delante ya estaba destrozado. Ese era el problema al que me enfrentaba. Y si no hallaba un modo de evitarlo, pronto sería sorprendido con los dedos pringosos y trozos de cáscara en las manos.
¿No sería más o menos eso lo que sucedería cuando la policía encontrase mis huellas en la Hammerli SP20? Si el asesino había utilizado un pañuelo, o guantes, habría evitado de ese modo dejar su propia marca dactilar. Y suponer que sin proponérselo hubiese borrado también la mía era de un optimismo excesivo, desmesurado. Ocho coincidencias (yo conocía de sobra ese principio legal y pericial), ocho, era lo mínimo que se exigía en un juicio para relacionar el arma con el presunto culpable. Y apenas cabía la menor duda de que mis huellas estarían allí. No hacía ni dos semanas que Ángel y yo habíamos estado disparando detrás de la vieja fábrica de sal. Una actividad aquella —la de quedar alguna tarde, cada mes o cada mes y medio, para practicar el tiro con munición real— que ahora me parecía infantil: una ridícula infatuación de virilidad. ¿Qué sentido podía tener, sobre todo cuando luego dejábamos las armas en la nave, donde ni siquiera podrían protegernos? Estaba claro, o a mí me parecía muy evidente ahora, que no éramos en absoluto los duros y experimentados delincuentes que pretendíamos ser; sino sólo un par de inseguros adolescentes treintañeros que jugaban a los gánsteres con armas de verdad.
La víspera de aquel infausto sábado, el viernes anterior por la mañana, cuando había descubierto el cadáver de mi amigo en la nave, ni siquiera se me ocurrió bajar al almacén para comprobar si nuestras armas seguían allí, en la taquilla metálica donde las guardábamos envueltas en trapos y ropa antigua de trabajo. Si el anónimo instigador que me enviaba esos mensajes utilizando la contraseña de Ángel no había mentido, habría desaparecido la Hammerli. Pero quedaban otras dos armas todavía: un revólver del 38 y una pistola SIG-Sauer con cargador extendido de diez balas. Eran, precisamente, las que nos podrían servir a Fule y a mí para atracar el Versalles aquella misma tarde. De modo que debía ir pensando en una nueva visita a la nave para recogerlas.
* * *
A las doce del mediodía del sábado el tráfico en la Circular es ruidoso y un tanto caótico. La nueva línea del tranvía lo complica todo. Pienso un momento en la imprevista resurrección de los tranvías en muchas de nuestras ciudades. Como tantas otras cosas, esto nos recuerda el carácter cíclico de la historia y de nuestras costumbres. Sin embargo, el tiempo mismo no es cíclico. No parece que lo sea según la cosmología todavía dominante. Eso creo. Eso he leído. Recuerdo entonces el programa de divulgación científica de la noche anterior. Lo recuerdo mientras me apoyo en el muro de piedra y cemento que rodea un parterre elevado junto al quiosco. No. El tiempo fluye. Fluye —por así decirlo— indisolublemente vinculado al espacio y como una propiedad de la totalidad cósmica compuesta de materia y de energía. El tiempo fluye desde un punto A hasta un punto Z. Es decir: desde el Big Bang hasta la entropía definitiva, o hasta un hipotético Big Crunch que hoy parece muy poco probable, a causa de la energía oscura. Ninguna de las nuevas teorías alternativas que hoy proliferan, como la de un universo oscilante o cualquier tipo de modelo estacionario, ha reemplazado por ahora convincentemente a la gran explosión, la inaccesible y enigmática singularidad de la que se originó el binomio espacio-tiempo tal y como hoy lo conocemos, según los modelos matemáticos.
Un inmigrante, tal vez un rumano, empuja un carro metálico de hipermercado arriesgando el pellejo entre dos autobuses. Pasa muy cerca de mí, corriendo tan rápido como puede en medio del torrente de tráfico con su patético carro lleno de chatarra.
¿En qué me he equivocado? (Pienso). ¿Qué extraños fenómenos cuánticos en los microtúbulos de mi cerebro han desencadenado la serie de errores que me han traído hasta aquí, hasta esta disparatada mañana de sábado?
Es probable, desde luego, que estas preguntas sólo existan ahora (este otro ahora, el arcano ahora de mi conciencia ampliada, cristalizada, suspendida) en la forma completa y precisa en que las estoy compartiendo con vosotros. Y sin embargo puedo aseguraros que, si bien de un modo fragmentario y confuso, estoy en efecto pensando en mis decisiones pasadas y en la relación que puedan tener con el cosmos en su totalidad, estoy pensando en la inutilidad práctica de mi interés por la ciencia, cuando distingo a Machado de pie, hablando con una mujer, en el interior del aerodinámico y sigiloso tranvía anaranjado que pasa por delante de mí y que se va a detener en la primera parada de la avenida.
Puedo aseguraros, asimismo, que mi excitación y mi incredulidad me paralizan, me impiden reaccionar hasta que unos segundos después dejo de ver a Machado, porque el tranvía ya ha tomado la curva de la avenida y el ángulo ahora ha cambiado drásticamente.
Y es entonces cuando echo a correr. Corro entre la gente con el corazón retumbando en mi pecho como el tambor de una galera en boga de combate. Corro entre la gente y luego entre los coches, cruzando cuando el semáforo ya se ha puesto en rojo para los peatones. Consigo alcanzar el tranvía justo antes de que se cierren las puertas y se ponga en marcha. Ya estoy dentro. Las puertas se cierran, pero yo ya estoy dentro. Ahora puedo buscarlo.
* * *
No fue fácil. Había muchos viajeros a esa hora. Gente que subía a las grandes superficies comerciales desde el centro de la ciudad. Un grupo de jóvenes africanos, tres hombres altos de piel color caoba que reían y hablaban con voces potentes en un idioma totalmente opaco para mí —un idioma lleno de emes y de sonoras consonantes explosivas—, me cerraba ahora el paso y me impedía inspeccionar el otro lado del vagón. Finalmente toqué en el hombro a uno de ellos para abrirme camino, cosa que logré sin mayor dificultad. Se apartaron y avancé un poco más entre la gente. Entonces lo vi, con su tez morena, su pelo corto y su gran sonrisa masculina. Sólo que no era él. No era Machado, sino alguien que remotamente se le parecía. Tal vez un universitario. Un tipo más joven aunque con una complexión semejante.
Decepcionado, con un sentimiento de frustración y desaliento, bajé del tranvía en la siguiente parada y empecé a caminar de vuelta hacia la calle en la que había dejado aparcado el coche. Estaba a punto de sacar la llave, cuando sonó de nuevo el móvil en el bolsillo izquierdo delantero de mi pantalón. Tuve alguna dificultad para extraerlo de allí. De hecho faltó muy poco para que resbalara entre mis dedos y fuera a parar al suelo, pero logré evitarlo y contestar a tiempo.
—Supongo que te acuerdas de qué día es hoy.
Era la voz de mi hermana y, desde luego, yo no recordaba en absoluto qué tenía de especial aquel día. Septiembre. Finales de septiembre. ¿De qué se trataba?
—Pues… no. No me acuerdo —respondí titubeante y tratando de dominar mi mal humor—. ¿Qué pasa?
Mi hermana no respondió, a no ser que esa abstención cargada de reproche pudiera ser considerada como un tipo de respuesta. Debía de ser una fecha muy señalada. Forcé la memoria de nuevo, y la iluminación llegó a mí como un rayo fulminante: el cumpleaños de mi madre. Eso era. 24 de septiembre, claro.
—No creo que pueda…
—Espero que no se te ocurra faltar. Si no vienes, más vale que no vuelvas a verla nunca. Más vale que pases de todos nosotros para siempre…
No tenía respuesta para un ataque tan masivo como aquel. Esa era la situación. Así de harta estaba toda mi familia de mí, y yo entendía que les sobraban razones. Debía capitular y aceptar todas las condiciones. Mientras hablaba con mi hermana Elena me había aproximado al escaparate de una tienda de modelismo. Por encima de una reproducción del sitio de Stalingrado (bastaba con fijarse en los uniformes, en los solares ruinosos donde se agazapaban rusos y alemanes) alcanzaba a ver el interior de la tienda. Algo raro estaba ocurriendo allí.
—¿Habéis quedado a comer?
Varias personas contemplaban una espléndida maqueta ferroviaria; entre ellos un hombre de mediana edad —bien vestido pero con barba de unos cuantos días, que parecía excesiva— preocupantemente inclinado sobre el trenecito eléctrico que circulaba a toda velocidad por el circuito miniaturizado.
—A las dos allí…
A las dos, ¿por qué no? Podía hacer eso como podía hacer cualquier otra cosa con las horas inútiles que me separaban del atraco al Versalles, al cual me sentía cada vez más inclinado, aunque todavía no estaba del todo decidido.
—Allí estaré —dije, y corté la comunicación. Eran las doce y media, de modo que a la una y cuarto podía encontrarme de vuelta en casa y a las dos o dos y cuarto en casa de mi madre. Estaba a punto de darme la vuelta cuando una especie de reyerta se desencadenó en el interior de aquella tienda. El hombre mal afeitado había hecho algo en la maqueta. ¿Qué se proponía? ¿Hacer descarrilar el tren? Eso era lo que parecía haber conseguido. Pero la reacción de los demás fue desproporcionada. Varios clientes se echaron encima de él y lo redujeron violentamente en el suelo, como si fuera un terrorista, o un loco muy peligroso. En ese momento noté un vacío en mi estómago y me di cuenta de que tenía hambre. Me aparté de la tienda y fui directo hacia mi coche, aparcado en aquella misma manzana un poco más adelante.
* * *
Encontré a Marta en casa más nerviosa y preocupada que antes.
—Es el cumpleaños de mi madre —le dije—, me ha llamado Elena hace un rato, cuando estaba todavía en la ciudad…
—Supongo que no pensarás ir a comer con ellos…
—¿Cómo sabes que han quedado a comer? —vi aparecer en su rostro una mueca de disgusto o impaciencia.
—¿Y qué hacen todos los años?
—Pero ¿tú te acordabas? —ahora era yo quien se estaba enfadando.
—No me dirás que eso importa mucho… con lo que tenemos encima.
—¡Pero yo tengo que ir! Es mi familia —dije, volviendo hacia arriba las palmas de las manos. ¿Tenía que explicárselo todo?—. Mira, pase lo que pase, ellos son, aparte de ti, las únicas personas con las que puedo contar. Ya sabes cómo es mi madre… cómo se pone. Tengo que ir. No puedo faltar. No tienes idea del tono que ha usado mi hermana… Creo que si no voy a esa comida ya me puedo despedir para siempre de mi familia. ¿Lo entiendes? Para ellos será como si hubiera muerto.
Marta me miraba con un gesto poco comprensivo, pero eso ya no me importaba. En un momento como aquel, precisamente, debía mantener con mis hermanos las mejores relaciones posibles. Sin contar con que tal vez fuera aquella una de las últimas oportunidades para participar en una reunión de esa clase. Incluso, en cierto modo, podía considerarla una especie de despedida.
—Mira… tú no hace falta que vengas, ¿vale? Iré solo, ¿de acuerdo?
Ahora Marta parecía casi del todo perdida. Su expresión, más que irritación, reflejaba un total desconcierto.
—Pero ¿has decidido ya lo que… lo que vas a…?
Se refería al atraco, por supuesto. Ni siquiera se atrevía a nombrarlo. Pensé que estaba pidiéndole demasiado. ¿Qué podía esperar? No es que yo la hubiera arrastrado exactamente a ese tipo de vida —en algunas ocasiones, más bien me había metido en líos por su culpa—, pero en el fondo era una niña. Así que la responsabilidad era básicamente mía. Ahora ella no sabía ni dónde estaba de pie. No lo sabíamos ninguno de los dos. Andábamos a tientas en una caverna, muy cerca de una sima.
—Creo que Fule y yo vamos a hacerlo, sí —aventuré, porque era lo que suponía que Marta esperaba oír. Cometer ese atraco constituía una pésima solución, claro, pero al menos era una salida. Lo otro sería como resignarse al matadero, o a la cárcel, que realmente no parecía mucho mejor que un matadero.
No me había equivocado con esa respuesta, porque ella se relajó algo. Le pregunté si había mirado mi correo y movió negativamente la cabeza. Miré el reloj: la una y veinte. Fui directo al cuarto del ordenador y me senté frente a la pantalla y el teclado.
No tenía ningún nuevo mensaje importante, sólo un poco de spam. Rápidamente, me puse a redactar un e-mail para quien estuviera usurpando el nombre y la cuenta de correo de mi difunto amigo Ángel Bru.
«Podrías quedarte con el dinero y luego no decirme dónde está el arma. Así yo cargaría con las dos cosas, lo del Versalles y lo de Ángel. Dime cómo sé que cumplirás tu parte del trato».
Puse el cursor sobre la cuadrícula «enviar» e hice un clic con el ratón. Me levanté y fui a la cocina para beber agua. Ella estaba allí tomándose un zumo de piña.
—Le he enviado un mensaje… —Marta no dijo nada. Ni siquiera me preguntó qué era lo que había escrito. Parecía realmente sobrepasada por los acontecimientos—. Voy a darme una ducha rápida…
Me di la vuelta y fui directo al cuarto de baño. Mientras el agua tibia resbalaba sobre mi cuerpo pensé, supersticiosamente, que nadie me mataría mientras yo no tuviera un arma en la mano. «Así que lo peor que puede ocurrir… —decía para mis adentros—. Lo peor es…». Y no conseguía llevar más lejos el razonamiento. Mi cerebro estaba también al borde del colapso. No había nada que hacer, salvo imitar al agua que en ese momento caía sobre mi piel: resbalar, dejarse ir, perderse por el desagüe.
Sonaron varios golpes fuertes y seguidos en la puerta: «¡Te ha contestado!», oí gritar a Marta en el pasillo. Salí precipitadamente de la ducha. No había cerrado la sesión, precisamente porque tenía la esperanza de que su respuesta fuera inmediata.
Me sequé a toda velocidad con la toalla. Luego me puse el albornoz y fui directo al cuarto del ordenador. Ella no había abierto el mensaje, de modo que ver aquella familiar dirección resaltada con letras negras casi hizo que me marease a causa de la ansiedad y la excitación. Abrí el mensaje y leí con avidez:
«Te diré dónde está el arma antes de que deposites el dinero. Seré yo quien se fíe de ti. No pidas más garantías. La única garantía que te doy es que si no cumples encontrarán el arma y te acusarán de asesinato. Suerte para esta tarde».
* * *
Volver a casa de tus padres cuando ya no vives allí, aunque sea para algo trivial, aunque sólo se trate de una visita ordinaria, o de una reunión familiar cualquiera, tiene siempre algo de experiencia mística y un inconfundible aroma iniciático. Esto se explica por una visita paralela (interior, inevitable) a tu propio pasado.
Mientras conduzco por las sinuosas y estrechas carreteras de tercer orden que conectan Las Zalbias con las pequeñas poblaciones y las explotaciones agrícolas de los alrededores, no puedo —ni quiero— resistirme a esa inmersión en mi propia memoria. Vuelvo a través de una serie de fogonazos, de instantáneas deslumbrantes y efímeras, a una infancia más bien rural. Mi padre era agricultor. Vivíamos en una casa de dos plantas rodeada de bancales y campos cultivados. Teníamos unos pocos vecinos cerca, con los que manteníamos relaciones casi familiares. Podíamos recurrir a ellos si había dificultades, y nos reuníamos todos en casa de este, o de aquel —también en la nuestra—, con mucha frecuencia. Pero la ciudad estaba cerca, y también estaban cerca los núcleos urbanos de la costa. Así que el ruido y la furia resonaban no muy lejos de nuestro inocente caserío. Las Zalbias, por ejemplo, quedaba apenas a quince minutos en coche. Creo que todo fue más o menos bien hasta que cumplí los catorce años. A esa edad me compraron una moto con la que amplié considerablemente mi radio de acción. Por esa época, ya en el instituto, fue cuando conocí a Ángel y a Fule. Y en los años siguientes empecé a meterme en líos.
En realidad fue toda la familia, y no únicamente yo, la que empezó a verse aquejada por toda clase de conflictos y problemas en aquel momento. A mi padre no le iban bien las cosas. Las frutas y hortalizas de los países del Magreb empezaban a representar una dura competencia para el producto nacional, y esto apenas lo compensaban las ayudas europeas. Por otra parte, él siempre había sido aficionado al juego y a la bebida, así que las cosas sólo podían ir a peor. Siempre es dolorosa la historia de una familia en decadencia, pero cuando se trata de la tuya y todavía eres demasiado joven no percibes las consecuencias con claridad. A corto plazo, parecen más las ventajas que los inconvenientes. Aumenta tu libertad y, por otro lado, tus carencias te parecen irrelevantes. No te das cuenta del daño sufrido hasta mucho tiempo después. Mi hermana Elena (tres años mayor que yo) y mi hermano Marcos (me lleva un año, soy el más joven) eran buenos estudiantes y seguían las reglas. Por supuesto, también padecieron las consecuencias de nuestro declive económico y de las continuas disputas entre mis padres; pero eso, al parecer, no volvió locas sus respectivas brújulas. La confusión y el deterioro de la familia me afectaron a mí en mayor medida que a ellos, por alguna razón. Y puede que esa razón fuera simplemente mi carácter.
Mi padre murió de cáncer de esófago apenas un mes después de que yo alcanzara la mayoría de edad. Durante los años siguientes nadie pareció echarlo mucho de menos; aunque mi madre lloraba de vez en cuando a escondidas —en la cocina, en su cuarto, en el aseo—, pero nunca en el comedor durante la comida o la cena; nunca cuando pensaba que podíamos verla. Creo que durante un tiempo tuvo una relación con otro hombre. Yo apenas llegué a conocerlo. La aventura no duró demasiado.
Desde la muerte de mi padre, mi tío Antonio se ocupaba de nuestra explotación y mi madre cobraba una pensión modesta que nos permitía vivir a los cuatro, sin lujos ni grandes carencias. Durante un tiempo, Marcos intentó hacer de padre conmigo. No tardó en tirar la toalla y en considerarme un caso perdido. Mi hermana y mi madre apenas se metían en mi vida, aunque me mostraban continuamente su disgusto. Les sorprendió mucho que con veintidós años decidiera de pronto ir a la universidad. Esto marcó el comienzo de lo que podríamos llamar la etapa intelectual de mi vida. Por unos meses pareció que podría aún enderezar el rumbo. Encontré un trabajo de noche en la capital, como camarero en un pub. Vivía en un piso compartido y casi me olvidé de Las Zalbias. Hice nuevos amigos. Algunos de ellos andaban metidos en política, otros colaboraban con alguna ONG. Entré en contacto con músicos, pintores, performers, poetas, cortometrajistas… y otras variedades artísticas de la flora posmoderna, nacidas del humus de la subvención y cultivadas en el invernadero de la vida nocturna.
Todo esto era nuevo para mí. Nuevo y fascinante. Por primera vez en mi vida, empecé a leer sin que nadie me obligara a ello. Me matriculé en primero de Filología y me lo tomé bastante en serio durante un par de años. Comencé una relación con una chica llamada Mercedes. Pero esa relación no funcionó, y este fracaso supuso una especie de punto de inflexión, un retroceso lamentable al cenagal del que creía haber escapado. Dejé la carrera y volví a Las Zalbias. Tenía veinticinco años. Fue entonces cuando empecé a salir con Marta.
Al llegar a la casa familiar veo que delante hay una extensa plantación de col lombarda. Así que nuestro campo presenta una bonita y extraña tonalidad azul. Esto es lo que decidió plantar en abril mi tío Antonio, y a juzgar por su aspecto la recolección debe de estar muy próxima. Aparco en un carril que se interna entre otros dos bancales hacia un pequeño grupo de casas, las de nuestros vecinos de toda la vida.
* * *
Cuando me reuní con mi familia, el sábado a mediodía, mi madre salió a recibirme poco más o menos como si yo fuera un reportero de guerra que acabase de volver de Afganistán. Me dio un extraño beso en la garganta que me hizo pensar en un repentino ataque de vampirismo. «Si no llegas a venir —me dijo al oído, mientras casi se colgaba de mi brazo—, si no llegas a venir te mato, ¿lo sabes?». Mis hermanos en cambio me recibieron con previsible frialdad. El que sí parecía alegrarse de verme —como ocurría siempre, por otra parte— era mi sobrino Moisés. Mi hermana Elena se había divorciado hacía unos meses y ahora vivía con el chico (de trece años) en la capital. Pensé en besarla, pero no me atreví porque temí que rechazara el gesto. Al verla, tuve la impresión de que había envejecido deprisa en las últimas semanas. Esta idea no procedía de ningún rasgo o indicio en particular, y sin embargo resultaba para mí de una gran evidencia. En realidad, ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía que no nos encontrábamos. ¿Tres meses? ¿Un año? Imposible recordarlo. En cuanto a Marcos, ni se molestó en salir de la casa. Enseguida me di cuenta de que aquello iba a ser duro. Y era muy dudoso que tuviera algún significado mi presencia allí, sobre todo considerando lo que me esperaba a continuación. Así que empezaba a darle la razón a Marta.
Nos sentamos a la mesa muy pocos minutos después de mi llegada, y mi madre anunció que el tío Antonio no vendría hasta después del café.
—Hoy llega el primo, en tren… ya sabéis —nos explicó—, y tiene que ir a la estación a recogerlo.
Supuse que se refería a mi primo Julio, pero decidí que sería mucho mejor no preguntar nada.
—Estamos aquí por ti, mamá —intervino Marcos, de modo tajante—, ellos pueden venir o no venir. Que hagan lo que quieran.
Estaba claro que me había perdido algo. ¿Una disputa familiar? Si era así, no tenía la menor noticia sobre el asunto. Seguí tomando el gazpacho a cucharadas rápidas y furtivas. Le faltaba algo de vinagre para mi gusto, pero estaba hecho con buenos tomates maduros de nuestra huerta y eso siempre se nota. De vez en cuando, observaba a los demás protegido por una vaga sonrisa parecida a un cartel en el que cualquiera habría podido leer mis intenciones: «Estoy aquí en son de paz, no quiero causar problemas; aún pertenezco a vuestra familia, ¿no?». Había poca luz. Las persianas estaban echadas, lo que contribuía a mantener la casa agradablemente fresca. Mi madre, además, debía de haber dejado abierta la puerta de la cocina, porque notaba de vez en cuando una suave y benigna corriente de aire que rozaba mi espalda.
—Y tú, Pablo —era mi hermano el que me interrogaba—, ¿a qué te estás dedicando?
Me di cuenta de que no iba a atravesar el campo de batalla simplemente sonriendo, después de todo. Mi hermana Elena también pareció repentinamente interesada en mis posibles novedades:
—¿Todavía no has encontrado trabajo? ¿Estás buscando… o qué haces?
Ellos disponían de datos más o menos indirectos sobre mi peligrosa deriva, desde luego, pero —al menos que yo supiera— ignoraban los detalles de mi reciente trayectoria delictiva. Y, por supuesto, delante de mi madre no podía permitirme el más mínimo atisbo de sinceridad. De todas formas, me daba cuenta de que aquellas preguntas eran más bien admonitorias. Mis hermanos no esperaban una respuesta fidedigna en ningún caso, sólo querían apretarme un poco las tuercas.
—Buscando trabajo, sí —confirmé—. Pero no hay nada. Ya sabéis cómo está todo, ¿no?
Tenía la esperanza de que se conformaran con eso y me dejaran en paz, pero Marcos no estaba dispuesto a soltar la presa tan pronto:
—¿Y Marta?
—Marta qué… —dije, procurando amortiguar la carga desafiante de mi réplica intensificando la sonrisa y dulcificando el tono.
—Que si ha encontrado algo ella…
Mi hermano había dejado la cuchara en el plato, se había limpiado los labios con la servilleta y ahora me miraba directamente a los ojos. Estaba dispuesto para el combate.
—Estamos los dos igual… —dije, mientras me llevaba a la boca otra cucharada de gazpacho y evitaba su mirada—, buscando… los dos… Todavía no ha habido suerte.
—No se trata sólo de suerte… —sentenció Marcos, mientras hacía un gesto para que Elena le acercara la bandeja de espárragos con mayonesa.
No me di por enterado de ese mordaz comentario y mi madre hizo lo que pudo para desviar enseguida la conversación hacia un terreno menos abrupto. Empezó a parlotear animadamente y sin el menor sentido de la oportunidad acerca de las reformas en casa de los vecinos. Dijo algo, con escándalo más aparente que verdadero, sobre no sé qué piscina nueva y un gimnasio. «¡Ahora que están las cosas como están…! Claro que la academia de Mónica creo que va muy bien…».
Y mientras mi madre sofocaba con su cháchara vacía nuestro conato de discusión, mi hermana reñía a Moisés por quitarle el tocino a las lonchas de jamón serrano antes de comérselas. Terminé mi gazpacho y me sentí aliviado por haber dejado de ser el centro de atención. Aunque no pude evitar que, unos segundos después, el pulso se me acelerase de nuevo al pensar en que en apenas unas horas quizá estuviera perpetrando un atraco a pocos kilómetros de allí. Si las cosas iban mal, si me encerraban, ¿qué apoyo podía esperar de mis hermanos? Probablemente, ninguno. Más bien me rechazarían para siempre. ¿Y qué podía ocurrirle a mi madre cuando se enterase? Más valía no pensarlo. No tenía sentido, ningún sentido: desearle feliz cumpleaños para, a continuación, matarla de un disgusto. Había que seguir comiendo y no pensar.
El segundo plato era un cocido, algo que me entusiasmaba, pero aquel sábado apenas me sentía capaz de masticar y tragar. Estaba realmente en otra parte.
Ahora el tema de conversación volvía a ser la familia. Se habló de nuevo del tío Antonio, de la tía Carmen y, por supuesto, del primo Julio. Por lo visto estaba decidido a dejar Económicas para seguir la flecha de una peregrina vocación que todos conocíamos desde hacía algún tiempo. Mi primo deseaba ser actor, por encima de todo. Se había enganchado al teatro en la época del instituto y ya nunca lo había dejado. Pero ahora al parecer la cosa iba en serio. Se proponía empezar a estudiar arte dramático, ni más ni menos. Mi hermano Marcos ilustró el asunto con una anécdota que, al parecer, había tenido lugar hacía sólo un par de meses, a comienzos del verano.
Mi primo y un amigo suyo habían llevado a cabo una especie de performance en una localidad de la comarca del interior. Un pueblo llamado Zanjón, a menos de veinte kilómetros, de unos cinco mil habitantes.
—¿Sabéis lo que hacía? —preguntó Marcos, mirando a mi hermana Elena y a mi madre alternativamente, con aire exaltado y una sonrisa cruel que enmarcaba sus dientes grises de fumador—. ¿No? Bueno… Creo que llamaban a eso deconstrucción de la mirada, o algo muy parecido. Bien… pues el muy cretino entraba en los bares y se ponía a mirar fijamente a los parroquianos, mientras su amigo lo grababa todo con una cámara digital —Marcos se detuvo un momento para dar un sorbo a su vaso de vino, era evidente el placer que le producía relatar aquello—. Hasta que en la tasca de Nuño se encontró con el Carlangas. ¿No sabéis quién es el Carlangas? Bueno…, algo así como el filósofo posestructuralista más avanzado de la región. Parece que una vez mató a un jabalí con una azada, para que os hagáis una idea. También lo llaman Burrofáctor, no me preguntéis por qué. Vale… da igual… El caso es que Julio no llevaba ni dos minutos mirándolo cuando el otro le sacudió un trompazo con el revés de la mano que lo tiró de la silla. Nuestro primito llevó el ojo negro una semana. Eso sí que fue deconstrucción de la mirada… Y se lo merece, por idiota.
La salvaje risa de mi hermano me puso a hervir la sangre, no sabría explicar exactamente por qué, ya que la cosa no iba conmigo. Salí en defensa de mi primo de un modo espontáneo e imprudente.
—Yo pienso que hace bien en luchar por lo que quiere…
—¿Luchar por lo que quiere? —Marcos se volvió hacia mí con los músculos faciales contraídos y un ojo casi guiñado—. ¡Luchar por lo que quiere! —miró a los demás moviendo negativamente la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo—. Supongo que eso es lo mismo que haces tú, ¿verdad?
—Pero… ¿qué te pasa conmigo?
Me sentía como el alumno rebelde que no es capaz de evitar plantarle cara al director del internado, por muy clara noción que pudiera tener de las funestas consecuencias de tan provocadora conducta.
—No…, qué te pasa a ti. Qué te pasa a ti que no te quieres enterar de nada. Porque tú, Pablo, hermanito, llevas años sin enterarte de nada, ¿sabes?
Había acudido a aquella comida con el único propósito de suavizar las relaciones con mis hermanos, con la única intención de mejorar en lo posible mis relaciones con la familia y demostrarles que me importaban, que me sentía parte del clan, pero lo estaba estropeando todo; ¡aunque no era culpa mía! ¡Yo no había empezado aquella necia conversación sobre mi primo! Y precisamente la frustración de no poder evitar verme envuelto en una discusión con Marcos, a pesar de mis intenciones, era lo que atizaba el fuego y avivaba ahora mi deseo de llegar hasta el final.
—¿Qué te parece que tendría que hacer? ¿Seguir con una carrera que no le interesa, para acabar tan amargado como tú, dándole once horas diarias a una empresa para la que eres un simple burro de carga…?
Nada más pronunciar estas palabras me arrepentí definitivamente de no haber seguido el consejo de Marta. Mi presencia allí era inútil, desde todos los puntos de vista. Pretendía haber sido un comensal amable, hubiera querido pasar lo más inadvertido posible, y estaba haciendo exactamente lo contrario. ¿Por qué?
—¡Ah, bueno! ¡Entonces tú eres el ejemplo a seguir! —ahora mi hermano parecía realmente ofendido—. Claro que sí. Un delincuente de poca monta. Un camello. El mejor ejemplo de lucha por una vocación, claro.
—Ya sé que yo no soy ejemplo de nada. No estábamos hablando de mí. Lo que digo es que el primo Julio hace bien en no seguir un camino trillado. En seguir su…
—¿Lo estáis oyendo? —yo intentaba rebajar el tono de la discusión, incluso procuraba mantener a toda costa mi sonrisa, pero ya era inútil, porque mi hermano se estaba poniendo como un perro rabioso—. ¿Os lo podéis creer? ¡Desde luego que no eres ejemplo de nada! Mira… te voy a explicar una cosa. Mira… Parece que hace falta ser muy valiente para salirse de los caminos trillados, ¿verdad? ¡Pues no! Para lo que hace falta ser valiente es para aceptar la vida como es. ¿Lo entiendes? ¡Para aceptar la vida como es! Me jode mucho la gente que mira por encima del hombro a los que no se dejan llevar por las fantasías. Me jode mucho esa gente que… ¡Porque luego encima hay que tirarse al agua para sacarlos! ¿Sabes? Y hasta pueden acabar ahogándote. Fíjate en ti. Ya ibas mal cuando te fuiste a la capital y empezaste a relacionarte con todos esos gilipollas… Cuando volviste aquí pensé que habías cambiado… ¡Pero no! ¡Qué va!
Toda esta homilía de mi hermano me estaba exasperando y temí perder yo también los estribos. Tenía razón. Claro que tenía razón, en mi caso concreto. Pero no la tenía si hablábamos de principios generales. Marcos era un resentido y yo lo sabía. En su corazón florecía un resentimiento gelatinoso y hediondo contra todo lo que no comprendía. Esa era la raíz de su aversión hacia la vocación artística de nuestro pobre primo Julio. Esa era la razón última y verdadera de sus burlas. Durante una época yo también soñé con dejar atrás Las Zalbias, nuestro pequeño y miserable mundo marcado por las campañas turísticas, por la especulación y los planes desarrollistas… Todo eso me daba verdadero asco. Pero lo había hecho muy mal; de la peor forma posible. Y al final el cuento había acabado como estaba previsto. Es decir: Jonás no se había tragado a la ballena, sino todo lo contrario. Como siempre. Había toneladas de palabras y razones que casi hacían reventar en ese momento las costuras de mi alma, pero no tenía sentido seguir hablando con mi hermano. Él nunca entendería nada de aquello. Sería inútil tratar de explicarle que a cierta edad, demasiado joven todavía, yo había decidido romper con lo previsible y lo rutinario. Cualquier cosa, pensaba, excepto el aburrimiento de una vida seriada, empaquetada, plastificada. Por un momento, me puse de puntillas. Por un momento… llegué a mirar por encima del muro. Y pude ver el exterior. Una cosa que él, Marcos, nunca había logrado. De ahí mi incipiente afición a la literatura. Por eso la ciencia. Por eso todos aquellos libros sobre teoría de la mente, teoría de cuerdas, universos paralelos. Un cosmos raro y deslumbrante del que nadie me había hablado nunca. Así que no: no había sido sólo una tendencia patológica a lo anormal, a la transgresión, a lo delictivo. Era injusto plantearlo así, simplificarlo de ese modo. Me había equivocado, desde luego, pero dentro de mi cáscara de pequeño traficante había un germen de poesía, y eso no era una broma. Aunque ahora aquella búsqueda de lo sublime me pareciera ridícula también a mí… aunque las drogas lo hubieran deformado todo… Marcos no tenía razón en el fondo. ¡No del todo!
—¿Y sabes lo peor? —a pesar de que yo llevaba un buen rato en silencio, él continuaba con su ataque inmisericorde—. ¿Sabes lo peor…?
Mi hermana Elena intentó mediar, trató de que las aguas volvieran a su cauce, o al menos que la inundación no llegara más lejos:
—Marcos, ya está bien. Déjalo… —pero ese dique era insignificante para el caudal de furia de mi hermano.
—¡No! No está bien… ¿Sabes lo peor, Pablo? Lo peor es que Julio al menos tiene carácter. Puede que sea tonto, pero es él quien decide. Tú, en cambio, siempre te has dejado arrastrar por otros. Eso es lo peor de todo, Pablo… que no tienes carácter.
Creo que fue al oír esto cuando tomé la decisión firme, irrevocable, de dar con Fule ese palo en el Versalles. Mi proceso mental no tuvo nada de verdaderamente racional, por supuesto, y no sería capaz de explicarlo por completo, aunque puedo intentarlo si os empeñáis. ¿Para qué necesitaba más carácter —creo que me pregunté confusamente en ese mismo instante—, para cometer el atraco o para no cometerlo? Y no había una respuesta clara. Así que lo único que podía hacer en aquella encrucijada —razoné absurdamente— era elegir el camino más difícil: el atraco.
—Es verdad, tienes razón, Marcos. No tengo suficiente carácter… Pero yo soy consciente. Tú crees que lo tienes… y te engañas a ti mismo.
Mi hermano se rio de mis palabras y pareció conformarse con esa victoria, parcial pero suficiente. Mi madre estaba triste y guardaba silencio. Mi sobrino Moisés me miraba como si esperase algo más de mí; tal vez una explicación convincente del rumbo de mi vida; algo que yo, claro, nunca podría proporcionarle.
Unos cinco minutos después de que hubiese concluido la tormenta, me levanté de la mesa sin esperar al postre.
—¿Te vas? —me interrogó mi madre con ojos anhelantes.
—Luego vuelvo, mamá. Tengo que ir a un sitio… Hay una cosa que tengo que hacer… pero no tardo.
* * *
Sábado. Primera hora de la tarde. He detenido el coche a mitad de camino. Ahora estoy aparcado en la cuneta, junto a un pequeño grupo de eucaliptos. Voy a dar ese palo con Fule. Me encontraré con él en La Goleta, tal como lo hemos acordado. A las seis en punto. He decidido que si voy a la cárcel no será por falta de carácter. Por eso no. Miro el reloj. Las tres y diez. Todo podría salir mal, por supuesto. Podría salir incluso peor que mal, pero he decidido que voy a correr el riesgo. Son las tres y once minutos exactamente. Cuando tenga un arma en la mano, entonces ya podrá suceder de todo. Cualquier cosa. Incluso lo inimaginable. ¿Morir sería realmente lo peor? ¿Qué se siente al recibir un golpe de un proyectil que te atraviesa a la velocidad del sonido? Tengo miedo, no lo puedo negar. Entonces rebusco debajo de la alfombrilla y extraigo la pequeña bolsita con el polvo blanco. Me preparo la raya sobre un CD de Leonard Cohen y utilizo para esnifarla un billete de veinte euros.
Y de pronto se enciende una luz, y sopla una brisa suave y fresca en mi cerebro, y en ese instante veo con la máxima claridad que todo puede pasar en cualquier momento, con independencia de nuestras decisiones. Esa es la regla del juego. Así que, ¿por qué tener miedo ahora? No. Todo va a salir bien. Sé disparar, si hace falta; pero no va a hacer falta. Fule tiene un cerebro de molusco. Estoy al mando y lo que vamos a hacer es casi fácil. Él se conformará con quince mil. Lo asustaré, me quedaré con una parte del dinero. Será muy fácil. Nada va a salir mal. Nada me va a salir mal.
* * *
Llego al polígono a las tres y veintidós y aparco detrás de la nave. Quiero evitar las cámaras que sé que están instaladas en la calle principal. Tal vez no funcionen, y si funcionan podrían haber registrado mi llegada el viernes por la mañana, así que poco sentido tiene ya esta precaución, pero aun así prefiero evitar ser grabado de nuevo. También tengo la llave de esta otra puerta trasera. Es sábado, es mediodía y el polígono está desierto. Hace mucho calor. Hay un cielo limpio y azul sobre mí, y me envuelve un silencio agobiante y denso.
La primera impresión que recibo al acceder al interior fresco y sombrío de la nave es la del fuerte olor a humedad y a clausura que impera allí. Las armas están en la parte de abajo, así que no necesito subir a la oficina. Me dirijo directamente a la taquilla metálica del almacén. Es allí donde las guardamos.
No necesito encender ninguna luz porque me basta con la que entra por las claraboyas que hay sobre el portalón de acceso al almacén. Abro la taquilla y saco el viejo mono azul de trabajo en el que las armas están envueltas. Extiendo la ropa en el suelo y aparecen las dos armas cortas, un cargador y un par de cajas de cartón que contienen las balas. Una SIG-Sauer y un revólver del 38, es con lo que contamos. Más que suficiente. Ya que no puedo utilizar la Hammerli, prefiero el revólver a la pistola. Esta se la reservo a Fule. Y sé que él estará de acuerdo. Ojalá no tengamos que utilizarlas, pero meterse en el Versalles es como entrar en la cueva del oso. Sabemos que alrededor de ese negocio hay gente muy peligrosa, así que será mejor ir protegidos. Envuelvo rápidamente nuestro armamento con la misma ropa y, a continuación, abandono la nave. Cargo el bulto en el maletero del coche y me dispongo a regresar a casa de mi madre. Es en el preciso momento en que estoy a punto de girar la llave de contacto, cuando una idea imperiosa, repentina como un zarpazo, golpea y araña mi mente y subyuga mi voluntad por completo.
Necesito ver el cuerpo. Sé que Ángel está ahí dentro, arriba, en la oficina; justo encima del almacén que acabo de abandonar; con sus ojos ausentes, con su mirada vacía absurdamente clavada en el aparato de aire acondicionado. Pero necesito verlo. Y lo más asombroso es que esa necesidad proviene de una sospecha descabellada que debo eliminar a toda costa, o será un lastre para conseguir la plena determinación que necesito. No sabía que esa sospecha estaba ahí, que anidaba en algún rincón de mi cerebro, hasta que me he sentado en el coche y se ha manifestado de forma brusca e ineludible: Ángel no está muerto. ¿Y si todo hubiera sido una especie de trampa, de sofisticado montaje realizado por él con trucos propios de un rodaje cinematográfico? Maquillaje, sangre falsa… esas cosas existen. ¿Y si Ángel está vivo y es él quien ha tramado toda esta complicada estrategia para obligarme a cometer el atraco? Lo recuerdo en El Fresno, furioso, frustrado cuando le dije que renunciaba y que no contara conmigo. Por otra parte, me doy cuenta de que esta suposición es disparatada, claro. Nadie puede hacerse pasar por un cadáver con tal poder de convicción. Es imposible. Además (pienso)… además: ¿cuál sería el desenlace previsto por él en ese caso? ¿No sería mucho más sencillo…? Pero no vale la pena darle más vueltas. Distingo y asumo simultáneamente dos conclusiones igualmente correctas e irrefragables: Ángel está muerto, sin duda, pero yo necesito ver el cadáver otra vez. Y cuanto antes lo haga, antes me liberaré de ese ineludible y morboso trámite y podré continuar mi peligroso camino. De modo que salgo del coche y vuelvo a entrar en la nave.
* * *
De nuevo el ambiente fresco y sombrío del almacén cerrado. Los restos de espuma de embalaje en el suelo de cemento. Subo por una escalera de hierro pintada de verde que conecta con la otra, con la escalera principal por la que se accede a la oficina. Empujo la puerta con la sensación de estar penetrando en una tumba, lo cual resulta inmediatamente confirmado por el nauseabundo e inconfundible hedor cadavérico. Está claro que el proceso de descomposición, en su primera etapa, ha comenzado. Apenas necesito dar en la oficina un par de pasos más para satisfacer mi oscura necesidad. La necesidad de ver y comprobar. El imperioso impulso de constatar que las causas continúan férreamente soldadas a sus efectos. El indeclinable deseo de asegurarme de que en el mundo rige todavía cierta perdurabilidad de las reglas que lo gobiernan, ciertas constantes.
Y en efecto, lo compruebo. El cadáver está allí. Todo está en orden. Es decir, todo está en desorden. El desorden grotesco de la muerte y el mal. Mi amigo —cuya piel parece haber adquirido un aspecto céreo— permanece inmóvil y con el rostro cubierto de sangre coagulada, con su ominoso agujero en la frente; sentado en el viejo tresillo de cuero marrón, esperando todavía a que alguien lo descubra, a que alguien lo encuentre y se horrorice y, después, recuperado el sosiego, dé el aviso oportuno a las autoridades y a la familia. Sólo entonces comenzarán los trámites necesarios para desaparecer legal y definitivamente del mundo. Todo está sucio y lleno de polvo en esta oficina inerte, abandonada. Todo muerto y estancado. Todo… excepto algo que se mueve ahora, deprisa y con sigilo, correteando por el respaldo del sofá. Algo negruzco que se aproxima desde el otro extremo hacia el cadáver de Ángel. No puedo distinguir lo que es hasta que retrocede y se aleja, para luego saltar al brazo del sillón. Entonces sí veo de qué se trata. Es algo vivo, sin la menor duda. Es una enorme rata.
* * *
Noto todavía la lengua adormecida y ese desagradable sabor metálico, pero hace tiempo que el efecto de la cocaína se ha disipado. Son las cuatro menos cinco de la tarde y necesito cuanto antes otra raya. Eso es lo que pienso ahora, mientras conduzco rápidamente por los estrechos carriles de la huerta, de regreso a casa de mi madre. Las armas están en el maletero y mi decisión es ya firme. Puede que no tenga mucho sentido, pero necesito despedirme de los míos. Intento mantener la mente vacía y la vista fija en la carretera, intento centrarme en la conducción; aunque mi cerebro no logra esquivar esas imágenes que estallan como pompas de jabón en cuanto el pensamiento las toca. Es como si navegara entre frágiles y casi transparentes burbujas del pasado reciente. El antebrazo vendado de Marta. La delgada trenza de espuma en el labio de Fule mientras hablamos en El Fresno. La pelea en la tienda de modelismo. La falsa imagen de Machado en el tranvía. El primer mensaje de Ángel, citándome en la nave. La rata en el respaldo. El antebrazo vendado. El antebrazo de Marta.
* * *
En casa de mi madre nada había cambiado. Para mi sorpresa, estaban todavía todos sentados a la mesa. El ambiente parecía más distendido que antes. Incluso Marcos me recibió con una broma amable, como si pretendiera reconciliarse conmigo. Hablaban del tratamiento seguido por Moisés y que tanto le había ayudado en la superación de la bulimia. Explicaba mi hermana Elena, casi con entusiasmo, que un tal doctor Villar, un psiquiatra de Las Zalbias, estaba ayudando eficazmente a mi sobrino a dejar atrás algunos de sus problemas. Moisés la escuchaba visiblemente avergonzado. Mi madre se empeñó en que yo probara la tarta de queso y fue a la cocina para sacarla del frigorífico y servirme un pedazo. Aquello de pronto se había convertido en la armoniosa y serena reunión familiar que yo esperaba en un principio; sin embargo ya no estaba a mi alcance integrarme en una conversación trivial ni participar de un ambiente entrañable. Ahora mi organismo se encontraba en una tensión extrema y sólo podía pensar en mi encuentro con Fule en La Goleta, que debía tener lugar en apenas hora y media. Mi madre y mis hermanos charlaban a media voz, reían, bromeaban en la suave y fresca penumbra de nuestra casa familiar, pero yo ahora estaba muy lejos de allí. Me sentía como el astronauta a la deriva que distingue todavía por la escotilla de su nave un lejano y azul planeta que se hace cada vez más pequeño, hasta convertirse en un indiscernible punto de luz entre millones de otros puntos en la insondable oscuridad del espacio.
Pensé que yo debía haber tenido otra vida. De hecho estaba casi convencido de que en realidad la tenía. Esa vida sin duda transcurría en un cosmos paralelo, un mundo apenas diferente del que conocía, gobernado por leyes idénticas y sin embargo sutilmente distinto. En ese mundo yo había continuado siendo un sufrido camionero, y me había casado con Marta, y habíamos tenido un hijo. El segundo nieto de mi madre. Un niño precioso. ¿O era una niña? Eso no importaba demasiado. No importaba nada. Lo que contaba (en ese universo adyacente, inaccesible), lo único que contaba era tan sólo que Marta y yo vivíamos bajo el tibio sol de una vida vulgar, pero libre de remordimientos, con los problemas de la gente común y sencilla, entre la gente sencilla y común, y plenamente aceptados por ellos: por la familia, por los vecinos. Así que no habían tenido lugar nuestros viajes de lujo a Tánger, a Brasil, a Tailandia… Nunca conocimos a todos esos seres excéntricos e imprevisibles que poblaron nuestras noches sin fondo durante años; nuestras orgías de sexo y droga, en chalés de cuatro plantas con ascensor, con tiburones martillo conservados en formol y cuadros fosforescentes comprados en una subasta de Tokio, con piscina termal y jacuzzis de todos los tamaños. ¿Para qué queríamos todo eso, si teníamos al niño más hermoso del mundo y nos queríamos, y luchábamos juntos cada día a la vista de nuestros semejantes? Tenía delante ahora a mi madre y a mis hermanos, que charlaban cada vez más animados; pero yo estaba solo. Y casi me daban ganas de tentar el aire delante de mi cara, de levantar la mano muy despacio y moverla delante de los ojos, como el que aparta un velo. Sospechaba que ese otro universo latía tan cerca, entre los pliegues del tiempo, tan cerca que incluso podía oler el jabón infantil del baño de mi hijo, oír su risa y las nuestras.
* * *
—¿Quieres más tarta, Pablo? —me preguntó mi madre, presionándome cariñosamente la muñeca.
—No mamá, gracias. No quiero más tarta.
Unos minutos más tarde nos levantamos de la mesa. Mi hermano Marcos me ofreció un vaso de orujo de hierbas que no rechacé. Era como si no hubiera pasado nada: «Tómatelo de un trago, anda… a ver si te aclara las ideas…».
Después de tomar el orujo fui a la cocina para beber agua y allí estaba mi sobrino Moisés. Noté que se daba la vuelta al verme entrar y que fingía torpemente estar colocando algún plato en el fregadero. Instintivamente me acerqué a él, le puse una mano en el hombro y lo obligué a girar suavemente. Estaba llorando. «Pero… ¿qué te pasa?», lo interrogué. «No quiero que te metan en la cárcel, ni quiero que te disparen… ni que te pase nada». Mi primera reacción fue la de volver a ponerme furioso con Marcos. ¿Qué les había estado contando durante mi ausencia? ¿Qué sabía él? Logré dominarme y le dije a Moisés que no debía preocuparse por mí. «No me va a pasar nada, chaval… ¿Tú no has oído decir lo de que la mala hierba nunca muere?». El chico sonrió y le di un abrazo. Lejos de rechazarlo, se entregó completamente. Se apretó contra mí y presionó su cara contra mi hombro. Entonces vi a través del cristal de la ventana de la cocina que un mirlo se había posado en el alféizar. Extendió un momento sus alas, como si pretendiera tocar el cristal con una de ellas. Como si quisiera llamar nuestra atención o entrar en nuestra casa. Al fondo, el campo azul de col lombarda daba la impresión de haber sido artificialmente coloreado. Azul oscuro, acacias amarillas, palmeras verdes y cielo iluminado. Demasiado recargado, inverosímil. Me aparté de Moisés y le di una palmadita en la cara. Sonrió y volvió al salón con los otros. Estaba a punto de hacer lo mismo, cuando mi madre entró en la cocina.
—¿Te acuerdas del padre Marina? —me preguntó.
Por supuesto que recordaba al padre Marina. Había sido mi catequista y profesor de religión durante varios años. Pero ¿a qué venía eso?
—Me acuerdo…, sí. Claro que me acuerdo. ¿Qué pasa con él?
—Está aquí —dijo mi madre sonriendo.
—¿Aquí? —pregunté, y me volví hacia la ventana, el mirlo ya no estaba—. ¿En casa? ¿Ahora?
—Ha venido a felicitarme el cumpleaños…
—No sabía —supongo que la incredulidad debía de estar claramente impresa en mi rostro—, no sabía que mantuvieras alguna relación con él.
—Está en Longares, de párroco. A veces voy a la iglesia allí…
—Pero ¿dónde está? No lo he visto…
—En el cobertizo, intentando arreglar el viejo tractor de tu padre.
—No lo entiendo, mamá —dije, sonriendo y tomando sus manos entre las mías, a la vez que trataba de leer en sus ojos—. No sé por qué no ha pasado… adentro. Y cómo es posible que… ¿Arreglando el tractor?
Ella pareció comprender mi desconcierto y me ofreció la explicación que necesitaba:
—Ya sabes que antes iba a Bolivia todos los veranos. Creo que trabajó como mecánico allí, en aquella cooperativa, o lo que fuera…
—Ya. De acuerdo, pero ¿para qué se molesta con ese tractor? Eso es lo que no entiendo…
—Le he contado que tu tío no pudo repararlo hace un mes, y él se ha empeñado en intentarlo —dijo mi madre, soltándose de mis manos y encogiéndose de hombros—. Me ha dicho que le gustaría mucho verte y hablar contigo. Pero no quiere entrar en la casa, para que no te sientas incómodo.
¿Incómodo? Incómodo era lo menos que yo podía sentirme ahora. No tenía ninguna lógica, pero no me importaba verlo. Mamá, yo estoy fuera del alcance de tus buenas palabras, de las suyas, de las de cualquiera. Eso debería haber dicho. Marcos tiene razón: soy un delincuente en toda regla. Ahora tengo que seguir mi camino hasta el final, ya no puedo volverme atrás. Sí, eso es lo que debería haberle dicho a mi madre, pero no fui capaz. Así que asentí y salí por la puerta de la cocina en dirección al patio trasero y al cobertizo.
* * *
Las piernas sobresalían junto a una de las grandes ruedas del tractor con cabina acristalada de mi padre. Los pies, enfundados en unos viejos zapatos marrones, se movían un poco a un lado y a otro como el indicador de un metrónomo, o como las escobillas de un parabrisas. Lo cual sugería algún tipo de esfuerzo que el padre Marina debía de estar realizando en los bajos del tractor. Lo saludé en voz alta, para que advirtiera mi presencia. Dije: «¿Padre?». Entonces el movimiento de sus pies cesó, pero no sucedió nada más, así que insistí: «¿Padre Marina?». Y fue entonces cuando el hombre salió apresuradamente de debajo de la inútil máquina que estaba intentando arreglar, sin demasiado sentido a mi parecer. Se puso de pie con una agilidad sorprendente. En la mano tenía todavía una llave inglesa. «¡Hombre! ¡Hombre! Pero ¿cómo estás? Qué alegría verte, Pablo». Y lo cierto era que parecía feliz de verdad. No había cambiado demasiado, aunque tenía el pelo gris. Era un hombre recio, no muy alto, con una mandíbula robusta, cejas espesas, ojos vivaces y manos grandes. «Pero qué alegría…», insistió; así que me sentí obligado a decir algo parecido: «Yo también me alegro… Tiene usted buen aspecto. Y no ha cambiado…».
Entonces, inesperadamente, una sombra de preocupación le agravó el gesto y me puso una mano en el hombro.
—Pablo… tu madre está preocupada —yo retrocedí, di un paso o dos hacia atrás y debí de expresar claramente mi incomodidad—. Ya sé, ya sé… no te preocupes. No estamos en misa y no te voy a soltar una homilía. Mira… tú sabes que siempre has sido de mis favoritos. Con pocos alumnos he tenido la misma comunicación que alcancé contigo, ¿te acuerdas?
Nuestras conversaciones después de clase, sí. Sabía muy bien a lo que se refería. Me gustaba entonces su falta de pudor para abordar cualquier tema, incluido el sexo, incluida la droga. Se podía hablar de todo tipo de asuntos sin poner paños calientes. El padre Marina me inspiraba una enorme confianza. A su manera, tenía mucho mundo, y una mente abierta.
—¿Sigue yendo a Bolivia todos los veranos?
Yo sabía que no. Era sólo un intento para cambiar el rumbo de la conversación. Entonces él me sorprendió, eludiendo mi pregunta con una extraña propuesta.
—Vamos a subir al tractor, a ver qué pasa… —dijo esto en un tono tan jovial que no vi la manera de oponerme; y añadió casi en medio de un golpe de risa—: ¡Aunque si funciona será un milagro!
Subimos al tractor y giró la llave de contacto que mi madre le había entregado, pero no se produjo la menor reacción en el motor. Entonces el padre Marina rompió a reír abiertamente, y consiguió que yo acabara riéndome con él.
—Está claro que he perdido oído con estos trastos… Antes, me acercaba, sin rosario ni nada, y ya se ponían en marcha… Allí, en Bolivia. No… ya no voy, Pablo. No estoy del todo bien de salud —debió de notar mi gesto de preocupación—; pero nada… ¿eh? Nada grave… quiero decir. ¡Hombre! Pequeñas cosas de la edad. Tú aún eres muy joven…, pero ya verás.
Luego se produjo un silencio extrañamente natural y confortable. Era un fino estratega. Como hacía durante mi adolescencia, había roto mis defensas saliéndose por la tangente. Había eliminado la tensión con una broma, y yo ahora casi tenía ganas de sincerarme. Incluso de contárselo todo. Pero eso me parecía injusto. Injusto para él.
—Mira… eres adulto, Pablo —dijo sin gravedad, sonriendo todavía—, y yo no me hago ilusiones sobre lo que puede conseguir un viejo cura que ya no vale ni para arreglar tractores. Pero mira… hay algo que quiero decirte. Quiero contarte una pequeña historia sobre alguien que conocí. Sobre un compañero mío. Él tenía un alumno especial… muy especial. Un chico con cualidades excepcionales, y con mucha facilidad para meterse en problemas. Eso también. Ese compañero mío quería ayudarlo, pero no sabía cómo, ¿comprendes? La verdad es que ese chico le atraía, en más de un sentido. Le atraía con muchísima fuerza. Al final, me dijo que había llegado a la conclusión de que la única manera de ayudarlo era… era ofrecer su propio sacrificio, ¿lo entiendes? El sacrificio de su lucha interior… Es decir: ofrecer a Dios el sufrimiento que le producía aquella atracción que sentía por ese chico…
Otra vez estaba poniéndome nervioso. Volvía a sentirme incómodo, y no veía la forma de terminar con aquella situación. El cobertizo estaba en penumbra, pero hacía más calor que en la casa. Y aquella cabina acristalada se estaba transformando en algo así como un horno microondas.
—¿Y dio resultado? —pregunté, intentando acelerar la conclusión de la charla. El padre Marina, que tenía las manos puestas en el volante y la mirada fija en el parabrisas, se volvió hacia mí. Ya no sonreía. Sus ojos ahora rezumaban tristeza.
—No lo sé —me dijo, e hizo un esfuerzo para sonreír otra vez—. No lo sé. Dímelo tú.
Fui incapaz de pronunciar ni una palabra más. Hice un gesto y balbucí algo, creo que incomprensible, para indicarle que debía marcharme; pero el sacerdote me retuvo por la muñeca.
—Cuídate mucho, Pablo. Por favor. Alguien dijo una vez que debemos estar orgullosos de nuestras dificultades. Alguien que se llamaba precisamente como tú. ¿No has leído la Carta a los Romanos? Pues deberías leerla. A ti siempre te ha gustado leer. Bueno…, prométeme que vas a cuidarte. Por tu madre. Por todos nosotros… Tienes que hacerlo. ¿Lo prometes?
Puse mi mano afectuosamente encima de la suya, y le dije que se lo prometía, dándole un par de palmaditas. Sólo entonces me dejó salir del tractor. Pero él permaneció en la cabina, probando de nuevo con la llave de contacto, supongo. Salí aturdido, casi tambaleándome, del cobertizo.
Entré de nuevo en la casa por la puerta de la cocina. Sobre el banco de mármol, junto al fregadero, había un buen montón de platos sucios. Pero lo que realmente acaparó mi atención fue un impresionante besugo que reposaba en una fuente metálica, sobre la mesa. El pescado, guillotinado por cuatro rodajas de limón, parecía muy fresco y preparado para el horno. No tuve más remedio que detenerme para admirarlo. Era algo raro, teniendo en cuenta que ya habíamos comido. ¿Esperaba mi madre invitados también para cenar? La boca entreabierta y un ojo redondo, oscuramente azulado, conferían al pez cierta expresividad, como si estuviera a punto de decirme algo.
—No tengo ni para empezar contigo.
En un primer momento no reconocí la voz de mi hermano, demasiado ronca y con un timbre apagado, como si procediera de alguna región tenebrosa. Me volví, y entonces lo vi con un brazo levantado y la mano apoyada en el marco de la puerta. En la otra mano sostenía una copa. Whisky con hielo, probablemente. Estaba sonriendo, con su barba entrecana, su escasa estatura, su nariz de gnomo. Quería provocarme. De broma, supongo.
—Ya… —dije. Y salí de la cocina pasando por debajo de su brazo, evitando entrar en su juego.
* * *
En el comedor, mi hermana, mi madre y Moisés estaban jugando una partida de parchís. Miré el reloj: ya casi eran las cinco. El corazón me latió deprisa y noté que tenía la boca completamente seca otra vez. Volví a la cocina para beber agua. Marcos ya no estaba allí. Seguramente había salido. También yo necesitaba respirar el aire del exterior, aunque el sol continuaba abrasando el campo sin misericordia. Salí al patio y rodeé la casa por la parte trasera. Allí encontré un poco de sombra. Apilados junto al cobertizo había varios grandes sacos de abono. Una malla metálica separaba nuestra propiedad de la de los vecinos. Antes no estaba, de modo que Elena, Marcos y yo nos internábamos entre los limoneros para ir a buscar a Mari y a Diego, los hijos de la otra familia, que más o menos eran de nuestra misma edad. Estando allí, me costaba creer que hubiera pasado tanto tiempo; porque recordaba juegos, palabras e incluso detalles insignificantes. Un agujero en mi zapatilla, por ejemplo. O una herida en el codo. Un pequeño erizo encontrado en un bancal, un beso clandestino en la boca, una pelota de barro lanzada contra la espalda, una cabaña hecha con cartones y cajas, un tesoro de canicas y muñecos enterrado junto a un naranjo cerca de la acequia. Sí, costaba creerlo. ¿Por qué sumidero se había ido toda aquella normalidad, con la inocencia? ¿Cómo podía haber imaginado yo entonces…? ¿Pero era yo? ¿El mismo yo de ahora? No. Imposible. Aunque los recuerdos eran sin duda míos. Por ejemplo, lo que sucedió cuando murió el perro de nuestra vecina Carmen. Aquella señora, de carácter agrio, irascible, tenía un estanco en la pedanía de Puertolinde y vivía en una casa no muy lejos de la nuestra, con un hijo retrasado mental que padecía obesidad mórbida, además del fox terrier al que llamaban Pupo. Mi hermano Marcos me dio un tupperware de plástico metido en una bolsa cerrada y me dijo que era un regalo para ella, de parte de nuestra madre. Yo debía de tener por entonces unos ocho años, y aunque a mi hermano lo acompañaba un amigo suyo que se esforzaba vanamente en disimular la regocijada excitación que rezumaba de sus ojos, no llegué a sospechar nada. O no lo bastante como para rechazar el encargo. Recuerdo con toda exactitud las palabras de Marcos: «Mamá me ha dicho que le lleves esto a Carmen. Peras en almíbar. Dile que para que se le quite la pena por Pupo…». Así que subí a mi bicicleta y pedaleé por el carril de Los Patricios, con la bolsa colgada del manillar, hasta la destartalada vivienda de la estanquera. Era sábado por la mañana. Llamé al timbre y en cuanto la anciana abrió la puerta le entregué el obsequio, embarullándome al reproducir el mensaje. «Esto es para Pupo… A mi madre le da mucha pena mi hermano». La verdad es que no recuerdo el galimatías, pero debió de ser algo parecido a eso. Y alguna alarma sí debió de saltar en ese momento en mi cerebrito infantil, ya que, sin esperar una posible respuesta, escapé de allí como un conejo que atisba la silueta del cazador.
Al día siguiente, cuando la furibunda vecina se presentó en nuestra casa para agradecerle a mamá su regalo, me enteré de lo que contenía en realidad el recipiente de plástico. Pero era demasiado ingenuo todavía para comprender del todo por qué enfurecía tanto a doña Carmen aquel objeto de goma de color rojizo y aspecto carnoso, semejante a un calabacín, que mi hermano habría adquirido en alguna tienda de objetos de broma. Nos castigaron a una semana sin televisión, lo cual me pareció una clamorosa injusticia. Al final, en un arranque de decencia, Marcos me exculpó por completo y asumió toda la responsabilidad por lo ocurrido.
Sí. Sin duda este, como los demás, era también un recuerdo mío. Aunque de un yo tan débil, tan precario —así lo percibía ahora—, que nunca se bastaría a sí mismo para asegurar su integridad, y mucho menos su continuidad en el tiempo. Pensé que si después de todo el cura tenía razón, si detrás de la cortina roja Dios estaba…
Pero el móvil que sonaba en el bolsillo delantero de mi pantalón interrumpió mi flujo mental y me devolvió a la hora presente, a sus urgencias, a una ansiedad completamente opuesta a aquella despreocupación de mi infancia. Era Marta.
—Dime.
—¿Dónde estás?
—Todavía aquí…, con mi familia.
—¿Y luego?
Su angustia, de algún modo, mitigaba la mía, o la hacía más soportable. Pensaba llamarla en unos minutos, pero me alegraba de que lo hubiera hecho ella.
—Voy en un rato a La Goleta… donde hemos quedado.
La tecnología nos aboca a toda clase de supersticiones, y cuando uno tiene entre manos un asunto como el que me iba a mantener ocupado el resto de la tarde, toda cautela parece poca. No es que pensara que podía haber alguien escuchando en ese momento, pero, de una forma instintiva, en una situación como esa evitas hablar claro. Evitas pronunciar, por ejemplo, el nombre de tu compinche; o decir directamente lo que te propones llevar a cabo en apenas una hora. En esta descomunal red tecnológica en la que hemos sido apresados todos nunca podemos saber adónde van exactamente nuestras palabras escritas o pronunciadas.
—Entonces… —insistió ella.
—Sí… Sí.
Aquella escueta y doble afirmación era más que suficiente. Sabía que Marta la interpretaría con precisión: ya no había marcha atrás, Fule y yo íbamos a dar ese palo en el Versalles.
—He llamado hace un rato a Nico —me contó—. Dice que Machado anda por aquí, que lo ha visto hace muy poco y que piensa que está metido en algo…
Las palabras de Marta no servían sino para confirmar una sospecha que de todos modos ya resultaba irrelevante, por lo menos en cuanto al desarrollo inmediato de los acontecimientos. Nico era un conocido nuestro y buen amigo de Machado. Pero no importaba. No había tiempo para despejar la incógnita. Había que resolver el problema sin despejar la X de la ecuación. Y mi decisión estaba tomada.
Le dije a Marta que no se preocupara por nada y me despedí con un «te quiero» pronunciado a media voz. Añadí:
—Nos vemos esta noche… en casa.
Estaba a punto de colgar cuando oí que me llamaba, casi con desesperación:
—¡Pablo!
—Dime…
Hubo dos o tres segundos de silencio, luego la oí decir con una voz suplicante:
—Por favor… ten cuidado…
* * *
Volví adentro para despedirme, y me encontré con que otra persona lo estaba haciendo precisamente en ese momento: el padre Marina. Al verme entrar en el salón sonrió y se acercó para estrecharme la mano. «Rezaré por ti», me dijo, acercándose mucho y pasándome un brazo por los hombros, de tal modo que únicamente yo pudiera oírlo. «Gracias, padre…», susurré, en un estado de confusión que me impedía ser más expresivo.
Cuando el sacerdote se hubo marchado, anuncié que yo también debía irme, lo cual no pareció sorprender o interesar mucho a nadie. «¿Me llamarás mañana?», preguntó mi madre sonriendo. Dije: «Claro». Y la besé dos veces en la mejilla.
Salí de la casa y me dirigí al coche, pero Moisés vino a buscarme corriendo, con una expresión de alarma en el rostro.
—¿Has quedado con alguien? —me interrogó con los mofletes colorados.
—Sí…
—¿Con Marta?
Sonreí y le puse una mano en la nuca.
—No…, he quedado con un amigo.
Era evidente que quería decirme algo más y no sabía cómo. Así que procuré tranquilizarlo.
—No te preocupes, sobrino. Vamos a vernos otra vez muy pronto. ¿Vale?
—Quería decirte que… —desvió la mirada, intentando dar con las palabras precisas—, yo creo que tú tenías razón. Me refiero a lo de antes… a la discusión con el tío Marcos.
—No. No te equivoques —lo desilusioné, con un tono de voz tajante, enfático—. Él tiene razón. Yo me he equivocado en todo, ¿sabes? Casi en todo. Y no quiero que a ti te pase lo mismo…
No podía perder más tiempo, sin embargo me sentía incapaz de abandonar a Moisés sin ofrecerle una mínima explicación de aquellas palabras. Aquel chico frágil de trece años, muy delgado, con el pelo trigueño, grandes orejas de soplillo y unos ojos casi permanentemente sorprendidos, era la única persona de la familia, aparte de mi madre, que me demostraba un cariño incondicional, e incluso un interés muy próximo a la admiración, aunque yo no me explicara qué motivos tenía para ello.
—Mira, Moisés —dije, después de una profunda inspiración, y mientras me protegía los ojos del sol con una mano—, yo creo que el tío Marcos tiene razón cuando dice que soy el modelo perfecto de una persona que ha tirado su vida a la basura. Por otro lado… él y yo tampoco somos los únicos modelos posibles, ¿sabes? No sé…, mira, me parece que podemos encontrar tres clases de personas en este mundo. Están los que aceptan una vida corriente, vulgar, sin auténtica emoción. O con emociones enlatadas. Son la mayoría. Me refiero a todos los que no ven nada que no tengan delante, debajo de un cartel promocional en el que se lea «oferta especial» o algo muy parecido… Son como escarabajos peloteros. No es que estén obligados a empujar una bola de excremento, es que les gusta. Porque no quieren creer que pueda existir nada más que eso. Luego hay otros que rompen con una vida ordinaria, pero no consiguen algo mucho mejor. Se dejan deslumbrar por cosas que no valen la pena. Eso es lo que me ha pasado a mí, por ejemplo. Pero escucha. Hay otra gente. Hay un tercer grupo. Me refiero a los que rompen con las cosas… previsibles, con la rutina. Y se la juegan, sí. Pero se la juegan por algo que vale la pena de verdad. Y a mí me gustaría que tú fueras de esos. ¿Vale?