Sábado tarde
Eran las cinco y media cuando me despedí de mi sobrino con un último abrazo. Conduje en dirección a la autovía zigzagueando entre huertos y plantíos, por las estrechas carreteras que conectan los dispersos núcleos habitados —pequeños pueblos y pedanías— entre Las Zalbias y Longares.
Buscaba la primera incorporación a la autovía, justo en su intersección con la nueva ronda, una avenida de circunvalación que permite llegar a la carretera de la costa sin entrar en Las Zalbias. Exactamente allí era donde estaba La Goleta, junto a una estación de servicio. Aparqué bajo una techumbre metálica. Miré el reloj justo antes de bajar del coche. Las seis y diez. Pensé que Fule ya me estaría esperando. No me equivocaba. Y no me sorprendió mucho encontrarlo frente a una de las tragaperras del local. Jugando a las tragaperras muy poco antes de cometer un atraco. Algo típico de él. Un ser trivial, ajeno a todo sentido filosófico de la paradoja y, en general, a cualquier noción de la estética o del buen gusto. Se volvió hacia mí con sus ojos nerviosos brillando de excitación: «Cuando quieras nos vamos». Tuve la intuición de que procuraba aparentar una seguridad de la que en realidad carecía, pero en cambio sí poseía la mezcla necesaria de estupidez y de vitalidad para llevar a cabo algo como lo que nos proponíamos. ¿Y yo? ¿Contaba con alguna de las facultades necesarias? No podía evitar preguntármelo en aquel momento, mientras Fule se acercaba a la barra y pagaba su consumición, mientras salíamos de La Goleta y nos dirigíamos los dos, sin prisa, hacia mi coche.
—Si algo sale mal, si las cosas no van según lo previsto, nos largamos sin más —le advertí, procurando imprimir a mi voz un tono imperativo, terminante.
—¿Lo previsto? —me interrogó con una estúpida sonrisa—. ¿Y qué es lo previsto?
Respiré despacio, varias veces. No quería crisparme más. Ya estaba lo suficientemente nervioso. Abrí el maletero y noté cómo mi pulso se aceleraba al ver la bolsa de deportes en la que había metido las armas.
—Imagino que recuerdas lo que hablamos ayer —Fule asintió—. Bien… si la información que tengo es buena, no tendríamos que encontrar ningún problema. No hay medidas especiales de seguridad y tienen un montón de pasta en la caja. No sólo lo de la recaudación… Ya te dije que ese paleto está forrado. No sabe ni dónde meterlo. Así que llegamos allí y los encañonamos. No deberíamos tardar ni diez minutos en total. Los encañonamos y les obligamos a llenar la bolsa, como hicimos en La Caraba. Si se complica, al mínimo imprevisto nos largamos. Eso es lo que quiero que tengamos claro. Riesgo mínimo. Todo saldrá bien si piensan que estamos dispuestos a disparar. Esa es la clave. Hay que meterles miedo… miedo de verdad…
Saqué la bolsa del maletero, con las armas, y la llevamos al coche de Fule. En eso era en lo que habíamos quedado la tarde anterior. Iríamos en su coche. Y había poco más que aclarar. El noventa por ciento del éxito de aquel palo dependía de la información. Eso era todo. Si los datos resultaban correctos, lo demás estaba hecho. No había que cuidar detalles ni atenerse a pautas complejas. Era un atraco increíblemente simple, casi abstracto. Llegábamos a un edificio absurdo en mitad de la nada, apuntábamos con nuestras armas a quienes encontrásemos en su interior y nos largábamos con el dinero. Información y determinación. Esas eran nuestras principales y casi únicas herramientas, además del revólver y la pistola, claro. ¿Pero realmente iba a ser tan fácil? Me costaba creerlo.
* * *
Era sábado por la tarde y había tráfico en la autovía, aunque seguramente no tanto como la víspera, y mucho menos del que habría el domingo a aquella misma hora cuando la gente regresara de la playa. Pasaron poco más de diez minutos desde que salimos de La Goleta hasta que surgió a la derecha y delante de nosotros, entre campos cultivados de coles y melones y recortado contra un llano paisaje forrado en parte por los plásticos de los invernaderos, el grotesco edificio rosado en el que estábamos a punto de irrumpir, armados, para robar por el procedimiento de un atraco fulminante. Ese era al menos nuestro deseo: algo rápido, sencillo y sumamente rentable.
Eran casi las siete menos cuarto y el sol ya estaba bajando, aunque todavía brillaba con bastante fuerza sobre el puerto de Los Eslabones, por encima de la cordillera tras la que se parapetaba la capital. Fule redujo la velocidad. Giró un poco el volante a la derecha para entrar por el carril de servicio. Había una explanada de tierra del tamaño de un campo de fútbol y dos o tres camiones tráiler aparcados en ella. Nos detuvimos junto a uno de esos camiones frigorífico, de modo que el coche no pudiera ser visto desde el Versalles. Fule paró el motor y me miró con una expresión crispada. Ni rastro de su mezquina sonrisa. Ahora sí estaba claro que tenía miedo.
—¿Vamos? —me interrogó, esperando al parecer que fuera yo quien diese la orden de «acción», igual que un director de cine.
—Sí… Vamos —dije, reforzando la afirmación con un enfático movimiento de cabeza.
Bajamos del coche y a partir de ese momento empecé a sufrir una extraña disociación, una escisión que me situaba de algún modo al margen de las acciones de mi organismo, el cual sufría una tensión extrema. Sin embargo mi mente de pronto parecía sentirse a salvo. La inseguridad casi había desaparecido del todo. Era como si mi cerebro le hubiera dicho al resto del cuerpo: «Y ahora espero que hagas lo que está previsto sin equivocarte, yo te estaré esperando aquí dentro», y a continuación hubiera cerrado los postigos y echado las cortinas. Recuerdo que pensé que, por mal que nos saliera todo, siempre tendríamos tiempo de volver corriendo al coche; siempre tendríamos tiempo de escapar a toda velocidad hacia la costa, como habíamos previsto. Abrí el maletero e inmediatamente abrí la cremallera de la bolsa de deportes beige. Allí estaban las armas. Al mismo tiempo Fule sacó de una pequeña bandolera de tela un par de caretas de plástico. Una era de Hulk y la otra la máscara blanca de Scream.
—¿Nos las ponemos ya? —me preguntó con los ojos muy abiertos y la quijada casi suelta, como si estuviera a punto de descolgarse de su cara.
—No. Aquí no —logré reprimirme para no insultarlo—, dentro. Nos las ponemos dentro. Coge la pistola.
Le entregué la SIG-Sauer, que pareció producir en él un efecto instantáneamente sedante. Ahora sí que sonreía, mientras sopesaba el arma con la mano derecha y deslizaba el pulgar de la izquierda a lo largo del oscuro y reluciente cañón.
—La tienes cargada, cuidado. Lleva un cargador extendido… de diez. Pero espero que no se te ocurra dispararle a nadie, ¿vale? Si algo sale muy mal, como máximo pegamos un tiro al techo y nos largamos corriendo…
Asintió y dio un paso hacia atrás, con la pistola en la mano derecha, apuntando al suelo, y la careta de Scream en la otra mano. De pronto lo vi palidecer.
—Tengo que mear —murmuró, con la expresión suplicante de un chiquillo que pide permiso para ir al servicio durante un examen—, toma… —añadió, extendiendo hacia mí los dos brazos para entregarme la careta y el arma.
—Déjalo aquí —dije, cerrando los ojos y moviendo negativamente la cabeza, al mismo tiempo que le señalaba el maletero abierto.
Fue rápido en vaciar la vejiga. Lo hizo muy cerca del remolque del camión. Se dio la vuelta subiéndose la cremallera. Sacó algo del bolsillo y se lo metió en la boca. Una pastilla. Después cogió de nuevo la pistola y la careta. Yo ya tenía el revólver en la mano, así que cerré el coche y empezamos a caminar a paso rápido hacia el prostíbulo.
* * *
El Versalles. Sin encontrar el menor obstáculo hemos llegado a la breve escalinata. Hay un grupo de tres o cuatro hombres a cierta distancia, hablando entre dos coches, pero no se fijan en nosotros. Cruzamos una rápida mirada y nos ponemos las caretas. Subimos deprisa. Entramos. Huele a ambientador de abeto, a desinfectante. Estamos en un recibidor con espejos en el techo. Enfrente hay una puerta entreabierta forrada de cuero rojo. Y delante de la puerta, a un lado, un hombre que por tamaño y complexión recuerda a un gran frigorífico, con los brazos cruzados, sentado en un alto taburete de bar. Es el serbio. Lo he visto antes dos o tres veces. Lo encañonamos. Se pone de pie y levanta automáticamente las manos. No hace ninguna pregunta. Ha entendido enseguida de qué va la cosa. Soy yo el que pregunta entonces:
—¿Cuánta gente hay dentro?
—Está lleno.
—Nos vas a llevar enseguida a ver al encargado. Si intentas algo te pego un tiro en los riñones. Lo has entendido, ¿verdad?
—Vvale… —dice el serbio, que parece lo suficientemente asustado.
—Baja las manos —ordeno. Y le señalo el camino con el cañón de mi 38.
Detrás de la puerta cambia el suelo. El mármol negro es sustituido por la moqueta verde. No hay demasiada gente en realidad. Una docena de tíos en la barra. La luz es escasa, la música suave —algo que me parece jazz fusion—. Le digo al serbio que se dé prisa. Fule viene detrás. Increíblemente, nadie parece fijarse en nosotros, excepto una de las chicas. Una alta y hermosa rubia de ojos rasgados que nos mira con una mezcla de espanto e incredulidad. Imagino lo que ella está viendo (dos tipos con ridículas caretas siguiendo a paso rápido al único responsable de la seguridad del local hacia la zona privada) y me doy cuenta de que no sabe cómo reaccionar. Tengo la impresión de que si fuéramos a cara descubierta hubiéramos llamado mucho más la atención.
Enseguida franqueamos una puerta que hay justo detrás de la barra principal y subimos los tres, en fila, por una escalera. El serbio entra primero en la oficina. (Ha sido una gran suerte encontrar al serbio justo en la entrada). Allí está el gerente. Tiene que ser él. También hay una mujer de unos cincuenta años. Fule tira la bolsa al suelo.
—¡Poneos de rodillas! —grito yo, y los dos obedecen de inmediato.
—Tú también —le ordena Fule al serbio, apuntándole con la SIG-Sauer directamente a la cara.
—Esto va a ser muy fácil —digo, con la voz crispada y la sensación de que toda la sangre de mi cuerpo se ha coagulado, se ha solidificado en mi estómago, dejando frías y rígidas las extremidades—. Ya veréis qué fácil. Vais a llenar la bolsa con todo el dinero que tenéis en la caja. ¡Ahora!
No oponen la menor resistencia. Todo se desarrolla, en efecto, con una facilidad asombrosa. El gerente dice: «La caja está ahí dentro», y señala un despacho situado al fondo y que tiene la puerta abierta. Entonces recojo la bolsa de deportes del suelo y lo acompaño allí, mientras Fule sigue apuntando con su arma a los otros dos.
El gerente pulsa el teclado de apertura. Introduce la combinación y la caja, empotrada en la pared, se abre con una especie de suave, de amable chasquido.
—Tienes dos minutos —le digo en el tono más frío y amenazador de que soy capaz. El hombre empieza a sacar fajos de billetes y a dejarlos caer en el interior de la bolsa.
—Ya no hay más —anuncia, volviéndose hacia mí con las manos en alto.
Me acerco a la caja y compruebo que, en efecto, está vacía. Luego me agacho y me las apaño para cerrar la cremallera de la bolsa sin soltar en ningún momento el arma. Es evidente que el gerente —un tipo de mediana edad, delgado y con un pequeño bigote rubio— está asustado de verdad.
Cuando nos reunimos con los demás (llevo la bolsa llena de dinero en una mano y en la otra el 38 con el que sigo encañonando al empleado), me dirijo a Fule con una única y escueta palabra mediante la que pretendo a la vez señalar el éxito de la operación e indicar el inicio de la huida: «Vamos». Y es entonces cuando ocurre algo totalmente inesperado. Fule dice dirigiéndose al serbio: «Tú te vienes con nosotros». Por un momento soy incapaz de reaccionar. Sigo apuntando al gerente, que se ha puesto otra vez de rodillas junto a la mujer, dando muestras de una absoluta sumisión. Se me pasa por la cabeza contradecir a mi camarada, pero como veo que el serbio obedece sin rechistar decido dejarle a él la iniciativa. E inmediatamente se confirma el cambio de papeles. Parece que es Fule quien manda ahora:
—Ve tú delante —me ordena. Le obedezco enseguida y salgo.
Así que bajamos las escaleras en fila, con el serbio entre los dos. Atravesamos el bar tan rápido que no tengo tiempo de advertir si la gente se fija en nosotros o no. Llevo el macuto pegado al muslo y el revólver apuntando al suelo, para alarmar lo menos posible a los clientes. No hemos tardado en total ni diez minutos. La luz diurna me parece ahora incluso más intensa que antes de entrar; probablemente una errónea impresión. Sigo sin entender para qué quiere Fule al serbio. Es algo que queda completamente fuera del plan establecido y también fuera del alcance de mi imaginación. ¿Qué se propone? «¡Deprisa!», le grita, propinándole un fuerte empujón en la espalda con su mano libre. «¡Vamos!», insiste. Y entonces el serbio echa a correr, o más precisamente se lanza con su gran corpachón a lo que podríamos llamar un trote pesado. Corremos los tres, cruzando la explanada de tierra hacia los camiones tráiler.
No hay nadie cerca. «¡Cierra los ojos!», ordena Fule al serbio cuando llegamos al coche. Parece que lo tiene todo previsto, ya que saca rápidamente unas esposas de su bandolera y se las coloca sin titubear. También ha traído una bufanda con la que le rodea los ojos, haciéndole un nudo en la nuca. Luego, lo obliga a sentarse en el asiento trasero y sólo entonces se quita la careta y me grita: «¡Venga! ¡Arranca!». Apenas tengo tiempo de quitarme la mía. Meto la marcha atrás y piso a fondo. Nos alejamos del camión haciendo un trompo sobre la superficie de grava y tierra batida, antes de tomar un camino estrecho y abrupto que se interna por los invernaderos. Una sola vez lo había recorrido antes, a finales de agosto. Entonces conducía Ángel. Fue cuando me habló por primera vez de aquel plan. Pretendía demostrarme que no era difícil huir de allí sin ser vistos. Y ahora compruebo que tenía razón. Es importante que nadie vea el coche. Rodeamos el prostíbulo avanzando entre plásticos, hasta que lo dejamos atrás. Luego, un desvío a la izquierda desde la pista de tierra nos conduce al carril de servicio y este, poco después, a la autovía. Sólo entonces empiezo a sentirme relativamente a salvo.
Sin embargo, y aunque el atraco ha salido bien, apenas encuentro alivio. Es la presencia del serbio lo que me exaspera. No entiendo qué está ocurriendo. Otra vez mis nervios se disparan.
—¿Me vas a decir ya lo que significa esto? —le pregunto a mi socio.
—Ahora te lo explico —responde—. No te equivoques. Tenemos que tomar la primera salida. Te acuerdas, ¿no?
En efecto, el plan consiste en desviarnos hacia la cantera, donde está aparcado el otro coche. Es un primo de Fule quien lo ha conducido hasta allí. Y si mi colega se ha atenido a lo que acordamos en El Fresno, no le habrá dado explicaciones. Simplemente lo ha llevado de vuelta al pueblo agradeciéndole el favor. Ayer viernes quedamos en que sólo nosotros dos (aparte de Marta) sabríamos lo del palo en el Versalles.
Miro el reloj en el salpicadero. Son exactamente las siete y cinco cuando tomamos el desvío para abandonar la autovía, con un sol anaranjado fundiéndose en el retrovisor igual que un caramelo.
* * *
La cantera de Lumanes lleva mucho tiempo abandonada. Se encuentra a unos quince kilómetros hacia el interior, al noreste de Las Zalbias. Un lugar apartado. Un buen sitio para cambiar de coche. Esa era la idea. Había que tomar todas las precauciones. Sabíamos que a muchos atracadores los cazaba la policía antes de media hora por culpa del coche. Bastaba que un testigo hubiese retenido, por ejemplo, el modelo y el color para que nos interceptaran en cualquier control y entonces todo habría terminado para nosotros de la peor forma posible.
Por aquella zona el paisaje era más árido. Todavía hacía calor, aunque la tarde se estaba acabando. El serbio sudaba en el asiento trasero: «¿Qué queréis? ¿Qué vais a hacer conmigo?». Era ya la segunda vez que lo preguntaba. «¡Calla!», ordenó Fule volviéndose hacia él. Avanzábamos por una carretera secundaria entre lomas de tierra caliza y campos aterrazados de almendros. Cuando llegamos a la cantera enseguida vimos el otro coche, exactamente donde debía estar, casi en la falda de un promontorio de unos ochenta metros de altura que parecía mermado por una enorme cucharada.
—Tenemos que hablar —dije en tono muy tajante, mientras aparcaba exactamente al lado del otro vehículo.
—Claro —dijo Fule con risueña naturalidad, sin mostrar la más mínima inquietud.
Bajamos los dos del coche, mientras aquel grandullón de mediana edad vestido con una chaqueta color hueso, un pantalón gris de pinza y zapatos caros permanecía con los ojos vendados, probablemente más desconcertado y aterrorizado que nunca, en el asiento trasero. Fule se apresuró entonces a ofrecerme una huera explicación que seguramente tenía cocinada de antemano. «Ha sido mejor así, ¿no lo ves? Llevándonos a este ha sido más fácil salir. Y mucho más seguro». Estaba a punto de replicar algo, pero no me dio tiempo. De inmediato mi socio abrió la puerta trasera del coche y ordenó al serbio que saliera. Fule tenía la pistola en la mano, aunque ya no se molestaba en encañonarlo. «¡Venga! Ven conmigo…», dijo al mismo tiempo que tiraba de la manga de su chaqueta para obligarlo a andar. Luego se volvió hacia mí.
—¡Métete en el coche! —gritó en un tono claramente conminatorio, que me sonó incluso amenazador. No me moví. Estaba desarmado, ya que había dejado mi revólver en la guantera, pero no le obedecí. Me quedé allí de pie, mirándolo sin hablar, a unos dos o tres pasos y con las manos ligeramente separadas de los muslos. Entonces él insistió, aunque imprimiendo ahora a su voz una inflexión más suplicante que amenazadora—. ¡Espérame en el coche! ¡No voy a tardar nada! Quiero preguntarle a este una cosa. Luego lo suelto ahí detrás y nos vamos… Que vuelva andando, ¿vale?
Desde luego esto era increíble. No podía sonar más absurdo ni más falso. ¿Qué le quería preguntar? ¿Y por qué no lo hacía delante de mí? ¿Acaso pensaba dejarlo allí mismo, precisamente junto al coche que habíamos utilizado para el atraco? Sin embargo, no tenía alternativa. Debía acatar su orden. Salvo que estuviera dispuesto a enfrentarme a mi camarada. Eso era ya lo único que podía hacer para impedir que sucediera lo que —mi incipiente sospecha se estaba convirtiendo a marchas forzadas en una tétrica certeza— probablemente iba a suceder en aquella desabrida cantera, por razones oscuras y completamente desconocidas para mí. Os confieso que tenía miedo. Por eso volví al coche y ocupé de nuevo el asiento del conductor, sin oponer más resistencia. Vi por el retrovisor cómo Fule abría el maletero para coger algo. Y luego vi cómo se alejaban los dos. Fule empujaba al otro de vez en cuando con el cañón de su arma. En la otra mano portaba un objeto que no fui capaz de distinguir. Los perdí de vista tras un montículo de tierra de menor tamaño que el macizo principal, y me quedé allí solo, acompañado únicamente por mi angustia, por el sordo latido de mi pulso en el claustrofóbico interior del coche, esperando.
* * *
Han transcurrido ya diez minutos, pero Fule no regresa. Apenas queda luz diurna. El sol ha desaparecido. Los tonos añil y violeta impregnan ahora el cielo, cada vez más apagado. Tengo las ventanillas bajadas, pero el aire sigue siendo demasiado cálido. No se oye nada en absoluto. Ni un ruido. De pronto, decido que ya no soy capaz de esperar más tiempo allí. Necesito moverme. Y entonces tomo el revólver del salpicadero y bajo del coche. ¿Qué está sucediendo en esa cantera? Necesito ver. Necesito saber por demoledor que resulte. Siempre será mejor que esta incertidumbre.
Y es en ese preciso momento cuando me alcanza por primera vez un sonido extraño, un ruido agudo y silbante, parecido al que produciría un globo, o tal vez la cámara de un neumático, al desinflarse con lentitud y alguna dificultad. El fenómeno es discontinuo. Se interrumpe unos segundos, luego vuelve a empezar. Rodeo el pequeño promontorio, igual que ellos han hecho antes, y el cuadro que aparece ante mí es mucho más inverosímil que aterrador. El serbio yace boca abajo tendido sobre la blanca tierra de la cantera, agitándose como un cetáceo agonizante en medio de un charco de sangre. Fule se ha sentado sobre su espalda a horcajadas y le está quemando la oreja con un soplete. Parece un jinete encima de un potro mecánico, ya que apenas consigue mantener el equilibrio. Intenta sujetarle el cráneo aferrando fuertemente su pelo, pero el otro se debate con mucha furia, emitiendo un gemido desesperado que apenas llega a salir de su garganta a causa de la mordaza: la bufanda que antes le cubría los ojos y que ahora bloquea su nariz y su boca. Probablemente le impide respirar casi del todo. Encuentro grotesca la escena. Incluso se podría calificar de hilarante (supongo) desde cierto malévolo punto de vista; pero no hay nada más alejado de mi ánimo que la risa en ese momento. Trato de dominarme. Fule todavía no ha notado mi presencia. Lo que ocurre a continuación es como ascender un peldaño más en la infinita escalera de la locura. Mi socio y compinche deja el soplete a un lado, luego se echa sobre la nuca del serbio (que no deja en ningún momento de luchar), tuerce su cabeza con violencia y le arranca parte de la otra oreja de un mordisco. Tras incorporarse, escupe en la tierra un trozo sanguinolento de carne y cartílago. Es al volver un poco la cabeza para escupir cuando me ve. Entonces se aparta del serbio y se pone de pie. Sonríe. Tiene sangre en los labios. «¿No te he dicho que me esperes en el coche?». Me interpela con la respiración entrecortada, fatigado por el esfuerzo que exige su sádica tarea. Y acto seguido se baja la bragueta y orina, salpicando la cara de su víctima. Luego vuelve a agacharse junto al cuerpo lacerado. «Mira», me dice, levantándolo por un codo hasta casi ponerlo de lado, «ya está muerto, ¿vale? Así que deja que me divierta, ¿eh?». A la vista del tamaño del machete que el serbio tiene clavado en el vientre, o más exactamente en un costado, no cabe sino aceptar la verdad indiscutible de esa afirmación.
Por un instante, distingo el terror y la súplica en los ojos de aquel hombre, como si todavía estuviera en mi mano hacer algo para librarlo de su espantoso destino. Pero ya no hay nada que yo pueda hacer por él a esas alturas, salvo desear piadosamente que ceda pronto su resistencia física y la muerte venga a aliviarlo del suplicio cuanto antes. Al menos eso es lo que creo y lo que intento pensar mientras me doy la vuelta y me alejo de allí en silencio: que no puedo hacer otra cosa. Me digo que no está a mi alcance impedir la vesania, detener la oleada de terror que está barriendo el escaso orden y la poca razón que alguna vez formaron parte del miserable paisaje de mi existencia.
* * *
Después de aquello volví al coche, luchando por controlar mis sentimientos para no perder los nervios. En una especie de fogonazo de ira, tomé una decisión repentina que me pareció absolutamente justificada; aunque no era sencillo valorar sus consecuencias en medio de la ventisca de rabia, de horror, de emociones desoladoras que azotaba mi cerebro bajo un cielo casi totalmente oscurecido. Un cielo en el que apenas era posible distinguir ya más que un leve resplandor rojizo en la lejanía. Lo que hice fue, sencillamente, poner el coche en marcha y largarme de allí.
Recorrí los dos o tres kilómetros de la pista de tierra que conecta la cantera de Lumanes con la carretera secundaria vigilando continuamente por el retrovisor, temiendo que a Fule se le ocurriera seguirme con el otro coche. Estaba convencido de que llevaba encima la llave. Fui consciente en todo momento de que aquella era una salida muy arriesgada. Me exponía, sin duda, a la ira de mi amigo —por así llamarlo— y esto era lo que más me preocupaba en aquel instante. Pero había otro peligro no menos grave: alguien podía haber visto el coche que yo conducía ahora —el de Fule— durante el atraco. Esa, precisamente, había sido la razón por la que habíamos previsto el cambio de vehículo. Sin embargo, estaba casi totalmente seguro de la ausencia de testigos en nuestra fuga. Si estaba en lo cierto, nadie iba a facilitarle el trabajo a la policía. Pensé que lo único que podía hacer a continuación era regresar a casa con el dinero y esperar acontecimientos. Difícilmente las cosas podrían empeorar mucho más para mí —al menos yo no era capaz de imaginar cómo—, y tampoco veía el modo de actuar para librarme del cepo en el que había quedado aprisionado. Esperar. Esa era la única consigna medianamente sensata que el reducto racional de mi cerebro podía dirigir al resto de mi atormentado organismo.
Estaba a punto de incorporarme a la autovía cuando sonó el móvil. Frené con tanta violencia que el coche derrapó. Logré parar en la cuneta, subiendo la rueda delantera izquierda a una cornisa de tierra blanda y matorrales, a pocos metros de la rampa de acceso que desembocaba en el carril de incorporación. No necesitaba mirar la pequeña pantalla del celular para saber de quién se trataba.
—¿Dónde estás? —su voz sonaba natural, sin ningún matiz de hostilidad.
—En el coche…
—¿Me puedes explicar por qué te has largado? —como podréis fácilmente imaginar, esa pregunta (envuelta en un tono que me pareció casi jocoso) entrañaba la amenaza que yo esperaba y temía; así que me tomé algún tiempo para responder, midiendo y pesando cada palabra.
—Sí. Por supuesto. Claro que te lo puedo explicar. Yo no tengo por qué hacerme cómplice tuyo en un asesinato a sangre fría —procuré decir esto casi riéndome, en sintonía con la actitud bufonesca que creía detectar en él—. Eso no estaba en el plan, ¿verdad? ¿Qué es lo que pasa con el serbio? ¿Por qué no me explicas tú eso?
Entonces, durante varios segundos no percibí ninguna reacción. Sólo un silencio opaco, sucio, lleno de aristas como un trozo de carbón. Incluso temí que la comunicación se hubiera interrumpido por algún tipo de incidencia técnica. Sentí el impulso de preguntarle si seguía allí, pero me retuvo la brumosa sensación de que esa mínima muestra de impaciencia lo sería también de debilidad, algo que —estaba bien seguro de eso— no debía permitirme en aquel momento.
Por fin, un leve resoplido terminó con aquel angustioso compás de espera. Luego, su voz:
—El serbio… Sí… Ese hijo de puta me debía algo. Pero no te preocupes, ya me lo he cobrado. Me lo he cobrado bastante bien…
Me pareció que era el momento de lanzarme a la carga, de cambiar los papeles y ser yo el que le pidiera explicaciones.
—No sé lo que te debía. Ni siquiera tenía idea de que conocieras a ese tío. De todas formas te darás cuenta de que no es mi problema. Aunque ahora sí, por tu culpa. ¿Qué has hecho con el cadáver?
Se tomó de nuevo su tiempo, aunque esta vez el silencio duró algo menos.
—Sí…, es verdad que no tenía que haberte metido en esto —al parecer había conseguido darle la vuelta a la situación, ya que ahora su tono sonaba más conciliador, casi en la tesitura de la disculpa—; pero no podía dejar escapar esta oportunidad, entiéndelo. Por el cadáver no te preocupes. Tardarán mucho en encontrarlo. Lo he tirado a un pozo que hay cerca de la cantera. Es un pozo lleno de huesos de ovejas. Pasarán días, semanas… No te preocupes por eso.
Era el momento de dejar atrás lo que ya no podía ser anulado o modificado. Era el momento de terminar con aquella inútil conversación.
—Bueno… tú sabrás. Este muerto es tuyo. Yo no tengo nada que ver. Voy a dejar tu coche en La Goleta.
—¿Y tú qué vas a hacer? —percibí claramente el chirriante color de la codicia en su voz. Resultaba evidente que no pensaba dejarme ir muy lejos con el dinero, si había a su alcance algún medio para impedirlo.
—¿Qué quieres que haga? Voy a casa. Mañana nos vemos y repartimos. Es mejor así. Es mejor que dejemos pasar la noche. Movernos ahora es peligroso. Puede haber controles ocultos… maderos vestidos de paisano… Yo qué sé… Imagina que han seguido a uno de los dos, por ejemplo. Además, recuerda que eres tú el que ha cambiado los planes…
Lo cierto era que tarde o temprano debía explicarle que sólo podía entregarle la tercera parte del dinero. El incidente (si aceptáis este eufemismo) con el serbio, en cierta forma me había proporcionado una especie de prórroga para preparar con cuidado el modo de exponerle esa contrariedad; aunque por otro lado hacía que me pareciera mucho más peligrosa toda la situación.
—Nos vemos mañana por la mañana en tu casa. A las diez en punto estaré allí. Espero que no intentes ninguna tontería, como quedarte con toda esa pasta para ti solito… —otra vez aparecía el tono burlesco en su voz.
—Si quisiera engañarte, ¿crees que habría contestado a esta llamada?
Ese argumento pareció dejarlo provisionalmente satisfecho. Nos despedimos hasta el día siguiente. Luego arranqué y seguí mi camino.
* * *
Es asombroso despertar dentro de una pesadilla y comprender que ya no podrás dejar de soñarla hasta el final. Y si sospechas que ese final será también el tuyo, entonces te ves abocado a una perversa, a una extraña paradoja. Te enfrentas a dos deseos perfectamente equilibrados, el de que dure todo lo posible y el de que termine cuanto antes. Pero a cada instante el segundo deseo se hace más y más poderoso. Y, sin embargo, incluso en esas condiciones extremas, descubrimos con estupor que el atávico mecanismo de la curiosidad continúa funcionando. ¿Cómo acabará esto?, te preguntas. Y en cierto sentido ese es el único aliciente que te queda para vivir, la necesidad de asistir a un final, la necesidad de protagonizarlo y ver lo que sucede entonces con tu conciencia: ¿Transformación? ¿Disolución?
Ya había anochecido cuando llegué a Las Zalbias. Hice exactamente lo que le había anticipado a Fule. Aparqué su coche en La Goleta. Abrí el maletero, saqué la bolsa —que contenía el dinero y el revólver— y fui andando hasta el mío. Pensé en mi aspecto, en la expresión de mi rostro. Era casi como llevar un letrero colgando del cuello en el que podía leerse: «Deténganme, acabo de cometer un atraco». Pero ya no me importaba. Casi deseaba cruzarme con un policía y entregarme de una vez, para precipitar el ansiado desenlace. Una vez al volante de mi propio coche, conduje hasta mi casa. Como de costumbre, encontré sitio en nuestra misma calle.
Cuando metí la llave en la puerta del adosado en el que vivimos, mis sentimientos repentinamente dieron un vuelco. Era increíble, pero estaba a salvo. El golpe había salido bien y ya estaba de vuelta en casa, exactamente igual que si viniera de jugar un partido de pádel. ¿Por qué no pensar que este juego macabro podía terminar bien para mí, después de todo? ¿Por qué descartar toda idea esperanzadora?
Marta me recibió con un beso, algo que casi me sorprendió en aquellas circunstancias.
—¿Cómo ha ido?
—Fule… —dejé el macuto en el suelo, junto al sofá. Ella me seguía mirando de modo inquisitivo, con avidez.
—Qué pasa con Fule…
—El tío está loco. Ha matado al serbio. Es una locura. Todo es…
—¿Que ha matado a quién? —parecía otra vez nerviosa. Pensé que sería mejor no dar más explicaciones de momento.
—¿Ha llegado otro mensaje? —la interrogué, al mismo tiempo que me encendía un cigarro.
—No —me miraba con desconfianza, su aspecto era desastroso. Estaba cansada, sin maquillar, con el pelo revuelto y vestida sólo con las bragas y la camiseta—. ¿No quieres contarme cómo ha ido…?
—¿Qué quieres que te cuente? Hemos atracado el Versalles. Eso ha ido bien. Ahí está el dinero —señalé la bolsa con un gesto de la barbilla—. Pero Fule se ha cargado al que se ocupaba de la seguridad. El serbio. No sé por qué. No lo entiendo. Tenía algo contra él…
Marta no dijo nada. Se sentó en el tresillo y cerró los ojos. Estuvo callada un tiempo y luego me miró sonriendo:
—¿Cuándo vamos a pasar unos días en la sierra de Bernia?
Me pregunté si había perdido el juicio, pero un momento después comprendí que su pregunta en realidad tenía tanto sentido como cualquier otra en aquellas circunstancias. ¡Sierra de Bernia! ¿Y por qué no? Habíamos hablado de eso varias veces. Estuvimos allí unos ocho años atrás y durante la primavera pasada mencionamos ese lugar en algunas de nuestras conversaciones, como si se tratase de Shangri-La o algo parecido. Me refiero a la época en que luchábamos por dejar atrás nuestra crisis, la tormenta que se había desatado entre nosotros después de que a ella la despidieran de la fábrica de lámparas.
—Quieres ir a la sierra… Bueno… Sí, estaría bien ir a la sierra, pero te recuerdo que todavía… Te recuerdo que alguien nos está chantajeando y todavía tengo que…
—Pero ya tienes el dinero, ¿no?
Comprendí que la tensión la sobrepasaba, resultaba excesiva para ella. No podía o no quería entender lo que estaba sucediendo. Necesitaba evadirse de algún modo, para eludir la angustia de la situación. Así que decidí que sería mejor seguirle la corriente.
—Iremos, cariño. Claro que iremos. En cuanto me saque este problema de encima haremos todo lo que habíamos pensado. Pasaremos una buena temporada fuera de Las Zalbias, donde tú prefieras, donde tú digas…
Aplasté el cigarro en el cenicero, me senté junto a ella. La abracé y la besé en el cuello.
* * *
Tras un prolongado descanso facilitado por dos latas de cerveza, sentí por fin algo de apetito. Fui a la cocina con Marta y ella me ofreció lo que había quedado de su propia cena: media tortilla de queso y una buena cantidad de guisantes con jamón. Lo engullí todo con elemental satisfacción y procurando mantener la mente en blanco. Luego fui al ordenador para comprobar si había novedades en la bandeja de entrada del e-mail. Ningún mensaje nuevo. El último seguía siendo el de Ángel —es decir, el del impostor que utilizaba su cuenta—, recibido a mediodía, antes de la comida con mi familia. Me pregunté por qué no había desaparecido igual que los otros. Y, al pensar en esto, reparé en algo que hasta entonces me había pasado inadvertido. Se me ocurrió de pronto que todos los mensajes estarían registrados en la cuenta de correo de Ángel Bru. La policía podría encontrarlos allí. ¿No me habría exonerado eso de la acusación de asesinato? Si era así, el chantaje quedaba anulado y yo no tenía por qué haber cometido el atraco. Ahora bien, los investigadores podían suponer que esos mensajes me los había enviado yo mismo, utilizando el e-mail del muerto para aumentar la confusión y desviar las sospechas. Todo era un lío espantoso y yo me encontraba agotado. Lo hecho, hecho estaba, pensé. No me sentía capaz de darle más vueltas. Regresé al comedor. Eran las diez y media cuando me arrellané en el tresillo y puse la televisión.
Se me pasó por la cabeza buscar algún canal de nuestra zona, por si adelantaban alguna noticia relacionada con el Versalles, pero deseché inmediatamente esa idea. Estaba resignado a la inercia de mi destino, irremediablemente marcada por mis decisiones de las últimas horas. Me sentía incapaz de luchar más para anticiparme a los acontecimientos, o para prepararme ante posibles contingencias que de todos modos escaparían a mi control. Lo mejor que podía hacer era un zapeo errático, narcotizante, que mantuviera a raya a mi cerebro. Es decir, que mantuviese a mi mente y a sus preocupaciones lo más lejos posible del resto de mi cuerpo, el cual, transido por la zozobra de aquella interminable jornada, me suplicaba una tregua.
Envuelto en el silencio y la oscuridad de nuestra casa, apenas mitigada por los cambiantes reflejos de la televisión, me dejé absorber por una espiral de tiempo lento y profundo, sin centro ni límites precisos. No podía evitar, claro, que mi pensamiento basculara frecuentemente hacia las derivaciones posibles del atraco, o del asesinato del serbio a manos de Fule. No podía evitar preguntarme qué sucedería al día siguiente, cuando mi compinche viniera a casa y tuviera que explicarle que sólo podía ofrecerle la tercera parte del dinero. ¿Cómo reaccionaría ante eso? Hacía apenas unas horas yo no hubiera sido capaz de imaginarlo cometiendo una bestialidad como la que había perpetrado aquella misma tarde. Ya no me sentía de ningún modo habilitado para prever o calcular su conducta o sus reacciones. ¿No era evidente que se trataba de un psicópata? Además, me parecía volver a oír muy cerca, detrás de mí, las pisadas del desconocido minotauro en el laberinto por el que corría desorientado desde hacía más de veinticuatro horas. Y la pregunta central resurgía con fuerza: ¿Quién estaba utilizando el correo de Ángel? ¿Quién había apretado con su codicioso índice el gatillo de mi ansiedad? ¿Quién me había disparado contra un destino infranqueable como un muro de acero? Volví a presionar la tecla del mando que hace aparecer la barra informativa en la pantalla. Las doce. Casi las doce.
—No deberías haber quedado aquí con él.
Marta se abrazaba las rodillas en el otro extremo del sofá. Un momento antes no estaba allí. Parecía haber surgido de la nada. Sus ojos brillaban de un modo extraño en la pulsante penumbra del salón. También su angustia era evidente.
—Puede que no —guardé silencio durante unos segundos y volví a cambiar de canal: James Stewart dejaba su coche en un callejón, entraba por una puerta miserable en un sórdido cuartucho, empujaba otra puerta y de pronto todo eran flores—. Tienes razón… No debería haber quedado aquí con él. Pero ya no puedo hacer nada.
—No quiero preocuparte más, pero es que no veo… Quiero decir, ¿qué harás luego? ¿Qué haremos? ¿Qué es lo que nos va a pasar?
—No lo sé. No haremos nada. Sólo esperar. Esperaremos…
Ahora ella se había incorporado. Había hincado las rodillas en el tresillo inclinándose hacia delante, hasta casi rozar mi oreja con sus labios.
—Dime que… dime que todo esto va a terminar bien, Pablo. Dime que sabemos lo que estamos haciendo.
Me volví hacia ella, rocé sus labios con los míos.
—No sé cómo terminará. Pero sí sé que necesito esa pistola. Si la policía la encuentra estoy condenado. Supongo que mañana recibiré otro mensaje… Machado me dirá dónde dejar el dinero. Y después… no sé. ¿Por qué no va a cumplir su parte? Creo que sí. Creo que cuando tenga ese dinero me dirá dónde está el arma…
No parecía haber tranquilizado mucho a Marta, a juzgar por su expresión. En cambio yo, al pronunciar estas últimas palabras, experimenté una especie de alivio, como si hubieran obrado en mí el efecto de un sortilegio; como si de pronto se abriera paso a machetazos —desde el centro de mi alma y a través de una espesura de dudas, temores y sospechas— la certeza de que todo terminaría bien. Al menos estaba casi convencido de que me libraría de la acusación del asesinato de Ángel. Y eso era lo que me importaba por encima de todo.
Era ya casi la una y media cuando Marta se acostó. Yo apenas me esforzaba en librarme del marasmo físico y mental que me impedía incluso ir a la cama para intentar dormir, como había hecho ella. Estaba completamente estirado, con un pie en lo alto del respaldo y la cabeza apoyada en uno de los brazos del sofá. Intentaba seguir el hilo de un programa de divulgación científica. Un programa dirigido por cierto popular presentador y entrevistador. Hasta pasado un cuarto de hora aproximadamente no advertí que se trataba de una repetición del que ya habían emitido la noche anterior.
* * *
No se trata sólo de una gama casi infinita de versiones alternativas de nuestro propio universo, sino de un conjunto de otros universos posibles basados en diferentes principios constitutivos y en una inconcebible variedad de leyes físicas. Universos, por ejemplo, cuyo espacio se estructura en nueve dimensiones, otros que son de una simplicidad y homogeneidad vertiginosas. Universos cuya estructura está sometida a mutaciones y transformaciones tan rápidas y constantes que ningún suceso es semejante a otro. Universos que difícilmente podríamos considerar «cosmos», ya que no existe en ellos magnitud constante o regularidad alguna, sino que funcionan como ingentes máquinas generadoras de caos y novedad permanente.
Universos donde la vida ha producido la inteligencia tecnocientífica en diversas modalidades y formas, y donde la alianza de múltiples civilizaciones ha generado una interfaz cósmica capaz de someter y dirigir la evolución de toda la materia y la energía que contienen, hasta doblegar y extrudir sus leyes físicas fundamentales según los dictados de esas diversas inteligencias en sinergia permanente; y de ese modo llegar a producir lo que nosotros, rudimentariamente, llamaríamos inmortalidad y felicidad absolutas. Otros mundos en los que, por el contrario, las leyes físicas y la estructura del azar son de tales características que todas las formas de vida que contienen o han contenido jamás resultan sometidas por eones a sufrimientos indescriptibles. Un universo comparable a un monstruoso tumor pulsante de horror ilimitado.
* * *
«Y todo esto es posible porque cabe en el lenguaje que tú y yo compartimos, ¿te das cuenta? Hacía tanto que… no hablábamos así; desde el colegio». Sonríe. Se vuelve hacia mí y me invita a asomarme a la ventana. Ante nosotros se extiende el bonito y azulado campo de coles. Nuestra madre juega con Moisés en el límite del bancal y Elena nos saluda con la mano. Está caminando con cuidado por uno de los caballones de tierra. Un pie detrás de otro. Un pie y otro pie. Le cuesta mucho conservar el equilibrio. Por eso mantiene los brazos separados de las caderas. Moisés no es el de ahora, sino el de hace seis o siete años; sin embargo, esto no me produce la menor extrañeza. Mi hermano dice: «Se está haciendo de noche». Sonríe. Se vuelve hacia mí y me invita a asomarme a la ventana. «Voy arriba», le digo, «creo que me está esperando». Ahora Marcos está sentado en el alféizar, con un mirlo entre las manos: «Sí, te está esperando…». Sonríe otra vez. Y detrás de él un relámpago ilumina el paisaje.
Me doy la vuelta y salgo. A medida que asciendo por la escalera la oscuridad se hace más densa. Empujo la puerta. No sé dónde estoy. Puede que en las oficinas que hay en el piso superior de la nave. Alguien respira allí, en el despacho acristalado, sentado de espaldas a mí. Apenas hay luz allí dentro. El ordenador está encendido y la figura que se cierne sobre la pantalla parece la de mi amigo Ángel. Se da la vuelta y me mira con alguna sorpresa. Veo con claridad la herida en su frente. El gran boquete rodeado de sangre coagulada. «No sabía que pudieras…», le digo, pero no logro terminar la frase. Lo intento, pero no consigo pronunciar las palabras. «Claro que sí», dice él, mientras cierra los ojos. «Claro que puedo. Mira…», añade, señalando a la pantalla, «ahora mismo te estoy escribiendo un mensaje». Me acerco y leo lo que pone: «Los niños de la casa de barro…» y lo demás no lo entiendo, es como si estuviera escrito en otro lenguaje, con signos herméticos. Ángel todavía mantiene los ojos cerrados.
Se oye entonces un murmullo de muchas voces. Un murmullo al principio remoto, pero que crece muy deprisa hasta convertirse en el característico ruido de una verdadera muchedumbre en movimiento. Entonces yo le doy la espalda a Ángel y me asomo a la ventana interior de la oficina, desde donde se puede observar el almacén. Una multitud irrumpe por la puerta principal de la nave en ese momento. No conozco a nadie. Hay allí personas de todas las edades. Docenas de ellas, tal vez cientos de personas. Noto que todos avanzan muy torpemente, arrastran los pies. Me doy cuenta de que carecen de ojos. Al darme la vuelta, dominado por una irreprimible sensación de asco, advierto que mi amigo se ha dormido. Eso es, al menos, lo que parece. No se mueve en absoluto, lo que no debería extrañarme teniendo en cuenta el tremendo agujero de su frente. Cruzo deprisa la habitación y bajo por la escalera. Estoy decidido a averiguar quiénes son los que acaban de irrumpir en la nave. Estoy decidido a mezclarme entre ellos y a preguntarles directamente, por mucha repugnancia que me inspiren. Ya estoy abajo, rodeado por estos seres de cuencas vacías, mezclado con esta comunidad de ciegos murmuradores que trastabillan sin aparente propósito. Intento hablar con alguien, pero no cesan en su absurdo y errático movimiento, de una pared a otra, chocando ocasionalmente en su caótico deambular. Intento retener a un hombre aferrando su brazo. Él se resiste. No lo consigo. Un niño —que carece de ojos, igual que los demás— choca conmigo y golpea mi vientre con su cara inexpresiva. Ahora soy yo el que retrocede, horrorizado. Él extiende los brazos y tienta el aire con las manos. Distingo a una mujer, a unos metros de distancia, que parece estar preparando una fogata en un rincón. ¿Acaso tiene ella ojos? Me aproximo despacio, esquivando a los que caminan sin rumbo a mi alrededor. No, no los tiene. Es igual que los otros. Cuencas negras y vacías. Ha acumulado papel de periódico y tiene un mechero en la mano. Consigue que prenda el papel y acerca las palmas con los dedos extendidos para notar el calor.
—¿De dónde vienen? ¿De dónde…?
Nada más formular esta pregunta me siento como un idiota. «No ven nada (pienso). Aquí nadie ve nada». Decido preguntar otra cosa:
—¿Han traído el acuario?
No tengo ni la menor idea de por qué he pronunciado esa palabra: acuario. La mujer levanta su rostro mutilado hacia el techo y luego se vuelve, como si pretendiera observar alguna cosa, aunque es evidente que no puede. Veo que un grupo de unos diez o doce de estos desconocidos acaba de llegar con un acuario que contiene hermosos peces y los restos de un bergantín hundido. Sostienen el recipiente acristalado en el aire y avanzan muy despacio, unos de frente y otros de espaldas. Debe de ser muy pesado. Lo colocan encima de una gran mesa de ping-pong que hay junto a la escalera por la que se accede a la oficina. Yo sé que esa mesa lleva años allí, arrinconada, pero me sorprende lo apropiada que resulta para depositar el acuario, como si hubiera sido fabricada con ese exclusivo propósito.
—Ahora vendrán con la bandeja.
Es la mujer quien me habla. Su anuncio suena solemne. Debe de dirigirse a mí, puesto que soy yo el que está más cerca.
—¿La bandeja? —pregunto, sin imaginar de qué se trata.
Pero, en efecto, no han pasado aún más que unos pocos segundos, cuando otro grupo, más reducido, se abre paso con una gran bandeja plateada hasta el acuario. Se trata en realidad de una gran fuente, y está repleta de algo que no logro distinguir. Algo que forma una montaña blanquecina y gelatinosa. Uno de los portadores utiliza un gran cucharón para verter las pequeñas esferas gelatinosas en el acuario, y entonces los peces de colores parecen volverse locos. Siento tal repugnancia que no logro seguir mirando.
Me pongo en cuclillas, con los codos entre los muslos y la frente contra las manos. La mujer me toca, me acaricia la nuca, supongo que trata de reconfortarme.
No sé qué fue exactamente lo que interrumpió el sueño en ese instante, pero lo que sí puedo aseguraros es que al abrir los ojos y encontrarme en el salón de casa apenas noté alivio alguno. Ya era de día.