CAPITULO CUARTO
A toda costa, impediremos que los «jerries» se apoderen de
ellos
Martes, 28 de mayo. De la 1 a las 12 horas.
La noticia de la rendición belga no había llegado aún hasta Augusta Hersey. Sin embargo, su instinto de mujer la había intuido desde el primer instante. Aquella noche, cuando habían llegado a una granja, en el este de Dixmude, los argumentos del oficial francés de enlace no habían logrado enternecer el corazón del granjero. Aquel hombre no estaba dispuesto a ceder camas para los ingleses y sus amigos.
Al final, cansada de discutir, Augusta se instaló sobre un montón de paja en el patio de la granja. Más tarde, siempre acompañada del mecánico Johnson, intentó apagar su sed en el pozo. El granjero había cerrado el acceso.
Como francesa, Augusta Hersey estaba en situación de comprender mejor que nadie la angustia que se había apoderado del pueblo belga. Adivinaba que aquellos granjeros, al igual que millones como ellos, se encontraban desconcertados, caminando a tientas en las tinieblas. Ocho días antes, al cruzar los ingleses la frontera, les habían ofrecido vino y flores. Los párrocos de los pueblos, con sus negras sotanas, habían permanecido todo el día a las puertas de las iglesias, bendiciendo el paso de las tropas.
Pero ahora los libertadores eran expulsados y, por segunda vez en sus vidas, aquellas gentes se daban cuenta de que los alemanes no andaban muy lejos. El miedo se había extendido como un manto sobre todo el país y, familia tras familia, descorazonados sus habitantes, se lanzaron a las carreteras.
Las tropas se mostraban desconcertadas ante la interminable caravana de población civil que se dirigía hacia el norte. Sus períodos de entrenamiento no les habían preparado para enfrentarse a hechos como aquel. Desde Lille al mar, 800.000 refugiados bloqueaban las carreteras, entre un griterío ensordecedor. Viejas a pie, con las eternas mantas rojas extendidas sobre los hombros, ocupadas sus manos por grandes bultos de ropa… Chóferes uniformados de familias adineradas, al volante de automóviles relucientes… Campesinos que viajaban en carros tirados por perros… Un hombre gordo que pedaleaba en un triciclo destinado a la venta de helados, con su mujer y sus dos hijas embutidas en los depósitos refrigeradores… Familias enteras hacinadas en coches destartalados, con el techo cubierto por colchones como toda protección contra los ataques aéreos.
En algunos lugares, los atascos de tráfico llegaban a ocupar más de veinte kilómetros y a cada instante se agudizaban con mayor intensidad, debido a la presencia de cañones, carros de municiones y viejas cocinas abandonadas por el ejército belga. Entremezclada con las tropas vestidas de caqui, aquella desesperada población se encaminaba hacia la costa, entorpeciendo sin querer la ruta de las municiones y víveres que se dirigían hacia el sur para abastecer las líneas de combate.
La policía de tráfico no conseguía solucionar el problema. Cada hombre, ya fuese general o soldado, era el propio ordenador de su marcha. En el puente de Poperinghe, el inmaculado teniente coronel Bootle-Wilbraham, del regimiento de Coldstream, saltó de su automóvil y se dedicó durante dos horas a ejercer la labor de guardia de la circulación. Más al norte, cerca de Bergues, el soldado Denis Cartwright, del Royal Dragoon Guards, se vio obligado a descender varias veces de su tanque, revólver en mano. Era la única manera de que un tanque «Mark IV (B)» pudiera adelantar unos centímetros en su camino hacia el norte.
Por más que se encontrasen en medio de aquel caos, eran pocos los hombres que daban crédito a sus ojos. El soldado Edgar Smith, recordando viejos documentales cinematográficos de la Guerra Civil de España, pensaba:
«Ahora soy yo el que forma parte en una de estas terribles caravanas en fuga. No puede ser cierto». En Strazeele, el soldado Jack Evans, un joven miembro del regimiento Queen’s Royal, resumía el asombro de muchos con estas palabras:
—Quizá sea precisamente esto en lo que consisten las guerras.
Los negros nubarrones que amenazaban a Europa durante los años treinta no habían bastado para que los belgas perdiesen su confianza en la posibilidad de sobrevivir en una situación de neutralidad armada. Su fe se había mantenido incólume hasta la mañana del pasado 10 de mayo. En consecuencia, cuando el rey Leopoldo asumió el mando de sus ejércitos se encontró con una fuerza de unos 700.000 hombres, equipados tan solo con fusiles oxidados y cañones arrastrados por caballos. Organizado para hacer frente, como máximo, a una defensa estática, el ejército belga carecía casi en absoluto de tanques, aviones y apoyo naval.
Gort se hallaba bien enterado de todo aquello, gracias a los informes resumidos proporcionados en su día por asesores tan agudos como el teniente general Alan Brooke. Después de haber visto al ejército belga en campaña, Brooke había opinado que no se encontraba en disposición ni tenía la menor aptitud para luchar. A los diez días de la invasión alemana, Bélgica había perdido ya tres cuartas partes de su territorio y los pocos kilómetros del país que aún resistían apenas contaban con provisiones para catorce días.
Nada de aquello causó sorpresa alguna en Gort. Su enigmático rostro, que tanto había impresionado al coronel Whitfeld, parecía estar dotado del poder de la adivinación. Poco antes, en una dolorosa entrevista que había mantenido con el rey belga, este se había echado a llorar ante la tragedia que se avecinaba para su país. Ocho horas antes del colapso final, Leopoldo envió un mensaje al bastión de Dunkerque, anunciando que se veía obligado a la rendición para evitar una catástrofe nacional. Al enterarse de la noticia, molesto y lleno de soberbia, Gort exclamó ante el capitán de su Estado Mayor, George Gordon-Lennox:
—¡Dios mío, Georcie, esos belgas son unos cerdos!
Acto seguido, tomó un fusil y de pie, a campo abierto, comenzó a disparar contra un avión enemigo en vuelo rasante.
Para un soldado, que cifraba en morir por la patria el máximo honor al que podía aspirar un hombre, la reacción resultaba humana, si bien inoperante por completo. Sin embargo, el 21 de mayo, ya más resignado y tranquilo, Gort había preguntado en Ypres al almirante Sir Rogers Keyes, representante británico en Bélgica:
—¿Qué opinan los belgas de nosotros? ¿Que somos unos perros renegados?
Veinticuatro horas antes de la rendición belga, Gort había ordenado la lenta retirada de su ejército, sin informar siquiera de ello al rey Leopoldo. Y no podía olvidarse que el rey tenía el deber de proteger a su pueblo.
Ninguna de estas maniobras de alta política fue conocida por los hombres de Gort. El único concepto que lograron formarse consistía en la certeza de que los aliados podían ser obligados a retirarse del campo de batalla. El teniente coronel Geoffrey Anstee, comandante del 5.° Regimiento de Northamptonshire, al pasar por la localidad de Funes, se preguntaba vagamente el porqué de que todos los hogares de la región hubiesen elegido el martes como día de colada. Pasaron algunas horas antes de que pudiese comprender que aquel interminable despliegue de sábanas y fundas de almohada no eran sino señales de rendición.
Las tropas que marchaban hacia el norte, mezcladas con las caravanas de población civil, pudieron contemplar el mismo espectáculo que había desfilado ante los ojos de Augusta Hersey: pañuelos blancos que ondeaban al viento, atados a las bayonetas de soldados belgas; un general que, junto a su coche detenido en la carretera, cambiaba con la mayor tranquilidad su uniforme de campaña por una chaqueta de deporte y unos pantalones de franela; la esposa de un granjero que, considerando muy posible que los alemanes se encontrasen sedientos, había encendido el fuego de su cocina para preparar una buena cantidad de té. En la totalidad de los pueblos belgas, la recepción que se ofrecía a las tropas en retirada era la misma: miradas resentidas, los caños de las fuentes rotos para evitar el suministro de agua, una lluvia de piedras lanzada por los indignados campesinos.
Al sargento Sidney Tindle, un bravo e impulsivo irlandés del regimiento King’s Own Royal, le parecía que el mundo se había dado la vuelta por completo. Hacía escasamente un día que su batallón había mantenido un combate enconado contra alemanes disfrazados con uniformes franceses. Habían logrado escapar de un serio descalabro huyendo en mitad de la noche. Aprovecharon para ello la llegada de un rebaño de corderos, bajo cuyas patas lograron deslizarse uno por uno. Ahora caminaban en dirección desconocida y Tindle, desconcertado como un niño ante la hostil actitud de los belgas, no cesaba de preguntar una y otra vez a su sargento mayor, Bonnie:
—¿Por qué se han vuelto contra nosotros?
—No tengo la menor idea —replicaba el sargento—. Nunca se sabe lo que va a pasar en esta estúpida guerra.
No era, pues, extraño que el miedo se dilatase cada vez más, como una cortina de humo. En la mañana del martes, 28 de mayo, la sospecha y la desconfianza reinaban por doquier. Todos estaban convencidos de que resultaba inútil pretender distinguir el amigo del enemigo.
Inocentes o culpables, se encontraban en peligro. Cerca de Ploegsteert, sobre la misma carretera, el padre Geoffrey Lynch, agregado al regimiento de artillería de Yorkshire, hubo de confirmar la identificación de dos sacerdotes jesuitas mediante el intercambio de unas citas en latín. Poco antes, convencidos de que se trataba de dos espías, los artilleros les habían destinado ya al piquete de ejecución. Peor parte llevó fraulein Gerda Kermisch, una judía austríaca de diecinueve años, huida de la Alemania de Hitler. Cada uno de sus minutos de permanencia en la columna constituía para ella una amenaza constante. Si los británicos no la fusilaban por espía, los alemanes la mandarían a las cámaras de gas. Al llegar a Malo-les-Bains, la muchacha rompió su pasaporte en pedacitos y lo arrojó a un retrete, con lo que se condenó a cinco años de perpetua fuga y sobresalto.
Los rumores se multiplicaban y, lo que era peor, encontraban a su paso oídos ávidos de noticias. Alemanes que hablaban un inglés perfecto y uniformados como oficiales británicos se infiltraban en las líneas aliadas para equivocar de ruta el tráfico y sembrar el pánico. Los confidentes civiles engañaban a los incautos. Un nuevo término, que resumía la esencia de la traición, pasaba de boca en boca: «La Quinta Columna».
En las proximidades de Dixmude, el teniente Alexander Lyell repasaba una orden recibida del Cuartel General de la división, en la cual se le hacía una advertencia desconcertante. Lo mismo que habían hecho en Holanda, los paracaidistas alemanes se arrojaban a tierra disfrazados de monjas. La orden aclaraba, sin embargo, que tales monjas podían ser descubiertas a simple vista por las marcas que dejaban las correas de los paracaídas en la parte posterior de los saboteadores.
A pesar de lo absurda que pudiera parecer la noticia, se trataba de un hecho real. En la madrugada de aquel día, el artillero William Brewer y cuatro camaradas, que se retiraban hacia Dunkerque, se hallaban tomando una taza de té en una granja cuando penetró en ella el artificiero Geordie Alien, pálido y desencajado.
—¿Habéis visto alguna vez en vuestra vida una monja afeitándose?
Avanzando cuerpo a tierra sobre las verdes praderas, los cinco hombres lograron convencerse de la realidad de lo que hasta entonces habían creído la más descabellada de las mentiras: dos paracaidistas alemanes, con sendas tocas blancas a sus pies y crucifijos colgando de sus pechos, se afeitaban al amparo de un montón de heno recién segado.
Segundos más tarde, aquellas «pobres monjas» morían acribilladas por el fuego de los fusiles británicos y amplias manchas de sangre teñían los oscuros hábitos.
Parecía que la traición iba a surgir en los lugares más inesperados. Desde un establo cercano a Mount Carmel, el señalero Alan Hall y sus compañeros observaron a un granjero que dibujaba con su dalle sobre la pradera vecina la silueta de una hoja de higuera —el emblema del 3.er Cuerpo de Ejército del general Sir Ronald Adam—. Pocos segundos después de emprender la huida, aparecieron varios «Messerschmitt», en vuelo rasante, y comenzaron a ametrallar los transportes que marchaban por la carretera. El zapador Alf Bate levantó la mirada al cielo para observar lo que él creía una escuadrilla de «Spitfire» británicos. Apenas le quedó tiempo para buscar protección con su unidad debajo de los camiones. Cartuchos recién disparados cayeron sobre las manos desnudas del zapador y le produjeron profundas quemaduras.
El señalero Víctor Glenister que, con otros dos soldados, había sido encargado de detectar a los sospechosas cerca de Arméntieres, observó un movimiento extraño detrás de un seto. Dio el alto y, al no recibir respuesta, disparó. Ninguno de los tres supo jamás qué hacía allí el ciudadano que mataron. Verdad es que el miedo no justificaba las medidas extremas que se adoptaban en ocasiones. Incluso llegaban a resultar ridículas. Por ejemplo, los hombres del regimiento de Hampshire estaban colocando sacos defensivos de arena junto a una casa en los alrededores de Bachy cuando el aire se llenó de un perfume dulzón y empalagoso a esencia de rosas. En el acto, el sargento de la compañía, creyendo que la Quinta Columna habían lanzado gases de fosgeno, ordenó:
—¡Pónganse las caretas!
Pasaron bastantes minutos antes de que se diesen cuenta de que el veterano Mervyn Doncom, el soldado de fortuna, había dejado en el suelo su saco de relojes para abrir un frasco de barniz de uñas, recién descubierto en la casa.
Aquella mañana, en la que parecía que el mundo entero se había vuelto loco, hubiese sido lo más lógico que cada uno se atuviera a propias necesidades y problemas. Sin embargo, miles de soldados aliados, movidos a piedad ante el espectáculo de los refugiados, se olvidaban de sí mismos para ayudar a su prójimo.
El enfermero Kenneth Robert y sus colegas entregaron a los refugiados la casi totalidad de las provisiones que llevaban en su ambulancia —vendas, pomadas, leche condensada—, hasta el punto de quedarse sin material para atender a sus propios heridos. El reverendo Hugh Laurence, comisionado para llevar al 6.° regimiento Lincolns, no pudo resistir las miradas de hambre de los refugiados ni los gritos de J’ai peur, j’ai peur («Tengo miedo, tengo miedo») que lanzaban los niños. Sin vacilar un instante y a pesar de saber que su unidad no había visto el pan durante días, repartió entre la gente más de cincuenta hogazas. Hora tras hora, el sargento Frank Chadwick, permaneció en pie al borde de la carretera, ofreciendo a los que pasaban tazas de té recién hecho. Los refugiados no mostraban demasiado entusiasmo por aquel brebaje extranjero, pero Chadwick no se decidía a abandonar su puesto.
El soldado Walter Allington, alto y fuerte como un boxeador, se sentía invadido por la misma compasión que Chadwick. Ya en camino hacia Dunkerque, Allington, cuya meta en la vida parecía consistir en ayudar a sus semejantes, repartió entre los refugiados la mayor parte de sus raciones de campaña. Lo que más le conmovió, mientras proseguía su camino bajo un chaparrón vespertino, fue contemplar a un lisiado belga que intentaba recoger el agua de la lluvia en el cuenco de sus manos.
Allington se dio cuenta de que aquel hombre no estaba en condiciones de utilizar las fuentes de los pueblos. Nadie era capaz de mantenerse erguido sobre unas muletas e inclinarse al mismo tiempo sobre una fuente para presionar el botón que regulaba el chorro. Lleno de conmiseración y con la ayuda de su camarada, el soldado Heap, condujo al belga hasta una fuente, juntó sus manos bajo el caño y recogió el agua que Heap hizo brotar al pulsar el botón. El hombre bebió con avidez. Allington pudo comprobar que sus labios se hallaban agrietados por la sed y el polvo y que las manos del lisiado belga estaban en carne viva de tanto apoyarlas en las muletas.
Con ademán solemne, extrajo de su mochila la venda de campaña —a pesar de que su uso indebido era gravemente sancionado por las ordenanzas militares— y vendó las manos del extraño. Mientras el belga lloraba y le besaba impulsado por el agradecimiento, el gigante sintió un agudo dolor en el costado derecho que le obligó a doblarse con un gemido. Cuando el dolor hubo pasado, recordó, por primera vez, que apenas había comido en todo el día.
En aquella tarde del martes, cálida y nublada, la piedad de los hombres se manifestaba en formas diversas. El general Alan Brooke, que recorría sin cesar en su automóvil la retaguardia del frente Ypres-Commes, se estremeció ante la presencia en la atestada carretera de un grupo de enfermos mentales, liberados de un manicomio, vestidos con sus bastos uniformes de sarga marrón y sonriendo al vacío. El cabo Thomas Dunkley se sintió enternecido por el espectáculo de dos niñas gemelas, de unos seis años, que llevaban unas cuidadas blusas blancas y faldas a cuadros escoceses. Dunkley, hombre de instintos familiares, que tenía también un hermano gemelo, se acercó a ellas abriéndose camino entre la multitud, para dirigirles unas palabras. La vergüenza y la miseria de la guerra se hicieron patentes para él de un modo tan repentino como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Aterrorizadas al notar su presencia, las niñas extendieron sus manos y retrocedieron con expresión de espanto.
Podían contemplarse también escenas que llenaban a los hombres de profunda indignación. Al norte de Steenvorde, ya dentro del perímetro de Dunkerque, el sargento Leslie Teare observaba unos pequeños refugiados que caminaban por una calle de un pueblo desierto. Se trataba de un niño de unos ocho años, que llevaba cogida de una mano a su hermana menor. Con la otra ni rastraba su equipaje, metido en una caja anaranjada con ruedas.
De súbito, apareció en el cielo un caza alemán y las balas martillearon el pavimento.
Cuando Teare abrió los ojos de nuevo, el avión y los niños habían desaparecido. Los buscó con avidez. A los pocos segundos, ambos niños aparecieron en la cuneta y, con dignidad e indiferencia supremas, continuaron su solitario camino. Veinte años más tarde, Teare aún recordaba aquella escena:
—Nunca pensé que se pudiese odiar con tanta intensidad como odié en aquellos instantes al piloto del caza.
También los animales inspiraban piedad. La compañía del cabo William Cole-Winkin había recibido órdenes concretas: libertar a todos los canarios y loros que se encontrasen en las casas abandonadas. Otros actuaban por su cuenta. El soldado Jack Hampson, del regimiento Border, ordeñó la totalidad de las vacas que encontró en una granja abandonada y después, una por una, las fue matando a tiros. Recordaba con emoción su propia granja, denominada «Top of the Brow», allá en su Lancashire nativo. Por ello, quiso evitar el sufrimiento del ganado en caso de que, durante días, no pasase por allí otro buen samaritano.
Y no había que olvidar a los perros. Los desgraciados animales, hambrientos, temerosos, aparecían por todos los rincones y seguían con su fidelidad característica a cualquier soldado que se mostrase amable con ellos. Al cabo Eric Stocks, del regimiento de Manchester, se le encogía el corazón al contemplarlos. Durante tres semanas había llevado en sus brazos a Tippy, un cachorro hembra de pastor alemán, con la cola moteada de blanco. Aquel día, al pasar por Poperinghe, Stocks había perdido contacto con su unidad. El contacto del animalillo, que le parecía un símbolo de buena suerte, le animó a continuar solo la marcha. A primera hora de la mañana, se detuvo en una granja para calentar el chocolate del cachorro. Luego reanudó su marcha de treinta kilómetros hacia Dunkerque y pudo comprobar con satisfacción que la simple presencia de la perra desarrugaba el ceño de los refugiados, que le sonreían y agitaban las manos. Tan pronto distinguían la cabeza de Tippy asomando por la abertura de su mochila, los granjeros franceses le saludaban exclamando:
—Voilá la petite chienne!
El capitán Edward Bloom, el apuesto e inmaculado oficial de transportes, tuvo que enfrentarse con un problema de vastas proporciones. Había celebrado su cumpleaños, como ya sabemos, con un baño caliente. Después se había ido a cenar con el médico de la localidad. Decididos a emprender la fuga, el doctor y su esposa le hicieron saber que en su pequeño coche utilitario no cabía Hugo, el enorme dogo belga de su propiedad, que durante toda la velada había yacido a los pies de Bloom, lamiéndole la mano, la piedad se apoderó del corazón de Bloom y se comprometió a cargar con Hugo. En tanto él y el enorme perro se dirigían hacia el norte en el coche oficial, Bloom ignoraba todavía que su destino era Dunkerque.
Todo era distinto en la línea de fuego. Los hombres no disponían de tiempo ni para sentir piedad unos por otros. A la luz incierta del amanecer, John Warrior Linton, tumbado sobre el terraplén del ferrocarril, había distinguido las primeras patrullas alemanas que se deslizaban con cautela entre la hierba húmeda, tan crecida que podía ocultar a un hombre hasta la cintura. Dichas patrullas estaban compuestas por dos soldados, equipados con un uniforme verdoso y pesados cascos de acero, y por un hombre más que avanzaba con un ligero retraso. Linton se explicó pronto el porqué de aquella formación. Si el enemigo disparaba contra los dos que iban en cabeza, el que los cubría podría devolver el fuego y retroceder para informar a los mandos.
Linton seguía disparando. Entre él y la total aniquilación se interponían tan solo seis peines de municiones. Había pedido más munición al sargento Adams, que se encontraba unos metros más arriba, pero este se encontraba en las mismas circunstancias. La situación parecía desesperada. Linton no pudo contenerse más. Gritó:
—¿Qué esperan que hagamos cuando lleguen los alemanes? ¿Morderles?
Se consoló ante el pensamiento de que la mayoría de los hombres que se encontraban a su lado debían sentir lo mismo que él. La noche anterior, mientras limpiaban y engrasaban sus fusiles, Raygo King se había mostrado franco con él.
—Esto se pone feo. Si logras volver a casa y yo me quedo, ve a ver a mi madre… Si eres tú el que paras una bala, yo me encargaré de visitar a tu familia.
Linton había intentado mostrar más confianza de la que, en realidad, sentía.
—Por poca suerte que tengamos, volveremos los dos.
Sin embargo, aquellas palabras las había pronunciado antes de que el mayor David Colvill les anunciase que aquel frente era su última posición.
—Debéis luchar hasta el último hombre y hasta el último cartucho —dijo.
Unas patrullas alemanas habían seguido a la primera. No obstante, el frente continuaba aún sumido en un silencio solemne, Linton comprendía que no podía durar mucho. Y, en efecto, alrededor del mediodía, las explosiones comenzaron a conmover la quietud del valle. Después de pasar sobre las cabezas de los hombres el silbido de los proyectiles, se convertía a sus espaldas en grandes humaredas, cada vez más cercanas. Por fin, la vía del ferrocarril saltó hecha pedazos.
No sintió el menor dolor. Ni siquiera notó cómo la metralla penetraba en su carne. Se vio invadido por una curiosa sensación de mareo, como si se hallase inmerso en un torbellino desconocido. Intentó levantar la cabeza y colocarla sobre la vía del ferrocarril. Le constaba que las cosas iban peor que nunca. Segundos antes, había visto como Raygo caía al suelo en el instante en que un proyectil estallaba junto a él. De modo instintivo, se miró las piernas y distinguió las agujas de la metralla clavadas en sus rodillas a través de la ropa del uniforme. El dolor seguía sin hacer su aparición. Dos soldados, cuyos nombres desconocía, se acercaron a él dando tumbos. Linton les apuntó con su fusil para obligarles a detenerse:
—Id a ver antes cómo se encuentra Raygo.
Lógicamente, los dos hombres jamás habían oído aquel apodo infantil:
—¿Quién es Raygo, cabo?
—¡Por amor de Dios! Se llama King. Id a echarle un vistazo.
Cuando los sanitarios volvieron a él, Linton adivinó que su viaje había sido inútil. La metralla se había clavado profundamente en la nuca de Raygo.
Por unos segundos la consciencia volvió al cerebro de Linton para hacerle vivir una eterna agonía de recuerdos y de palabras pretéritas. Se dio cuenta de la total inoperancia de los pactos y las promesas cambiadas con su amigo. Ahora ya nada, ni siquiera su dolor, podía ayudar a Raygo. Quizá con el tiempo su pena llegara a atenuarse, pero le parecía que jamás sería capaz de borrar de su mente el recuerdo de aquellas tardes de sábado que pasaron junto al molino, o caminando sobre la blanca hilera de piedras que bordeaba el río, o trepando a los tupidos árboles, o encendiendo un fuego para cocer unas patatas… Algunas veces, Daisy, el bulldog de pura raza, les había acompañado. Dolía demasiado pensar en todo aquello…
Los dos hombres que atendían a Linton comprendieron que el cabo debía ser trasladado al puesto de socorro del regimiento sin perder un segundo. Inclinándose sobre él, le despojaron del cinto, las cartucheras, la mochila y la cantimplora y le desabrocharon el cuello de la guerrera.
En cuclillas, buscando la mayor protección posible, el pequeño grupo se puso en marcha. Atravesaron la huerta de una pequeña casa situada junto a la vía férrea, penetraron en su interior y, tras desechar la oferta de vendas limpias que les hizo la anciana propietaria francesa, salieron al jardín delantero. Por fin, se refugiaron en la cuneta de la carretera, parcialmente inundada por el agua de las lluvias.
Al otro lado de la carretera y por encima del sucio aliviadero de las aguas, Linton distinguió la granja en la que se había instalado el puesto de socorro. De pronto, ante su sorpresa, surgió la figura de un oficial en la cuneta del otro lado. Su orden fue terminante:
—¿Es que no os habéis enterado de las órdenes que hay respecto a los heridos? Dejad a ese hombre y volved a la línea de combate.
Quienquiera que fuese, el oficial tenía razón. En el sector de Linton, el frente de la brigada entera se derrumbaba. Respecto al resto del regimiento, cada compañía había sido aislada de las demás. El comandante mayor Rupert Conant había muerto. A su vez, el segundo comandante, coronel Ernest Whitfeld, había sido evacuado del frente, tras haber resultado herido. En el flanco izquierdo, el 8° Royal Warwicks se desmoronaba con rapidez y el batallón de ametralladoras Gordon Highlanders dejaba de existir para siempre.
Horas antes, el general Harold Franklyn, en un último intento de coordinar la batalla, había dicho al general Brooke:
—Estoy preocupado por la brigada 143. Han cedido terreno y les están presionando brutalmente.
Los alemanes habían cruzado ya el Canal en las cercanías de Comines, penetrando más de un kilómetro a partir de la otra orilla, mientras seguían hostigando por la retaguardia a la unidad de Linton.
Como es natural, Linton no estaba enterado de todo aquello. Sin embargo, cuando los hombres le abandonaron para regresar a la línea de fuego, su pensamiento funcionó con rapidez. La tragedia de la que Raygo y él habían intentado protegerse, les había alcanzado. A pesar de no sentir ningún dolor ni padecer siquiera pérdida de sangre, Linton estaba lo suficientemente herido para que se prescindiera de sus servicios en el cruento sacrificio de la guerra. De súbito, le asaltó un extraño pensamiento:
«Si caigo en manos de un médico, no me dejará volver. Los médicos formulan juramentos profesionales y tienen que cumplirlos. Dos hombres se han arriesgado a un consejo de guerra para salvarme. Tengo que volver».
Centímetro a centímetro, arrastrando las piernas por la cuneta encharcada, avanzó hacia el frente. Al cabo de un tiempo que le pareció interminable, se encontró en el camino que cruzaba la carretera y que conducía a las granjas cercanas a la vía del ferrocarril. Colocó ambas manos en el borde de la cuneta e intentó incorporarse. Volvió a caer. Desde algún lugar cercano, sonó el tableteo de una ametralladora y sobre el camino se levantaron pequeñas y rápidas tolvaneras de polvo.
Pasaron los minutos. De nuevo Linton trató de incorporarse y, una vez más, como si se tratase de un movimiento reflejo, la ametralladora disparó. Permaneció de bruces en la cuneta, exhausto, con las piernas insensibles abiertas detrás de él, pero aliviado ya por una repentina esperanza que se apoderó de todo su ser. Desde el otro lado de la carretera, sonó la voz familiar del cabo Norton, que había servido con él en la India:
—Si vuelves a intentar subir a la carretera, vas a recibir un regalito.
Con lágrimas en los ojos, solo pudo pensar: «¡Por fin hay un amigo dispuesto a echarme una mano!»
Los socorros estaban cercanos, no solo para Linton sino también para todos los hombres del frente Ypres-Comines Canal. Preocupado por el informe de retiradas del general Franklyn, el teniente general Brooke no perdió un segundo en dirigirse al puesto de mando del mayor general Harold Alexander, en Lille.
Brooke insistió en que Alexander le dejase tres batallones para reforzar el sector de Linton.
—Si rompen la línea —dijo—, estaremos definitivamente perdidos.
Alexander actuó sin demora. Ordenó que los tres batallones de choque de su 1.a División, el North Staffordshire, la famosa unidad de Highland, el Black Watch y el 3.er Grenadier Guards, antiguo batallón de Lord Gort, pasaran sin demora al mando de Brooke.
No había tiempo que perder. El mayor Allan Adair, el apuesto y valiente comandante de los Grenadiers, se encontraba con su batallón cerca de Ploegsteert cuando le llegó la noticia. Cansado y hambriento, el batallón entero se había alineado para recibir la primera comida caliente que veían desde hacía días, un suculento estofado de pollo preparado con especial cuidado por el teniente de cocina Fred Turner. Después de haber cambiado unas palabras al borde de la carretera con el general Franklyn, Adair cambió sus planes. El frente de Ypres-Comines Canal era el punto neurálgico que aseguraba la firmeza del perímetro de Dunkerque, a unos cuantos kilómetros al norte. Si los alemanes rompían la línea y alcanzaban Ypres antes que el grueso del B.E.F., podrían llegar asimismo a Dunkerque antes que los británicos.
Adair se dirigió al teniente Turner:
—Fred, retira la comida. No tenemos tiempo.
Turner intentó convencerle de que los hombres estaban hambrientos.
—No tardarán más de diez minutos en liquidarla. Adair se mostró inflexible.
—Tenemos que emprender la marcha inmediatamente —dijo—. Tú tienes que llevar los camiones a Dunkerque. Temo que entremos en una acción muy dura y no constituirían más que un blanco.
Si la tradición de los Guards era aceptar órdenes sin la menor protesta, los Grenadiers no se quedaron atrás. Aislados de su división y de su brigada, los hombres de Adair tenían en perspectiva una marcha de quince kilómetros, a través de campos llenos de abrojos, para dirigirse hacia un enemigo cuya fuerza desconocían y que actuaba en terrenos que jamás habían pisado. Y, no obstante, la orden no levantó un solo murmullo entre las nutridas filas, que comenzaron a avanzar en silencio y a paso vivo, bajo la luz incierta del atardecer, como si estuviesen realizando un ejercicio de entrenamiento en Pirbright Heath, en Surrey. El rico aroma del estofado de pollo se había disipado de su olfato como un sueño irrecuperable.
Tristemente, el oficial de cocina Turner y sus sesenta hombres se retiraron a un bosque vecino y se comieron los pollos. Cada bocado que se llevaban a la boca semejaba atragantárseles en el gaznate.
Adair había tenido razón. La cuña que los alemanes habían forzado en el sector de Linton era vital y, aun cuando el general Brooke había obtenido la ayuda de otra brigada de infantería y de toda la artillería pesada del 1.er Cuerpo de Ejército para reconquistar el terreno perdido, la acción iba a ser en extremo difícil. Tan pronto como los Grenadiers de Adair llegaron al frente de Ypres-Comines Canal, se encontraron ante una escena que les templó la sangre y les hizo palpitar el corazón con fuerza. A favor del resplandor de las llamas de Comines, distinguieron las siluetas de los hombres del Black Watch, resistiendo a duras penas con las bayonetas caladas.
El cabo Karl-Heinz Neumann, de veinte años, encargado de cubrir con su ametralladora el primer asalto de los alemanes, estaba pensando que, en pocos minutos, las cosas habían adoptado un cariz bastante desfavorable. Aquella mañana, cuando avanzó la infantería llevando consigo los tablones que habían de facilitarles el paso del Canal, los germanos se habían imaginado que la operación sería tan sencilla como un paseo militar. La ametralladora pesada de Neumann refrigerada por agua, había funcionado sin interrupción, a un promedio de 400 disparos por minuto. Había corrido la voz de que los ingleses se retiraban a nuevas posiciones, situadas a más de un kilómetro, y en el campo alemán se hallaban todos convencidos de que los tablones serían utilizados para ganar la otra orilla del Canal.
Sin embargo, al caer la noche, el miedo y la confusión se habían enseñoreado de ambos bandos. Hombres que Neumann conocía muy bien procedían a una fuga desordenada y se preparaban para cruzar de nuevo el Canal. Se decía que más de cuarenta hombres y dos oficiales habían muerto en la acción. A los pocos segundos, la verdad se hizo patente. Los cascos de acero de los tommies se distinguían a cincuenta metros de ellos. Neumann tomó su ametralladora y emprendió la huida bajo el peso de 30 kilos de su trípode.
Poco a poco, los Grenadiers obligaban a retroceder a los alemanes. Pero era un trabajo duro. En el primer choque cuerpo a cuerpo, había caído más de cien hombres. Y lo que era peor, ninguna de las tres compañías de ataque disponía de los útiles necesarios para cavar trincheras. La compañía del capitán Stanton Starkey, para protegerse de algún modo, tuvo que refugiarse en el canalón de riego de un campo y darle mayor profundidad a golpe de bayoneta. Durante todo aquel día, los alemanes insistieron en sus ataques mediante bombardeos intensivos de los morteros, que paralizaban a los Grenadiers. A ellos seguían asaltos en grupos formados por veinte soldados de infantería, desplegados en forma de una punta de flecha.
Los hombres de Adair adoptaron la rutina acostumbrada. Esperaban a que se acercasen los alemanes para poder distinguirlos con detalle y abrían fuego a discreción contra ellos, como si se tratase de conejos. Después, cuando descendía como una cortina de fuego la represión de la artillería alemana, se cubrían con rapidez.
Una vez…, dos…, tres veces. Los alemanes arremetían sin interrupción. En el calor asfixiante, el capitán Stanton Starkey no podía comprender por qué llevaban todos el abrigo puesto. Le parecía que estaba contemplando un viejo grabado de la guerra de Crimea.
Desde las líneas alemanas, Karl-Heinz Neumann observaba el desarrollo de las operaciones con muda desesperanza. Desde que comenzó la contienda, había pensado que su regimiento, el 176 de infantería, se tomaba aquella guerra como si fuese un simple ejercicio de maniobras. Incluso ahora, los oficiales paseaban confiados entre sus tropas, con sus cintos de cuero brillantes y sus relucientes botones plateados, que parecían reclamar escandalosamente el fuego de los británicos. Junto a Neumann, el teniente Georg, comandante de su compañía, se mantenía en pie, siguiendo tranquilamente la batalla con sus anteojos. Como el resto de los oficiales alemanes, creía que no merecía la pena buscar protección alguna.
Caro pagaron aquel exceso de confianza. Minutos más tarde, Georg caía hacia delante al alojarse en su pecho la bala de un Grenadier. Soldado hasta el fin, se sintió aún obligado a informar de su desgracia a la compañía. En un silencio expectante, sus hombres contemplaron su lucha por ponerse en pie. A pesar de encontrarse cubierto de sangre, lo logró.
—El teniente Georg comunica su muerte en acción (Oberleutnant Georg meldet sich ab, tot) —dijo.
Se llevó la mano a la frente, saludó y cayó al suelo, ya cadáver.
Los Grenadiers de Adair se encontraron, sin embargo, en una situación desesperada. Las municiones escaseaban de modo lastimoso. El aislamiento de los últimos dieciséis días y las carreteras cortadas habían dificultado los suministros. A partir del amanecer del martes, día 28 de mayo, la constante huida de los refugiados hacia el norte completó la total confusión.
No había forma de hacer llegar la escasa munición desembarcada en Dunkerque, antes de que los alemanes inutilizasen el puerto, a los hombres que más la necesitaban. Al iniciarse la batalla, cada uno de los Grenadiers había sido dotado con cien peines de balas. Después de quince horas de batalla, apenas disponían de uno por cabeza y de alguna granada de mano.
En tanto esperaban la nueva oleada germana, el capitán Starkey y su compañía, debilitados por el hambre, decidieron abrir un barril de sebo crudo y alimentarse a bocados con aquel producto pestilente.
Solo quedaba una solución posible. En el puesto de mando del batallón de Alian Adair, una granja situada a un par de kilómetros de distancia, quedaba aún munición suficiente para resistir. El teniente Edward Ford, oficial de carros blindados, intentó una arriesgada maniobra. Recogió a los heridos en su tanque y avanzó con dificultad por el campo, dirigiéndose hacia el puesto de mando. Apenas había iniciado la marcha, cuando el carro, alcanzado por un proyectil enemigo, quedó envuelto en llamas. Los heridos tuvieron que ser extraídos en breves segundos. Ford continuó su viaje a pie.
Al llegar al puesto de mando, encontró al mayor Adair poniendo en práctica la tradicional devoción de los oficiales del Guards hacia sus hombres: vendaba las heridas a un cabo de su unidad. Extremadamente cortés, aun en los momentos de apuro, saludó a Pord como si se encontrasen en una velada diplomática:
—Mi querido amigo, ¡qué agradable volver a verle…! ¿Tiene usted tiempo de tomar una taza de té?
Ford no tenía tiempo para ello. Bastaron unos minutos para que los soldados de intendencia cargasen de municiones otros dos carros blindados y, al cabo de un cuarto de hora, Ford regresaba junto a sus apurados Grenadiers.
Con alegría manifiesta, Starkey y sus hombres se abalanzaron sobre las cajas de municiones. Al abrirlas, un escalofrío de amarga decepción corrió por la espalda de todos. El oficial de intendencia, acuciado por la rapidez que le había exigido Ford, había cargado, en su mayor parte, munición de calibre inferior a los fusiles de los Grenadiers. Sin embargo, Starkey había observado a lo largo de la acción un hecho muy significativo. Los alemanes, muy adictos a los programas preestablecidos, ejecutaban siempre el mismo trámite en las distintas fases de la batalla. Para mantener a los Grenadiers clavados en sus trincheras, lanzaban primero una cortina infranqueable de fuego de mortero, obedeciendo a la señal de un proyectil que dejaba en el cielo un rastro parecido al de los cohetes «Very», utilizados por los ingleses: rojo-blanco-rojo. Después, mientras los Grenadiers se apretujaban contra la tierra y se tapaban los oídos, los alemanes ordenaban el alto el fuego por medio de otro cohete de colores inversos al anterior, blanco-rojo-blanco, que, al mismo tiempo, servía de indicativo a la infantería para lanzarse al ataque.
Ya muy mediada la tarde, Starkey decidió tentar su postrera oportunidad. Cuando los alemanes aparecieron una vez más después de cesar el fuego artillero, levantó su pistola y disparó un cohete que dejó un rastro rojo-blanco-rojo en el aire. La infantería alemana, llena de confusión, emprendió una rápida huida, mientras caía sobre ella una lluvia de bombas de mortero, como si fuesen ascuas de un brasero suspendido en el cielo. Con incrédula fascinación, Starkey contempló a los soldados asaltantes cayendo uno por uno.
De las avanzadas alemanas surgieron varios cohetes blancos, rojos y blancos con insistencia implorante. Al cabo de unos segundos, cesó el bombardeo. Los alemanes, recobrada su confianza, reiniciaron el asalto. Y una vez más, Starkey disparó el cohete y se renovó el bombardeo masivo.
Los alemanes se esforzaron en anular la orden de fuego artillero y lanzaron con insistencia sus cohetes, que dejaron en el cielo una huella roja y blanca, semejante a una traca de fuegos artificiales en el cumpleaños de un millonario. Al fin, como Starkey proseguía disparando, los alemanes renunciaron a insistir en su táctica y se retiraron apresuradamente. Poco más tarde, los morteros callaban.
Los Grenadiers habían ganado un tiempo precioso para todos los que se dirigían a Dunkerque, aunque nadie podía aún precisar si resultaría suficiente. La orden de Adair era concreta: mantener las líneas hasta las diez de la noche. Solo entonces podría pensarse en retroceder.
Mientras yacían en las trincheras, entre las primeras sombras del crepúsculo, los hombres abrigaban pensamientos extraños, casi etéreos. El teniente Edward Ford vació con toda deliberación sus bolsillos y colocó en el borde de la trinchera unas cuantas granadas, algunas balas y su bayoneta desnuda. Pensaba: «Si tiene que llegar el momento, que llegue, pero antes les daré una buena lección». Y Starkey, a un centenar de metros más allá, rumiaba en su interior: «Ahora, la distancia entre la vida y la muerte se ha reducido… Creía conocer bien a todos los que están aquí conmigo, pero, en realidad, no los comprendo en absoluto… Ya no es necesario cubrirse con un caparazón de formulismos… Nunca he sentido un mayor deseo de sinceridad que en estos amargos instantes…».
Un compás de espera se estableció en el sector. A las 10 de la noche, las compañías emprendieron la retirada hacia Messines. Más tarde, al pasar lista, Adair comprobó que había perdido nueve oficiales y 270 hombres. Pero la línea Ypres-Comines Canal había resistido. Las bajas producidas a lo largo del frente de doce kilómetros eran superiores a las mil.
En cuanto al sector sur de La Bassé Canal, el frente también se había sostenido, a pesar de que el número de bajas alcanzó proporciones escalofriantes. La 2.a División del general Noel Irwin, formada por 13.000 hombres, quedó reducida al contingente de una brigada, o sea, 2500 hombres. 90 soldados del 2° Regimiento Royal Norfolk fueron ametrallados por un piquete de ejecución, al mando del teniente Fritz Knoechlein. El 2.° Batallón de Infanteria ligera Durham pereció entre las llamas de un establo. Y el teniente coronel Rose-Miller, de los Cameron Highlanders, se retiró con más de 350 bajas, entre muertos y prisioneros.
No obstante, el ataque proyectado por Von Rundstedt, con sus cuatro divisiones «Panzer» partiendo de la retaguardia del frente Ypres-Comines para enlazar con la infantería de Von Bock y envolver así a los británicos en una bolsa semejante a una pinza de cangrejo, había sido rechazado.
Las fuerzas que se retiraban del frente se vieron forzadas a hacerlo por partes, divididas en pequeños grupos. En Festubert, donde se hallaba el 2.° Regimiento Dorset, al mando del astuto teniente coronel Eric Stephenson, la aviación alemana lanzó grandes cantidades de octavillas invitando a las fuerzas inglesas a la rendición. Los panfletos decían: ¿De verdad creéis esa tontería de que los alemanes fusilamos a los prisioneros de guerra? Stephenson no tenía la menor intención de comprobarlo. Al frente de sus 300 hombres, inició una marcha de setenta y dos horas, a través de acequias y canales. En una ocasión, hubo de esconderse con la totalidad de su tropa, en una zanja, a pocos metros de donde pasaba una lenta columna blindada alemana. El teniente coronel seguía a la cabeza de sus tropas cuando estas desfilaron en formación por el espigón de Dunkerque.
Pero los tipos como Stephenson, soldados profesionales endurecidos por años de servicio, no abundaban. A lo largo del frente del canal, sobre todo al sur y al este de Gravelines, los soldados aficionados no poseían más recursos que su desmedida voluntad de resistencia.
En realidad, uno de aquellos batallones no debía de haberse encontrado allí. Días antes, mientras se dirigía hacia el sur para consolidar el frente este del Canal, el general de brigada Nigel Somerset recibió un mensaje urgente, expedido por el Cuartel General: «Destaque un batallón para la defensa de Hazebrouck. Será mandado por el coronel Brown, agregado a este Cuartel General».
Avanzando penosamente por las carreteras en la más completa oscuridad durante las primeras horas de la madrugada, Somerset no tenía posibilidades de tomar contacto con ninguno de los batallones de choque de su brigada, la 2.a de Gloucestershire. En consecuencia, ordenó que el batallón de retaguardia de su columna, que podía actuar como una unidad separada de las demás, se encaminase a ponerse bajo el mando del coronel Brown. Se trataba del 1.° Batallón de los Bucks de Oxford y de parte del Buckinghamshire de infantería ligera.
Una vez dada la orden, Somerset se consoló pensando que aquellos soldados bisoños quedaban a salvo de cualquier eventualidad. El coronel del Cuartel General se encargaría de protegerlos.
En ciertos aspectos, la elección de Somerset estaba justificada. Hacía días que la radio especial de los alemanes había anunciado que las tropas seleccionadas para la defensa de Hazebrouck eran las mejores y más diestras de todo el Ejército británico. La ironía resultaba trágica. Dos horas de permanencia en Hazebrouck bastaron al batallón Bucks para darse cuenta de su verdadera posición. En primer lugar, no encontró el menor rastro del coronel Brown. El puesto de mando de combate estaba ya a punto de retirarse del convento en que se había instalado días antes, dejando en la estación un archivo de documentos confidenciales, entre los que figuraba el plan general de batalla de Lord Gort.
Los oficiales del puesto de mando entregaron a toda prisa el único mapa de la región a los defensores y explicaron al mayor Brian Heyworth que su misión consistía en defender el extremo suroeste del semicírculo de Dunkerque. Antes de partir, le anunciaron con orgullo que, días atrás, habían sido bombardeados por columnas de tanques.
Tras rápida ojeada a la ciudad, la situación de Heyworth se hizo patente. Con 500 hombres escasos, tenía que mantener las líneas en un frente de kilómetro y medio, que rodeaba aquella antigua ciudad amurallada. La mayoría de los componentes de la guarnición eran ordenanzas, soldados de enlace no combatientes, abandonados allí por el Cuartel General, y hombres que recibían entonces el bautismo de fuego. Muchos de los ordenanzas y soldados de enlace carecían de fusil y de municiones y tendrían que luchar con granadas de mano… o hasta con palos, si fuera necesario.
Tal como se desarrollaron los acontecimientos, pronto se vio que los temores de Heyworth eran justificados. En la conferencia que mantuvo con sus oficiales aquella misma tarde, estos se mostraron tan agotados que acabaron durmiéndose uno tras otro. Tres días después de llegar a su nuevo destino Heyworth había muerto. Resultó cazado por las balas de un francotirador al cruzar una calle. El general de brigada Somerset, al advertir que el Cuartel General se había equivocado, dio orden al batallón de que se retirase hacia Dunkerque. El mayor Elliot Viney, que había sustituido a Heyworth en el mando de la unidad, logró hacer llegar a su regimiento un informe exacto de la situación. De tal informe se desprendía con toda claridad que ya no cabía la esperanza de un posible retroceso.
Totalmente cercado por el enemigo, Hazebrouck se había convertido en el centro de una batalla de guerrillas. El general Von Kleist había dividido las compañías en pequeños grupos, que utilizaban tanques, artillería pesada y grupos de choque de infantería.
Cada uno de aquellos grupos aislados cumplió con su deber del mejor modo posible. Veinte años más tarde, el coronel Kurt Zeitzler, del Estado Mayor de Kleist, afirmaba:
—Se portaron como verdaderos valientes. ¡Eran hombres de acero!
Apostados en la casa de un guardabarreras, situada a la orilla del Canal, el teniente Amyas Lee y sus hombres, mataban el hambre gracias a una tarta de jengibre, requisada en una pastelería. Durante nueve horas, se dedicaron a liquidar a todos los motoristas y transportes de tropas que pasaban por la carretera. Los tanques proseguían su camino incólumes ante la impotente fusilería de Lee, más solo cuando se concentraron varios de ellos junto a la vía del ferrocarril y comenzaron a hostigarles, Lee y sus hombres evacuaron la posición.
Las calles principales de la ciudad aparecían bloqueadas por multitud de camiones, mobiliario, cajas de embalar y otros objetos. Los montones llegaban a alcanzar en ocasiones una altura de tres metros.
Por fin, a las tres de la tarde de aquel martes, Viney tomó una determinación heroica: había llegado el momento de intentar la retirada. Las municiones escaseaban, las compañías de fusileros emboscadas en las afueras de la ciudad habían sido barridas y el resto de las fuerzas dejadas por el Cuartel General había ido a buscar refugio en los sótanos del convento, ya que la mayoría de ellos continuaba sin saber disparar un fusil. Viney permaneció junto a sus hombres hasta el último instante. El soldado Sydney Grimmer, que antes de la guerra había trabajado como impresor en la empresa de Viney, recibió la visita de su mayor, que charló con él durante más de dos horas. Grimmer no podía explicarse el porqué de aquella larga conversación. Gravemente herido, moría horas más tarde en la misma camilla en que había permanecido mientras hablaba con su oficial.
Poco después, Viney recordaba las dos cajas de cigarros que había reservado el pasado mes de abril para celebrar el primer acontecimiento favorable de la guerra. Las tomó en sus manos y con ellas recorrió todos los puestos de resistencia de sus tropas. Al sentir el aroma de los «Coronas», mezclándose con el olor a sangre y a pólvora, Viney se mostró satisfecho. Por lo menos, aquellas dos cajas de puros jamás serían fumadas por los tripulantes de los tanques de Kleist. Decidió que se iniciaría la retirada a las cuatro de la tarde.
Su resolución, sin embargo, no pudo ser mantenida. A las 3:30 comenzó de nuevo el bombardeo. Los alemanes conocían ahora exactamente los alcances deseados y los hombres de Viney debían correr de un edificio a otro en busca de amparo. Atrapado en una casa en compañía de un centenar de sus hombres, Viney fue localizado por el artillero de uno de los tanques que pasó por la calle.
Al mismo tiempo que una granada penetraba por la ventana de aquella casa, Viney salió a la calle y rindió sus tropas.
El sitio de Hazebrock, que costó más de 300 bajas entre muertos, heridos y prisioneros, había concluido. No obstante, algunos de los hombres que defendieron la ciudad lograron huir. El teniente William Marshall, encargado de la defensa del hotel de la estación, recibió la noticia de la rendición con el tiempo suficiente para lograr atravesar las líneas alemanas por el este, en compañía de ocho soldados. El sargento Frederick Larkin recibió un mensaje algo más tardío: Diríjanse hacia el nordeste. El santo y seña en nuestras líneas es «cerveza y bolos». El segundo teniente Clive Le Nevé Foster tropezó con algunos artilleros en el terraplén del ferrocarril. Él y tres de los artilleros decidieron marchar hacia Dunkerque, sin saber siquiera dónde podía encontrarse aquella rústica ciudad.
Aunque eran escasos los barcos que poseían noticias concretas acerca de la operación, poco a poco fueron comprendiendo todos lo que suponía aquel viaje. Después de separarse a toda prisa del costado del buque nodriza anclado en Dover, el comandante Ralph Fisher anunció a la tripulación del H.M.S. Wakeful:
—Nos dirigimos a Dunkerque, para recoger el mayor número posible de hombres entre los 6000 que se encuentran cercados en aquella zona.
A los pocos minutos, un equipo de subalternos, a las órdenes del teniente Walter Scott, comenzaba a actuar, procediendo a la retirada de mesas y sillas de los comedores, a la preparación de grandes cantidades de chocolate y té y al acarreo desde las bodegas de garrafas de ron y hogazas de pan. A pesar de la diligencia de su tripulación, Fisher se mostraba preocupado. Su viejo navío, impregnado de petróleo, iba ya en exceso cargado. La adición de un contingente de hombres en la cubierta superior traería consigo un notable incremento del movimiento del barco. Sin embargo, la única solución que se presentaba a primera vista parecía demasiado aventurada para adoptarla sin más trámites.
Al igual que el resto de los destructores de su clase, el Wakeful disponía de dos instalaciones de torpedos a cada uno de los lados del pabellón de señales. Tal como Fisher contemplaba los hechos, el solo medio de disminuir el peso consistía en lanzar al mar las seis toneladas que suponían los torpedos, amén de las cargas de profundidad, almacenadas en los polvorines y en las cámaras de lanzamiento. De aquel modo, el Wakeful podría embarcar cien hombres más, y obtener, al mismo tiempo, la suficiente ligereza de maniobra para evitar convertirse en un fácil blanco para la «Luftwaffe».
Si Fisher se decidía a tomar aquella medida con rapidez, se presentaban bastantes posibilidades de éxito. Otros navíos debían de haber sido comisionados para efectuar la misma tarea. Si cada destructor encontraba cabida para 600 hombres, la evacuación podría completarse aquel mismo día. Desde luego, el riesgo sería considerable, ya que la operación no solo involucraba a los 150 hombres que constituían la dotación del navío, sino también a 600 hombres más, absolutamente desconocidos. En compensación, las horas de peligro se reducían considerablemente. En breve plazo podrían estar de regreso en Dover, con la misión cumplida.
A la 1:30 horas de la madrugada del 28 de mayo, Fisher tomó su solitaria decisión. Ordenó al oficial artillero:
—Preparen las cargas y los torpedos y dispárenlos… Infórmeme cuando lo hayan ejecutado.
En la tenebrosidad de la noche, el agua apenas acusó con unas burbujas la presencia de los proyectiles. Fueron pocos los miembros de la tripulación que se enteraron de lo que estaba sucediendo a bordo, mientras el navío navegaba hacia Dunkerque.
No todos los destructores habían tomado la misma medida que el Wakeful. En verdad, no les faltaban buenas razones para ello. El H.M.S. Codrington se encontraba ya frente a las costas de Bray Dunes, a cuatro millas de Dunkerque. El capitán George Stevens-Guille no sabía cómo proceder. Las órdenes se habían limitado a indicarle a que navegase a toda máquina hacia Dunkerque. Nada más. Siguiendo el ejemplo de otros barcos, envió una lancha para recoger las tropas en las playa y se dirigió a amarrar en el espigón este del puerto. A los lejos, sobre el espigón, distinguió a su viejo amigo, el comandante Jack Clouston, nombrado por Tennant jefe de operaciones de aquel muelle. Desde cubierta, Stevens-Guille gritó:
—¿Qué hay, amigo? ¿Qué pasa por aquí?
Clouston parecía encontrarse en posesión de un extraño buen humor.
—Nada, ya ves. Solo que hemos sido derrotados. Solo entonces, cayó en la cuenta Stevens-Guille de lo que sucedía.
El cerebro inquieto del capitán Tennant estaba ya rindiendo sus frutos. Clouston, en su calidad de jefe del espigón, ordenaba a los navíos que se fuesen acercando, mientras el comandante Renfrew Gotto conducía a las tropas que esperaban en el puerto por la estrecha pasarela. Poco más o menos a la misma hora, Ramsay recibía, en Dover, la noticia de que varios barcos de transporte de la Marina, convertidos en transbordadores y con cabida superior a 1000 hombres, se dirigían también hacia el espigón. Quedaba todavía, por tanto, una oportunidad de lograr evacuar a los 45.000 hombres previstos.
A bordo del Wakeful, el comandante Fisher se sentía bastante animado. Después de todo, su decisión de desembarazarse de los torpedos había resultado apropiada. El espigón del este no permitía más que el amarre de dieciséis barcos con marea alta y la operación de atraque entrañaba ciertas dificultades. Sin embargo, se llevó a cabo con toda felicidad, primero, por la proa, después, procediendo a girar el navío sobre su eje y logrando asegurar la popa con cables y cabos.
Aquella operación adquirió pronto el carácter de algo rutinario, al que en seguida se acostumbraron todas las tripulaciones. El rumor sofocado de las botas sobre los maderos del espigón… El estallido de los fusiles… El humo denso y pestilente que se elevaba por toda la ciudad entre llamas anaranjadas… Las oscuras columnas de hombres, que se perfilaban en la lejanía contra el resplandor de los incendios… Los soldados subiendo cariacontecidos a bordo, incapaces de pronunciar una palabra, sumiéndose con rapidez inaudita en un pesado sueño sobre la dura cubierta de acero. En menos de media hora, el Wakeful embarcó sus 600 hombres y se dispuso a zarpar del puerto de Dunkerque, a una velocidad constante de veinticinco nudos.
Fisher sufrió bien pronto una decepción. Acababa de llegar a Dover y amarrar de nuevo al costado del petrolero War Sepoy, cuando recibió un mensaje urgente de Ramsay: No había tiempo de repostar. Dentro de una hora, el Wakeful debía estar de vuelta en Dunkerque para tomar parte en una operación de rescate de 30.000 hombres. Por segunda vez, Fisher hubo de meditar si la decisión adoptada respecto a los torpedos iba, al fin, a producir buenos resultados.
En Dunkerque, a bordo del Sabre, el comandante Brian Dean hubiese deseado, por el contrario, que todos sus torpedos se encontrasen en el fondo del Canal. En aquellos instantes, el apuesto y fornido capitán, de roja barba, contenía el aliento, lleno de inquietud. Sin la menor oportunidad de disminuir el peso del resto de su navío, la carga en cubierta ascendía a más de 70 toneladas, representadas por 800 tommies, apretujados y exhaustos. Y había aún un problema mayor. El regreso de Dean había de discurrir por la ruta «Y» de Ramsay, es decir, suponía una distancia de 87 millas, vía Kwinte Bouy. Por otra parte, la marea estaba bajando y la posibilidad de encallar el Sabré, con 800 hombres a bordo, convertido en blanco fijo para los bombardeos enemigos, constituía una amarga perspectiva. Y, para colmo, la nueva pieza antiaérea instalada un mes antes no funcionaba a satisfacción.
Hizo lo único que era posible. Tan pronto como el Sabré llegó al Pass, navegando con exasperante lentitud, destacó a dos hombres a las bozas —pequeñas plataformas que sobresalían a cada uno de los costados del navío—. Desde el puente de mando, Dean aguzaba el oído para distinguir las voces de los dos marineros que, sonda en mano, anunciaban a gritos la profundidad de las aguas, como solían hacerlo los antiguos navegantes del Mississipí. Cinco brazas de profundidad… Cuatro brazas de profundidad… Tres brazas y media… Tres brazas y cuarto…
Dean se sentía envejecer por momentos. Entre el fondo del mar y la hélice del navío apenas quedaba una distancia de cuarenta centímetros. Por fortuna, percibió pronto la voz de los sondistas que informaban de nuevo: Tres brazas y media…, tres brazas y tres cuartos, cuatro…, cuatro brazas… La tripulación en masa emitió un suspiro de desahogo. El Sabré había salvado los bancos.
A lo largo de las playas que quedaban a popa del Sabré, imperaba la más negra desesperanza. La concentración masiva de barcos y de tropas era demasiado grande y desorganizada para disfrutar de alguna probabilidad de éxito. El teniente comandante Mark Thornton, del H.M.S. Harvester, se encontraba desconcertado. Sin mapas ni cartas, las órdenes que había recibido consistían en seguir al destructor Mackay hacia Dunkerque. Inesperadamente, el Mackay había encallado en un banco de arena y Thornton, al no encontrar lugar apropiado para anclar, decidió poner su navío a favor de la corriente. Tras los largos minutos de angustia que transcurrieron hasta la llegada de la pleamar, Thornton dirigió su destructor pesado de 1300 toneladas al canal más profundo de la costa. Solo entonces pudo arriar sus botes para recoger a las tropas.
Y, sin embargo, la mayor parte de los problemas comenzaban precisamente entonces. El teniente Norman Parker, del Sabré, había experimentado ya aquellos inconvenientes. Cuando la motora del destructor, que llevaba a remolque un dinghy a vela, llegó a la playa, las tropas se dirigieron hacia ella como una estampida de animales furiosos. En tanto las pequeñas embarcaciones oscilaban con peligro de zozobrar en el asalto, Parker pasó el peor momento de su vida. Hubo de ordenar que se golpeara a los tommies con los remos.
La operación no era sencilla, incluso con tropas disciplinadas. El fogonero Arthur Parry, del dragaminas Halcyon, pasó tres largas horas a bordo de la lancha motora de su navío en lucha contra el salvaje alud de las tropas, que amenazaban con volcar la embarcación. Por fin, logró regresar a su barco, llevando a bordo los cuatro miembros de la tripulación que le habían acompañado y diecinueve tommies.
En el puente del Halcyon, el comandante Eric Hinton realizó un rápido cálculo mental y masculló unas palabras. A aquel paso, tardarían más de doce horas en cargar el barco.
Lo que más dificultaba la operación, como sabía muy bien el capitán Tennant, era la escasez de pequeñas embarcaciones, motoras, lanchas, botes salvavidas o cualquier otro tipo de unidades ligeras, capaces de navegar en medio metro de agua. Aquella misma mañana había insistido sobre el hecho ante el capitán Eric Bush, comisionado por Ramsay para que le informase sobre el desarrollo de la evacuación. El envío de embarcaciones ligeras era de todo punto necesario y urgente.
Algo se había obtenido ya en ese sentido. Dos semanas antes, la Oficina de Registro de pequeñas embarcaciones, dependiente del Almirantazgo, había iniciado un reclutamiento, aunque hasta entonces tan solo cuarenta se habían ofrecido a colaborar de manera no oficial. Aparte esto, Ramsay disponía de otras cincuenta embarcaciones movidas a mano, entre las que figuraban en primer lugar barcazas, remolcadores y lanchas de la base naval de Dover.
Contemplando impasible las aguas, tranquilas como un lago, del Canal, Ramsay escuchó el informe de Bush en silencio. Después descolgó el teléfono y llamó al almirante Tom Phillips, segundo jefe del Estado Mayor Naval de Londres. No obstante su fama de hombre violento y difícil, el Almirantazgo no se dejó impresionar por Ramsay. Como primera medida, el jefe de Estado Mayor Vaugham Morgan aconsejó al oficial de operaciones, Philip Martineau, viejo amigo de Ramsay:
—Aconséjele que no hable a Phillips en ese tono o perderá su puesto.
Quizá por intuir aquella disposición de ánimo hacia su persona, Ramsay pasó el teléfono a Bush y le invitó con toda cortesía:
—Será mejor que hable usted.
Phillips le escuchó unos segundos y preguntó:
—Bien, ¿cuántas embarcaciones desea? ¿Un centenar?
A Bush se le antojaba que nadie se daba cuenta todavía de la gravedad de la situación. Con voz entrecortada por la emoción, replicó:
—Señor, no deseamos cien embarcaciones. Opino que deben enviarse todas las que haya en el país, si es que queremos tener alguna probabilidad de éxito.
Para los hombres que se encontraban en el campo de operaciones, la urgencia preconizada por el capitán Bush constituía una simple manifestación de sentido común. En tanto la lancha del Halcyon regresaba de nuevo a las playas, el fogonero Arthur Parry dejó los remos unos instantes y se volvió a contemplar las tropas alineadas en la playa, como si se tratase de un oscuro rompeolas erigido sobre las arenas grisáceas.
—A toda costa —gritó—, impediremos que los jerries se apoderen de ellos.
El empeño en cumplir los objetivos previstos era compartido por todos. Pese a ello, a última hora de la tarde del 28 de mayo, casi a las cuarenta y ocho horas de iniciada la evacuación, el éxito de la misma resultaba en extremo hipotético. Tal como estaban las cosas, nadie, ni siquiera Gort, podía estar capacitado para predecir el ulterior desenvolvimiento de los acontecimientos.
El comandante en jefe del B.E.F. vagaba con tristeza por los alrededores de la abandonada villa de recreo que el rey de los belgas poseía en la costa, adonde había trasladado su Cuartel General desde La Panne, a nueve kilómetros de Dunkerque. Se encontraba tan desconcertado como cualquiera de sus hombres. Aquella villa había sido elegida como puesto de mando porque el cable submarino de comunicación telefónica con Dover afloraba a tierra en sus inmediaciones, ofreciendo contacto directo con Londres. En la práctica, sin embargo, las posibilidades que tenía Gort de ponerse en relación desde allí con sus fuerzas eran nulas.
Habían pasado ya dos días desde que habló personalmente, por última vez, con el general Brooke, comandante del 2° Cuerpo de Ejército y quizá tres desde su postrera conferencia con el general Michael Barker, del 1.er Cuerpo. La comunicación telefónica con el Cuartel General del Ejército francés y con el Cuartel General del ejército del noroeste se había interrumpido hacía más de once días. El personal del Estado Mayor de Gort se hallaba tan falto de información que cualquier referencia que se pudiese hacer sobre los mapas de operaciones correspondía a fechas considerablemente retrasadas.
No obstante, la situación resultaba, por desgracia, en extremo sencilla. Si bien un contingente de 50.000 hombres se encontraba ya dentro del perímetro de Dunkerque, quedaba un cuarto de millón más —la crema de cualquier futuro ejército británico— fuera del mismo. Y lo que era peor aún, los miles de hombres que formaban la retaguardia de aquel ejército en retirada habían sido dotados, por todo bagaje defensivo, con la misma instrucción militar que recibieron sus compatriotas en la Primera Guerra Mundial y con un armamento escaso e inadecuado.
Solo dos Divisiones, la 1.a del general Alexander y la 2.a del general Irwin, habían sido adiestradas de modo apropiado al comenzar la guerra.
Pocos hombres habrán experimentado en su vida una sorpresa mayor que la que recibieron los generales Harry Curtís y William Herbert, al mando de la 46 y 23 División, respectivamente, constituidas por obreros procedentes del norte de Inglaterra y los Midlands, vírgenes de cualquier clase de instrucción militar, cuando, a su llegada a Francia, fueron saludados por Gort con gran afecto:
—Señores, van ustedes a constituir para mí un refuerzo de incalculable valor.
Ante tales palabras, no era de extrañar que tanto Curtís como Herbert quedasen boquiabiertos. Las instrucciones que ambos habían recibido del Ministerio de la Guerra eran rotundas y concisas: dedicarse a servicios de transporte y a construir aeropuertos y fortificaciones hasta el mes de agosto y regresar después a Inglaterra para que sus hombres recibiesen una verdadera instrucción militar con objeto de devolverlos poco a poco a Francia, convertidos en verdaderos soldados.
Pero, tal como habían sucedido las cosas, Curtis y Herbert se encontraron, sin lograr oponer una excusa, con sus tropas convertidas en parte principal de la fuerza de combate. El equipo de aquellos 12.000 hombres estaba integrado por el siguiente material: 8 piezas antitanques de 8 pulgadas, 36 fusiles de repetición, 20 piezas antitanques de pequeño calibre, dos motocicletas y cuatro automóviles de turismo. Desde el primer día, carecieron de artillería, de medios de comunicación y enlace y de cañones antitanques.
Cosas parecidas habían sucedido en todo el Cuerpo Expedicionario. El zapador Thomas Marley, que cuatro meses antes era un respetable ciudadano particular, no había aprendido aún a cargar su fusil cuando desembarcó en las playas de Dunkerque. El 6.° Batallón del regimiento King’s Own Royal, al que pertenecía el sargento Sidney Tindle, había salido hacia Francia al igual que pudieron hacerlo los mercenarios del siglo XIV, a razón de un fusil por cada cien hombres. Un mes más tarde, entraban en combate con los tanques alemanes «Mark IV», armados en exclusiva con granadas de mano.
En la 70 Brigada de Infantería del general Philip Kirkup, que comprendía tres batallones Durham de infantería ligera, las tres cuartas partes de la tropa jamás habían disparado un fusil de repetición y tan solo una quinta parte del personal disponía de uno. Y cuando, al fin, llegó el armamento, embalado en cajas de madera y cubierto de grasa, se dieron cuenta de que no podían utilizarlo por falta de municiones.
Al norte de Ypres, mientras su diezmada unidad se retiraba hacia la costa, el teniente Walter James se encontraba en un momento apurado. A pesar de tratarse de un oficial del South Straffordshire, ni siquiera tenía a su disposición una pistola. De repente, un escuadrón de caballería belga, formado por caballos sin jinetes, pasó junto a ellos. James se vio sometido a la humillación de correr durante más de dos kilómetros detrás de aquellos animales, con la esperanza de obtener una de las pistolas que llevaban en las sillas. Como es lógico, los caballos tenían más resistencia que él y James, desmoralizado, abandonó la persecución.
En todo caso, que los alcanzase o no era indiferente. También James ignoraba cómo se disparaba un revólver. Como la mayor parte de los oficiales de aquel ejército, había recibido su instrucción en campos de adiestramiento al estilo de la Primera Guerra Mundial, en los que se prestaba casi exclusivamente atención a la guerra de trincheras y a principios periclitados de protección contra bombardeos artilleros.
Ahora, en medio de aquella pavorosa retirada, los hombres se movían como rodeados por una espesa niebla. Las compañías perdían contacto con sus batallones, los batallones con sus brigadas, las brigadas con sus divisiones. El capitán Geoff Gee, de los Leicesters, separado de su Compañía cerca de Armentiéres, se encontró de improviso con el coronel y los ayudantes de su Estado Mayor que, a su vez, se veían incapaces de localizar su Brigada y, menos aún, su Cuartel General. El coronel consoló a Gee, dándole unas palmaditas amistosas en la espalda:
—Mi querido muchacho, no sabemos siquiera dónde han ido a parar nuestras propias divisiones.
Algo semejante le ocurría al teniente general Alan Brooke, que seguía recorriendo, de punta a punta, el frente de Ypres-Comines. A pesar de que él sí conocía la posición de sus divisiones, al carecer de otros medios de comunicación, se veía obligado a pasar las órdenes a viva voz, de soldado en soldado.
Pero nadie actuó aquel día con mayor desconcierto que el sargento Sidney Tindle. En las últimas veinticuatro horas, el pequeño y avispado irlandés se había sentido desbordado por acontecimientos que excedían a su poder de comprensión… Primero, aquella batalla contra alemanes disfrazados de franceses… Más tarde, la fantástica retirada con sus hombres al amparo de infinitos vientres de corderos… Por último, la larga marcha a través de la noche oscura y ventosa, durante la cual había perdido a todos sus hombres. Al amanecer, Tindle se encontró, sin saber qué hacer y qué medidas tomar, en compañía de cuatro soldados desconocidos, en las alcantarillas de una ciudad de la cual ni siquiera conocía el nombre.
Agotado —en sus diecinueve años de servicio no había conocido nada comparable con aquello—, Tindle luchaba aún por mantener una fortaleza física que iba declinando con rapidez. Se dirigió con voz firme a sus compañeros:
—Aquí soy el sargento. Si veo que alguno de vosotros se dedica al pillaje, tomaré las medidas que juzgue oportunas. Ya podéis imaginar cuáles serán.
Los hombres reaccionaron con indiferencia, dispuestos a aceptar la autoridad de cualquiera que les ofreciese un plan de salvación. Siguieron dócilmente a Tindle hasta una panadería, en la que requisaron unos pedazos de pan duro, y después atravesaron la ciudad. La más larga columna de suministros que Tindle había visto en su vida se extendía durante kilómetros y kilómetros de carretera: cañones nuevos, cajas de municiones, camiones brillantes, recién salidos de fábrica. Una oleada de desesperación se apoderó de él. Aquel material nunca sería ya utilizado.
Tindle confesó a un sargento del regimiento Duke of Wellington, que encontró en su camino:
—Nos hemos perdido. Han quitado los indicadores de las carreteras y no llevamos ningún mapa.
El sargento parecía hombre complaciente:
—Únete a nosotros. ¿Cuántos hombres llevas?
Estuvo a punto de contestar que cuatro, pero volvió de modo instintivo la cabeza antes de hablar. Estupefacto, observó que ahora eran veinticuatro hombres los que le seguían —Borderers, Yorks y Lancasters, King’s Own Yorkshire y de otras unidades.
Fuera de sí, les gritó:
—¿De dónde diablos habéis salido vosotros? Largaos de aquí. No os necesito para nada.
Sin embargo, al comprobar que ninguno de ellos respondía una palabra, sino que permanecían inmóviles con aspecto de perros perdidos, Tindle se ablandó. Después de una larga pausa, dijo:
—Bueno, podéis quedaros. Pero os advierto que no tengo comida para ninguno.
Con amargo orgullo profesional, pensó que resultaba triste contemplar a un grupo de soldados bisoños en aquella situación. Muy despacio, la pequeña columna se puso en marcha, sin que ninguno de sus componentes supiese, a ciencia cierta, adonde se dirigían.
El sistema de comunicaciones que podía haber evitado muchas tribulaciones a los hombres, dejó de funcionar por completo aquel día. La retirada, en medio de una inacabable lluvia de acero, no contaba con otro medio de relación que el que solía utilizarse en la Primera Guerra, a base de cables conectados con tambores golpeados a mano, cuyas señales apenas podían percibirse más allá de un kilómetro. El oficial de enlace Anthony Noble, del 2° Regimiento de Lincoln, tenía en su poder más de diez kilómetros de cable cuando los alemanes invadieron Bélgica. Aquel día, retirada tras retirada, había perdido todo el material.
No constituyó, pues, una sorpresa para nadie, que el Lincoln «B», encargado del suministro a las tropas, se equivocase de ruta y quedase aislado del grueso del ejército, en el interior de las líneas enemigas.
Cerca de Flétre, a veinticinco kilómetros escasos de Dunkerque, el coronel Mollie Sharpin y 200 hombres del Royal West Kent realizaron el mismo trágico movimiento.
Y otros miles de hombres lograron escapar por verdadera casualidad. Al norte de Arras, el artillero Alfred Futter, de los Norfolk Yeomanry, que llevaba a tres heridos en un camión, se metieron en las líneas enemigas y fueron a chocar con un vehículo del Estado Mayor alemán. Cumpliendo el trámite obligado, el oficial enemigo les registró y ordenó:
—Volved al camión y seguidme.
Futter obedeció hasta el tercer cruce de carreteras. Al llegar a aquel punto, los alemanes torcieron a la derecha y él a la izquierda. Después de una carrera desenfrenada de más de diez horas en dirección al norte, encontró un puesto de socorro y una ambulancia que se dirigía a la costa.
Parecido fue lo que le ocurrió al conductor Leslie Jenkinson, quien, después de seguir al camión que le precedía, cerrando durante toda la noche la marcha de una columna de transporte, distinguió a la luz del nuevo amanecer, con el sobresalto consiguiente, que el vehículo que llevaba delante no era un camión, sino un tanque que lucía la esvástica alemana. Y el soldado Jack Boulton, de los Coldstream, hecho prisionero en Bachy, después de permanecer trabajando durante tres días en las cocinas del enemigo, logró huir y unirse de nuevo a los ingleses. Más tarde, en tanto caminaba hacia la costa, se preguntaba si aquella breve aventura le daría derecho a disfrutar del permiso especial que se concedía a los prisioneros de guerra liberados o fugados.
Los que caían en manos del enemigo tenían oportunidad de conocer y alternar con la oficialidad alemana. El sargento Snowy Mullins, de los Dorsets, capturado en Festubert, fue conducido al Cuartel General del comandante en jefe de la División, ante el que compareció en la cocina de piedra de la granja donde se había instalado el puesto de mando. Un oficial de alta graduación se dirigió a él:
—Tú perteneces a la 5.a Brigada de la 2.a División y habéis sufrido una seria derrota.
Mullins adoptó una actitud melodramática:
—Todo lo más que sacarán de mí será mi nombre y mi graduación.
Cuando el alto oficial comentó con benevolencia que aquello era todo lo que esperaban de él, Mullins levantó la mirada y distinguió en el rostro de su interlocutor una amplia sonrisa de simpatía. Más tarde, al pasar aquella cara de facciones enérgicas y afables a la primera página de todos los periódicos del mundo, Mullins la reconoció en el acto. Se trataba del mariscal de campo Erwin Rommel.
Las fuerzas de enlace motorizadas, que quizás hubiesen logrado evitar el caos, fracasaron también de modo rotundo. Hombres como el soldado Alfred Brooks, del 3.er Regimiento de Grenadiers, recorrían, muertos de fatiga y sin rumbo, centenares de kilómetros de carreteras polvorientas. El día en que Brooks llegó a Dunkerque, el dolor apenas le permitía abrir los ojos. Tras recorrer dieciocho mil kilómetros en tres semanas, se vio obligado, en las últimas etapas de su viaje, a frotarse los ojos con café molido para mantenerse despierto.
Al concluir la semana, las pérdidas sufridas por las fuerzas de enlace motorizadas ascendían a 200 hombres y no todas se debían, por cierto, a accidentes. Cerca de Bergues, el soldado Dennis Cartwright contempló una escena que le puso enfermo: una cuerda de piano, colocada por los alemanes de un lado a otro de la carretera, como si se tratase de una cinta de llegada a la meta, había cortado la cabeza limpiamente a uno de los soldados de enlace.
La mayor parte de los hombres hubieran podido dirigirse a Dunkerque con la ayuda de un mapa, pero los mapas eran allí tan raros como el trigo en el antiguo Egipto. El teniente coronel Peter Jeffreys, al mando del 6.° Batallón Durham, cuando se hallaba cercano a Arras, tuvo que rechazar la oferta de protección que le ofreció el capitán de un tanque, porque no se atrevió a separarse del mapa perteneciente a la unidad. En toda la 139.a Brigada de Infantería, que se encontraba ya en el interior del perímetro de Dunkerque, el oficial del Servicio Secreto, Wilfrid Mirón, era el único que poseía un mapa entre 2500 hombres.
Privados de todos los elementos de orientación, aquellos hombres actuaron lo mejor que pudieron. El conductor-mecánico Rowland Cole utilizó un compás y el mapa impreso sobre una octavilla alemana de propaganda para encontrar su ruta. El teniente coronel Alfred Lawe, del 2.° de Lincolns, localizó los canales que circundaban a Dunkerque por el característico resplandor que sobre ellos formaba el sol poniente. El mayor Cyril Barclay logró conducir hasta Dunkerque los pocos supervivientes del Cameronians gracias a un juego de mapas Michelin que había comprado, de modo providencial, por 4 libras y 10 chelines. Dieciocho meses más tarde, aún intentaba recuperar esa cantidad del Ministerio de la Guerra, el cual se limitaba a contestar a su reclamación que «las ordenanzas no prevén los gastos que pueda realizar un oficial en servicio activo para adquirir mapas de carreteras».
El ejército había sido bien provisto de mapas para permitir un avance ofensivo más allá de las fronteras belgas, pero la necesidad de poseer los correspondientes a la zona de retirada había quedado fuera de sus previsiones. Cierto que habían sido enviados con urgencia, y se encontraban ya en Francia, en los muelles de Dunkerque, donde habían sido desembarcados, la noche del sábado, por la motonave del servicio del Canal el Queen of Orleans. Pero era demasiado tarde.
A las cuatro de la tarde del martes, 28 de mayo, no quedaba tiempo para detalles de esa índole. Desde hacía cinco horas, Lord Gort se enfrentaba con un problema mucho más grave, que involucraba la vida de 25.000 hombres. A las once de la mañana de aquel mismo día, Gort había mantenido la última entrevista con el general Georges Blanchard, comandante del primer grupo del Ejército francés. Estremecido de horror, Blanchard había escuchado en silencio, de labios del teniente general Henry Pownall, del Estado Mayor de Gort, el texto del telegrama de Edén. Retirarse de Dunkerque resultaba descabellado e imposible. Él no había recibido orden alguna en tal sentido.
Le tocó el turno a Gort de mostrarse, a su vez, sorprendido. La decisión británica de retirarse y embarcar había sido comunicada por el Gobierno inglés al Primer Ministro francés, Paul Reynaud, y al general Máxime Weygand dos días antes.
Sin embargo, estaba claro que Blanchard no tenía la menor idea de aquello. Conservaba puesta su esperanza en la actuación de su artillería y confiaba en poder establecer una sólida cabeza de puente, que llegase hasta el río Lys, cincuenta kilómetros más al sur. Por otra parte, no veía posibilidad alguna de embarcar a sus hombres: el 1.° Ejército francés, a las órdenes del general Edmond Prioux, debía resistir a toda costa al suroeste de Lille.
La desesperación se apoderó de Gort. Los belgas habían quedado ya al margen de la lucha. El enemigo presionaba en el nordeste y en el suroeste, entre Cassel y Wormhoudt, avanzando sin interrupción. Si los franceses no se retiraban al mismo tiempo que los británicos, la acción conjunta de los aliados podía fracasar.
Los ingleses se proponían retirar de las orillas del Lys aquella misma noche e iniciar la marcha hacia Dunkerque. Por medio de Pownall, cuyo francés era más fluido, Gort suplicó a Blanchard:
—Le ruego, por el bien de Francia, por el bien del ejército francés y por la causa aliada, que ordene al general Prioux que se retire.
Fue aún más lejos. Dio por supuesto que el Gobierno francés pondría a disposición de las tropas algunos de sus buques. ¿No resultaría mejor para todos salvar al mayor número posible de soldados expertos que perder un ejército completo?
Los nervios se desataron de tal manera que el general de brigada Oliver Léese y Lord Bridgeman, que hasta entonces habían permanecido callados, se sintieron como intrusos en una discusión familiar. Decidieron abandonar lo más discretamente posible la habitación.
Pero Blanchard —como aún recuerda Pownall— no daba su brazo a torcer. Era un soldado leal a Francia y no había recibido órdenes de retirada. Con la cabeza erguida, lleno de solemnidad, preguntó a Gort:
—Concretemos. La cuestión debatida es esta: ¿Piensa usted marcharse sin nosotros?
Cuando Blanchard se despidió, tras una larga hora de infructuoso debate, la situación continuaba tan sombría como antes. Gort no podía, en modo alguno, suponer que Prioux y sus seis divisiones iban a ser capturadas por el enemigo aquella misma tarde, ni que el 3.er Cuerpo de ejército del general De la Laurencie considerase la resistencia como un estúpido suicidio. Bajo su propia responsabilidad, De la Laurencie y sus hombres retrocedieron hasta Dunkerque para luchar junto a los ingleses.
En aquellos momentos, Gort se encontraba ante un problema todavía más trascendente. En tanto desconociese en qué sentido iban a actuar los franceses, se encontraba imposibilitado de dar las últimas órdenes a las dos divisiones que luchaban con desesperación en el frente suroeste del Canal, la 48 del general Andrew Thorne y la 44, al mando del general Edmund Osborne. Gort ignoraba también que Hazebrouck había caído, pero sí le constaba que todas las localidades del frente este del Canal —Wormhoudt, Cassel, Ledrighem— se encontraban bajo una fuerte presión enemiga.
Faltaban muy pocas horas para que Gort retirase sus fuerzas a una nueva línea de defensa, que iba de Cassel a Ypres, pasando por Poperinghe, ocho kilómetros más cercana a Dunkerque y a la libertad. Sin embargo, a las cuatro de la tarde de aquel día, la posibilidad de que aquellas dos divisiones pudiesen llegar a gozar de dicha libertad era incierta en alto grado.
Perdida toda esperanza de salvación, los hombres del frente oeste se batían con heroísmo, amparados por barricadas improvisadas con carros y triciclos de niños, por cajas de embalaje, por muros formados con barro seco… En los bosques de Nieppe, el soldado Jack Evans y sus compañeros del Queen’s Own Royal esperaban con impaciencia los morteros de dos pulgadas que harían más factible la defensa. Un oficial les había comunicado que estaban al llegar y los oficiales solían estar bien informados. El artillero Frederick Pendar y su unidad, tras haber abandonado sus cañones de largo alcance, se refugiaron detrás de un parapeto improvisado con un carro y los aperos de labranza de una granja, armados con una ametralladora y dos cintas de municiones.
La situación era desesperada a todo lo largo del frente. El cabo Bill Chick y sus camaradas del West Kent tenían a su disposición, para impedir el paso a los alemanes, aparte sus respectivos fusiles, otro carro campesino y un rollo de alambre de espino. La mayoría había comprendido que el fin estaba muy cerca. El soldado John Feaveryear, del West Kent, aprovechó las pausas del combate para grabar su nombre en el barro de su trinchera, añadiendo debajo un sencillo in memoriam.
Para algunos de los componentes de aquellas fuerzas, la guerra se había convertido en algo estrictamente personal. En Wormhoudt, a unos veinte kilómetros al sur de Dunkerque, el cabo Thomas Nicholls, un joven artillero de antitanques del Worcestershire Yeomanry, protegido tras una barricada de pianos, se habían sentido invadido por una profunda inquietud durante todo el día. No es que hubiese todavía demasiados indicios de que las cosas marchasen mal, pero los pocos que iba captando resultaban suficientes. Tropas francesas ensangrentadas y sucias se filtraban de modo continuado a través de las líneas inglesas. Habían recibido, además, órdenes estrictas de cubrir las trincheras con hojas de ruibarbo, tomadas de los jardines de las casas, para proteger a la tierra desnuda de la mirada letal de los aviones alemanes.
Y para colmo de su desdicha, Nicholls y sus compañeros ni siquiera podían disponer ya de un vaso de cerveza. Reclinado tras su cañón de 2 pulgadas, Nicholls se veía forzado a permanecer vigilando el cruce de carreteras cercano a la gendarmería del lugar y el propietario de la tasca local se negaba a servir cerveza fuera de su establecimiento. Puesto que las circunstancias presentaban tan mal cariz, el cabo quiso asegurarse un pequeño suministro de botellas, para el caso de que fuera preciso iniciar una retirada.
Nicholls ignoraba que Wormhoudt se encontraba rodeado por completo. Se sentía aún molesto por el recuerdo de una conversación que, días atrás, había sostenido con un campesino francés y su esposa, cuando su unidad se retiró de Béthume. La esposa del campesino le había reprochado:
—Cuando ustedes, los ingleses, vinieron a nuestro país, les recibimos con flores. Creíamos que se quedarían con nosotros para compartir el fuego de nuestros hogares. Y, ahora, a los diez días, salen ustedes corriendo…
Nicholls, rojo de vergüenza, solo pudo contestar, con la patética dignidad tan propia de sus veinticinco años:
—Nous reviendrons. (Volveremos).
Él estaba convencido de que así ocurriría. ¿No aseguraba, acaso, uno de los veteranos de su unidad que aquellas retiradas eran una simple estratagema para formar un frente sólido desde el cual reanudar la ofensiva?
De súbito, en la llanura iluminada por el sol, Nicholls y sus hombres distinguieron una columna de tropas francesas que, en formación de a cuatro, pasaban por detrás del flanco derecho de la granja. A los pocos segundo, el sargento mayor de la batería, Danny Ireland, dejó caer sus prismáticos y gritó:
—Cuidado, muchachos. Son jerries.
Sin perder un instante, hizo sonar su silbato. Sin embargo, los alemanes, que se habían detenido a descansar sentados en unos troncos, actuaron con mayor rapidez. Cierto que, con la primera descarga de una ametralladora «Lewis», cayeron unos cuantos, pero la mayor parte de ellos corrieron en busca de la protección del bosque o de la misma granja. Ahora, por consiguiente, el blanco era esta última y hacia ella dirigió Nicholls el punto de mira de su cañón antitanque de 2 pulgadas.
De pronto, Nicholls se sobresaltó. De los bosques que se alzaban frente a él y, por lo tanto, al alcance de su tiro, surgieron dos enormes tanques alemanes, «Panzer Mark IV». Aunque aquellos bisoños soldados lo ignorasen, las fuerzas contra las que estaban luchando constituían la crema del Ejército alemán. Se trataba del 19 Cuerpo Blindado del general Heinz Guderian.
Nicholls no vaciló. Con inusitada presteza, apuntó su pieza al frente, calculó una distancia aproximada de 1000 metros y disparó. Mientras el cañón de 2 pulgadas se estremecía aún con el retroceso, el tanque que abría la marcha estalló en mil pedazos, cubierto por una espesa cortina de fuego. El primer pensamiento que acudió a la mente de Nicholls, al contemplar el tanque en llamas, fue: «¡Dios mío, le he dado!» Y acto seguido: «Si la mujer de aquel campesino pudiera vernos ahora…».
Y entonces sucedió algo inesperado y extraño. Muy extraño, porque el parte meteorológico de aquel día había anunciado buen tiempo seguro. En el viejo cháteau de Wormhoudt, el general James Hamilton, comandante de la 144 Brigada de Infantería, se había resignado ya a aceptar el desastre. Sus tropas se hallaban cercadas en toda la extensión del frente. Su propia brigada y su Cuartel General, así como el 2.° Batallón de Warwicks del mayor Peter Hicks, se encontraban aislados en el mismo Wormhoudt. En los alrededores de la población, Tom Nicholls y sus compañeros del Worcestershire Yeomanry y el 8.° Batallón de los Worcesters se encontraban también en el interior de la gran bolsa formada por el 1.er Cuerpo de Guderian. Y más al sur, en las cercanías de Lodringhem, el 5.° de los Gloucester, al mando del coronel Buxton, padecía análoga suerte.
Aquellas unidades habían sido destinadas a cubrir un sector vital en la retaguardia del frente del oeste. Su misión primordial consistía en impedir el avance de los alemanes hacia Dunkerque, a fin de dar tiempo al resto de las fuerzas aliadas para llegar a la costa. Ahora parecía que la recompensa a su sacrificio iba a consistir en una aniquilación total.
Todos los documentos oficiales se habían ya convertido en montones de cenizas grisáceas en la chimenea del puesto de mando de Hamilton. Después de quemar sus archivos, el general de brigada, hombre profundamente religioso, se sintió en la necesidad de suplicar la ayuda de Dios. Dejó el cuarto de estar del cháteau, cuyo silencio absoluto rompía tan solo el tictac de un reloj de bronce dorado, y rogó a sus oficiales que no le molestasen durante unos minutos. Su oración fue sencilla, propia de un hombre que se dirige a Un viejo y querido amigo: «Mira, Señor…, atiéndenos unos instantes, necesitamos tu ayuda…»
Minutos más tarde, recibió la respuesta. El rugido de unos truenos parecieron desgarrar los cielos. Por el horizonte, comenzaron a asomar negros nubarrones, amenazadores, inmensos. A las cuatro de la tarde, una blancuzca cortina de lluvia inundaba los campos de batalla del norte de Francia.
Media hora después, Tom Nicholls y el resto de su unidad, calados hasta los huesos, montaban a un camión y partían con la satisfacción de haber realizado un buen trabajo. Habían logrado la increíble marca de 22 tanques destruidos. Cerca de Wormhoudt, el general Heinz Guderian, comandante en jefe del 19 Cuerpo de Ejército alemán, dictaba en aquellos precisos instantes su diario de campaña: El comandante en jefe opina que, en el futuro y a la vista del severo castigo infligido al 3.er Regimiento Blindado durante el contraataque, deben evitarse los sacrificios inútiles.
El 2° Batallón de los Warwicks, reducido a 70 hombres, procedía asimismo a efectuar su retirada rodeados por un mundo fantasmal, en el que la lluvia borraba los contornos de los seres y las casas en llamas arrojaban fogonazos y centellas rojas hacia el cielo. El capitán Edward Jerram jamás podría olvidar la persecución de que fueron objeto por parte de la infantería alemana, que se dedicó a buscarlos por entre los setos, mientras lanzaban gritos de burla «hallo, hallo!», como si se tratase de un simple cuadrilla de cazadores que intentasen hallar a uno de sus perros perdido. Transportando a sus heridos en carretillas, los Gloucesters se replegaban también al norte de Lendringhem e iniciaban una marcha a campo través que había de durar seis horas y media.
Pero lo importante era que todos aquellos hombres se encontraban ya a salvo. Al poco rato de comenzar a llover, aquellas tierras bajas se habían transformado en una interminable y brillante alfombra de agua. Los pocos tanques de Guderian que todavía estaban en condiciones de funcionar tenían que limitarse a marchar por las carreteras. El frente se había contraído, de acuerdo con los deseos y esperanzas de Gort. Tiritando de frío, con sus uniformes oscurecidos por la humedad, 300 hombres, todo lo que quedaba de las fuerzas de retaguardia de aquel sector, avanzaban hacia el norte en dirección a Dunkerque.
Entretanto, en Londres, no se pretendía deformar los hechos ni atenuar la gravedad del momento. A las 2:45 de la tarde, 600 miembros del Parlamento, apretujados en los bancos de cuero Verde de la Cámara de los Comunes, escuchaban al Primer Ministro, Winston Churchill, en medio de un silencio estremecedor. Los belgas, tras haber sostenido con el mayor heroísmo una lucha desigual, se habían rendido al enemigo.
—Sin embargo —advertía Churchill—, la Cámara debe prepararse para recibir noticias aún más graves y mucho más penosas. Me veo en la precisión de añadir que nada de lo que suceda en esta batalla puede excusarnos del sagrado deber de defender la Causa del mundo, a la cual dedicamos nuestro sacrificio.
Y a continuación, exactamente en cuatro minutos, les informó de cuanto estaba sucediendo en los campos de Francia.
En el largo corredor que conducía a la oficina particular de Churchill, el guardaespaldas del Premier, el inspector-detective Walter Thompson, meneaba su cabeza con admiración. ¡Habían sido unas hermosas palabras, pronunciadas con galanura y valor! Sin embargo, no podía menos de recordar que, dieciocho días antes, le había revelado su secreto temor. Cuando regresó del palacio de Buckingham, después de ofrecer al rey el nuevo Gabinete, Churchill se había detenido unos segundos ante la puerta del edificio del Almirantazgo, donde aún residía. Al felicitarle por su nuevo cargo, Thompson había añadido:
—Habéis tomado sobre vuestros hombros una carga muy pesada, señor.
Con los ojos bañados en lágrimas, Churchill le respondió gravemente:
—Solo Dios sabe lo pesada que es. Y temo que sea demasiado tarde. No nos resta más que hacerlo lo mejor que sepamos.
Segundos después, su entereza de carácter volvió por sus afueros. Aquella nube de melancolía se disipó. Irguiendo el torso, Churchill comenzó a subir con firmeza las escaleras que conducían a sus habitaciones del último piso. A Thompson se le antojó que cada una de sus pisadas resonaba como un desafío.
Aquella tarde, al dejar la Cámara, persistía en la persona del Premier la misma actitud desafiante. En el largo salón de reuniones, situado en la parte trasera del número 10 de Downing Street, Churchill expuso a los veinticinco ministros de su Gabinete la amarga perspectiva que presentaba el futuro. Sin énfasis, sin parecer apenas concederle importancia, aclaró:
—Desde luego, ocurra lo que ocurra en Dunkerque, seguiremos luchando.
A sus palabras siguieron unos instantes de silencio. Después, ante la sorpresa del viejo bulldog, todos los presentes comenzaron a vitorearle… El ministro de Trabajo, Ernest Bevin; el ministro de Transportes, Herbert Morrison; el Lord Canciller, Sir John Simón; el ministro de la Alimentación, Lord Woolton… Veinticinco severos políticos le aclamaron como un solo hombre, algunos aporreando con sus puños la mesa de conferencias, otros levantándose de sus sillas y golpeando con efusión la espalda de Churchill. La larga habitación exultaba de lealtad y patriotismo.
La actitud y la opinión se habían definido, no solo en Downing Street, sino también en toda Inglaterra. Para Mrs. Rose Bishop existía ya otro lugar más que Ramsgate Station. A partir del momento en que fue despertada por el coro estridente de los soldados entonando los acordes de El regreso a la casa de la montaña, hacía más de treinta y seis horas, Rose Bishop y docenas más de voluntarios habían dedicado todos sus esfuerzos a atender a todos los contingentes de tropas que iban llegando. No cesaban de servir tazas de té y de chocolate calientes y hogazas de pan que obtenían de las humildes casas obreras de la vecindad. Cada noche, con el consentimiento de un afable empleado de la estación, Rose se retiraba a dormir en alguno de los vagones vacíos e inmovilizados en las vías. Temerosa de que su marido, el sargento Tom Bishop, pudiese llegar al amanecer, no se atrevía a marchar a su casa.
La línea de ferrocarriles que conducía a Londres trabajaba a un ritmo de pesadilla… Durante seis horas, el superintendente de tráfico, Percy Nunn, dio salida a un tren en Orpington, Kent, cada cuatro minutos… El equipo del depósito central de locomotoras de Dover trabajaba en régimen de turnos de veintiséis horas, sin otro alimento que bocadillos de pan y queso… En la estación de Redhill Junction el número de trenes que tomaron carbón y agua fue tan elevado que se formó una montaña de cenizas, de unas 300 toneladas, que cegaban la entrada a las cocheras de las locomotoras.
El entusiasmo y la exaltación patriótica eran universales, si bien pocos intuían con tanta claridad como Churchill el futuro azaroso que les esperaba. Hacía ya dos días que los hombres que se encontraban en las playas de Dunkerque se quejaban con amargura de la ausencia de la R.A.F. ¿Dónde estaba la protección aérea que les habían prometido? ¿Cómo era posible que los bombarderos de Kesselring machacasen el puerto a su gusto y antojo? La Marina se planteaba las mismas preguntas. En la madrugada de aquel mismo día, Ramsay había telefoneado a Churchill desde Dover, con objeto de informarse acerca de aquel hecho.
El capitán del destructor Worcester, el comandante John Allison, mostró su indignación ante Ramsay. Sentado en el dormitorio del almirante, Allison quedó anonadado cuando Ramsay colgó el teléfono y le comunicó la contestación de Churchill:
—No puedo proporcionarle ningún refuerzo por parte de las fuerzas aéreas de la isla. Debo reservarlas para la batalla del futuro.
Estremecido, Allison dejó la habitación del almirante. Le parecía que acababa de oír una verdad despiadada que constituía una sentencia de muerte.
La R.A.F. se comportaba lo mejor que podía. Sin embargo, las dificultades que entrañaba aquella labor resultaban insuperables. Al principio, la postura adoptada por el Ministerio del Aire había sido definida. Patrullas de aparatos de caza debían sobrevolar y proteger a Dunkerque durante las dieciocho horas diarias de luz natural. Pronto se hizo patente que aquel plan era equivocado. Cada vez que aparecían en el cielo las formaciones masivas de bombarderos alemanes, escoltados por más de treinta cazas, las pérdidas británicas alcanzaban cifras desoladoras. El general de las fuerzas del aire, Hugh Dowding, comandante supremo de la aviación de caza, elevó una protesta al Gobierno. Si se deseaba que alguno de sus pilotos sobrevivieran, debían reducirse los vuelos o, en todo caso, realizarlos en formaciones de cuatro escuadrones como mínimo.
Y aún así, los pilotos de Dowding estaban en desigualdad de condiciones. Entrenados a volar de acuerdo con las normas vigentes en la Primera Guerra Mundial, efectuaban sus incursiones en formaciones rígidas, de lentos movimientos, que en modo alguno podían competir con la táctica, ágil e improvisada, de los «Messerschmitt» y los «Heinkel» alemanes, que sin cesar les ponían en jaque. Aquella misma mañana, en tanto volaba sobre los objetivos, el oficial de caza John Petre, de la escuadrilla n.° 19, se sentía incómodo. A pesar de ser uno de los discípulos más aventajados de la Escuela de la R.A.F., de Cranwell, todo el adiestramiento que había recibido consistía en saber volar en línea recta, en formaciones de tres aparatos.
Ocupado en mantenerse a la par de los otros dos aviones que contemplaban su formación, Petre no disponía de tiempo suficiente para echar un vistazo hacia la cola de su aparato y comprobar si el enemigo le atacaba por la espalda. Por primera vez, se le ocurrió pensar si el prestar demasiada importancia a la formación no sería, en el fondo, un lamentable error.
Un momento más tarde, se disiparon sus dudas. A poca distancia, distinguió de repente un enjambre ovalado de cazas alemanes y británicos, enzarzados en una lucha que le recordó las de las abejas en los cielos de verano. A los pocos segundos. Petre dirigía su «Spitfire» hacia la cola de un «Messerschmitt 109», que perseguía a un caza británico. De pronto, las detonaciones de una ráfaga de ametralladora le ensordecieron. A dos centímetros de su cabeza, una bala explosiva se había incrustado en el salpicadero, destrozando todos los instrumentos. Con los cristales del avión clavados en las rodillas y el olor a pólvora fresco aún en el olfato, maniobró de modo instintivo los mandos y se lanzó en picado, hasta quedar fuera del alcance del resto de los combatientes.
Aún no repuesto de la sorpresa, emprendió el regreso a su base. En realidad, el factor que le había dejado fuera de combate era no haber logrado divisar al avión enemigo que le atacó.
Aquellos pilotos carecían de todo, excepto de valor. Cuando el tubo de oxígeno de su «Hurricane» dejó de funcionar, el teniente Robin Powell perdió el conocimiento y no volvió a recuperarlo hasta después de haber descendido unos tres mil metros. Sin embargo, al día siguiente se encontraba en Dunkerque luchando de nuevo. El jefe de escuadrilla Teddie Donaldson, al aproximarse a un «Heinkel», descubrió que se le habían agotado las municiones. A pesar de ello, presa de una furia maníaca, mantuvo su persecución, dispuesto a lanzar su propio aparato contra el enemigo. El piloto alemán acabó por perder los nervios y, luego de arrojar sus bombas al mar, se lanzó en paracaídas.
Deseosos de devolver los golpes que los alemanes les inflingían, se ponían en peligro tan evidente que, más tarde, al pensar con serenidad en las hazañas que habían llevado a cabo, se les erizaban los cabellos. Del radio de acción total de los «Spitfire», que venía a ser de dos horas y cincuenta minutos de vuelo, solo veinte minutos podían dedicarse a combate, siempre que se mantuviera el motor a su máximo rendimiento. Sin embargo, todos los pilotos se mostraban refractarios a abandonar los combates y regresaban a sus bases con los depósitos de combustible agotados…, las hélices acribilladas…, los neumáticos delanteros destrozados…, los cables de control sujetos apenas por uno o dos hilos. Con su altímetro destrozado y sin batería, el piloto Colin Gray, de la escuadrilla n.° 54, condujo a su «Spitfire» al aeropuerto base de Hornchurch, Essex, convertido en un verdadero colador por los proyectiles de los cañones antiaéreos. El personal auxiliar del campo llegó a contar hasta cincuenta agujeros.
En el control de vuelo de Hornchurch, el comandante Cecil Bouchier, jefe de los servicios de tierra de la base, dirigía por radioteléfono la mayor parte de los aterrizajes que se efectuaban durante la jornada. Y como en las reparaciones de los aparatos se invertían, como mínimo, dos días, Bouchier ponía todo su empeño en que sufriesen el menor daño posible. Aquel día, por ejemplo, un piloto le había comunicado:
—No puedo accionar el tren de aterrizaje. Bouchier se limitó a aconsejarle:
—Riza el rizo con violencia, muchacho, sacude bien el avión e intenta que salga. No podemos permitirnos el lujo de perder ni un avión averiado.
Incansables, a la vista de la torreta de control de Bouchier, los mecánicos taponaban sin cesar en los hangares los agujeros de las balas y los desgarrones de los proyectiles antiaéreos con metal fundido. No era de extrañar, pues, que Bouchier, en su informe oficial, manifestase más tarde: Las operaciones de protección de las playas de Dunkerque han sido más penosas que cualquier otra de la batalla de Inglaterra.
A medida que el día iba transcurriendo, las posibilidades de mantener a raya a la «Luftwaffe», se debilitaban peligrosamente. Después de diez días de incursiones continuas, algunos escuadrones tuvieron que ser retirados del teatro de operaciones. Con la mitad de sus efectivos normales, el teniente James Leathart y seis aparatos de la escuadrilla n.° 54, volaron hasta Catterick, Yorkshire, para disfrutar de un bien ganado descanso. Al aterrizar, un oficial de la reserva les gritó sorprendido:
—¿Cuál es vuestro número de vuelo?
Leathart resumió en su respuesta la situación en que se encontraba todo el cuerpo de la R.A.F.:
—Esto no es un vuelo —dijo—, sino lo que queda de una escuadrilla.
En el bastión de Dunkerque, el capitán William Tennant cerraba una breve conferencia con una sombría reflexión:
—Si las cosas continúan como hasta ahora, pronto nos veremos en el interior de un campo de prisioneros alemán.
Tennant y sus ayudantes tenían buenas razones para sentirse deprimidos. Hacía solamente cinco horas —en el preciso instante en que Gort solicitaba al general Blanchard que retirase sus fuerzas hasta Dunkerque— que dos divisiones motorizadas pertenecientes al cuerpo de ejército del general Fedor von Bock se habían lanzado al ataque por las llanuras de la costa belga y alcanzado Nieuport, el punto este más alejado del perímetro de Dunkerque.
¿Qué representaba aquello? Para Tennant denotaba, sobre todo, que en cualquier momento los alemanes se apoderarían de las baterías pesadas de Nieuport. Con ellas podrían batir en constantes granizadas de fuego la ruta «Y» de Ramsay.
Por extraña ironía, el general Von Bock, en su Cuartel General de Bruselas, experimentaba un desaliento semejante al de Tennant. Con tozudez digna de mejor causa, había insistido, una y otra vez, en que Dunkerque era la clave de toda la campaña. Ahora, ya con dos días de retraso y privado de todo apoyo blindado, nadie podía predecir cómo iba a terminar aquella batalla. Dos días antes, el jefe de su Estado Mayor, Hans von Salmuth, había escrito en su Diario de campaña: La mayor parte de las fuerzas británicas han sido ya evacuadas.
En el Alto Estado Mayor del Ejército alemán reinaba el mismo pesimismo. El general Franz Halder se quejaba con amargura:
—Miles de soldados enemigos están cruzando el Canal ante nuestras propias narices—. E insistió una vez más ante el comandante en jefe, Von Brauchitsch: —Le aseguro que si los tanques prosiguen su camino por la carretera de la costa Calais-Ostende, aislarán a los británicos antes de que alcancen las playas.
Von Brauchitsch le dio la razón, pero las órdenes del Führer eran terminantes. No se debía atacar a Dunkerque más que con fuego de artillería.
Aunque Halder y Von Bock lo desconociesen, Dunkerque había alcanzado el punto de sazón para ser ocupado. El 2.° Cuerpo de Ejército del general Alan Brooke no había tenido tiempo de desplazarse hacia el nordeste para formar una última línea de resistencia. La única barrera entre Dunkerque y los alemanes la componían los mil hombres que había concentrado allí el general Sir Robert Adam con objeto de reforzar el perímetro de defensa, los carros blindados del 12.° Regimiento de los Lancers, la 60.a División francesa y una serie de tropas mixtas, zapadores, artilleros y soldados de intendencia que se disponían a luchar como fuerzas de infantería. Desde el lugar que ocupaba el capitán Tennant, las posibilidades de salvación aparecían remotas.
Y desde más cerca, las cosas adquirían aún peor aspecto. Dieciocho horas antes, el soldado Jack Atkinson, un no combatiente del 2° Cuerpo de suministro y transporte de municiones, se había dirigido hacia Dunkerque lleno de esperanza. Ahora, formando parte de las fuerzas reorganizadas por el general Adam para afianzar el perímetro, él y otros dos soldados permanecían de guardia en una habitación de una casa de dos pisos, desde la que se divisaba el canal de Nieuport. Con preocupación, esperando a que el cabo Ryan, encargado de la guardia, dejase la habitación, Atkinson expuso su grave problema al soldado Cardstock: ¡Jamás en su vida había disparado un fusil!
Cardstock, le consoló:
—No te preocupes. Yo he disparado una vez. Tiraré por ti.
Sin dar más importancia al hecho, Atkinson dedicó toda su atención a cambiarse de calcetines. De pronto, notó que la habitación emprendía un extraño vuelo. Con un terrible estruendo, el mundo pareció convertirse en una masa informe de ladrillos. El marco de una de las ventanas cayó de golpe sobre el cuello de Cardstock. Horrorizado, Cardstock rompió el silencio que siguió al estallido con un grito exasperado:
—Cabo, ¡tengo miedo…!
Un hombre acababa de descubrir por primera vez lo que ya conocían miles de sus compatriotas.
Parecía incongruente pronosticar mayores calamidades de las que estaban sucediendo y, sin embargo, había un hombre que presentía que lo peor no había llegado todavía. En su tienda de campaña situada en las dunas de La Panne, no lejos del Cuartel General de Gort, el mayor general Bernard Montgomery descansaba de la fatiga producida por una gira de veinticinco kilómetros alrededor de todo el perímetro. Uno de sus oficiales, el general de brigada Jack Whitaker, penetró en la tienda para manifestar su opinión de que no estaría de más inspeccionar la línea entre Furnes y Bergues, que se extendía a lo largo de quince kilómetros por las orillas del canal y que constituía la avanzada más lejana de la cabeza de puente de Dunkerque.
Montgomery, cuya 3.a División era la encargada de mantener aquel frente, se mostró poco entusiasta:
—Jack, vete tú si quieres. Yo estoy demasiado ocupado… —Y añadió en seguida—: Aunque tú tampoco debes ir. Eso es cosa de los jefes de batallón.
Whitaker insistió. Para mayor seguridad podían viajar en un carro blindado. Pero Montgomery denegó de nuevo con la cabeza. Los riesgos innecesarios le molestaban.
—Dentro de dos horas —dijo—, estarán delante de tus líneas. Mientras tanto, tenemos muchas cosas que hacer.
Como de costumbre, tampoco esta vez se equivocaba Montgomery. A las nueve de aquella misma tarde, dos batallones de Grenadiers Guards iniciaban la retirada hacia la vieja ciudad de Fumes, una localidad de sólidos edificios de ladrillo rojo, atravesada por un brazo del Canal, de aguas oscuras y llenas de mosquitos. El temerario comandante del 2.° Batallón, el teniente coronel Jack Lloyd, pensaba realizar la misma visita de reconocimiento que había propuesto Whitaker.
Junto con los oficiales de su compañía, el mayor Dermont Pakenham y el capitán Christopher Jeffreys, Lloyd comenzó a pasar revista al sector del canal perteneciente al 2.° Batallón. Discurrían por el camino de sirga, sombreado por esbeltos álamos. A unos cien metros de distancia, les seguía el mayor Robin Bushman, comandante de la compañía que Lloyd había reservado para efectuar los contraataques, y el oficial de enlace, el teniente Tony Jones.
Como impulsado por un presentimiento, Lloyd indicó a su oficial del servicio secreto, el capitán William Kingsmill:
—Desde aquí puedes ver todo lo que te interesa, Bill. No hace falta que vengas con nosotros.
Pese a reconocer que aquello era cierto, Kingsmill experimentó una extraña desazón. Todos los informes del servicio secreto habían subrayado la conveniencia de que las tropas de aquel sector del canal, el más cercano a Dunkerque, fuesen inglesas. Los franceses debían permanecer en sus trincheras de la otra orilla, situada más al sur. Sin embargo, no se avistaba el menor rastro de franceses y las únicas muestras de la existencia de tropas británicas eran un par de camiones, cargados con soldados del regimiento de ametralladoras de Middlesex, que acababan de hacer su aparición.
De pronto, un sargento de zapadores que acertó a pasar junto a ellos, les advirtió:
—No sigan adelante. Hay francotiradores.
Lloyd dejó pasar cinco minutos antes de tomar una decisión.
—Bueno, nosotros vamos a echar un vistazo, Bill. Tú quédate aquí.
En la débil claridad de la atardecida, Kingsmill les observó mientras se adentraban por el camino de sirga, sin siquiera tomar la precaución de inclinarse, inspeccionando los sectores asignados a las distintas compañías. Transcurrieron tres minutos, cinco minutos, diez minutos. Habían arribado ya al extremo final del frente y se disponían a regresar. Y en aquel instante, la guerra, después de dos días de tregua, regresó a su encuentro. Tres disparos, silbando al unísono sobre el agua, atravesaron el canal.
Boquiabierto, Kingsmill vio caer a los tres hombres. Rehecho de su sorpresa, se apresuró a tomar el primer fusil que encontró a mano y gritó al teniente Tony Jones:
—Ve por el otro lado, Tony. Procura alcanzarles y ponerlos a cubierto.
Centímetro a centímetro, comenzó a arrastrarse sobre su vientre a lo largo del camino de sirga. Sonó otra descarga y, desde su posición en el suelo, distinguió cómo los soldados del Middlesex de ametralladoras, sucios y cansados, abandonaban sus camiones en busca de refugio. Intentó localizar la procedencia de los disparos y, al fin, descubrió el tejado de pizarras rojas de un edificio aduanero, a unos quinientos metros de la otra orilla del canal. En aquel tejado se distinguía el hueco oscuro de una teja arrancada. Era una buena guarida para un francotirador.
Kingsmill levantó su fusil y apretó el gatillo. No cesó de disparar hasta que consumió el cargador. Un rastro de humo azulado quedó flotando sobre las espumosas aguas en calma. Pero nadie contestó ya a su fuego.
Más al norte, en La Panne, Gort recibía las últimas noticias con los labios fruncidos y en un desalentado silencio. Cualquier comentario parecía superfluo. Los hombres de Von Bock se estaban comportando mejor de lo que su jefe creía. En aquellos momentos, proseguían su avance hacia el oeste, como si se abriesen paso con el filo de una navaja, y habían alcanzado ya la orilla del último canal, situado apenas a siete kilómetros de las playas de Dunkerque y del propio Cuartel General de Gort.