CAPITULO QUINTO
Estuvimos en el infierno, pero ya estamos a salvo
Miércoles, 29 de mayo. De la 1 a las 12 horas.
El zapador Thomas Marley pasaba el momento más angustioso de su vida. Cuando su comandante, el mayor Adams, les había ordenado: «En marcha hacia Dunkerque», quedó convencido de que su compañía había incurrido en alguna falta grave de disciplina y era trasladada a Inglaterra para sufrir el correspondiente castigo.
Más tarde, mientras, tiritando bajo la lluvia sobre las playas de Dunkerque, metido en el agua hasta la cintura, trasladaba camillas a los botes, Marley, como otros tantos millares de hombres, se convenció de lo que en realidad se trataba. No era solo su compañía la que regresaba. Era el ejército entero.
Aquellos puntos de luz que, a su llegada la noche anterior, había observado en las playas, no eran luciérnagas, sino soldados, centenares y miles de soldados que fumaban sus cigarrillos tranquilamente. El formidable estrépito, semejante al golpeteo de un martillo sobre el yunque, lo causaba el fuego de los cañones de 4 pulgadas, disparando contra los «Heinkel» y los «Messerschmitt». Y los misteriosos suspiros, comparables al murmullo del viento entre los cables telefónicos, no eran más que los lamentos y las quejas de los heridos, en cuyo socorro se hallaba ocupado ahora.
—Levántame con el mayor cuidado posible —le pidió uno de aquellos hombres con heroica indiferencia—. Sé que me estoy muriendo.
Para Marley, al igual que para otros muchos, aquellos instantes revelaban la esencia, la realidad de la guerra.
Sobre el puente del H.M.S. Wakeful, el comandante Ralph Fisher, intentaba descubrir, en la húmeda oscuridad de la noche, la costa de Braye Dunes. Molesto, advertía que su inquietud y su nerviosismo aumentaban por minutos. La situación presentaba mal cariz cuando el mensaje de Ramsay les impidió repostar y les anunció que en Dunkerque esperaban otros 30.000 hombres para ser evacuados. Durante el viaje, el Wakeful había corrido serios peligros para eludir el salvaje bombardeo de la aviación alemana. Fisher jamás olvidaría lo que representaba dirigir el rumbo de un navío mientras más de setenta bombas caían a su alrededor. El resultado de toda aquella aventura había sido un boquete de considerable importancia en uno de los costados del buque, un marinero muerto y dos servidores de pieza heridos. Y el convencimiento de que el veterano Wakeful, con sus cañones de treinta grados de elevación, carecía de defensa contra los ataques de los «Stuka», que arrojaban sus bombas desde setenta grados.
Para acabar de complicar la situación, Ramsay había notificado a todos los buques aliados que lanchas rápidas alemanas, de los tipos «E» y «U», y algunos destructores habían puesto rumbo hacia Dunkerque. Cargando tropas desde las playas, en lugar de hacerlo desde el espigón este, el Wakeful llevaba ya ocho horas de larga y angustiosa espera.
Al fin, con 640 soldados a bordo, Fisher se dispuso a zarpar. La vieja maquinaria del destructor comenzó a funcionar una vez más. Su tripulación se aprestó a tomar las medidas propias de la acción nocturna. El marinero de primera Geoffrey Kester se hizo cargo de los mandos del equipo de señales luminosas. Al teniente Bill Mayo, el oficial más joven de la guardia, se le encomendó la vigilancia a estribor. El marinero James Ockenden se dirigió hacia su torreta antiaérea, como jefe de pieza.
Lentamente, a una marcha constante de doce nudos, el Wakeful avanzó hacia el norte para tomar la ruta «Y». En todo el navío reinaba un silencio de muerte. Para disfrutar de una mayor facilidad de movimientos, Fisher había ordenado que todas las tropas fuesen acomodadas en las bodegas inferiores y, en consecuencia, sobre cubierta no se distinguía un solo tommy. Los miembros de la tripulación, que vestían sus impermeables contra la lluvia, tampoco se mostraban partidarios de conversar. La noticia de que las lanchas rápidas alemanas «E» navegaban en las cercanías y que la ruta «Y» estaba infectada de campos de minas los mantenía taciturnos.
A las 12:40 de la madrugada, se distinguió el resplandor blancuzco del faro de Kwite Bouy, que rasgaba a intervalos la oscuridad de la noche. La tensión decreció un poco. Durante noventa minutos, habían navegado sin novedad y el único ruido que rompía el silencio era el zumbido de las máquinas del Wakeful y el murmullo de un mar agitado y casi fosforescente.
En aquella angustiosa situación, a la espera de descubrir de un momento a otro la presencia de aviones enemigos en el cielo, los hombres entretenían su angustia con pensamientos triviales. El marinero James Ockenden meditaba sobre la superstición. Durante las operaciones de embarque, un tommy agradecido le había regalado una navaja y estaba resuelto a conservarla como un amuleto durante el resto de su vida. El teniente Bill Mayo soñaba con un baño caliente. Aunque su uniforme chorreaba, no había querido cambiarse para no molestar a los agotados oficiales del ejército que ocupaban su camarote. El comandante Ralph Fisher, casi cegado por el resplandor del faro de Kwinte Bouy, pensaba que, si el enemigo supiese aprovechar aquella circunstancias, podría acercarse a ellos sin ser localizado.
Intranquilo por aquella idea, Fisher se inclinó sobre el megáfono y ordenó al jefe de máquinas que aumentase la velocidad del Wakeful a veinte nudos. Fue al incorporarse de nuevo cuando vio algo que le heló la sangre en las venas. A estribor, hacia proa, distinguió dos extraños resplandores que se dirigían hacia ellos bajo la superficie del agua. Desde su puesto, el marinero James Ockenden descubrió también la presencia de los dos rastros brillantes, que semejaban dos trenes en miniatura, atravesando un túnel en sombras.
Aún no repuesto de su sorpresa, Fisher murmuró casi para sí:
—Espero que a esos dos malditos artefactos no se les ocurrirá estallar cuando choquen contra nosotros…
Su primer teniente, Walter Scott, con admirable flema, contestó:
—Lo siento, señor. Mucho me temo que sí que estallarán. Fisher gritó con desesperación por el megáfono: —Todo a babor.
El timonel no perdió un solo instante. Sin embargo, era ya demasiado tarde. El primer torpedo pasó rozando la proa del navío y continuó su carrera por el agua. A los pocos segundos, con un estremecimiento convulsivo, el segundo torpedo alcanzó al Wakeful en mitad de la quilla de estribor.
Con un imponente crujido de chatarra y acero destrozado, el viejo destructor se partió limpiamente en dos. La proa y la popa e hundieron en el mar y los dos fragmentos del barco permanecieron unos instantes erguidos sobre las oscuras aguas, como si fuesen las estructuras de dos rascacielos gemelos.
Apenas hubo tiempo de actuar y ni siquiera de pensar. James Ockenden oyó una orden:
—¡Abandonen el buque!
Sopló por dos veces en su chaleco salvavidas y se dirigió hacia la escalerilla del puente para arrojarse al agua. El teniente Bill Mayo, comprendiendo que el navío entero se despedazaba, se agarró a la amura de estribor. De repente, Fisher apareció a su lado y, sin perder su buen humor habitual, exclamó:
—Nos han ganado por una cabeza.
No había acabado de decirlo, cuando los dos hombres se encontraron con el agua helada por encima de la cintura. Ambos se arrojaron al mar sin tardanza.
Pocos miembros de la tripulación fueron tan afortunados. La fuerza de la explosión lanzó al oficial de navegación Wilfred Creak contra la mesa de cartas, que atravesó con la cabeza, como una bala, matándose en el acto. El teniente médico Walker preferió morir ahogado antes que abandonar la enfermería en la que se hallaba atendiendo a los artilleros heridos. El mástil del telégrafo cayó sobre cubierta como un árbol talado y atrapó al oficial telegrafista, James Thursten, que se encontraba en la cabina de radio.
El Wakeful tardó quince segundos en hundirse. Escasos miembros de su tripulación, algunos por verdadera casualidad, se libraron de la catástrofe. El oficial de máquinas Baker salvó la vida gracias a que el torpedo explotó en la caldera principal. La explosión la lanzó por el gran boquete de la quilla al mar. Salió del agua aferrado a un bote. El marinero de primera Geoffrey Kester, pese a tener su chaleco salvavidas hinchado, estuvo a punto de perderlo. Al saltar desde el puente, las drizas de señales le atraparon debajo del agua como los tentáculos de un pulpo. Pasó unos instantes de verdadero terror hasta que un brusco movimiento del navío le liberó. Con los pulmones congestionados, emergió a la superficie y se abandonó al vaivén de las olas. Su capacidad de sufrimiento estaba ya colmada.
Las tropas no tuvieron la menor oportunidad de salvación. Más de 600 hombres lucharon por su vida en el interior de las bodegas contra la invasión violenta de un mar embravecido. Las anticuadas troneras de 9 pulgadas, que ocupaban el lugar de las de 22 que señalaban las nuevas disposiciones reglamentarias, ni siquiera permitían lanzarse por ellas… Y si alguno logró escapar, como el sargento Sonny Alderton, fue por desobedecer las órdenes que había recibido. En vez de permanecer encerrado en el lazareto de las bodegas, había subido a cubierta para respirar unas bocanadas de aire puro, pensando que, allí, entre mar y cielo se encontraría a salvo. Casi en el mismo instante de su llegada a cubierta se sintió envuelto en una oleadas de viento cálido, tropical, a la que siguió una cortina infranqueable de fuego. Después, se encontró en el agua, sin recordar nada más.
En quince breves segundos habían muerto setecientos hombres.
El mar se pobló en seguida con las cabezas de los supervivientes, que emergían y se agitaban con desesperación. El silencio de la noche quedó truncado por los débiles lamentos que se perdían con rapidez en el viento. En la total oscuridad, los hombres llenaban de aire sus pulmones para mantenerse a flote en su lucha contra aquel mar de mareas vivas y de fuerza superior a tres nudos por hora. El marinero de primera Geoffrey Kester compartía su salvavidas de corcho con su compañero Jackie Chivers. El marinero James Ockenden, asido a una frágil caja de galletas, sostenía asimismo a otro hombre, que jamás había visto con anterioridad. Ockenden distinguía los gritos de «¡Socorro!» procedentes de otros náufragos. Despreciándolos por parecerle poco marineros gritaba de vez en cuando, con su voz estentórea:
—Aquí, las lanchas salvavidas.
Ockenden fue uno de los pocos que conservaron su optimismo y nunca pusieron en duda que el rescate y la salvación estaban cerca. Mientras braceaba con serenidad, se alegraba de haber ahorrado el suficiente dinero para enviar un telegrama a Devonport, a fin de que su mujer se enterase muy pronto de que había sobrevivido a la catástrofe.
Muy cerca de él, Fisher gritaba a los que le rodeaban:
—No os agotéis intentando nadar. Tendríais que hacerlo contra la corriente. Estamos en la ruta de muchos barcos y no tardaremos en ser recogidos.
Fisher, una verdadera torre de fortaleza, arrastraba consigo al teniente Septimus Percival-Jones. El joven oficial había perdido su chaleco salvavidas, pero el capitán apenas notaba aquel peso suplementario.
El teniente Bill Mayo pasaba mayores apuros. Al divisar, una vez más, el resplandor blanco amarillento de Kwinte Buoy, a una distancia que le pareció bastante corta, se decidió a nadar hacia el faro. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, la marea le desplazaba de manera constante hacia el suroeste. A medida que comprobaba su fracaso, un terror profundo, incontrolable, iba apoderándose de todo su ser. Su moral se resquebrajaba y llegó a acariciar la idea de abandonarse a la fatalidad. Su arraigado sentido del deber hacia su familia le mantuvo dentro de los límites de la cordura y le obligó a continuar su empresa. Su padre había muerto el pasado mes de diciembre. ¿Qué haría su madre sin los dos?
A la mayor parte de los hombres, los minutos que llevaban tratando de mantenerse a flote se les antojaban horas. Lo cierto era que no habían transcurrido más que treinta y cinco minutos desde el naufragio. Los primeros indicios de un posible rescate que Ockenden pudo observar fueron las luces blancas, rojas y verdes de la proa de un barco que navegaba en el horizonte. Un momento después, oyó una voz —él pensó que la de Fisher— que vociferaba como pudiera hacerlo un vigilante nocturno del servicio de protección contra bombardeos: —¡Apaguen esas malditas luces!
Ockenden comunicó a su desconocido compañero de naufragio:
—No importa que aquellas luces sean inglesas o alemanas. Lo que interesa es que lleguen cuanto antes.
De pronto, al volver la cabeza, distinguió la silueta de una lancha salvavidas que se deslizaba en la noche. Instantes más tarde, los marineros del dragaminas Gossamer lo izaban a bordo.
El capitán del Gossamer, comandante Richard Ross, tan pronto como oyó los gritos de hombres en la noche, había ordenado que se lanzasen al mar tres lanchas salvavidas y un esquife. Su generosidad lo convirtió en partícipe de la difícil situación. Desde el agua Fisher gritó:
—Hemos sido torpedeados. El submarino anda por aquí.
Personalmente, Ross opinaba que la catástrofe la había producido el torpedo de una lancha rápida y le extrañó no haber recibido, como el resto de los navíos, la advertencia de Ramsay sobre el particular. Fuese como fuese, ya nada podía hacer al respecto. Sus lanchas salvavidas se habían perdido de vista en la oscuridad y recogían a los supervivientes, entre los que figuraba el teniente Bill Mayo.
Por verdadera casualidad, no recogió también a Fisher. Al mismo tiempo, la lancha dragaminas Comfort había llegado al escenario del desastre. Su jefe, John Mair, no ordenó que se arriasen los botes salvavidas. No obstante, al distinguir cabezas humanas flotando sobre las aguas, hizo parar las máquinas. Cuatro hombres del Wakeful —los marineros Jackie Chivers y Geoffrey Kester, el contramaestre Patterson y el mismo Fisher— lograron encaramarse sobre la baja plataforma de cubierta. Fisher se dirigió en el acto a la torreta del timón y explicó en breves palabras a Mair lo que había sucedido. El viejo Mair no mostró la menor preocupación. Aceptó con placidez las órdenes de Fisher y prosiguió la búsqueda de posibles supervivientes, deteniendo las máquinas cada vez que se oía algún grito en la oscuridad. Ya con quince hombres a bordo, Fisher se resistió a dar por terminadas las operaciones de salvamento.
—Volvamos al lugar del naufragio. Aún pueden quedar más hombres —dijo.
Eran las dos de la madrugada. Quizá para compensar los horrores de la última hora, el mar les obsequiaba con una extraña calma.
En aquellos momentos, otros navíos se encontraban ya junto a los botes salvavidas del Gossamer: el dragaminas Lydd, al mando del capitán Rodolph Haig, la lancha rápida Nautilius y el destructor Grafton. Los botes salvavidas de todos ellos recorrían la zona.
Si bien se consiguió evitar el pánico, se produjo una enorme confusión. Sin saber en concreto lo que había ocurrido, los hombres aventuraban las más absurdas hipótesis. Desde el puente de mando del Lydd, el capitán Haig había distinguido grandes llamaradas y gritos humanos. Más tarde, la luz pálida de los focos «Aldis» le ofrecieron el espectáculo de pesadilla de la tripulación del Wakeful aferrándose a la proa y a la popa del navío como diminutos insectos. Mientras el Lydd arriaba dos lanchas salvavidas y un bote neumático «Carley», el Gossamer apareció en la oscuridad. Desde el puente, Ross gritó a Haig:
—Del Gossamer al Lydd. Apague las luces y lance cargas de profundidad.
Haig no podía hacer tal cosa. Se encontraba demasiado cerca del lugar del naufragio y una carga de profundidad podía acabar con los supervivientes que todavía flotaban en el mar. Preguntó a su vez:
—¿Qué ha pasado? ¿Cuál es la situación exacta?
El capitán del Gossamer, molesto por la decisión de Haig, ni siquiera contestó. El buque desapareció con tanto misterio como había llegado. Haig no volvió a verlo más en toda aquella noche. Hasta el instante en que el marinero de primera Fred Cawkwell no amarró su lancha contra el costado del Lydd, llevando consigo a veinte de los náufragos, Haig no se formó una idea exacta de lo sucedido.
En el Gossamer reinaba, entretanto, una bendita paz. El marinero Jack Ockenden, uno de los primeros en llegar a bordo, se dirigió a la sala de máquinas donde permaneció hasta que se hubo secado la ropa. Después se dirigió a los cuartos de aseo para beber un buen vaso de whisky. Con relativa sorpresa, contemplaba ahora en el suelo a un soldado envuelto en mantas que sufría un ataque de histeria. El teniente Bill Mayo, entumecido hasta los huesos, se había dormido tras ingerir un vaso entero de coñac.
En la cabina del capitán, el mayor Wilfred Wilkinsin, de los Manchesters, despertó sobresaltado de su sueño. El megáfono continuaba conectado y distinguió claramente la voz de Fisher, gritando desde algún lugar invisible:
—¡Váyanse de una vez de este maldito lugar! Aún está dando vueltas por aquí…
Las lastimeras peticiones de socorro, el ruido de pasos precipitados, carecieron para él de sentido hasta que se enteró —nunca supo explicar por qué medio— de que un barco había naufragado a causa de un torpedo. Opinando, sin embargo, que el asunto era de la exclusiva incumbencia de la Marina, Wilkinson volvió a dormirse.
En el Comfort la situación era similar. El marinero de primera Geoffrey Kester y sus compañeros se habían instalado cómodamente en las literas del camarote de marinería y tomaban un chocolate caliente. El comandante Ralph Fisher apareció también en el camarote, con sus prismáticos colgados aún del cuello y con las ropas caladas. Fisher, como buen capitán de un destructor, era incapaz de mantener con sus hombres el formalismo en las relaciones que establecían las ordenanzas. Aceptó, pues, un tazón de chocolate y se sentó a conversar con ellos.
A bordo del destructor Grafton, el capitán Charles Robinson no disponía de tiempo para charlar. Todavía no comprendía nada en absoluto de lo que estaba ocurriendo. Había distinguido a los supervivientes del Wakeful en el mar y, sin saber que quiénes se trataban, más tarde, el dragaminas Lydd le había comunicado que habían torpedeado un destructor. Después de pedir al Lydd que trazase círculos a su alrededor para protegerle de los submarinos, Robinson inmovilizó las máquinas y mandó arriar los botes salvavidas. Así transcurrieron diez minutos, sin más noticias.
Durante aquellos minutos de angustiosa espera, no se vislumbraba en el horizonte más que el puerto de Kiwnte Buoy y su faro que destellaba con regulares intermitencias a estribor. Fue la claridad del faro lo que permitió a Robinson ver la silueta oscura de un pequeño navío que, desde las cercanías de aquel puerto, se dirigía hacia ellos a velocidad lenta, pero constante.
Contrariamente a lo que creía Robinson, aquella embarcación no era el Comfort. En aquel preciso instante, el Comfort se aproximaba al Grafton por estribor. Angustiado al verlo inmóvil en el mar, con sus cubiertas atestadas de tropas, Fisher dijo a Mair:
—Son ingleses. Debemos aproximarnos y hablar con ellos.
Mair acercó su lancha dragaminas al destructor, incluso más de lo que era prudente. Desde la reducida cubierta de proa, Fisher gritó a los del Grafton:
—¡Por amor de Dios! Poneos en movimiento. Si permanecéis inmóviles, os torpedearán.
Desde lo alto del destructor, una voz —Fisher nunca llegó a saber a quién pertenecía— objetó:
—No podemos movernos. Tenemos un bote salvavidas en el lugar del naufragio.
Fisher insistió de nuevo:
—No os preocupéis por vuestro bote. Nosotros lo recogeremos. Poneos en marcha.
El origen de la tragedia que se produjo a poco y que Robinson jamás pudo contar, la puso de manifiesto, minutos más tarde, su primero de a bordo, el teniente Hugh McRea, quien se había encargado de la operación de arriar los botes. Todo radicó en el mensaje que desde el puente del Grafton se dirigió con la lámpara «Alis» al pequeño navío que navegaba en las proximidades de Kwinte Buoy: Acérquese y recoja a los supervivientes. La pequeña lancha no contestó al mensaje, aunque siguió su marcha en dirección a ellos.
Eran las 2,50 de la madrugada. A los pocos segundos, se rompió la calma y se interrumpió el compás de espera. El vigía del puente del Grafton lanzó un grito frenético:
—¡Torpedo por la amura de babor!
Pocos alcanzaron a verlo, pero fueron muchos los que sufrieron su tremendo impacto. Casi en el mismo instante, dos torpedos más hicieron blanco en el Grafton. Uno de ellos penetró en los dormitorios y envió a la muerte a treinta y cinco oficiales. El segundo torpedo partió la popa en dos pedazos, como si fuese un barco de juguete.
En la cubierta del Comfort, Fisher notó también la sacudida. La blanca y brillante llamarada de la explosión le cegó. A la vez, desplazó la pequeña lancha dragaminas del costado del destructor, como un balón que se deslizase sobre el agua. En vano Fisher intentó agarrarse a un cabo. A pesar de haberlo logrado, perdió el equilibrio y, por segunda vez, se encontró de nuevo en el tenebroso mar, sin soltar su asidero.
A bordo del Grafton nadie podía explicarse lo que estaba ocurriendo. Al igual que el fuego se transmite en una traca de petardos, el miedo se iba apoderando de los hombres. El maquinista Ernest Smith se había despertado tres veces durante la noche, inquieto por el pensamiento de no poseer un chaleco salvavidas. Por fin, había decidido subir a cubierta a buscarlo. En el mismo instante en que sus dedos tocaban el último chaleco disponible, estalló el torpedo. Fue un acto providencial. La explosión le arrojó al agua, mientras emitía un largo y angustioso grito.
El zapador Thomas Marley, concluida su triste vigilia sobre las playas, disfrutaba de un merecido descanso sobre cubierta. Se despertó convencido de que habían encallado en una roca. Al encontrarse de pronto en la escalerilla adonde le había arrojado la explosión, quedó mudo de horror. El rostro del hombre que le había caído encima no era más que una masa informe de sangre burbujeante.
La tripulación se hallaba tan desconcertada como los soldados. El marinero de primera, Wilfred Lodge, artillero del Grafton, oyó la explosión y notó de inmediato que el techo de acero de su torreta de tiro se le venía encima. Dejó su puesto con velocidad inusitada. El teniente Hugh McRea corrió hacia el puente de mando para informar al capitán y se encontró con que no restaban del puente más que las planchas de acero laterales.
El panel de controles, las bitácoras, los instrumentos de rumbos, todo se había convertido en simple chatarra retorcida. Entre aquel destrozo, McRea descubrió los cadáveres del comandante Robinson y de tres de sus oficiales. Nunca fue posible averiguar si su muerte se produjo por efecto de un proyectil de superficie o por una ráfaga de ametralladora.
Bajo cubierta, la tragedia cobraba los mismos tintes sombríos. El capitán Sir Basil Bartlett se despertó debido a los grandes bandazos del navío y notó un penetrante olor a petróleo. Al escuchar que alguien caminaba en la oscuridad, gritó:
—¡Por amor de Dios, no se les ocurra encender una cerilla!
Antes de la guerra, Bartlett había sido actor de cine y la primera idea que se le vino a la imaginación fue pensar cómo reaccionaría Gary Cooper en una situación semejante.
En la camareta de suboficiales, el fusilero Daniel Casey, de los Camerionians, dormía sobre la mesa del rancho cuando un fragor inusitado pareció indicar que el navío se deshacía en fragmentos. Al comprobar su inquietud, un marinero intentó tranquilizarle:
—Es una falsa explosión de las máquinas, muchacho.
Había comprendido que Casey, a pesar de haber formado parte de la terrible y heroica carga a la bayoneta del coronel Gilmore, sintió, en aquella ocasión, el terror a la muerte. A los pocos segundos, se encontraba en cubierta, abriéndose paso a codazos entre una multitud de soldados despavoridos.
Con los revólveres en la mano, McRea y sus oficiales lograron dominar el pánico. Una y otra vez, sonó la voz de McRea a través del megáfono:
—Conservad la calma…, os lo pido de nuevo. No perdáis la cabeza. No hay peligro de que el navío se hunda si obedecéis las órdenes…
McRea no había bajado al interior del barco y, en consecuencia, no sabía aún si sus palabras se ajustaban a la verdad. Hasta que la masa vociferante de soldados no fue dominada, los pasillos y las escalerillas que conducían desde el puente a las salas de máquinas permanecieron bloqueadas.
Sin embargo, la situación empeoraba por segundos. En la fría oscuridad, sin medios de identificación, los navíos navegaban desconcertados, como soldados encerrados en una habitación en sombras. El dragaminas Lydd acababa de completar su primer círculo alrededor del Grafton y se dirigía hacia el oeste, con su popa hacia el destructor, cuando los torpedos dieron en el blanco. Escudriñando las tinieblas, el capitán Haig descubrió, a unos quinientos metros de su embarcación, una silueta que identificó como perteneciente a una lancha rápida torpedera. Se dirigía hacia el suroeste, ofreciendo la popa.
Sin más preámbulos, el teniente Edwin Britten, abrió fuego desde el puente del Lydd con el cañón repetidor «Lewis» de estribor. Logró hacer blanco en la popa del intruso. Las balas chocaron contra la torreta del timón, con una nube de pequeñas explosiones.
Pero el Lydd no se contentaba con tan poco. Después de comprobar que el Grafton se mantenía aún a flote, Haig decidió torcer el rumbo y dirigirse hacia él por estribor. Si los alemanes no se habían hundido, todavía acabarían con ellos en poco tiempo.
De repente, la lancha volvió a aparecer ante su vista, completamente al pairo. Los cañones ametralladores del Lydd abrieron de nuevo el fuego contra los asesinos del Wakeful, secundados ahora por las baterías del Grafton, bajo el mando del teniente Leslie Blackhouse.
Junto con otros muchos de sus compañeros, el fusilero Daniel Casey, a bordo del Grafton, lanzó un grito de júbilo. ¡Los alemanes iban a enterarse de quienes eran ellos!
Fue un trágico error. Más tarde, se supo que la lancha rápida alemana «U-269» se hallaba ya en aquellos instantes muy lejos de allí. La batalla de Kwinte Buoy se había convertido, pues, en una operación de guerra en la que solo tomaban parte navíos británicos. El Lydd, dispuesto a saciar su sed de venganza, unió su fuego al del Grafton —mortalmente herido—, y ambos lo dirigieron contra la indefensa lancha dragaminas Comfort, que había salvado al comandante Fisher.
Y aunque Fisher se dio cuenta de inmediato de lo que iba a ocurrir, no pudo hacer nada para evitar la carnicería.
Al principio, pensó que la explosión del primer torpedo que hizo blanco en el Grafton había arrojado por la borda a Mair y a su tripulación, ya que, durante minutos, el Comfort, al igual que días después ocurrió con el Marie Celeste, siguió avanzando con el motor en marcha, ya lejos del destructor. Agarrado aún a su cabo, Fisher se sintió arrastrado en el agua. Una y otra vez gritó para que le izasen a bordo, pero no obtuvo respuesta alguna.
Adoptó una rápida decisión. La marea desviaba el Comfort hacia el suroeste y lo acercaba de modo peligroso a la costa belga. Soltó la cuerda y comenzó a nadar, permitiendo que la lancha se alejase.
Fue entonces cuando el comandante comprendió que estaba sucediendo algo muy extraño. Comenzaron a sonar disparos desde algún lugar cercano y Fisher —que no había dejado de pensar que no había nadie a bordo— se sorprendió al comprobar que el motor de la pequeña embarcación se detenía. La lancha retrocedió, aproximándose de nuevo a Fisher, con la consiguiente satisfacción de este. No había motivo para que el Comfort se hundiera y, si se acercaba lo suficiente, resultaría fácil volver a encontrar un cabo. Al darse cuenta de que el lanchón se encontraba a unos cincuenta metros de distancia, se dirigió a grandes brazadas hacia él, con la intención de encaramarse por la borda y de volver a poner en funcionamiento el motor. Había llegado ya a la proa de estribor y palpaba en la oscuridad en busca de una cuerda, cuando distinguió sobre su cabeza un objeto que se dirigía hacia él con velocidad vertiginosa.
A los infelices supervivientes del Wakeful, que seguían a bordo del Comfort, les esperaban aún horas más amargas y difíciles que las que habían pasado en su destructor. A aquellas alturas, ni siquiera estaban enterados de que la lancha se había quedado sin tripulación. Bajo cubierta, el marinero Geoffrey Kester y sus compañeros se disponían a dormir. De súbito se vieron arrojados de sus camastros y bañados por un torrente de agua.
Fue una verdadera casualidad que todos salieran con vida. De forma inopinada, el Comfort viró a babor y se colocó de costado ante el vengativo Lydd. El marinero Geoffrey Kester y el teniente Percival-Jones se refugiaron tras un pequeño bote salvavidas, ambos con todo el cuerpo lacerado por la metralla.
Viendo aproximarse al Lydd, Kester y los otros se sintieron invadidos por una oleada de terror. El atacante se disponía a abordarlos. En el acto, atravesaron a todo correr la cubierta y se lanzaron al agua helada.
En el Lydd, el marinero de primera Samuel Sinclair distinguió sus siluetas mientras saltaban y gritó a sus compañeros:
—Preparados para repeler cualquier intento de subir a bordo.
Al mismo tiempo, el comandante Haig ordenó a los hombres que se colocasen en las amuras y disparasen con sus rifles sobre los náufragos. Tan intenso fue el fuego que el grito frenético de Fisher: «¡Por el amor de Dios, dejad de disparar! Somos ingleses», pasó inadvertido por completo. Desde el puente, Britten hizo funcionar la ametralladora hasta que el cañón se puso al rojo vivo, vaciando cargador tras cargador sobre los hombres que habían saltado al mar y que recibían ahora una lluvia de balas. Segundos más tarde, el Lydd se lanzó sobre la lancha dragaminas y la hizo pedazos entre un pavoroso estruendo.
Fisher, con los oídos ensordecidos por el brutal chasquido de la madera partida, advirtió que el Comfort saltaba por encima de su cabeza. Instintivamente, se sumergió en el mar como un tiburón y volvió a aparecer en la superficie, unos metros más allá, desfallecido y sin aliento.
La tripulación del Lydd se dedicó a rastrear entre los restos de la embarcación hundida, en busca de «prisioneros». Una vez localizados dos de ellos, el comandante Haig se dio cuenta de la enormidad que acababa de cometer.
Convencidos todavía de que habían sido atacados por un navío alemán, Kester, el contramaestre Patterson y Jackie Chivers permanecieron aferrados al mástil del Comfort hasta que un bote salvavidas del Grafton fue a recogerlos. Pero el teniente Percival-Jones desapareció para siempre.
No tardaron en llegar los primeros auxilios, aunque a Fisher de nada le sirvieron. Después de nadar durante horas y más horas, en compañía de un cadáver que era arrastrado junto a él, por la corriente, pudo ser recogido por el mercante noruego Hird, cuando se encontraba ya a punto de perecer de agotamiento. Hacia el amanecer, el transbordador Matines y el destructor Ivanhoe llegaron al lugar de la tragedia para recoger a los supervivientes del Grafton. Encontraron que el Grafton se escoraba cada vez más y el mar rompía ya contra la superficie de la segunda cubierta. Desde una distancia de quinientos metros, el Ivanhoe acabó de hundirlo con tres certeros disparos. A los pocos minutos, desaparecía bajo las aguas.
En el plazo de pocas horas, se habían perdido dos destructores y una lancha dragaminas. Y los alemanes apenas habían iniciado en serio su labor.
En Dunkerque, nadie tenía la menor idea de la gravedad de la situación. La opinión más generalizada era que, a fin de cuentas, la Marina sería capaz de solucionar cualquier problema imprevisto. Para el comandante Colin Maud y sus oficiales del Icarus, aquel miércoles había amanecido trayendo consigo el anuncio del verano. La niebla se diluía sobre la costa, como presagio de un día radiante de calor, que hacía soñar a los hombres con meriendas al aire libre y helados de fresa y nata. Solo la cortina de humo negruzco extendida sobre los depósitos de petróleo que ardían más allá del gran sanatorio de Braye-les-Dunes, situado en las playas de La Panne, afeaba la silenciosa belleza de la mañana.
A la primera luz del día, las playas se difuminaban en la niebla. El teniente Edmund Croswell, a bordo del H.M.S. Harvester, no llegaba a imaginar el porqué de que le hubiesen ordenado arriar la lancha motora del navío. Cuando desembarcó en La Panne, se encontró con un apuesto general de brigada que conducía un destacamento de tropas.
—¿Cuántos son ustedes? —preguntó Croswell.
El general fue exacto en su respuesta:
—Sesenta y ocho.
Croswell dio media vuelta y con su señalizador comunicó al Harvester lo que más tarde había de calificarse como «el más insensato mensaje de la guerra»: Hay sesenta y ocho supervivientes, dispuestos a evacuarse inmediatamente.
En la mayoría de los barcos ocurría lo mismo. Muchos de los recién llegados se habían trasladado de puntos tan distantes y con tanta rapidez que los alarmantes mensajes de primera hora que recibieron los que, como el Wakeful, iniciaron la operación, no les habían llegado. Incluso el capitán Eric Bush, que había insistido ante Ramsay para el envío de pequeñas embarcaciones, no tenía una idea clara de la gravedad de los hechos.
Frente a La Panne, en el puente del dragaminas Hebe, Bush tomaba una taza de chocolate en compañía del teniente John Temple:
—¿Qué le parece a usted que pueda ser aquella sombra oscura que cubre la playa? —preguntó de pronto.
Temple observó con detenimiento. La niebla del amanecer se disipaba poco a poco y los objetos se iban precisando con lentitud, como si estuviesen sometidos a un proceso de revelado fotográfico. Meneó la cabeza:
—No tengo ni idea, señor. Quizá sean las sombras de las nubes.
—Imposible —respondió Bush—. El cielo está despejado.
Cuando la niebla hubo desaparecido por completo todos los navíos pudieron ver con claridad de lo que se trataba. Sobre el puente del Icarus, los hombres contuvieron el aliento ante la magnitud de la tarea que les esperaba. Enormes y densas multitudes de tropas cubrían las playas. Las colas se encaramaban como serpientes por las colinas cercanas a la arena. Desde Dunkerque, a trece kilómetros de distancia, a La Panne, oscuros espigones penetraban en el mar, a escasa distancia unos de otros. Pero eran espigones humanos, cuyos primeros componentes se encontraban metidos hasta el cuello en aquel mar grisáceo y frío, en espera de los botes que debían evacuarlos.
Bastó un segundo para que la verdad de la situación alumbrase el entendimiento del capitán Bush:
—Son soldados —exclamó—. ¡Dios mío, más de diez mil soldados…!
Llegaban a través de los infinitos puentes y canales hasta Dunkerque, derrotados y ensangrentados, pero espiritualmente firmes y victoriosos. Pertenecían a unidades que ostentaban nombres gloriosos, nombres tan excitantes como gritos de guerra —Chasseurs d’Afrique, Die Hards, Grey Breeks, Foreign Legión—, que resumían en sí la estimulante tradición de batallas históricas —Mons y Talavera, Malplaquet y Waterloo—. De sus pechos no pendían medallas ni distinciones. Aquella era una hora de vergüenza y, sin embargo, por extraña paradoja, la batalla que libraban en aquellos momentos, figuraría en los anales de la guerra como la más sangrienta y heroica de todos los tiempos. Su nombre sería «Dunkerque».
Aparecían de las formas más inesperadas, ingeniosas y peregrinas… El soldado Haynd Mathias y sus compañeros montados con torpeza sobre ganado vacuno… El sargento Bob Copeman, un campesino de Norfolk, caballero en un podenco blanco, huesudo y alto… Tom Blackledge y otros fusileros del Lancastershire, en un camión de radiador humeante. Varias veces durante el viaje, y sin dar importancia al hecho, Blackledge y sus compañeros se vieron obligados a descender solemnemente de su vehículo, y pasarse de uno a otro una lata con el fin de aplacar en ella las necesidades de la humana naturaleza y aprovecharlas para hacer tirar al camión durante los kilómetros que les faltaban antes del término de su viaje.
Llegaban de modo incesante. Sin saberlo, formaban la más grande retirada militar de los tiempos modernos, pilotando motocicletas, subidos en bicicletas de adultos o de niño… El soldado Paddy Kennedy y sus compañeros, en un camión de basuras del Municipio de Bruselas… El artillero Darky Lowe, al volante de un tractor que remolcaba un cañón «Boford», precisamente su cañón, al que se resistía a abandonar al enemigo… El cabo de los Lancers Syd Garner conduciendo otro camión, tan atestado de soldados que resultaba inexplicable que lograse ver algo a través del parabrisas, debido al bosque de piernas que descendía del techo.
El motorista de enlace Bill Challen y su compañero Peter Nicholls viajaron en el «Ford-8» de sus oficiales. Nicholls, enfundado en un abrigo de capitán, se abría paso entre el enjambre de aspeados tommies con un simple movimiento de la mano:
—Echaos a un lado, muchachos… —decía.
Sin embargo, fueron pocos los oficiales que realizaron aquel viaje con comodidad. El capitán Jack Churchill, de los Manchester, un fanático del tiro al arco, llegó en bicicleta, con su arco y sus flechas colgados a la espalda. Se había prometido atravesar con ellos al primer alemán que se cruzase en su camino… El teniente Stanley Pritchard-Barrett, del Pioneer Corps, cubrió todo el trayecto a pie, seguido al principio por una columna de 50 hombres que, al rendir viaje, se habían convertido en 250.
El capitán Edward Bloom, en compañía de Hugo, el perro del médico de Port Avendin, alternando su marcha con breves descansos en el coche del regimiento, realizó su viaje rigurosamente uniformado y con el abrigo puesto en uno de los días más calurosos del año. A pesar de caminar con los huesos del dedo pequeño de un pie destrozados, Bloom no consideraba justo montar en el coche por más tiempo que cualquiera de sus hombres. Y el cuidado que requería Hugo le había hecho olvidar sus ardientes deseos de volver a tomar un baño.
Aunque no siempre se hacía por gusto, andar parecía ser la moda del momento. El soldado Mervyn Doncon, de los Hampshires, realizó el viaje completo a pie, si bien llegó a su destino arrastrando por el suelo su saco de relojes. El soldado Walter Osborne, de los Suffolks, utilizó el mismo medio de locomoción, a pesar de sus continuas protestas, dirigidas a su escolta, el sargento Frank Peacock.
—Sargento, ¿por qué no nos detenemos un rato y luchamos como hombres?
Osborne experimentaba ahora un invencible deseo de convertirse en un combatiente activo, quizá para olvidar el estigma de su arresto y su famosa carta a Winston Churchill.
En medio de aquella trágica cabalgata, no faltaban manifestaciones de un sano sentido del humor. Desde La Coruña, hacía más de cien años, ningún ejército inglés había retrocedido de aquel modo, dejando tras de sí ruinas, pavor y derrota. Por la noche, enardecidos por las picaduras de los mosquitos y por los arañazos de los matojos, los hombres dormían agradecidos en la paja seca de los establos o entre las altas hierbas de las cunetas, demasiado cansados para deleitarse con el canto de los ruiseñores. En los amaneceres, esperaban con ansiedad la aparición de las pequeñas nubes de vapor sobre los estercoleros y el agradable cacareo de las gallinas ponedoras.
Estaban condenados a pasar hambre a perpetuidad. El mecánico, Percy Case, del Cuerpo auxiliar de suministros, recordaría siempre el día 29 de mayo como la fecha en que, al retirarse de Bailleul, se vio forzado a devorar un pedazo de carne tan reseca que, para ayudar su ingestión, tuvo que recurrir a unos tragos de agua pestilente que encontró en una charca. Tal fue su manera de celebrar el decimonoveno aniversario de su matrimonio. También se hallaban eternamente cansados. Tal era su fatiga, que el soldado Ronald le Dube, de los Loyals, mientras caminaba desde Hondschoote a Dunkerque, solo consiguió mantenerse despierto gracias al cañón del fusil de un compañero que, a su propia instancia, le golpeaba sin descanso en los ríñones.
Durante el día, las explosiones jalonaban su avance y las altas columnas de humo ascendían en espiral hacia el azul del cielo. Detrás de ellos, los zapadores volaban los puentes. Durante la noche, seguían la ruta que les señalaban los incendios y las fogatas. El general de brigada George Sutton, un veterano de la Primera Guerra Mundial, se vio sorprendido, en cierta ocasión, por el espectáculo de un buen número de pequeñas hogueras circulares y anaranjadas, que se destacaban en el horizonte, como los ruedas de un castillo de fuegos. Se trataba de los neumáticos de los camiones abandonados, que ardían en la carretera.
A menudo, se encontraban tan desconcertados que olvidaban la lógica más elemental. La unidad del mecánico Harry Owen había terminado su leche condensada. Durante dos días tomaron el té solo. Hasta que a uno de los hombres se le ocurrió una idea que fue calificada de genial: las vacas con las que tan a menudo tropezaban a su paso tenían las ubres rebosantes y estaban allí para algo. Con frecuencia, caminaban doloridos, con los pies convertidos en una llaga o protegidos por un simple pedazo de saco o con la sangre manando a través de las suelas de las botas.
El desconcierto de algunos de ellos triplicaba sus sufrimientos. El soldado Ernest Taylor, del 6.° Greens Hoawards, marchó durante días arrastrando un cañón antitanque porque otro de sus compañeros cargaba con las municiones. Cuando llegó a Dunkerque se enteró de que el otro había abandonado la carga hacía tiempo. El conductor Oliver Clifford anduvo kilómetros y kilómetros padeciendo dolores insoportables en los pies. Hasta que le examinó un oficial médico en Inglaterra nadie se dio cuenta de que llevaba las botas con los pies cambiados.
Los refugiados bloqueaban las carreteras, levantando nubes de polvo y emitiendo vaharadas a lana sucia, sudor y ajo, mientras recibían desde el aire el continuo castigo de los «Stuka» de Von Richtofen, que lanzaban sobre ellos la lluvia mortal de sus ráfagas de ametralladora, tras el preludio obligado del ya bien conocido silbido de los aparatos al entrar en picado. Cuando, al grito frenético de Allemandes, las mujeres y los niños corrían en busca de refugio, el zapador George Brooks sentía como si un cuchillo le rasgase las entrañas. Una y otra vez, arrojaban sobre ellos octavillas que decían: «Ya no tenéis R.A.F», o bien: «Vuestros generales os han abandonado y se han marchado a casa».
Los aviones se dirigían siempre hacia Dunkerque. El conductor Bill Challen —un hombre que tenía la manía de contar— llegó a sumar noventa y siete aparatos en una de aquellas formaciones gigantes.
A pesar suyo, muchos volvieron a practicar ciertas actividades vergonzosas que el tiempo y la civilización habían desterrado de ellos. El artillero Hugh Fisher se encontró hurgando en los bolsillos de un hombre muerto. No consiguió nada. Alguien había licuado antes que él. No se avergonzaba de ello. Un hombre tenía que comer.
La mayor parte de ellos padecieron infinitas penalidades. El sargento Sidney Tindle, mediante un proceso sistemático de insultos y amenazas, logró llevar hasta las playas a catorce de sus veinticuatro seguidores. Al contemplarlos echados sobre las dunas, llenos de apatía y dejadez, el pequeño irlandés se sintió poseído por una nueva oleada de rabia.
—Os haría pedazos a todos —murmuró mientras se alejaba de ellos.
Sin embargo, en medio de aquella amargura, le consoló la conciencia de su propia superioridad. Si no hubiese sido por él, ninguno de aquellos soldaditos bisoños habría llegado a la costa. Él enseñó a los supervivientes a esconderse bajo el cuello del capote para encender un cigarrillo durante la noche… Él les mostró las ventajas de dormir en círculo con los fusiles a mano, con objeto de prevenir la posibilidad de disparar contra algún caza en vuelo rasante que se pusiese a tiro. A pesar de su negativa previa a darles de comer, fue también él quien descubrió unos pollos en una corraliza, quien los desplumó y los limpió y encendió una fogata para asarlos valiéndose de una lata de gasolina.
Fue él quien les obligó a enterrar los cuerpos de unas monjas y unos niños que habían caído fulminados por las ametralladoras alemanas. Aquellos muchachos habían llorado al cavar la fosa y Tindle, a pesar de que también sentía aflorar las lágrimas a sus ojos, les había ordenado con desprecio:
—Seguid cavando. Con lágrimas no ganaremos esta guerra.
Pero el pequeño sargento sentía un desesperado deseo de liberarse de aquella responsabilidad. Sus veinte años de paz en el servicio de las armas no le habían habituado a vencer la extraña sensación de sentirse el único responsable de otros hombres. Ahora se preguntaba qué otros actos le obligaría a realizar su veteranía de soldado viejo.
Otros muchos hombres abrigaban la misma incertidumbre hacia el porvenir. Durante largos minutos, después que la primera ráfaga de ametralladora le había obligado a refugiarse en la cuneta de la carretera de Comines, John Warrior Linton tuvo el convencimiento de que caería prisionero de los alemanes. Solo la voz amistosa del cabo Norton, al otro lado de la carretera, le indujo a realizar un nuevo esfuerzo.
Sin embargo, el francotirador alemán cubría toda la carretera. ¿Qué esperanzas le quedaban de poder alcanzar el puesto de socorro, situado en la granja, al otro lado del camino?
Apostados a unos cuatro metros de distancia, los dos hombres cambiaron impresiones acerca de su situación. En opinión de Norton, la única solución posible consistía en cruzar la carretera por la tubería de desagüe próxima, que unía ambas cunetas. Norton manifestó, no obstante, sus dudas sobre el éxito de aquel intento:
—No sé si por tu lado la tubería será lo bastante ancha. Por aquí está reforzada con ladrillos.
Él, por su parte, puesto que montaba guardia en la entrada del camino que conducía a la granja, no podía abandonar su puesto.
Penosamente, arrastrando las piernas, Linton hizo acopio de fuerzas y avanzó los pocos metros que le separaban de la boca de la tubería. Al llegar a ella, sufrió una honda decepción. A través del tubo, como si observase por un telescopio, distinguió en la distancia las puertas pintadas de verde que daban acceso a la granja. Pero la tubería parecía demasiado estrecha incluso para un brazo humano.
Mientras permanecía allí, herido y exhausto, abandonado a librar solo su propia batalla, Linton sintió renacer en su corazón el ardor de un viejo entusiasmo. Cierto que podía morir aprisionado en la tubería o en la cuneta al ser descubierto por los alemanes. Mas de pronto, recordó…, recordó que por algo le llamaban Warrior en la escuela…, recordó su primer empleo como botones en un periódico…, recordó su trabajo en la fábrica de Birmingham cuando, a los dieciséis años, apoyó la protesta de sus compañeros de trabajo contra un capataz despótico, actitud que le ocasionó el despido…, recordó su decisión de enrolarse en el ejército a los diecisiete años, con el exclusivo fin de equilibrar de nuevo el presupuesto familiar.
Toda su vida había luchado para no convertirse en una rémora, para no ser despreciado. Debía seguir luchando con todas sus fuerzas si no quería ser dejado atrás. Muy despacio, llenó sus pulmones de aire y penetró en la tubería. Hundido en el barro, se arrastró por el interior del túnel, con los ojos cerrados. Gracias a la presión de las puntas de los dedos contra la áspera superficie del tubo, consiguió ir adelantando. Se le ocurrió abrir los ojos y un miedo invencible se apoderó de él. No lograba ver nada y el aire viciado parecía gravitar con fuerza contra su pecho, produciéndole una sensación vertiginosa, maloliente y multicolor. El dolor de sus uñas despedazadas y de las puntas de los dedos sangrantes, amenazó con anular su voluntad. Pensó que iba a morir en el túnel. Se hundiría cada vez más hasta que el negro limo penetrase en su boca y en su nariz y le ahogase.
De súbito, sintió que por todo su ser se derramaba una bendita sensación de alivio. Sus manos, proyectadas hacia delante, tocaron los dedos del cabo Norton, que tiraba ya de él y le ayudaba a despejar de ladrillos y argamasa su camino. Pronto las manos de Norton se estrecharon con firmeza contra las muñecas de Linton.
Con un último esfuerzo por ambas partes, Linton saltó fuera de la tubería, como el tapón de una botella, cubierto por una espesa capa de barro pestilente, con las manos en carne viva y las piernas contraídas formando un extraño ángulo tras él. Solo encontró aliento para decir dos palabras:
—Gracias, amigo…
Ahora, existía aún para él una posibilidad de salvación. Estaba bastante cerca de las puertas verdes de la granja, a través de las cuales le llegaba un rumor de voces. Con grandes esfuerzos, comenzó a reptar hacia ellas sobre el camino empedrado. Un practicante decidió salir en su ayuda. Los alemanes, sin embargo, emboscados no muy lejos, no perdían de vista un solo instante el puesto de mando del batallón. Cuando Listón trató de incorporarse, fragmentos de metralla de mortero al rojo vivo cruzaron silbando por el aire, a la altura de su hombro.
—Me estás dificultando la marcha, amigo, en lugar de ayudarme —dijo al sanitario—. Retírate a la casa. Puedo seguir adelante yo solo.
Estaba salvando los últimos metros por sus propios medios, cuando el teniente Leech McCallum, el joven oficial médico, salió a su encuentro y le tomó por las muñecas. Apoyado sobre sus hombros, Linton llegó, por fin, a la granja.
Le pareció que transcurrían muchas horas en tanto él, con otros tres o cuatro heridos más, yacía sobre el suelo del establo empedrado, tumbados sobre montones de paja, tomando sorbos de leche caliente para reponer fuerzas. Después, McCallum comenzó a extraerle las agujas de la metralla y le vendó las heridas con grandes compresas de algodón que servirían para evitar infecciones. Linton tenía alojado un trozo de metralla en cada pierna, entre el tobillo y la rodilla, y otro fragmento, más pequeño, en medio de las piernas. Las tres heridas fueron firmemente cerradas con tiras de esparadrapo.
Después de la cura, Linton comprobó que no podía moverse sin ayuda y, aunque depositó su fe en McCallum, hombre joven y fuerte y con gran experiencia médica y humana, mantuvo bien en su alma, a partir de aquel instante, una sombra de desconfianza hacia los demás hombres.
De la manera que fuese, debía evitar el dormirse. Tenía que permanecer despierto por si hubiese necesidad de actuar por su cuenta en defensa de su vida. Rechazó con firmeza la inyección de morfina que se ofreció a administrarle McCallum. El oficial médico le advirtió con benevolencia:
—Estás demasiado herido para intentar escapar.
Linton no aceptó el consejo. Si se le presentaba la menor ocasión de huir, la aprovecharía. Sin embargo, se avino a tomar las tabletas de morfina que le entregó McCallum para atenuar en lo posible los dolores que comenzaban ya a manifestarse.
Más tarde, después de solicitar del puesto de mando un voluntario para conducir su camión, McCallum expuso su plan. Los alemanes estaban apostados a unos 200 metros de allí. El camión cargaría a los pocos heridos que estaban hospitalizados en el puesto de socorro y los trasladaría al punto de evacuación más cercano… El proyecto presentaba un grave inconveniente. Habría que cruzar las líneas alemanas. McCallum subrayó aquel detalle al conductor. —Los boches —dijo— cubren ambos lados de la carretera. La única oportunidad es pasar a tal velocidad que no les dé tiempo a enterarse de lo que ocurre.
Con objeto de conseguirlo con mayor facilidad, McCallum pensó que sería conveniente calentar el motor del camión antes de que se abriesen las puertas de la granja.
Trabajaron con inusitada rapidez. La primera medida consistió en cubrir con mantas la caja del camión. Después se trasladó a los heridos. Linton fue instalado en el vehículo en compañía del soldado Hawkins, herido en un brazo, a quien fue encomendada la custodia de su compañero. Hawkins se sentó junto a Linton para mantenerle inmóvil en caso de que la fuerza centrífuga del camión, al tomar las curvas, le desplazase de su lugar. Un oficial, procedente de una Compañía de transportes, que sufría una herida en el estómago, fue acomodado en la cabina, al lado del conductor.
Los camilleros tomaron posiciones junto a las grandes puertas verdes de la entrada. Antes, se despidieron de Linton: —Eres un tío afortunado. ¡Vuelves a Inglaterra! El adiós de McCallum fue más formal:
—Hasta la vista, Linton. Te deseo una feliz travesía del Canal. El motor del camión se puso en funcionamiento. McCallum gritó:
—¿Preparados? ¡En marcha!
Las dos grandes puertas de madera se abrieron de par en par. Los camilleros se retiraron del camino. Sin perder un segundo, el conductor metió la primera y el camión salió disparado como una bala, desplazando a Linton de su lugar en el interior de la caja. Mientras avanzaban por el camino pedregoso, Linton temió por un instante que, al llegar al cruce con la carretera, el vehículo volcase y que sus esperanzas concluyesen, a la vista aún del puesto de mando que significaba la salvación. Pero el conductor torció el volante y tomó la carretera a velocidad de vértigo. El enemigo, a ambos lados del camino, no pudo abrir fuego por temor a aniquilarse mutuamente.
Parecía como si Inglaterra hubiese alcanzado de pronto su mayoría de edad. En todas partes, hombres y mujeres se mostraban dispuestos a cargar con nuevas obligaciones y responsabilidades, aun cuando eran pocos los que sabían de manera exacta en qué iban a consistir.
En Gravesand, a orillas del Támesis, el oficial del Cuerpo de ambulancias Charles Jackson y diez despreocupados voluntarios oyeron decir que en Francia se estaba fraguando una delicada operación de emergencia. Equipados con gran abundancia de material sanitario, partieron inmediatamente en una lancha rápida. El voluntario Arthur Purves canceló sus deudas de juego por anticipado —nunca se podía asegurar el regreso—, pero los demás exteriorizaban un gran optimismo. Jackson y sus camaradas se disponían ya a zarpar río abajo cuando, el jefe de ambulancias Harry Fletcher les entregó unos billetes:
—Tomad —les dijo—. Por si andáis escasos de dinero… Después del trabajo, necesitaréis tomar unas copas.
Algunos, por tener la lengua demasiado suelta, se creaban problemas innecesarios. La tripulación de la motonave Bee, de 70 toneladas, perteneciente a la «Naviera Pickford», que se hallaba anclada en Portsmouth, se enteró de que la Marina se proponía incautarse del barco para, tras dotarlo de nueva tripulación, trasladarlo a Francia. El técnico maquinista Fred Reynard, hombre locuaz y de pequeña estatura, opinaba de distinta manera. Dispuesto a impedirlo, marchó a la Comandancia de Marina y argumentó durante tanto tiempo con el centinela de puerta que, por el teléfono interior, se pidió a la guardia una explicación sobre los motivos de aquella larga controversia… Minutos más tarde, Reynard estaba en presencia del almirante Sir William Bubbles James, jefe del sector naval de Portsmouth.
El almirante le expuso con la mayor sequedad que los oficiales de la Marina llevarían la motonave hasta Francia en misión urgente de guerra. Sin querer darse por vencido, Fred prosiguió obstinado como una mula:
—Perdón, señor, ¿qué saben sus jóvenes oficiales acerca de motores suecos? Yo he estado trabajando en ellos desde 1912.
El almirante se resistía a ceder.
—No podemos garantizarle el regreso ni usted, a su vez, puede garantizarnos que no desee regresar antes de cumplimentar la misión. ¿Ha estado alguna vez bajo los efectos de un bombardeo?
Fred, que había sido soldado durante la Primera Guerra Mundial, contestó con otra pregunta:
—¿Y usted ha oído hablar de Gallipoli?
Sir James nunca hubiese llegado a almirante de no saber cuándo convenía rendirse:
—De acuerdo —dijo—, le designaré a un oficial para que dirija la navegación. Pero ¿qué hay de sus hombres?
Reynard replicó con sencillez:
—Ellos van siempre adonde voy yo.
Al regresar al Bee, el asunto estaba decidido.
—Salimos para Francia —comunicó al patrón Trowbridge.
Lleno de razón, este replicó que no dijese estupideces. La tripulación del Bee, formada por marineros eventuales, nunca había navegado por otras aguas que las que separaban Portsmouth de la isla de Wight. Fred ni siquiera se dignó escucharle. Había que proveerse con toda urgencia de raciones para cinco días, comprobar el buen funcionamiento de los motores y esperar la llegada inminente del oficial piloto de la Marina, el teniente Kindall.
Otros recibieron noticias más dramáticas. En el Támesis, a la vista de la Torre de Londres, el patrón Lemon Webb, gobernaba el timón del Tollesbury, su vieja barcaza, recibiendo en los ojos el resplandor del sol de la tarde. Navegaba río arriba a la moderada velocidad de cuatro nudos. Las velas pardas se abrían al viento para recoger la ligera brisa y su armazón pintado de verde contrastaba de modo extraño con el azul brillante de su cubierta. El Tollesbury, con sus ochenta pies de eslora, ofrecía su aspecto de siempre: un pacífico superviviente de tiempos mejores.
Lemon Webb, sobre cubierta, parecía formar un todo con la embarcación. Aquella singular identidad no era fortuita. Veterano de sesenta y dos años, de voz dulce, mejillas sonrosadas y radiantes ojos azules, que cubría su cabeza con una vieja gorra marinera, Webb había formado parte integrante del río toda su vida. Primero, cuando contaba tan solo doce años, como segundo de la barcaza de su padre, el Why Not?, y como patrón de su propia gabarra, a partir de los veintiuno.
Algunas veces, el Tollesbury, embarcación de 140 toneladas, concebida en particular para el transporte de grano, había zarpado con rumbo a Amberes, por orden expresa de sus propietarios K. y W. Paul, de Ipswich. Pero la mayor parte de la vida de Webb —más de cincuenta años—, había discurrido al ritmo de las mareas del Támesis. De Ipswich a Cory’s, con cargas de trigo y de maíz y, luego, regreso al punto de destino con nuevos cargamentos. Solia concluir las jornadas en su pequeña casita de Ipswich, junto al río Orwell, en cuyo jardín cultivaba con acendrado amor una considerable cantidad de rosas y de alverjillas multicolores.
De repente, ante el asombro del viejo patrón, una lancha de la Marina, surcó a toda velocidad las tranquilas aguas del río, y se acercó a ellos. Las instrucciones que surgieron imperativas del megáfono, quedaron bien grabadas en la memoria de Webb:
«Deben dirigirse a Cory’s Jetty, Erith, y permanecer a bordo hasta nueva orden».
Una vez dada su conformidad con un gesto de la mano, Webb cambió unas palabras de asombro con su copatrón Edward Gunn y con Percy Scott, un muchacho de diecinueve años, que desempeñaba a bordo las funciones de marinero. A los pocos minutos, restaba ya poca importancia al hecho… El vestir de uniforme hacía sentirse a la gente más dramática. Seguro que la situación no sería tan grave como se pretendía.
Al llegar al muelle de Erith, hubo de convencerse de lo contrario. El Tollesbury fue obligado a amarrar junto a otras barcazas que Webb conocía muy bien: la Royalty, del patrón Harold Miller, la Doris, patroneada por su cuñado Fred Finbow, la Barbara Jane, propiedad de su propio sobrino y ocho más. Muy pronto, un remolcador se encargaría de transportarlas a todas al puerto de Tilbury, donde recibirían nuevas instrucciones. Mientras tanto, nadie debía abandonar el muelle.
La escena hubiese despertado la sensibilidad de un pintor: las barcazas, con sus velámenes de lona rojiza proyectados contra el cielo; los veteranos marineros, con sus remendados jerseys de cuello alto, cambiando entre sí excitadas especulaciones, mientras el resplandor del sol parecía resbalar sobre la grasienta superficie de las aguas.
Todos, excepto Lemon Webb, hacían cabalas sobre el futuro inmediato. El viejo patrón había visto dos días antes cómo dos lanchas motoras remolcaban una larga hilera de yates y balandros río abajo y en seguida comprendió cuál era su destino… Ahora, en el breve plazo de unos minutos, se resignó a sobrellevar lo que la fatalidad pudiera depararle. Desobedeciendo las órdenes, salió del recinto del muelle, marchó a la oficina de Correos y dirigió una tarjeta a su esposa, Mabel, al 133 Cliff Lane, de Ipswich.
Su mensaje no pudo ser más lacónico:
«Movilizados. Temo que a Dunkerque. Besos, Lemon».
Aunque el patrón Lemon Webb había hablado en sentido metafórico, existían motivos más que suficientes para sentirse temerosos. En aquellos precisos instantes, los alemanes se hallaban convencidos de que Dunkerque estaba a punto de caer.
En las altas esferas del Ejército alemán, las polémicas se habían mantenido durante tres días en un grado tal de acaloramiento que repercutió de modo manifiesto en la marcha de la campaña. Desde Charleville, el coronel Günther Blumentritt, jefe de operaciones de Von Runsdtedt, hizo notar con crudeza la poca eficacia del 4.° Ejército de Von Kluge. El general alemán parecía haber renunciado ya a cualquier progreso. En Wormhoudt, en Cassel y en Hazebrouck, los británicos resistían con tenacidad. El coronel Antón Brennecke, jefe del Estado Mayor de Von Kluge, saltó en su defensa. ¿Cómo era posible culpar a los tanques si un día recibían la orden de detenerse y al día siguiente de avanzar sin tregua ni descanso, mientras los rumores de una ofensiva desde el sur les distraía de su trabajo actual? El Führer debía posponer el «Plan Rojo» y concentrar todos los esfuerzos en la toma de Dunkerque, a cualquier precio.
Desde el Cuartel General del 4.° Ejército, en Cháteau Bonne Étable, Béthume, Brennecke, había protestado hacía ya tiempo:
—Como dicen los franceses, lo único que hemos logrado con tanta orden y contraorden ha sido un fenomenal desorden.
Por tal motivo, Brennecke guardaba aún en su manga amargas verdades para el jefe del Estado Mayor del grupo «Panzer» de Kleist, el coronel Kurt Zeitzler:
—Uno tiene la sensación de que nunca va a suceder nada nuevo. Es como si nadie estuviese ya interesado por Dunkerque.
Y Brennecke añadía con desesperación que la ciudad y el puerto debían ser bombardeados sin demora, la evacuación detenida y el pánico y la confusión sembrados por doquier.
Le llegaba a Zeitzler el turno. Se les había prohibido de manera terminante utilizar tanques en las cercanías de la costa. Si el grupo de Zeitzler atacase ahora, necesitaría el apoyo del Sexto Ejército y todas las unidades de la mimada infantería habían sido retiradas del frente para que tomasen un descanso. Por último, el general Von Kluge interrumpió secamente a Brennecke y ordenó a Kleist:
—Hay que enviar en el acto todas las fuerzas a la costa este de Dunkerque. Deben alcanzar el mar hoy sin falta.
Después, con un saludo final, el comandante en jefe del Ejército dio por terminada la reunión. A partir de las 2 de la madrugada del viernes, 31 de mayo, el 18.° Cuerpo de Ejército de von Block, compuesto por seis divisiones y apoyo motorizado, debía avanzar hasta las puertas de Dunkerque. Von Rundstedt y Hitler se habían salido con la suya. La mayor parte de los tanques iban a ser trasladados al sur.
En Munstereifel, al enterarse de la noticia, el general Franz Halder formuló una última y estéril observación. Comunicó al comandante en jefe Von Brauchitsch:
—Si por cada tanque que perdiésemos ganásemos un día, nos traería mejor cuenta conservar todos los tanques que poseemos y perder dos semanas.
Von Brauchitsch, como era de esperar, se encogió de hombros. No deseaba más altercados humillantes con el Führer. En lugar de eso, prefirió aplacar a Halder. En colaboración con Hitler, él había elaborado planes para la infantería de Von Block, que redundarían en beneficio de todos. Cabía la posibilidad de desembarcar unidades de infantería por mar, a espaldas de los británicos, o sembrar el caos entre ellos bombardeando las playas con proyectiles «Ack-Ack» de explosión retardada.
Halder le escuchó sin pronunciar una palabra. Le constaba que las innumerables vacilaciones de Von Brauchitsch les habían costado ya demasiado caras.
El barón Von Richtofen no se veía asaltado por aquel cúmulo de dudas. Durante toda la mañana, en su Cuartel General de Saint Pol, había tenido que capear el constante diluvio de críticas de que había sido objeto por parte de Goering. ¿Por qué su Octavo Ejército del Aire no atacaba Dunkerque con la eficacia que todos esperaban? Pero Richtofen, hombre poco inclinado a sacrificar hombres y aviones, prefería esperar a que la oportunidad se presentase por sí sola. Mientras las nubes formasen sobre Dunkerque un techo bajo, de una altura apenas de 200 metros, eran escasas las posibilidades de éxito. Disgustado, escribió una nota en su Diario: «El jefe supremo de la “Luftwaffe” está sobre ascuas por lo de Dunkerque».
Poco después, a las dos de la tarde, le llegaba el mensaje por el que tanto había suspirado: los aparatos de observación comunicaban que el cielo sobre el Canal se despejaba rápidamente. Nada se interponía, pues, entre Dunkerque y los 180 «Stuka» de bombardeo de Von Richtofen.
La noticia corrió como un reguero de pólvora. En el cercano aeropuerto de Beaulieu, el mayor Osear Dinort, aposentado en su oficina instalada en el interior de un camión con toldo de lona, descolgó su teléfono de campaña y escuchó con la mayor serenidad las palabras del jefe de Estado Mayor, Seidemann:
—Que despeguen todos los aviones con destino a Dunkerque.
Siempre sin perder la calma, Dinort, comandante de la 2.a Ala de «Stuka», comunicó la orden a sus tres comandantes de grupo:
—Mantengan contacto con mi camión —añadió— para informarme de sus actividades.
Tanto aquella placidez como el lugar en el cual había instalado su oficina resultaban característicos en Dinort. Mientras otros oficiales se desesperaban ante la lentitud de los acontecimientos, Dinort, un hombre de treinta y nueve años, de rostro enjuto y aspecto pensativo, raras veces encontraba tiempo para detenerse a juzgar asuntos ajenos a su trabajo. Para concentrarse mejor en su labor, se había recluido en un camión con remolque, el cual le había servido de vivienda y de oficina durante más de tres semanas. Devoto católico, que no fumaba ni bebía, Dinort era el primer piloto que había ganado la más codiciada condecoración de la «Luftwaffe»: la Cruz de Caballero con las hojas de roble.
Cuando sus jefes de escuadrilla penetraron en su camión, Dinort los observó con afecto… El capitán Hubertus Hitschold, con su terrier en brazos, como de costumbre… El silencioso y formal capitán Lothar… Todos ellos habían estado a las órdenes de Dinort durante tanto tiempo que este se permitía la familiaridad de llamarles «sus viejos gansos». Aquellos hombres eran los que entraban en acción de modo habitual cuando el tiempo revuelto o inseguro podía poner en peligro la vida de los pilotos neófitos.
Inclinado sobre su mesa de trabajo, en conferencia con sus oficiales, Dinort apenas dirigió una mirada sobre el mapa. En pocas semanas, todos ellos habían llegado a conocer la costa con notable precisión. Juntos, habían colaborado en la destrucción del puerto de Dunkerque, de la misma manera en que compartieron, antes de la guerra, el brutal año de bautismo aéreo en la escuela de «Stuka» de Graz. Se habían ejercitado en colocar las bombas en blancos de cinco metros de diámetro, mediante la práctica continuada de descensos en picado, con fuego antiaéreo real de baterías «Ack-Ack» y teniendo que vencer las molestias inherentes a aquellos repentinos cambios de presión.
En la escuela, había visto a docenas de pilotos solicitar el pase a otros cuerpos a raíz de efectuar el primer vuelo en picado. Los hombres de estómago delicado vomitaban en el interior de la carlinga y los de constitución nerviosa débil sentían que sus intestinos y sus vejigas fallaban lastimosamente.
Con método y precisión, Dinort repasó los diversos aspectos de la operación. El despegue debía realizarse a la 4:45 de la tarde, para dar lugar a una posible segunda vuelta. Abordarían Dunkerque sobre las 5, con tiempo suficiente para que los comandantes de grupo pudiesen, durante el trayecto, comunicar las órdenes oportunas a sus respectivas escuadrillas. El blanco estaba constituido por los barcos ingleses. Cuanto mayor fuese el navío hundido, mayor sería también la recompensa.
Sin especial malicia, Dinort aconsejó:
—Encontraréis gran cantidad de pequeñas embarcaciones rondando por aquella zona. Dejadlas en paz. Nos interesan los peces gordos, que transportan mayor número de tropas. —Se encogió de hombros y añadió—: No podemos permitirnos hacer una guerra de guante blanco.
Sus creencias como católico, que habían representado, desde un principio, un elemento de roce con los altos mandos de la «Luftwaffe», habían planteado también a Dinort un problema de conciencia sobre aquel punto. ¿Cómo podían reconciliarse las creencias religiosas con el nuevo concepto de la guerra total? En vista de que ni siquiera los capellanes de la «Luftwaffe» acertaron a solucionarle la cuestión y ya a punto de presentar la dimisión, solucionó sus dudas con la aplicación práctica de un precepto de Lutero: un hombre debe obedecer en todo momento a sus superiores, a menos que sus órdenes atenten contra el espíritu de la Biblia. Aun en tal caso, resulta difícil precisar la validez del juicio individual.
Desde entonces, aquel hombre, atormentado sin tregua por el escrúpulo y la duda, mereció el afecto y el apoyo de sus jefes de escuadrilla en una medida poco frecuente en la «Luftwaffe». Dinort que, a fin de cuentas poseía un corazón generoso y valiente, se veía muy a menudo enfrascado con Von Richtofen en largas discusiones. Ello ocurría siempre que su superior ponía en peligro innecesario las vidas de sus hombres, en planes que podían considerarse como un verdadero suicidio.
Mediada la conferencia, se abordaron los detalles de tipo técnico. Como era su costumbre, la altura debía mantenerse a 6000 metros, quedando a la discreción de los pilotos el techo máximo de los picados sobre el blanco. La velocidad de crucero no debía descender de los 250 kilómetros por hora. De las cinco bombas que componían la carga de los «Stuka», la más pesada, de 250 kilos, tenía que ser lanzada la primera sobre el blanco asignado. Las otras cuatro, de 70 kilos, se reservarían para completar los efectos de la anterior en sucesivos lanzamientos en picado.
El encuentro de los jefes de grupo con sus escoltas, integradas por la 1.a Ala del general Osterkamp, se efectuaría al oeste de Dunkerque, en las proximidades de Mardyck.
Dinort concluyó con una pregunta:
—¿Y vuestras tripulaciones? ¿Tenéis algún problema?
Aunque los tres comandantes denegaron con la cabeza, Dinort añadió:
—De todas maneras, cuidad de los muchachos. Ya sabéis lo que quiero decir.
No eran necesarias más explicaciones. Cada vez que el piloto de un «Stuka» se lanzaba en picado moría un poco. Día a día, iban oprimiendo en su organismo los efectos funestos de su actividad. Había pilotos que perdían la razón, mientras ametrallaban la tierra en loca carrera contra ella. Artilleros que se desmayaban por el repentino cambio de presión. Hombres que, llenos de pavor, rompían las formaciones y regresaban a la base con los nervios destrozados.
Al acabar la reunión, Dinort les hizo objeto, una vez más, de su habitual bendición de guerra:
—Los soldados muertos no pueden luchar. Vended, pues, caras vuestras vidas y recordad que no se cae la hoja de un árbol sin que medie la voluntad de Dios.
Con gesto automático consultó su reloj. Debía comenzar a cambiarse de ropa cuarenta minutos antes de la partida. Por lo tanto, le quedaba aún algún tiempo para despachar papeles atrasados. Se sentó ante su mesa, sin abrigar el menor asomo de temor. Estaba convencido de que Dios les protegería de los cazas británicos y de los proyectiles antiaéreos.
De pronto, acudió a su mente un pensamiento inédito. Aquella acción significaría un hito en su carrera. Hasta entonces nunca había bombardeado blancos móviles en el mar.
En Dunkerque, el equipo del capitán Tennant se enfrentaba con considerable cantidad de graves problemas. En las últimas veinticuatro horas, no se habían logrado evacuar más que 17.800 hombres y, en conjunto, unos 25.400 desde la llegada de Tennant y sus hombres.
Tennant había comenzado ya a vislumbrar cambios favorables en la situación, pero el ritmo operativo era aún desalentadoramente lento. En el espigón del este, la acción de las mareas, con sus cinco metros de desnivel, dificultaba el embarque regular y rápido de las tropas. Aquel inconveniente suponía tener que pensar en nuevas soluciones… El destructor Icarus tuvo que utilizar postes de porterías de waterpolo como pasarelas de acceso para las tropas y el buque-hospital St. David los andamios destinados a facilitar la pintura de sus chimeneas.
Algunos barcos cargaban el doble de hombres que permitía su capacidad normal. El teniente R. C. Watkin, del destructor Winchelsea, anunció al saltar a tierra al jefe de muelles, Jack Cloustron:
—Podemos cargar hasta cuatrocientos hombres. Cloustron replicó:
—Vuelva a anunciarme su salida cuando haya cargado mil.
Ante el asombro de Watkin, los 1000 tommies lograron apretujarse, de un modo u otro, en el navío.
Debido al gran oleaje que rompía en las playas, aquel día no les fue posible a los hombres de Tennant despachar a los barcos con plena carga hasta después del amanecer. Durante toda la mañana, el comandante Héctor Richardson había estado enviando contingentes de tropas al espigón este, a razón de 1000 hombres cada cuarto de hora.
A Tennant le constaba que Ramsay hacía en Dover todo lo que estaba en su mano. La totalidad de los destructores que el Almirantazgo tenía disponibles habían zarpado ya con rumbo a Dunkerque. La noche anterior, más de setenta buques se habían concentrado en la zona de playa, que se extendía durante 15 kilómetros entre Dunkerque y La Panne. La abundancia de destructores, de minadores y de gabarras holandesas no paliaba, sin embargo, la escasez de pequeñas embarcaciones, que se dejaba sentir en alto grado para el traslado de la tropa a los grandes buques.
Impresionado por la tragedia del Queen of the Channel —el primer barco que atracó en el espigón y que resultó hundido poco después con 950 hombres a bordo—, Ramsay había decidido, en principio, que las embarcaciones como el Canterbury, dedicado al servicio del Canal y someramente armado, debía actuar solo de noche. Pero ahora el factor tiempo se había convertido en algo esencial. Era preciso correr el riesgo.
Once barcos se encontraban amarrados en el espigón del este aquella tarde, mientras algunos destructores franceses, como el Mistral, el Siroco y el Ciclone, procedían desde el interior del puerto a la evacuación de tropas franceses, que había comenzado aquel mismo día. En las aguas, impregnadas de petróleo y sembradas de cadáveres flotantes, se amontonaban, además, toda clase de navíos, destructores, petroleros y barcos de servicio del Canal.
Cerca de las 4 de la tarde, justo en el momento en que el viejo vapor Loch Garry, de la naviera «Western Islands», dejaba el puerto, el cielo comenzó a nublarse por el oeste. Contempladas desde el barco, las playas ofrecían un espectáculo excepcional. El soldado Arthur Yendall, del regimiento King’s Own Royal, describió más tarde el aspecto de las playas como el de una charca de primavera, tan poblada de renacuajos que impedían descubrir el agua.
El cielo, más allá de Dunkerque, fue cobrando, minuto a minuto, un aliento, en presagio de nuevas calamidades.
Y en efecto, a los pocos minutos, la primera oleada de bombarderos de Von Richtofen se proyectó contra el cielo ceniciento, deslizándose serenamente entre el cielo y mar. Al contemplarlos desde el Oriole, reflejado en sus colas el resplandor de la tarde, el teniente John Crosby pensó que parecían «abejorros surgidos de modo misterioso de las entrañas del sol».
Durante sus ataques en picado, los aparatos llegaban cada vez más cerca de sus blancos. Picaban tan bajo que el soldado Charles Ginnever, desde las dunas de Braye, observó como un «Stuka» se fijaba en su vértice de descenso sobre un barco y lanzaba con toda limpieza sus cinco bombas en el interior de la chimenea.
Segundos después, el «Stuka», que dejaba tras de sí un hongo de llamas y de humo, descendió todavía más, hasta rozar con una de sus alas la tersa superficie de las aguas doradas por el atardecer. Aquellas acrobacias emocionaron a Ginnever de tal manera que olvidó incluso dónde se encontraba. Juntó las manos y aplaudió:
—Mereces un aplauso, jerry —exclamó—. Eres el mejor, la crema de los pilotos.
A bordo del guardacostas Bullfinch, el artillero Jack Saunders informó que otro avión se había acercado de tal forma al mástil de su barco que les fue posible distinguir todos los rasgos de la cara del piloto.
—Llevaba una especie de máscara —dijo.
El brutal silbido de la innovación introducida por Von Richtofen en aquellos aparatos helaban la sangre a los que las oían desde el suelo. Según el marinero de primera del Winchelsea, Charles Chaplin, los «Stuka», al lanzarse en picado, «parecían abrir agujeros en el cielo».
En la sala de máquinas del Codrington, el fogonero Arthur Rozier, resumió su llegada, su estancia y su salida de Dunkerque con las siguientes palabras:
—Estuvimos en el infierno, pero ya estamos a salvo.
Después, en un ataque en picado, largo y rasante, los «Stuka» bombardearon el puerto y los quince kilómetros de playa y aguas azuladas que se extendían entre Dunkerque y La Panne. El estruendo de las bombas se mezcló con el rugir de las piezas de 4 y 7 pulgadas de los destructores, con el metálico zumbido de los antiaéreos «Bofor» y con el martilleo incesante de los «pianos de Chicago», como llamaban a los cañones ametralladores «Vicker», que disparaban 2000 proyectiles de media pulgada por minuto. El teniente de navío Guillanton del Mistral, no conseguía hacerse oír por sus hombres. Desde aquel momento en adelante, todas las órdenes tuvieron que darse por escrito y remitirse por un mensajero.
Aún fue peor para los barcos que se encontraban en el espigón del este. Abarrotados como motonaves en un crucero de placer y amarrados a un muelle, sus posibilidades de salir indemnes eran muy escasas. A bordo del cazasubmarinos Brock, el patrón Herbert Bidle contenía el aliento. En sus proximidades, las bombas habían caído junto a su navío gemelo, el Polly Johnson, barriendo la totalidad de los servidores del cañón antiaéreo antes de que tuviesen tiempo de preparar la pieza. Su patrón, Jeremy Greengrass, fue lanzado desde su propia cubierta al puente de mando del Brock, con un costado de su uniforme destrozado y su cuerpo en carne viva, como un solomillo crudo. Cuando los soldados y el médico acudieron en su ayuda, Bidle le entregó un cigarrillo y exclamó, procurando levantar la moral de todos:
—¡Animo muchachos! Después de todo, aún no estamos muertos.
Aquello era verdad, mas, por desgracia, aún quedaba tiempo para morir. Una bomba penetró por el conducto de ventilación del cazasubmarinos Calvi y el marinero Bertie Spindler salió disparado del puente de mando, mientras la proa del pequeño navío rasgaba como un cuchillo la popa del Brock. Spindler logró mantener no solo el equilibrio, sino también el buen sentido y procedió a quemar sin pérdida de tiempo el mapa secreto que se utilizaba para minar las zonas del Canal. Pocos minutos más tarde, el Calvi se hundía y Spindler y su tripulación se trasladaron al John Cattling, que se encontraba en las cercanías. Hundido ya en el agua, con su mástil y su chimenea por encima de la superficie, el Calvi hacía ondear aún su enseña blanca de batalla, como postrero gesto de desafío.
El ejército se mostraba asimismo desafiante. Desde el Canterbury, el capitán Bernard Lockey contemplaba a las tropas que marchaban, impertérritas, en estrechas hileras de a tres, por el espigón del este. Sin poder hacer nada en su ayuda, el capitán observó como, uno tras otro, aquellos hombres saltaban hechos pedazos. Los que lograban refugiarse en los barcos, escapaban por los pelos. La bomba que explotó detrás del general de brigada George Sutton causó la muerte a muchos de los hombres que le seguían. Sutton no se dio, sin embargo, por salvado ni aún después de penetrar en el salón del Canterbury. La próxima bomba podía acabar de modo definitivo con todos ellos. Por las troneras del barco irrumpían espesas nubes de polvo levantadas por las explosiones sobre el estrecho muelle.
Los destructores, a pesar de ir equipados con armamento más pesado que los cazasubmarinos —piezas de 4 y 7 pulgadas contra las de 3 pulgadas de carga única de estos últimos—, no se hallaban mejor protegidos que el resto de las embarcaciones. El patrón del Brock, Bindle, se encontraba aún accionando los grasientos cables del puente colgante, después de haber trasladado a su colega Greengrass al destructor Grenade, cuando vio aparecer a los «Stuka» picando sobre el Grenade. Tres bombas dieron en pleno blanco, introduciéndose una de ellas por la chimenea del navío.
A los pocos segundos, las cubiertas del destructor ofrecían un espectáculo de pesadilla… Los marineros resbalaban sobre una tenue capa de petróleo y de sangre… Un soldado bisoño se aferraba desesperado a un cabo, llamando a su madre… Otro gritaba mientras se lanzaba al agua:
—Si este es el trabajo que ofrece el ejército, ya os podéis quedar con él…
En aquel instante, ante la mirada horrorizada de Bindle, el Grenade escoró a babor y se incendió de proa a popa, como una rama seca, proyectándose de modo peligroso contra el Brock.
De nuevo, la presencia del equipo de Tennat salvó la situación. Con serenidad y con calma, haciéndose oír a gritos entre el estruendo de la batalla, el comandante Jack Clouston ordenó a uno de los cazasubmarinos que remolcase el Grenade hacia el puerto. Sin embargo, los calabrotes de amarre de este se habían partido. Con la imponente majestuosidad de un funeral vikingo, el navío se lanzó mar adentro, sin posible control. Solo una cosa parecía cierta, que el destructor acabaría por hundirse en la barra del puerto, cerrando el paso a los demás navíos y paralizando la totalidad de la evacuación.
El cazasubmarinos intentó abordarlo, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos. Segundos más tarde, el arsenal del buque se incendió y, con una violencia que pocos hombres habrán tenido ocasión de presenciar jamás, más de un millar de cajas de municiones se proyectaron al aire. Protegido contra el murallón del puerto, el teniente Robert Bill, de la Marina, divisó la quilla llena de algas del destructor. Con una total falta de lógica, lo único que se le ocurrió pensar fue que el navío no había estado en el dique seco desde hacía mucho tiempo.
Quince kilómetros al norte, en la costa de La Panne, el general Alan Brooke advirtió también la explosión. Quedó atónito ante aquella «colosal columna de humo, como si se tratase de una bomba atómica, y después el mar entero sembrado de escombros».
No obstante, el Grenade se mantenía aún a flote. La tripulación del carguero armado King Orry, que entró en el puerto algo después, atestiguó que las chapas de acero se hallaban al rojo vivo, incluso por debajo de la línea de flotación. Al cabo de poco rato le tocó el turno, a su vez, al King Orry. Una bomba que estalló en su popa arrancó el timón del buque y lo dejó a la deriva, impulsándole, al mismo tiempo hacia atrás. Con el brutal chasquido del acero que topa con una roca, el carguero se lanzó contra el espigón del este, abriendo un considerable boquete en su frágil anatomía.
El largo rompeolas en el que Tennatt había depositado todas sus esperanzas quedaba fuera de combate. Todo contacto entre tierra y los posibles lugares de embarque había sido cortado.
El teniente Jonathan Lee, del Orry, contemplaba aterrorizado una visión dantesca. El puerto aparecía lleno de escombros llameantes y de buques zozobrantes. El agua se acercaba cada vez más al puente de mando de su buque, mientras este se inclinaba a estribor. Uno de los camareros del barco, enloquecido por la explosión, compareció en el puente, escoba en mano, y procedió a barrer cuantos fragmentos de cristal encontró en el suelo. Tan pronto como el mar invadió el puente de mando, Lee se lanzó al agua desde la proa. La explosión había puesto en funcionamiento la sirena del buque. Aullando, como un ser vivo agonizante, el King Orry desapareció bajo las aguas.
Otros barcos hubieron de sufrir la misma tragedia. A bordo del H.M.S. Jaguar, recién salido del puerto, un marinero, que acudió a entregar un pedazo de pan con mantequilla al radiotelegrafista William Brown, le había confiado:
—Esta madrugada, a eso de las cinco, estaremos otra vez en Londres.
Apenas había concluido de pronunciar aquellas palabras, cuando un «Stuka», desviándose de su ruta en un sesgo extraño, bombardeó el navío. Una docena de oficiales y marineros que en notoria desobediencia a las órdenes dadas, se habían aventurado a salir a cubierta, perecieron en el acto. Sobre el puente de mando, el teniente comandante Beppo Hine, cubierta de sangre su cara, ordenó con toda la frialdad del odio que experimentaba:
—¡Malditos puercos…! ¡Abandonen el barco!
No era, pues, sorprendente que el miedo se enseñorease de las playas. Ignorante hasta entonces de la verdadera naturaleza de la guerra, gracias a la política de Gort de mantener un ejército a base de «bocas inútiles», miles de hombres se encontraban de pronto ante una realidad que rebasaba los límites de lo verosímil.
Muchos de aquellos soldados no consiguieron soportar la tensión. Walter Allington, el hombre bondadoso y robusto, cuyo cometido en la vida parecía consistir en ayudar a los que le rodeaban del mismo modo como había asistido al paralítico belga, estaba abrumado ante el espectáculo que veían sus ojos. Nada podía hacer ahora para ayudar a un soldado que se había vuelto loco. Dando vueltas en círculo, desnudo de cintura para arriba, se llamaba a gritos a sí mismo Mahatma Gandhi. En Dunes Braye, el pequeño grupo seguidor del sargento Sidney Tindle, se estremecía de horror al comprobar que su jefe abría los ojos de manera desmesurada y temblaba sin cesar. El miedo y la responsabilidad del mando habían resultado excesivos para él. En una noche, su cabello se había vuelto blanco de repente.
Algunos se sentían incapaces de efectuar el menor movimiento. El soldado George Hill, de los Lincolns, permaneció tumbado en el suelo como petrificado durante más de una hora. Sus oídos y su nariz se llenaron de arena y sobre sus labios se formó una película de barrillo húmedo. La creencia de que, si yacía inmóvil, los «Stuka» le consideraban muerto y no le ametrallarían le mantuvo en aquella posición durante todo el ataque. El soldado Charles Fenton se mantuvo con los ojos cerrados, alentando en un mundo de sonidos abismales, en el que los aviones lo dominaban todo, como gigantescas águilas encerradas en una habitación. Aquella pesadilla no habría de disiparse jamás de la mente de Charles Fenton. Hoy en día, después de veinte amargos años, la sigue sufriendo, dormido y despierto, sin tregua ni descanso.
La arena, al desplazarse con las explosiones de las bombas, asfixiaba a los hombres, que habían cavado en las dunas refugios demasiado profundos. El caos y la confusión se apoderaron por entero de las playas. El conductor Ernest Holdsworth pudo ver a sargentos que arrojaban al suelo sus fusiles y echaban a correr con desesperación por la orilla del mar…, hombres que, en completo estado de enajenación mental, se abrazaban a muñecos de trapo, como si fuesen niños…, oficiales que lloraban en un ataque de histeria… Ahora, un infierno de llamaradas parecía pretender engullir el puerto. Metal derretido caía, gota a gota, desde las cabezas de las grúas… Un sargento, montado sobre la cabina de un camión, empuñaba un hacha en la mano y gritaba hacia el cielo:
—Bajad y luchad como hombres, ¡malditos canallas…!
Por las dunas de la playa, otro hombre corría cuanto daban de sí sus piernas. Lloraba como un alma en pena, exclamando:
—¡Dios tenga piedad de nosotros! ¡Cristo se apiade de nosotros…!
Grandes columnas de agua grisácea se elevaban a más de cien metros de altura, mientras, en el atardecer, miles de hombres sollozaban. Fue algo capaz de hacer temblar al corazón mejor templado. En la playa de La Panne, el general Alan Brooke contemplaba con horror lo que parecían cuerpos humanos lanzados al aire entre surtidores de arena. En uno de los escasos minutos de tregua, logró aproximarse a la playa y emitió un suspiro de alivio: la fina arena había saltado, en efecto, con las explosiones, pero los pretendidos cadáveres no eran sino abrigos que la tropa había abandonado para obtener una mayor libertad de movimientos.
El mayor Oscar Dinort se sentía también aliviado. A las cinco de la tarde, su «Stuka», volando a una velocidad constante de 250 kilómetros por hora, se aproximaba a la costa del Canal. Hasta aquel momento, todos los pronósticos eran favorables. Detrás de él, avanzaba la primera oleada del ala número 2, constituida por una compacta formación de treinta aparatos, en perfecto orden de batalla, con la separación reglamentaria de tres cuerpos de avión entre cada uno de ellos.
Todo había discurrido a la perfección desde el primer momento. Tan pronto como había sonado el timbre de alarma, el aeropuerto de Beaulieu cobró la actividad propia de un escenario al caer el telón. Los diversos equipos de mecánicos y obreros iniciaron la maniobra de retirar las ramas de árboles y las balas de paja que cubrían a los «Stuka» de Von Richtofen. Entre vuelo y vuelo, el aeropuerto presentaba, gracias a aquel tipo de camuflaje, el aspecto de una más entre muchas granjas que existen en aquella región. Dinort, partidario acérrimo de todo lo que supusiese medidas de precaución para sus hombres y sus aparatos, sobrevolaba a diario el campo para comprobar la eficacia de su personal en aquella actividad.
El ayudante, capitán Ulitz, dio la señal de salida que precedía a todos los vuelos. Mientras los pilotos, equipados con sus monos verde oliva, se precipitaban hacia sus aparatos, la bandera amarilla y blanca, con sus cuatro esvásticas bordadas, fue izada en mitad del campo, en presencia de la guardia de honor que presentaba armas. Aquel era un toque sentimental del que Dinort no era capaz de prescindir.
Desde el cielo, en pleno vuelo, se distinguía una oscura sombra de humo que el viento diluía con lentitud: Dunkerque. Por medio del selector, Dinor preguntó a su artillero: el sempiternamente sonriente capitán Mullen:
—¿Todo listo?
—Todo listo, señor.
Hacia el oeste, el sol refulgió de pronto con un brillo plateado sobre una compacta formación de aparatos. Eran los «Messerschmitt» de la escolta. Dinort sonrió satisfecho. Le constaba que los pilotos de aquellos aparatos odiaban trabajar en colaboración con los «Stuka». Los bombarderos carecían de la velocidad suficiente para ponerse a salvo de los cazas británicos y de los antiaéreos ligeros. Con frecuencia solía bromear sobre aquel punto:
—¿Por qué os asustáis? —preguntaba—. Los ingleses solo desean regresar a sus casas. No tienen mayor interés que nosotros en morir por su patria.
Su «Stuka» roncaba amenazador. De nuevo, Dinort conectó el selector. Las palabras se le atravesaron en la garganta. Había visto que sus «Stuka» habían comenzado a actuar y que los lanzamientos resultaban perfectos. Distinguió el dragaminas Grade Fields que, con su mecanismo de derrota destrozado por las bombas, formaba sobre el agua círculos incontrolados, a más de seis nudos de velocidad. Mientras el Pangbourne recogía a los supervivientes, el viejo dragaminas zozobró. El carguero de 6900 toneladas, de matrícula de Glasgow, Clan McAlister, el mayor barco mercante de todos los que tomaron parte en la evacuación, ardía en el muelle núm. 5, con sus brazolas destruidas por el fuego y sus escotillas destrozadas. El Fenella, a causa de una bomba que había penetrado por el interior de su chimenea, con su sala de máquinas pulverizada, también había dañado con su popa el espigón del este, de cuya estructura arrancaba pedazos de hormigón a cada bandazo.
Como era lógico, Dinort ignoraba que los ingleses habían inutilizado sus «Ack-Ack» pesados dos días antes. Sin embargo, intuía que aquella acción iba a resultar tan sencilla y agradable como una merienda campestre.
Por el radioteléfono, comunicó con el capitán Hubertus Histchold, su primer comandante de grupo:
—Achtung, achtung… Águila llamando a Cóndor, Águila llamando a Cóndor… Bitte kommen, bitte kommen… (Por favor, conteste).
Los auriculares zumbaron en sus oídos unos instantes. Después, pues, se oyó la voz de Histchold:
—Cóndor a Águila, Cóndor a Águila, escucho…
—Retírese de la zona de operaciones —ordenó Dinort.
Requirió escasos segundos para hacerse cargo de la situación general y de los resultados de la operación. Al perder altura y realizar un par de pasadas a tres mil metros, quedó perplejo por la escena que se desarrollaba ante sus ojos: El mar, gris y arrugado como la piel de un rinoceronte…, el humo blanco, algodonoso, de los disparos de las baterías antiaéreas de los destructores…, sus propios aparatos yendo y viniendo por el cielo…, las innumerables manchas movibles de los hombres en las playas, como si fuesen un inmenso hormiguero alborotado… El espectáculo le mantuvo unos segundos como hipnotizado.
A lo lejos, distinguió con satisfacción una silueta que identificó como un destructor de unas 1300 toneladas.
—Águila a Cóndor, Águila a Cóndor… —comunicó por radio— navío de guerra a la vista. Prepárense ambos grupos para entrar en acción. —Después ordenó al capitán Lothar—: Manténgase retirado del campo de operaciones, en espera de nuevas órdenes…
Por fin, oyó la voz familiar de Histchold.
—Cóndor a Águila… Entendido… Procedemos al ataque…
En aquel instante, como solía sucederle siempre, Dinort dejó de ser quien era. Identificó su personalidad con su aparato hasta formar con él un todo perfecto. Le constaba que, detrás de él, los tres primeros aparatos de su grupo se colocaban en posición de combate, alineados en diagonal y dispuestos a bajar los alones para emprender el picado suicida.
Faltaban apenas quince segundos. Presa de expectante tensión, la mano derecha de Dinort pasaba de una palanca a otra, con objeto de adoptar las nueve precauciones cardinales que aseguraban la salvación de un piloto: alones fuera, bombas preparadas, cola dispuesta para emprender de nuevo la ascensión, aspas de la hélice en perfecta conjunción con la dirección del viento, aceleración desconectada, refrigeradores de agua y de aceite también desconectados, ya que el descenso proporcionaría la refrigeración necesaria…
Se ajustó con rapidez dos tacos de algodón debajo de sus auriculares. En ocasiones, el repentino cambio de presión amenazaba con hacer explotar los tímpanos. Tragó saliva convulsivamente y contrajo los músculos de la garganta. Comunicó por última vez:
—Achtung, Águila a Cóndor, Águila a Cóndor… navío de guerra al frente. ¡Ataquen…! —Y acto seguido, apretó la palanca.
Sintió que el «Stuka» se dejaba caer en el espacio como un halcón sobre su presa. Para el artillero Muller, que se sentaba detrás de él, mirando hacia la cola, el firmamento se convirtió, de pronto, en un monstruoso arco vertiginoso. Aferrado con fuerza a su palanca, Dinort experimentó la molesta sensación de rigidez producida por la presión, que se extendía por todo su cuerpo enfundado en el mono de cuero. Su «Stuka» descendía a velocidad escalofriante hacia el mar. Los otros tres del primer grupo le siguieron a los pocos segundos, como si rivalizasen en una carrera desenfrenada. Cuando el aparato alcanzó una inclinación de 70°, el indicador de la velocidad comenzó a vibrar como un ser vivo… 350… 380… 420… 450 kilómetros por hora. Como furias vengativas, se proyectaron contra el destructor, mientras la resistencia del viento estremecía las frágiles alas de aluminio, que se hubiesen desbaratado a no ser por los alones reforzados de freno.
Descendieron aún más y a mayor velocidad. Con claridad tridimensional, Dinort abarcó con su mirada la escena completa. La masa grisácea del destructor zigzagueaba a unos treinta nudos de distancia y se acercaba a él, en tanto las nubéculas de humo blanco de los antiaéreos surgían misteriosas en torno al aparato, como si este discurriese a través de una galaxia de anillas humeantes.
Guiado por el instinto, apretó los gatillos y las dos ametralladoras delanteras entraron en acción. Aquellas ráfagas preliminares no podían causar ningún efecto importante, pero servirían al menos para que los demás pilotos de su grupo siguiesen su ejemplo, sin dejarse impresionar en exceso por el cúmulo de proyectiles antiaéreos y de disparos trazadores. A Dinort, por el contrario, le resultaban extrañamente confortantes. Uno no podía distinguir rastros de sus propios disparos, que se confundían con los dirigidos a abatirle.
De repente, todo tomó un cariz desfavorable. Debía haber arrojado sus bombas al alcanzar los 400 metros de altura, pero el navío se movía con excesiva rapidez. Intentó corregir la dirección del descenso. Se daba cuenta ahora de que la operación no iba a constituir, como había anticipado, una merienda campestre. Por de pronto, había equivocado el ángulo. ¿Qué posibilidades de éxito les cabía tener, en definitiva, en una acción de bombardeo marítimo que nunca habían practicado con anterioridad? Rodeado de disparos antiaéreos, dejó caer la bomba de 250 kilos. El aparato se sacudió, aliviado de aquel peso. Una gigantesca columna de agua se levantó hacia el cielo. No logro determinar con exactitud si el navío había sido o no tocado. En aquel mismo instante, con el rabillo del ojo, divisó a un «Stuka» que se abatía con violencia inusitada sobre el seno del mar. Otro de sus pilotos se había equivocado a su vez. Por desgracia, para él, no había posibilidad de rectificar su error.
De pronto, sintió que el estómago le subía a la garganta. Se encontró en línea con las baterías antiaéreas del destructor. Volaba a poca altura, a menor altura incluso que el mástil del navío. Distinguió a la tripulación del barco corriendo como enanos sobre la cubierta. La escena se le antojó absurda y grotesca. Pensó: «¡Es el final, Dios mío, esto es el final. Ya no podré ganar altura!».
A pesar de las vicisitudes del ataque, los efectos globales del bombardeo fueron escalofriante. A las cinco de la tarde, los aparatos habían sembrado ya el desconcierto más absoluto. El transporte Normannia, de la «Southern Railway», había sido alcanzado y encalló en unas rompientes cercanas a Mardyck, a unos diez kilómetros al oeste. El Lorina, con la popa destrozada, se hundía lentamente en aguas poco profundas. El Wawerley había sido reducido a escombros por la acción de los «Heinkel», que arrojaron bombas sobre él durante más de media hora.
Sin embargo, por todas partes el valor y la moral se mantenían firmes, como si aquellos hombres, enfrentados a horrores desconocidos, encontrasen alivio en la calma rutinaria de cada día. A bordo del Jaguar, la totalidad de la sala de máquinas se había convertido en un verdadero infierno de vapor, tan denso que al oficial maquinista Cyril Rothwell, después de retirar el cadáver de un hombre de la escotilla, le fue imposible descender por la escalera para comprobar qué sucedía. A pesar de ello, el fogonero James Carr obligó a salir a todos los hombres y permaneció solo, durante diez interminables minutos, hasta que logró cegar todos los escapes de vapor. En el Angéle-Marie, amarrado en el puerto, el oficial Auguste Brunet y sus hombres, tras encogerse de hombros al ver aparecer los aparatos, siguieron impertérritos con su trabajo de descarga de municiones. Una bomba podía llevarlos a todos al Paraíso, pero a ninguno de ellos se le pasó por la imaginación la idea de interrumpir su trabajo y buscar un refugio.
A bordo del llameante Clan McAllister, el primer oficial John Woodall no halló tampoco razón alguna para proceder con una prisa indecorosa. La tercera parte de su tripulación había perecido, docenas de soldados habían sido, asimismo, liquidados o heridos, pero, mientras las tropas supervivientes se trasladaban al dragaminas Pangbourne, Woodall se dirigió con la mayor tranquilidad a su camarote, se vistió su mejor uniforme y revolvió por los cajones de la cámara hasta dar con los gemelos de camisa que su mujer le había ofrecido como regalo de boda y con su viejo despertador.
El marinero Stanley Lilley, de la dotación artillera del H.M.S. Bideford, demostró la misma presencia de ánimo. Varios pedazos de metralla se le habían incrustado en la espalda. Pese a ello, prosiguió disparando su cañón de cuatro pulgadas, hasta que, al fin, decidió pedir permiso a un oficial, con exquisita corrección, para retirarse del combate:
—He sido herido, señor —dijo—. ¿Puedo ir abajo para que me curen?
Tan pronto como el teniente médico John Jordán le desinfectó las heridas con tintura de yodo, Lilley se ofreció a ocupar de nuevo su puesto en la pieza. Quedó confuso y sorprendido cuando Jordán no accedió a su petición. Nadie fue capaz de convencerle de que ya nada le quedaba por hacer en cubierta.
Entre el personal de alta graduación, reinaba el mismo espíritu. Una bomba había pulverizado más de diez metros de la popa del Bideford. Mientras el barco se hundía en el agua, su capitán, el comandante John Lewes, apoyado contra el pasamanos del puente, se limitó a gritar al comandante Haskett-Smith, del Kellet:
—Cuando el vicealmirante de Dover se entere de esto, me va a largar la mayor bronca de su vida.
Al día siguiente debía salir al mando de un convoy. Con base en Gibraltar, el Bideford no tenía órdenes de acercarse a Dunkerque, pero Lewes, que se encontraba desde hacía cuatro días en Dover, creyó, desde el primer instante, que su obligación era contribuir a la fabulosa empresa.
Y en el Ejército, no obstante los horrores de aquella aciaga jornada, la moral también se mantenía incólume. Cuando el primer alud de tropas invadió las cubiertas inferiores del Jaguar al iniciarse el bombardeo, el oficial maquinista Cyril Rothwell pudo ver a un cabo de los Guards que, a medio afeitar, blandía una enorme toalla para bloquear el paso a sus compañeros despavoridos.
—Si alguien intenta salir de aquí —decía—, le mataré.
La inofensiva toalla disipó el pánico con mayor efectividad que si hubiese empuñado la navaja.
En el guardacostas Bullfinch, un tommy de corazón a prueba de bombas comenzó a entonar con su corneta los compases del himno Tierra de promisión y de gloria. Uno de sus compañeros, que corría incontrolado por la cubierta, le arrebató furioso la corneta de un manotazo y la arrojó al suelo. Aquel soldado de alma generosa, sin el menor gesto de indignación, recuperó su instrumento y ejecutó sin interrupción los acordes del himno que aprendiera en su niñez, sin saltarse una sola nota.
Por todos lados se sucedían escenas ejemplares. El sargento francés Jean Demoy, abrumado por la intolerable intensidad del ataque aéreo, sugirió a un mayor británico del Cuerpo de Intendencia que buscase protección en un refugio. El mayor se negó a ello con indiferencia y continuó limándose las uñas, alegando que debía vigilar unos morteros que le habían confiado. Después de poner en seguridad a sus cincuenta hombres, Demoy aprovechó un paréntesis en el bombardeo y salió a buscar al mayor. Lo encontró muerto y bárbaramente mutilado. Al regresar junto a sus hombres, comentó emocionado:
—Estos ingleses son unos valientes. El mayor ha querido morir con las uñas recién arregladas. Lo malo es que incluso esas uñas están hechas pedazos.
A bordo del Waverley, el conductor-mecánico Albert Thompson se sentía maravillado. El viejo vapor a ruedas, perdido el control y hundiéndose de popa, seguía luchando contra los «Heinkel» con todos los medios que quedaban a su alcance… ametralladoras «Lewis»…, un viejo cañón antiaéreo…, el fuego graneado y masivo de los 600 fusiles de otros tantos tommies… Una calma absoluta reinaba, sin embargo, entre los oficiales y los soldados. El capitán del Ejército Patrick Campbell se hallaba ocupado en ponerse unas zapatillas de lana en el camarote del capitán del vapor, cuando el médico de a bordo penetró en la cabina:
—Lo siento, capitán, necesito esas zapatillas para los heridos —dijo.
Sin el menor comentario, Campbell se las entregó. Después echó un vistazo al mar a través de la tronera, la cubrió con una colchoneta y se vistió un pantalón de franela y un jersey de cuello alto. Durante la operación, el estruendo de la batalla era ensordecedor y se mezclaba con el frenético S.O.S. que emitía en morse la sirena del barco. Campbell, una vez vestido con su atuendo marinero, subió a cubierta con toda calma, se colocó en la cola formada por las tropas y permaneció allí hasta que le correspondió el turno de abandonar el barco.
Minutos después de lanzarse al agua desde la barandilla del puente el último de los supervivientes, el Waverley desaparecía entre chorros de espuma y de agua grisácea.
Aquel día, sin embargo, hubo un hombre que encontró serias dificultades para llevar a cabo sus proyectos de evacuación. A primera hora de la mañana, el flamante teniente Edwin Lanceley Davies, comandante del viejo dragaminas a ruedas Oriole, había alcanzado las playas con dos botes salvavidas sin motor «Armstrong Patent». Hacia el mediodía, uno de aquellos botes le fue arrebatado por un grupo de unos sesenta soldados enardecidos, que lucharon por él con furia inusitada.
Davies intentó utilizar el otro bote para tender un cable entre la playa y el mástil de un pequeño vapor encallado en las cercanías. De este modo, la tripulación del Oriole podría trasladarse a tierra y unir la chalupa con las playas por medio de una red de cables, revestidos de cuero no absorbente, que flotarían sobre el agua y facilitarían el traslado de las tropas al dragaminas, sin necesidad de utilizar pequeñas embarcaciones.
A las tres de la tarde, sin embargo, el plan de Davies se frustró de manera lastimosa. Aún no había acabado de fijar en tierra la primera amarra de la chalupa encallada, cuando ya las tropas se precipitaban sobre el cable de acero, sin esperar a que se tendiesen los insumergibles, ansiosos de pasar cuanto antes al vapor siniestrado y alcanzar después el Oriole, situado al final de aquel rudimentario e improvisado muelle.
La mala fortuna quiso que el oleaje y el pesado cable de acero impidieran el desplazamiento de los hombres por la superficie de las aguas y muchos de ellos perecieron ahogados en el desesperado intento.
Davies adoptó entonces una rápida decisión. Si las tropas que se amontonaban en las playas en interminables colas tenían que ser salvadas, era preciso disponer de un muelle o embarcadero por el cual los hombres pudiesen llegar a los barcos sin peligro de ahogarse. Y el único muelle del que disponía era, precisamente, el Oriole. En tiempos pasados, había sido el viejo vapor Eagle III, de la naviera «Williamson-Buchanan», cuya blanca chimenea resultaba familiar y conocida para millones de excursionistas de las riberas del Clyde.
Davies comunicó su idea a su compañero, el subteniente John Crosby, que se hallaba a su lado:
—No queda más que una solución. Voy a llevar el Oriole lo más cerca posible de la playa, a fin de que el resto de los barcos me manden sus botes para recoger al personal, a medida que vaya llegando.
A Crosby le pareció acertado el plan. Faltaban aún dos horas para la próxima pleamar, lo cual les concedía el tiempo suficiente para actuar. Crosby se encontraba ya calado hasta los huesos. No había cesado de meterse en el agua para desenganchar del cable de acero, las mochilas y demás bultos de algunos hombres que, enloquecidos, corrían el riesgo de perecer ahogados.
Muy despacio, con exquisito cuidado, Davies hizo virar al Oriole hasta colocarlo de proa hacia las playas. Después ordenó a su tripulación, compuesta por veintiocho hombres, que izase el velamen hasta el máximo posible. Poco más tarde, sus ruedas golpeaban contra el agua y se aproximaba hacia la playa a una velocidad de doce nudos, mantenida con constancia. Por fin, el viejo vapor encalló en la arena y se detuvo. Al mismo tiempo, arrojaron al agua dos grandes anclas, de 700 kilos cada uno, para fijar el barco por la popa. Las anclas, tres veces más pesadas que las utilizadas para trabajos normales, tenían por objeto asegurar la estabilidad del Oriole cuando cambiase la marea.
Fue un gesto intrépido que obtuvo merecidos resultados. Durante aquella tarde, más de 2500 hombres desfilaron por la cubierta del Oriole para pasar después a otros barcos. No obstante, cuando atacó la «Luftwaffe», Davies se vio en la imposibilidad de defenderse. El armamento del Oriole consistía tan solo en un cañón antiaéreo de 12 pulgadas y una ametralladora «Lewis» de doble cañón. De mala gana, tuvo que renunciar al uso del cañón. Explicó a Crosby sus temores:
—Hemos encallado profundamente. Creo que la quilla no aguantaría los disparos.
La mayoría de los tommies no alcanzaban a creer la verdad de lo sucedido. El zapador Stanley Bell, uno de los 200 exhaustos hombres que yacían en aquellos instantes en las bodegas del Oriole, apenas pudo impedir una sonrisa socarrona al oír decir a Davies que había encallado el vapor con toda deliberación. Ningún oficial del mundo reconocería de buena gana que había cometido un error.
Davies no solía equivocarse. Ahora le embargaba otra preocupación. Para trasladarse a los otros navíos, las tropas se dejaban caer al mar desde todos los rincones del barco con botes de goma hinchables, que deslizaban desde cubierta mediante el empleo de cables accionados con poleas. Al llegar el bote al agua, comenzaban a impulsar los botes con las manos y se alejaban, dejando los cables abandonados.
Aquellos cables, de unos tres metros de largo —un poco más que la profundidad del agua en la que había encallado el Oriole—, tan inofensivos en apariencia, constituían un serio problema. ¿Qué ocurriría cuando el viento y la marea volviesen a poner el barco a flote? Tal como el viejo vapor estaba colocado, Davies no podría maniobrar más que avanzando de popa y aquellos cables, cuyos extremos estaban ya enterrados en la fina arena del fondo, a cada uno de los costados del barco, se enrollarían en las palas de las ruedas como hojas de cuchillos y las destrozarían sin que nadie pudiese evitarlo.
Pero Davies fue afortunado. En las cuatro horas de caótico bombardeo ni un solo proyectil cayó sobre el barco y los daños sufridos, cuando, a las 6:30 de la tarde, el Oriole volvió a ponerse a flote, eran mínimos. Sin embargo, aún quedaba otra cuestión por solucionar. Davies tenía a bordo únicamente a 200 tommies y a trece enfermeras del Ejército. Si el Oriole se había arriesgado en forma tan extrema, bien merecía la pena que regresase a Inglaterra cargado a plena capacidad.
De pronto, Davies se planteó una nueva pregunta. ¿Qué habría sucedido a todos aquellos soldados que se habían lanzado al mar con los botes neumáticos? Al dirigirse hacia el este, hacia Dunkerque, halló la respuesta. Sin remos y sin velas, los botes flotaban en el mar como pedazos de corcho y eran arrastrados por la corriente, que amenazaba con ponerlos al alcance de las baterías de Nieuport.
Sin perder un instante, se dirigió hacia ellos con la intención de remolcarlos.
Su llegada no pudo resultar más oportuna. Una formación de cincuenta aparatos, procedentes de Nieuport, apareció de pronto en el horizonte y de nuevo la situación tomó la apariencia de verdadero infierno. Las bombas comenzaron a caer al mar y su estallido se confundió de inmediato con el ladrido de los «Bofords», que trataban de repeler el ataque y sembraban el cielo de nubecillas blancas como pedazos de algodón. A los oídos del subteniente Crosby, llegó una exclamación irreverente:
—Por lo que acabamos de recibir…
Las bombas fallaron por poco. Caían a una distancia de 50 o 60 metros, tanto a babor como a estribor… Al fin, con sus 600 hombres a bordo, el Oriole tomó rumbo noroeste, hacia Harwich, entre restos llameantes de otros barcos que le marcaban la ruta como boyas indicadoras.
Dos días más tarde, Davies, sintiendo quizá remordimientos de conciencia, encontró oportunidad de revelar su secreto a Ramsay: «Informe, referencia K.R. y A.I. 1167. Con toda deliberación se encalló al H.M.S. Oriole en la costa belga… 29 mayo… Motivo: acelerar la evacuación de las tropas… Se puso de nuevo a flote, sin daños aparentes». Y aprovechó para añadir: «Zarpo de nuevo para la costa belga. Volveré a encallar el barco si las circunstancias lo aconsejan».
A Davies le constaba que el capitán que ponía en peligro su nave se ganaba, en circunstancias normales, una severa reprimenda. Sin embargo, Ramsay resumió con su laconismo habitual aquel informe, de acuerdo con el espíritu que presidió toda la operación de Dunkerque: Acción laudable, íntegramente aprobada…
El Oriole y su capitán habían sido, en definitiva, afortunados. Para los miles de hombres que se alineaban en las playas aparecía bien patente que todos los barcos que en aquellos momentos se hallaban en las cercanías estaban a punto de realizar su último viaje.
Nadie se hallaba más convencido de ello que el mayor alemán Osear Dinort. Por algunos segundos después de aquella pasada a menor altura que el mástil del destructor, se había visto perdido. Su instinto nato de piloto le salvó.
Ese instinto le indujo a remontar el vuelo a la máxima velocidad de su potente máquina —«escalando», como decían en su argot los pilotos de los «Stuka»—. Ganar altura despacio hubiera supuesto su muerte. La sangre, al retirarse de su cerebro, le habría privado del sentido. Obedeciendo a su primer impulso, se agarró con fuerza a la palanca y con un rizo vertiginoso volvió a elevarse. Siguió su rápida ascensión, haciendo oscilar su aparato de derecha a izquierda y de izquierda a derecha para eludir los proyectiles antiaéreos. Su mano parecía actuar con independencia del resto de su cuerpo. Como un robot, accionaba los mandos en sentido contrario al empleado para el picado: los refrigeradores del agua y del aceite de nuevo en marcha, los alerones de freno plegados…, hasta que, al fin, se encontró a tres mil metros de altura, vivo por milagro.
Desde el instante en que había visto por primera vez al destructor hasta entonces habían transcurrido apenas sesenta segundos.
Dinort no era, sin embargo, un hombre que se rindiese con facilidad. Las dificultades materiales o morales que encontraba en su camino no eran sino otros tantos móviles que le obligaban a insistir en sus primitivos propósitos. ¿No había sido él quien estableció, a los veintiocho años, un doble récord mundial de permanencia en vuelo a bordo de un planeador? Incluso a sus treinta y seis años, había logrado mantenerse en vuelo con otro planeador durante treinta y una horas, en su calidad de oficial proyectista de la «Luftwaffe». A partir de la hora veintiocho, había empezado a experimentar extrañas alucinaciones. Sin embargo, con su libreta de notas sobre las rodillas, se limitó a transcribir aquellas sensaciones desconocidas que atormentaban su cerebro, renunciando a un descenso inmediato.
Ordenó por radioteléfono:
—A todos los aviones, a todos los aviones. Prepárense para un nuevo ataque.
Inclinó el aparato y sus ojos escudriñaron las aguas. Distinguió tantos barcos que la elección del blanco le pareció bastante ardua. Algunos de ellos, en especial los amarrados al largo espigón situado al este del puerto, parecían no haber sufrido el menor daño. Con absoluta frialdad, asignó por radioteléfono los blancos a cada escuadrilla. Las órdenes de Von Richtoffen eran que cada blanco fuese atacado por tres aviones, ya que el exceso de gasto y esfuerzo que ello suponía quedaban más que compensados por el pánico que causaban. Dinort decidió que él y los tres aparatos de su unidad atacarían al mayor de los tres navíos que, en aquellos precisos instantes, salían del puerto. Tras de efectuar una serie de pequeños picados, semejantes al vuelo convulsivos de las mariposas, los pilotos se dispusieron a realizar el definitivo y peligroso descenso.
Bajo los aparatos, el puerto de Dunkerque presentaba un aspecto desolador. En el dragaminas Ross, el telegrafista Wilfred Walters se sentía enfermo de impotencia. El telégrafo se había convertido en un frenético repetidor de trágicas palabras en morse. Los E.A.B… E.A.B., abreviatura de «el enemigo está bombardeando», se recibían con tanta insistencia que era preferible ignorarlos. Eran demasiados los barcos que se encontraban en situación apurada.
Otros muchos estaban también destinados a pasar por el mismo trance.
—Grupo Águila, Grupo Águila… —Dinort dio las últimas ordenes—: Ataquen al barco del centro, al mayor…
De nuevo colocó el morro del «Stuka» en inclinación de 70°.
En esta ocasión, la maniobra salió mejor, aunque tampoco podía considerarse perfecta. Mientras se dirigía en su rauda carrera hacia la superficie del mar, Dinort se sintió presa de una intensa sensación de espanto. El piloto que iba detrás de él había arrojado sus bombas con una fracción de segundo de anticipación. El miedo se apoderó de todo su ser, en tanto proseguía su descenso sobre el agua a la misma altura y a escasa distancia de las bombas de su subordinado.
Al alcanzar los quinientos metros, ni un segundo antes, pulsó el botón de las bombas y se desvió a la derecha. Un enorme hongo de humo surgió de las mismas entrañas del navío. Obligado a recuperar altura, no logró ver nada más.
Todo parece indicar que el viejo vapor a ruedas del Támesis, el Crested Eagle, fue la víctima sobre la que Dinort descargó sus bombas. Aquel heroico veterano del mar apenas había acabado de recoger los supervivientes del Fenella cuando fue, a su vez, alcanzado. Una de las bombas que cayó sobre la popa incendió en el acto los depósitos de combustible. Otro proyectil, que explotó cercano a la sala de máquinas, bloqueó el camino que conducía a los motores. El oficial maquinista George Gladstone Jones y sus hombres ardieron como antorchas azotadas por el viento.
Sin embargo, por una extraña casualidad, los motores no cesaron de funcionar. El segundo oficial de máquinas comunicó por el megáfono que todo estaba en orden. Su capitán, el teniente-comandante Booth, replicó tan solo:
—Bien, mantenga el barco en marcha e intenten aislar el fuego.
No todos fueron capaces de tomarse las cosas con tanta filosofía como Booth. A todo lo largo del vapor, las cajas de municiones estallaban como castillos de fuegos artificiales… Un perro corría ladrando histéricamente por las cubiertas… Muchos de los supervivientes del Fenella, como, por ejemplo, el cabo James Harper, decidieron que ya habían sufrido bastante. Tomó un salvavidas de corcho y se arrojó por la borda, evitando por unos centímetros que las ruedas del vapor le destrozasen la cabeza. El artillero George Goodbridge, que había sido trasladado desde el Fenella con las dos piernas fracturadas, tomó la misma medida. Con el cuerpo convertido, desde el cuero cabelludo a la cintura, en una espantosa llaga sangrante, lo último que vio fue el humo azulado que invadió su camarote mientras el Crested Eagle se incendiaba. También él logró llegar a tierra, a pesar de sus piernas rotas, aunque durante varios meses permaneció en estado de ceguera total.
El capitán del Polly Johnson, Jermyn Greengrass, que, a su vez, había sido trasladado desde el Grenade, consiguió, con la ayuda de otros, tomar tierra, si bien solo le valió para pasar tres amargos días entre las dunas y, más, tarde, tres largos años en un campo de concentración.
Sin conceder un minuto de cuartel, los cazas alemanes atacaban a los supervivientes. Estos luchaban por su salvación con continuas ráfagas de ametralladora que, al tocar el agua, producían un chasquido similar «al de la grasa de cerdo cuando se fríe en una sartén». No obstante, los veinte minutos que constituían el tiempo máximo de permanencia de los «Stuka» sobre sus blancos acabaron por transcurrir. Reuniendo de nuevo a sus aviones, Dinort se dirigió a su base, demasiado pronto para poder presenciar el fin del Crested Eagle.
Fue una visión estremecedora. Mientras Booth dirigía el vapor hacia la costa, miles de hombres contemplaban horrorizados el espectáculo que ofrecían los tripulantes del viejo barco. Ardiendo de la cabeza a los pies, corrían sobre cubierta, con las facciones contraídas y desfiguradas, para acabar arrojándose al mar entre dramáticos lamentos. Las chapas del vapor estaban al rojo vivo y las vigas maestras, dilatadas por el calor, se curvaban como el caparazón de una tortuga.
Quienes tomaban parte en la contienda no podían formarse una idea exacta de la magnitud de los acontecimientos. El telegrafista Dermis Jones, del barco gemelo Golden Eagle, que dirigía el tráfico de las comunicaciones por radio diez millas al norte de North Foreland, en la ruta de Dunkerque, captó la llamada de su colega del Crested Eagle, el suboficial Frank Godward, que intentaba comunicar con la estación telegráfica de Dover. Quedó sumido en un mar de perplejidades. Godward utilizaba sin descanso la palabra «inmediato», que, en lenguaje marinero se emite tan solo en casos de extrema urgencia. El tono reiterativo de la llamada le hizo comprender que Godward se encontraba, sin duda, en una situación angustiosa.
Jones siguió a la escucha con atención. La respuesta de Dover fue un lacónico: Espere. Y a pesar de ello, el Crested Eagle insistía. De pronto, otros barcos comenzaron a emitir el rutinario E.A.B. de los ataques aéreos enemigos. Dover mantuvo, sin embargo, su actitud de imperiosa y desesperante brevedad: Espere… Espere…
Impresionado, en grado sumo, Jones experimentó la misma sensación que si estuviese presenciando una trascendental partida de cartas. Un barco emitía ahora sus señales como si pretendiese lanzar sobre el tapete el as de triunfo: Tengo que comunicar un mensaje de la máxima importancia. Aquella fórmula, usada únicamente para anunciar el estallido de una guerra, se clavó en los oídos de Jones como un puñal. Pero el «espere» implacable de Dover fue aún más rotundo.
Dover tardó en contestar unos minutos —estaba lanzando al aire un mensaje urgente a Lord Gort— y Jones esperó con el alma en vilo. ¿Qué podía comunicar el Crested Eagle que mereciese el término de «inmediato» e hiciese temblar la mano del telegrafista de aquella manera desusada? Un minuto más tarde, pudo enterarse de todo. El postrer mensaje del vapor le dejó mudo de emoción: «Nos acercamos a la playa con el vapor envuelto en llamas».
Godward logró salvarse por casualidad. Desconectó todos los instrumentos de la cabina de telefonía sin hilos y salió a cubierta para saludar al capitán en el puente antes de abandonar el barco. Después, vestido de pies a cabeza, sin quitarse siquiera las gafas, se lanzó de pie al agua oscura y aceitosa, desde una altura de cinco metros.
En el frente persistía una fe ciega en la eficacia de la evacuación. Si uno tenía la suerte de llegar a Dunkerque era seguro que la Marina se encargaría de depositarlo, fuese como fuera, en Inglaterra.
Esta convicción confortaba a John Warrior Linton mientras padecía las sacudidas del camión que le transportaba a Dunkerque. Las posibilidades de éxito parecían buenas. Habían evitado la emboscada de los alemanes, el camión proseguía su marcha a gran velocidad y el soldado Hawkins se encontraba en todo instante junto a él e incluso le describía el paisaje por el que iban cruzando.
Alrededor de las seis y media de la tarde, llegaron a un puesto de socorro instalado en un establo.
Como Linton pudo comprobar, aquel establo se encontraba en campo abierto y, aunque en la actualidad no albergaba a ningún herido, había sido utilizado como puesto de socorro. Las últimas ambulancias se encontraban ya a punto de emprender la marcha. Cuando sacaron a Linton del camión, uno de los sanitarios se dirigió a él:
—Habéis tenido suerte en cogernos. Ya nos íbamos.
Al principio, todo salió de acuerdo con los planes previstos. Linton fue colocado en una camilla y otro sanitario le administró en el brazo una inyección antitetánica… Después, su camilla fue colocada en el suelo del establo… Poco más tarde, aparecía otro camión repleto de heridos. Lleno de alegría, Linton reconoció entre ellos a varios compañeros que habían caído al mismo tiempo que él, entre ellos al sargento Adams y al suboficial de los Lancers Ginger Dawson. El oficial médico los revisó uno por uno con rapidez, antes de que los sanitarios los embutiesen a todos en las ambulancias: al soldado Hawkins, al oficial herido que había compartido la cabina con el conductor del camión, a Adams, a Dawson…
Procurando restar importancia a sus palabras, el oficial echó una mirada a Linton y ordenó:
—A ese colocadlo en un rincón del establo.
Linton comprendió entonces, con claridad meridiana, que se encontraba gravemente herido. Le dejaban atrás para que muriese. El establo estaba ya casi vacío y en pocos minutos se marcharían todos. De pronto, con toda la fuerza de sus pulmones, comenzó a gritar.
Un fornido sargento del Cuerpo médico se acercó hasta él corriendo. Linton le reprochó furioso:
—Canallas, me dejáis morir con los alemanes. —Perdido el control de sus nervios, añadió—: Mi espíritu os perseguirá hasta el fin de vuestros días y os martirizará sin descanso.
El sargento no perdió el tiempo en vanos argumentos. Se alejó y, unos segundos más tarde, regresó en compañía del mayor.
—¿Qué te pasa, muchacho? —Linton prosiguió su sarta inacabable de protestas—. ¿No te han enseñado cómo debes dirigirte a un oficial?
Poseído por un sentimiento de amarga injusticia, el herido había rebasado las fronteras de la más elemental prudencia.
—No abuse de su graduación conmigo, desgraciado —exclamó—. No voy a permitir que me dejen morir aquí. No me jugué la vida con los alemanes para esto.
Sin hacerle caso, se alejó de nuevo, dejándole en compañía de un joven sanitario que se sentó junto a la camilla del herido. Linton pensó que había llegado el momento de jugarse la última carta. Dirigió una larga mirada a la cara del sanitario. Era casi un niño y un rastro de desesperación brillaba en sus ojos. Podría serle de utilidad en su juego.
Con voz queda, casi un murmullo apagado, comenzó a narrar con detalle todas las historias macabras que le habían contado y cuya certeza, como era lógico, no le constaba: cómo los alemanes mataban a sus prisioneros a bayonetazos entre los ojos; cómo los torturaban cruelmente, antes de dispararles el tiro de gracia.
Había silencio en el establo, tanto silencio que Linton podía oír el trinar de los pájaros mientras hablaba. Fuera, caía la noche y el establo se hallaba ya sumido en sombras. Continuó hablando y pronto se dio cuenta de que los labios del joven sanitario se fruncían y que sus manos temblaban. Con un salto repentino, el chico se alejó de la camilla y exclamó:
—Voy a buscar a alguien que nos ayude.
Linton reaccionó con rapidez.
—¡Oh, no, por amor de Dios, no te vayas! —Con la fortaleza propia de los desesperados, se incorporó en su camilla, agarró con fuerza las muñecas del sanitario y le obligó a sentarse en el suelo—. Tú no te vas de aquí. Tú y yo nos quedamos para que los alemanes se diviertan con nosotros.
Ambos forcejearon y se insultaron con toda la potencia de sus pulmones, hasta que un capitán de los servicios auxiliares del Ejército, sucio y sin afeitar, apareció ante ellos:
—¿Qué ocurre aquí, muchachos? —preguntó.
Linton se lo explicó en pocas palabras. Varios hombres habían arriesgados sus vidas para llevarle hasta allí y ahora le abandonaban. El capitán formuló una única pregunta:
—¿Vienes de la avanzada del frente?
Linton contestó afirmativamente. El oficial se mostró tajante.
—No puedes quedarte aquí, después de todo lo que habéis pasado.
Llamó al oficial médico y garabateó una breve nota en su libreta de órdenes: Autorizo el traslado de este hombre.
Con los labios fruncidos, el mayor no tuvo más remedio que aceptar la decisión. Los servicios auxiliares del Ejército, a cuyo cargo se encontraban todos los medios de transporte, tenían, al igual que el capitán de un barco, el derecho a decidir quién viajaba con ellos. En tanto los camilleros le trasladaban a una ambulancia del servicio auxiliar, Linton oyó aún la voz del capitán:
—Esta orden le da prioridad en cualquier barco.
Aquellas palabras parecieron reverberar dentro de su cabeza. «Un barco —pensó—, ha dicho un barco. Después de todo, aún es posible que llegue a Inglaterra».
El soldado Bill Hersey participaba de aquella misma emoción. Durante dos días, había vivido inmerso en una pesadilla, sucio, sin afeitar, como si cada kilómetro de marcha significase un verdadero infierno. De repente, mientras caía la noche, las cosas habían cambiado de modo radical. Cuando Nobby Clarke detuvo el «Bedford» en el patio de una granja, cuyo nombre jamás llegó a conocer, Hersey captó un detalle que le hizo saltar el corazón en el pecho. El camión del mecánico Johnnie Johnson se hallaba aparcado sobre el adoquinado del patio.
Pocos hombres habrán gozado jamás de un rencuentro con sus esposas más apasionado y sincero y en un escenario tan dramático. El rostro de Augusta, enmarcado aún por el casco de acero, apareció por detrás de la tapia de las corralizas. El granjero les había negado el agua y el alojamiento y, al estallar la tormenta, los corrales les habían parecido el lugar más apropiado y seco para refugiarse.
Hersey recordó siempre que sus primeras palabras fueron: —Cheri, je vous aime (Te amo, querida).
Las que siguieron fueron una sarta interminable de improperios intranscribibles —que, afortunadamente, Augusta no comprendió—, dirigidas contra los habitantes de la granja, que habían permitido que su mujer durmiese en el corral de los cerdos.
El único elemento ingrato de aquel encuentro lo constituyó la barrera idiomática que impidió a los jóvenes amantes comunicarse uno al otro lo que sentían. Augusta comprendió que Bill estaba indignado y se vio obligada a agarrarle por la manga para impedir un altercado con el granjero.
—Ils ont peur aussi (También ellos están asustados) —dijo.
Hersey desistió de su idea a regañadientes. Sin embargo, insistió con tenacidad en uno de sus puntos de vista. Augusta no iba a pasar ni un solo instante más acostada entre una piara de crías de cerdo y de niños fugitivos y huérfanos. La forzó a abandonar el corral y la trasladó al camión, donde la muchacha bebió con avidez de la cantimplora de su esposo y comió un pedazo de pan duro de las raciones del Ejército, mientras Bill aprovechaba la oportunidad para afeitarse con la ayuda del agua sobrante de la cantimplora.
Sorprendido de que Augusta le dirigiese, de vez en cuando, miradas furtivas, seguidas de sonrisas apagadas, Hersey se encogió de hombros y atribuyó aquella actitud a una manifestación más de histeria entre las muchas que había presenciado aquel día. Era la solución más práctica. Recurrir al diccionario para preguntar el motivo, les hubiese tomado demasiado tiempo. Se limitó, pues, a pensar lo orgulloso que se sentía de su joven y valiente esposa, que nunca parecía sufrir de hambre ni de sed, que jamás se quejaba de cansancio y que, en todo momento, se mostraba dispuesta a considerar tan solo el aspecto cómico de las cosas.
Más que una esposa, aquella muchacha era un excelente compañero, alguien con quien se podían compartir todas las cosas de la vida. Oscuramente intuía que otros, como Nobby Clarke, por ejemplo, sentían lo misma acerca de ella y le consoló la certeza que, si a él le ocurría algo, el resto de la unidad sé encargaría de ponerla a salvo.
Bill Hersey, sin embargo, no fue capaz de comprender a su mujer más que a medias. Porque lo cierto era que Augusta no se había visto en absoluto en la necesidad de apelar a su valor. Su natural impulsivo como el de un muchacho, su bullicioso sentido del humor habían convertido todo aquello en la mayor aventura del mundo. Se reía aún al recordar las gestiones prematrimoniales que había tenido que realizar en el Ayuntamiento de Tourcoing para obtener la licencia. Los funcionarios del Municipio le habían preguntado boquiabiertos:
—Pero ¿a quién se le ocurre casarse con un inglés?
Cuando ella les replicó: «a mí», aquellos hombres no pudieron disimular su disgusto. Bueno, al fin y al cabo, no fue peor que las muecas desaprobatorias conque todos sus familiares recibieron a Bill el día en que ella lo paseó de casa en casa para presentarlo a los parientes. No era digno que una muchacha seria se casase con licencia especial en el plazo escaso de veinticuatro horas. Y, no obstante, Bill para ella simbolizaba la única fuerza estable en aquel mundo enloquecido.
Era posible que su padre hubiese llegado ya a Burdeos…, o que hubiese sido ametrallado en la carretera, ¿quién podía decirlo? ¿Y quién podía asegurarle que volvería a ver algún día a su padre? Toda su existencia se resumía ahora en aquel soldado simpático y rubio, su marido, un hombre que, en condiciones normales, actuaba con torpeza, casi con timidez, pero que, cuando la rabia se apoderaba de él, se convertía de repente en un ángel implacable y vengativo.
Así era como Dios había establecido las cosas. Apenas tenía un pedazo de pan para comer ni un humilde jergón para dormir. Pero si se preguntaba una el porqué de todo aquello, se exponía a perder la paz del espíritu para siempre. Si, por el contrario, se aceptaban los acontecimientos con corazón sereno, siempre quedaba una posibilidad de sonreír.
Cuando acabó de comer, se refugió hecha un ovillo entre los brazos de Bill. Pronto quedaron dormidos ambos en el interior del camión, acariciando los mismos pensamientos que Warrior Linton: «Pronto, muy pronto, alcanzaremos la costa y encontraremos el barco que nos está esperando».
El destino del Crested Eagle, encallado en la playa y convertido en un horno resplandeciente, suponía una seria advertencia para el capitán William Tennant. Por todos los medios a su alcance, el proceso de embarque de las tropas debía acelerarse todavía más, antes de que los alemanes reanudasen el ataque. Sin embargo, a las 9 de la noche de aquel malhadado miércoles, parecía como si Ramsay hubiese renunciado ya a seguir con la evacuación.
Tennant estaba físicamente agotado. Mientras paseaba por el espigón, vestido con su viejo y sucio uniforme azul y luciendo todavía el emblema plateado S.N.O. en el casco de acero, recordó que durante horas no había tomado más alimento que el té, contenido en una lata de cigarrillos, que le había servido un ordenanza solícito.
Asimismo hacía horas que no había dormido. El ambiente del refugio en el bastión, alumbrado por velas introducidas en cuellos de botellas, era tan cálido y fétido como el de un zoo. Después de un breve intento de descabezar un sueño, tumbado sobre el suelo de piedra, Tennant tuvo que renunciar. Otros necesitaban con mayor urgencia el espacio que él ocupaba.
Y si bien era cierto que había encontrado unos minutos para afeitarse, no lo era menos que el cuello blanco que había despertado la envidia del coronel Whitfeld, presentaba ahora un aspecto lamentable. Dada las circunstancias, solo una cosa se podía hacer con él: volverlo del revés al día siguiente.
Tennant, ausente de Dunkerque durante el bombardeo aéreo, había estado conferenciando con Gort en el perímetro de defensa. El único momento de satisfacción de que había disfrutado en todo el día fue cuando Gort, al distinguir a los «Stuka» lanzándose en picado, se refugió a toda prisa en una zanja. Tennant, con el corazón aliviado, le siguió. Si un veterano de la Primera Guerra Mundial buscaba refugio, la Marina no perdería prestigio por el hecho de que alguno de sus miembros le imitara.
A medida que transcurrían los minutos, la ansiedad de Tennant ante la total ausencia de barcos en el escenario de la evacuación aumentaba. Ahora, a las 9 de la noche, el desfile de destructores y de transportes por el espigón este hubiese debido ser tan continuo y fluido como el tráfico en una carretera durante el período estival de vacaciones. Pero, hasta aquel instante, no habían hecho su aparición más que cuatro remolcadores y un yate.
Por otra parte, el boquete abierto en el espigón por el King Orry significaba la total inutilización del extremo exterior del muelle, aun cuando las tropas podrían ser embarcadas desde cualquier otro lugar más cercano al puerto.
Aquel mismo día, el comandante Jack Bickford, del destructor Express, había demostrado a Tennant la extraordinaria valía del espigón. Desde las playas, el Express tardaba, como término medio, más de seis horas en cargar, mientras que desde el espigón apenas había empleado veinticinco minutos.
Mas, a pesar de que el tiempo iba pasando, los barcos no llegaban. ¿Había decidido Ramsay prescindir del espigón? ¿Acaso alguno de los transportes de tropas que habían seguido la ruta «Y» se encontró con dificultades al caer bajo el alcance de las baterías de Niueport? Tennant no sabía qué pensar. Ni siquiera emitiendo mensaje tras mensaje, obtenía contestación a sus preguntas.
En Dover, el almirante Ramsay tampoco sabía a qué atenerse. A eso de las siete, un informe, procedente al parecer de Tennant, había sumido al almirante y a su Estado Mayor en un abismo de desesperación.
Al igual que les ocurría a los componentes del equipo de Tennant, todos los hombres que intervenían en la operación «Dínamo» albergaban en su interior fatales presentimientos. Primero, la penosa labor de evacuación en las costas de Holanda…, Calais…, Boulogne… Después, aquellos cuatro días y cuatro noches de Dunkerque, durante los cuales los oficiales que abarrotaban la «Sala de operaciones Dínamo», agotados por el ímprobo trabajo de descifrar un promedio de 1800 mensajes diarios, se desplomaban sobre sus mesas de trabajo, tratando de reponer sus fuerzas con incómodos duermevelas de apenas dos o tres horas de duración. Aquellos hombres se hallaban agotados en un grado tal que la oficial de la Oficina de Enlace, Rosemary Keyes, encargada de distribuir los mensajes, se veía forzada a realizar sus rondas entre hileras de mesas en las que yacían cuerpos inertes.
Aquel mismo día, Ramsay había escrito una breve carta a su mujer: La carne y la sangre humanas no pueden aguantar una tensión semejante durante mucho tiempo… Nadie puede ser capaz de predecir lo que nos reserva el mañana… Y ahora no solo habían llegado las desoladoras noticias de Tennant, sino asimismo el desesperado mensaje del Cuartel General de Gort, en La Panne.
Ninguno de los dos informes dejaba el menor resquicio de dudas. El puerto de Dunkerque había sido tan brutalmente machacado aquella tarde por la aviación enemiga que sus bocanas se habían convertido en cementerios de barcos hundidos. Y aun cuando los mensajes subrayaban que los muelles no habían sufrido daños irreparables, el único medio que quedaba a mano para proseguir la evacuación era el viejo y lento sistema de transportar a las tropas desde las playas a los buques, con botes, lanchas y embarcaciones menores.
Sin embargo y paradójicamente, a aquella misma hora, Tennant y sus oficiales esperaban en Dunkerque la aparición de unos navíos que nunca acababan de llegar.
¿Qué había sucedido? Por una extraña ironía del destino, ni Tennant ni ninguno de sus oficiales estaban enterados siquiera de que aquellos mensajes habían sido emitidos. Un joven oficial del equipo de Tennant, con la mente afectada por el bombardeo, había logrado salvar la distancia de trece kilómetros hasta el Cuartel General de La Panne y narrar a Gort en persona su propia versión del desastre.
Separado de Tennant por varios kilómetros de carreteras bloqueadas, el Estado Mayor de Gort podía considerarse tan alejado de Dunkerque como si viviese en otro planeta. El mensaje fue transmitido con absoluta buena fe por el jefe naval de enlace en La Panne, el comandante James McLelland y su texto fue considerado por Gort como el punto de vista oficial de Tennant acerca de la situación.
Peor aún, a las ocho de la tarde, el Primer Lord del Almirantazgo, Sir Dudley Pound, había tomado dos decisiones que afectaban de manera vital al resultado final de la evacuación. La primera de ellas podía redundar en provecho de todos. Sin que ello supusiese en modo alguno la destitución de Tennant, el almirante Frederick Wake-Walker, el corpulento y rubicundo descendiente de Hereward the Wake, había partido hacia Dunkerque con un equipo de ochenta hombres, para tomar a su cargo los treinta kilómetros de playa en los que se desarrollaba la operación.
Pero la segunda decisión, como de inmediato hizo notar Ramsay, podía constituir un verdadero desastre. A partir de aquella noche, los ocho destructores más modernos y rápidos de la flota de evacuación debían retirarse de la lucha. Durante la fecha se habían hundido ya tres unidades y averiado seis y el primer y fundamental cometido de los destructores consistía en defender y proteger la costa de las Islas Británicas.
Aun a sabiendas de que los quince viejos destructores restantes tan solo podrían cargar 17.000 hombres en las próximas veinticuatro horas, Ramsay no tuvo otra alternativa que aceptar las órdenes.
Los mensajes enviados desde Dunkerque continuaban siendo vitales. De Dover a Dunkerque los telégrafos funcionaban sin descanso. De día y de noche, solicitaban nuevos partes, requerían de Tennant aclaraciones urgentes, del almirante Abrial informes completos acerca de la situación, del capitán del Hebe, Eric Bush, noticias exactas sobre su posición en el mar.
Mientras tanto, Ramsay adoptó, con espíritu angustiado, la única medida que cabía adoptar. A las 9:28, su oficial de banderas, el comandante James Stopford, emitió el siguiente mensaje: «A todos los barcos que se dirijan a Dunkerque. No deben tocar ni aproximarse al puerto. Tomarán, en cambio, rumbo este y se aproximarán a las playas para recoger tropas desde la orilla». Von Richtofen había triunfado.
De pronto y de manera inexplicable, ni Tennant ni Ramsay recibieron más mensajes. Transcurrió la medianoche sin una sola noticia. Ramsay pasó órdenes al comandante del destructor Vanquisher, Conrad Alers-Hankey, para que zarpase hacia Dunkerque y le informase en el acto acerca de si sus instrucciones habían sido cumplidas.
Lo cierto fue que los diez mil hombres que pudieron haber sido evacuados aquella noche desde el espigón del este pagaron las consecuencias de unas decisiones un tanto aventuradas. Como consuelo a su permanencia obligada en el seno de aquel infierno, no les quedaba más que la belleza de la noche, surcada, aquí y allá, por las estelas rojas y verdes de los proyectiles trazadores…, el alegre parpadeo de las lámparas de señales «Aldis» en alta mar… el fantasmal ronquido de las sirenas de los destructores y el agudo silbido de las lanchas pescadoras…, los penosos gritos y lamentos de los heridos…, el paciente brillar de miles de cigarrillos sobre las playas, como los farolillos de un jardín japonés.