GUILLERMO Y EL MAYOR

Los Proscritos deambulaban por el bosque discutiendo qué harían aquella tarde que se ofrecía ante ellos llena de magníficas posibilidades.

—Juguemos a algo que no hayamos jugado nunca —propuso Pelirrojo.

—Sí —dijo Enrique—. Juguemos…

Se detuvo.

Habían llegado a un recodo del sendero y allí, ante ellos, al lado del camino, había un anciano, de aspecto marcial, que dormía profundamente en una silla de ruedas, rodeado de los restos de un «picnic».

Al principio los Proscritos se fueron aproximando a él con sumas precauciones por temor a que cualquier movimiento imprevisto pudiera despertar al militar dormido y se enojase. No obstante, poco a poco se envalentonaron y empezaron a acercarse con menos cuidado. Por fin rodearon la silla, pero él, ni siquiera se movió.

—Está muerto —exclamó Pelirrojo alegremente.

—No es posible —replicó Douglas—. Respira.

—Quizá se esté muriendo —insistió Pelirrojo aún más alegremente—. Tal vez si esperamos un poco dejará de respirar.

Permanecieron alrededor de la silla de ruedas observándole y aguardando con impaciencia, pero seguían oyendo la profunda respiración.

—No se está muriendo —dijo Pelirrojo, desilusionado.

Guillermo, aclarándose la garganta, dijo: «Eh», en un tono apenas un poco más alto que Pelirrojo.

En aquel momento a Douglas le picó una avispa y lanzó un fuerte grito. Los Proscritos se apresuraron a alejarse, pero cuando estuvieron a cierta distancia, se dieron cuenta de que no eran perseguidos. Se detuvieron para mirar atrás, y el anciano caballero seguía dormitando plácidamente en su silla. Muy cautelosamente, por temor a que fuese un truco, volvieron a acercarse, pero no era truco: el anciano caballero seguía durmiendo tranquilamente. Le rodearon de nuevo, y comenzaron a producir ruidos en diversos grados de potencia, para ver si el durmiente mostraba alguna reacción, mas continuó durmiendo y ellos se envalentonaron todavía más.

—¡Buu!

—¡Ah!

—¡Eo!

—¡Ba!

Aquello tenía cierta emoción. Era como pinchar a un león en su guarida. En cualquier momento podía despertar el anciano caballero y lanzarse sobre ellos hecho una furia, pero no lo hizo, y al final se cansaron.

—¡Vámonos! —exclamó Enrique—. A ver si jugamos a algo.

—Veamos lo que ha estado comiendo —dijo Pelirrojo.

Buscaron en la cesta y encontraron los restos de un pastel de carne, varios bollos y una botella pequeña que había contenido vino.

—Me parece una lástima dejar esto —dijo Guillermo sacando el pastel de carne—. Se pondrá correoso y él no puede comer nada moribundo como está. La gente dice siempre que no se deben dejar las sobras de las meriendas en los bosques. Apuesto a que es una gentileza comerlo para quitarlo de en medio. Bueno, no queremos que este pobre hombre se vea en un apuro por esta tontería.

—No se verá en ninguno si se muere —objetó Pelirrojo.

—Oh, deja de discutir —replicó Guillermo arrancando un buen bocado del pastel de carne y pasándoselo a Douglas.

Durante los minutos siguientes los Proscritos estuvieron privados del uso de la palabra. Era un pastel muy grande y tocaron a tres mordiscos cada uno. La costumbre entre los Proscritos cuando compartían cualquier cosa semejante al pastel de carne, era morder cada uno por turno hasta que se acabara. Debido a la larga práctica, sus bocas habían adquirido la habilidad de abarcar unas extensiones tan grandes que hubieran sorprendido a un adulto. Claro que, de vez en cuando, alguno se sobrepasaba. La boca debía cerrarse completamente sobre el bocado, o de lo contrario al turno siguiente saltaban al infractor. Los minutos siguientes estuvieron ocupados en comerse el pastel de carne y los bollos, y luego Pelirrojo se acercó al durmiente.

—Aún vive —anunció hablando en voz baja—. Sigue respirando.

—Yo no creo que vaya a morir —dijo Douglas—. No creo que estuviera tan encarnado si fuese a morir. Estaría pálido. Los moribundos siempre están pálidos.

—Oh, bueno —exclamó Guillermo, que empezaba a perder interés por la cuestión—, tal vez no muera. Es posible que no esté agonizando. Puede tener una de esas enfermedades que hacen dormir toda la vida sin despertar jamás. He oído hablar de una enfermedad así. Uno sigue durmiendo durante el resto de su vida y ya no despierta nunca.

—Apuesto a que no me importaría tener una enfermedad así —intervino Pelirrojo—. Nunca asistiría al colegio, tampoco a la iglesia, ni nada. Es mejor que las enfermedades que tengo siempre. Paperas —concluyó amargamente—. Paperas, dolor de oídos y cosas así.

—Oh, vámonos —dijo Douglas—. Vayamos a jugar a alguna cosa.

—Sí, vamos —respondió Enrique—, este es un bosque particular. Ya sabéis cómo se enfadaron la última vez que nos encontraron jugando aquí. Salgamos de prisa.

—Pues él tampoco tiene derecho a estar aquí —dijo Guillermo, quien al parecer no quería abandonar su hallazgo—. No creo que debamos dejarle aquí donde no tiene más derechos que nosotros para quedarse. No debemos dejar a un pobre viejo como este para que le persiga el guardabosque como nos persigue a nosotros. Bueno, no pienso marcharme y dejarle. Le llevaré conmigo.

Los Proscritos no hicieron objeción alguna. Igual que Guillermo, los otros tres pensaban que era una vergüenza marcharse dejando a su extraño e intrigante hallazgo.

Fue un momento de emoción cuando Guillermo puso sus manos en el respaldo de la silla de ruedas, y comenzó a empujarla cautelosamente por el sendero. Tenía la lengua fuera por la tensión del momento, los ojos fijos en la cabeza oscilante, y el cuerpo tenso y dispuesto para la huida, pero aquel momento pasó. El hombre continuó dando cabezazos con los ojos cerrados. La banda empezó a respirar de nuevo libremente, e incluso alzaron la voz para discutir la situación.

—Si ahora muriera de repente —dijo Pelirrojo dándose importancia—, habría una «nencuesta» y tendríamos que asistir a ella.

—¿Qué es una «nencuesta»? —preguntó Guillermo, receloso.

—Cuando alguien muere repentinamente —explicó Pelirrojo—, celebran una «nencuesta» para descubrir por qué ha muerto, y si tienen algo que ver quienes estuvieron con él cuando murió. Y si alguien le ha matado lo descubren así. Él tiene que ir y allí le cogen.

—Escuchad —les dijo Guillermo, excitado, señalando su carga—. Celebremos una «nencuesta» con él.

—No podemos —dijo Enrique—. Aún respira.

—Eso no importa —replicó Guillermo con impaciencia—, podemos fingir que está muerto, ¿no? Casi está tan muerto como cualquiera podría estarlo… sin moverse y con los ojos cerrados. La única diferencia es que él respira, y eso no es mucho. Sí, celebremos una «nencuesta». Yo seré el juez.

—No hay juez cuando se celebra una «nencuesta» —dijo Pelirrojo dándose importancia.

—¿Qué hay entonces? —le desafió Guillermo.

Pelirrojo, con el ceño fruncido, estuvo buscando la palabra antes de responder.

—Pues… un… un oficial criminalista.

—¿Un qué? —insistió Guillermo.

—Un oficial criminalista —dijo Pelirrojo en tono firme, viendo que Guillermo le retaba por pura fórmula, pero no porque no le creyese.

—Ya lo sabía —dijo Guillermo—. Solo estaba probando si tú también lo sabías. Bueno, yo seré el oficial criminalista y tú puedes ser el asesino. Douglas será el policía y Enrique puede ser… —se dirigió a Pelirrojo, que esta vez había demostrado ser una autoridad en encuestas—. ¿Quién más asiste aparte del oficial criminalista, el asesino y un inspector de la policía?

—Siempre tiene que haber un médico en las «nencuestas» —dijo Pelirrojo.

—Muy bien. Enrique será el médico —concluyó Guillermo.

Las dificultades para llevar la silla de ruedas hasta el viejo cobertizo fueron insuperables porque había que pasarla por la cuneta para entrar en el campo donde se alzaba el cobertizo, y por eso la encuesta tuvo lugar en la misma carretera, cerca de la entrada del campo. Por fortuna era un camino poco concurrido, así que la banda pudo celebrarla sin temor de ser interrumpida. Guillermo, como oficial criminalista, tomó asiento sobre la cerca, y ante él colocaron al militar dormido en su silla de ruedas, representando el cadáver. El asesino, el policía y el doctor se agruparon a su alrededor. El oficial criminalista abrió la sesión diciendo:

—«Señoras y caballeros…».

Luego, como no le acompañara la inspiración, señalando al cadáver se dirigió al doctor.

—¿Está muerto este hombre?

—Yo creo que puede verlo usted mismo —replicó el médico—; ¿es que no sabe hacer uso de sus ojos?

—Será mejor que deje de hablarme así —dijo el oficial criminalista, indignado—, y debiera usted decir «Sir» o «Milord», o algo por el estilo cuando se dirija a mí. Y es asunto suyo y no mío saber si la gente está muerta o no está muerta, y si es usted médico se supone que se ha examinado para saber si la gente está muerta.

El médico realizó un examen lento y complicado del cadáver, guardando una distancia prudencial.

—Sí —anunció al fin—, desde luego está muerto.

—¿De qué ha muerto? —preguntó el oficial.

El doctor llevó a cabo otro examen… todavía más largo y complicado que el primero… y guardando aún más distancia.

—Ha muerto envenenado lentamente —anunció al fin.

—¿Quién le envenenó? —preguntó el oficial.

—Yo —replicó el asesino.

—¿Por qué? —Quiso saber el oficial.

—Porque quise —repuso el asesino.

—Está bien. Tendrá que ser ahorcado —dijo el oficial.

—No me importa —fue la respuesta del asesino.

El oficial se volvió al policía.

—Vaya a ahorcarle y hágalo a conciencia, o le ahorcaremos a usted también.

Se procedió a la ejecución de Pelirrojo, quien hizo de criminal recalcitrante a la perfección. Se escapó dos veces, y se resistió con tal realismo que el médico tuvo que retirarse de la pelea a la mitad para curarse un ojo «a la funerala», y el oficial criminalista fue lanzado a la cuneta.

Al final Pelirrojo se cansó y dejó que le colgaran, entre convulsiones tan reales, que Guillermo se arrepintió de no haber escogido aquel papel. Luego volvieron junto al caballero de la silla de ruedas que seguía profundamente dormido. Guillermo tuvo la brillante idea de coger una carta que le asomaba por uno de los bolsillos, para saber su nombre. La carta iba dirigida al mayor Franklin.

—Este es su nombre —explicó Guillermo—. Bueno, estoy un poco cansado de este juego. Voto porque vayamos a jugar a Pieles Rojas.

Los otros recibieron su propuesta favorablemente, mas Pelirrojo, señalando al hombre sentado en la silla de ruedas dijo:

—Sí, pero ¿qué hacemos con él? No podemos dejarle aquí.

—¿Por qué no? —preguntó Guillermo.

—Pues, supongamos que pasa una motocicleta o algo por el estilo y le mata. Dirán que la culpa fue nuestra por dejarle aquí.

En aquel momento pasó por la carretera Víctor Jameson con un pequeño grupo de seguidores. Víctor Jameson y los Proscritos estaban en buenas relaciones.

—Escucha —le dijo Guillermo señalándole al durmiente—, ¿lo quieres?

Víctor Jameson contempló al militar con interés.

—¿Quién es? —preguntó.

—No lo sé —replicó Guillermo—, pero te lo doy por seis peniques. Puedes quedártelo con silla y todo por seis peniques. Es baratísimo.

—¿A quién pertenece? —Quiso saber Víctor.

—A nosotros —dijo Guillermo—; le encontramos en el bosque.

—¿Por qué duerme así?

—No lo sé. Pero es estupendo. Se puede jugar a muchas cosas con él. Continúa durmiendo así y nunca despierta. Mira, puedes quedártelo con la silla por cinco peniques y medio. Es una ganga.

Víctor y sus amigos sometieron a la ganga a una larga inspección y luego se consultaron.

—Podéis simular que es un rey en su trono o el abuelo de alguien —dijo Guillermo—. O si jugáis a piratas hará de barco al que atacáis o cualquier cosa por el estilo. Y nunca se despierta —hizo una pausa y agregó—: Cuatro peniques y es vuestro. Es muy barato.

—Nos lo quedamos —anunció al fin Víctor a Guillermo—, si nos lo das por tres peniques.

—De acuerdo —repuso Guillermo—, tres peniques.

Les dieron los tres peniques, y los Proscritos se marcharon.

* * *

Una muchacha y un joven se hallaban en un claro del bosque buscando desesperadamente.

—Pe… pero… si le dejamos aquí —decía la joven, asustada—; le dejamos aquí después de comer, y él no puede haberse marchado.

El joven sacó su pañuelo para enjugarse la frente.

—¡Qué… qué cosa tan desagradable! —dijo.

—Bueno, haz algo, ¿no? —le gritó la muchacha.

—¿Qué puedo hacer? —replicó el joven con brío.

—Buscarle.

—Eso haré, pero primero hemos de pensar algún plan de acción. Quiero decir que antes de empezar a buscarle hemos de tener alguna idea de donde está, ¿no te parece?

—Bueno, ¿y dónde puede estar?

—No lo sé. Eso es lo que hemos de tratar de pensar.

—Uno de los guardas puede haberle sacado del bosque, ¿no?

—Claro que no. Todos saben que teníamos permiso para entrar.

—Eh… Charlie, ¿no es posible que se haya despertado y descubierto que nos habíamos marchado dejándole?

—No veo cómo.

—Tú… tú pusiste el somnífero en su vino, ¿verdad?

—Sí. Y antes siempre dio resultado.

—Oh, querido —gimió la muchacha—. Esto es un castigo. Hicimos mal.

—Tonterías. Tú sabes cómo se porta cuando no lo toma. No cesa de tenernos pendientes de él toda la tarde, y su comportamiento es absurdo. En cambio cuando le ponga la droga en el vino duerme como un cordero y se despierta fresco como una rosa.

—¡Charlie, le han raptado y pedirán un rescate!

—¡Bobadas!

—Se pondrá furioso cuando descubra que le hemos dejado. Él cree que pasamos toda la tarde sentados junto a su silla, leyendo y esperando que se despierte para tomar el té.

—Bueno, vamos al pueblo a ver si allí encontramos noticias de su paradero.

—Sí, es lo mejor que podemos hacer inmediatamente.

Fueron al pueblo y la primera persona que encontraron fue a Guillermo.

Los Proscritos habían estado jugando a los Pieles Rojas, y acababan de separarse para ir a merendar.

—Perdona, pequeño —le dijo la muchacha con dulzura—, ¿has visto a un caballero en una silla de ruedas?

Guillermo reflexionó. Tan reciente y vivo era el recuerdo de sus juegos en los que fue el jefe de los Pieles Rojas, que transcurrió algún tiempo antes de que la memoria del anciano sentado en la silla de ruedas volviera a su mente a través de la niebla del pasado. Y al recordarlo al fin su rostro adquirió una expresión recelosa.

—¿Por qué? —dijo—. ¿Han perdido ustedes uno?

—Sí —repuso la joven preocupada—. Mi primo y yo llevamos a mi tío al bosque para hacer una comida campestre y le dejamos un momento después de comer… bueno, poco más de un minuto… y cuando volvimos ya no estaba.

—Oh —exclamó Guillermo adoptando una expresión de sorpresa e interés que camuflara las rápidas conjeturas que estaba llevando a cabo su cerebro—. ¿Le… le han buscado por el bosque?

—Sí —dijo la muchacha—, por lo menos buscamos cerca del lugar donde le dejamos. Sufría un ataque de gota, ¿comprendes? No podía andar mucho. ¿No has… no has visto a ningún anciano dormido en una silla de ruedas?

La joven tenía los ojos azules y Guillermo sintió deseos de ayudarla, pero era una situación que requería un manejo especial. Adoptó la expresión de quien medita profundamente y luego su rostro se iluminó como si hubiera recordado algo lejano. Ambas expresiones fueron muy logradas.

—Aguarde un momento —le dijo—. Creo recordar que un niño me dijo que había visto a un anciano en una silla de ruedas.

—Oh, dinos donde vive —replicó la joven—, e iremos a preguntarle.

—No, yo le preguntaré —ofrecióse Guillermo amablemente—. Yo le conozco, ¿comprende?, y por eso será mejor que le pregunte yo. Es posible que recuerde mejor si le pregunto yo.

—Eres muy amable —le dijo la muchacha, agradecida.

—Oh, no tiene importancia —repuso Guillermo—, no tiene importancia. Me gusta ayudar a la gente.

Y les condujo hasta la casa de Víctor Jameson mirando preocupado a su alrededor. No había ni rastro del anciano ni de la silla de ruedas.

—Será mejor que esperen aquí en la carretera —dijo al joven y a la muchacha—, porque… porque —tuvo una inspiración repentina—, porque tienen un perro muy salvaje. A mí me conoce, pero a quienes no conoce les ataca de un modo terrible.

Sus nuevos amigos parecieron impresionados por este argumento. Y Guillermo esperó que no vieran al manso cachorro que era el único ejemplar canino de los Jameson. Se quedaron fuera esperando, mientras él se dirigía cautelosamente a la parte posterior de la casa. Allí lanzó un prolongado silbido que hacía las veces de su tarjeta de visita. Todos sus amigos lo conocían, y en el acto salió Víctor (también con suma cautela, pues las visitas de Guillermo no eran bien recibidas por sus padres) por una puerta lateral.

—Escucha —le dijo Guillermo en un susurro ronco—. ¿Dónde está el viejo que te vendí? Le andan buscando. Te lo volveré a comprar por dos peniques. Lo has tenido toda la tarde de manera que no puedes esperar que te pague lo mismo por él después de tenerlo toda la tarde.

—Ya no lo tenemos —repuso Víctor—, estuvimos jugando con él un rato y luego nos cansamos… no se puede jugar a muchas cosas con él… de manera que se lo vendimos a los mellizos Badlow. Lo querían para que hiciera de túnel. Tienen un tren nuevo y querían hacerlo pasar por debajo de su silla como si fuera un túnel, y nosotros les dijimos que no se lo dejábamos. Que tenían que comprarlo y lo compraron.

—¿Cuánto pagaron por él? —Quiso saber Guillermo.

—Dos peniques.

—Está bien —dijo Guillermo—. Yo se lo compraré ahora por un penique. No pueden pedir más por él después de tenerle toda la tarde, si solo pagaron dos peniques.

Guillermo regresó con paso lento y aire pensativo junto a la pareja que le aguardaba. La joven estaba a cierta distancia de la cerca, vigilando temerosa, sin duda preparada para el ataque del feroz animal, en cualquier momento.

—Este —les dijo Guillermo fijando en ellos su mirada más inexpresiva—, este no es «xactamente» el niño que le vio. Dice que lo que él quiso decir no fue que le hubiese visto «xactamente», sino que había visto a alguien que le había visto.

—¿Te dijo quién era? —dijo la joven.

—Sí —repuso Guillermo—. Ahora iré a verle.

—Eres realmente amable —le dijo el joven, agradecido.

—Oh, no —exclamó Guillermo—. No tiene importancia. Me gusta ayudar a la gente.

Les acompañó en silencio por la carretera hasta la casa donde vivían los Badlow. Sintióse aliviado al saber que fueron los mellizos Badlow los que habían comprado la silla de ruedas con su ocupante. Aunque tenían una gran fuerza física e inteligencia para su edad, solo tenían cuatro años. Sería fácil obligarles a revender su adquisición e inventar algo que explicase su desaparición del bosque. Diría que los mellizos Badlow le habían confundido con su abuelito, con quien el anciano probablemente tenía un extraordinario parecido, y al verle en el bosque, su filial devoción les inspiró el llevarle a su casa, y probablemente no se habían dado cuenta de su error hasta aquel momento. Guillermo sintióse más animado mientras avanzaba hacia la casa de los Badlow, pero el corazón le dio un vuelco al ver la silla de ruedas en el patio posterior, y sin su ocupante.

Emitió un silbido y por la puerta de atrás salió el hermano mayor de los mellizos, un niño de aspecto fatigado, pero de carácter ejemplar. Debido a este carácter ejemplar, no era muy amigo de Guillermo, pero en la actualidad estaban en buenas relaciones.

Guillermo señaló la silla de ruedas vacía.

—¿Dónde está él? —exclamó.

—¿Quién? —dijo el hermano de los mellizos.

—El hombre que estaba ahí.

—¿Eso? Los mellizos han estado jugando con eso. Lo utilizan como túnel para su tren.

—S-s-sí ¿pero dónde está el hombre que estaba ahí?

El hermano de los mellizos contempló la silla sin gran interés.

—¿Había un hombre ahí? —dijo.

—Sí —repitió Guillermo. Aquello empezaba a tomar las proporciones de una pesadilla—. Ahí había un hombre dormido.

—Tal vez se despertase y se habrá marchado.

—No —dijo Guillermo—, no podía andar. Tenía una especie de enfermedad del sueño. No podía despertar. Imposible. Nosotros lo intentamos. De todos modos, ¿dónde están?

—¿Los gemelos?

—Sí.

—Mamá les ha llevado a Hadley para comprarles zapatos nuevos.

—¿Cuándo volverán?

—A la noche. Tienen que ir a merendar a casa de mi tía cuando hayan comprado los zapatos.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo, desesperado.

—¿Qué ocurre?

—¿No… no dijeron nada del anciano?

—Espera un momento —dijo el hermano de los mellizos despacio—. Sí, recuerdo que uno de ellos dijo: «Qué viejo más desagradable. No lo quiero. Tíralo». Ahora lo recuerdo. John dijo eso. Dijo: «Qué viejo más desagradable. No lo quiero. Tíralo».

—¡Cáscaras! —exclamó Guillermo—. ¿Y no dijo dónde iban a tirarlo?

—No. Solo dijo eso. No hice mucho caso de lo que decía, pero ahora lo recuerdo. Eso dijo.

—¿Y no dijo más que eso?

—No.

—¿Y no volverán hasta la noche?

—No. ¡Migas! Es una de las cosas más terribles que me han sucedido. Mira que perder un hombre de esta manera. Toda la culpa es de Víctor por habérselo vendido a ellos.

—¿Eso hizo? —dijo el hermano de los mellizos con inocencia.

Pero Guillermo iba ya hacia sus amigos.

—¿Y bien? —le preguntaron en seguida.

—Me… me temo que haya sido un error —dijo Guillermo con desmayo—. Me… me temo que fuese el hermano de este niño, y que solo creyera ver un hombre en una silla de ruedas, pero no están seguros.


—De todas maneras —dijo el joven—, muchísimas gracias por tratar de ayudarnos.

—De todas formas —dijo la muchacha—, puede tratarse del mismo hombre.

—No —replicó Guillermo animándose—. No creo que sea el mismo.

—Y de todas maneras —dijo el joven—, muchísimas gracias por tratar de ayudarnos.

Guillermo alargó la mano para recibir media corona que guardó en su bolsillo.


Guillermo alargó la mano para recibir media corona que guardó en su bolsillo.

Precisamente enfrente de la casa de los Badlow, donde ellos se encontraban, estaba la entrada de una granja, y el granjero salía a la calle en aquel momento. Como la mayoría de granjeros del distrito, no sentía gran afecto por Guillermo y su pandilla.

Le dirigió una mirada fría y recelosa, y luego saludó calurosamente a sus acompañantes.

—Buenas tardes, señor Charles —le dijo—. ¿Cómo está el mayor?

—Está… está… —comenzó el desdichado Charles, finalizando bruscamente—: ¿No le habrá usted visto esta tarde por casualidad?

—No, pero tenía muy buen aspecto la última vez que le vi. Precisamente estaba pensando en usted, señor Charles —prosiguió—. Quiero enseñarle a mi Henrietta. ¿Recuerda que se la enseñé cuando era pequeñita? Ahora está preciosa. Tiene usted que verla. Está ahí dentro.

Les hizo pasar al patio. No es que invitara a Guillermo. En realidad la mirada que le dirigió expresaba lo contrario, pero Guillermo no pudo resistir la tentación de entrar en la granja acogiéndose a una invitación que hubiera podido incluirle, lo mismo que se resistía a abandonar, a la sazón, aquella aventura incompleta.

Lo primero que vieron sus ojos fue a Henrietta en mitad del patio fraternizando con varias gallinas y una cabra. Henrietta era una cerda de enormes proporciones, y el granjero la miró sorprendido.

—Bueno, debo estar soñando —dijo rascándose la cabeza—, ¿cómo diantre ha podido salir? La dejé en su establo.

Y abriendo una pocilga inmaculada invitó a «Henrietta» a que entrase en ella, y «Henrietta» obedeció. Todos se inclinaron sobre la pared baja… el granjero, el joven, la muchacha y Guillermo… mientras el granjero proclamaba las excelencias de «Henrietta» con su bastón. «Henrietta», volviéndose repentinamente tímida, desapareció en el interior de su pocilga.

—Es un animal como no se encuentra otro en parte alguna —declaró el granjero cuando se hubo marchado—. Ustedes… —se detuvo.

De la pocilga de «Henrietta» salían extraños sonidos. Escucharon en silencio, boquiabiertos. Alguien estaba despertando lentamente, y despertando furioso.

—¿Qué dia…? ¿Quién se…? ¿Dónde dia…? Repórtese, señor. ¿Qué significa esto? ¿Dónde están sus modales, señor? ¿Dónde ha sido educado? ¿En qué escuela? Le digo que está bebido, señor, está usted bebido. ¿Se da usted cuenta, señor, de que me está pisando? Pisando, señor. Apártese, señor, o llamaré a la policía. ¡Usted… Dios Santo! ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted, señor? ¡Cielo Santo! Usted es un cerdo, señor. ¿Sabía usted que era un cerdo, señor? Un…


—¿Qué significa este ultraje? —rugió el mayor.


—No dejaré piedra sin remover hasta que haya desentrañado este asunto, señor —dijo el joven.

Lentamente, y a gatas, el mayor salió de la pocilga ante sus ojos horrorizados, seguido de la mansa y curiosa «Henrietta». Poco a poco logró ponerse en pie.

—¿Qué —gritó con voz de trueno— significa este ultraje?

Su pregunta iba dirigida por igual al joven, la muchacha, el granjero, Guillermo y «Henrietta».

El joven, comprendiendo que debía responder, alzó la mano para enjugar su frente y dijo con desmayo:

—No dejaré piedra sin remover hasta que haya desentrañado este asunto, señor. Puede dejarlo tranquilamente en mis manos.

—¿En tus manos? —rugió el mayor—. He dejado mi persona en tus manos y mira dónde me encuentro. En una pocilga. Una pocilga, señor. Y con un cerdo encima de mí. Encima de mí. Un cerdo, señor. Literalmente un cerdo. ¿Cómo explicas esto? Eso es lo que quiero saber.

—Yo… yo no me lo explico, señor —replicó el joven aún con desmayo—. Estoy… estoy tan confundido como usted.

—¡Confundido! —aulló el mayor—. De manera que estás confundido. Se necesita una palabra más adecuada para expresar mis sentimientos, señor —y a continuación se dispuso a expresar sus sentimientos con toda propiedad.

Guillermo comprendía que en aquellos momentos lo mejor hubiera sido desaparecer sin hacer ruido. En el acto comprendió lo ocurrido. Los terribles mellizos se habían desembarazado de su estorbo por el sencillo procedimiento de dejarle caer en el dormitorio de «Henrietta», libertando a «Henrietta» al mismo tiempo. Mas no le era posible alejarse. La situación era demasiado interesante.

El mayor, una vez hubo expresado adecuadamente lo que sentía y exteriorizado, más que adecuadamente, la opinión que le merecía el joven, la muchacha, el granjero, Guillermo y «Henrietta», recordó que era uno de sus días de gota, y dejando de pasear de un lado a otro de la pocilga, empezó a cojear. Luego con expresión de dolor dirigió una mirada aplastante al granjero.

—Abra esa puerta, señor —le gritó—, y déjeme salir.

El granjero obedeció temblando y el mayor pudo salir.

—Nunca me sobrepondré a esto… nunca —aulló furioso—. ¿Dónde está mi silla? ¡Digo que dónde está mi silla! Me ha atacado mi sistema nervioso… nunca me sobrepondré. Le aseguro, señor, que me siento más dispuesto a montarme en un ataúd que en mi silla.

Le siguieron hasta la carretera y allí estaba su silla. El hermano de los mellizos, comprendiendo que desearían la silla tanto como su ocupante, y por ser un niño consciente, la había sacado a la carretera dejándola ante la puerta de la granja.

El joven habló con inesperada decisión.

—Solo puedo repetir, señor —le dijo—, que no descansaré hasta que haya desentrañado este asunto hasta la raíz.

Se volvió en busca de Guillermo, pero había desaparecido. Había tal decisión en la mirada del joven, que Guillermo, sabiamente, decidió asegurarse y gastar su media corona antes de que el Destino le hiciera representar el papel de raíz en los propósitos del joven.