EL MISTERIO DE OAKLANDS

Fue debido, en parte, al tiempo lluvioso, y en parte a la súbita afición a las novelas policíacas que se apoderó de Héctor y de Roberto, hermanos mayores de Pelirrojo y de Guillermo, respectivamente. Si no se hubiese apoderado aquella pasión de leer novelas policíacas de Héctor y de Roberto, la casa de los Merridew y la de los Brown no se habrían visto llenas hasta los topes de dicha clase de novelas y, si el tiempo no se hubiera puesto lluvioso, ni Guillermo ni Pelirrojo las habrían leído. El primer día que cesó de llover, Guillermo y los otros tres Proscritos se encontraron y echaron a pasear juntos, carretera abajo.

—Apuesto a que el viejo Potty estaría la mar de contento si supiera el montón de cosas que he estado leyendo —dijo Guillermo, virtuosamente—. En el informe mensual del colegio que envió a mis padres decía que yo debería leer más. Pues, mira, he estado leyendo todos estos días que ha llovido. Seguro que estaría muy satisfecho el viejo si lo supiera.

—¿Qué has leído tú? —le preguntó Pelirrojo.

—«El misterio del cuadro azul»… —empezó a decir Guillermo, dándose importancia.

—¡Toma! ¡También lo he leído yo! —le interrumpió Pelirrojo—. De modo que no tienes por qué presumir tanto. Y además lo he leído antes que tú, porque el libro es de Héctor, y Héctor se lo dejó a Roberto y yo ya lo había leído antes de que se lo dejara a Roberto.

—Bueno —dijo Guillermo—; mejor para mí que para ti, entonces, porque si tú lo leíste primero ya te habrás olvidado de lo que dice, y si yo lo he leído después de ti, lo recordaré mucho mejor que tú, ¡anda!

—Apuesto a que no. ¿Quién lo mató?

—El vecino de al lado.

—¿Con qué?

—Con una plumilla envenenada.

—Bueno, pero estoy seguro de que me acuerdo de muchas más cosas que tú. ¿Qué otro libro leíste?

—«El misterio de la luz verde».

—Yo también.

—Pero yo lo leí primero, porque Roberto lo compró y después lo dejó a Héctor y yo lo leí antes de que se lo dejara a Héctor.

—Entonces yo lo recuerdo mejor que tú, según lo que tú has dicho, porque lo leí después de ti.

—¡Oh! ¡Cállate ya!… Muy bien; tanto tú como yo lo recordamos igual. ¿Qué otro libro leíste?

—«El misterio de la casa solitaria».

—Yo también. Y «El misterio del bosque embrujado».

—Yo también. Y «El misterio de la séptima escalera».

—Yo también.

—Después de leer todos estos libros, me extraña que aún haya personas que mueran de muerte natural.

—No las hay —dijo Guillermo, misteriosamente—. Eso dice Roberto. Al menos lo que dice es que hay cientos y miles de asesinatos que nunca se descubren. Y es que solo se puede saber si una persona ha muerto de muerte natural, haciéndole la autopsia, y no tienen tiempo para hacer la autopsia a todos los que mueren. Sencillamente, no tienen tiempo. Hacen lo que se hace con nuestros pupitres de la escuela. Abren alguno que otro, de vez en cuando, para ver sí todo está en orden. No tienen tiempo de abrirlos todos cada día. Y del mismo modo que cada vez que abren un pupitre lo encuentran hecho un asco, cada vez que hacen una autopsia se encuentran con que el cadáver murió envenenado. Prácticamente siempre. Eso dice Roberto. Y también dice que el número de personas que envenenan a los demás que no les hacen la autopsia y no se les descubre, debe ser enorme. Fijaos bien: Por todas partes unos que envenenan a los otros, y nadie los llega a descubrir nunca. Si yo fuera policía les haría la autopsia a todos los muertos. Pero los policías no sirven para nada. Precisamente en todos esos libros que he leído no sale ni un solo policía que sirva para nada. No saben qué hacer cuando se encuentran que una persona ha asesinado a otra. ¿No te acuerdas, Pelirrojo, que en «En el misterio de las ventanas amarillas» los policías tenían que haber registrado el cuarto en busca de huellas y no se dieron cuenta de la colilla que el asesino había tirado detrás del guardafuegos de la chimenea y que llevaba la dirección de los fabricantes de tabaco y que era una marca de tabaco que fabricaban especialmente para él? Bueno, pues esto te demuestra lo que son los policías, ¿no te parece? Lo que quiero decir es que parecen muy importantes y tal, con sus cascos y sus botones, pero cuando se encuentran con un asesinato o con una autopsia o cuando se trata de descubrir a los asesinos, ya no sirven para nada. En todos los libros que hemos leído no ha sido nunca la policía la que ha encontrado y descubierto a los asesinos, sino una persona corriente, como tú y yo, que hace uso de su sentido común y recoge las colillas y demás… Ya te diré lo que pasa —añadió, entusiasmándose con su tema—: Los policías tienen que ser estúpidos a la fuerza a causa de su uniforme. Quiero decir que los uniformes de la policía son tan grandes que necesitan personas muy grandes para que puedan ponérselos, y las personas muy grandes siempre resultan muy estúpidas porque toda la fuerza les va al cuerpo en lugar de irles a la cabeza, lo cual es muy razonable y tiene que ser así, ¿no te parece?

—Claro que sí —convino Pelirrojo, y añadió lentamente—: Parece extraño que no lo vean.

—No lo ven porque son unos estúpidos —dijo Guillermo—, y son unos estúpidos porque son tan grandes y tienen que ser grandes a causa de los uniformes. Ya ves —añadió Guillermo con una nota de finalidad.

Enrique y Douglas, que habían estado escuchando esta conversación con profundo interés, convinieron en que la lógica de los argumentos de Guillermo era incontestable y definitiva.

Pasaban entonces frente a dos casitas llamadas Oaklands y Beechgrove, que estaban juntas, en las afueras del pueblo. En cada uno de los jardines de las casas trabajaban sendos hombres: un hombre viejo en el jardín de Oaklands y un hombre joven en el de Beechgrove. El viejo era un recién llegado al pueblo. Los Proscritos no sabían cómo se llamaba, pero lo habían bautizado con el nombre de «Flacucho». Jamás se habían preocupado los Proscritos de enterarse del verdadero nombre de las personas que eran nuevas en el pueblo. Igual que los salvajes a quienes tanto se parecían en muchos otros detalles, los Proscritos preferían llamar a esas personas con nombres inventados por ellos y que, bien o mal, describían su apariencia y carácter. El propietario de Oaklands se había ganado aquel nombre a causa de su cuello, que era más largo de lo normal y además arrugado y huesudo. El hombre en cuestión ostentaba una barba gris y lentes ahumados. Los Proscritos se pararon junto a la verja y se quedaron mirando cómo trabajaba, porque ellos, a diferencia de los supercivilizados nunca afectaban indiferencia ante los asuntos de los demás, sino que, por el contrario, tomaban un grandísimo interés en todo aquello que no les importaba y no se recataban en demostrarlo abiertamente. A cualquier otra persona, con más sensibilidad de la que tenían los Proscritos le habría parecido evidente que al propietario de Oaklands le molestaba tenerles allí como espectadores atentos a sus trabajos de horticultura. A menudo, el hombre levantaba la cabeza y les echaba una torva mirada; pero pronto descubrió que con torvas miradas no había bastante para desalojar a los Proscritos de la ventajosa posición que habían tomado, de modo que finalmente, viendo la inutilidad de sus miradas, el hombre se enderezó, les miró fijamente y dijo:

—¿Qué queréis?

—Nada —dijo Guillermo, con la más amable de sus sonrisas.

—Entonces, ¿qué hacéis aquí?

—Le estamos mirando a usted —dijo Guillermo, con la misma sonrisa.

—Pues, ¡largo de aquí!

—Muy bien —dijo Guillermo, aún sonriendo, pero sin moverse.

—¡Largo de aquí, digo! —exclamó el viejo, muy irritado—. ¿Me habéis oído? ¡Largo de aquí!

De mala gana y con mucha lentitud, los Proscritos se trasladaron a la verja de Beechgrove y allí se quedaron, apoyados en ella. Al propietario de Beechgrove le molestó tanto como a su vecino que los Proscritos se apoyaran en la valla, la cual ya tenía rota una bisagra, pero no perdió el tiempo con procedimientos de acción indirecta, sino que llenó una gruesa jeringa con agua de un cubo que tenía a su lado y apuntó hacia ellos con un breve:

—¡Fuera!

Los Proscritos se marcharon precipitadamente.

—Nos podía haber matado —dijo Guillermo, indignado—. Se puede ahogar a cualquiera de esta manera. Claro está: le llenan a uno la boca de agua y se muere porque no puede respirar. Y luego cuando uno puede respirar, se muere. La cosa está clara. No hay nadie que pueda seguir viviendo, sin respirar. Si lo hubiera hecho, le habrían ahorcado por asesino, y bien merecido lo tendría.

—No creo que lo hubieran ahorcado por asesino —dijo Pelirrojo lúgubremente—. Creo que la policía es tan estúpida que se habrían creído que nosotros nos habíamos muerto de muerte natural, a menos de que una persona corriente hubiera venido igual que ocurre en esos libros que hemos leído, y encontrase una pista, como, por ejemplo, que nosotros teníamos la boca llena de agua y la jeringa estaba enterrada en el jardín, o algo así.

—¿Te acuerdas de lo que pasa en «El misterio del cuarto Iluminado» —dijo Guillermo, muy excitado—, cuando el hombre aquel encuentra que el puño del paraguas del asesino se desenrosca y de allí sale un puñal que es el arma con que mataba a la gente? Es un truco muy bueno. Yo nunca hubiera podido imaginarlo. Quiero decir que no lo hubiera imaginado nunca antes de leer el libro, claro está. Ahora sí que me lo imaginaría. Lo primero que haría ahora sería mirar si el puño del paraguas de alguien se desenrosca para que salga un puñal, si creyera que alguien había muerto asesinado. Después miraría si llevan veneno en la aguja de la corbata, igual que el hombre de «El misterio de la casa desierta». También fue muy listo el que pensó en eso. Si yo ahora quisiera matar a alguien, ya sé muchas maneras de hacerlo, después de haber leído todos esos libros. Y apuesto a que si me encontrara con alguien asesinado muy pronto descubriría al asesino. Siempre resulta ser el que menos parece serlo, y naturalmente, eso la policía no lo sabe. A mí me parece una tontería que no obliguen a la policía a leer todos esos libros de misterio. Si los leyeran, pronto descubrirían a los asesinos. ¿Te acuerdas del asesino que hay en «La máscara negra», que tiene una flor venenosa y dice a la gente que la huela, y entonces todos se mueren de repente, como si la muerte fuese natural, de manera que nadie piensa en hacerles la autopsia para ver si tienen veneno dentro, hasta que viene aquel hombre que lo descubre todo? A mí me pareció muy listo, del modo como lo descubrió.

—Cuando seamos mayores seremos detectives —sugirió Douglas.

—No —dijo Guillermo—. Es más divertido ser el hombre que viene y lo descubre todo, cuando los detectives ya se han cansado de buscar sin encontrar nada. Yo seré uno de esos. Voy a leer novelas policíacas continuamente, desde ahora hasta que sea mayor y entonces estoy seguro de que no habrá ningún procedimiento de matar a la gente que yo no conozca, de modo que podré coger a todos los asesinos que haya y estoy seguro de que seré célebre y me harán una estatua cuando me muera.

—Apuesto a que no te la harán —dijo Pelirrojo, irritado por el egoísmo de Guillermo—, porque te asesinarán antes de que hayas descubierto nada, y entonces Douglas, Enrique y yo lo descubriremos y nos haremos célebres.

—¿Ah, sí? —dijo Guillermo, picado por esta profecía—. Pues te aseguro que no me asesinarán, y si me asesinan me haréis el favor de dejarme en paz y no venir a enredar para descubrir quién me mató. Si me asesinan, de modo que se pueda descubrir al asesino, no quiero que nadie lo descubra. Y, además, no dejaré que nadie me asesine. Siempre llevaré encima un frasco de eso que se bebe para que los venenos no te envenenen, y que se llama antípida o algo así, y cuando alguien intente envenenarme beberé un poco del líquido y ya está. Y además llevaré siempre una pistola en el bolsillo, de modo que si alguien quiere pegarme un tiro yo se lo pegaré primero.

—Tú te crees muy listo, ¿verdad? —le preguntó Pelirrojo, sarcástico.

—Sí —dijo Guillermo, sencillamente—. Lo soy. Quizá no sea muy listo en latín o en geometría, o en otras cosas parecidas, aunque estoy seguro de que no lo hago tan mal como pretenden hacer ver en las notas mensuales del colegio, pero soy muy listo cuando se trata de descubrir asesinos.

—Muy bien. Dinos a ver qué asesino has descubierto y te creeremos —le desafió Pelirrojo.

—Pues dime tú primero —le replicó Guillermo, vivamente— cuándo he tenido la ocasión de descubrir un asesino. Si me encontrara con una persona asesinada, descubriría al autor del crimen en seguida. He leído tantas novelas policíacas y libros de misterio que conozco todos los procedimientos que hay de matar a la gente y también sé cómo son las personas que se dedican a eso.

—¡Oh, cállate ya! —exclamó Pelirrojo.

Habían llegado al viejo cobertizo donde solían tener sus reuniones y juegos.

—Vamos a jugar a algo —dijo Douglas.

—Vamos a jugar a un juego de misterio —dijo Guillermo—. Vamos a hacer que Enrique sea el asesinado y Pelirrojo el verdadero asesino, y Douglas el que todos creen que es el criminal, y yo seré el que viene aquí y descubre que ha sido Pelirrojo el asesino y no Douglas.

Pero los Proscritos se negaron a ofrecerse como pábulo a la autoglorificación de Guillermo. Sin embargo, estuvieron de acuerdo en jugar a aquel juego, a condición de que Guillermo fuese el asesinado además de ser el que descubriera el crimen, de modo que finalmente abandonaron la idea y se pusieron a jugar a indios hasta la hora de acostarse.

* * *

Siguieron unos cuantos días de buen tiempo. La afición de Roberto y de Héctor por los libros de aventuras y misterio, y por las novelas policíacas, se desvaneció. Regalaron los libros a sus amigos y ya no compraron otros nuevos. El interés de los Proscritos en las novelas policíacas también habría desaparecido a no ser por el propietario de Beechgrove. Todos los días los Proscritos pasaban ante las dos casas. Todos los días iban a apoyarse en la verja de Oaklands, para contemplar al dueño de la casa en sus labores hortícolas, hasta que el buen señor los echaba de allí. Entonces pasaban a Beechgrove. Es muy probable que el propietario de Beechgrove tuviera una gran experiencia de lo que eran los muchachos de la edad y disposición de los Proscritos. En cuanto estos aparecían junto a su verja, el propietario de Beechgrove se ponía a hacer salvajes aspavientos y gestos amenazadores con la jeringa o con la pala, y entonces, los Proscritos huían a todo correr carretera abajo. Estos episodios mantenían vivo el interés de Guillermo en la criminología.

—Apuesto cualquier cosa —decía—, que el balde donde mete la jeringa está lleno de veneno. Apuesto cualquier cosa que ha matado a cientos de personas, de esta manera. Jeringándolas con veneno sacado de un balde como ese. Tiene cara de jeringar a la gente con veneno. Apuesto a que también tiene veneno en la pala. ¿Os acordáis del hombre que sale en «El misterio del guante desparejado»? ¿Os acordáis de que tenía veneno en el horcón de su jardín? A mí me parece un hombre igual que ese que tenemos en Beechgrove. Si no hubiéramos huido aprisa, a estas horas ya estaríamos todos muertos. Y la policía vendría y al encontrarnos muertos creería que nos habíamos muerto de muerte natural, porque todos los policías son estúpidos. ¡Suerte que podemos correr! Apuesto cualquier cosa a que no estaríamos vivos ya, de no haber corrido como corrimos.

—Pero ¿por qué motivo querría matarnos a nosotros, Guillermo? —inquirió Enrique, que era de aquel grupo quien tenía más sentido práctico.

—¿Qué motivo quieres que tenga? —le respondió Guillermo—. Un asesino tiene que dedicarse a matar a la gente, o si no ya no es un asesino, ¿no comprendes? Los asesinos tienen afición a matar, igual que se puede tener afición a cualquier otra cosa: al fútbol, o al cricket o al ajedrez o a coleccionar sellos. Cuando se ha matado a una persona se coge afición a eso y se tiene que matar a otra. Uno va pensando en procedimientos mejores para matar a la gente y, como es natural, una vez se ha inventado un nuevo procedimiento, hay que probarlo en alguien. Apuesto a que acababa de inventar el procedimiento de jeringar con veneno y quería probarlo en nosotros para ver si funcionaba bien. Pero, claro está que puede tener un verdadero motivo; por ejemplo: puede haber descubierto que alguno de nosotros va a heredar una gran fortuna, de la cual no sabemos nada todavía, y a lo mejor él es el próximo heredero aunque ninguno de nosotros le conozcamos, porque todo el mundo cree que su padre se ahogó en un naufragio. Así es como ocurrió en «El misterio del invernáculo». Lo mismo puede ocurrirle a él. Y está intentando matarnos para que la fortuna vaya a parar a sus manos.

—Sí —dijo Enrique—, pero ninguno de nosotros tiene ningún pariente que se haya ahogado en un naufragio.

—¡Oh! Cállate ya y no discutas todo lo que yo digo —dijo Guillermo con aire cansado—. No tienes sentido común. ¿Crees que nuestros padres se preocuparán por explicarnos lo que haya podido ser de cada uno de los parientes que hemos tenido?

—Esta misma noche les preguntaré a mis padres —dijo Enrique— si tienen algún pariente que se haya ahogado en un naufragio.

—Y probablemente te dirán que no, porque si lo tenían ya se habrán olvidado, pero te apuesto a que tu padre o tu madre han tenido alguno de esos. ¿Por qué intenta matarnos el hombre ese, sino es así?

Aquel argumento pareció tan indiscutible que los Proscritos no intentaron discutirlo.

Durante algún tiempo se presentaron tan pocas cosas para alimentar sus sospechas que estas probablemente se habrían desvanecido por completo si no hubiera ocurrido que, cosa de una semana más tarde, pasaron otra vez los Proscritos ante las dos casas de los aledaños y se encontraron con que no había nadie en el jardín de Oaklands, y que los postigos de la casa estaban cerrados y una atmósfera general de desolación se dejaba sentir en aquel lugar. Se quedaron apoyados en la verja algún rato, pero, naturalmente, no tiene nada de divertido eso de quedarse plantado ante un jardín donde no hay nadie que os haga huir corriendo. Por lo tanto, viendo que no ocurría nada, los Proscritos se apartaron de allí y siguieron carretera abajo.

Hacía ya algún tiempo que no se habían entretenido con lo que ocurría en Beechgrove.

—No sé a dónde habrá podido ir —dijo Pelirrojo, meditativamente.

—El otro lo ha matado, claro —dijo Guillermo—. Le ha jeringado con veneno o lo ha matado a golpes de pala; con la pala envenenada, igual que habría hecho con nosotros si no hubiéramos echado a correr tan aprisa. ¡Pobre Flacucho!

Guillermo dio un suspiro de compasión por la víctima, y añadió:

—Como que era tan viejo y no podía correr, lo cogió.

—Pero ¿por qué razón tenía que querer matar al viejo Flacucho? —preguntó Enrique—. Creí que era a nosotros a quienes quería matar, a causa de la fortuna que íbamos a heredar del pariente que la gente cree que se ahogó en un naufragio.

—Ahora tú hablas —dijo Guillermo con irritación— como si solo hubiese un motivo para que una persona quiera matar a otra. Si hubieras leído todos esos libros que hemos leído Pelirrojo y yo, sabrías que hay cientos y miles de motivos para que una persona quisiera matar a otra. Si hubieras leído todos esos libros que hemos leído Pelirrojo y yo, sabrías que hay cientos y miles de motivos para que una persona mate a otra persona. Estoy seguro que el viejo Flacucho tenía un tesoro escondido en su casa. Era un avaro, y el otro descubrió que era un avaro al oírle contar el dinero a través de la pared. El ruido que hacía Flacucho contando el dinero no le dejaba dormir al otro y, al no poder dormir, abrió un agujero en la pared para ver qué era lo que estaba haciendo el viejo, y le vio que estaba contando monedas de oro. Y entonces preparó su plan. Todo este tiempo se ha estado preparando y ejercitando con los venenos, mientras disimulaba, haciendo ver que trabajaba en el jardín. Intentó probar los venenos en nosotros y estoy seguro de que si nos hubiera dado con la jeringa a estas horas ya estaríamos todos muertos y enterrados.

—¿Qué crees que habrá hecho con el cadáver? —preguntó Pelirrojo, con voz ronca.

—¡Oh! Hay muchas maneras de desembarazarse de los cadáveres —dijo Guillermo con afectada indiferencia—. No es cosa que preocupe a nadie eso de deshacerse del cadáver. Lo más fácil es enterrarlo… Sí, me parece que la mayoría los entierran. Sí; eso creo que es lo que hacen. Los entierran… ¡Claro! —exclamó con un súbito arranque de inspiración—. Eso es lo que ha hecho… Ha pretendido hacer ver que estaba muy atareado en el jardín, para poderlo enterrar luego, sin que nadie sospeche nada. Si él hubiese cavado un hoyo para enterrarle, la gente habría sospechado algo, y se habrían puesto a sacar lo que había enterrado para ver lo que era, pero habiendo cavado hoyos en el jardín durante semanas enteras nadie podrá encontrar el hoyo donde lo enterró, porque todo el jardín está recién cavado y nadie puede sospechar nada. Apuesto a que es uno de los asesinos más listos que hay. Bueno; al menos eso que he dicho demuestra que es muy listo, ¿no? Apuesto a que ninguno de nosotros habría pensado en ello. Quiero decir que si nosotros hubiéramos asesinado a alguien no se nos hubiera ocurrido hacer eso de cavar todo el jardín durante semanas, antes de haber cometido el crimen, para que todo pareciese recién cavado. No; apuesto a que si nosotros hubiéramos asesinado a alguien nos habríamos limitado a cavar un hoyo y enterrarle, y entonces habría comparecido uno de esos hombres tan listos que se dedican a eso y habría descubierto que alguien había desaparecido y que en nuestro jardín había un lugar, del tamaño de un hombre echado, y recién cavado, con tierra fresca a la vista, y entonces habría cavado allí, habría sacado al muerto y nos habrían ahorcado a todos. No; como digo, este es uno de los asesinos más listos que hay. Estoy seguro que es uno de esos que llevan veneno en la sortija y cuando están a punto de detenerlos, se llevan la sortija a los labios y caen al suelo, sin vida. Muertos. Prefieren eso a que los ahorquen. Yo también haría lo mismo. Si fuera el asesino, se entiende.

—Me gustaría saber qué diría —dijo Douglas pensativamente— si le preguntaras dónde está Flacucho.

—Vamos a preguntárselo —dijo Guillermo prontamente, girando sobre sus talones.

Guillermo se había ido apartando de la escena del crimen, muy a disgusto. Después de todo, cuando se ofrecía una buena oportunidad para entrar de lleno dentro de la carrera detectivesca, la carrera de su elección, parecía una insensatez dejarla escapar.

—Voy a empezar así —dijo Guillermo, adoptando la expresión seria y cejijunta propia del caudillaje—: le preguntaré con toda inocencia dónde está Flacucho y observaré cómo me mira y lo que dice. Eso es lo que hacen los buenos detectives. Solo los asesinos más listos saben evitar la cara de culpables que ponen todos los demás cuando se les hacen preguntas así. ¿Te acuerdas cómo en «El misterio del reloj de sol», el asesino no podía apartar la mirada del rosal, debajo del cual había enterrado el cadáver? No podía evitarlo. Miraba y miraba siempre al mismo sitio. Como si estuviera hipnotizado. Y los otros lo notaron y entraron en sospechas.

—Guillermo —dijo Douglas—: No creo que tengas que volver a la casa de ese hombre para preguntarle eso que dices, ¿sabes? Me parece muy peligroso. Figúrate que se enfureciera y empezara a jeringarnos con el veneno. Me parece una tontería ir a hablarle ahora que ya sabemos que es un asesino.

—No. No creo que haya peligro —dijo Guillermo vivamente—. No creo que haya peligro. Nunca se hacen dos asesinatos tan seguidos. Se asustaría de tener que hacerlo. Se puede matar a una persona sin que nadie lo sospeche, a menos de que haya un detective muy listo que esté al tanto, pero si uno empieza a matar a todo aquel que se le pone al alcance, es natural que la gente entre en sospechas. Quiero decir que al ver que todas las personas que se acercan al hombre aquel se mueren, la gente empieza a sospechar y entonces hacen la autopsia a los muertos para ver si han muerto de muerte natural. Así es como descubren a la mayoría de los asesinos. Porque se vuelven atrevidos y dicen: «Puesto que este nos ha salido bien, vamos a probar otro». Pero no creo que ese que tenemos aquí sea de los atrevidos. Es demasiado meticuloso con sus cosas para ser de los atrevidos.

Habían llegado ya a la verja de Beechgrove. Guillermo se acercó a ella, tomando grandes precauciones. Douglas, más precavido aún, iba detrás. A Guillermo se le quitó un gran peso de encima al ver que el hombre no tenía ni jeringa ni pala a mano, y estaba atareado en la inocente ocupación de atar rosas con rafia.

—Vuelve, Guillermo —le susurró Douglas—. Puede tener una pistola.

El hombre, que estaba inclinado sobre los rosales, se enderezó. No teniendo ninguna herramienta a mano y hallándose en un momento crítico de la operación, se limitó a lanzar un gruñido feroz.

—Dispense —le dijo Guillermo con elaborada cortesía—. Perdone que le interrumpa, pero ¿tendría usted la amabilidad de decirme dónde está el viejo Flac…, quiero decir, el caballero que vive en la casa de al lado?

—¿El señor Barton? —dijo el hombre—. Se ha ido de vacaciones. Y ahora ya te estás marchando de aquí, si no…

Guillermo, habiendo gastado ya todo el valor de que había hecho acopio, huyó discretamente.

Al llegar al final de la calle, se reunió con sus jadeantes compañeros.

—Me pareció que haría bien en hacer ver que me asustaba —les explicó, afectando indiferencia—, para despistarle. Lo mejor es siempre hacer ver que uno está asustado, y así se les despista.

—¿Crees que acaso sea verdad que se haya ido de vacaciones, después de todo? —le preguntó Enrique, tentativamente.

—¡Qué va a ser verdad! —exclamó Guillermo, en tono de profundo desprecio—. ¡Claro que no lo es! Esto es lo que él tenía que decir, como es natural. Tiene suerte de que no viva nadie con el viejo Flacucho, porque así nadie sospecha. Eso es lo que dicen siempre. Dicen que la víctima se ha ido de vacaciones. Luego se quedan una temporada, para no infundir sospechas, y después, pasados unos días, se marchan al extranjero, para que no les cojan.

—Pues no parecía ser más rico que antes, Guillermo —dijo Enrique, dubitativo—. Ni se había comprado un traje nuevo, ni había puesto cortinas nuevas, ni había hecho reparar la verja, ni nada por el estilo.

—No —convino Guillermo—, pero a veces matan a la persona y luego no pueden encontrar el dinero. ¿Te acuerdas, Pelirrojo, de cómo lo hizo el asesino que sale en «El misterio del tuerto»? Sabía que el otro era un avaro y tenía un montón de dinero escondido en su casa, y así lo mató, disparando a través del agujero que había hecho en la pared para espiarle cuando el otro contaba su dinero, y luego no pudo encontrar el dinero. Miró y registró por todas partes, pero no pudo encontrarlo; por eso tuvo que quedarse allí buscándolo, y así fue como lo descubrieron, porque se quedó buscando el dinero en lugar de marcharse al extranjero para que no pudieran cogerle. Apuesto a que esto es lo que hace ahora el hombre ese. Apuesto a que ha matado a Flacucho para apoderarse de su dinero y ahora no da con él, igual que le ocurrió al asesino de «El misterio del tuerto». Ha enterrado al viejo Flacucho en su jardín y ahora se queda allí para buscar el dinero.

Se interrumpió y se quedó plantado, inmóvil, en mitad de la calle.

—¡Hombre! Volvamos allí a ver qué hace ahora.

Los Proscritos, siempre dispuestos a la aventura, se entusiasmaron con la idea. Con muchísima cautela, volvieron a desandar lo andado hasta llegar otra vez a las dos casitas. Llegaron allí en el momento en que el propietario de Beechgrove salía de la casa de al lado, después de haber regado las plantas y haber dado comida al gato, tal como prometió a su vecino que haría, durante su ausencia.

Sin darse cuenta de los cuatro pares de ojos que le estaban espiando desde el seto, el buen hombre, se paró un minuto en su jardín, contemplando los rosales. Estaba pensativo. Las rosas brotaban algo mustias. Era desconsolador. Tendría que ir a por algún insecticida al día siguiente. Lentamente penetró en su casa. Los Proscritos salieron de la cuneta, donde se habían agazapado.

—¡Ahí está! —exclamó en voz baja, Guillermo, muy excitado—. ¡Ahí está la prueba! ¡Ahí la tenéis! Prueba absoluta. ¿No lo visteis? ¿No lo visteis todos? ¿No visteis cómo salía de la casa adonde había ido a buscar el dinero? Y salió preocupado porque no pudo encontrarlo. Y además, no apartaba la mirada del rosal. Ya lo notasteis, ¿verdad? No podía apartar la mirada de allí. Sencillamente, no podía. Igual que el asesino de «El misterio del reloj de sol». Allí es donde lo ha enterrado. Y no puede encontrar el dinero. Bueno, si esto no es una prueba definitiva, a ver qué es.

—Creo que deberíamos ir a la policía —dijo Douglas— ahora que lo sabemos todo.

—No. Voy a hacer lo mismo que hacen en los libros —dijo Guillermo con firmeza—. Nunca van a buscar a la policía en los libros. Primero lo descubren todo, y luego, cuando ya lo han descubierto es cuando llaman a la policía, para que se lleve el criminal a la cárcel.

—Pues nosotros ya lo hemos descubierto todo —dijo Pelirrojo.

—No. No lo hemos descubierto todo. No hemos descubierto bastante todavía —dijo Guillermo vivamente— para mandarle a la cárcel. Si ahora, tal como están las cosas, lo entregáramos a la policía, ya encontraría él algún modo de escabullirse. Tenemos que reunir tantas pruebas que él no pueda escaparse antes de que llamemos a la policía.

—¿Y cómo vamos a conseguir más pruebas que las que ya tenemos? —preguntó Pelirrojo—. ¿Vamos a cavar en los rosales para buscar el cadáver o algo así?

—No… No —dijo Guillermo lentamente—. No creo que tengamos que hacer eso. Hay que andar con mucho cuidado. Quiero decir que yo no tengo aún ninguna pistola, ni ninguna botella de antípida, y no tendré dinero para comprarla hasta el sábado, y aun así no creo que el sábado lo tenga porque me lo quitarán antes de dármelo, a cuenta de las cosas que llevo rotas esta semana. No sé exactamente cuánto cuestan las pistolas y las botellas de antípoda, pero apuesto a que cuestan más que el dinero que me darán cuando se encuentren con que la máquina de picar carne está rota, aunque estoy seguro de que también se hubiera roto de todos modos y solo eran unos trocitos de madera muy pequeños los que yo le puse dentro para ver qué pasaba, y a fin de cuentas, seguro que es una máquina muy pocha, para que se rompiera con aquellas astillitas de nada… ¿De qué estaba hablando ahora? —terminó diciendo bruscamente.

—Estabas diciendo que no querías ir a desenterrar el cadáver —dijo Pelirrojo.

—Ah, sí —dijo Guillermo—. Pues sí; no quiero. No podríamos desenterrarlo sin hacer ruido y él nos oiría y vendría y nos mataría y nos enterraría en su jardín durante la noche y nadie sabría jamás lo que había sido de nosotros. A lo mejor creerían que nos habíamos marchado al mar, y ya no se preocuparían más de nosotros. Sería una tontería dejar que nos matara de este modo, antes de que nosotros tuviéramos tiempo de hacer que le ahorcaran.

—¿Qué vamos a hacer, entonces? —preguntó Pelirrojo ansiosamente—; porque a lo mejor encuentra el dinero y se marcha al extranjero antes de que hayamos podido cogerle.

—Tenemos que discurrir un plan —dijo Guillermo, hundiendo las manos en las faltriqueras de los pantalones, al mismo tiempo que echaba en derredor una torva mirada, indicadora de la profundidad de sus pensamientos—. ¿Te acuerdas de que en «El misterio del tuerto» el detective que lo descubre todo se viste igual que el hombre asesinado y se va al asesino, acompañado de otros hombres que se esconden con lápiz y papel para tomar nota y el asesino se queda tan asustado creyendo que vuelve a ver al hombre a quien ha asesinado y que parece que sigue viviendo como si tal cosa, que se le escapa todo lo que hizo para asesinarlo y lo dice de espantado que está y los que están escondidos con papel y lápiz van tomando nota de todo lo que dice y después aquello sirve para que lo condenen? Quiero decir que si podéis conseguir que un asesino cuente cómo cometió el asesinato y tenéis a varias personas escondidas por allí con papeles y lápices para que vayan tomando nota y toman nota de todo lo que dice, eso cuenta ante los jueces. Y al final lo ahorcan.

—Sí, pero ¿quién podría disfrazarse de Flacucho?, —dijo Douglas, lleno de dudas.

—Yo mismo —dijo Guillermo—. Os apuesto lo que queráis que puedo disfrazarme igual que Flacucho. Tengo en casa una barba blanca y una peluca de calvo. En realidad son de Roberto, pero yo podría pedírselas prestadas, sin que él se enterara. Y vosotros os podríais ocultar con lápices y papel para ir tomando notas.

Los demás miraron a Guillermo muy poco convencidos. Aun llevando una barba blanca y una peluca de calvo era difícil poder imaginarse a alguien más diferente en apariencia al viejo Flacucho, que Guillermo. Pero, no obstante… ya estaban acostumbrados a seguirle ciegamente en todas sus andanzas.

—Muy bien —dijo Pelirrojo—; vamos a casa a buscar lápices y papel. No sé qué pasa con los lápices en mi casa. Traigo montones de lápices de la escuela y, una vez en casa, parece como si se los tragara la tierra.

—Podríamos empezar con esto mañana —dijo Guillermo—. Ya es hora de merendar y…

—¡Aprisa! ¡Corre! —exclamó de pronto Douglas—. ¡Nos ha visto y va por la jeringa!

Como rayos, los detectives aficionados echaron a correr por la carretera hasta perderse de vista.

* * *

Al día siguiente, después de comer, se encontraron los cuatro Proscritos en el viejo cobertizo, para discutir sus planes. Guillermo había traído su barba blanca y su peluca de calvo, juntamente con unos pantalones viejos de Roberto, que había recortado en las piernas para hacerse con ellos unos pantalones largos más o menos a medida; además había traído un gabán, un tapabocas y unas gafas ahumadas. A pesar de todo, los pantalones le habían quedado todavía tan largos que tuvo que sujetárselos al cuello con un bramante.

Los Proscritos le inspeccionaron meticulosamente.

—Estás igual que él, Guillermo —dijo Pelirrojo, lealmente.

—¡Hombre! —dijo Douglas con menos entusiasmo—. Yo diría que estás como si quisieras parecerte a él, pero…, pero, en primer lugar, tienes la cara más joven, y además, se te ve el pelo debajo de la peluca, y los pantalones tienen un aspecto muy raro, sobre todo en el sitio por donde los has cortado.

—Pues son unos pantalones muy buenos —dijo Guillermo lleno de indignación, mientras se recogía el pelo bajo la peluca—. Roberto pagó mucho dinero por ellos cuando eran nuevos. Y, por otra parte, tengo un bombín igual que el que llevan los hombres, y no pueden ver que no tengo el cuello flacucho, como Flacucho, porque me pondré el tapabocas. Realmente, fui muy avispado al pensar en ello.

—Para mí, estás muy bien —dijo Enrique—; especialmente si vas a verle cuando anochezca de modo que no te pueda distinguir claramente.

—Bueno —dijo Pelirrojo, lleno de impaciencia—, vamos a hacer algo de una vez. Quedaremos como unos majaderos si él entretanto descubre el dinero y huye al extranjero, mientras nosotros estamos hablando aquí sin ton ni son.


—No tenéis que ocultarme —dijo Guillermo con tenaz optimismo—. Creerán que soy Flacucho

Con Guillermo en medio, el pequeño grupo se puso en marcha a campo traviesa. Ciertamente, Guillermo, presentaba un aspecto muy curioso, como para llamar poderosamente la atención en cualquier parte, a pesar de que él, evidentemente, no se daba cuenta de ello y se imaginaba que su parecido con el inquilino de Oaklands era completo.

—No tenéis que ocultarme para que no me vea la gente con que podamos encontrarnos en el camino —dijo Guillermo, con tenaz optimismo—. Si me ven creerán que soy Flacucho, que ha regresado de sus vacaciones. Y hasta creo que sería conveniente que entráramos en el pueblo y nos pusiéramos a hablar con alguien, como si yo fuera de veras el viejo Flacucho, a fin de adquirir un poco de práctica de comportarme como él.

Los demás le disuadieron de esta idea. Sabían, por experiencia, que había ocasiones en que, llevado por su entusiasmo, a Guillermo se le ofuscaba el entendimiento y el sentido de las proporciones.

—No querrás que él se entere de esto —le dijo Pelirrojo—; entonces sabría que andamos tras él y se nos escurriría al extranjero antes de que nadie pudiese detenerle. Eso es lo que hacen cuando saben que hay un hombre que les sigue la pista. ¿Te acuerdas de aquel que llevaba una cara verde en la espada (ya no recuerdo cómo se llamaba), y que hizo eso que digo? Sabía que andaban tras él y se escapó en un barco para marcharse al extranjero y pudieron detenerle justo en el momento en que se metía en el barco que iba a marchar al extranjero, haciendo ver que le enviaban un mensaje de una confederación… ¿Recuerdas?

—¿Una qué? —preguntó Enrique.

—¡Una confederación, hombre! —repitió Pelirrojo con impaciencia—. Una confederación significa otro criminal. Bueno, pues, como digo, le enviaron un mensaje de una confederación para decirle que ya se había encontrado el dinero y así despistarle. Él se lo creyó, volvió a buscar el dinero y se encontró rodeado de detectives disfrazados que lo cogieron.

—Sí; ya me acuerdo —dijo Guillermo—. Estaba muy bien. ¿No era en ese libro donde veían un esqueleto verde que subía por la escalera del desván?

—No —dijo Pelirrojo—. No era ese. El que te digo era el que llevaba en la cubierta una gran mancha de sangre.

—Sí. Ya me acuerdo también de ese —dijo Guillermo—. Está muy bien la idea. Si algún día escribo un libro haré también que pinten una gran mancha de sangre en la cubierta. Todo el mundo querrá leerlo. Todo el mundo comprará un libro que tenga una gran mancha de sangre en la cubierta, porque sabrán al verlo que es un libro emocionante. No sé por qué no hay más libros que lleven pintada una gran mancha de sangre en la cubierta, ¡tan emocionante como es! Para mí es extraordinario eso de ver libros que en las cubiertas llevan pintadas caras de niñas y otras memeces así. ¿Quién puede querer leer un libro que lleve pintada en la cubierta la cara de una niña? Cualquier persona con sentido común preferirá leer un asesinato a la historia de una niña. Siempre.

Habían llegado al punto en que cruzaba la carretera el camino que pasaba junto al campo de Jenks. Los Proscritos, frecuentes invasores de su finca, eran cordialmente detestados por el granjero Jenks.

—Valdrá más que pasemos por el camino —dijo Guillermo, muy a su pesar, ya que su orgulloso espíritu se resistía a rendirse al enemigo—, porque no estoy seguro de que pueda correr con estos pantalones de Roberto. A lo mejor van de primera para correr, pero también pudiera ser que no. Siento que me vienen muy anchos, como si pudieran caérseme con facilidad, de modo que será mejor que vayamos por el camino, porque tenemos que andar con mucho cuidado hasta que lo hayamos cogido. ¿Os acordáis que la última vez que Jenks nos vio metidos en su campo dijo que llamaría a la policía? Pues, por eso digo que vale más que andemos con cuidado, por ahora.

Camino abajo, se dirigieron lentamente al lugar donde las dos casas, Oaklands y Beechgrove, destacaban sus siluetas, junto a la carretera. Los demás Proscritos echaban miradas de soslayo a Guillermo. Las dudas que abrigaban sobre el verismo de su apariencia iban en aumento. Los pantalones estaban cortados irregularmente, la barba estaba destinada, evidentemente, a adornar una cara más ancha que la de Guillermo, y, por si ello fuera poco, este llevaba la peluca algo al través. Además, lo poco que de su cara se veía era, si no ciertamente hermoso, sí escandalosamente juvenil. Únicamente el propio Guillermo no tenía la menor duda sobre el éxito de su disfraz.

—¡Verás qué susto se lleva cuando me vea! —exclamó, con una risa que le desprendió de la oreja el gancho con que iba atada la barba, ya muy inseguro de sí—. ¡Ya verás, cuando vea al que va a creer que es su víctima, que vuelve, resucitado, para vengar su vil asesinato! Así es como lo dice en «El misterio del tuerto» —confesó modestamente, mientras pasaba sus apuros para volver a sujetarse el gancho de la barba en la oreja—. Esta frase no me la he inventado yo, pero creo que está muy bien escrita, dicha así. Todas esas novelas de misterio están escritas por escritores especialmente escogidos, muy listos y sabios. No son escritores ordinarios como los que escriben libros con caras de niñas pintadas en la cubierta y tonterías así. Yo también me pondré a escribir libros de misterio una vez haya terminado de coger asesinos. Y si llego a escribirlos haré que me pinten grandes manchas de sangre en las cubiertas, solo para estar seguro de que la gente los va a comprar. Y apuesto a que seré uno de los hombres más ricos del mundo, cuando haya terminado de escribirlos.

—Sí, muy bien —dijo Pelirrojo—, pero ¿qué vamos a hacer ahora? Porque ya hemos llegado a la casa.

Guillermo cayó de las nubes y miró a su alrededor.

Los dos jardines estaban desiertos, pero el inquilino de Beechgrove era visible, allá en el fondo, dentro de un invernáculo.

—Vamos a dar la vuelta a la otra parte de la casa —dijo Guillermo—, de modo que no pueda vernos. Si nos viera demasiado pronto lo echaría todo a perder. Os voy a decir lo que vamos a hacer: Esperaremos hasta que salga a trabajar en su jardín y entonces le sorprenderemos saliendo por la puerta de la casa del viejo Flacucho. Probablemente él lo asesinó en su casa, de modo que la cosa va a salir muy bien. Y entonces él se quedará tan sorprendido y asustado que empezará a explicar cómo cometió el asesinato. ¿Tenéis todos papeles y lápices?

—Mi lápiz no tiene punta —confesó lúgubremente Douglas—. Antes tenía punta, pero se me ha roto en el bolsillo.

—Pues busca la punta y escribe con ella.

Douglas se sacó de la faltriquera los objetos de mayor tamaño y luego empezó a hurgar entre el residuo de virutas, balas de cristal, cascarones de nuez, cerillas gastadas, caramelos, trocitos de cordel y pedazos de almáciga. Su búsqueda fue infructuosa. Además, los caramelos, reblandecidos, se adherían de tal modo a la hoja de papel que llevaba allí metida, que escribir en ella habría sido totalmente imposible.

—Voy a aprenderme de memoria lo que diga —dijo, abandonando el intento—. Será mejor. Si no se pone a hablar demasiado aprisa, claro.

—Muy bien —dijo Guillermo—. Sí. También valdrá. Tú, procura aprendértelo de memoria, palabra por palabra.

Pelirrojo sacó una pluma estilográfica de costumbres inciertas y un sobre usado y arrugado. Guillermo los miró a todos con el aire de un general que pasara revista a sus tropas.

—Conozco esa pluma que llevas —dijo con desconfianza—, y sé que parará de escribir en el momento en que el fulano ese empiece a hablar del asesinato.

—Pues no lo creo —dijo Pelirrojo, inspeccionándola vivamente—, porque está llena de tinta. Al menos —se corrigió, al notar que sus dedos y su pañuelo estaban empapados de tinta—, lo estaba cuando salí de casa.

—Sí, pero parece como si no supiera para qué sirve la tinta; eso es lo que tiene de malo tu pluma —dijo Guillermo, aún con la misma desconfianza—, que no sabe emplear la tinta para escribir. Parece como si creyera que la tinta sirve para mancharlo todo. Eso es lo que tiene de malo tu pluma, en mi opinión —terminó, sarcástico.

—Pues es una pluma muy buena —replicó Pelirrojo, indignado—. Una pluma de la mejor marca que existe.

—Sí; es una pluma muy buena para mancharlo todo —insistió Guillermo—. Nunca he dicho que no fuera una pluma estupenda para mancharlo todo. Si alguien me pidiera una buena pluma para mancharlo todo de tinta, le recomendaría la tuya, desde luego. Y le diría que nadie puede tener una pluma mejor que la tuya para salpicarlo todo de tinta. Pero en cuanto a escribir, eso ya es harina de otro costal, y…

—¡Oh, cállate ya, charlatán! —exclamó Pelirrojo—. ¡No sé cómo has podido llegar a imaginarte que vas a coger asesinos y otros criminales por el estilo, si no paras de charlar de la noche a la mañana, y dale que dale!

—No, señor. A veces paro de hablar —dijo Guillermo, muy indignado—. Solo hablo cuando es absolutamente necesario, como ahora. ¿Cómo puedes creer que se pueden coger asesinos, sin hablar? Vamos a ver: Si conoces algún sordomudo que haya llegado a ser un famoso detective, haz el favor de decirme su nombre.

Pelirrojo, así desafiado, se puso a reflexionar sobre la ingente masa de literatura espeluznante que había devorado recientemente, para ver de encontrar entre ella algún detective sordomudo, circunstancia que aprovechó Guillermo para proseguir:

—Y, además, no creo que puedas escribir todo un asesinato en el dorso de un sobre. Tendrías que haber traído algo mayor para poder escribir en él todo lo referente al asesinato. Aunque, bien mirado, no creo que la cosa en realidad tenga mucha importancia, porque aunque hubieras traído todo un libro de papel, tu pluma se habría puesto a salpicarlo todo de manchas de tinta en lugar de escribir allí el asesinato.

Sin embargo, Enrique restableció el honor del grupo. Con un aire conscientemente virtuoso, sacó un cuadernito y un pequeño lápiz cubierto de un guardapuntas. Guillermo se suavizó y hasta se sintió algo conmovido. No pudo menos que echar una mirada de admiración a Enrique.

—Esto sí que está bien —dijo—. Ahora sí que todo irá bien. Quiero decir que con un cuaderno y un lápiz como esos, ya no importa que los demás no tengáis las cosas en orden. Con que las tenga uno habrá bastante. Y, por otra parte, si fueseis tres los que tomarais notas, quizás a fin de cuenta lo enredaríais todo. Propongo que sea Enrique solo el que tome notas, y vosotros dos os quedáis escuchando y le decís cómo se escriben las palabras que él no sepa escribir bien.

—Apuesto a que sé escribir tan bien como ellos —dijo Enrique, indignado, máxime teniendo en cuenta que así era en verdad.

—Pues vamos a seguir con nuestro plan —dijo Guillermo, muy animado—. Tenemos que encontrar la manera de entrar en la casa y cuando ya estemos metidos dentro, yo saldré por la puerta de delante, mientras él esté trabajando en el jardín. Y vosotros os ocultaréis detrás de la puerta para anotar lo que él vaya diciendo cuando se quede asustado al verme. Es seguro que se le va a escapar todo lo del asesinato, igual que ocurrió con el hombre de «El misterio del tuerto».

—¿Y cómo vamos a entrar en la casa? —preguntó Pelirrojo.

Guillermo ya había entrado en el jardín de atrás y los otros le siguieron. Afortunadamente el camino estaba desierto y, por lo tanto, sus operaciones pudieron proseguir sin que nadie les estorbara ni les hiciera preguntas. De haberse presentado alguien por allí, el raro aspecto que tenía Guillermo, habría motivado seguramente comentarios e investigaciones muy inoportunas.

—Apuesto a que si me pongo a trepar por la cañería y salto a aquel tejadillo, podré colarme por la ventana. Apuesto a que no está cerrada.

Así era. La ventana no estaba cerrada. Después de una precaria ascensión, durante la cual, la barba y la peluca (con el bombín sujeto a ella) se soltaron y echaron a rodar hasta donde le estaban contemplando sus compinches, Guillermo consiguió afianzarse en la ventana, abrirla, y saltar dentro del edificio. Entonces, después de atar de nuevo el cordel que le sujetaba los pantalones (que se le había roto, con sus esfuerzos), y pasárselo de nuevo por el cuello, se sacudió el polvo que se le había adherido y bajó por la escalera para abrir la puerta trasera. Con grandes precauciones, los Proscritos se deslizaron dentro de la pequeña cocina y entregaron a Guillermo sus avíos. Guillermo se ajustó peluca, bombín y barba con mucho garbo; se sentía alborozado y entusiasmado por la aventura.

—Bueno; casi ya le tenemos ahora —dijo—. Ya no tiene ninguna probabilidad de poder escapar… Ve a ver si está en el jardín, Pelirrojo.

Pelirrojo se asomó a la ventana tomando grandes precauciones.

—¡Sí! Ahora sale al jardín —exclamó muy excitado—. Está mirando otra vez los rosales… ¡Mira!

Los Proscritos miraron por las rendijas de las persianas. El inquilino de Beechgrove estaba en su jardín, apoyado en la pala y contemplando los rosales con aire de tristeza. Todavía tenían mal aspecto. Tal vez les había puesto demasiado abono líquido… Realmente, no sabía qué hacer con ellos.

—Mírale —dijo Guillermo, también muy excitado—. Está igual que el hombre de «El misterio del reloj de sol». No puede apartar los ojos del lugar donde lo enterró. Sale al jardín para contemplar el sitio. Es un sitio que tiene una especie de fascinación para él, igual que ocurría con el hombre de «El misterio del reloj de sol». Mírale cómo contempla el sitio. Plantado ahí, sin moverse, y no se puede estar de mirarlo. Como si estuviera triste. Y es que tiene conciencia de su culpa. Algunos llegan a arrepentirse. Se les representa de pronto, lo criminales que son. Eso le ocurrió al hombre de «El misterio del gato azul». Pero, claro que la cosa no es tan emocionante cuando se arrepienten.

El inquilino de Beechgrove dio media vuelta y se apartó de los rosales. Los Proscritos también se apartaron precipitadamente de la ventana.

—Bueno —dijo Enrique, sacando su cuaderno y su lápiz con aire de gran importancia—, ¿te vas a él ya?

—Espera un momento —dijo Guillermo, volviendo a colocarse la barba, que se le había caído—. Ahora que ya estamos aquí dentro, vale la pena que echemos un vistazo a la casa.

Miró a su alrededor y vio una habitación limpia y aseada de un modo impecable.

—¡Mira! —exclamó—: Eso demuestra lo listo que es. Seguramente ha estado aquí todos los días, buscando el dinero, pero lo deja todo arreglado y limpio como si aquí no hubiese entrado nadie. Es uno de los asesinos más listos que he conocido. Ya lo dije de buen principio… Y, a propósito, digo, ahora que estamos aquí: ¿Y si buscáramos el dinero nosotros también? Anda, seguidme.

Los Proscritos se pusieron a registrar concienzudamente la habitación de la planta baja. En una de las alacenas encontraron una caja de galletas, y durante unos minutos se olvidaron completamente del dinero. Fue Guillermo de nuevo, quien primero volvió a recordarles el firme propósito de la expedición. A él mismo se lo recordó la nueva caída de la barba, debido a los enérgicos movimientos de masticación de su boca.

—Bueno, decidme —dijo, tragándose medio bizcocho sin masticar—: ¿A qué hemos venido aquí?

—¡Dátiles! —exclamó Douglas, excitadísimo—. ¡Mira! ¡Dátiles! ¡Hay una caja de dátiles en el rincón de la alacena!

—Hemos venido aquí a coger asesinos —dijo Guillermo con firmeza—, y no a comer dátiles.

Se reajustó la peluca que se le había deslizado sobre una oreja, volvió a colocar en su puesto el bombín y adoptó el aire de un jefe.

—Vete a ver si todavía está en el jardín —dijo a Pelirrojo.

Pelirrojo volvió a atisbar desde detrás de la persiana.

—¡Atiza! —exclamó, asustadísimo—. Viene hacia nosotros.

Los Proscritos se precipitaron a la ventana. Efectivamente, ¡era verdad! El increíble espectáculo se estaba desarrollando ante sus propios ojos. Pero no era el inquilino de Beechgrove, sino ¡el viejo Flacucho! El viejo Flacucho, que venía por la carretera, con una maleta en la mano.

Cualquiera que no hubiese sido Guillermo se habría considerado vencido y habría emprendido una retirada estratégica. Pero Guillermo, no. Cuando Guillermo formaba una teoría, todos los hechos inherentes a la situación tenían que adaptarse a dicha teoría.

—¡Caramba! ¡Jamás lo hubiera creído! —exclamó Guillermo—. Es alguien que se ha disfrazado como él para darle un susto al otro. Apuesto a que es alguien de Scotland Yard. Apuesto a que es alguien de Scotland Yard que ha leído «El misterio del tuerto» igual que yo, y ha creído que esto sería una buena treta, igual que yo. Y lo es. ¡Qué curioso que ambos hayamos pensado en lo mismo! Naturalmente, no he sido yo el único en entrar en sospechas, a causa de la súbita desaparición de Flacucho, y de que el otro se pasara todo el santo día contemplando el sitio donde lo enterró, cuando no va a su casa a registrarlo todo para buscar el dinero…

La figura del viejo Flacucho se estaba acercando mucho.

—Se… se ha disfrazado muy bien —dijo Pelirrojo, al asaltarle una duda.

—Sí —tuvo que confesar Guillermo—. Claro que en Scotland Yard tienen un montón de disfraces de todas clases. Sí —añadió, mientras la figura se les estaba aproximando todavía más—. Sí. Va muy bien disfrazado. Se ha hecho algo en el cuello, muy bien hecho, de tal modo que hasta parece el mismo cuello de gallina del viejo Flacucho. Pero, naturalmente, en Scotland Yard tienen gente que no tienen otra cosa que hacer más que procurar que ciertas personas se parezcan mucho a otras personas. Es su oficio. Y es una cosa muy fácil cuando se tiene un poco de práctica. No creo, de todos modos, que se le parezca más de lo que yo me le parezco. Es su cuello; eso sí que se lo ha arreglado mejor que yo; pero eso es todo… Claro que, a lo mejor, ya tenía un cuello así, de natural. Será eso, probablemente. Probablemente será por eso por lo que le habrán escogido a él para representar ese papel, porque ya de natural tenía el cuello como el viejo Flacucho… Mira: ahora va a hablarle. A ver; escuchad.

Enrique volvió a sacar su cuaderno, dándose mucha importancia.

—Nadie va a tomar nota de lo que dice —dijo—, de modo que voy a hacerlo yo.

Entreabrieron la puerta y atisbaron.

El anciano se detuvo ante la verja de Beechgrove, y dijo:

—Buenas tardes, señor Smith.

El inquilino de Beechgrove apartó la vista de sus rosales, que tanto le preocupaban, y respondió:

—Buenas tardes, señor Barton. ¿Ya está usted de vuelta de sus vacaciones?

—¡Vaya! —exclamó Guillermo—. ¡Vaya! ¿Has oído lo que le ha dicho? Es más listo de lo que creía. Sabe que es una treta y no se deja coger. ¿Veis? Pretende hacer ver que cree que el otro es el verdadero Flacucho, para despistarle y disimular que sabe muy bien que el viejo Flacucho está muerto y enterrado debajo de sus rosales. Oíd bien lo que dice ahora…

Todos escucharon con gran atención pero no oyeron nada más, ya que el inquilino de Oaklands se encaminaba hacia la puerta de su casa.

De repente, se les ocurrió a los Proscritos, que la posición en que se encontraban era susceptible de ser interpretada de un modo nada favorable para ellos.

—¡Todos arriba! ¡Corriendo! —exclamó Guillermo, en el momento en que el anciano abría la verja de su jardín.

Los Proscritos siguieron a su jefe, escaleras arriba, hasta llegar a un pequeño dormitorio que había en el piso superior. Guillermo mantuvo la puerta del dormitorio entreabierta y durante unos momentos aplicó el oído en la abertura, en medio del más absoluto silencio. Al cabo de un rato, dijo en un susurro ronco y sibilante:

—Le oigo que está revolviendo cosas abajo. ¿Sabéis lo que pienso? Pues que es otro ladrón que viene en busca del dinero, disfrazado de Flacucho, para evitar que sospechen de él. Eso es lo que creo. Estoy seguro de que es otro ladrón que viene a por el dinero. Había un hombre como ese en «El misterio de la escalera crujiente». Había un hombre que…

—Oye, Guillermo —le susurró Pelirrojo—: Vigila por la ventana lo que está haciendo el otro, en el jardín. Ahora vuelve a rociar los rosales.

Los Proscritos se apiñaron tras la ventana.

—Veneno —les explicó Guillermo—. Para asegurarse bien de que está muerto de veras. Ahora…

En aquel momento, los Proscritos quedaron sobrecogidos al oír el ruido de la puerta que se cerraba y de la llave que daba vuelta a la cerradura. A continuación se oyó el ruido de alguien que bajaba por la escalera. Guillermo intentó abrir la puerta. Vano empeño. La puerta estaba cerrada con llave. Los Proscritos habían sido hechos prisioneros.

—¡Vaya! —exclamó Guillermo—. Saben que estamos sobre su pista y piensan desembarazarse de nosotros. Sí; eso es. Este no es de Scotland Yard ni ha venido con la intención de coger al asesino. En eso me he equivocado. Generalmente, al principio, los detectives se equivocan siempre, aun en los libros. Es una confederación. Eso es lo que es. Y se ha disfrazado como la víctima que asesinaron solo para poder entrar en la casa a buscar el dinero, sin infundir sospechas. Había un hombre como este en uno de los libros policíacos que leí. No me acuerdo de cuál, pero había un hombre igual que ese, y…

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —le interrumpió Douglas, muy nervioso.

—Es igual que lo que le ocurrió a uno de los detectives de una novela policíaca —dijo Guillermo, sin inmutarse—. El asesino le encerró también en un cuarto, como nosotros, pero el detective llevaba una pistola y cuando el asesino abrió la puerta y entró para matarle, el detective se sacó la pistola antes de que el asesino hubiera tenido tiempo de sacarse la suya y, apuntándole, le hizo bajar la escalera delante de él y así lo condujo a la comisaría de policía. Siempre he dicho que necesitaba una pistola. Si ahora yo tuviera una pistola todo saldría bien. La dificultad está en no tener la pistola. Yo…

Se interrumpió. Todos pudieron oír unas voces que se acercaban por la escalera… Una voz de bajo profunda y otra voz de falsete, cascada y temblona, que reconocieron como perteneciente al dueño de la casa.

—Oí unas voces —iba diciendo el de la voz cascada—, oí voces… En la casa no tenía que haber nadie… He estado fuera, de vacaciones… Subí al piso de arriba y les vi en mi dormitorio… Había varios hombres… Muy altos y fuertes… Cerré la puerta y los dejé encerrados allí… Y en seguida fui a buscarle a usted. ¡Qué suerte he tenido de encontrarle al doblar la esquina!

El de la voz de bajo respondió, no muy convencido:

—¿Cuatro, dice usted? ¿Y los cuatro altos y fuertes?… Bueno, si es así, tal vez sería mejor que primero volviera a la comisaría a buscar…


—Vamos a ver. ¿Qué pasa aquí?
—Son ladrones —tartamudeó Flacucho—. Es-es-eso es lo que son.


El policía se sacó el cuaderno del bolsillo. Enrique, para no ser menos, también sacó el suyo.

—Uno de ellos parecía bastante anciano —le interrumpió el de la voz cascada—. Pude observar que llevaba barba… Una barba blanca. La vi perfectamente… Los otros tres son más jóvenes, pero parecen muy fuertes…

—Bueno —volvió a interrumpirle el de la voz profunda, menos convencido aún—. No sé, pero me parece que sería mejor… Aguarde un momento…

Evidentemente, el de la voz de bajo, quitó la llave de la cerradura y aplicó un ojo al agujero. A continuación dio vuelta a la llave y abrió la puerta de par en par. Los cuatro Proscritos se revelaron a las atónitas miradas del viejo Flacucho y del policía del lugar. El policía dijo:

—Bueno. Que me ahor…

Y olvidándose de la dignidad de su cargo, estalló en una sonora carcajada. Pero acordándose inmediatamente de dicha dignidad, cambió precisamente la carcajada por un golpe de tos.

—Vamos a ver —dijo con gran severidad—; vamos a ver, vamos o ver. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa aquí?

Con una de sus manazas cogió por las orejas a Pelirrojo y Guillermo, y con la otra cogió por el mismo procedimiento a Douglas y a Enrique y los condujo así, escaleras abajo, hasta el jardín. Allí los contempló bajo la luz del día y al ver la facha que hacía Guillermo estalló en otra carcajada estrepitosa, la cual, igual que la anterior, consiguió dominar, transformándola de un modo magistral en otro acceso de tos.

—Vamos a ver —repitió con su prístina severidad—. ¿Qué pasa aquí?

—Son la-ladrones —tartamudeó el anciano Flacucho—. La-ladrones. Es-es-eso es lo que son.

El policía se sacó el cuaderno del bolsillo. Enrique, para no ser menos, también se sacó el suyo y también el lápiz.

—¿Quiere usted denunciarlos? —preguntó el policía al anciano, en su tono más oficial.

El buen señor vaciló. Se imaginaba que aquel agente de la Ley era muy capaz de repetir ante el tribunal el informe que él había hecho, de cuatro hombres altos y fuertes, uno de ellos anciano. Era muy capaz de repetirlo todo, palabra por palabra…

—No —dijo muy irritado—. No, no, no. Este asunto se ha puesto de un modo realmente exasperante. Deles un par de bofetadas y que se larguen de aquí…

El policía volvió a meterse el cuaderno de notas en el bolsillo. Enrique también se metió el suyo.

—Eso de las bofetadas no es asunto mío —dijo el policía—. Me gustaría mucho ver cómo alguien se las daba, pero, repito, que eso no es asunto mío…

Por fin Guillermo encontró su voz.

—Ese no es él —dijo, señalando con el dedo dramáticamente al anciano—. Le han asesinado y este es un ladrón que ha venido a buscar el dinero. Se ha disfrazado igual que él, pero no es él. A él lo han asesinado y…

Aquella explosión de retórica pareció atraer la atención del policía hacia Guillermo en particular y se puso a examinarlo de cerca. Después miró a Pelirrojo, luego a Enrique y por fin a Douglas.

De pronto, asomó un extraño brillo en su mirada, y sacándose de nuevo el cuaderno, dijo:

—¿Pero, no sois vosotros los cuatro sinvergüenzas de quienes el señor Jenks me dijo…?

Pero los Proscritos ya no eran más que cuatro puntos en el horizonte.