GUILLERMO, EL EMPRESARIO
—Creo —dijo Guillermo—, que ya es hora de hacer algo más emocionante que lo que hemos estado haciendo estos días.
—¡Pues a mí me han parecido bastante emocionantes, caramba! —replicó Pelirrojo.
—Oh, sí —tuvo que admitir Guillermo—, hasta cierto punto son bastante emocionantes, pero son del tipo de las cosas que siempre hemos hecho. Lo que yo quisiera es hacer algo nuevo, algo que no hubiéramos hecho nunca.
—Sí —dijo Douglas, sardónico—; algunas de las cosas que tú haces resultan hasta demasiado emocionantes para nosotros. Por ejemplo, cuando ideaste aquella carrera de galgos con Jumble, y luego cuando quisiste representar el papel de una figura de cera.
—Bueno, pues lo que ahora os propongo es algo que no hemos hecho nunca, y siempre me ha parecido estupendo intentarlo —dijo Guillermo—. Propongo que hagamos un museo de figuras de cera. ¿Qué os parece si hiciéramos un museo de figuras de cera? Hace mucho tiempo que no hemos montado ningún espectáculo. La gente va a creer que no tenemos ideas y no me gusta que la gente crea eso de nosotros.
—¿Quieres decir que quieres montar un museo de figuras de cera, para que venga la gente a verlo? —preguntó Enrique con creciente interés.
—Pero pagando, se entiende —dijo Guillermo—. Diremos que es a beneficio de algo, igual que hacen las personas mayores.
—A beneficio de nosotros —propuso Pelirrojo.
—No; eso no podemos hacerlo —dijo Douglas—. Cuando se representa una función a beneficio de alguien, la empresa siempre se guarda algún dinero para cubrir gastos, y el resto lo da al del beneficio.
—Lo peor de eso de dar dinero —dijo Guillermo lentamente— es que uno se queda sin él. Quisiera encontrar la manera de dar dinero a alguien y que todavía nos quedara bastante para nosotros.
—Pues no puede ser —dijo Pelirrojo—; tenemos que buscar a alguien para dárselo, y luego dárselo de veras.
—¿Y a quién se lo vamos a dar? —preguntó Guillermo.
—¡Uy! Hay muchas cosas para recibir dinero. Se llaman sociedades. Se cuidan de los ancianos y de dar calcetines a los pescadores… y otras cosas por el estilo.
—No me parece que cosas así puedan ofrecer ninguna clase de interés —dijo Guillermo—. Todos los ancianos que conozco pueden cuidarse muy bien, sin tener necesidad de nadie que los cuide, y no sé qué querrán hacer los pescadores con tanto calcetín.
—Es que no son estas dos sociedades únicamente las que piden dinero —dijo Pelirrojo algo irritado—. Hay muchísimas más. Hay una sociedad que se ocupa de enviar muchachos al mar.
—Siempre me ha gustado el mar —dijo Guillermo con interés—, pero no sabía que existiese una sociedad para enviar a los muchachos a navegar…
—No se trata de navegar —le dijo Pelirrojo—, sino de ir a la playa.
—Pues no sé qué le ve la gente en eso de ir a la playa —dijo Guillermo—. No hay nada más que arena en la playa. Al día de estar allí ya estaría harto de tanta arena. Y el agua del mar es salada y la gente que hay en la playa siempre está de mal humor. Bueno; no podemos dar dinero a semejante sociedad, me parece. ¿Qué otras sociedades hay?
—¡Oh! ¡Hay muchísimas! Pero ahora no me acuerdo de cuáles son. Solo sé que a una de ellas pertenece el señor Peters, el que vive en «Los Olmos», ¿sabes? Es algo que tiene que ver con los ancianos, o con los niños, o con los animales, o con los pescadores, o algo así. Yo sé que el señor Peters siempre va pidiendo dinero para su sociedad.
—Entonces le daremos el dinero a la sociedad del señor Peters —dijo Guillermo decisivamente—, y así nos dejará jugar en su jardín, en lugar de echarnos de allí cuando nos ve, como hace ahora. Sí, creo que esa sería una buena sociedad para que diésemos nuestro dinero. Nos quedaremos con la mitad para pagar los gastos, y la otra mitad se la daremos al señor Peters para su sociedad y para que así nos deje jugar en su jardín. ¿No creéis que eso será lo mejor?
—Oh, sí —dijo Douglas con sarcasmo—. Le daremos la mitad. La mitad de nada es nada. Por lo tanto, no le daremos nada. Si te has creído que alguien va a pagar dinero, solo tienes que pensar en las demás cosas que has hecho hasta ahora. ¿Cuándo hemos ganado dinero en algo?
—¡Oh, cállate ya! —exclamó Guillermo, cansado de tanta oposición—. Si hubiéramos de confiar en tu ayuda es muy cierto que jamás ganarías una perra chica. Ya te he dicho antes que nunca hemos montado un museo de figuras de cera. Apuesto a que haremos el dinero a espuertas con nuestro museo.
—¿Y qué tenemos que hacer nosotros?
—Pues vestiros como los personajes, eso es todo. Os tenéis que vestir como los personajes de la historia. Entonces yo haré un discurso, diciendo que sois figuras de cera. Y vosotros no tenéis que hacer nada más, sino quedaros allí quietos, mirando al frente y sin moveros. Es muy fácil; os quedáis plantados mirando al frente y sin moveros ni pizca, y la gente pagará para veros.
—¿Qué personajes de la historia? —preguntó Pelirrojo.
—Cualesquiera —dijo tranquilamente Guillermo.
—Pero no tenemos trajes de personajes históricos —objetó Douglas.
—Pero ¿es que no tienes sentido común? —dijo Guillermo, irritado—. Cualquiera que te oyese hablar creería que no lo tienes. Los trajes históricos se hacen de cualquier manera. Los personajes de la historia llevaban delantales y medias y cosas raras en la cabeza. Estas ropas las puede conseguir cualquiera. Puedes hacer coronas de cartón para los reyes, y los que no son reyes pueden llevar otras cosas en la cabeza como papeleras, o… bueno, ollas tal vez no fuera conveniente —terminó diciendo pensativamente Guillermo, recordando cierta ocasión en que durante la representación de un drama, una olla se le había deslizado hasta metérsele del todo en la cabeza, y había costado lo suyo quitársela—. No, solo papeleras y coronas de cartón. Y nos pondremos barbas y bigotes o nos los pintaremos con corcho ahumado, y entonces pareceremos igual que personajes históricos.
—¿Y qué personajes históricos tenemos que ser? —preguntó Pelirrojo.
Pasaban entonces por delante de la verja del palacete. Recientemente una gran actriz había ido a vivir en el palacete, y según se rumoreaba, se había gastado grandes sumas en su restauración y decoración. La gran actriz y su hija habían ido a vivir la semana anterior allí y en el pueblo se las había visto muy poco. Los Proscritos se quedaron mirando las chimeneas del edificio que se divisaban por entre los árboles.
—Lástima que sea una niña —había dicho Guillermo, disgustado—. Las niñas no sirven para nada.
Al llegar junto a la verja entró por ella una niña de edad aproximada a la que tenían los Proscritos, acompañada de un aya. Era una muchachita pequeña y bonita, pero Guillermo estaba inmunizado contra todos los cepos que pudieran tenderle los encantos femeninos, y por lo tanto, la miró desdeñosamente. Ella, en cambio, miró a Guillermo con interés. Pasaron uno junto al otro y ella entró en el jardín acompañada del aya. Habiendo dado unos cuantos pasos, Guillermo se volvió. Todavía pudo verla. Ella también se había vuelto para verle. Guillermo le sacó la lengua. Pero la niña no rompió a llorar, ni se fue, mirando a otro lado con aire altanero, sino que a su vez le sacó la lengua a él de un modo tan perfecto, que su cara, antes bonita, se volvió horrorosa, de tal manera que Guillermo se quedó sorprendido de tal modo, que se relajó y se quedó a media mueca.
—Es una niña patosa —dijo Pelirrojo, que no se había dado cuenta del desafío facial de Guillermo y de su rápida y fácil aceptación por parte de la niña.
—No; no lo es —dijo Guillermo—. Esta niña está muy bien.
Y añadió rápidamente:
—Muy bien para una niña, se entiende.
* * *
Los Proscritos se reunieron en el cobertizo para discutir los detalles del montaje y funcionamiento del museo de figuras de cera.
—Tenemos que pensar en personajes históricos famosos —dijo Guillermo.
—Muy bien —dijo Pelirrojo—. Empieza tú.
—¡Uy! Los hay a montones —dijo Guillermo con afectada indiferencia. Tú mismo puedes nombrar uno o dos, primero.
—Dilos tú primero —dijo Pelirrojo.
—Cualquiera pensaría —dijo Guillermo— al oírte hablar así que tú crees que no conozco ningún personaje histórico.
—Pues así es. No creo que conozcas a ninguno —dijo Pelirrojo con toda sencillez.
Después de una divertida pelea, que terminó con resultado indeciso, volvió a reanudarse la discusión.
—Bueno, pues te nombraré uno si tú haces otro tanto —dijo Guillermo.
—El rey Alfredo y sus tortas[7] —dijo Pelirrojo, cuyo cerebro se había estimulado con la pelea.
—Me parece muy bien —dijo Guillermo en tono indiferente, pero algo impresionado en su fuero interno.
—Ahora di uno tú —le retó Pelirrojo.
El cerebro de Guillermo permanecía vacío de personajes históricos.
—Robinson Crusoe —dijo por fin con algo de incertidumbre.
Pelirrojo tuvo la vaga impresión de que aquel no era un personaje histórico auténtico, pero no quiso comprometerse, por si acaso, y se limitó a decir:
—Creo que sería mejor que nos atuviéramos a la Historia de Inglaterra. Ese que tú has dicho era extranjero.
—Bueno, como quieras —dijo Guillermo, y, de pronto, con lúcida inspiración, añadió—: ¿Y Bruce?
—¿Quién era Bruce? —dijo Pelirrojo, suspicaz.
—Se habla de él en todos los cuadernos de escritura de la escuela —dijo Guillermo, sin querer comprometerse él tampoco—. Creo que se dedicaba a la cría de arañas.
—Yo también he tenido arañas —dijo Pelirrojo—, pero no son nada interesantes. No se transforman en nada. No me parece gran cosa un personaje histórico que se dedique a la cría de las arañas.
—Está bien —dijo Guillermo, amoscado—; pues piensa otro tú mismo.
Y se quedó muy aliviado al poderse desprender con toda la dignidad de la investigación histórica.
—Los hay a montones —dijo Pelirrojo—. Hay todos los reyes que se llaman Carlos y Jorge…
—¿Y qué hicieron? —le retó Guillermo, picado por el tono académico adoptado por Pelirrojo.
—Hicieron guerras y se fueron a las Cruzadas…
—¿A las qué? —preguntó Guillermo.
—A las Cruzadas.
—¿Y qué son las Cruzadas?
—¿Las Cruzadas? —repitió Pelirrojo con cierta vaguedad—. Pues son un truco que se armó la gente para llevar cascos y armaduras y cosas por el estilo. No había gran cosa con qué pasar el tiempo en Inglaterra entonces, ¿comprendes? Esto era antes de que se inventaran los cines. Algo tenían que hacer para no aburrirse.
—Bueno, pero con todo no hemos aclarado nada de lo que nos interesa, que es el museo de figuras de cera —dijo Guillermo, irritado por la lección de historia que le daba Pelirrojo—, excepto lo del rey Alfredo y las tortas… ¡Ah! Y también podríamos hacer un cuadro del rey Jorge partiendo para las Cruzadas. ¿No hay un dragón también por en medio? Me parece recordar que el rey Jorge tuvo que ver algo con un dragón.
—No —dijo Pelirrojo—. Vale más que dejemos eso de lado. No tenemos a nadie que pueda representar el papel de dragón. Lo que sí podemos hacer es que se vaya a las Cruzadas, armado de punta en blanco.
—Esto será muy fácil —dijo Guillermo reflexionando— con bandejas y latas atadas al cuerpo y un cazo o una olla en la cabeza. De todos modos no seré yo quien haga de rey Jorge —añadió apresuradamente—. Yo soy el empresario. Además, los cazos y las ollas nunca me han traído suerte. Cuando los tengo puestos en la cabeza parecen demasiado grandes; y luego cuando se deslizan por la cara y se me meten hasta el cogote, parecen demasiado pequeños al querer sacarlos. La última olla que me quitaron por poco me arranca la cara. Y estuve mucho tiempo después sintiéndomela como si la llevara puesta todavía. Así pues, quedamos en que pondremos al rey Alfredo y las tortas, y al rey Jorge marchándose a las Cruzadas. Y el rey Carlos, ¿qué hizo? Hizo algo con unos robles, ¿no?
—Al rey Carlos lo mataron —dijo Pelirrojo.
—Apuesto a que no —le retó Guillermo, muy convencido—. Apuesto a que fue algo que tuvo que ver con unos robles.
—Bueno, tanto da —dijo Pelirrojo, cansado.
A Pelirrojo le cansaban las discusiones históricas, y además no se sentía seguro del terreno que pisaba.
—No importa lo que hicieran —añadió—. Lo único que tenemos que hacer es vestirnos como ellos. Tampoco importa lo que tú digas de ellos cuando lo expliques al público. Como no hay nadie que sepa lo que hicieron, tanto da que digas una cosa como otra.
—¿Cómo lo sabes tú que no sabrán nada los que vengan a vernos? —inquirió Guillermo—. A veces lo saben. A veces se encuentra a alguien que sabe de qué se trata y se dedica a contradecirte durante todo el rato.
—Pues dale un porrazo en la cabeza —le aconsejó Pelirrojo con inefable sencillez—, o si no quieres, dedícate a estudiar historia primero y así nadie podrá contradecirte.
—Hay demasiadas páginas en mi libro de historia —arguyó Guillermo—. Hay tantas páginas que te haces más lío si lo lees que si no lo lees. Y, además, es preferible no pegar ningún porrazo en la cabeza de nadie, porque si uno empieza una pelea, luego todo son historias, porque vienen las madres y se lo cuentan a nuestros padres. No; si alguien se pone a contradecirme le demostraré que tengo razón. Yo siempre lo hago muy bien cuando me pongo a razonar.
—Bueno, pues estamos de acuerdo, ¿no? Tú eres el empresario y Douglas representará al rey Alfredo con sus tortas. Le será muy fácil echar mano a unas cuantas tortas y quemarlas. Y yo seré el rey Jorge que se va a las Cruzadas, con bandejas y otros trastos de la cocina que me servirán de armadura. Y Enrique será el rey Carlos. Así saldrá todo muy bien. ¿Cuánto haremos pagar por la entrada?
—¿Crees que pagarían un penique? —preguntó Guillermo, lleno de esperanza.
—Seguro que no —dijo Pelirrojo amargamente—. Nunca he visto a gente tan tacaña como la gente de este pueblo. Apuesto a que solo querrán pagar medio penique. Apuesto a que intentarán entrar con solo un farthing[8] o con un cromo, y además, probablemente repetido.
Pero nuevas investigaciones, discretamente realizadas entre los coetáneos de los Proscritos revelaron que los posibles espectadores del espectáculo que se preparaba no tenían la menor intención de pagar ni un farthing, ni nada. Estaban dispuestos a acudir si la entrada era gratuita y estaban igualmente dispuestos a no acudir si era de pago. Guillermo se puso a razonar con ellos.
—Haced el favor de decirme —dijo con gran dignidad— si habéis visto nunca a alguien que dé espectáculos gratuitos, sin que nadie tenga que pagar dinero para poder entrar.
—Haz el favor de decirnos tú —le replicaron los posibles espectadores— si hay alguien que dé unos espectáculos tan birrias como los que tú das.
La controversia entonces empezó a derivar desde el plano del razonamiento al de la fuerza física, y el principal problema quedó olvidado en el calor de la refriega. Fue, naturalmente, Guillermo, quien tuvo la idea más brillante, al día siguiente.
—Tengo una idea —dijo a los Proscritos—; tengo una idea y es esta: vamos a dar la representación gratis el primer día; luego, al segundo día la entrada será de pago, pero los personajes históricos también serán diferentes. ¿Qué os parece? Se habrán divertido tanto el primer día que todos querrán volver el segundo día, aun pagando.
Los otros no se mostraron tan optimistas como Guillermo, pero, como de costumbre, su plan quedó aprobado. Y Guillermo dijo:
—De todos modos, será muy divertido hacerlo dos veces, cambiando de personaje.
* * *
Guillermo estaba imponente como empresario. Llevaba su traje de indio y con un tapón de corcho ahumado se había pintado unos enormes mostachos, además de una magnífica perilla. También se había puesto unas gafas con montura de concha que, sin que se supiera por qué razón, siempre formaban parte de todos los personajes de cualquier época que él se empeñaba en representar.
Douglas, en el papel del rey Alfredo, se ganó cierta impopularidad. Pelirrojo, con consumada habilidad y astucia había podido hacerse con dos tortas levemente quemadas, procedentes de la última hornada de la cocinera. Douglas había comparecido a los ensayos con las tortas, lo cual había prestado una atmósfera de gran realismo a todo el asunto, cosa que impresionó mucho a los demás. Por lo tanto, resultó una gran contrariedad el descubrimiento de que, el mismo día en que la representación debía de tener lugar, Douglas se había sentido vencido por el hambre y se había comido las tortas. Pelirrojo, después de haber intentado, sin éxito, hacerse con dos tortas más había traído dos patatas para que ocuparan el lugar de las tortas, pero todo el mundo vio que las patatas eran muy poco convincentes y, por consiguiente, Douglas, a pesar de su esplendoroso aspecto exterior, había caído en desgracia. Llevaba medias de seda blanca (cogidas a su hermana, sin su permiso), y por encima de las medias, se había arrollado los pantalones hasta donde había podido. Le envolvía el torso una blusa de color malva, también procedente del ropero de su hermana. Cubríase la cabeza con una papelera de vivos colores, y se había puesto un monóculo, que pertenecía a su padre. Iba calzado con unas abarcas, propiedad de su hermano, tan grandes que a cada paso que daba se le escapaban de los pies. A pesar de toda esa magnificencia, Douglas estaba, como ya se ha dicho, en desgracia, por haberse comido las tortas y haber quedado luego plenamente demostrado que las patatas, a pesar de haber estado sometidas a un elaborado proceso de ennegrecimiento por parte de Pelirrojo, a base de una mezcla de tinta y pintura negra preparada a tal efecto, resultaban de un aspecto totalmente inadecuado a su misión.
Pelirrojo, representando al rey Jorge camino de las Cruzadas, era la pieza fuerte del espectáculo. Iba vestido con seis bandejas de aluminio, dos parrillas, siete tapas de cazuela y una cazuela. Aunque había gastado todo un ovillo de cordel para sujetar su armadura, las bandejas y las tapas de cazuela le caían continuamente y cuando se agachaba para recogerlas le caían otras. Guillermo, que incesantemente debía dejar el ajuste y compostura de los demás para ir a recoger las piezas desprendidas de la panoplia de Pelirrojo, se estaba volviendo irritable.
—¿No puedes dejar de soltar cosas por todas partes? —le preguntó.
—No puedo evitarlo —le respondió Pelirrojo—. Se me sueltan en cuanto respiro.
—Pues no respires tan fuerte —le dijo Guillermo—; no tienes por qué respirar con tal fuerza que se te caigan continuamente las bandejas y todo lo demás. A los otros no les ocurre nada de eso.
—Tú quisieras que yo me muriese por haberme aguantado el respiro, ¿no es eso? —dijo Pelirrojo, indignado—. Y luego ya me gustaría saber cómo te las arreglarías para poner aquí a otro rey Jorge.
—¡Oh! ¡Cállate ya! —exclamó Guillermo, que estaba atareado sujetando de nuevo el casco a dicho rey Jorge.
Enrique, representando el rey Carlos estaba realmente magnífico, vestido con unos manteles festoneados y una corona de papel demasiado grande para él; además se había pintado en el labio unos fantásticos bigotes, que le ascendían en dos elegantes curvas simétricas hasta debajo de los ojos.
* * *
El público estaba sentado sobre cajones invertidos en diversos tipos de equilibrio inestable, en el suelo del viejo cobertizo. Douglas, Pelirrojo y Enrique posaban en actitudes apropiadas detrás de un cordel que iba de pared a pared, para evitar un indeseable acercamiento del público. Guillermo, como empresario que era, hizo el discurso de presentación.
—Señoras y caballeros —empezó diciendo—: Antes que nada debo informarles del mensaje que me han enviado para ustedes Pelirrojo, Enrique y Douglas, los cuales sienten mucho no estar aquí. Esperaban poder acudir, pero ninguno de ellos se encuentra bien, y por lo tanto, todos han tenido que quedarse en cama para que les tomen la temperatura y todo lo demás. Bueno pues, como iba diciendo, he aquí que tengo el honor de presentarles a ustedes tres figuras de cera muy buenas, fabricadas por el mejor fabricante de figuras de cera del mundo y que me han sido enviados desde Londres especialmente para esta representación.
La misma desfachatez y atrevimiento de la perorata dejó a los del público sin aliento, cosa que aprovechó Guillermo para proseguir, sin que nadie le interrumpiera, diciendo:
—La primera figura de cera que aquí ven ustedes, señoras y caballeros, es Doug…, es el rey Alfredo, y me refiero a aquel rey Alfredo famoso por haber dejado que se le quemaran las tortas. Aquí pueden ver ustedes también, las tortas de cera.
—Parecen patatas —dijo uno de los del público con escepticismo—; patatas sucias y pringosas, con la piel mondada a trozos.
El tratamiento de tinta y pintura negra con que Pelirrojo había sometido a las patatas resultaba, evidentemente, menos satisfactorio de lo que él había imaginado.
—Esta es la clase de tortas que la gente comía en aquella época —dijo Guillermo, sin rubor—; las tortas que comemos hoy en día no se habían inventado aún. ¿Creen ustedes que en los tiempos antiguos la gente comía la misma clase de tortas que se comen ahora? Pues no. ¿Cómo podían comerlas si las tortas que comemos ahora todavía no se habían inventado? Ha costado mucho dinero poder conseguir unas tortas de cera de tipo antiguo, pero nosotros hemos querido que todo estuviera aquí tal cual era en la época antigua.
El público miraba con suspicacia las patatas, pero no se atrevió a manifestar su opinión, silenciado por la severidad de la voz y de la expresión de Guillermo.
—Ya saben ustedes que el rey Alfredo dejó que se le quemaran las tortas —siguió diciendo Guillermo con cierta vaguedad.
Guillermo había tenido la intención de pedir prestado un libro de historia con las páginas completas para enterarse de los episodios referentes a cada uno de los personajes históricos que figuraban en su museo, pero había estado tan atareado preparando sus figuras de cera que no tuvo tiempo para otra cosa.
—Digo pues —prosiguió diciendo Guillermo—, que ustedes recordarán que el rey Alfredo quemó sus tortas. Las dejó caer en el fuego mientras se las estaba comiendo. Y se quemaron todas, como ya saben ustedes. Las sacó luego de las llamas, pero ya estaban demasiado quemadas para poder seguir comiéndolas. Menos mal que las tenía aseguradas —terminó diciendo, de un modo incierto, y con vagos recuerdos de cierta alfombra de su casa sobre la que la semana anterior habían caído unas ascuas de la chimenea, y añadió precipitadamente—. Pero vamos ahora a ver la próxima figura. La próxima figura ha sido fabricada especialmente para esta exposición y festival. Y ha resultado carísima. Ha costado mucho dinero esta figura; muchísimo dinero. Representa al rey Carlos.
—¿Qué rey Carlos[9]? —preguntó uno de primera fila ansioso de saber.
—El que tuvo que ver con un roble —dijo Guillermo, imperturbable, y prosiguió apresuradamente—: Su ropa está hecha igual que la verdadera ropa que llevaba el rey Carlos. Es un traje carísimo y muy suntuoso.
—¿Pero no lo mataron? —insistió en preguntar el pelmazo de primera fila.
—Sí —dijo Guillermo adoptando un aire omnisciente—; lo mataron arrojándolo de lo alto de un roble.
Y prosiguió precipitadamente:
—Su corona está hecha de oro, igual que la verdadera corona del rey Carlos.
—Yo creía que lo habían matado de un hachazo y que lo habían decapitado por orden del Parlamento por algo mal hecho que hizo —protestó el estudiante pesado.
—Sí, es cierto —convino Guillermo, intentando acomodar su versión con esta nueva fuente de saber que brotaba de la primera fila—. Lo mataron de un hachazo, pero después de haberlo arrojado de un roble donde se había subido sin permiso, porque el roble estaba en el campo de otro que no era rey, y así lo mataron porque esto es lo que solían hacer en aquellos tiempos. El rey era diferente de un rey como los de ahora, entonces y…
—Pero yo creía… —empezó de nuevo a decir el importuno estudioso de primera fila.
Guillermo cesó de intentar acomodar su versión a los hechos históricos tal como los revelaba el estudiante en cuestión y adoptó métodos más simples.
—O te callas ya o te largas de aquí inmediatamente —dijo al estudiante-pesadilla.
—Bueno, hombre, bueno —murmuró el estudiante pacíficamente—. Yo solo quería decir que lo que dice mi libro de historia…
—Pues tu libro de historia está completamente equivocado —le dijo Guillermo—. ¿Crees acaso que yo habría montado un espectáculo de figuras de cera a base de personajes históricos, como este, si no conociera toda su historia? Tu libro de historia está equivocado de cabo a rabo y no vale un pepino. Es muy antiguo y después que lo hubieron escrito, hace tantísimos años, yo he descubierto muchas cosas de la historia que no las sabía nadie cuando fue escrito tu dichoso libro de historia, de modo que o escuchas lo que yo digo o te vas de aquí pitando.
Tan impresionante era el tono de Guillermo y tan majestuosos sus ademanes que el joven estudiante de primera fila enmudeció intimidado y de entonces en adelante miró su libro de historia con franca desconfianza.
—A mí me parece —dijo otro crítico— igual que si fuera Douglas disfrazado.
—Sí —dijo Guillermo, imperturbable—. Lo hice fabricar igual que Douglas. Pensé que sería más interesante si la figura se parecía a alguien conocido. Así resultó más caro, como es natural, pero a pesar de todo, preferí hacerlo así porque creí que de este modo sería más interesante para todos vosotros.
—¿Dices que están hechos de cera? —inquirió, suspicaz, un muchacho rubio, acercándose al cordel.
—Sí —dijo Guillermo—; de cera de la mejor.
—Pues mueve los ojos. Hace guiños.
—Sí. Ya lo hice preparar de modo que guiñara los ojos —dijo Guillermo con toda la frescura— para que tuviera un aspecto más natural. Resulta más caro de este modo, pero tiene un aspecto más natural. Se parece más al aspecto que debía tener el verdadero personaje. Porque las personas verdaderas que no son de cera mueven los ojos y guiñan, y por eso he hecho que mis figuras de cera guiñen también para que parezcan más naturales, más parecidas al aspecto que debía tener el verdadero personaje de la historia al guiñar los ojos igual que los guiñaba el personaje histórico en cuestión. Mírenlas ustedes, señoras y caballeros: todas las figuras están guiñando.
Pelirrojo, Enrique y Douglas se pusieron a guiñar con gran violencia.
—Hay una maquinaria especial en su interior —prosiguió diciendo Guillermo— que les hace guiñar los ojos. Es una maquinaria que ha costado muchísimo dinero.
—También respiran —dijo el investigador, inclinándose aún más sobre el cordel divisorio—. Los veo respirar… Respiran y se mueven.
—Sí. Los hice fabricar de modo que respirasen y se moviesen —dijo Guillermo con toda la calma—. Hay una maquinaria especial en su interior que hace que respiren y se muevan…, de modo que parezcan más naturales.
Prosiguió apresuradamente con su conferencia, diciendo:
—El próximo, señoras y caballeros, es el rey Jorge marchándose a las Cruzadas.
—¿Qué son las Cruzadas? —preguntó de nuevo el investigador rubio.
—Son cosas adonde iba la gente vestida así.
—Te referirás a San Jorge y no al rey Jorge.
—Algunos lo llaman de un modo y otros de otro —dijo Guillermo con dignidad—. Yo soy de los que le llaman Rey Jorge.
Y continuó atropelladamente:
—El rey Jorge vivió en la antigüedad y fue a las Cruzadas.
—Pero ¿qué son las Cruzadas? —preguntó otro miembro del distinguido público.
—Islas —dijo Guillermo con una ráfaga de inspiración—, como las Hébridas que nos enseñaron en Geografía la semana pasada. Se fue a esas islas vestido con el casco, la coraza y todo lo demás.
—¿Y para qué? —preguntó cándidamente el muchacho rubio.
—¡Cállate tú! —exclamó Guillermo, cansado de tanta pregunta.
—Creí que tenía algo que ver con un dragón —insistió el aplicado muchacho rubio recobrando su aplomo—. He visto un cuadro de él con el dragón.
—Ah, sí —dijo Guillermo con afectada indiferencia—; también tenía un dragón. Había una barbaridad de dragones en las Cruzadas. El rey Jorge domesticó a uno de ellos y se lo llevó consigo… para tenerlo en su casa, como si fuera un perro o un gato.
—Pero en el cuadro que yo vi, San Jorge luchaba contra el dragón —objetó el rubio.
—Sí; luchó con él —concedió Guillermo—. ¡Ya lo creo que luchó contra el dragón! Un día, el dragón se volvió rabioso y le mordió y entonces el rey Jorge tuvo que luchar contra él.
Y, deseando llevar la historia a una conclusión rápida, añadió:
—Y lo mató. Quiero decir que el dragón mató al rey Jorge. Y así fue como murió el rey Jorge: luchando contra un dragón que se había vuelto rabioso en las Cruzadas…
—¿De qué dices que están hechas estas figuras? —persistió diciendo el rubio, inclinándose y apoyándose tanto en el cordel que este se rompió—. ¿De cera?
—Sí; de cera —dijo Guillermo—. De cera de una clase muy buena y excelente. No se puede notar la diferencia entre esta cera y una verdadera persona, de tan natural como es.
—Pero no sentiría nada si yo la pellizcara siendo cera, ¿verdad? —siguió preguntando el rubio.
—Pues claro que no —dijo Guillermo—. Pero harás muy bien en no tocar mis figuras de cera porque las echarías a perder y…
Su advertencia llegó demasiado tarde. El rubio acababa de dar a Pelirrojo un fuerte pellizco experimental. Dando un alarido de rabia y acompañado de un gran estruendo de bandejas y cazuelas, Pelirrojo se abalanzó sobre él. Enrique y Douglas se le unieron en la refriega. El público también tomó parte en ella con la excepción del aplicado muchacho rubio, que se fue a su casa para consultar su libro de historia. Guillermo se quedó en el fondo de la escena, aparte, murmurando patéticamente:
—Yo las hice fabricar de modo que lucharan. Hay en su interior una maquinaria especial, que hace que puedan luchar tal como lo están haciendo ahora.
* * *
Los Proscritos tenían otra reunión en el viejo cobertizo, para tratar de la sesión del día siguiente en el museo de figuras de cera.
—Estoy seguro de que se divirtieron tanto en la representación de hoy, que mañana pagarán la entrada para volver a verla —dijo Guillermo, optimista como siempre.
—Apuesto a que no —protestó Pelirrojo—. Apuesto lo que quieras a que no.
—Pero es que seremos diferentes personajes —dijo Guillermo—. Será un espectáculo totalmente nuevo.
—Yo he oído que decían que no volverían otra vez —intervino Douglas, realista.
—Pues no comprendo por qué no tienen que volver —insistió Guillermo con animación—. Sencillamente, no lo comprendo. A mí me parece que les hemos dado una representación de figuras de cera igual que las otras en que la gente paga entrada para verlas. Es que la gente de este pueblo es tan mezquina y avara…
Los otros le disuadieron de que siguiera discurseando sobre su favorita muletilla.
—Eso no tiene importancia —le dijo Pelirrojo—. Vamos a pensar cómo podríamos hacerlo para que pagaran la entrada.
—Podríamos poner animales. Quiero decir que los podríamos disfrazar también de figuras de cera —sugirió Enrique.
La sugerencia fue rechazada por impracticable.
—Todos los museos de figuras de cera —dijo entonces Douglas— tienen mujeres. Reinas y princesas y gente así. Quizás sea por eso que no quieren venir. Quizás si tuviéramos mujeres…
—Muy bien —dijo Guillermo—. Yo me vestiré de mujer y esta vez tú podrás ser el empresario. Ya estoy harto de ser empresario yo con todo lo de ayer. Estoy harto de que me hagan tantas preguntas y de que siempre salga un tío sabelotodo para poner pegas. Y luego es cuando se arma la gorda.
—Pero tú no te pareces en nada a una mujer —dijo Pelirrojo contemplando con mirada dudosa la facha de Guillermo.
—Ahora claro que no lo parezco, pero puedo disfrazarme de modo que lo parezca, ¡caramba! —dijo Guillermo—. Todo el mundo puede disfrazarse de mujer, si se lo propone.
—Sí, pero las mujeres siempre tienen que ser hermosas en los museos de figuras de cera —dijo Douglas— y una mujer de tipo ordinario no serviría.
—Pero yo puedo disfrazarme muy bien de mujer hermosa, ¿qué te has creído? —insistió Guillermo.
Nadie respondió. Todos se quedaron mirando incrédulamente la pecosa y vulgar cara de Guillermo.
—Pues es muy fácil —siguió diciendo Guillermo, impávido—. Todo consiste en poner cara de memo. La cara de memo que tiene Ethel, por ejemplo.
Guillermo, a continuación, para demostrarlo prácticamente, entornó los ojos y adoptó la actitud de un pato moribundo. Los demás pestañearon asombrados y dieron un respingo, pero, como que no deseaban que la discusión degenerase al nivel de la fuerza bruta antes de haber llegado a un acuerdo, se abstuvieron de comentarios.
—¿Y el traje? —preguntó Douglas—. Es más difícil vestirse con traje de mujer que con traje de hombre.
—Ya te diré lo que he pensado —dijo Guillermo—. Ethel tiene un traje, de cuando era más pequeña, que se lo puso una vez para ir a un baile de trajes. Es un traje de María Estuardo o algo así. Yo sé dónde lo guarda. Se lo cogeré y luego volveré a dejarlo en el mismo sitio sin que nadie se entere.
—Muy bien —dijo Pelirrojo—. Entonces ya podemos fijar el anuncio en cualquier parte.
—Sí —dijo Guillermo—. Yo mismo me encargo de ello. Y esta vez no diremos que sean figuras de cera de veras, porque ellos ya saben que no lo son. Diremos que son personas, imitando figuras de cera. Y pondremos una nota diciendo lo de la mujer. Estoy seguro que todos querrán ir a verla. Y apuesto a que nadie descubrirá que soy yo. Apuesto a que cuando esté vestido de mujer y ponga mi cara de memo, nadie me conocerá.
El cartel redactado por Guillermo fue el resultado de ímprobo trabajo y profunda reflexión. Guillermo rompió tres plumillas (las apretaba mucho) y se puso los dedos perdidos de tinta durante la elaboración del cartel en cuestión, el cual decía lo que sigue:
«abrá otro espetáculo des tupendas personas que actuarán de figuras de cera y nadie berá la diferencia mañana los más es tupendos actores de figuras de cera del mundo que nadie berá la diferencia abrá una gran actriz que actuará conellos mañana la más es tupenda actriz de figuras de cera del mundo es pecialmente muy ermosa a benido de muy lejos y acostado mucho dinero para que benga para que esté en la ecena la actriz más famosa y más ermosa del mundo actriz de figuras de cera que actuado hante reyes y reynas bestida con un traje es tupendo guillermo Brown».
—Está muy bien así, ¿no os parece? —dijo al final, con modesto orgullo, al enseñar su obra literaria a los Proscritos.
—Apuesto a que está mal escrito —dijo Pelirrojo, irritado por los aires de superioridad de Guillermo.
—¿Qué es lo que está mal escrito? —le preguntó retadoramente Guillermo.
—¡Uy! Muchas cosas —contestó Pelirrojo, sin querer comprometerse de un modo concreto—; nunca has escrito nada que no estuviera mal escrito.
—Y tú lo mismo —dijo Guillermo—. ¿Pero qué importancia tiene? A mí siempre me ha parecido que hay más sentido común en la manera como escribo yo las palabras que no en como las escriben en los libros. Lo lógico sería que le dejaran a uno escribir del modo que le fuera más fácil.
—Eso creo yo también —dijo Pelirrojo, retirándose de una posición que, en vista de sus capacidades ortográficas, era insostenible—. Eso creo yo también. Sí, me parece que este anuncio que has escrito tú está muy bien, pero creo que tendrías que haber puesto los nombres de todos nosotros.
—Muy bien —dijo Guillermo en aras de la concordia—. Pondré también vuestros nombres.
—Y tendrías que poner antes «Los que subscriben». Eso es lo que se hace siempre.
—¿Los que qué?
—Los que subscriben.
—¿Cómo se escribe eso?
—No lo sé, pero es así como hay que empezar un anuncio. ¿Y qué harás para representar a María Estuardo? ¿Dejarás que te maten o qué?
—No; nada de eso —dijo Guillermo—. Me voy a quedar mirando como un memo, igual que Ethel. Tendré unas flores en la mano. En nuestro salón hay una fotografía de Ethel con cara de mema, y también tiene unas flores en la mano, y todo el mundo dice que está muy hermosa. Yo tendré su mismo aspecto.
De nuevo Pelirrojo miró dubitativamente a Guillermo, pero también de nuevo, y en aras de la paz, se abstuvo de todo comentario.
* * *
Guillermo pudo coger el traje de María Estuardo del cuarto de Ethel, en ausencia de esta.
Había sido hecho para Ethel hacía ya de eso muchos años, cuando Ethel iba todavía a la escuela y tomaba parte en las representaciones teatrales escolares. El traje en cuestión se ajustaba bastante bien a Guillermo. No puede decirse, sin embargo, que le ajustara bien del todo. La cabezota de Guillermo con su maraña de pelo tieso y con su cara vulgar, pecosa y torva de expresión, surgía extrañamente de la primorosa gorguera. Guillermo también «pidió prestado», sin consentimiento de su dueña, por supuesto, un gorrito de tocador de Ethel, para realzar el efecto general, pero su cara tenía el aspecto menos romántico que imaginarse pudiera, enmarcada con encajes y cintas. Ni el mismo Guillermo se atrevió a pretender que estaba satisfecho de su aspecto, ni pudo engañarse a sí mismo con la presunción de que aquella facha sería aceptada sin protesta por parte del público como el rostro de la actriz más hermosa del mundo. A pesar de todos los embellecimientos, aquella cara no dejaba de ser palmariamente la de Guillermo, tan carente de todo elemento de belleza como una zanahoria podrida. Pero Guillermo era optimista de nacimiento. Flores. Ethel, en la admirada fotografía que había dado origen a la idea, llevaba flores en la mano. Las flores indudablemente cambiarían su aspecto. Ahí estaba toda la diferencia: en las flores. Y, por otra parte, era inútil intentar conseguir flores de su jardín. Las relaciones entre Guillermo y el jardinero de su casa eran más tirantes que nunca, debido al hecho de haber Guillermo recientemente «pedido prestadas» unas estacas recién plantadas por el jardinero, para utilizarlas como flechas. Sería inútil pedirle flores al jardinero y aún más inútil intentar cogerlas sin pedírselo, ya que el hombre había adquirido la nefasta costumbre de vigilar todos los movimientos de Guillermo, cuando este estaba en el jardín. Por consiguiente, Guillermo, después de vestirse con el traje de Ethel, se cubrió con un impermeable muy largo y se dirigió tan sigilosamente como pudo al viejo cobertizo donde debía de tener lugar la representación, y donde llegó media hora antes de la anunciada para su comienzo. Los jardines del palacete estaban contiguos al campo donde se hallaba el viejo cobertizo, y de estos jardines Guillermo pensaba coger una brazada de flores para que le dotaran de la belleza que Ethel ostentaba en la fotografía.
Traspasó el seto y anduvo algún rato por el plantío en busca de flores sin hallar ninguna. Por fin le llamó la atención el brillante color de la floración, más allá del plantío, al otro lado del sendero. Aquello era más lejos de lo que Guillermo tenía intención de aventurarse, pero él jamás había dejado en la mitad empresa alguna que se hubiera propuesto llevar a cabo. Cautelosamente cruzó el sendero, echó a correr… y chocó con la niña de la casa, que acababa de salir de un recodo. Ambos cayeron sentados en el suelo cómicamente y quedaron mirándose con gran asombro.
El asombro de la niña no necesitaba explicaciones. Ya hemos descrito la facha que hacía Guillermo. Pero se comprenderá muy bien el asombro de Guillermo si decimos que la niña también iba disfrazada con un precioso traje de satén y perlas falsas, el cual, evidentemente, intentaba representar nada menos que a María Estuardo. El traje de la niña era precioso, pero la niña lo era aún más. Guillermo se quedó alelado y boquiabierto.
—Hola —dijo la niña—. ¿Qué haces en nuestro jardín?
—Pues, me paseaba —dijo Guillermo con altivez mientras se enderezaba su gorrito de tocador.
—Tú eres el chico que me hizo muecas.
—Sí —dijo Guillermo, y volvió a sacarle la lengua.
Ella respondió del mismo modo.
Guillermo chocó con la niña y cayeron al suelo.
—Hola —dijo la niña.
—Lo has hecho muy bien —dijo Guillermo, condescendiente—. ¿Cómo lo haces?
—Primero se empieza con la nariz, y luego se sigue con la boca —dijo la niña—. Así.
Guillermo lo intentó.
—Así. Muy bien —dijo ella—. Lo has hecho perfectamente —añadió admirativamente—. Pero eres muy feo. ¿Por qué te has vestido de este modo?
—¿Y por qué no puedo vestirme como me dé la gana? ¿Por qué te has vestido así tú?
—Lo aborrezco. Me han vestido así porque tengo que ir a cierto lugar del jardín y allí tiene que hablarme una mujer estúpida.
—¿Y no quieres ir?
—No. Lo aborrezco. Lo aborrezco todo. Solo deseo una cosa en el mundo y esta es ir a pensión a un colegio; pues bien, no me dejan. ¿Y por qué vas disfrazado así tú? Estás feísimo.
Guillermo aceptó aquello como un cumplido, y ciertamente, esta parecía haber sido la intención con que lo había pronunciado la niña.
—¡Oh! Estoy muy bien —dijo Guillermo con su acostumbrada modestia—. Voy vestido así para tomar parte en una representación de figuras de cera.
—¡Oh! ¡Qué divertido! ¡Qué suerte tienes! —exclamó la niña.
Guillermo se quedó mirándola en silencio durante un minuto y de pronto sus ojos echaron vivos destellos, como si acabara de ocurrírsele una brillante idea. No cabía discusión alguna sobre la belleza de aquella niña. Era hermosísima. Seguro que todo el mundo querría pagar la entrada para verla…
—Pues puedes ir tú en mi lugar, si quieres —dijo por fin Guillermo con afectada displicencia.
—¿Ah, sí? —dijo ella, entusiasmada.
Pero pronto se desvaneció su entusiasmo.
—No puede ser —dijo—, porque tengo que ir a cierto lugar de este jardín para que me diga no sé qué aquella estúpida.
—Ya iré yo en tu lugar —se ofreció Guillermo—. Voy vestido igual que tú…, bueno, casi igual que tú. Pero… seguramente verá en seguida que soy otra persona.
Los ojos de la niña brillaban otra vez de entusiasmo inusitado.
—No. No lo verá —dijo—, porque no me conoce. Nunca me ha visto. Ha venido hoy precisamente para preguntarme unas cuantas cosas en un lugar que han dispuesto ex profeso para mí, y yo lo aborrezco. Además creo que vendrá un papanatas de fotógrafo, pero yo me iré. ¡Oh! ¡Cómo me gustaría ir a jugar a figuras de cera!
—Muy bien —dijo Guillermo—. No se hable más del asunto. Tú vas a las figuras de cera y ya está. El espectáculo será en aquel cobertizo que hay en medio de aquel campo. En el seto hay un boquete. Encontrarás allí a tres muchachos. Diles que yo te envío en mi lugar para que seas la María Estuardo de las figuras de cera. ¿Y las flores? Bueno, tú no las necesitas. Yo iré, en cambio, a este lugar que tú dices. ¿Qué clase de preguntas me va a hacer la mujer esa? No serán lecciones, supongo —añadió, lleno de sospechas.
—Oh, no… Solamente unas preguntas estúpidas. Mira, será divertido. Voy a ir allí donde tú dices antes de que venga alguien y me lo impida…
Y ágilmente atravesó el plantío, pasó por el boquete del seto y desapareció por el campo. Guillermo quedó solo en mitad del sendero. El entusiasmo con que había dado origen al audaz proyecto se iba desvaneciendo y ya empezaba a darse cuenta de alguno de los inconvenientes que el plan presentaba. Su impermeable le había caído en el plantío, y tenía la desagradable sospecha de que su aspecto no era como para inspirar confianza si se encontraba con alguien en el jardín. ¿Dónde estaría el dichoso lugar que la niña había mencionado? Guillermo echó a andar cautelosamente por el sendero, dispuesto a girar rápidamente sobre sus talones y volver al plantío si se encontraba con alguien. Pero no se encontró con nadie. Al final del sendero se encontró con una casita rústica muy adornada, compuesta de dos reducidas estancias lujosamente amuebladas. Guillermo entró en una de ellas y se sentó. Una mujer de mediana edad, con grandes anteojos y llevando una gran cartera bajo el brazo se acercaba, viniendo en dirección opuesta.
La señorita Perkins había sido enviada allí por la dirección del periódico donde trabajaba. El periódico se titulaba «La Esfera Femenina», y el objeto de la visita era hacer un reportaje sobre Rosemary, la hija de la famosa actriz Clarice Verney. En una serie de representaciones, dadas recientemente en Londres por hijos de actores y actrices famosos, Rosemary había aparecido en el papel de María Estuardo, y su aparición había constituido un verdadero éxito. La dirección de «La Esfera Femenina» había concebido el proyecto de publicar una interviú ilustrada y a tal efecto se había puesto al habla con la mamá de Rosemary. La mamá de Rosemary no había visto ningún mal en ello y no había puesto ningún reparo, a condición, no obstante, de que ella misma tuviera una parte importante tanto en el reportaje escrito como en el gráfico. La señorita Perkins ya se había entrevistado con la mamá de Rosemary y el fotógrafo estaba en aquellos momentos atareado en colocar a la mamá de Rosemary en la pose adecuada para sacar una buena fotografía. A la señorita Perkins le habían dicho que encontraría a Rosemary vestida con el mismo traje con el que había aparecido en las representaciones de Londres, en la preciosa casita del jardín que había sido el regalo que su mamá había hecho a Rosemary en el día de su santo, y que era su refugio favorito. La señorita Perkins, en consecuencia, se dirigió a la casita, adoptando una de sus más encantadoras sonrisas. Vio de lejos los destellos del disfraz y su sonrisa se ensanchó.
—Así, pues, esta es la pequeña…
No pudo terminar la frase y se quedó con la boca abierta. Estaba cara a cara con la pequeña ocupante de la casita del jardín, disfrazada de María Estuardo. La señorita Perkins se puso pálida, pestañeó y tragó saliva. ¡Qué extraordinario! ¡Cómo cambiaban los gustos de la época! ¿Cómo podía ser que nadie hubiese considerado hermosa a semejante birria? ¡Era asombroso! Sería, pensó la señorita Perkins, el efecto del jazz y el cubismo. Todo lo que sorprendía a la señorita Perkins lo atribuía invariablemente a los efectos del jazz y del cubismo. ¡Qué birria de niña! La señorita Perkins se encontró con la mirada fija e imperturbable de Guillermo, dio un paso atrás y volvió a tragar saliva. Ella era…, bueno, ella sabía muy bien que era algo miope, pero con miopía o sin miopía era imposible que en su juventud aquello pudiera haber sido calificado de hermoso. Con un esfuerzo casi sobrehumano volvió a intentar recomponer la parodia de su encantadora sonrisa.
—Y tú eres Rosemary, ¿no es cierto? —dijo.
—Ajá —respondió Guillermo con aspereza.
La señorita Perkins se estremeció.
—Y esta es la casita del jardín de que tanto se ha hablado, ¿no?
—Ajá —repitió Guillermo con la misma voz.
Tampoco el traje era como le habían hecho creer, pensó la señorita Perkins. Era un traje muy de baratillo, de satén y encaje de imitación. Le habían dicho que era el traje más precioso que había, en miniatura, para representar a María Estuardo. La gente estaba perdiendo el sentido del gusto y hasta el sentido común, hoy en día. Y además, ¡qué gorrito tan especial! Jamás hubiera creído que con aquello se intentara reproducir la toca de María Estuardo.
—Y aquí es donde pasas la mayor parte de tu tiempo, ¿no es verdad? —prosiguió diciendo la señorita Perkins.
—Ajá —volvió a decir Guillermo con la misma voz áspera.
—¿Y cuáles son tus juegos favoritos? —persistió heroicamente la señorita Perkins, sacándose de la cartera un cuadernito para tomar notas.
—Indios —dijo Guillermo con la misma cacofónica voz—. Indios y piratas.
La señorita Perkins volvió a estremecerse.
—Pero a ti te gusta jugar con tus muñecas aquí, ¿no es verdad, preciosa?
—¿A mí? —dijo Guillermo, con una mirada feroz, ante la cual la señorita Perkins se sintió positivamente acobardada, y se apresuró a no insistir más sobre el asunto, pasando rápidamente a la pregunta siguiente:
—Te gusta estar aquí sola con tus libros, ¿no?
—No —respondió Guillermo sucintamente.
—¿Qué clase de libros te gustan más? Tu mamá me dijo que a ti te gustaban todas las cosas bonitas. Lees muchas poesías, ¿verdad?
—No —dijo Guillermo—. Todas las poesías son gansadas.
Otro estremecimiento recorrió el espinazo de la señorita Perkins. Aquellos no eran las respuestas que ella estaba dispuesta a anotar en su cuadernito. Haciendo un gran esfuerzo, adoptó un aire pillín y dijo con socarronería:
—Ah, pero tu mamá me ha contado un secreto que tú tienes.
—Ajá —volvió a decir Guillermo sin demostrar el menor interés.
—Me ha dicho que crees en las hadas —continuó diciendo la señorita Perkins, adoptando un aire más pillín todavía.
—¿Yooo? —exclamó el terrible Guillermo, tan terriblemente, que la señorita Perkins pasó apresuradamente a la pregunta siguiente.
—¿Cuál es tu cuento favorito, preciosa?
—El de «Dick el de la mano ensangrentada» —dijo Guillermo.
La señorita Perkins anotó en su cuaderno «La Cenicienta». Después de todo, se tenía que quedar bien con los lectores.
—¿Qué es lo que más te gusta hacer? —prosiguió la intrépida periodista.
—Disparates —dijo Guillermo—. Disparates, y meterme en el bosque y encender fuego y trepar por los árboles y cosas así.
La señorita Perkins se apresuró a cerrar su cuadernito. Le parecía que, de un momento a otro iba a desmayarse. Con gran sensación de alivio oyó a lo lejos un reloj que daba la hora, lo cual significaba el final de la interviú.
—Ahora vendrá el fotógrafo, preciosa —dijo la buena mujer al terrible Guillermo—. Te retratarán allá en la glorieta, junto a los tejos. Es un poquito más allá, ¿no es cierto? Debes estar entusiasmada con este jardín tan espléndido, ¿verdad?
—No —dijo Guillermo sin ambages.
Y ambos echaron a andar por el sendero hacia la glorieta, junto a los tejos.
—¿No te gusta el canto de los pájaros? —le preguntó la señorita Perkins, mientras se dirigían a la glorieta famosa, haciendo su última intentona de congraciarse con el alma, posiblemente hermosa, oculta bajo aquel exterior que de todo podía tener menos de hermoso.
—¿Qué quiere usted decir? ¿El ruido que hacen los pájaros? —dijo Guillermo—. Los pájaros no hacen ningún ruido. Nada que valga la pena. Una vez tuve una cosa que hacía el ruido de un canario y yo soplaba con tanta fuerza que se oía a dos kilómetros a la redonda. La gente decía que se le clavaba en el cerebro. Era estupendo.
—¿Y el olor de las flores? —persistió la señorita Perkins, con voz insegura, haciendo el último y desmayado esfuerzo.
—Las flores no huelen nada. No es un verdadero olor el de las flores —dijo Guillermo—. Una vez me encontré con un gato muerto al saltar un seto. Tendría usted que haber olido aquello.
Habían llegado ya a la glorieta, junto a los tejos. Frente a ellos se encontraron con una máquina fotográfica sobre un trípode y detrás de la máquina fotográfica había un joven con expresión de hastío. En la glorieta junto a los tejos estaba sentada Clarice Verney, la famosa actriz, manteniendo cuidadosamente, sin moverse un ápice, una pose estudiada para ser retratada con la máxima ventaja para su físico. El joven de expresión hastiada había estado más de una hora para colocarla en aquella pose para su completa satisfacción. La expresión de hastío la había adquirido durante la maniobra. Pero, por fin, Clarice Verney, como hemos dicho, había sido colocada en una pose que la satisfacía plenamente, porque en ella resaltaban ventajosamente su pelo, sus ojos, su nariz, sus dientes, su mentón, su perfil, sus piernas y sus tobillos, todo lo cual ella consideraba ser sus mayores atractivos. Estaba algo inclinada hacia delante, haciendo resaltar su perfil, dando especial relieve al mentón y a la línea de la garganta, sonriendo para enseñar sus preciosos dientes. Estaba, como decimos, inclinada un poco hacia delante y torciendo algo la cabeza hacia la derecha, porque consideraba que al lado izquierdo de su rostro era el mejor. La señorita Perkins y Guillermo se le acercaron por la izquierda. La gran actriz no movió ni un ápice la cabeza ni miró hacia ellos, por miedo de perder su pose.
—Siéntate en este escabel que hay a mis pies, guapa —dijo, y añadió temiendo que su sonrisa perdiese su frescor—. Aprisa.
Guillermo, obediente, se sentó en el escabel, a sus pies.
El joven con la expresión de hastío se quedó mirando asombrado a aquella criatura, con los ojos y la boca abiertos de par en par. Su expresión de hastío se transformó en otra de aturdimiento y de total incomprensión.
—Pero esa no es… no es… —tartajeó, dirigiéndose a la señorita Perkins.
—Sí; lo es —respondió, impávida, la señorita Perkins.
Igual que había hecho antes la periodista, el joven fotógrafo pestañeó, se echó hacia atrás y tragó saliva.
—Siéntate en este escabel a mis pies.
Guillermo, obediente se sentó.
Su expresión de hastío se transformó en aturdimiento.
—Pero esa no es…
Guillermo, sentado ya en el escabel se lo quedó mirando fijamente, sin pestañear.
—Dese usted prisa —dijo la gran actriz sin dejar de sonreír, como en ensueños, a la lejanía.
—S… sí —tartamudeó el fotógrafo, cubriéndose la cabeza con el trapo negro. Se habría cubierto la cabeza con cualquier cosa, se habría metido en cualquier parte con tal de escapar a la mirada de Guillermo.
Se oyó el ruidillo del disparo de la cámara.
—¿Ya está? —preguntó la gran actriz, sin moverse.
—S… sí.
—Muy bien. Ahora quiero que me saque otra fotografía, pero de mí sola, igual que esta. Conservo la misma pose exactamente, porque creo que así saldrá mejor. Ya puedes marcharte, niña.
Guillermo se levantó y se fue. El fotógrafo tomó la segunda fotografía. Y tres más. Después de lo cual, la gran actriz se relajó un poco y miró a su alrededor.
—Mi pequeña Rosemary habrá ido a mudarse, supongo.
La señorita Perkins también lo supuso.
—Qué hermosa criatura, ¿verdad?
—Exquisita —dijo la señorita Perkins, elevándose noblemente a la altura de las circunstancias.
—La gente dice —continuó diciendo la actriz—, que es igual a como yo era a su edad.
La señorita Perkins se abstuvo de hacer ningún comentario.
* * *
Guillermo, que había echado a correr, traspasó como pudo el seto, y atravesando a toda velocidad el campo, se dirigió al viejo cobertizo.
Una hilera de chicos salía del viejo cobertizo. Frente a la entrada otros chicos hacían cola.
—Verdaderamente es tal como dice el anuncio —dijo un niño que salía—. Verdaderamente es la actriz más hermosa que jamás hemos visto.
—¿No es ninguno de ellos? ¿Ni Guillermo, ni Douglas, ni Pelirrojo, ni Enrique? —preguntó ansiosamente uno de los que hacían cola.
—No.
—¿Vale el medio penique de la entrada? —preguntó otro de la cola, más ansiosamente todavía.
—Sí. Vale realmente el medio penique —respondió el niño que salía, con profundo convencimiento.
* * *
Guillermo y los Proscritos regresaban al hogar después de haber pasado un día feliz en el jardín del señor Peters. El señor Peters los había estado observando desde una ventana del primer piso de su casa, con la ansiedad pintada en el rostro. El señor Peters hubiera deseado echarlos de allí, pero le faltaba valor para hacerlo. Guillermo había ido a su casa la semana anterior para ofrecerle una bonita contribución con destino a su «sociedad» y, por consiguiente, el señor Peters tuvo que conformarse dejando que al menos durante unas semanas, los Proscritos fueran a refocilarse sin trabas ni recato en su jardín. El señor Peters los había estado observando, lleno de zozobras, y había visto cómo los Proscritos encendían fogatas en el centro del jardín y se subían a sus árboles favoritos, ansioso de que transcurrieran ya aquellas pocas semanas que él concedía como contrapartida moral a su contribución en metálico.
—Es un sitio estupendo para ir a jugar, ¿no os parece? —dijo Guillermo, feliz y contento—. Y él no puede impedirnos que vayamos todavía, ya que nosotros le dimos tres chelines, once peniques y tres farthings…
—Déjanos ver otra vez la carta que ella te escribió —dijo Pelirrojo.
Guillermo se sacó de la faltriquera un pringoso pedazo de papel, casi hecho tiras a consecuencia de su estancia en los bolsillos de la ropa de Guillermo.
Cerido Gillermo:
Me gustó muchísimo ser una muñeca de cera en tumu seo y estoy contentísima de que me ayan en biado aun pensionado. Mi mama tubo un ataque de nerbios cuando bió la fotografía y ya era demasiado tarde para im pedir que saliera en los periódicos y todabía sige conel ataqe de nerbios. Me gusta muchísimo estar enel pensionado.
Te qiere mucho tu amiga,
Rosemary.
—Está muy bien escrita —dijo Pelirrojo.
—Yo también hice muy bien su papel —dijo Guillermo, muy complacido consigo mismo— cuando hablé con aquella mujer y dejé que me tomaran la foto y me quedé con aquel aire de estúpido para darle más visos de realidad.
—¡Jajá! —exclamó Pelirrojo—. ¡Lo que me gustaría haberte visto! ¡Tendrías un aspecto de lo más cómico!
—Tenía un aspecto que estaba muy bien —dijo Guillermo con gran dignidad.
Guillermo entró en su casa y se dirigió al salón donde estaban su madre y Ethel contemplando las páginas de una revista ilustrada.
—Mira esto —decía su madre dirigiéndose a Ethel—: «Clarice Verney, la gran actriz, con su hermosa hija Rosemary, la cual lleva el mismo traje de María Estuardo que llevaba en la representación infantil en que tomó parte en Londres». Es esa señora que vivió en el palacete por poco tiempo. Yo nunca la vi. Pero —añadió, entregando la revista a Ethel—, ¿dirías tú que esa es una hermosa niña tal como dice aquí? Claro que esas fotografías de la Prensa nunca le hacen justicia a una, pero, a pesar de todo, yo creo que esta niña es francamente fea.
Ethel tomó la revista y examinó el grabado.
—Es espantosa —comentó por fin—. Y fíjate qué cosa tan rara lleva en la cabeza. No es precisamente la toca más adecuada para esta clase de traje creo yo.
—Pero el traje se parece mucho al que llevabas tú cuando te disfrazaste de María Estuardo, ¿no? —dijo la señora Brown.
—Sí. Todavía lo tengo por ahí.
—Pues eso demuestra que estaba muy bien, porque a esta niña le habrán puesto de lo mejor. Siempre he creído que el traje que tú llevabas era muy apropiado. Y oye: ¿no te parece que esa niña se parece a Guillermo?
—¡Oh! No es tan fea como Guillermo, de todos modos —dijo Ethel.
Pero, con gran sorpresa por su parte, Guillermo no respondió nada a aquello, sino que permaneció mirando por la ventana como si nada hubiese oído, con una expresión incomprensiblemente enigmática.