EL RETRATO DE GUILLERMO

Guillermo paseaba por la carretera con aire soñador cuando ocurrió algo terrible. No fue culpa suya, ni del conductor ni del coche, y en realidad tampoco «Jumble» tuvo toda la culpa porque acababa de ver una rata al otro lado de la carretera, y es natural que no pudiera pensar en dos cosas a un tiempo. El caso es que había atravesado la carretera como una flecha antes de que Guillermo comprendiera lo que iba a hacer. Hubo un fuerte chirrido procedente de los frenos del automóvil, un aullido aún más fuerte de «Jumble»; el coche se detuvo bruscamente y de él se apeó una jovencita pálida y asustada.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. «Espero» que no esté herido.

Guillermo ya estaba levantando a «Jumble» y lo examinaba, preocupado.

—«Cuánto» lo siento —decía la joven.

—No fue culpa suya —concedió Guillermo apresurándose a añadir—: Claro que la culpa tampoco la tuvo «Jumble». Apuesto a que fue esa rata vieja. Cuando «Jumble» ve una rata se olvida de todo lo demás.

Los aullidos de dolor de «Jumble» seguían llenando el aire, y Guillermo le secó la sangre de su pata con un pañuelo tan sucio ya de barro y tinta, que un poco de sangre más o menos no se notaba.

—Me temo que sea un corte profundo —dijo la joven—. No creo que se haya roto nada. ¿Dónde está el veterinario más próximo?

—Hay uno en Marleigh —repuso Guillermo.

—Bien, llevémosle allí en seguida. Tú me indicarás el camino. Mira… Con este almohadón estará más cómodo… Vamos, «Jumble»… ¡Pobrecillo!

Le puso encima del almohadón con tanta ternura que él dejó de aullar para lamerle la mano.

—Tú siéntate detrás de él —prosiguió dirigiéndose a Guillermo—. Llegaremos en seguida.

Estuvieron en casa del veterinario en menos de cinco minutos. Ella no dejó de mimar a «Jumble» mientras le examinaban.

—Pobrecito «Jumble»…, buen chico…

Y «Jumble» meneaba la cola débilmente.

La pata fue lavada, desinfectada y vendada. La joven pagó la cuenta y Guillermo llevó a «Jumble» hasta el automóvil.

—Primero tengo que ir a casa —dijo la joven—, y luego os llevaré a ti y a «Jumble» a la vuestra.

El corazón de Guillermo rebosaba gratitud. Recordaba a otros automovilistas que casi habían atropellado a «Jumble», y que mostraron tal indignación y resentimiento como si hubiera sido su perro quien les hubiera atropellado a ellos. Aquella joven, aunque sí le había atropellado, no dijo ni una palabra de reproche. Le había llevado al veterinario, pagó la cuenta, y ahora iba a llevarles a casa. Parecía tener la edad de Ethel, pero era superior a ella en todos sus aspectos, consideró Guillermo. Además tenía un aire preocupado que no era debido sólo al accidente de «Jumble».

—Es usted «muy» amable —le dijo por milésima vez mientras se sentaba junto a su perro tratando de impedir que se mordiera el vendaje.

Atravesaron todo el pueblo de Hadley, y se detuvieron ante una casa situada al otro extremo.

—Quédate aquí —le dijo la muchacha—. Me daré prisa.

Entró por la puerta principal cerrándola a sus espaldas. Casi inmediatamente salió un hombre por la lateral y le dijo a Guillermo:

—¡Oh, estás ahí! Has tardado bastante, ¿no te parece? Vamos.

Guillermo le miraba sorprendido.

—Vamos —volvió a ordenarle el hombre irritado.

Guillermo miró a «Jumble», que ahora estaba profundamente dormido encima del almohadón, y luego, obedeciendo instintivamente el tono de mando de la voz de aquel hombre, salió del automóvil y le siguió al interior de la casa hasta una pequeña salita.

—Siéntate ahí —dijo el hombre señalándole una silla.

Y Guillermo se sentó.

El hombre cogió un cuaderno de dibujo que estaba sobre la mesa y colocándose delante de él comenzó a dibujar. Su mirada escrutadora iba de Guillermo al «bloc» de dibujo, del «bloc» de dibujo al muchacho y cuando éste se movía, le gritaba:

—¿Es que no puedes estarte quieto? —Con tal impaciencia que Guillermo se quedaba inmóvil. Una de las veces Guillermo le dijo: «Oiga. Yo no quiero que me dibuje, —pero todo lo que el hombre respondió fue—: Y yo puedo asegurarte que no quiero dibujarte», pero continuó dibujando lo mismo. Después de lo que a él le parecieron varias horas, la joven volvió a entrar en la habitación. Parecía más preocupada que nunca.

—No le encuentro por ninguna parte —le dijo al hombre.

—Está aquí —dijo el hombre señalando a Guillermo, que ya estaba cansado.

—Oh, ése no es él —replicó la joven.

—¡Cielo Santo! —exclamó el hombre—. ¿Quieres decir que he estado desperdiciando todo este tiempo? —Miró a Guillermo—. ¿Por qué «diantre» no me lo dijiste?


—¡Cielo santo! —exclamó el hombre—. ¿Quieres decir que he estado desperdiciando todo este tiempo?

—Le dije que no quería que me dibujara —dijo Guillermo, resentido—. Y yo también he estado malgastando mi tiempo, que vale tanto como el suyo.


—Ya le dije que no quería que me dibujara —dijo Guillermo, resentido.

El hombre, por primera vez, sonrió satisfecho.

—Supongo que sí —convino.

La joven estaba mirando el dibujo.

—Es igual que él —dijo.

—¿Igual que Freddie?

—No. Como él. Como Guillermo.

—Desgraciadamente a quien necesitamos es a Freddie —dijo el hombre y luego prosiguió como si tuviera una inspiración repentina—. ¿Le ha visto alguna vez su tía abuela o lo que sea?

—No, no creo que le haya visto. No, estoy segura de que no. Ha estado viviendo en América estos últimos veinte años.

—¿Y no dijiste que era vieja? ¿Muy vieja?

—Sí, tendrá cerca de ochenta años.

Él se dio una palmada en la pierna, excitado.

—Entonces todo arreglado —dijo—. Es demasiado vieja para viajar hasta Inglaterra. No gastes más energías buscando a ese diablejo. Éste será Freddie. —Escribió el nombre debajo del dibujo—, F-R-E-D-D-I-E. Ahora todo lo que tienes que hacer es envolverlo y enviárselo.

—Pe-pero… —protestó la joven.

—No hay peros que valgan —replicó él con firmeza—. Todo arreglado. Envuélvelo y envíalo ahora mismo.

—Será mejor que se lo expliquemos a Guillermo —dijo la joven.

—Está bien —dijo el hombre—. Se lo explicaremos a Guillermo. Tú empiezas.

—Bien —comenzó la joven—, este caballero… se llama Faversham… y conoció a la tía abuela de Freddie en América.

—Freddie —agregó el hombre— es un ejemplar humano muy peculiar y esta casa es su domicilio.

—Oh, pero usted no le ha visto nunca —intervino la joven.

—Sin embargo, sé exactamente cómo es —dijo el hombre—. De todas formas, esta señorita… cuyo nombre es señorita Bryce… tiene la desgracia de ser la ayudante de la señora de esta casa, y le toman el pelo por igual el tonto de Freddie y su más tonta mamá.

—¡Qué «tontería»! —exclamó la señorita Bryce.

—Nada de tonterías —dijo el hombre—. De todas maneras, y continuando la historia, yo conocí a la tía abuela de Freddie en América, y me encargó que hiciera un retrato de ese niño detestable y enviárselo. Yo lo dispuse todo para venir aquí hoy y hacerlo, pero cuando llegué, el niño detestable había desaparecido…, me parece que a él debe parecerle una broma muy graciosa… y no se le encuentra por ninguna parte. La señorita Bryce coge el coche para registrar los alrededores y vuelve con un niño a quien yo tomo por el desaparecido, y al que dibujo con toda mi habilidad.

—Le estaba buscando por última vez por la casa y el jardín —exclamó la joven.

—La madre de Freddie —continuó el hombre, no está en casa, pero descargará su ira sobre la señorita Bryce, si a su vuelta descubre que no se ha enviado ningún dibujo del niño a la vieja. Yo tengo tantos compromisos que no podría volver aquí en varias semanas y por eso… bueno, ¿no lo entiendes…?, simplificaría toda la situación si este retrato pudiera ser enviado como el de Freddie.

—No me parece demasiado «bien» —protestó la señorita Bryce.

—Claro que está bien. Cualquier cosa está bien con tal de que te libre de una bronca de tu ama fiera.

—No es una fiera —dijo la señorita Bryce.

—Oh, sí que lo es. Por lo menos tú la temes.

—Es… lo que podríamos decir algo severa —concedió la señorita Bryce.

—Eso es lo que yo he dicho —replicó el señor Faversham—. De todas formas queda todo arreglado mientras este jovencito no abra la boca.

—¿No dirás nada, verdad, Guillermo? —le dijo la señorita Bryce—. Y en cuanto a Freddie, podrá arreglarse fácilmente. Su madre dijo que ella no quería que él se enterase de que le estaban dibujando, para que el retrato tuviera naturalidad, así que puedo decir que el señor Faversham le dibujó cuando él no se daba cuenta. Tú no me descubrirás, ¿verdad?

—Claro que no —prometió Guillermo, que aún estaba algo aturdido—. Pero…, escuche, será mejor que vaya a ver cómo sigue «Jumble».

—Claro —dijo la señorita Bryce—. Ahora os llevaré a casa.

—Te esperaré —dijo el señor Faversham.

—Creí que tenías prisa —replicó la señorita Bryce.

—Pero no tanta —dijo el señor Faversham.

* * *

Guillermo y los Proscritos se hallaban jugando en los bosques cerca de Marleigh. Habían transcurrido varios meses desde el episodio del retrato, y Guillermo casi lo había olvidado. Acababan de encender una hoguera y se sentaron a su alrededor fumando ramitas que representaban pipas, y discutiendo acerca de la tribu de los Muecas, quienes por el momento eran sus peores enemigos. El señor Gerald Markham de Marleigh Manor, había contratado un nuevo jefe guardabosques, cuyo nombre era Mueker (que ellos habían convertido en Mueca), quien no sólo desplegaba una energía y una vigilancia que los Proscritos encontraban altamente desconcertante, sino que insistía en que los otros guardas le imitasen. Era una mezcla de Hitler, Mussolini, Herodes y Napoleón por su determinación en aniquilar a sus enemigos. Y sus enemigos eran evidentemente los Proscritos, quienes corrían por los bosques encendiendo hogueras, trepaban a los árboles e incluso a veces se atrevían a lanzar sus discordantes gritos de guerra. El antiguo jefe de los guardabosques había sido perezoso y tranquilo contentándose con perseguirles alguna vez hasta hacerles salir del bosque, pero con negligencia. Mas no había la menor negligencia en el señor Mueker (o el jefe Muecas) cuando les perseguía. Empleaba procedimientos altamente organizados. Enviaba a sus subordinados a una parte y a otra para bloquearles las salidas, y él mismo, aun siendo un hombre corpulento, se deslizaba entre la maleza con velocidad sorprendente. Hasta entonces los Proscritos habían conseguido escapar, pero la semana anterior Víctor Jameson fue capturado, y en vez de salir del aprieto con unos cuantos papirotazos en las orejas, como ocurría en tiempos del antiguo jefe de los guardabosques, fue llevado ignominiosamente hasta Marleigh Manor, y en presencia de sir Gerald tuvo que dar su nombre y dirección. Y sir Gerald, que estaba casi tan asombrado de su nuevo jefe guardabosques como si hubiera sido un niño pequeño, había escrito una terrible carta de protesta al señor Jameson, que fue llevada personalmente por el señor Mueker, que seguía llevando a su víctima de una oreja.

—Víctor dice que aún tiene cardenales en el brazo por donde le cogió el jefe Muecas —exclamó Pelirrojo.

—¡Ug! —repuso Guillermo en su papel de Jefe Ojo de Halcón—. Me gustaría verle tocarme a mí o a uno de «mis» valientes. Ya le «enseñaría» yo.

—Sí, ya le «enseñaríamos» nosotros —repitieron los otros casi convencidos por la entonación de Guillermo de que era cierto.

—No se atreverá con «nosotros» —prosiguió el Jefe Ojo de Halcón—. Nos tiene miedo. En primer lugar ha visto nuestros arcos y flechas. Sí, apuesto a que lo pensará dos veces antes de emprenderla con «nosotros». Le atravesaríamos con una flecha.

Los otros miraron poco convencidos las armas de fabricación casera que reposaban a su lado.

—El mío no dispara muy bien —admitió Enrique.

—¡Ug! —dijo Guillermo—. Eso no importa. Eso no importa nada. Él nos tiene miedo. Está tan asustado que no se atreverá a acercarse a «nosotros». Además, lo sentiría mucho, por él. Lo sentiría «muchísimo» por él. Recibiría algo más de su merecido. Sí, esos Muecas nos temen. Apuesto a que si les encontrásemos ahora, echarían a correr. Apuesto a que…

En aquel momento Pelirrojo exclamó:

—¡Viene!, y los valientes se pusieron en pie de un salto, y abandonando sus armas huyeron a todo correr en dirección a la salida del bosque más próxima. Y hasta que estuvieron en la carretera y se detuvieron para tomar aliento no se percataron de que Guillermo no estaba con ellos.

Aguardaron algún tiempo con creciente ansiedad, y como seguía sin aparecer, volvieron a penetrar en el bosque furtivamente, yendo hasta el lugar que había sido escenario de su interrumpida reunión, pero no vieron ni rastro de él.

Entre tanto, Guillermo, era arrastrado por el odiado Jefe Muecas…, un hombre corpulento y malcarado con una mano de hierro a prueba de toda la resistencia y forcejeos de Guillermo. Desgraciadamente, Guillermo se había caído de bruces por culpa de la raíz de un árbol, y antes de que pudiera levantarse, el Jefe Muecas le dio alcance.

—Vas a venir conmigo —le dijo—, y veremos lo que te dice sir Gerald por invadir y destruir su propiedad. Y veremos lo que dice tu padre cuando lea la carta de sir Gerald…

Estas últimas palabras helaron la sangre de Guillermo. Comprendía que la reacción de su padre ante la carta sería muy desagradable. En realidad, aquel mismo día, su padre, tras recibir una queja de un vecino, completamente injustificada, en opinión de Guillermo, por haber atravesado su jardín y pisado sus espárragos, le dijo muy serio: «Ésta es mi última advertencia, hijo mío. Una queja más, de cualquier clase, y te la has ganado».

Guillermo continuó debatiéndose, pero en vano.

—Suélteme —murmuró amenazador—. Tiene que soltarme. Le daré algo que no va a gustarle si no me suelta. Usted no sabe quién soy. Yo soy de Scotland Yard. Acabo de venir para atrapar a los intrusos y demás para usted. Se verá en apuros con Scotland Yard si sigue apretándome el cuello… Le digo que me deje. Escuche… —su voz se hizo suplicante—. Le daré dos peniques si me suelta… Y la semana que viene le daré más, si lo consigo… «Deje» de apretarme el cuello… Suélteme… Soy el jefe de una banda de pistoleros, lo mismo que se ven en las películas. Le matarán si no me suelta… Suélteme el cuello…


—Suélteme —murmuró Guillermo amenazador—. Yo soy de Scotland Yard.

Silencioso, mudo e inconmovible, el señor Mueker le condujo a través del bosque, de un campo, de una cerca, y de un césped, hasta el interior de una casa… y a una habitación espaciosa donde estaba servido el té sobre una mesita baja, delante del fuego. Sir Gerald se hallaba en pie junto a la chimenea; lady Markham sentada ante la mesita del té con la tetera en la mano, y una anciana señora con sombrero y abrigo de pieles, sin duda una visita, en una butaca entre los dos.

El señor Mueker empujó a Guillermo, que seguía protestando que él era un jefe de una banda de pistoleros y un detective de Scotland Yard, hasta el centro de la habitación.

—He encontrado a otro de esos pillastres, sir Gerald —dijo— que invaden y destruyen los bosques.

Sir Gerald se llevó un monóculo a un ojo y a través de él inspeccionó a Guillermo.

—Hemos tenido que tomar esto muy en serio, hijo mío —le dijo—. Os habéis convertido en una molestia intolerable. Voy a escribir una nota enérgica a tu padre, y Mueker te llevará a tu casa y cuidará de que la reciba —se volvió a la anciana—. Estos niños invaden mis bosques con tanta frecuencia…

Pero la anciana estaba mirando a Guillermo con una sonrisa en sus labios y una luz de reconocimiento en sus ojos.

—¡Vaya, si es Freddie! —exclamó.

Sir Gerald dejó caer el monóculo de su ojo, y el señor Mueker retiró la mano del cuello de Guillermo, en tanto que lady Gerald dejaba la tetera sobre la mesa. Todos miraron a Guillermo. Guillermo frunció el ceño.

—Es Freddie —prosiguió la dama riendo—. Es mi sobrino nieto. No le había visto nunca, pero tengo un retrato suyo que me enviaron a América hará unos pocos meses y ahora que le veo es de un parecido asombroso. Ya saben ustedes que viven en Hadley, pero ahora precisamente están fuera. Creí que Freddie tampoco estaría, pero es evidente que sí está aquí…

El rostro de sir Gerald se iluminó con una sonrisa. Incluso la expresión severa del señor Mueker se tornó en un aire contrito.

—Claro que en ese caso —dijo sir Gerald—, tendremos que dejarle marchar. Usted ha hecho bien al traerle, Mueker, pero… er… ahora puede marcharse.

Mueker dirigió una última mirada a Guillermo antes de marcharse, y lady Gerald sonrió a Guillermo.

—Qué hombre más desagradable, ¿verdad? Nunca me ha gustado. Olvidémosle… ¿Quieres un poco de té, querido?

—Sí, come algo, querido Freddie —le dijo la anciana—. Y luego te acompañaré a casa. ¡Qué casualidad encontrarnos así! ¿verdad?

Guillermo convino en que sí. Merendó a conciencia respondiendo con monosílabos cuando le preguntaban. Por fin la anciana se puso en pie.

—Ahora, vámonos, querido Freddie —le dijo—, y te acompañaré a casa.

Guillermo la siguió hasta el gran automóvil que aguardaba ante la puerta, y pensando que sería una buena idea escapar en aquel momento, dijo que prefería ir andando a su casa, pero la anciana replicó: «¡Tonterías!», y le hizo subir al coche. El anfitrión y la anfitriona se despidieron de él llamándole cariñosamente «Freddie el cazador furtivo», y el automóvil se perdió en la avenida.

—Y ahora, Freddie querido, vamos a charlar tranquilamente. Cuánto me alegro de haber estado aquí —le dijo la anciana—. Los niños han de ser niños. Recuerdo haber hecho muchas veces lo mismo cuando tenía tu edad, pero me «sorprendí» al verte porque estaba «convencida» de que estabas en Escocia.

—No —admitió Guillermo—. No estoy en Escocia.

Su primer impulso había sido contar a la anciana toda la historia y abandonarse a su misericordia, pero de pronto comprendió que la verdad podría perjudicar a la señorita Bryce, y había sido tan buena con «Jumble» que no deseaba causarle ningún daño. De manera que decidió dejar que transcurriera el tiempo. Respondería a las preguntas de la anciana sin comprometerse y escaparía en cuanto se detuviera el automóvil. Si el auténtico Freddie estaba en Escocia tal vez nunca llegara a verle, y así la verdadera historia jamás saldría a la luz, ni la señorita Bryce perjudicada. Y en este maravilloso optimismo, se dispuso a esperar lo mejor.

—Claro que mi venida a Inglaterra ha sido completamente inesperada. De pronto me di cuenta de que si no venía ahora tal vez no viniera jamás. Ya ves que soy muy vieja, ¿verdad?

—Sí —replicó Guillermo ausente—. Viejísima.

Estaba preguntándose si le sería posible saltar del coche y huir por los campos, pero como iban a sesenta por hora decidió no hacerlo. Sin embargo, si se detuviera a poner gasolina podría ponerlo en práctica fácilmente.

—Este coche me parece que necesita más gasolina —dijo con aire entendido—. Hay un garaje al final de la carretera.

—Oh, no, querido —dijo la anciana—. Estoy segura de que tenemos bastante. Johnson es muy cuidadoso.

—He oído decir que los automóviles que no llevan suficiente gasolina explotan sin más ni más —dijo Guillermo.

—Creo que estás equivocado, querido.

Era evidente que el truco de la gasolina era inútil, pero si se detuvieran para hacer alguna reparación todavía podría escapar.

—Me parece —dijo tras una breve pausa—, que a este coche le pasa algo. Me da la sensación de que tiene alguna rueda floja o algo. Además, hay un olor raro —prosiguió a toda prisa viendo que ella iba a asegurarle que no había ninguna rueda suelta—. Huele como si se quemara algo. Los coches «hacen» eso, ya sabe. Se incendian de repente por nada. ¿No cree que sería mejor parar para echar un vistazo?

La anciana le sonrió.

—¡Qué nervioso eres! —exclamó—. No, no «pasa» nada, querido. Johnson dice que ahora precisamente va mejor que nunca, así que no tienes por qué preocuparte… Y ahora, cuéntame, querido. ¿Tus padres fueron a Escocia poco antes de que yo llegara a Inglaterra, verdad?

—Sí —repuso Guillermo siguiendo la táctica de oponer la menor resistencia.

—Sentí no tener tiempo de avisarles que iba a venir a Inglaterra, pero me decidí con tanta prisa. Y luego, cuando me enteré de que se habían ido a pasar un mes a Escocia, no vi motivo para seguirles hasta allí. Como le dije a tu madre en mi carta, he alquilado una casa amueblada en Marleigh y allí tendremos mucho tiempo para vernos cuando vuelvan. En realidad la casa está en las propiedades de sir Gerald. Ha sido muy amable conmigo.

Doblaron un recodo de la carretera en el preciso momento en que Pelirrojo, Douglas y Enrique regresaban a través de los campos después de haberle buscado inútilmente por el bosque. Les sorprendió mucho ver a Guillermo en un «Rolls Royce» enfrascado en amigable conversación con una anciana desconocida. Él les saludó con la mano al pasar junto a ellos.

—¿Amigos tuyos? —le dijo la anciana, distraída—. Y ahora dime, Freddie querido, ¿por qué tus padres no te llevaron a Escocia? —Y mientras Guillermo buscaba una respuesta, ella continuó—: Claro, creo que han sido muy sensatos. Estos viajes en automóvil son muy malos para los niños. Y tan aburridos. ¿Tal vez tú has preferido quedarte en casa?

—Sí —repuso Guillermo agarrándose a esta explicación—. Sí, eso es. Yo quise quedarme en casa. Les dije que me dejaran en casa. Yo dije que prefería quedarme en casa. Les dije, dejadme en casa.

—Pero no estarás solo en casa, ¿verdad? —le dijo la anciana—. Supongo que te habrán dejado en casa de algún vecino…

—Sí —replicó Guillermo—. Estoy con unos vecinos.

—¿Y dónde viven… esos vecinos?

Y entonces Guillermo tuvo una idea brillante. Era evidente que la anciana se brindaría a llevarle a casa de esos vecinos. Le daría la dirección de su casa, la anciana le dejaría en la puerta y luego, cuando se fuera en su automóvil, el problema quedaría resuelto. Y si deseaba hablar con la dueña de la casa le diría enérgicamente que había ido a pasar el día fuera.

Y Guillermo jamás veía más allá de un día…

—Viven muy cerca de aquí —dijo Guillermo—. Al final de la próxima calle.

—¿Cómo se llaman, querido?

—Brown —contestó Guillermo, y a pesar de su optimismo el corazón le dio un vuelco al ver que se comprometía por fin.

—¿Son los padres de algún compañero de colegio? ¿Es por eso que te han dejado con ellos?

—Sí —dijo Guillermo hundiéndose cada vez más en el abismo—. Guillermo Brown es amigo mío.

—Ya entiendo, querido. Sí, es una excelente idea, pero creo que yo tengo una mejor. Quisiera que vinieses a vivir conmigo hasta que tu madre regrese de Escocia. Estoy segura de que esa señora Brown no tendrá inconveniente, ¿verdad?

Guillermo tenía los ojos desorbitados por el horror, y la lengua seca.

—No… no, no creo que quiera —tartamudeó—. Yo…, yo lo siento, pero no puedo ir con usted. Ten… tengo el sarampión —inventó desesperado—. Quiero decir que estoy en cuarentena. Guillermo Brown tiene el sarampión…, está muy mal. Tan mal que no se le puede ver. Yo le contagiaría el sarampión a usted.

Pero la anciana sonrió.

—Tonterías, querido —dijo—. Si Guillermo tiene el sarampión se alegrarán de que te vengas conmigo, y te aseguro que a mí no me asusta el sarampión…

Había dado órdenes a su chófer a través del intercomunicador y el automóvil se detuvo ante la casa.

—No es esta casa —dijo Guillermo frenético—. Me he equivocado. Yo…, yo no vivo aquí. Vivo en otro sitio y prefiero irme andando. Est…, está en medio del claro de un bosque donde no puede llegar el coche, y yo puedo irme andando desde aquí.

Mas la anciana rió alegremente.

—Vaya, no empieces a gastarme bromas, ¡pillastrón! Tú te quedas en el coche, y yo iré a preguntar a la señora Brown si puedo raptarte.

—No está —dijo Guillermo con voz ronca—. No volverá hasta dentro de una semana.

—Pero yo veo a alguien junto a la ventana —replicó la anciana—. ¿No es ella?

—Sí —advirtió Guillermo—, pero es inútil preguntarle nada. Es sorda y muda.

—Oh, bueno, yo sé hablar con los dedos —dijo la anciana señora—. Será agradable tener oportunidad de practicarme. Tú quédate aquí, Freddie. Prefiero hablar con ella a solas.

Guillermo la observaba con la calma de la desesperación mientras iba a la puerta y era admitida en la casa por la doncella. A través de la ventana la vio estrechando la mano de su madre en el salón. Entonces bajó del automóvil, entró en la casa y fue a refugiarse a su habitación, con la vaga idea de atrincherarse allí, y permanecer apartado del mundo por espacio de varios días. Tenía algunas salchichas, y un paquete de galletas…

Entretanto la anciana hablaba con la señora Brown con una sonrisa satisfecha.

—Perdone que me presente así, señora Brown, pero soy tía de la señora Shoreham, de Hadley.

—¿Sí? —exclamó la señora Brown, ligeramente asombrada. Nunca había oído hablar de la señora Shoreham de Hadley.

—He venido a pedirle un favor —dijo la anciana.

—¿Sí? —volvió a decir la señora Brown.

—Quiero que me deje a Freddie.

La señora Brown la miró extrañada.

—¿Cómo dice? —le preguntó.

—Que me deje a Freddie. Le encontré por casualidad en casa de sir Gerald esta tarde, y le he tomado afecto.

—Lo siento, pero no entiendo —dijo la señora Brown con desmayo.

—Es natural —sonrió la anciana—. Me presento ante usted de esta manera y se lo suelto todo… Ya sé, naturalmente que usted se siente responsable ante su madre, pero yo tengo una casita amueblada en Marleigh, y una buena doncella, y la verdad, estará bien cuidado. Además, soy su tía abuela.

La señora Brown había palidecido.

—¿De veras, señora…?

—Shoreham.

—Shoreham —dijo la señora Brown—. No tengo la menor idea de lo que me está hablando.

—Estoy hablando de Freddie —dijo la visita con calma—. Su pequeño huésped.

—Mi pequeño…

La señora Brown miró nerviosa a su alrededor midiendo con la vista la distancia que había entre ella y el atizador de la chimenea. Tal vez lo necesitase si aquella mujer se ponía violenta. Era evidente que sufría desequilibrio mental.

—Sí. Creo que no me equivoco al decir que Freddie está aquí con ustedes mientras sus padres están en Escocia. Después de todo, me lo dijo él.

—Me temo que hay algún error —dijo la señora Brown tratando de conservar la calma—. Tal vez se ha equivocado usted de dirección.

—Es difícil —replicó la señora Shoreham—, considerando que me ha traído aquí el propio Freddie. Ahora está fuera en el coche. La verdad, señora Brown, no puedo por menos de pensar que se está usted comportando de un modo muy extraño. No es posible que el niño haya inventado esta historia.

—¿En el coche, dice usted? —dijo la señora Brown yendo hasta la ventana. La señora Shoreham fue a reunirse con ella y ambas miraron el automóvil…, que estaba vacío, con excepción del chófer.

—Estaba «ahí» —dijo la señora Shoreham sorprendida—. Tal vez se ha escondido. Vamos a ver.

Salieron al recibidor en el momento en que Guillermo bajaba la escalera. Había decidido que su habitación era demasiado accesible y que lo mejor era marcharse al campo abierto. Se quedó como petrificado mirándolas, puesto que la retirada era imposible.

—Oh, Guillermo —exclamó la señora Brown—. ¿Sabes tú algo de un niño que se llama Freddie? Esta señora le está buscando. Y cree que se hospeda en alguna casa de la vecindad.

—Pero si Freddie es éste —dijo la señora Shoreham.

Guillermo se volvió hacia ella.

—No, no soy —dijo, desesperado—. Me «parezco» a un niño que se llama Freddie, lo sé. Muchas personas me confunden con él. Le he visto bajar del coche y echar a andar por la carretera, ahora mismo. Sé que me parezco mucho a él.

—Tonterías —dijo la anciana—. Tú «eres» él. No puedo equivocarme.


—No, no soy —dijo Guillermo, desesperado—. Me parezco a un niño que se llama Freddie.

La señora Brown suspiró.

—Vamos, Guillermo —le dijo—, acaba de bajar y cuéntanos qué es lo que has estado tramando.

Cuando Guillermo estaba en mitad de una confusa e ininteligible «explicación», llegó otro automóvil del que se apearon la señorita Bryce y el pintor. Pero ella ya no era la señorita Bryce. Había abandonado su antiguo empleo y a Freddie para casarse con el pintor, y ahora estaban en viaje de novios. Estaba radiante, feliz y más bonita que nunca.

—Pasábamos por aquí —explicó—, y de pronto se nos ocurrió venir a ver a Guillermo, porque todo empezó con Guillermo y el retrato.

—¿«Qué» retrato? —dijo la señora Brown, desesperada—. Guillermo, «explícate».

Pero Guillermo estaba harto de explicaciones. La crisis había pasado y la situación le aburría. Estaba harto de Freddie, de la anciana y de que la gente le hiciera preguntas. Se alegraba de volver a ver a la antigua señorita Bryce, pero sentía que el pintor se hubiera casado con ella, pues le habría gustado ser su marido.

—«Él» puede explicarlo —dijo indicando al pintor, y luego agregó dirigiéndose a la antigua señorita Bryce—. Venga a ver a «Jumble». Apuesto a que no la ha olvidado.