GUILLERMO, AMAESTRADOR DE PERROS

—La mayoría eran buenas —dijo Guillermo—. Había una de gente que se enamoraba y cosas así que me dio náuseas, pero no era larga, luego hubo una emocionante de gente que peleaba, aviones, bombas que estallaban y cosas. Mi tía dijo que le dio dolor de cabeza, pero una vez dijo que mi silbido le daba dolor de cabeza, de manera que debe tener una cabeza muy rara. La que más me gustó fue una de perros pastores. ¡Cielos, era estupenda!

Se hallaban sentados en el jardín posterior de Pelirrojo… Guillermo y Pelirrojo en la carretilla, y los otros dos en la hierba. En el centro había un montón de manzanas que iban comiendo a intervalos frecuentes. La madre de Pelirrojo había estado revisando su depósito de manzanas escogiendo las que «empezaban a estropearse» y se las dio a los Proscritos para que acabaran con ellas. Una hoguera de hojas secas ardía en un extremo del jardín. Ya la habían inspeccionado (ennegreciendo sus manos y rostros), siendo por fin alejados por el jardinero. De manera que ahora descansaban de sus labores, con toda comodidad, mordiendo sus manzanas y escuchando a Guillermo que hablaba de las «películas» que le había llevado a ver el día anterior una tía suya… por ser el último día de su visita.

—Después de salir del cine merendamos en Hadley —continuó Guillermo con la boca llena de manzana.

—¿Y qué tomaste? —quiso saber Pelirrojo.

—No se portó muy bien en la merienda. Ella dijo que esos pasteles con crema me empacharían, y no me dejó comer más que dos, y sólo tres de esas cosas de colores con trocitos de coco por encima. No paraba de decir que me empacharían. Era más probable que me hubiera muerto de hambre por lo poco que me dejó comer.

—¿Te dio la media corona? —preguntó Pelirrojo, preocupado.

—Sí —Guillermo asintió con la cabeza—. Esta mañana me lavé a conciencia y le bajé la maleta mientras ella desayunaba: Tuve que volverla a subir porque resultó que todavía no la había llenado, pero de todas formas demostré que trataba de ayudar, y no tuvo más remedio que darme media corona. Me hizo prometerle que la pondría en mi hucha, y eso hice, pero volví a sacarla con un cuchillo cuando se hubo ido. Yo no le prometí no volverla a sacar. Así que ahora podremos comprar esa caja de fuegos artificiales para el día de Guy Fawkes.

—¡Bien! —exclamaron con gran alivio, pues aunque ya habían contado con la media corona, habían temblado más de una vez durante la estancia de la tía, puesto que había resultado ser poco amante de los niños.

—¿Cómo era la de peleas? —dijo Pelirrojo propinando un derechazo a Douglas que le alcanzó limpiamente en la punta de la nariz—. Vamos. —Se apartó demasiado tarde para esquivar la réplica de Douglas—. Cuéntanoslo.

—Bueno, pues era sólo de puñetazos —dijo Guillermo vagamente—. Disparos, soldados que corrían y gente que se tiraba en paracaídas desde los aviones. Había también un soldado muy divertido que siempre se caía en la sopa y cosas. Me hizo reír tanto que mi tía me dijo que si no paraba se iría. No tiene mucho sentido del humor… Pero —de pronto volvió a ponerse serio—, la que más me gustó fue la de los perros pastores.

Sus ojos se dirigieron a «Jumble» que estaba inspeccionando una imaginaria madriguera en una cuneta cercana con la energía que caracterizaba la mayor parte de sus actividades.

—Un perro pastor no es nada interesante —dijo Douglas impaciente cogiendo otra manzana del montón e hincando sus dientes en un mordisco de proporciones colosales—. Sólo persiguen a las ovejas —dijo con voz confusa.

—No lo creas —le contradijo Guillermo con calor—. Hacen mucho más —ausente contempló el corazón de la manzana que acababa de comer, decidiendo que aún era comestible y se lo metió en la boca—. Actúan como seres humanos, lo mismo que pudiéramos hacer tú o yo, pero son mucho más listos. Recogen a las ovejas por todos los sitios y las hacen pasar por puertas y cosas, reúnen el rebaño y… —De nuevo su vista fue a «Jumble» que ahora estaba sentado, jadeante y feliz con la nariz cubierta de polvo. No había encontrado ninguna rata, pero él fingía lo contrario—. Apuesto a que «Jumble» sería un buen perro pastor.

—Apuesto a que no —replicó Enrique escogiendo cuidadosamente otra manzana y quitándole un pedazo demasiado maduro con la punta de un lápiz que sacó de su bolsillo—. No es un perro apropiado para eso. Tiene que ser de una raza especial.

—No, no es preciso —le contradijo Guillermo—. Sólo hay que amaestrarles bien. Tienen que ser inteligentes, como lo es «Jumble», y nada más. No importa de la raza que sean. Apuesto a que «Jumble» sería mejor que ellos porque es pequeño y ladra mejor…

A los otros no les interesaban las cualidades de «Jumble» como perro pastor, ni de los perros pastor en general.

—Bueno, cuéntanos la película de guerra —propuso Pelirrojo arrojando el corazón de una manzana al aire y recogiéndolo con la boca—. Aún no nos has dicho nada y eso es muchísimo más interesante que los perros pastor.

—Ya te he dicho que «no era» más interesante —dijo Guillermo, irritado—. No me dejas que te lo cuente todo. Las llevaban por todas partes… los perros a las ovejas, me refiero… y las hacían quedarse quietas, y luego que avanzaran y las metían a todas en el redil sin que nadie le ayudara. Era una especie de concurso para el mejor, al que daban un premio. Apuesto a que «Jumble» ganaría el premio fácilmente si le enseñara.

—Oh, deja de hablar de «Jumble» —exclamó Pelirrojo—. Vamos, cuéntanos algo más de la de peleas. ¿Qué hacían?

—Ya os lo he «dicho» —replicó Guillermo irritado—. Habían muchos aviones, y gente corriendo, y matándose unos a otros, y ese hombre tan divertido de quien os he hablado. —Sus ojos se volvieron de nuevo hacia «Jumble»—. Os diré una cosa. Podría alquilarlo a los granjeros cuando le hubiera enseñado. Apuesto a que podría ganar muchísimo dinero alquilándolo a los granjeros.

—Todos tienen perros pastores —objetó Douglas.

—Sí, pero supongamos que sus perros se ponen enfermos o necesitan un poco de ayuda extraordinaria, o algo así, entonces enviarían a buscar a «Jumble». Apuesto a que sus perros se ponen enfermos muy a menudo o necesitan algo de ayuda. Apuesto a que podría hacer mucho dinero de esa manera y «Jumble» disfrutaría. Le gusta perseguir cosas. Apuesto a que cualquiera tan buen cazador de ratas como «Jumble» haría un buen perro pastor.

—Apuesto lo que quieras a que no consigues hacer de él un perro pastor —replicó Pelirrojo.

—De acuerdo —exclamó Guillermo convirtiendo sus cábalas en un propósito férreo—. Espera y verás. Espera a que le tenga amaestrado y gane premios por todos los contornos, y sea alquilado por los granjeros y demás. Espera y verás…

Se dirigió a su casa para comer rebosante de contento y excitación. Agradables imágenes iban desfilando por su mente. Vio a «Jumble» recogiendo a cientos de ovejas sin el menor fallo ante una multitud que le aclamaba, y a su enemigo el granjero Jenks acercándose humildemente a él para pedirle que le alquilara a «Jumble», ya que su perro pastor se había hecho daño en una pata. Tenía que hacerle pagar antiguas cuentas al granjero Jenks y decidió no facilitarle las cosas. Le cobraría más que a los otros granjeros…

—Bueno, veremos —le diría—. No estoy seguro de poder alquilárselo. Tiene tantos compromisos…

No era fácil imaginar al granjero Jenks, por lo general tan malcarado, humilde y suplicante, pero hizo lo que pudo.

—Tendrá que aguardar turno —le diría—. Y de todas formas no puedo dejárselo hoy porque voy a llevarle a cazar ratas.

Sí, la vida sería maravillosa cuando «Jumble» fuese un famoso perro pastor.

«Jumble», entretanto, ajeno a los planes que su amo trazaba para su futuro, trotaba por la carretera, a su lado, bajando de vez en cuando a la cuneta para olfatear un par de botas viejas, o escarbar en un montón de hojas secas.

Más tarde, fortificado por la comida, Guillermo volvió su atención hacia el lado práctico del asunto. Había decidido llevar a cabo el adiestramiento más o menos en secreto. Era evidente que los Proscritos sentían poca simpatía por aquel plan. Claro que eran demasiado cortos de vista para comprender sus gloriosas posibilidades. No volvería a hablarles de ello hasta que pudiera enfrentarlos con su perro pastor, perfectamente entrenado y capaz de ganar los premios de toda la comarca y de ser solicitado sin cesar por los granjeros de la localidad.

«Entonces no armarán tanto escándalo si me meto en sus campos —pensó con satisfacción—. Tendrán que dejarme pasar por donde yo quiera».

Se deslizó dentro de la despensa y guardó varios bollos de pasas en su bolsillo para matar el hambre que pudiera asaltarle durante la tarde, agregando un puñado de nueces de un tarro del comedor (y disponiendo las que quedaron de forma que pareciera haber las mismas que antes, pero sin conseguirlo del todo) y silbando a «Jumble», fue hacia la glorieta que había al fondo del jardín, para concentrarse y meditar sobre el problema sin distracciones. «Jumble» salió delante de él todavía ajeno a la tormenta que el Destino cernía sobre él. Una vez en la glorieta, se sentó a los pies de Guillermo mirándole interrogadoramente. Su amo no era de los que pasan la tarde inactivos en una glorieta…

Guillermo contempló con afecto su desgarbada figura. ¡Pobre «Jumble»! Era mucho más listo que cualquiera de los perros que salieron en la película. Para él sería un juego de niños hacer de perro pastor. Qué lástima haber desperdiciado tanto tiempo enseñándole a sentarse y a hacerse el muerto. Pero claro, entonces desconocía el glorioso destino que le estaba reservado… «Jumble», campeón del mundo de los perros pastor.

Pero ahora debía pensar en lo futuro inmediato…, en el entrenamiento del prodigio. Ovejas. Era inútil tratar de enseñar a un perro pastor sin ovejas. Ante todo debía encontrar algunas ovejas para hacer prácticas. ¿Pero dónde? Su mente recorrió los diversos granjeros de la localidad. El joven granjero Smith, que hacía poco que había alquilado la granja Hurst en la colina…

A Guillermo le agradaba el joven granjero Smith. Era distinto a todos los otros granjeros que Guillermo conocía, y no consideraba a Guillermo como un enemigo natural. Bromeaba con él y le dejaba pasear por su granja y trabar amistad con sus animales. Le permitía ayudarle en la siega y le había dicho sin darle importancia que podía comer los productos de su huerta, cuando quisiera con tal que no se llevara nada.

Para Guillermo, el granjero Smith…, que en realidad era un hombre bonachón, ligeramente indolente y tranquilo…, era un héroe, un dios, que se elevaba muy por encima de todos los habitantes de la localidad por importancia que tuvieran. A él no le haría pagar nada por alquilarle a «Jumble». Pero no quería entrenar a «Jumble» con las ovejas del granjero Smith. Quería impresionarle. Quería aparecer ante él como el poseedor del campeón mundial de los perros pastor (a su servicio siempre que lo necesitara). No quería que el granjero Smith presenciara el, tal vez, largo y laborioso adiestramiento ni que viera sus errores (si los cometía) ni que se familiarizara con cada etapa de la transformación gradual. No. Deseaba sorprenderle. Aparecer ante él con el glorioso resultado…

Tras haber comenzado por el granjero Smith, pasó luego a pensar en otros granjeros del distrito, para finalizar con su viejo enemigo, el granjero Jenks. Sí, si es que iba a practicar con las ovejas de alguien (y eso es lo que iba a hacer), sería con las de Jenks. No tenía el menor deseo de sorprenderle, ni siquiera le importaba lo que pudiera pensar de él. Practicaría con ellas, naturalmente, en su ausencia, y luego, cuando hubiera enseñado a «Jumble», probaría con las de otros granjeros, y por fin, una vez convertido en maestro, lo presentaría a su héroe, Smith…

Habiendo así trazado su plan, se puso en pie y gritó: «Eh, camarada», y echó a andar por la carretera mientras el inconsciente campeón saltaba alegremente tras él.

Al llegar a la granja de Jenks aminoró el paso. Era inútil tratar de hacer nada ante los ojos de lince de Jenks. Claro que él no iba a hacer ningún daño a las ovejas… Bueno, era imposible causarles daño. Tendría que adiestrarlas lo mismo que a «Jumble». Les haría bien. Pero no había que esperar que lo comprendiera un ser tan pendenciero como el granjero Jenks… Así que lo mejor era ir a algún sitio donde no pudiera verle. Pasó lentamente por delante de la casa tratando de parecer tranquilo e indiferente por si acaso Jenks andaba por allí. Sí, allí estaba atravesando el patio en dirección a las pocilgas. Bueno, todo iba bien. Si estaba en el patio de la granja no podía estar también en los campos, y Guillermo decidió dirigirse a los campos lo más rápidamente posible para ver si encontraba alguna oveja. Más abajo de la carretera, y luego de atravesar varios campos y un pequeño bosquecillo (que por fortuna habría de evitar el que le observaran) estaba el mejor puesto del granjero Jenks. Sí, la fortuna estaba de su parte. Ovejas. Masas de ovejas. Paciendo. Correteando por doquier. Durmiendo. En pelotón… Un material de primera para el entrenamiento de «Jumble». Para parecerse lo más posible al hombre de la película, Guillermo se quitó la chaqueta, la colgó en el seto, y se subió las mangas de la camisa.

Decidió considerar el extremo más lejano del prado como el redil y enseñar a «Jumble» a recorrer todo el campo y concentrarlas en aquel punto. Adoptando un aire decidido, sacó un silbato de su bolsillo que había llevado a tal efecto, y volvióse a «Jumble», que estaba escarbando aburrido en espera de que su amo se decidiera a continuar el paseo.

—¡Eh, «Jumble»! —le gritó.

«Jumble» pegó un salto meneando la cola para significar que estaba dispuesto y deseoso de continuar el paseo. Pero Guillermo no iba a continuar el paseo, y le señalaba las ovejas diciéndole:

—Vamos, «Jumble». ¡A ellas, camarada! ¡Recógelas! Llévalas a aquella esquina. ¡A ellas, muchacho! ¡A ellas!

«Jumble» vacilaba. Nunca se le había ocurrido perseguir a aquellas estúpidas criaturas. Era natural perseguir a las ratas, conejos y gatos, pero no a aquellas criaturas grandes de movimientos lentos. No obstante, no cabía la menor duda de que era eso lo que Guillermo deseaba que hiciera, así que se lanzó entre ellas ladrando furioso. Ellas corrieron atemorizadas balando con voz plañidera. «Jumble» las perseguía entusiasmado. Era maravilloso. Nunca había conocido nada igual…

A los pocos minutos el campo estaba lleno de ovejas esparcidas que balaban con desespero. Las persiguió dando vueltas y vueltas, ajeno a todo lo que no fuera la alegría de la persecución. Guillermo hizo sonar el silbato, dio órdenes a voz en grito, pero todo en vano. «Jumble» tenía la sangre enardecida. Ni tan siquiera le oía. Daba vueltas y vueltas. Aquí, allí, y por todas partes…

—No, «Jumble» —le gritaba Guillermo con voz ronca—. ¡Basta, «Jumble»! Así no. Llévalas a aquel rincón. A aquel rincón de allá. —Y se lo señalaba—. No las hagas correr tan de prisa. Reúnelas a todas. Júntalas.

«Jumble» hacía caso omiso ladrando excitado, y ebrio con el descubrimiento de su nuevo poder, giraba y giraba, por aquí, por allí y por todas partes…

Guillermo decidió cogerle y empezar de nuevo, y se lanzó también en su persecución aumentando el alboroto reinante…

Y fue en mitad de aquella escena de alocada confusión cuando apareció el granjero Jenks atraído por los ladridos, balidos, y gritos que le llegaban desde detrás del bosquecillo. Aclaró rápidamente la situación, enviando primero a «Jumble» unas cuantas piedras bien dirigidas hasta convencerle a pesar de su optimismo de que no todo iba bien, y luego agarrando a Guillermo por el pescuezo sacudiéndole con violencia.

—¡Eres un demonio! —le gritó—. Y me pagarás esto. Y tu papá también. Podría meterte en la cárcel por esto. Y no estoy muy seguro de no hacerlo. A ver si escarmientas de una vez.

—Pero, escuche —suplicaba Guillermo debatiéndose inútilmente—. Yo no estaba haciendo ningún daño. De veras. Sólo le estaba amaestrando. Le estaba enseñando a ser perro pastor. No estaba haciendo ningún daño.

En aquel momento, y también atraído por el alboroto que llenaba el aire tranquilo del campo, apareció el granjero Smith.

—¿Qué ocurre? —dijo.

El granjero Jenks se volvió hacia él con el rostro rojo de ira.

—He pescado a este diablillo con las manos en la masa —dijo apretando aún más su mano en el cuello de Guillermo—. Estaba lanzando a su perro contra mis ovejas.

—No es verdad —dijo Guillermo, desesperado—. De verdad que no. Le digo que le estaba amaestrando. Le estaba enseñado a ser perro pastor.

—No creo que el pequeño tuviera intención de hacer ningún daño —dijo el granjero Smith.


—He pillado a este diablillo con las manos en la masa —dijo el granjero Jenks—. Ha lanzado a su perro contra mis ovejas.


—No creo que el pobrecillo tuviera intención de hacer ningún daño —dijo el granjero Smith.

—¡Oh, no! —exclamó el granjero Jenks con ferocidad—. Bueno, pues lo ha hecho. Ha lanzado a su perro contra mis ovejas. Podría procesarle por esto. Acabo de decírselo, y estoy medio tentado de hacerlo. Una cosa es bien segura. Que su perro tendrá que desaparecer y su padre pagará los daños.

—¡Oh, vamos! —dijo el granjero Smith.

—Eso es la ley, como sabe usted muy bien —insistió el granjero Jenks—, cuando un perro ha estado molestando a las ovejas, y yo he visto a éste con mis propios ojos. El perro ha de morir y se han de pagar los daños. Mírelas.

El granjero Smith miró a las ovejas. Estaban apretujadas, jadeando y casi exhaustas.

—Sí —dijo a Guillermo—. Me temo que esta vez no tienes escapatoria jovencito.

—Está bien —repuso Guillermo comprendiendo que era inútil seguir excusándose—. Pero no necesita decírselo a mi padre. Yo se lo pagaré. Cada semana le traeré el dinero que me dan hasta que esté todo pagado. Y no permitiré que «Jumble» vuelva a hacerlo. De verdad que no fue culpa suya. Yo se lo dije. Le estaba enseñando. Yo…

—Cinco libras por los daños —dijo el granjero Jenks muy serio—, y la muerte del perro…

—Cinco… —El horror privó del habla a Guillermo durante unos instantes—. ¡Cinco… «Troncho»! Bueno, lo pagaré —protestó—. No tiene necesidad de molestar a mi padre. Yo lo pagaré. Me dan dos peniques cada semana y se los iré trayendo hasta haberlo pagado todo. —Era evidente que al granjero Jenks no le impresionó su ofrecimiento—. Se lo iré trayendo durante el resto de mi vida —prosiguió Guillermo—. Escuche, lo haré si usted no molesta a mi padre. Le iré trayendo el dinero cada semana durante el resto de mi vida. Y no dejaré que «Jumble» vuelva a «mirar» a ninguna oveja. No fue culpa suya.

«Jumble» meneó la cola como para corroborar las palabras de Guillermo.

—Basta de tonterías —dijo el granjero Jenks sin apartar su mano de hierro del cuello de Guillermo—. Vamos a ver a tu padre.

Y mientras hablaba empujó a Guillermo en dirección a la carretera.

«Jumble» les siguió asombrado y abatido. No comprendía lo que estaba ocurriendo, pero seguro que era algo desagradable.

Cuando el granjero Jenks llegó ante la casa de Guillermo, su furor había menguado hasta el punto de rebajar el precio de los daños a la cifra de tres libras, pero su insistencia en destruir a «Jumble» inmediatamente, y sus amenazas en «denunciarle» si sus exigencias no eran satisfechas al punto, eran tan firmes como al principio.

El señor Brown amonestó rápidamente a Guillermo, y luego telefoneó a su abogado, quien le aconsejó pagar los daños según la suma estipulada.

—No es pedir mucho por un caso probado de ataque a las ovejas. Los jueces de estos contornos no concederían a nadie el beneficio de la duda, y en este caso no parecen haber dudas. Y me temo que el perro habrá de desaparecer.

—¡El perro! —explotó el señor Brown exasperado—. ¡Ya lo creo que desaparecerá! Eso es la primera cosa que pienso hacer.

Cuando Guillermo oyó la sentencia de muerte contra «Jumble», apenas podía creerlo. Había tomado la amenaza del granjero Jenks como perteneciente a la serie «te voy a romper los huesos»… y no creyó que pudiera ser cumplida a sangre fría.

—Él no ha hecho nada —protestó apasionadamente—, hizo sólo lo que le mandaba. Yo le dije que persiguiera a las ovejas porque quería enseñarle a ser perro pastor. Ya se lo he dicho mil veces. Sólo hizo lo que yo le «mandaba». Bueno, usted no puede matar a nadie por ser obediente, de manera que ¿por qué matar a un perro?

—Es inútil discutir, Guillermo —le dijo su padre severo—. El perro ha de ser ejecutado en seguida. Ya nos has causado bastantes molestias y gastos con todo esto, y lo menos que puedes hacer es aceptar tu castigo con resignación y sin protestas.

—No me importa mi castigo —replicó Guillermo casi llorando—. Tal vez «hiciera» algo malo al enviarle a recoger las ovejas, aunque la verdad, no era esa mi intención, pero él sólo hizo lo que yo le mandaba. Fue obediente como tú quieres que yo sea siempre. Sería mucho más justo que me mataras a «mí». ¿Por qué no haces que me maten? ¿Por qué…?

Pero ante la mirada de su padre…, una mirada que aplastaba, ya que no llegaba a la aniquilación real, pero no andaba muy lejos se calló, y sacrificando el valor a la discreción, salió de la estancia.

Continuó lamentándose ante su madre, pero incluso ella se mantuvo firme.

—Es inútil, Guillermo —le dijo—. Tiene que morir. Tu padre ha dado su palabra a Jenks, y no hay escape posible. La culpa es sólo tuya.

—Bueno, lo que yo digo es —insistió Guillermo—. Si todo el que es obediente ha de morir, en el mundo sólo quedará gente mala, y eso no me parece justo.

—No me importa lo que a ti te parezca, Guillermo —replicó la señora Brown—. El caso es que el perro debe desaparecer. De lo contrario Jenks nos denunciaría. Ha estado muy poco amable, y tu padre le ha «prometido» que «Jumble» desaparecerá. El veterinario vendrá a hacerlo mañana a primera hora.

Para los Brown fue una tarde larguísima y triste. Siempre habían protestado diciendo que no les gustaba «aquel maldito perro» y hubieran dado por buena cualquier razón para librarse de él, pero ahora que el antiguo camarada de Guillermo estaba a punto de desaparecer de su ambiente, se sentían deprimidos. Sin embargo, no cabía otra cosa que hacer que aguardar a que se cumpliera la promesa del señor Brown al aborrecible Jenks.

Sería demasiado decir que Guillermo pasó la noche sin dormir, pero sí es cierto que tuvo varios intervalos de insomnio…, raro fenómeno en él…, durante los cuales estuvo meditando sobre el problema. Decidió que lo primero que cabía hacer era llevar a «Jumble» al viejo cobertizo y esconderlo allí. Si llegaban a sospechar de aquel escondite habría que buscarle otro. Pelirrojo, Enrique y Douglas podrían recogerle por turno… escondiéndole en los sótanos, las buhardillas, o los cobertizos de sus casas. «Jumble» debería llevar la vida de un fugitivo hasta que todo quedara olvidado. Claro, que no sería muy divertido para él, pero no quedaba otra alternativa.

Se levantó temprano, encerró a «Jumble» en el cobertizo y luego fue a desayunar en silencio. Los demás también desayunaron en silencio. Toda la familia parecía deprimida. Incluso Ethel se abstuvo de hacer algún comentario irónico o mordaz sobre la tragedia que se avecinaba.

El veterinario llegó antes de que hubieran terminado de desayunar, y naturalmente, a «Jumble» no se le encontraba por parte alguna.

—¿Dónde está ese perro, Guillermo? —le preguntó el señor Brown, severo.

—¿«Jumble»? —dijo Guillermo con aire de sorpresa nada convincente y dejando su desayuno salió al jardín gritando—: ¡«Jumble»! ¡Eh, muchacho! ¡«Jumble»…! ¿Dónde estás?

El señor Brown frunciendo el ceño con impaciencia exclamó:

—Está bien, ve a terminar tu desayuno.

Guillermo, contento por el resto, entró en la casa, pero se entretuvo en el recibidor para oír lo que su padre diría al veterinario.

—Siento que se haya molestado en venir —le dijo—. Es evidente que el niño ha escondido al perro, pero yo se lo enviaré durante el día. —Se volvió al jardinero que era un espectador interesado de la escena y quien siempre había sentido un odio muy arraigado hacia «Jumble». («Jumble» nunca podía resistir la tentación de escarbar todo lo que él plantaba por si se trataba de alguna clase nueva de hueso)—. Vaya al viejo cobertizo donde juega, y mire si está allí. —Luego dijo a su esposa—. ¿Quieres llamar a los padres de Pelirrojo, querida, y a los de los otros, y decirles que echen un vistazo…? Bueno, ahora tengo que irme.

Y fue entonces cuando Guillermo comprendió de pronto lo inútil de su posición. El mundo de los mayores era demasiado fuerte para él. No tenía la menor posibilidad contra ellos. No lograría encontrar ningún escondite que no fuera descubierto. Contra él estaba el granjero Jenks, el jardinero, su propia familia, las de Pelirrojo, Douglas y Enrique, toda la población adulta del pueblo, para destruir a su querido camarada. Su gran optimismo le abandonó por fin. Sólo había una cosa que hacer, y había que hacerla sin demora. Él y «Jumble» tenían que abandonar aquel lugar cruel para siempre. El mundo era grande. Debían huir y buscar, a ser posible, algún lugar donde la gente tuviera el corazón menos duro…

La señorita Wortleton había alquilado últimamente una gran casa en las afueras de Marleigh. A pesar de ser una solterona solitaria de gustos austeros, necesitaba una casa grande para su gran número de perros. No es que ella deseara tener muchos perros, sino que muchos perros le habían sido confiados.

A la señorita Wortleton le habían enseñado desde niña a ser amable con los animales, y dicha enseñanza había echado hondas raíces en su naturaleza sencilla. Había crecido con ella, como una virtud más, y ahora dominaba toda su vida. Era tan compasiva con los animales que no resistía el ver que maltratasen a ninguno, y siendo poseedora por fortuna, de bienes económicos, siempre que veía maltratar a un animal, lo compraba en seguida por la suma que el propietario le exigiera. Claro que los caballos los enviaba a un asilo, pero a los perros los tenía en su propia casa, y su casa estaba llena de perros porque constantemente estaba viendo maltratar perros. Se decía que la gente llevaba sus perros desde distancias increíbles para maltratarlos ante las ventanas de la señorita Wortleton y vendérselos por cinco veces su valor. Y en realidad, porque la gente del Norte parecía tan despiadada con sus perros, la señorita Wortleton se había trasladado al Sur, alquilando una casa en Marleigh. Sin embargo, incluso la propia señorita Wortleton comenzaba a preocuparse por el número de sus huéspedes caninos. En realidad no le dejaban tiempo para nada más. Había decidido deshacerse de algunos de sus perros, pero claro, no iba a dárselos a cualquiera. Era necesario encontrar una casa donde fueran amables, y la opinión que la señorita Wortleton tenía de la amabilidad era muy elevada.

La última adquisición había sido «Héctor», un perro pastor. Poco antes de abandonar el Norte había visto a un granjero y a su pastor adiestrando a dos perros pastor. Ambos estaban haciendo magníficos progresos, pero eran precisas una o dos palizas para que alcanzasen la perfección. Casualmente la señorita Wortleton fue testigo de una de esas palizas, y tras dirigirles su sermón sobre la Amabilidad con los Animales, se ofreció a comprar el perro en cuestión. El granjero no era nada tonto. Pensaba conservar a uno de los perros y vender el otro por cinco libras si se las daban. A la señorita Wortleton le pidió diez que ella pagó sin demora.

Y «Héctor» entró en aquel paraíso de amabilidad que era la casa de la señorita Wortleton. Vivía una vida de lujo pompeyano, le llevaban a dar paseos, le alimentaban con pollo e hígado, y tenía blandos cojines sobre los que dormir. Pero, por extraño que parezca «Héctor» no lo apreciaba. Gemía, rehusando las golosinas que le ofrecían, e incluso en una o dos ocasiones intentó huir. Era extraño que «Héctor», cuando le maltrataban parecía feliz y lleno de salud, y ahora que estaba rodeado de comodidades y amabilidades por los cuatro costados, se le viese triste y displicente. La señorita Wortleton no lograba entenderlo. Era tan distinto a los otros… y por eso había decidido buscarle una casa amable tan pronto le fuera posible. De todas formas debía hacer algo para contener la multitud de perros que iban llegando a su casa, y lo mismo era empezar con «Héctor» que con cualquiera de los demás. Pero, naturalmente… la casa debía alcanzar el grado exacto de amabilidad…

Y fue mientras estaba sentada junto a la ventana consolando a «Griffon» que sufría una fuerte depresión nerviosa y considerando este problema, cuando vio a un niño y a un perro por la carretera. Cuando llegaron al cruce que había frente a su casa, el niño se detuvo mirando al indicador como si se preguntara qué camino debía tomar, el perro meneaba la cola, se alzó sobre sus patas traseras poniendo las delanteras en la chaqueta del niño. El niño correspondió poniendo su mano con afecto sobre la cabeza del perro. (Guillermo solía tratar a «Jumble» con su estilo brusco y varonil, pero hoy sus sentimientos habían experimentado una fuerte sacudida). Aquel gesto de afecto fue directamente al corazón de la señorita Wortleton. Dondequiera que estuviera aquel niño, seguro que habría un Hogar Amable, y ella podría confiarle a cualquiera de sus preciosos pupilos. «Héctor» sería muy feliz con él…

Guillermo se sorprendió al ver a una anciana de raro aspecto que salía del jardín de enfrente para dirigirse a donde él estaba, y adoptó una de sus expresiones más agresivas. ¿«Porqué» iba a reñirle ahora? No hacía ningún daño deteniéndose en la carretera delante de su casa. El mundo no le pertenecía a ella sola. Pero ante su sorpresa vio que le sonreía agradablemente.

—Er…, ¿te gustan los perros, muchacho? —le dijo.

Guillermo la miró intrigado y todavía a la defensiva.

—Claro que sí —murmuró en tono brusco.

—Bien, querido —replicó la señorita Wortleton—. Tengo muchos perros en mi casa. Tal vez te gustase entrar a verlos.

De ordinario, Guillermo hubiera estado encantado, pero ahora tenía otros asuntos de más peso en su mente.

—Ahora tengo un poco de prisa —dijo en tono frío—. Me queda un largo camino por recorrer.

Y dio media vuelta para continuar la marcha y la señorita Wortleton vio desaparecer en la distancia el Hogar Amable de «Héctor».

Tuvo una idea.

—Tal vez os gustase a ti y a tu perro, tomar un refresco antes de proseguir la marcha —sugirió.

La expresión de Guillermo cambió. Se daba cuenta de que tenía apetito y que su próxima comida era algo muy problemático.

—Gracias —dijo agradecido.

Y la siguió hasta su casa.

Una vez dentro quedó asombrado. Perros. Perros de todas clases. Perros por todas partes. En todas las habitaciones. En todas las sillas. En todas las ventanas. Dos luchando en la escalera, y también él tuvo una idea. Era evidente que aquella señora coleccionaba perros como él orugas o cartones de cigarrillos sin limitación de número. Uno más o uno menos, para ella no habría diferencia, si pudiera persuadirla para que cuidara a «Jumble» durante uno o dos meses, hasta que en su casa hubieran olvidado aquel asunto… A nadie se le ocurriría buscarle allí, y si lo hicieran, sería difícil que le encontrasen entre aquella marabunta de perros… Claro que debía enfocar el asunto con mucho cuidado. Era inútil contarle la verdadera historia. Telefonearía a sus padres. Los mayores siempre se ayudan…

Guillermo miró a su alrededor.

Era una habitación amplia, y por lo que los perros dejaban ver, bien amueblada. (La señora quitó a un pequinés de encima de una silla para que pudiera sentarse). «Jumble» se sentiría feliz allí. Ya estaba haciendo amistad con el «sealyham terrier» junto a la ventana. Sí, debía arreglárselas como fuera para que «Jumble» se quedara allí una temporadita. Y entonces, como es natural, él no tendría necesidad de huir. En realidad ya estaba cansado de huir…

La anciana entró con una bandeja en la que había un vaso de limonada y un plato con bollos de pasas. Eran unos bollos muy grandes, y a Guillermo se le hizo la boca agua. Cielos, no se había dado cuenta de lo hambriento que estaba. Durante los minutos siguientes para él no existió otra cosa que los deliciosos bollos. Cuando hubo acabado con las últimas migas buscó a la anciana dispuesto a ofrecerle a «Jumble» (temporalmente) como un huésped más de su casa.

Ella entraba en aquel momento con un perro de pelo castaño y aspecto aburrido.

—Éste es el perro que quiero que conozcas especialmente, querido —le dijo—. Se llama «Héctor». Creo que te gustará mucho.

La señorita Wortleton había decidido empezar ahora a toda costa el largo proceso de reducir su familia canina entregando al desconsolado «Héctor» a aquel niño. «Héctor» miró a Guillermo y se animó. Aquello era un niño. Una de las especies que había conocido en días más felices, que corrían, saltaban y le tiraban piedras y bastones para que fuera a recogerlos. Puso sus patas delanteras sobre las rodillas de Guillermo y le miró a lo ojos como si le implorase que se lo llevara de aquel horrible lugar lleno de almohadones y pollo hervido y amables paseos sujeto a una correa. Guillermo alargó la mano para acariciar la sedosa cabeza. Había conquistado su corazón.


«Héctor» puso sus patas delanteras sobre las rodillas de Guillermo y le miró a los ojos.

—¿Qué clase de perro es? —preguntó, pues a pesar de su reciente aventura sabía muy poco de los perros pastor.

—Pues verás, querido —dijo la señorita Wortleton, que era igualmente ignorante—, es sólo un perro… castaño. Perteneció a un granjero que lo maltrataba vergonzosamente. Estoy segura de que tú jamás maltratarías a un perro, así que voy a decirte lo que voy a hacer. Voy a regalártelo.

Por un instante Guillermo vivió un éxtasis, para volver de nuevo a la tierra bruscamente. Él estaba allí para deshacerse de su perro, no para recoger otro.

—Lo siento —le dijo—, pero no puedo tener otro perro ahora. Iba…, iba a decirle que se quedara con el mío por una temporada.

La señorita Wortleton meneó la cabeza con energía.

—Imposible, querido. En realidad tengo tantos perros que ya no sé qué hacer con ellos. Y he tomado la determinación de no coger ninguno más, excepto, naturalmente, en caso de evidente crueldad. Pero —acarició la cabeza de «Héctor» en tono persuasivo—. Estoy segura de que nunca te arrepentirás de haber dado un hogar amable a esta criatura. No da ningún trabajo, te lo aseguro.

Guillermo miró a «Héctor» con afecto, pero luego endureció su corazón.

—No —dijo—. Me gustaría pero no puedo. Comprenda… —se detuvo recordando de nuevo que sería fatal contarle el verdadero estado de cosas—. Bueno, de todas formas —terminó de mala gana—. Ahora no quiero otro perro… Pero «Jumble» no le daría ningún trabajo si le dejara quedarse aquí una semana o dos. Sólo por unas vacaciones.

—No, querido —replicó la señorita Wortleton aún con mayor firmeza—. Tengo que poner punto y raya, y he decidido que sea ahora. Piensa en lo divertido que sería para tu perro el tener un amigo… Oh, ya has terminado los bollos, ¿verdad? Deja que te traiga más.

Y se llevó el plato que luego trajo lleno de bollos. Parecían mayores e incluso mejores que los de antes, y mientras los comía sintió que comenzaba a envolverle un halo rosado de optimismo. ¿Y por qué no, después de todo? Nunca volvería a tener una oportunidad como aquella. Era un pecado renunciar a semejante regalo. Seguro que conseguiría inventar algún plan para hacer frente a la situación. Y de pronto, con la última pasa, el plan apareció en su cabeza. Podría esconder a «Jumble», como pensó al principio, y decir que lo había cambiado por «Héctor». No podrían exigir que «Héctor» fuese ejecutado puesto que nada tuvo que ver con las ovejas del granjero Jenks. ¿O sí podrían? Todavía invadido por aquel radiante optimismo Guillermo decidió que no podrían, y luego, más adelante, cuando lo hubieran olvidado todo, podría sacar a «Jumble» de nuevo y tener dos perros. Fortalecido ante aquella perspectiva… por no mencionar el plato de bollos… Guillermo regresó a su casa con «Héctor» sujeto por una correa (que le dio la señorita Wortleton) y «Jumble» pegado a sus talones. La señorita Wortleton se quedó en la puerta hasta que se perdió de vista saludándole con la mano cada vez que se volvía. Estaba contenta y animada. Había encontrado un Hogar Amable para «Héctor». Ahora debía comenzar a buscar para los demás.

Guillermo sentíase optimista y excitado. Dos perros. Nunca pensó que pudiera llegar a ser el orgulloso poseedor de dos perros. Disfrutó con la nueva sensación. Dos perros de su propiedad. Dos perros enteros… Al parecer se llevaban perfectamente los dos. Soltó la correa de «Héctor» y él y «Jumble» corretearon y jugaron por el camino. Los llevó a un pajar que sabía estaba infestado de ratas y aunque no pudieron cazar ninguna, lo pasaron en grande persiguiéndolas. «Héctor» estaba loco de entusiasmo. Después del aburrimiento del mes pasado le parecía aquello demasiado bueno para ser verdad, y estaba dispuesto a seguir a Guillermo hasta el último confín de la tierra si fuera necesario. Mas al aproximarse al pueblo Guillermo aminoró el paso y dejó de silbar. Sus pasos se fueron haciendo menos elásticos mientras su optimismo le iba abandonando paulatinamente. ¿«Saldría» todo bien? ¿Tragarían el anzuelo sus padres? Y en caso afirmativo ¿le permitirían que ocupara el lugar de «Jumble» un perro tres veces mayor que él… especialmente después de haber pagado todo aquel dinero al granjero Jenks como compensación? Cuanto más se acercaba a su casa, menos probable le parecía.

De pronto se detuvo a escuchar.

El rumor de un lejano alboroto llegó hasta sus oídos. Era un ruido familiar. Balidos, ladridos y gritos. Bueno, fuera quien fuese esta vez no era «Jumble». «Jumble» trotaba tranquilamente pegado a sus talones, y decidió investigar. El disturbio parecía tener lugar en el punto donde se unían los campos del granjero Smith y el granjero Jenks.

Guillermo corrió hacia allí. Sí, allí estaban… El granjero Jenks había estado tratando de recoger un gran rebaño de ovejas con la ayuda de un perro pastor joven y mal adiestrado, y el resultado excedió incluso los esfuerzos de «Jumble». Algunas ovejas estaban esparcidas por la carretera, unas en un campo, otras en otro, unas pocas en el huerto del granjero Smith, y algunas desaparecían ya del paisaje.

Al aparecer Guillermo, el granjero Jenks acababa de atar a su perro considerándolo peor que inútil, y él, Smith y dos labriegos (que acudieron a ayudar) permanecían de pie secándose el sudor de sus frentes y mirando a su alrededor sin saber qué hacer.

Guillermo se animó. Aquello valía la pena de ser visto. Pero la amarga experiencia le había dado una lección, y sacó la correa de la señorita Wortleton para sujetar a «Jumble». No iba a permitir que esta vez cargara con las culpas al pobre «Jumble». Luego miró en derredor en busca de «Héctor». Sería mejor que lo sujetara a él también, o… Se quedó boquiabierto. Con la velocidad del rayo «Héctor» se lanzó en mitad de la confusión, siendo saludado por una granizada de maldiciones del granjero Jenks, pero Smith, que reconocía a un experto con sólo verlo, le fue dando órdenes con el tono rápido y seco a que «Héctor» estaba acostumbrado. Y no es que «Héctor» necesitase órdenes. Habíase hecho cargo de la situación de una ojeada, y estaba encantado de volver al trabajo después del aburrimiento de los últimos meses. Las ovejas, al reconocer a un experto, se calmaron y obedecieron. «Héctor» las sacó rápidamente de la carretera, del huerto, del campo vecino, y las fue recogiendo en una esquina permaneciendo en guardia a su lado jadeante por el desacostumbrado ejercicio que había realizado, y completamente feliz.

Guillermo y el granjero Smith le observaron en silencio. Incluso el granjero Jenks quedó privado del habla, y permanecía en pie sonrojado y boquiabierto por el asombro.

Entonces el granjero Smith habló en tono tranquilo a Guillermo.

—¿Es tuyo ese perro?

—Sí —replicó Guillermo.

—¿Quieres venderlo?

—Sí —volvió a decir Guillermo.

—Entonces déjame hablar a mí —dijo el granjero Smith—. Yo arreglaré lo de «Jumble».

El granjero Jenks se dirigía hacia ellos atravesando el campo, y dijo a Guillermo con el ceño fruncido.

—¿Es tuyo ese perro?

—Sí —dijo Guillermo.

—Un perro así no te sirve para nada. Será mejor que lo tenga yo. Te… te daré un chelín o dos. Claro está que no vale mucho…

Aquí le interrumpió el granjero Smith:

—Pero, comprenda usted, el muchachito tiene que tener un perro que reemplace a «Jumble», que tiene que ser ejecutado.

El granjero Jenks miró a «Jumble», a Guillermo y al granjero Smith y luego aclaró su garganta para murmurar:

—Está bien. No es necesario que muera. No fue culpa suya. Y ahora respecto a este otro perro…

—¿«Héctor»? —dijo el granjero Smith, satisfecho—. Oh, acaba de vendérmelo a mí. He considerado el pago de la indemnización como parte del precio, así que podemos arreglarlo usted y yo. Claro que antes querré pruebas definitivas de los daños.

El aire quedó lleno de los gritos y maldiciones del granjero Jenks.

—Largo de aquí y haz que ejecuten a ese perro —gritó a Guillermo—. Ya debiera estar muerto.

—Oh, no —dijo el granjero Smith—. Usted ha dicho delante de estos testigos (y señaló a los labriegos) que no fue culpa del perro, y que no era necesario que muriera. No puede volverse atrás… Yo le prestaré a «Héctor» cuando le necesite. Vamos, Guillermo. ¡Eh, «Héctor»!

Y se marcharon dejando al granjero Jenks rojo de furor.

Aquella misma tarde, a última hora, Guillermo estaba sentado encima de la carretilla del jardín silbando desafinadamente mientras observaba a «Jumble» que roía un hueso que la cocinera acababa de arrojarle por la ventana de la cocina. Todo había salido bien. El granjero Smith le había acompañado hasta su casa para hablar con sus padres, los cuales se alegraron de que «Jumble» no tuviera que morir, después de todo, cosa que les sorprendió a ellos mismos.

—¿Está usted seguro de que Jenks no nos molestará más? —le había preguntado el señor Brown.

El granjero Smith sonrió.

—Déjemelo a mí, señor. Ese Jenks habla mucho, pero sabe cuando está vencido. Yo arreglaré lo de su reclamación. Y dijo que el perro no es preciso que muera… No se preocupen por Jenks. Yo me ocuparé de «él».

Antes de marcharse puso un billete de diez chelines en la mano de Guillermo.

—Esto es por el perro —le dijo—. Puede que luego haya algo más. Depende de cómo arregle lo de la indemnización con el viejo Jenks.

Y así se arregló todo amistosamente y tras una severa reprimenda de su padre, cuyo efecto quedó contrarrestado por el recuerdo del billete de diez chelines, Guillermo volvió a su vida ordinaria con el episodio de su entrenamiento del perro pastor perdonado y olvidado (excepto naturalmente, cuando necesitase demostrar la categoría de sus infortunios en cualquier apuro que se le presentase en el porvenir).

«Jumble», que estaba siguiendo el complicado proceso de perseguir y roer al hueso antes de enterrarlo, lo arrojó con los dientes detrás del cobertizo de las herramientas, y luego lo persiguió con feroces ladridos.

Guillermo apoyó los codos en sus rodillas, la barbilla en sus manos y fue repasando mentalmente los asombrosos incidentes de aquel día… la señorita Wortleton… la casa llena de perros… y el arte de «Héctor» para recoger a las ovejas… Lástima que no hubiera tenido tiempo de enseñar a «Jumble». Lástima que no tuviera algunas ovejas para haber conservado a «Héctor»… Aunque, claro, era bastante difícil adivinar cómo lo habría hecho dadas las circunstancias.

Y en aquel momento Ethel apareció por un lado de la casa. Había pasado el día con una amiga y no tenía conocimiento del reciente cambio de las cosas. Daba por hecho que «Jumble» ya habría muerto. La actitud de Guillermo… absorto en sus meditaciones… con los codos en las rodillas, y la cara entre las manos… le pareció de intenso pensar. No era una muchacha sin corazón, pero le gustaba que las circunstancias se volvieran a su favor siempre que fuera posible. Había oído decir a su padre que retendría el dinero semanal de Guillermo durante un período indefinido para ayudar a pagar la indemnización, y supuso que Guillermo sería su humilde esclavo también por un período indefinido, a cambio de una pequeña remuneración.

—Oh, Guillermo —le dijo—. Te daré medio penique si vas al pueblo a buscar los zapatos que llevé a componer. —Y agregó—: Un paseo te hará bien y te ayudará a olvidar al pobrecillo «Jumble».

Guillermo la miró sorprendido, y luego comprendió que no sabía nada de lo ocurrido en las últimas horas.

—Te costarán media corona —prosiguió Ethel—. Si te esperas un momento pediré a mamá que me lo preste.


—Está bien, Ethel —dijo Guillermo—. Iré a buscarte los zapatos y puedo prestarte la media corona.

Guillermo se puso en pie con aire muy digno.

—Está bien, Ethel —le dijo en tono amable—. Iré a buscarte los zapatos y puedo prestarte la media corona —blandió el billete de diez chelines—. Y puedes guardarte el medio penique. Puede hacerte falta… ¡Eh, «Jumble»!

«Jumble» salió de detrás del cobertizo de las herramientas.

Inmensamente satisfecho por su gesto y por la expresión de asombro del rostro de Ethel, volvió a gritar: «¡Eh, “Jumble”!» para poner de relieve su derecho a la posesión de su ex paria, y salió contoneándose por la puerta del jardín.