GUILLERMO Y LOS PIGMEOS
Los Proscritos estaban sentados en corro en el viejo granero, conversando desabridamente. Todos estaban algo aburridos.
—El granjero Jenks tiene un carro nuevo —dijo Pelirrojo—. Se lo trajeron ayer.
—Ya lo sé —dijo Guillermo—. Ya lo vi. No tiene nada de particular. Es igual que el viejo, sólo que es nuevo.
—Entonces si es nuevo no puede ser igual que el viejo —dijo Pelirrojo agresivamente.
—¡Oh, cállate! —exclamó Guillermo, que se sentía demasiado aburrido para tener ganas de discutir.
—Víctor Jameson tiene el sarampión —dijo Douglas tranquilamente.
—Pues no me sirve —dijo Guillermo, enfurruñado—, porque yo nunca pillo nada. Estoy cansado de probar a ver si pillo algo, y nada. Me puse a jugar con Jorge Bell, cuando estaba cubierto de escarlatina y tampoco la pillé. No tengo suerte. Y cuando pillo alguna enfermedad, no dura nada.
—Su abuela le ha enviado un gran cesto de fruta y su tía le ha regalado un tren, con estación y todo.
—¡Oh, cállate ya! —exclamó de nuevo Guillermo.
Se hizo un largo silencio.
—¿Qué son pigmeos? —preguntó finalmente Douglas.
—Una especie de cerdos —dijo Guillermo.
—Que no —dijo Douglas.
—Yo lo sé —dijo el enciclopédico Enrique—. Son personas mayores pero que tienen el tamaño de niños.
—¡Arrea! —exclamó Guillermo, repentinamente interesado—. ¡Deben tener una facha muy rara! Pero estoy seguro de que no existen pigmeos en el mundo —añadió desdeñosamente—. No hay nada interesante en el mundo. Eso de los pigmeos es como lo de las hadas. Paparruchas.
—No. No son paparruchas —dijo Douglas—, porque mi tía fue a una conferencia en que se hablaba de ellos. Es decir, la conferencia trataba de un hombre que se había encontrado con los pigmeos. Vivían en el bosque y habían estado viviendo en el bosque durante años y años y más años y nadie lo sabía hasta que los encontró aquel hombre.
—¿Cuándo fue esto? —dijo Guillermo—. ¿En la antigüedad? ¿Lo dice la historia? Yo no creo nada de lo que dice la historia. Todo eso lo han inventado sólo con el propósito de reventarnos a nosotros haciendo que lo estudiemos.
—No. No es cosa de la historia —aseguró Douglas—. Es cosa de ahora. Este hombre que os digo que los descubrió viviendo en el bosque hace poco que ha llegado y ha traído fotografías y cosas que hacen ellos.
—¿Y los dejó allí? —preguntó Guillermo, incrédulo.
—Sí. Es que eran como salvajes. Habían estado viviendo en el bosque durante años y años sin que nadie lo supiera hasta que el hombre ese los encontró.
—Pues yo no los habría dejado allá —dijo Guillermo—, sino que me los habría traído conmigo. Me gustaría mucho ser dueño de unos cuantos salvajes. ¿Y dónde los encontró?
—En el extranjero —dijo vagamente Douglas.
—Si hubiera sido en Inglaterra habría salido en su busca yo mismo —dijo Guillermo.
E incorporándose, como galvanizado por una idea súbita, añadió:
—¡Hombre! Apuesto a que también hay pigmeos en Inglaterra. Han vivido aquí seguramente durante años y años sin que nadie les descubriera. Bueno, digo yo, si han vivido durante años y años en el extranjero, sin que nadie los descubriera, ¿por qué no pueden haber vivido lo mismo en Inglaterra?
—Es que… Inglaterra es diferente —dijo Douglas en tono algo incierto.
—No. No lo es —dijo Guillermo—. También hay bosques en Inglaterra, ¿no? Pues allí es donde se esconden los pigmeos, ¿no es cierto?
—Sí, pero… si fuera así, alguien los habría descubierto ya en Inglaterra.
—Apuesto a que no —dijo Guillermo—. Apuesto a que no hay nadie en Inglaterra que haya registrado todos los bosques palmo a palmo. Hay centenares y centenares y centenares de kilómetros de bosque en Inglaterra. Y aunque alguien lo hubiera hecho, apuesto a que esos pigmeos habrían podido esconderse de modo que el otro no los viera, porque seguramente se podrán ocultar debajo de los arbustos y malezas. Apuesto a que yo podría hacerlo si fuese pigmeo.
—Entonces no podrías descubrirlos tú —dijo Pelirrojo.
—Apuesto a que sí —dijo Guillermo—, porque uno siempre puede encontrar a las personas que tienen su propio tamaño, mientras que es muy posible que no se puedan encontrar las de tamaño mucho más pequeño. De todos modos, apuesto a que existen todavía pigmeos en Inglaterra y estoy seguro de que yo los descubriré. Al menos voy a intentarlo.
—Podría ser peligroso —le advirtió Douglas—, porque pueden ser salvajes.
—Yo también puedo ser salvaje, si ellos lo son.
—¿Y cuándo vas a empezar? —le preguntó Enrique.
—Ahora mismo —dijo Guillermo, levantándose—. Ya estoy asqueado de que nunca ocurra nada. Vamos. A ver si encontramos a los pigmeos.
* * *
Decidieron empezar por los bosques de los aledaños de Marleigh, los cuales les eran menos conocidos que los alrededores de su pueblo. Guillermo iba en cabeza, seguido de Pelirrojo, Douglas y Enrique, por este mismo orden.
—Será mejor que no hagamos mucho ruido —dijo Guillermo—, porque podríamos asustarlos y huirían. Seguramente pueden huir fácilmente, protegidos por los arbustos y la maleza.
—¿Hablan en inglés? —preguntó Pelirrojo.
—¡No, hombre! —le dijo Douglas—. Hablan en pigmeo.
—Pues les enseñaremos inglés —dijo Guillermo—, y nos quedarán muy agradecidos, porque el inglés es un idioma mucho más fácil que cualquiera de los otros idiomas extranjeros. No comprendo por qué no lo habla todo el mundo, tan fácil como es hablar en inglés, en lugar de tener que preocuparse en estudiar verbos, que es lo primero que se hace cuando se estudia un idioma extranjero, y luego resulta, cuando lo tienes bien estudiado, que pronuncias todas las palabras mal.
—Quizá sea fácil para ellos estudiar un idioma extranjero —sugirió tentativamente Enrique.
—¡Quiá! ¡Qué va a ser! —dijo Guillermo—. Eso no resulta fácil para nadie. Miradme a mí, por ejemplo. Puedo hablar en inglés con gran facilidad, sin tener que estudiarlo, pero para redactar un ejercicio en francés estoy horas y horas y luego me sale todo al revés, lo cual demuestra lo que os he dicho, o sea que el idioma más fácil es el inglés, y los idiomas extranjeros son todos muy difíciles, ¿no es eso? No sé por qué la gente se empeña en aprender idiomas extranjeros. La cosa no tiene ningún sentido.
Los demás estuvieron de acuerdo, aunque sin gran entusiasmo. Habían oído tan a menudo a Guillermo explicarse sobre el mismo tema, que éste ya había perdido interés para ellos.
—¡Escuchad! —exclamó de pronto Guillermo.
Se oyó un leve roce por entre los arbustos.
—Apuesto a que es un pigmeo —dijo Guillermo, lanzándose de cabeza a investigar.
—Sería un conejo —dijo Pelirrojo, después de una meticulosa investigación que no reveló nada.
—No. Era un pigmeo —se empeñó Guillermo—, pero es que los pigmeos huyen muy aprisa. Por eso nadie los ha descubierto durante estos años. Vamos a quedarnos aquí quietos, sin chistar, y de pronto nos echaremos encima de ellos. Callemos ahora durante un rato.
Durante dos minutos y medio anduvieron en silencio. De pronto, Guillermo dijo:
—Deberíamos haber traído algo para amansarlos. Caramelos o algo así. Vamos a buscar caramelos, ahora mismo. Yo tengo un penique. ¿Cuánto tenéis vosotros, entre los tres?
Entre todos pudieron juntar cuatro peniques y medio, y con ellos enviaron a Douglas a Marleigh para que comprara caramelos. Douglas regresó con una bolsa de pastillas de regaliz.
—Son los más baratos —dijo, entregando la bolsa a Guillermo—, y además el confitero me puso dos pastillas más en la bolsa, cuando ya había caído la balanza, de modo que supongo que tendremos bastantes.
—Depende de los pigmeos que haya —dijo Guillermo, inspeccionando ansiosamente el contenido de la bolsa—. Si nos encontramos con un centenar de pigmeos, tendremos que dar esas pastillas sólo a los jefes para amansarlos y dejar que sean ellos mismos quienes amansen a los demás.
—Vamos a probar una cada uno de nosotros, sólo para asegurarnos de que están bien —sugirió Pelirrojo.
—No —dijo Guillermo firmemente, metiéndose la bolsa en el bolsillo—. Si empezamos a probarlas en menos de cinco minutos no va a quedar ni una. Es lo que ocurre siempre. No, guardaremos la bolsa entera para amansar a los pigmeos.
—Pero si no encontramos a ningún pigmeo nos comeremos las pastillas, ¿no? —preguntó Pelirrojo, pues ya empezaba a tener hambre y era de la opinión que una pastilla de regaliz en la mano valía más que un centenar de pigmeos volando.
—Claro —dijo Guillermo.
—¿Cuánto rato vamos a tardar?
—Mira, primero terminaremos con este bosque —dijo Guillermo—, y apuesto a que aunque no descubramos ningún pigmeo, es seguro que existen y viven por aquí, porque saben esconderse muy bien, ¿sabéis? Supongo que se pasan todas las horas ociosas en ejercitarse a esconderse.
Pero ya empezaban a cansarse y su interés en la raza pigmea se iba desvaneciendo.
—No me sorprendería que todo eso estuviera enredado con lo de las hadas —dijo Pelirrojo—. Estoy seguro de que alguien ha mezclado eso de las hadas con lo de los pigmeos.
—¡Las hadas! —exclamó Guillermo desdeñosamente.
—No. No tiene nada que ver con las hadas —persistió Douglas—. Lo sé muy bien. Mi tía dijo que el hombre aquel de la conferencia los había visto y que tenían la estatura de niños.
—Apuesto a que tu tía lo soñó —dijo Guillermo.
—No, porque sé que fue a la conferencia —insistió Douglas—. Yo mismo vi cómo iba allí.
—Pues se dormiría y lo soñaría allí. Todo el mundo se duerme en las conferencias —dijo Guillermo—. Sí, allí dormida, soñaría todo eso de los pigmeos y luego, cuando se despertaría, al final de la conferencia, creería que habían hablado de lo que ella había soñado. Dile que nos ha hecho perder toda una tarde, y que…
—A mí también me parece que he leído en alguna parte algo sobre los pigmeos —dijo Enrique con alguna vacilación.
—No, tú no has leído nada —dijo Guillermo—. Eso lo dices para darte importancia. Siempre nos quieres hacer creer que has leído cosas de las que nadie está enterado. Estoy convencido de que la tía de Douglas se quedó dormida en la conferencia, como ya he dicho antes y…
En aquel momento se interrumpió. Habían llegado a un claro del bosque y allí, sentadas en actitudes desconsoladas, había un grupo de personas, del tamaño de niños, algunas de ellas con barba, otras con bigote, vestidas con trajes extraños. Aquellas personas volvieron las respectivas cabezas y se quedaron mirando a los Proscritos, con indiferencia.
—¡Son ellos! —exclamó Guillermo con voz ahogada.
Los cuatro Proscritos se quedaron boquiabiertos. Ahora que habían encontrado lo que buscaban no sabían qué hacer. De pronto, Guillermo se acordó de la bolsa con las pastillas de regaliz, se la sacó del bolsillo y fue ofreciendo pastillas de regaliz a todos, uno por uno. Los pigmeos aceptaron el regalo, chuparon las pastillas con evidente aprecio, y se quedaron esperando a que les ofrecieran más.
—Esto los ha amansado —dijo Guillermo con aire de triunfo—. Ya lo sabía yo.
—Ahora quizá creerás lo que dijo mi tía —dijo Douglas.
Los pigmeos se pusieron a hablar entre ellos en un idioma extraño. Los Proscritos los escucharon con interés.
—Idioma pigmeo —explicó Enrique.
—¿Y qué vamos a hacer con ellos ahora que ya los tenemos? —preguntó Pelirrojo.
—Nos los llevaremos con nosotros —dijo Guillermo—, y los guardaremos en el viejo granero.
—¿Cómo les dirás que los has capturado? Porque tú no sabes hablar en pigmeo.
—No, pero se lo explicaré por signos. Ahora ya están amansados. Y además todavía me quedan algunas pastillas de regaliz, por si se vuelven salvajes.
Con una serie de gestos con los dedos y con los brazos, Guillermo indicó a sus cautivos que le acompañasen. Los cautivos obedecieron con inesperada docilidad, mientras seguían hablando entre ellos, y siguieron a los Proscritos hasta el viejo granero. Una vez allí se sentaron, también obedientemente, a un gesto que les hizo Guillermo, y éste volvió a ofrecerles más pastillas de regaliz. Los cautivos parecían completamente tranquilos y plácidos, como si estuvieran ya acostumbrados a que los capturaran.
Guillermo indicó a sus cautivos que le acompañasen.
Los cautivos parecían completamente tranquilos y plácidos.
—Bueno —volvió a insistir Pelirrojo—, ¿qué vamos a hacer con ellos ahora que los hemos capturado?
Guillermo ya se sentía un poco turulato. No había previsto lo que había que hacer una vez capturados los pigmeos.
—Podría dar una conferencia, lo mismo que hizo el hombre ese que los descubrió en el extranjero —sugirió, algo dubitativamente.
—Mi tía ya asistió a una conferencia —dijo Pelirrojo—, y no creo que quiera asistir a ninguna otra.
—A mí tu tía me importa un bledo —le dijo Guillermo con cierta animosidad—, y en el mundo hay mucha gente, además de tu tía.
—Pero no encontrarás a nadie que quiera venir a tu conferencia.
—¿Por qué no? —dijo Guillermo—. Apuesto a que sé dar una conferencia tan bien como una persona mayor.
Pelirrojo decidió abandonar aquel argumento y cambió de tema, volviendo a las andadas.
—¿Y qué vas a hacer con ellos ahora que los tienes? —dijo—. Tendrás que alimentarlos. Si no les das comida se morirán de hambre y entonces a ti te ahorcarán por asesinato, y entre todos no tenemos ni un penique para comprarles comida. Nos hemos gastado todo el dinero en las pastillas de regaliz.
—Pues yo no los voy a soltar así como así —dijo Guillermo—, después de todo el trabajo que he tenido en cogerlos. ¡Pero si todo el mundo hablará de nosotros en cuanto se sepa que aquí tenemos unos pigmeos!
Dicho esto echó una mirada hacia los pigmeos, los cuales estaban todavía hablando animadamente entre ellos en un lenguaje desconocido.
—Podemos enseñarles una serie de trucos y después, cuando estén amaestrados, los alquilaremos a los circos —sugirió Pelirrojo—. Ganaremos mucho dinero de ese modo.
—Sí, podríamos hacer eso que tú dices —admitió Guillermo—, pero me parece que será un poco difícil eso de enseñarles trucos. Uno de esos pigmeos es muy viejo y no querrá aprender nada.
Todos miraron hacia la figurilla que llevaba una larga barba blanca y que parecía ser la figura central del grupo.
—Supongo que ése será el rey —siguió diciendo Guillermo—. Me gustaría saber hablar en pigmeo. Es una murga eso de no poderse entender con ellos ni en inglés ni en pigmeo.
En aquel momento apareció en el umbral de la puerta nada menos que Violeta Isabel Bott. Violeta Isabel Bott era una niña de seis años, hija de los magnates del pueblo, fabricantes de conservas, y que, en opinión de los Proscritos, tomaba un excesivo interés en las andanzas de dichos Proscritos.
—Vete —le dijo Guillermo—. No te queremos aquí.
Violeta Isabel ya estaba acostumbrada a esta clase de saludos, hasta tal punto, que se habría sentido desconcertada si la hubieran saludado de otro modo.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó, entrando en el granero con aquel imponente aplomo que constituía su característica más notable.
—Ya te he dicho que no te queremos aquí —dijo Guillermo con severidad—. Tú tienes oídos, ¿verdad? ¡Pues anda, lárgate!
—Si no me quieres aquí vete tú a otra parte —replicó Violeta Isabel—, y si tú te vas a otra parte yo iré contigo, porque tú no has comprado el mundo, ¿verdad? Pues mira, cualquier persona puede estar allí donde mejor le plazca. No hay ninguna ley que lo impida.
Por lo visto Violeta Isabel había copiado los métodos de argumentación utilizados por Guillermo, cosa que a éste le dejaba desarmado.
—¿Quiénes son ésos? —añadió, señalando a los pigmeos.
—Pigmeos —le respondió brevemente Guillermo—. Y ahora que ya lo sabes cállate y vete.
—¿De dónde vienen? —preguntó la niña, como si tal cosa.
—Los hemos descubierto nosotros —dijo Pelirrojo—. Han estado viviendo en los bosques de Marleigh durante siglos y siglos sin que nadie los hubiera visto y ahora los hemos descubierto nosotros, de manera que nos pertenecen, pero no sabemos todavía lo que vamos a hacer con ellos.
—Dame uno —dijo Violeta Isabel, añadiendo ladinamente—: por favor.
—No. No queremos darte ninguno —dijo Guillermo, muy indignado—. Tienes mucha frescura de pedírnoslo. Vienes aquí sin que nadie te haya invitado y quieres birlarnos nuestros pigmeos.
Violeta Isabel empezó a hacer pucheros.
—Es que vosotros tenéis…
Se interrumpió para contarlos, y añadió:
—Tenéis siete. Y yo sólo quiero uno. El más pequeño.
Y señalando al más pequeño del grupo, añadió:
—Aquél.
—No. Pues no —dijo Guillermo—. Aquél, igual que los otros, nos pertenece.
—Yo sólo quiero aquel tan chiquirritín —imploró Violeta Isabel.
—No —dijo Guillermo.
—Lo cuidaré muy bien —dijo Violeta Isabel.
—No.
—Pues me pondré a gritar y a llorar si no me lo das.
Pero, al contrario de lo que pasaba con la madre de Violeta Isabel, Guillermo no se inmutó con aquella amenaza.
—Perfectamente —dijo Guillermo—. Grita, llora, chilla y aúlla tanto como quieras. Anda, chilla. A ver. A mí me importa un pito.
Evidentemente Violeta Isabel estuvo dudando entre poner en práctica la amenaza o abstenerse y finalmente se decidió por esto último. No serviría de nada derrochar los primores de una buena táctica en una persona que no sabía apreciarla. Violeta Isabel, por lo tanto, reflexionó un momento sobre la situación.
—¿Me lo quieres vender? —dijo por fin.
Por primera vez Guillermo la miró con interés.
—¿Cuánto me das? —le preguntó.
—Seis peniques —le dijo Violeta Isabel rápidamente.
Guillermo se sintió secretamente impresionado por la munificencia de la oferta. Había esperado que Violeta Isabel le ofreciera un penique para hacer subir la oferta hasta dos. Guillermo miró hacia sus cautivos. Los cautivos le estaban mirando a él también, pero con aire hosco, y murmuraban entre ellos en tonos que eran, inequívocamente hostiles. Guillermo creyó que se estaban volviendo salvajes otra vez. Había llegado el momento de volver a amansarlos con pastillas de regaliz. Los seis peniques llegaban oportunísimamente.
—Muy bien. Trato hecho —dijo por fin—. Pero queda entendido que no voy a venderte más que uno y así y todo, no podrás escoger, sino que tendrás que quedarte con ese tan pequeño.
—Ése es el que quiero —dijo entusiasmada Violeta Isabel.
Y a continuación abrió un monedero que llevaba colgado del hombro por una correa, sacó de él primero un pañuelo en miniatura, luego una concha, luego una pequeña guirnalda de margaritas mustias, después la fotografía de ella misma y, finalmente, con aire de triunfo, una moneda de a seis peniques.
—Gracias —dijo Guillermo, tomándola.
—Y con cierta vacilación miró primero a Violeta Isabel y luego a la compra que ésta acababa de hacer por seis peniques.
—No sé cómo decirle que lo has comprado —dijo a Violeta Isabel—, porque no sé hablar en pigmeo. Piensa nada más —añadió con amargura—, en el tiempo que hemos perdido en la escuela en aprender un idioma como el francés, que no sirve para nada, cuando podían habernos enseñado un idioma útil, como el pigmeo. Si hubiéramos aprendido pigmeo se lo habría podido explicar todo al enano ese.
Mientras tanto, Violeta Isabel, sonreía amablemente al más pequeño de los extraños forasteros.
—Ven conmigo —les decía—. Te cuidaré muy bien. Me llamo Violeta Isabel. Y tú, ¿cómo te llamas?
El más pequeño de los pigmeos le echó una torva mirada y dijo algo (probablemente nada grato) en su idioma ininteligible.
—Tendrás que domesticarle —le dijo Guillermo—. Las pastillas de regaliz son lo mejor que hay para eso, pero estoy seguro de que cualquier otra clase de caramelos sirve lo mismo.
Violeta Isabel hurgó de nuevo en su monedero y sacó de él dos caramelos envueltos en papel. Le quitó el papel a uno de los caramelos y ofreció éste al pigmeo, el cual lo cogió, lo inspeccionó, se lo metió en la boca y después de probarlo, cejijunto y preocupado, sonrió con súbita amabilidad. Violeta Isabel le enseñó el otro caramelo y, tomando al pigmeo de la mano, lo sacó del viejo granero y se lo llevó a campo traviesa. El pigmeo la acompañó sin hacer resistencia alguna, cogido de la mano de ella y mirándola con una mirada llena de confianza. Poco antes de desaparecer de la vista de los Proscritos, éstos vieron como Violeta Isabel se quitaba el monedero con la correa y lo colgaba en el hombro de su nueva adquisición, dotándole así con todos sus tesoros.
El pigmeo la acompañó sin hacer resistencia alguna, cogido de la
mano de ella.
Guillermo se volvió hacia los otros.
—Vamos a enseñarles juegos —dijo—. Hagamos dos bandos. Yo empiezo. Me quedo con éste.
Y diciendo esto tocó al pigmeo de la larga barba blanca, el cual tomando evidentemente aquel gesto como una muestra de hostilidad, se arrojó impetuosamente contra Guillermo. Los otros pigmeos siguieron su ejemplo y en un instante, el viejo granero quedó lleno de combatientes que gritaban y se daban puñetazos. De buen comienzo saltaron barbas y bigotes. Aquello era una especie de lucha de «todos contra todos». Proscritos y pigmeos se zurraban indiscriminadamente, ya unos contra otros, ya con los de su mismo bando y a los pocos segundos allí reinaba un pandemónium fenomenal.
* * *
La señorita Marcia Gillespie, directora de la Escuela Racional para Niños, de Marleigh, había pasado un mes muy divertido visitando los Países Bálticos. En Lituania se había encontrado con otra directora de escuela para niños, que era un alma gemela de la suya. La señorita Gillespie no sabía el lituano y la maestra lituana no sabía el inglés, pero pudieron entenderse en francés y discutieron sobre temas tan apasionantes como la belleza del universo infantil y el peligro que representaba reprimir cualquier manifestación de él, y a fin de cuentas descubrieron que sus ideas eran prácticamente idénticas, ya que ambas maestras pertenecían a la escuela pedagógica individualista. Descubrieron además las dos maestras que, durante las vacaciones, cada una de ellas seguía con un grupito de niños en la escuela, niños cuyos padres habían ido a pasar las vacaciones en el extranjero o que se hallaban ocupados por otros motivos, y entonces, casi simultáneamente tuvieron la misma idea. Durante las próximas vacaciones las dos maestras se intercambiarían los alumnos. Seis o siete niños lituanos irían a pasar las vacaciones en la escuela de Marleigh y a su vez, un número equivalente de alumnos de la señorita Gillespie se agregarían a la escuela de Lituania.
Las dos maestras, la lituana y la señorita Gillespie, eran mujeres enérgicas y una vez dueñas de una idea, no había manera de que esta idea se les escapase. Hubo que consultar a los padres de los alumnos, hubo de gestionar cuidadosamente un sinfín de trámites oficiales y no oficiales, pero ante la determinación de las dos formidables damas se fundieron todos los obstáculos como por ensalmo. Una maestra lituana acompañaría a los niños ingleses a Lituania. Una vez tomadas todas las disposiciones y arreglados todos los detalles, la señorita Marcia Gillespie ya no pensó ni soñó en otra cosa. Se compró una gramática lituana y la estudió concienzudamente, pero sin gran provecho, durante una hora al día. Además elaboró un programa de la visita. Se leerían versos de los grandes poetas ingleses. («Y así aprenderán pronto el inglés», pensó con exagerado optimismo la señorita Gillespie), se efectuarían excursiones por la campiña inglesa y se harían colecciones de flores del campo inglesas, en fin, una educación e instrucción general de la gloriosa cultura de la gloriosa Inglaterra. Y, como nota importantísima, se daría una representación escénica infantil.
El curso anterior la señorita Gillespie había organizado una representación escénica infantil, porque era una ferviente entusiasta de las representaciones escénicas infantiles como valor educativo e instructivo, y en su última función había puesto en escena a Ricardo II, cuando de niño, aplacó a la muchedumbre sobresaltada. En tal ocasión, se había preocupado mucho de los trajes, los cuales le habían salido a maravilla y estaba muy satisfecha de tener una nueva ocasión, con la llegada de los niños lituanos, de volverlos a usar. Por lo tanto, decidió repetir la misma función, pero esta segunda vez a cargo de los pequeños extranjeros. Se había percatado, naturalmente, de que dichos niños lituanos no podrían representar un papel muy prominente, pero había discurrido hacerles representar un grupo de ciudadanos ancianos, los cuales intentarían convencer a la díscola multitud por medio de gestos y ademanes, sin pronunciar ni una sola palabra, para que dicha díscola multitud aceptara la mediación del joven rey. A tal efecto, fijó un día para la representación e invitó a sus amigas y vecinas a ella. La representación debía de tener lugar dos días después de la llegada de los niños lituanos, lo cual le daría un día para poderles explicar la situación, lo que se quería de ellos y también para poder ensayar esquemáticamente sus papeles.
Pero, con gran consternación de la señorita Gillespie, los niños lituanos no llegaron en el momento esperado. Las formalidades oficiales habían tomado más tiempo de lo previsto, hasta tal punto que los niños llegaron en el mismo día en que debía tener lugar la representación. A pesar de toda su energía vital, la señorita Marcia Gillespie se sintió profundamente acongojada. Por si ello fuera poco, la maestra lituana que acompañaba a los niños no estaba acostumbrada a viajar y llegó en un estado próximo al colapso. La señorita Marcia Gillespie tuvo el tiempo justo y preciso para acostar a la maestra lituana semicolapsada, poner de cualquier modo los trajes de la comedia a los estupefactos niños extranjeros, los cuales quedaron todavía más estupefactos si cabe, al ver que les ponían barbas y bigotes postizos, y llevárselos a un claro del bosque, adyacente al jardín de su casa. De allí, y a través de un tortuoso sendero, los niños debían entrar en el jardín por una pequeña verja, que los conduciría precisamente al lugar donde estaban reunidos los invitados, esperando el comienzo de la función. Los demás actores harían su aparición desde la casa, ya que la representación se haría al aire libre, pero se creyó que los pequeños extranjeros harían una entrada en escena más impresionante, si procedían del bosque.
La señorita Marcia Gillespie, con su limitadísimo conocimiento del idioma lituano, informó a los niños de que no había tiempo para ensayar, pero que todo saldría bien, si se quedaban allí, en aquel claro hasta que alguien fuera a buscarles y entonces ellos hicieran exactamente aquello que se les diría. A continuación les dio una breve y no muy clara explicación de lo que era una representación escénica infantil de carácter histórico, y allí los dejó, convencidos de que, por fin, comprendían perfectamente por qué todo el mundo decía que los ingleses estaban locos. Allí, pues, se quedaron esperando hasta que vinieron unos muchachos y se los llevaron a un viejo granero, adoptando hacia ellos una actitud de propietarios que ya les estaba amoscando. No les cabía la menor duda de que aquello formaba parte de la representación escénica a la que había aludido la señorita Gillespie, y había que confesar que no era una locura mayor que las otras muchas que habían presenciado desde su llegada a Inglaterra. Por consiguiente, los lituanos lo aguantaron todo hasta que se les revolvió la sangre y las entrañas y ya no pudieron aguantar más. Entonces, dejando de lado toda consideración, fue cuando decidieron imponerse por la fuerza y la emprendieron a puñetazo limpio, tal como ya queda referido.
* * *
En la Escuela Racional de Niños de Marleigh, aneja a la casa de la señorita Gillespie, su directora, se habían reunido los invitados, los cuales se habían distribuido en asientos de las más variadas formas, estilos y colores que se habían dispuesto sobre el césped. La mayoría de los invitados ya habían asistido anteriormente a aquella representación escénica infantil, pero habían sido atraídos nuevamente a los terrenos escolares por la mera curiosidad de ver a los pequeños lituanos que esta vez tomaban parte en ella. La señorita Marcia Gillespie, delgada, vaga y atribulada, revoloteaba de una parte a otra como de costumbre: hacía preguntas y no esperaba a que le dieran la respuesta, saludaba varias veces a las mismas personas, dándoles la bienvenida o daba a los actores las últimas instrucciones con lo que sólo conseguía que la confusión imperante se hiciese más confusa todavía, y a intervalos irregulares subía con gran rapidez al primer piso para echar un poco de agua de Colonia sobre la frente de la maestra lituana, que, más muerta que viva, sólo deseaba una cosa: que la dejasen sola. Por fin empezó la representación. Empezó media hora más tarde de lo anunciado, pero, como no se sabía que ninguna de las funciones organizadas por la señorita Gillespie hubiera empezado con menos de media hora de retraso, nadie le dio importancia.
Entró en escena la multitud, una multitud con cara de aburrimiento e indiferencia, cuyos gestos amenazadores parecían más bien débiles saludos a sus amigos que se encontraban entre el público. A continuación apareció el joven rey, el cual inmediatamente tropezó con su propio manto, lo que hizo que la corona se le hundiera hasta la nariz, y la señorita Gillespie tuvo que entrar inopinadamente también en escena para enderezársela. El broche que llevaba prendido en el pecho la señorita Gillespie se enganchó en el armiño del manto real (fabricado con el más puro algodón en rama, hábilmente pintado a intervalos con tinta) y una buena parte de dicho armiño quedó prendido en el broche de la señorita Gillespie. Los menos educados de los espectadores se rieron sin recato. El joven rey extendió la mano en lo que quería ser un gesto de conciliación, pero que más bien parecía querer señalar con irrisión al jefe de la revoltosa muchedumbre. Entonces la señorita Gillespie se acordó de los lituanos. Se había olvidado completamente de ellos hasta aquel momento, y era precisamente en aquel momento cuando tenían que hacer su aparición en escena como una noble corporación de ciudadanos sensatos y responsables que instaban a la soliviantada muchedumbre a que prestara oídos a su joven rey. La señorita Gillespie hizo señas al rey y a la muchedumbre para que continuaran con sus gestos durante unos momentos más y ella se fue corriendo hacia el claro del bosque a buscar a sus invitados lituanos.
Pero en el claro del bosque no había nadie. La señorita Gillespie, completamente aturrullada, se puso a llamar a grito pelado a los lituanos, y a buscarlos por entre los arbustos. Pero no había ni rastro de ellos, en vista de lo cual la señorita Gillespie volvió a su jardín y tan pronto llegó allí exclamó, casi sin aliento:
—¡Se han ido!
El rey y la muchedumbre dejaron de hacer gestos y visajes y se quedaron mirándola. El público se levantó en bloque y fue a agruparse alrededor de la señorita Gillespie, haciendo patente su consternación. Por fin había ocurrido lo que se temía. Ya hacía años que los amigos de la señorita Gillespie habían profetizado que a ésta algún día le sobrevendría un ataque de nervios.
—¡Se han ido! —sollozó.
El público abrió paso al padre del jefe de los amotinados, que era médico.
—Acuéstenla en seguida —dijo—. ¿Hay sales volátiles en la casa?
—¡Pero se han ido! —exclamó con un grito desgarrador la señorita Gillespie—. ¡¡Se han ido!!
—Sí, sí, sí —dijo el médico para calmarla—. Sí, sí, sí. Se han ido. Bueno, puesto que se han ido, váyase usted también a su casa y échese en la cama.
—Estaban en el claro del bosque y se han ido.
—Sí, sí, sí —dijo de nuevo el médico, dispuesto a estar de acuerdo con todo lo que le dijera la señorita Gillespie, porque él se creía ser muy hábil para tratar los casos de neurastenia aguda.
El médico creía que en tales casos hay que consentir y acceder a todo lo que dicen los enfermos. Siempre hay que darles la razón. Decir que sí a todo lo que digan, por ridículo que sea. La cuestión es conservar la calma a toda costa.
—Sí, sí, sí —iba repitiendo el médico—. Estaban en el claro del bosque y se han ido. Sí, lo sé todo. Ya estaba enterado.
—¿Ah, sí? ¿Lo sabe usted todo? —dijo la señorita Gillespie, entre zollipo y zollipo—. Entonces, ¿por qué no hace algo?
—Todo va bien. No se inquiete —dijo el médico, intentando tranquilizarla—. Ahora lo que tiene usted que hacer es descansar.
—¿Después que me han robado esos preciosos niños? —exclamó, desesperada, la señorita Gillespie—. ¿Después que me los han secuestrado? ¡Y hasta quizás los hayan asesinado vilmente!
Poco a poco el médico fue intuyendo que quizás en todo aquel desbarajuste hubiese algo más que una pequeña crisis de nervios.
—¿Qué preciosos niños? —preguntó.
—Mis lituanos —sollozó de nuevo la señorita Gillespie.
Entonces salió toda la historia. Los lituanos, que habían estado esperando en el bosque a que alguien fuera a buscarlos, habían desaparecido. Todos los asistentes a la fiesta acompañaron a la señorita Marcia Gillespie al claro del bosque y se pusieron a registrar los alrededores. Muy pronto se entabló una animada conversación. Cada uno de los presentes tenía una teoría diferente: Habían sentido nostalgia de su país y se habían vuelto corriendo a Lituania. Alguien los había secuestrado en broma por razones de publicidad y propaganda. Eran los peones de un siniestro juego internacional, y se les empleaba como fulminante de una conflagración universal a punto de estallar. Eran espías y, habiendo conseguido hacerse con la información que habían venido a buscar, habían regresado a Lituania, probablemente en un avión que había estado escondido en el claro del bosque. Estaban escondidos entre los árboles para gastarle una broma a la señorita Gillespie, y pronto saldrían saltando y riendo, ante los que les iban buscando. No se les vería ya más, ni se sabría jamás de ellos.
—Vamos, vamos, vamos, vamos —decía un coronel retirado, algo resentido contra el médico porque éste era quien se había hecho cargo de la situación. (Hay que tener en cuenta que el coronel, en cierta ocasión había suprimido o casi suprimido, una rebelión en la India, y creía ser la persona más indicada para hacerse cargo de la situación)—. Vamos, vamos, vamos. Hay que tener serenidad. Serenidad ante todo. No vayamos a precipitarnos. Lo primero que hay que hacer, naturalmente, es ponernos en contacto con la policía.
—La policía seguramente está comprometida en esta conspiración —dijo una mujer pequeña y pelirroja, muy excitada—. Probablemente la policía ha sido sobornada por alguna potencia extranjera, porque es obvio que aquí hay gato encerrado. No es posible que siete niños se desvanezcan como por ensalmo sin que haya una extensa organización secreta que lo haya planeado todo. Quiero decir con ello, que los niños no conocen ni el país ni el idioma del país y si se hubieran ido tranquilamente por la carretera alguien los habría visto y nos los habría devuelto. No, aquí hay una conjuración de muy profundas raíces, astutamente ideada y más astutamente aún puesta en práctica. Seguramente en el fondo de la cuestión encontraríamos los mejores cerebros de Europa.
Los demás quedaron muy impresionados pero nada convencidos.
—Quizás sería mejor que llamásemos, sin perder tiempo, a Scotland Yard —dijo la señorita Gillespie, con el rostro lleno de abundantes lágrimas sin secar todavía.
—¿A Scotland Yard? —exclamó desdeñosamente, la pequeña pelirroja—. ¡Si no sirven para nada los de Scotland Yard! No, lo mejor sería ponerse en contacto directamente con el ministro de la Gobernación, para que el Servicio Oficial de Espionaje quede enterado sin demora.
—Pero ¿cómo podemos ponernos en contacto directamente con el ministro de la Gobernación? —dijo la señorita Gillespie—. ¡Si ninguno de nosotros le conoce personalmente!
—Supongo que su nombre estará en el listín de teléfonos —dijo, con impaciencia, la pelirroja.
Pero mientras tanto, alguien había ido al pueblo a buscar al policía del lugar, quien compareció en aquel momento, con el cuaderno de notas en la mano.
—¿Siete ha dicho usted? —preguntó mirando ansiosamente la punta de su lápiz.
Hacía tiempo que el policía no había usado el lápiz, y, mientras tanto, la punta parecía haber desaparecido misteriosamente.
—¿Me hará usted el favor de escribir aquí sus nombres? —añadió, con mucho tacto, dirigiéndose a la señorita Gillespie y entregándole el cuaderno.
La señorita Gillespie sacó de su bolso un lápiz novísimo, con una punta afiladísima. El policía, como quien no se da cuenta, se lo quedó junto al cuaderno, cuando la señorita Gillespie se lo devolvió después de haber escrito los nombres.
—Ahora, que se aparte todo el mundo —dijo el policía, imperiosamente.
Y se puso a buscar por entre los arbustos más cercanos al claro.
Luego, volvió a sacarse el cuaderno del bolsillo.
«Desaparecidos entre las tres y las tres y media —escribió lentamente con su mejor caligrafía y con el lápiz de la señorita Gillespie—, sin dejar rastro».
* * *
La lucha entre los Proscritos y los pigmeos en el viejo granero había degenerado en una arrebatiña sin malas intenciones, en el transcurso de la cual se habían ido estableciendo relaciones amistosas entre ambos bandos contendientes.
—¿Qué vamos a hacer con ellos ahora? —dijo Guillermo a Pelirrojo, sentándose en el suelo, jadeante y desgreñado, pero contento y jovial.
—Nos lo llevaremos fuera y les enseñaremos lo que hay por aquí —sugirió Pelirrojo.
—Muy bien —dijo Guillermo.
Y juntos, Proscritos y pigmeos, todavía empujándose y riéndose, en plan de gran camaradería, se fueron hacia el estanque. Allí terminaron de liquidar las pastillas de regaliz, pescaron con unas cañas improvisadas a base de ramas secas y trozos de cordel de variable longitud, con alfileres torcidos a guisa de anzuelos (proporcionados exclusivamente por los Proscritos), chapotearon en el agua e hicieron regatas con embarcaciones consistentes en tallos tiernos torcidos y arrollados. Los lituanos fueron cobrando más ánimo. Tal vez su estancia en Inglaterra no sería tan aburrida como se habían imaginado al principio. No todos los ingleses estaban locos. Allí mismo había cuatro ingleses relativamente cuerdos. Después de otra lucha amistosa, especie de lucha libre indiscriminada esta vez, Proscritos y pigmeos se echaron sobre la hierba, agotados pero dichosos.
—¿Y qué vamos a hacer ahora con ellos? —volvió a preguntar Guillermo.
—Tendríamos que empezar a civilizarlos —dijo Pelirrojo—. Eso es lo que se hace con los salvajes.
—¿Y cómo se empieza? —preguntó Guillermo, con interés.
—Se empieza haciendo que se vistan con trajes civilizados en vez de vestirse con esos trajes de salvaje que llevan. Yo tengo una tía que hace eso por los paganos. Les hace ropas civilizadas y luego las envía a los países salvajes y allí hacen que se quiten los trajes de salvaje y se pongan los que hace mi tía.
—Haz lo mismo, entonces —dijo Guillermo, con indiferencia—. ¿Le sobra algún traje de esos a tu tía?
—No servirían para el caso aunque los tuviera —dijo Pelirrojo—, porque ella confecciona trajes especiales para los países tropicales. Y estos tendrían que ponerse trajes corrientes, como los que llevamos nosotros. ¿Sabes que podemos hacer? Ir a casa a buscar trajes nuestros para ellos. Apuesto a que encontramos bastantes para todos.
Y a continuación informaron por signos a sus nuevos amigos de sus intenciones. Resultaba facilísimo hacerse comprender por signos. Los pigmeos respondieron, también por signos, que estaban de acuerdo y muy contentos. Les habían metido, muy a su pesar, en aquellas ropas extrañas e incomodísimas y se sentían muy satisfechos ante la perspectiva de volver a ponerse un traje normal. Los Proscritos echaron a correr hacia sus respectivas casas en busca de sus posesiones indumentarias y, furtivamente, regresaron con el botín. Cada uno de los Proscritos trajo su vestido de los domingos, Pelirrojo, además, un sobretodo, y Guillermo unos pantalones cortos, de gimnasia. Así todos quedaron más o menos servidos, porque uno de ellos llevaba un sobretodo encima de su ropa interior, y, dejando sus trajes histórico-teatrales en la orilla del río, se internaron con los Proscritos en el bosque. Sin embargo, Guillermo se inclinó para recoger uno de los trajes histórico-teatrales desechados y se lo llevó consigo, convencido de que le sería útil para algo.
* * *
Fue el policía quien encontró los trajes en la orilla del río. Los recogió cuidadosamente, anotó el hecho en su cuaderno con el lápiz de la señorita Marcia Gillespie, y se llevó los trajes para presentarlos a dicha señorita, con objeto de que, uno por uno, los identificara.
—¡Ha ocurrido lo peor que podía ocurrir! —se lamentó la señorita Marcia Gillespie, al oír la noticia—. ¡Lo peor que podía ocurrir! ¡Oh, el criminal…, el criminal que ha hecho esto…!
Entonces fueron a despertar a la maestra lituana y a explicarle lo sucedido, pero, como todo el mundo hablaba al mismo tiempo, y el conocimiento que ella tenía del idioma inglés era más bien precario, creyó que aquello que le decían también formaba parte de la representación escénica infantil, y volvió a dormirse otra vez.
—Hay que dragar el estanque inmediatamente —dijo la mujeruca pelirroja.
—Hay dos supervivientes —dijo la señorita Marcia Gillespie, contando los trajes—. Hay dos que han escapado de las garras del criminal.
—Eso significa otra guerra europea —dijo, tenebrosamente, la pelirroja.
El policía salió para tomar las disposiciones pertinentes a fin de que se dragara el estanque.
Varias personas salieron en busca de los supervivientes, pero otras permanecieron en sus respectivos lugares al acudir más amigos y allegados, y hasta personas totalmente desconocidas que pasaban por allí y entraron a ver de qué se trataba. Alguien izó la bandera inglesa, en un vago intento de mantener la moral de la gente, y otra persona sugirió la idea luminosa de ponerse a cantar a coro el himno nacional lituano, pero como que nadie lo sabía, la idea fracasó rotundamente.
El joven rey Ricardo II, muy contento de que le hubieran dispensado de seguir representando su papel, se deslizó casi furtivamente hacia el huerto, donde sabía, por propia experiencia que la señorita Gillespie cultivaba unos manzanos que daban una fruta excelente.
Entonces se difundió la noticia entre los presentes.
Se había encontrado a un superviviente.
* * *
Los Proscritos y los lituanos estaban jugando al escondite en el bosque, y Guillermo, por mala suerte suya (o quizá por su costumbre de silbar dondequiera que se hallase) fue el primero que quedó descubierto y tuvo que retirarse al punto de partida, esperando que aparecieran, uno a uno, los demás, a medida que los encontraran. Como empezaba a aburrirse, para pasar el tiempo, pensó en ponerse el traje lituano, sólo para ver el efecto. El traje le venía algo pequeño pero por lo demás era un traje completamente satisfactorio y Guillermo decidió que una vez metido en él, era igual que un pigmeo de veras. Se puso a ejercitarse en la emisión de sonidos ininteligibles que a él le parecieron ser frases del idioma pigmeo y se encaminó seguidamente hacia el claro del bosque donde habían vivido hasta entonces los pigmeos, para jugar a eso, a ser pigmeo. No estaría mucho rato. Estaría de vuelta al lugar del juego del escondite antes de que se hubiesen descubierto todos los demás. Para llegar a aquella parte del bosque tuvo que cruzar la carretera y, efectivamente, la estaba cruzando alegre y distraídamente cuando un hombre alto y muy excitado, lo cogió por el hombro. Era el coronel retirado, que habiendo sido arrojado de su posición de comandante de la plaza por la menuda señora Pelirroja, había salido a la carretera en busca de huellas e indicios, para ganarle por la mano.
—¿Quién eres tú? ¿Adónde vas? —le preguntó.
—¿Quién eres tú? ¿Adónde vas? —le preguntó.
Guillermo se incomodó. Estaba jugando a pigmeos y no quería que le interrumpieran. En respuesta a la pregunta del coronel emitió unos cuantos sonidos ininteligibles, pertenecientes al idioma pigmeo que él se había inventado, e intentó seguir su camino, pero el coronel, sin perder ya más tiempo, quiso llevárselo consigo. Guillermo luchó para desasirse, pero viendo la inutilidad de sus esfuerzos, porque el coronel era un hombre atlético a pesar de sus años, tuvo que resignarse. Pero se resignó a seguirle nada más, porque en lo de ser un pigmeo persistió en sus trece. No estaba dispuesto a que nadie le estropease el juego. Él era un pigmeo, y pigmeo seguiría siendo…
La multitud que se había congregado en casa de la señorita Marcia Gillespie, seguía aumentando. Unas vecinas que estaban tomando el té con unas señoras invitadas, una de las cuales era la propia señora Brown, la madre de Guillermo, habían acudido en bloque para ofrecer sus servicios para lo que las pudieran necesitar y a ofrecer también su pésame. La noticia de la existencia de un superviviente aumentó la excitación hasta un grado febril. El coronel había telefoneado para decir que había encontrado al superviviente vagando por la carretera, perdido y desorientado, y que lo llevaba inmediatamente a casa de la señorita Gillespie.
—No entiendo una palabra de lo que me dice —había dicho el coronel, por teléfono—, pero, naturalmente, he reconocido en seguida que habla en lituano. Físicamente parece encontrarse bien, pero mentalmente está algo confuso.
Por fin, la maestra lituana había llegado a comprender que los niños que estaban a su cargo habían desaparecido (el siniestro descubrimiento que había tenido lugar recientemente en la orilla del estanque, se le había ocultado, sin embargo) y la buena señora había expresado la emoción adecuada a las circunstancias. La noticia del superviviente estaba siendo comentada animadamente por todos.
—No podemos hacer nada hasta haber oído lo que nos tenga que decir ese niño —dijo la señora pelirroja.
Se sentía muy molesta de que hubiera sido el coronel y no ella quien hubiese hecho el descubrimiento. ¡Aquel hombre siempre metía la nariz en todas partes!
—Lo que nos tenga que contar solucionará el misterio —siguió diciendo la pelirroja—. Debemos prepararnos para oír lo peor.
Dio unas palmaditas afectuosas en la espalda a la maestra lituana, que seguía sollozando, y le murmuró algunas palabras de consuelo en italiano, que era el único idioma extranjero que conocía, porque le pareció que aquello era mejor que nada para entenderse.
Se decidió que la multitud que había en el jardín seguramente sería demasiado agobiante para el pequeño superviviente y que lo mejor sería que la maestra lituana lo recibiera en el salón en presencia únicamente del policía, a quien habían vuelto a llamar al efecto, además de la señorita Gillespie, y de unas cuantas amigas suyas, muy pocas, favorecidas.
—¡Qué lástima —exclamó la señora pelirroja— que no hayan podido estar aquí presentes también el jefe superior de policía y el ministro de la Gobernación!
El coronel entró por la puerta lateral de la casa, llevando casi a rastras a su cautivo, que todavía oponía alguna resistencia, y pasó con él inmediatamente al salón. La maestra lituana se arrojó sollozando sobre Guillermo y lo apretó contra sí en un fuerte abrazo.
—¿No sería mejor que interrogara usted inmediatamente al niño? —le insinuó el coronel en indostánico ya que, ignorando como ignoraba el lituano, le pareció que el indostánico sería lo bastante parecido como para poder ser comprendido por la maestra lituana.
La maestra lituana se apartó un poco de Guillermo y lo contempló de pies a cabeza. Entonces lanzó un agudo chillido. Al policía se le cayó el cuaderno de las manos.
—¡Cáspita! ¡Si es él! —exclamó el policía, porque Guillermo y el policía, como quebrantador y guardián de la Ley que eran respectivamente, no eran extraños el uno al otro.
La gente que había quedado en el exterior, atraída por el grito, se agrupó junto a la ventana. La señora Brown también fue empujada por la ola arrolladora de la multitud, junto con los demás. Miró por la ventana hacia el interior, y soltó un grito tan horrísono y elocuente como el de la maestra lituana.
Pero mientras que esta buena señora había soltado su penetrante chillido porque no conocía a aquel niño ataviado con un traje del siglo IV y que la estaba mirando torvamente, la madre de Guillermo chilló precisamente por todo lo contrario.
Se tardó, naturalmente, algún tiempo, en poner las cosas en claro. El más pequeño de los lituanos fue el último en volver al redil. Lo encontraron dormido en la cama de Violeta Isabel, ahíto de caramelos que ella le había dado, y rodeado de una gran profusión de juguetes, obsequio también de la susodicha Violeta Isabel.
El pequeño lituano le había cogido un gran apego a Violeta Isabel y tuvieron que separarle de ella a la fuerza. Violeta Isabel, por su parte, insistió en que ella lo había comprado, pagando buen precio por él, y en que nadie tenía derecho a quitárselo. Ambos, el lituano y Violeta Isabel, se echaron a llorar ruidosamente al separarse y el pequeño lituano, durante el resto de su permanencia en Inglaterra, se escapó tan a menudo de la casa de la señorita Marcia Gillespie para irse a casa de los Bott, que al final lo dejaron allí, porque los padres de Violeta Isabel compartían la parcialidad que hacia él demostraba su hija, y cuando expiró el plazo de las vacaciones, el pequeño lituano regresó a Lituania cargado de regalos y de invitaciones para que volviera otra vez.
Respecto al experimento, considerado en conjunto, la señorita Marcia Gillespie tuvo que confesar, muy a su pesar, que había distado mucho de ser un éxito. Aquella broma de mal gusto que le había gastado aquel chico llamado Brown ya era un mal comienzo, y después las cosas fueron todavía de mal en peor. Todos los planes que ella había elaborado para instalar la hermosa cultura de la hermosa Inglaterra en aquellos pequeños extranjeros, quedaron reducidos a la nada. Cada día durante todos los días de su estancia, los pequeños lituanos se negaron a permanecer ni un momento dentro de la casa, y salieron a dar vueltas por los campos y los bosques en compañía de aquel espantoso Guillermo Brown y sus amigos, de modo que la señorita Marcia Gillespie no pudo hacer nada con ellos.
Los pequeños lituanos, al contrario de lo que habían temido, se divirtieron enormemente durante todas las vacaciones, pero Guillermo seguirá probablemente hasta el fin de sus días, confundiendo la raza de los pigmeos con la de los lituanos.