LA FIESTA DE LA CORONACIÓN

Al principio la coronación del rey significaba para los Proscritos simplemente, un día más de fiesta, pero a medida que se acercaba la fecha del magno acontecimiento, ya empezaron a tomar interés en él, por su valor intrínseco. Las autoridades locales de Hadley habían decidido celebrar dicho magno acontecimiento con una gran fiesta, de ésas que pasan a la historia. Naturalmente, todos los años Hadley celebraba su Fiesta Mayor con una feria, un desfile de autos y camiones adornados, un baile de trajes con premios, una feria con sus columpios y caballitos y tiros al blanco, y además varios concursos deportivos. Este año, debido a la coronación, la fiesta sería más importante, más espectacular, más impresionante, más fiesta mayor que nunca. Se celebraría en el gran prado que había a las afueras de Hadley; empezarían los festejos a las dos y media del mediodía, y seguirían sin interrupción hasta la medianoche o más, porque había que celebrar un gran baile en un gran espacio del prado, iluminado para la circunstancia, y el baile seguiría mientras quedara una pareja dispuesta a bailar. Claro está que en lo que más interesados estaban los Proscritos era en los tiovivos y en las barracas de la feria, y también, hay que decirlo, en el baile de trajes, con la sola y única excepción de los viejos y los inválidos.

Pelirrojo iba a llevar su traje de pirata, Douglas su uniforme de conductor de tranvía, y Enrique un traje de holandés que su tía le prestaba. Guillermo no había decidido todavía qué clase de traje iba a llevar. Oficialmente se había dicho que llevaría su traje de indio, pero oficiosamente él se había decidido en contra desde buen principio. Claro que a él le gustaba mucho el traje de indio, pero era un traje ordinario, conocido por todos los chicos del pueblo, que se lo habían visto puesto infinidad de veces. Guillermo deseaba algo nuevo, algo imponente, algo más apropiado a las circunstancias que un traje de indio. ¿No se trataba de una coronación? Pues él iría de rey. Ni más ni menos. Cuanto más pensaba en ello, más decidido estaba a ir vestido de rey. Después de todo, un traje de rey era relativamente sencillo. Sólo se necesitaba una corona de cartón, pintada de oro y una gran capa que podría ser la bata de su madre o los manteles de la mesa del comedor, debidamente arreglados. Guillermo se habría sentido completamente satisfecho con semejante indumento a no ser por el magnífico traje de rey que poseía Roberto. Roberto era uno de los socios más conspicuos de la Sociedad Dramática local, y había representado el papel de rey en una comedia titulada «Cofetúa y la mendiga», que se había puesto en escena la pasada Navidad. Además del traje de rey, Roberto poseía otro traje «de época» que había llevado el penúltimo año, para la representación de «La escuela del escándalo», comedia de Sheridan. Guillermo siempre había demostrado un gran interés hacia estos trajes, pero Roberto los guardaba bajo llave y no permitía que Guillermo se acercase a ellos siquiera.

Así, pues, Guillermo puso manos a la obra en la confección de su traje de rey. Recortó una tira de cartón en forma de corona, la doró con purpurina, la pegó dándole la forma redondeada apropiada al caso y se la puso en la cabeza. Habría sido espléndida realmente, de no ser por el recuerdo de la corona de Roberto que tenía puntos y adornos y hasta una joya en el centro. La capa era un viejo trapo rojo, que antaño había servido de cubremanteles en la cocina y que su madre le había dado, sacándolo del saco de trapos viejos. Iba doblado de través, como un chal, y Guillermo se lo colgó de los hombros y se lo sujetó con alfileres. Intentó producir el efecto de un borde de armiño pegando una tira de papel a lo largo del borde del trapo y moteándolo con tinta a intervalos, pero el resultado distó mucho de ser un éxito. La goma con que pegó la tira de papel, se esparció por todas partes, la tinta hizo lo mismo y el papel no se pegó, de modo que Guillermo abandonó el intento dejando que el papel, lleno de goma y tinta, trazara un curso errático a modo de serpiente en el manto real.

—¿Qué traje te pondrás para el baile de trajes, Roberto? —le preguntó al día siguiente a su hermano con su estudiada indiferencia.

—Tú no te metas en lo que no te importa —le respondió Roberto, quien deseaba que Guillermo se enterara lo menos posible de sus asuntos.

Sin embargo, Guillermo solía conocer mucho más de los asuntos de Roberto, de lo que éste sospechara. Esta clase de conocimientos siempre podían ser útiles, y en la eterna lucha entre el de once años y el de diecinueve, el de once necesitaba emplear todos los recursos que pudiese reunir.

Guillermo sabía, por ejemplo, que en aquella época, Roberto estaba profundamente enamorado de una belleza local que respondía al nombre de Dalia Macnamara. La belleza en cuestión era orgullosa y altiva, y las relaciones entre ella y Roberto habían pasado por muchas vicisitudes. Más de una vez Roberto se había lavado las manos de aquel asunto amoroso, diciendo que nunca más volvería a mirar a una mujer en su vida y que de entonces en adelante se dedicaría a una vida de anacoreta, pero a la menor señal de Dalia, había vuelto a su lado como un perrillo faldero. Recientemente había salpicado aquel asunto con un poco de pimienta un amigo de Roberto, llamado Jameson Jameson, el cual súbitamente se había visto favorecido con las atenciones de Dalia, ya que siendo una novedad en aquel ambiente, Dalia se complacía en tratarlo con señalado favoritismo. Aquello, naturalmente, molestaba a Roberto, el cual no tenía nada de novedad, y por consiguiente, era tratado sin sombra de favoritismo. A pesar de todo, Roberto se negaba a apearse del primer lugar de la lista de los pretendientes de Dalia, y los dos rivales (y no por primera vez en semejante circunstancias) estaban empeñados en una especie de carrera de obstáculos para ganar los favores de Dalia. Roberto poseía ciertas ventajas materiales, una de las cuales consistía en que Jameson no pertenecía a la Sociedad Dramática, de la que Dalia y Roberto representaban generalmente los papeles de heroína y héroe, respectivamente, mientras Jameson rechinaba los dientes en la última fila de los espectadores. Dalia había representado el papel de mendiga y Roberto el del rey Cofetúa, en la comedia puesta en escena la pasada Navidad. Dalia había dado un nuevo cariz al personaje representado, al prestarle unos incomprensibles aires de altivez y desdén. En cambio, Roberto lo había compensado representando su papel de rey con una humildad y un aire de desconfianza, que hubieran sido mucho más apropiados para la mendiga. La actuación de ambos, sin embargo, había sido muy elogiada por la Prensa local, igual que la actuación de todos los demás actores, porque la Prensa local había dado siempre un claro ejemplo de alta parcialidad, y consideraba que cada uno de los actores mencionados en letras de molde y alabados adecuadamente, venían a representar la venta de una docena de ejemplares de periódico.

Todo esto lo sabía Guillermo, y lo tenía bien archivado en su memoria, aunque en realidad no sabía cómo podría ser utilizado en la presente ocasión.

—Supongo que tú no irás al baile con tu traje de rey, ¿no? —siguió diciendo Guillermo.

—No te importa nada cómo voy a ir —dijo Roberto.

—Me parece que te viene pequeño —dijo Guillermo con la mayor indiferencia—. El que llevabas en la comedia, quiero decir.

—¿Ah, sí? ¿Eso te parece? —dijo Roberto, sarcástico—. ¡Qué interesante!

Guillermo abandonó el ataque desde aquel ángulo. En realidad no había esperado que Roberto creyera que de veras aquel traje le venía pequeño y se lo regalase a él, pero lo había probado por aquello de que no se pierde nada en probarlo. En seguida inició el ataque desde otro ángulo.

—A mí me pareció que te sentaba muy bien el otro traje —siguió diciendo—, el que va con peluca blanca y el cuello y pechera de encajes. Nunca te he visto tan guapo como cuando ibas con aquel traje. Me parece que estarías guapísimo con ese traje de la peluca en el baile de trajes.

Roberto no se dignó responder y la curiosidad de Guillermo tuvo que quedar de momento insatisfecha, pero únicamente de momento, porque al día siguiente oyó que Roberto telefoneaba a un amigo suyo y le decía:

—¿El baile de trajes…? ¡Ah, sí! Yo iré vestido con el traje que llevaba para «La escuela del escándalo»… Te parece bien, ¿no?

Inmediatamente Guillermo forjó sus planes. Pasase lo que pasase él iría con el traje de rey de Roberto, con la estupenda corona de puntas y la joya en medio y con el estupendísimo manto escarlata, con su franja deslumbrante de algodón en rama. Después de todo, Roberto no se lo pondría y por otra parte, estaría muy mal que él, Guillermo, en una circunstancia tan apropiada como era la fiesta de la coronación, desperdiciase la oportunidad de presentarse con aquel traje. Al cabo de media hora ya estaba persuadido de que su deber de patriota le obligaba a llevar aquel traje. Además, no creía que tuviera que vencer grandes dificultades para obtenerlo. Sabía exactamente dónde estaba el traje. Se lo llevaría inmediatamente antes de dar comienzo la fiesta y lo restituiría en su lugar tan pronto como la misma hubiese terminado. Y, durante la fiesta, se mantendría completamente apartado de Roberto, lo cual, a su entender, no sería difícil, ya que su círculo social y el de Roberto no contactaban en ningún punto, y si estaba al tanto, evitaría cualquier colisión con Roberto.

La primera parte del plan funcionó a las mil maravillas. Toda la tarde del día anterior al del comienzo de la fiesta, Roberto estuvo ausente. Guillermo, al ir a acostarse, pasó por el cuarto de Roberto, entró en él y cogió el traje de rey del segundo cajón de la cómoda, que es donde su hermano lo guardaba. También había allí una túnica y unos pantalones de punto, que debían de llevarse debajo de la capa, pero Guillermo no se ocupó de ellos. Le vendrían muy anchos, tanto la túnica como los pantalones, y además Guillermo despreciaba el detalle, de modo que se limitó simplemente a tomar la corona y el manto. Lo recogió todo con mucho cuidado, dejando exactamente el cajón de la cómoda tal como lo había encontrado. Sabía que el traje «de época», para «la escuela del escándalo», estaba metido en una caja de cartón, en lo alto del armario ropero y que, por lo tanto, Roberto no iría a buscar nada en el segundo cajón de la cómoda porque allí, fuera del traje de rey, no había nada que buscar. Y, optimista como siempre, dio por descontado el éxito de su plan.

Y al principio, su optimismo pareció plenamente justificado, porque al día siguiente, a la hora del desayuno quedó claramente demostrado que Roberto no había descubierto su pérdida. Se presentó a desayunarse muy jovial, muy animado, y dijo que la noche anterior se había probado el traje de «La escuela del escándalo» y que realmente era un traje precioso y le sentaba muy requetebién. Hasta insinuó que era más que probable que con aquel traje le dieran un premio, y finalmente bromeó alegremente con Guillermo sobre su llamativa corona de cartón y su mantel de cocina.

Guillermo, creyendo que todavía quedaba algún riesgo de que la aprobación del traje de rey fuese descubierto si lo dejaba en su cuarto, se lo llevó secretamente al viejo granero, inmediatamente después del desayuno y se lo puso ante los admirados Proscritos. El manto que a Roberto le llegaba sólo a las rodillas, a Guillermo le llegaba hasta los pies y lo envolvía completamente, pero el efecto general era, indudablemente, magnífico.

—¡Hombre! —exclamó Pelirrojo—. Podríamos hacer nosotros también una coronación con ese traje, antes de la fiesta. Lo mismo que hacen en Londres. La fiesta no empieza hasta las dos y media, de modo que tenemos mucho tiempo hasta entonces.

—Muy bien —dijo Guillermo—. Hagamos la coronación y yo seré el rey.

Nadie le disputó este derecho. Al fin y al cabo, el traje era de Guillermo, y además, Guillermo era su jefe.

—Voy a ser Guillermo el Conquistador —dijo Guillermo.

—No puede ser —dijo Enrique—. Tienes que ser un Guillermo nuevo. Tienes que ser Guillermo V, porque ya ha habido cuarto en la Historia de Inglaterra.

—Seré Guillermo V y además, Guillermo el Conquistador, o, mejor dicho, seré Guillermo V el Conquistador.

—No puede ser —objetó Enrique—, porque Guillermo el Conquistador fue Guillermo I.

La discusión se transformó en una riña, la cual degeneró en pelea, para terminar en lucha libre, en la que todos tomaron parte hasta que sonó la hora de comer. Las familias de los Proscritos comían temprano aquel día para darles tiempo a que pudieran cambiarse de ropas y ponerse el traje de fiesta, y llegar a tiempo a Hadley, a las dos y media. Guillermo también se encaminó a su casa con cierta aprensión, dispuesto a esquivar la mano vengadora de Roberto con la habilidad consumada que era fruto de una larga práctica. Pero Roberto seguía plácido, sereno. Era evidente que, desde la hora del desayuno, no había ocurrido nada. Sin embargo, Guillermo se equivocaba. Aunque la desaparición del traje de rey no había sido descubierta todavía, no obstante desde la hora del desayuno había ocurrido mucho, y lo más importante era que Dalia había llamado por teléfono a Roberto y le había insinuado, con rara amabilidad, que ellos dos podían presentarse a la fiesta vestidos respectivamente de mendiga y de rey Cofetúa.

—¿No te parece que sería estupendo? —le preguntó ella—. A mí me parece magnífico. Y a ti, ¿qué te parece? ¡Nos divertimos tanto en aquella comedia! ¿No te acuerdas?

Había una melosidad en la voz de Dalia, que a Roberto se le subió a la cabeza, y por lo tanto, respondió balbuceando su conformidad en forma algo incoherente.

—Sí…, sí que… que me acuerdo… Me gus… gustará muchísimo —dijo—. ¡Qué co… qué colosal ha sido esta idea que has tenido…!

—¿Ya pensabas ir con ese traje acaso?

—Sí… sí… no… es decir, no. No sé… —siguió tartajeando Roberto—. Claro que ahora sí que iré… ¡No… no faltaba más! ¡Qué idea tan co… colosal has teni… ido! Estoy entusiasmado con ella. Yo… yo…

—Entonces, queda entendido —le interrumpió Dalia, quien sabía por experiencia que a Roberto, si no se le interrumpía, era capaz de continuar hablando eternamente—. Estaré allí a las dos y media o muy poco después.

Roberto colgó el auricular del teléfono, loco de entusiasmo. ¡Ella le había pedido que la acompañase, como pareja, en su traje de rey! ¡De rey Cofetúa! ¡Ella misma se lo había pedido! ¡Pero es que ella misma se lo había pedido personalmente a él! ¡Arrea! ¡Casi no podía llegar a creerlo! ¡Ella misma le había telefoneado pidiéndoselo! ¡Ja, ja! ¡Qué pequeño y qué ridículo quedaría Jameson! ¡Con la importancia que se había dado recientemente sólo porque Dalia le había telefoneado dos o tres veces! ¡Qué chasco se llevaría! ¡Ja, ja! ¿A quién había pedido ella que la acompañase a la fiesta? ¿A quién? ¿«A quién»? ¿A QUIÉN? ¿O quizás tendría que decir CON QUIÉN? Lo mismo daba. Él iba a acompañar a Dalia a la fiesta, vestido de rey Cofetúa, con ella, de pareja, vestida de mendiga. Jameson Jameson podía ponerse todo esto en la pipa y fumárselo. Se marearía más con eso que con el tabaco.

En aquel momento, Jameson Jameson apareció por la puerta principal. Parecía nervioso e intranquilo. Roberto lo recibió de un modo jovial y protector, dándose unos grandes aires de superioridad condescendiente, que, en circunstancias ordinarias habrían molestado soberanamente a Jameson; pero aquel día Jameson, a pesar de su aspecto deficiente y humilde parecía, además, preocupado.

—Oye, Roberto —empezó diciendo—, espero que no me tomes por un caradura, pero, he pensado que quizás podrías prestarme tu traje de «La escuela del escándalo», para que yo pudiera llevarlo a la fiesta, siempre, desde luego, que tú no lo necesites. Si tú lo necesitas, no hay nada de lo dicho, naturalmente. Como sé que tienes otro traje como disfraz he pensado que quizás no te pondrías ese que te he dicho. Que soy un caradura ya sé, pero, chico, las circunstancias me obligan a ello, porque yo no tengo traje para disfrazarme.

Roberto se quedó mirándolo en silencio, saboreando la ironía de la situación. Allí estaba Jameson, pidiendo que le prestara el traje de «La escuela del escándalo», seguramente con la intención de pavonearse con él ante los ojos admirados de Dalia, sin saber que a aquellas horas Dalia ya había escogido entre los dos y había pedido a Roberto que la acompañara de rey Cofetúa, mientras ella iría vestida de mendiga. El triunfo del momento hizo rebosar su corazón, y le llenó de un inmenso sentimiento de benignidad.

—De acuerdo, Jameson —le dijo amablemente—. No, no tenía la intención de ponerme ese traje que me pides y tengo un verdadero placer en poder prestártelo. Ahora mismo te lo voy a buscar.

Subió rápidamente a su cuarto, tomó la caja de cartón de encima del armario ropero, bajó otra vez y se lo entregó a Jameson. Tan contento y triunfante se sentía que todo lo que pudo hacer fue entregarle el traje a Jameson, muy serio, sin poder pronunciar una sola palabra más. Tan pronto como Jameson hubo desaparecido, se puso a bailar, él solo, un paso de «ballet», de una exultación, para dar salida a sus desbordantes sentimientos. No se preocupó en ir a buscar el otro traje porque daba por descontado que lo tenía a buen recaudo en el segundo cajón de la cómoda, y naturalmente, no iba a cambiarse de traje hasta después de la comida. Además, se hallaba demasiado excitado para cualquier cosa que no fuese imaginarse la escena que tendría lugar en la fiesta cuando Jameson, vestido y emperifollado con el traje «de época», de «La escuela del escándalo» le viese a él, en compañía de Dalia, disfrazados respectivamente de rey Cofetúa y de mendiga.

A la hora de comer no mencionó aquel cambio de plan. Y no mencionó nada porque él no estaba allí. Su espíritu estaba ausente. Estaba con Dalia en la fiesta de la coronación, llevando su disfraz de rey Cofetúa contemplando con envidia y desconsuelo por Jameson Jameson, emperifollado con su traje prestado que no servía para nada.

Inmediatamente después de comer Guillermo se fue al viejo granero, donde Pelirrojo, Enrique y Douglas le estaban esperando ya. Los tres habían entrado por completo en el espíritu y significado de la coronación. Pelirrojo había traído una carretilla, como carroza para la coronación, Douglas había traído un atizador y una pelota de fútbol, que habían de servir como cetro y orbe respectivamente, y Enrique, siempre bien informado, había traído un poco de aceite de máquinas en una lata que había cogido del garaje; éstos debían ser los sagrados óleos con que se ungiría al soberano.

—Te tenemos que echar esto encima —explicó Enrique a Guillermo—. Siempre se hace así.

—¿A mí? —exclamó indignado Guillermo—. ¿Echarme esa porquería a mí? ¡Narices! ¡De ningún modo!

—Entonces si no te ungen con eso, no quedarás bien coronado —dijo Enrique—. Un rey, para quedar bien coronado, tiene que quedar ungido y le han de echar aceite encima.

—Apuesto a que al de Londres no se lo echan —dijo Guillermo, refiriéndose a Su Graciosa Majestad el Rey Jorge VI de Gran Bretaña e Irlanda, Emperador de la India.

—Pues claro que se lo echan —dijo Enrique.

—¡Qué le van a verter semejante porquería en la cabeza! —dijo Guillermo, incrédulo, mirando con grandísima impresión aquel líquido espeso y viscoso.


—¡Qué le van a verter semejante porquería en la cabeza!


—Pues claro que se lo echan.

—Pues claro que sí —repitió Enrique.

Había algo muy convincente en el aire de autoridad con que Enrique hacía aquella afirmación y, por otra parte, Pelirrojo también afirmó que había leído en un periódico que ungían al rey con óleos durante la ceremonia, y óleos quería decir aceite.

—¡Arrea! —exclamó Guillermo, asombrado, y repitió—. ¡Arrea! ¡No es extraño que la gente diga que no es broma eso de ser rey!

Pero como él se tomaba la cosa en serio, decidió someterse a la ceremonia.

—Muy bien —dijo—, pero procurad no ensuciarme este manto, porque es de Roberto, y si lo echáis a perder luego va a armarse la gorda. Roberto no sabe que yo se lo he cogido.

Afortunadamente Guillermo no podía ver a Roberto en aquel momento. En efecto, Roberto estaba vertiendo en el suelo el contenido de todos sus cajones, en una frenética búsqueda del manto y la corona que no aparecían por ninguna parte.

La ceremonia en el viejo granero siguió su curso. Colocaron a Guillermo sentado en el trono, o sea el cajón de embalaje, que era lo que más se acercaba a la categoría de mueble de todo lo que tenían en el granero, y Enrique le vertió sobre la cabeza el aceite de máquinas, acompañado de un real aullido.

—¡Eh! ¡Salvaje! ¡Que ya es bastante! ¡Me vas a echar a perder toda la ropa!

A continuación Douglas le quitó el aceite con un trapo, lo mejor que supo y pudo, y Pelirrojo le colocó solemnemente la corona en la cabeza, diciéndole:

—¡Levántate, rey Guillermo V!

—Apuesto a que eso no se hace así —dijo Guillermo, tragándose un poco de aceite de máquinas, que escurriéndose por la mejilla se había escapado del trapo de Douglas—. ¡Arrea! ¡Eso sabe a demonios! Lo siento por el de Londres si le ha entrado en la boca lo mismo que me ha entrado a mí. Bueno, sea como sea, lo cierto es que ahora soy rey y…

—Primero tienes que regresar a palacio en la carroza —le interrumpió Pelirrojo, dándose enorme importancia—. Aquí estamos en la Abadía de Westminster, y tú ahora tienes que volver al Palacio de Buckingham, en carroza.

—Muy bien —dijo Guillermo, que ya empezaba a resentirse de la forma como le trataban y le organizaban la vida—. Muy bien. Y después de todo eso, empezaré a ser un rey de veras.

Se acomodó bien que mal en la angosta carretilla, y los otros tres lo llevaron a dar unas cuantas vueltas por el campo contiguo. Guillermo intentó imaginarse que el campo estaba lleno de una multitud que le vitoreaba, y empezó a saludar con la cabeza a intervalos, pero tan irregular era el terreno y tan errático el trayecto recorrido por la comitiva, que pronto se cansó de ello, ya que bastante trabajo tenía para conservar el equilibrio dentro de la carretilla. Después de haber descrito por última vez una gran circunferencia, el rey, con su comitiva, regresó al viejo granero.

—Ahora ya estás en tu palacio —le dijo Pelirrojo.

—Muy bien —dijo Guillermo—. Entonces, ahora voy a empezar a ser un rey de veras. Hasta este momento no puede decirse que me haya divertido mucho, ya que me he tragado aceite y he estado a punto de caerme de la carretilla varias veces. ¿Qué hacen ahora los reyes? Quiero decir, ¿qué hacen cuando están en su palacio?

—Creo, sencillamente, que se dedican a visitar cosas, a inaugurar otras, y a pasar revista a las tropas.

—Bueno, pues yo no voy a hacer nada de eso —dijo Guillermo firmemente—. Yo voy a hacer como esos reyes de la historia que iban contra los rebeldes y los derrotaban.

—Pero actualmente ya no hay rebeldes —le dijo Enrique.

—Apuesto a que sí. Claro que no van por ahí diciendo a todo el mundo que son rebeldes. Apuesto a que si los buscara bien, los encontraría. Es lógico que tiene que haber rebeldes. Lo que pasa es que la gente no se molesta en tratar de descubrirlos, y luego, cuando estalla la rebelión, ya es demasiado tarde. Yo voy a buscarlos y a destruirlos, ahora que soy rey, y voy a vencerlos en toda la línea.

Los otros tres se lo miraron algo aprensivamente Guillermo nunca se daba cuenta de dónde terminaba la imaginación y dónde principiaba la realidad.

En el reloj de la iglesia del pueblo dieron las dos.

—Ya es hora de ir a Hadley —dijo Pelirrojo, entre aliviado y decepcionado, ya que la idea de Guillermo de ir a la caza de los rebeldes, una vez puesta en práctica, habría resultado probablemente algo emocionante.

Por la carretera de Hadley se veía transitar en dirección a ese pueblo una gran muchedumbre. La mayoría de las personas iban disfrazadas.

—No puedo ir por la carretera —dijo Guillermo—. Tendré que dar un rodeo por los campos, porque no quiero encontrarme con Roberto. No sabe que me he puesto sus cosas.

En aquel momento Roberto, desesperado, con los ojos desorbitados, buscaba frenéticamente el traje perdido en el dormitorio de Guillermo. Sólo llevaba la corta túnica y las largas medias de punto, junto con las calzas «de época». Pero ¿qué era aquello sin el manto y la corona? En el ropero de Guillermo encontró el rojo mantel descolorido de la cocina y la corona de cartón. Entonces se iluminó su mente y comprendió lo ocurrido. El demonio de su hermano había empezado a hacerse un traje de rey, pero, desesperado del mal resultado conseguido, había abandonado la ímproba tarea y se había apoderado del manto y de la corona de Roberto.

«¡Espera a que te coja! —murmuró fieramente para sí—. ¡Espera a que te coja y verás!».

Pero, de momento, su sed de venganza tuvo que esperar. El tiempo iba transcurriendo, y si no se daba prisa, la mendiga de su pareja estaría esperándole a la entrada del terreno donde tenía que celebrarse el baile y concurso de disfraces. La idea de hacer esperar a Dalia era algo superior a las más descabelladas fantasías de la imaginación. El reloj acababa de dar las dos. Tenía que ir a Hadley sin más pérdida de tiempo, y tenía que ir allí disfrazado de rey. Su pareja, la ilustre mendiga, no se lo perdonaría nunca si no comparecía ataviado de rey. Rechinando los dientes, volvió a murmurar:

—¡Espera a que te coja! ¡Espera a que te coja y verás!

Viendo que no tenía otro remedio, se puso en la cabeza la corona de cartón y arrancando brutalmente la desdichada imitación de armiño que había pegado Guillermo al manto, se embozó en el mantel rojo y, dando un portazo, se encaminó apresuradamente a Hadley.

Guillermo y los Proscritos entraron en Hadley por un sendero campestre que desembocaba en un camino carretero y de allí a un laberinto de callejuelas. Las callejuelas suburbanas estaban casi completamente desiertas, porque toda la población de Hadley estaba en el prado donde iba a tener lugar la gran fiesta, o esperaba a lo largo de las calles principales a que pasase el desfile de carrozas.

—Vamos a ver el desfile de carrozas —sugirió Pelirrojo.

—No, vamos directamente al prado —dijo Enrique—, y así podremos subirnos a los tiovivos antes de que lleguen los otros. Yo creo que mi plan es acertado.

—Ni lo uno ni lo otro —dijo Guillermo—. Yo voy en busca de los rebeldes. Apuesto a que éste será el momento elegido por ellos para reunirse. No hay casi nadie en el pueblo, y toda la policía está guardando el orden por las calles que debe recorrer el desfile de carrozas. Es el momento más adecuado para que vengan los rebeldes y se pongan de acuerdo sobre lo que van a hacer. Al menos, así lo haría yo si fuese rebelde, sin titubear.

—¡Vamos, hombre! —le dijo Douglas—. ¡Ya te he dicho yo que no hay rebeldes hoy en día!

—Bueno, como quieras —dijo Guillermo—. Mira: tú y Enrique os vais a la fiesta y Pelirrojo y yo nos quedaremos aquí para descubrir a los rebeldes, y te apuesto lo que quieras a que descubrimos unos cuantos rebeldes.

—Muy bien —dijo Douglas, pero añadió ansiosamente, porque la actitud de Guillermo, como de costumbre, era de una gran convicción—, vendrás luego a buscarnos si no los encuentras, ¿verdad? Estaremos junto a la entrada.

—Sí —le prometió Guillermo—. Y será mejor que nos dividamos, porque si no a lo mejor les infundimos sospechas al ver que vamos buscándoles en grupo. Se pondrían en guardia si vieran que vamos los cuatro juntos en su búsqueda. Tú y Enrique os vais al prado y yo y Pelirrojo nos quedamos aquí y yo ya os enviaré a Pelirrojo tan pronto como hayamos cazado a un rebelde. O a más de uno. Porque será estupendo llevarlos encadenados al final del desfile. Lo que pasa es que no tenemos cadenas.

Así pues, Douglas y Enrique se fueron al prado, y Guillermo y Pelirrojo echaron a andar por las callejuelas desiertas. Pasaron unas cuantas carrozas, muy bien adornadas, que llegaban con retraso. Frente a una taberna había una de esas carrozas, con la inscripción: «G. Perkins, Carnicero», toda ella decorada con guirnaldas de papel rojo, blanco y azul, y en el centro una isla de palmeras de salón. En la esquina había un grupo de hombres apoyados en la pared. Al llegar allí Guillermo y Pelirrojo, uno de aquellos hombres apoyados en la pared daba furtivamente unas hojas de papel a otro hombre, que desapareció en seguida.

Rápidamente Guillermo se llevó aparte a Pelirrojo, diciéndole muy excitado:

—Rebeldes. ¿No ves?

—¿Qué? —dijo Pelirrojo.

—Esas hojas de papel. Son planos y documentos secretos. Mapas que ponen dónde tienen que reunirse para iniciar la rebelión. Pero, tú te habrás dado cuenta de que son rebeldes, ¿no? Tienen todo el aspecto de rebeldes. Pasemos junto a ellos y escuchemos lo que dicen. Vamos.

Y, dicho y hecho, pasaron muy lentamente por delante del grupo. Un hombretón de aspecto rudo y corpulento, con una nariz como una berenjena y la cara sin afeitar parecía ser el centro del grupo. El hombretón miró a Pelirrojo y a Guillermo, y escupió en el suelo desdeñosamente. Luego continuó diciendo:

—Siempre he sido partidario de la «Anarquía». Toda la vida.

Guillermo agarró del brazo a Pelirrojo y se lo llevó de nuevo aparte.

—¿No has oído? —le susurró al oído—. Es un rebelde. Quiere la anarquía. Dice que es partidario de la anarquía. Claro que es un rebelde. ¿No te lo dije? Volvamos sigilosamente allí a ver qué más podemos oír.

Los dos volvieron a pasar junto al grupo de hombres. El hombretón corpulento estaba diciendo algo como:

—… Diez a uno… Corrió en las Carreras de Caballos de Newmarket…

Cuando se hallaron fuera del alcance de los del grupo, Pelirrojo dijo a Guillermo:

—¿Lo ves? Están hablando de carreras de caballos.

—¡Ah! —exclamó Guillermo con aire de profunda sabiduría—. Hicieron ver que hablaban de caballos tan pronto se dieron cuenta de que estábamos escuchándoles. El gordo les hizo una seña y todos hicieron como si realmente estuviesen hablando de carreras de caballos. Supongo que eso es lo que suelen hacer siempre que se dan cuenta de que hay alguien escuchándoles.

El grupo de hombres de la esquina se estaba dispersando. El corpulento de nariz de berenjena, junto con otros dos hombres delgados, vestidos con un voluminoso gabán con cinturón, con el que habrían podido abrigar al menos cuatro como ellos, subieron al camión y se quedaron allí sentados, detrás del volante, hablando en voz alta.

—Voy a escuchar lo que dicen —dijo Guillermo—. Apuesto a que están ultimando los planes para la rebelión. Ve y díselo a Douglas y a Enrique. Diles que los hemos descubierto. No me sorprendería que llevaran bombas con la intención de hacerlas estallar en la fiesta.

En la calle no había nadie más que la carroza detenida frente a la taberna con los hombres detrás del volante. Guillermo empezó a subir a la parte trasera de la carroza.

—¡Oye! —le dijo Pelirrojo—. ¿No sería mejor que…?

—Vete en seguida a decírselo a Douglas y a Enrique —le dijo Guillermo.

Ya se había subido a la carroza y estaba detrás del asiento del conductor, oculto por un trozo de guirnalda azul.

—¡Pero, oye…! —volvió a gritarle Pelirrojo.

Pero el camión, o carroza, o llámese como quiera, se puso en marcha, dando una sacudida tal, que precipitó a Guillermo en medio de las palmeras de salón.

Guillermo se sentó en el suelo del camión, se frotó la cabeza, volvió a colocarse la corona, que se le había caído, arregló de nuevo el centro de palmeras de salón, saludó con la mano a Pelirrojo, en un gesto que bien pudiera haber sido de despedida final, o de triunfo, o de exhortación, y desaparecieron él y carroza por la esquina de la primera calle a la derecha.

Pelirrojo se dirigió a toda prisa al prado.

Por otra parte, Guillermo, despacio y con cautela, volvió a situarse en el lugar que ocupaba al arrancar el camión detrás del asiento del conductor, pero aquel lugar era francamente difícil porque no sólo el ruido del motor ahogaba completamente la conversación que seguramente se estaba cruzando entre los hombres, sino que los frecuentes bandazos del vehículo lo mandaban una y otra vez sobre las palmeras de salón. Finalmente decidió no moverse de donde estaba. Quizás el motor dejara de hacer aquel estruendo más adelante. De todos modos, ya estaba cansado de tanto batacazo y aunque no había nadie allí para verle, Guillermo tenía la impresión de que las calles desiertas estaban llenas de gente que les vitoreaba sin cesar. Había en aquella carroza una cierta dignidad y categoría, totalmente ausentes de la carretilla de Pelirrojo. En aquel momento Guillermo era el rey que regresaba a su palacio después de haber sido coronado en la abadía de Westminster. Sentado en la maceta de una palmera de salón, Guillermo saludaba gravemente y con grandísima dignidad a regulares intervalos ante una imaginaria multitud que le ovacionaba entusiásticamente. De pronto la carroza torció para penetrar en la calle Mayor, y fue a ocupar su lugar al final del desfile de carruajes comerciales profusamente adornados.

La calle Mayor sí que estaba atiborrada de una muchedumbre aclamadora y entusiasta, pero para Guillermo casi no había diferencia, en cuanto a la realidad, entre aquella muchedumbre y la otra muchedumbre imaginaria a la que tan gravemente y con tanta dignidad había saludado al pasar por las calles desiertas. El desfile entró por la verja del prado y fue pasando, desfilando mejor dicho, ante el estrado donde estaban reunidas las autoridades locales. El estruendo más o menos musical de los tiovivos y los gritos de alegría de los que habían acudido allí a divertirse con todas sus fuerzas, resonaban por doquier. Guillermo estaba tan absorto en su papel de rey ungido que se olvidó de todo lo demás, hasta que, de pronto, algo le hizo bajar de las nubes. Por encima de las cabezas de la muchedumbre, Guillermo se encontró con la mirada de Roberto. Nada menos que con la mirada del mismísimo Roberto. Era una mirada colérica y acusadora, una mirada que brillaba con la anticipada alegría de la venganza… Roberto llevaba en la cabeza la corona de cartón, y sobre los hombros el rojo mantel descolorido.

Roberto, que había venido corriendo desde el pueblo a Hadley, había llegado al lugar de la cita a la hora en punto. Y allí había tenido la primera sorpresa, porque el traje que llevaba Dalia distaba mucho de ser un traje de mendiga. El traje (de lamé de plata) que había llevado para representar el papel de mendiga en la comedia, había sido abiertamente criticado por sus enemigos; pero el traje que llevaba ahora era de seda rameada, de corte versallesco, completado con una gran peluca blanca de tirabuzones y un enorme sombrero de alas inmensas, tipo Gainsborough. Dalia se quedó mirando fríamente a Roberto.

—¿Se puede saber qué es lo que llevas en los hombros? —le dijo.

—Es mi manto —respondió Roberto también con alguna frialdad en la voz—. No pude encontrar el otro. Se ha extraviado el que tenía.

La mirada de ella se dirigió a la corona.

—¿Y eso? —volvió a preguntar—. ¿Qué te has creído que es eso? ¿Dónde crees estar? ¿Es una fiesta de final de curso de una escuela de párvulos? ¿Sacaste eso de la papelera o del cubo de la basura? Evidentemente consideras que no vale la pena molestarte lo más mínimo por mí.

—Pues precisamente —dijo mirándola de pies a cabeza—, tú no te pareces en nada a una mendiga, que digamos.

Ella echó la cabeza hacia atrás, con un gran gesto que hizo relucir la peluca y el sombrero, y exclamó dramáticamente:

—¿Cómo te atreves a insultarme?

—No te insulto —dijo Roberto manteniéndose firme—, sólo digo que una mendiga no puede llevar el traje que tú llevas.

—Y si tú crees que un rey puede llevar los andrajos que tú llevas —dijo Dalia con un tono sarcástico, realmente aniquilador—, lo siento por ti. No sé por qué razón tengo que rebajarme a justificarme ante ti, pero para que lo sepas te diré que voy vestida de mendiga, después de haberse casado la mendiga con el rey, y no antes. Si tú te has creído que me voy a poner unos harapos sólo para complacerte, permíteme que te diga que andas muy equivocado.

—Estoy convencido de que eres incapaz de hacer nada por complacerme —dijo Roberto, oscilando entre el patetismo y la altivez.

—¿Ah, sí? —dijo Dalia, echando otra vez atrás la cabeza con todos los rizos de la peluca—. Pues permíteme que te diga que no encontrarás a ninguna chica que quiera ir de pareja contigo con esa triste figura.

—¿Triste figura yo? —exclamó Roberto—. Me gusta la frescura. Lo… lo que yo digo —añadió, habiendo triunfado por fin el patetismo de la altivez—, es que no tenemos que pelearnos ahora por eso. Va… vamos a dar una vuelta por ahí, como si no hubiera pasado nada, ¿quieres?


—… no encontrarás a ninguna chica que quiera ir de pareja contigo…

Los dos echaron a pasear por el prado, mientras Roberto estaba ojo avizor, esperando detectar la presencia de Guillermo. Si se encontraba con el sinvergüenza de su hermano llevando la corona y el manto nada en el mundo podría impedirle que ejecutara inmediatamente su venganza en aquel mismo lugar.

Dalia, por otra parte, parecía estar muy preocupada e ignoraba todos los esfuerzos que hacía Roberto para mantener una conversación amistosa.

—Vamos a la barraca de los cocos, ¿eh? ¿Qué te parece? —dijo Roberto por fin.

Roberto era bastante hábil en tirar a los cocos, y confiaba en restablecer su prestigio a los ojos de Dalia, con sus proezas.

—Bueno —dijo Dalia sin mucho interés.

Fueron a la barraca de los cocos, Roberto pagó y le entregaron seis pelotas. Las disparó una tras otra, con grandes y elegantes movimientos de brazo y mucha confianza en sí mismo. Un coco…, dos…, tres. Tres cocos derribados en seis pelotazos. No estaba mal. Seguramente ahora Dalia ya se sentiría algo diferente en el concepto que él le merecía. Roberto se volvió hacia ella con una sonrisa de complacencia para recibir sus plácemes…, pero Dalia no estaba allí. La sonrisa de complacencia se desvaneció de su rostro y se quedó pasmado y boquiabierto. Dalia se había ido. Se había escurrido silenciosamente, abandonándolo. Roberto se abrió paso entre la muchedumbre, buscando a la ingrata. De pronto la vio. La vio a cierta distancia. Estaba con Jameson. ¡Y Jameson estaba resplandeciente con su traje de «La escuela del escándalo»!

Roberto se dirigió hacia ellos pero, sin saber cómo, ellos lo esquivaron y volvió a encontrarse solo. Volvió a buscarlos. Los encontró de nuevo. Y de nuevo volvieron a esquivarlo. Era evidente que ambos huían deliberadamente de él. En los fugaces destellos que tuvo de su presencia, Roberto se dio cuenta de que Dalia y Jameson se reían y se hablaban con una confianza que no hizo sino aumentar su rabia. Toda la altivez y languidez de Dalia habían desaparecido. Dalia sonreía a Jameson, y éste sonreía con una ancha risa, complacidísimo, a Dalia. Realmente, Jameson estaba más parecido a un asno que nunca, pensó Roberto. ¡A un solemnísimo asno! Y sus trajes se acoplaban muy bien. Es decir, hacían muy buena pareja. De esto Roberto se daba perfecta cuenta. Como si lo hubieran decidido de antemano. Y de pronto, una espantosa sospecha se apoderó de Roberto. Quizá ya habían decidido de antemano ir de pareja, como una verdadera pareja del siglo XVIII. Quizá todo había sido una tremenda conspiración para dejarle a él en el ridículo. Quizás ella le había telefoneado rogándole que se vistiera de rey Cofetúa, diciendo que ella se vestiría de mendiga, con el único propósito de asegurarse de que él prestara el otro traje a Jameson, y después, con cualquier pretexto, abandonarlo e ir a reunirse con su rival, tal como a fin de cuentas había hecho.

Rechinando los dientes de rabia, Roberto fue a mezclarse desesperadamente con la multitud. Las personas a quienes sin darse cuenta empujaba, hacían observaciones poco halagüeñas sobre su mantel descolorido y su corona de cartón. Aquello le hizo pensar de nuevo en el origen de todas sus desgracias. La culpa de todo la tenía el grandísimo sinvergüenza de su hermano. (¡Espera a que te coja! ¡Espera a que te coja y verás…!). La multitud fue a apiñarse junto a la verja de entrada del prado. El desfile de carrozas hacía su entrada. Roberto fue llevado hasta allí por el torrente humano, y se quedó como quien dice aprisionado entre una mujer gordísima, que llevaba un gran cesto de compras, y un negro tocador de saxofón, cuya negrura se le iba despintando por el sudor que le corría por la cara. Las carrozas fueron desfilando lentamente. Pero a Roberto no le interesaban en absoluto las carrozas. Todas iban decoradas del mismo modo y con los mismos adornos de todos los años, y siempre eran las mismas las que ganaban los tres primeros premios. Este año iban adornados, además, con guirnaldas azules, blancas y rojas, y gran profusión de banderas británicas, pero, por lo demás, eran igual que el año anterior. Por lo visto los comerciantes de Hadley eran tradicionales en extremo.

Sumido en negros pensamientos Roberto contempló el desfile de carrozas, cargadas con diversos artículos comerciales, porque cada competidor tenía más interés en anunciar sus productos que en celebrar patrióticamente el gran acontecimiento. Pasaban ante Roberto, un comedor completo, adornado con guirnaldas, unos aparatos filtradores del agua, empavesados con banderitas británicas, imponentes bloques de mantequilla y quesos de imitación, coronados de rosas ajadas, unos maniquíes con trajes de la última moda de Hadley, con cintas rojas, azules, y blancas en el pelo… Y cerrando el cortejo, vino una pequeña carroza engalanada como las otras, y con un grupo de palmeras de salón en el centro, y en medio de ellas, una conocidísima figura, resplandeciente con su manto escarlata y su corona dorada. Roberto intentó abrirse paso entre la muchedumbre para ponerse en contacto con la real figura y ejercer en ella cumplida venganza, pero la muchedumbre estaba demasiado apiñada y Roberto no pudo pasar. No obstante…, el grandísimo sinvergüenza tendría que apearse de la carroza en un momento u otro y Roberto se proponía no perderle de vista hasta que se hubiese apeado, y entonces… ¡Oh! ¡Espera y verás…!

Toda la humillación de aquella tarde tenía por origen al grandísimo sinvergüenza de su hermano. Si él hubiera podido ataviarse con la corona y el manto del rey Cofetúa, era muy probable que, en aquellos momentos, hubiera estado paseándose con una Dalia sonriente y admirativa entre risas, tiros al coco y demás atracciones de feria, porque la sospecha que había tenido hacía un momento de que entre Dalia y Jameson se había urdido una negra conspiración con objeto de zafarse de él y divertirse ellos dos juntos en trajes de marqueses del siglo XVIII era algo demasiado horrible para poder ser tomado seriamente en consideración. Roberto volvió a intentar abrirse paso a codazos por entre la muchedumbre, marchando a lo largo del trayecto recorrido por las carrozas y mirando con ojos severísimos y amenazadores a Guillermo. Guillermo, viendo sus sueños de gloria progresar por los caminos de la realeza bruscamente destruidos, echó una rápida mirada a su alrededor, buscando la manera de escapar. Pero la única manera de escapar parecía ser, por paradójico que parezca, permanecer en el mismo sitio, sin moverse. Saltar del camión y perderse entre la multitud valía tanto como ponerse en manos de Roberto. Así, pues, Guillermo se quedó sentado en la carroza, entre la espada de la venganza de Roberto, y la pared del desconocido conductor del camión, dispuesto a echar a correr como un desesperado en el mismo momento en que el conductor descubriese su presencia en el camión y lo echase de allí sin contemplaciones, que era lo que indudablemente iba a ocurrir. Pero las carrozas se habían detenido, y el alcalde estaba haciendo un discurso desde el estrado y adjudicando premios. El alcalde estaba algo decepcionado con la falta de inventiva de los comerciantes e industriales de Hadley, porque no había habido ninguna variación fundamental en el adorno de sus carrozas durante los tres o cuatro años últimos, y aún aquella ocasión única, la coronación del rey, no les había inspirado otra cosa más que añadir algunas banderitas y cintajos tricolores a sus vehículos. Había, sin embargo, según dijo el alcalde, una excepción. Y era su deber y un placer además de felicitar al dueño de esta única carroza por la audacia de su idea y la originalidad del modo cómo la había puesto en práctica. El señor Perkins había tenido la idea de representar a un rey niño, idea que al mismo tiempo conmemoraba el histórico acontecimiento de la jornada y lo relacionaba con la idea de la juventud y simpatía, características del imperio que heredaba en aquellos momentos el rey que estaba siendo coronado en Westminster. Era una idea conmovedora, una idea patriótica, una idea que denotaba un profundo sentido de los valores espirituales. (Fue en aquel preciso momento cuando el estupefacto señor Perkins se apeó de su asiento tras el volante y vio por primera vez al extraño cargamento que llevaba). Mientras tanto Guillermo había permanecido sentado en la maceta de una de las palmeras de salón, con la cara seria y la expresión inescrutable, la vista aprensivamente fija en Roberto, dispuesto a anticiparse en cuanto viera el menor movimiento agresivo de Roberto.

El alcalde dijo por fin que tenía sumo placer en conceder el primer premio al señor Perkins. Se daba perfecta cuenta de que había otras carrozas más elaboradamente adornadas, pero aquella, la del señor Perkins, era la única que había estado concebida según una idea totalmente nueva de decorado, muy adecuada al espíritu de la ocasión. El señor Perkins, rascándose la cabeza muy perplejo y mirando a Guillermo, como si estuviera fascinado, se adelantó a recoger el primer premio. A continuación se entregaron los demás premios a los otros ganadores y, poco a poco la muchedumbre empezó a dispersarse. Había llegado el momento en que Guillermo tendría que dar a alguien cuenta de sí mismo… El señor Perkins volvía a su carroza. A pesar de haber ganado el primer premio, un gran diploma impreso en letras de oro, tenía en su cara la expresión del hombre a quien acaban de tomarle el pelo y está dispuesto a enterarse del motivo a toda costa. Junto a la carroza también esperaba Roberto con los labios apretados y en los ojos una mirada de grave determinación que Guillermo conocía demasiado bien. Y entonces, como por milagro, vino la salvación de Guillermo.

Alguien le ayudó a apearse de la carroza y le presentó al diputado por Hadley y a su esposa. El diputado y su esposa le estrecharon la mano y le cumplimentaron sobre la corona, el manto, y el efecto general.

—Tienes que estar muy orgulloso de haber ganado el primer premio —dijo la esposa del diputado.


Y le presentaron al diputado por Hadley y a su esposa.

—¿Eres el hijo del señor Perkins? —le preguntó el diputado.

—No. No lo soy —tuvo que decir súbito Guillermo.

Y a continuación se extendió en un larguísimo relato sobre su nombre y su edad, repitiendo varias veces la misma información, consciente durante toda la interminable explicación de la presencia a un metro o poco más de distancia, de Roberto, plantado como una inexorable alegoría del destino. El diputado y su esposa vivían en Londres y tenían el aspecto elegante y distinguido, propio del mundo social en que vivían, más elevado en elegancia y buenas maneras que el de Hadley, de modo que seguro que Roberto no osaría atacar a Guillermo en su presencia. Guillermo ya les estaba informando de su edad por quinta vez, y estaba a punto de informarles de su nombre por la sexta, y el diputado y su esposa era obvio que esperaban el momento de poder dar fin sin demasiada brusquedad a la entrevista, cuando, de pronto, Guillermo tuvo una gran idea. Una idea genial. Una idea despampanante. Se volvió hacia el pálido espectador de la venganza que era Roberto, y dijo:

—Les presento a mi hermano. Fue él quien me prestó estas ropas, de lo contrario no habría podido venir disfrazado de rey.

El asombro, la indignación y la furia se presentaron en rápida sucesión en el rostro de Roberto, el cual, sin embargo, tuvo que adoptar una expresión sonriente y cortés cuando el diputado y su esposa le estrecharon la mano, felicitándole.

—Ha sido usted muy amable y comprensivo —le dijeron.

—En absoluto —murmuró Roberto.

—Él tuvo la amabilidad de ponerse mis ropas, de modo que yo pudiera llevar las suyas para el desfile de carrozas —siguió diciendo Guillermo, emocionado.


—Él tuvo la amabilidad de ponerse mis ropas.

—¡Qué desprendimiento! —exclamó la esposa del diputado.

—¡Cuánta generosidad! —exclamó el diputado.

—¿Quieres que cambiemos de ropas, Roberto, ahora que ya ha terminado el desfile? —siguió diciendo Guillermo—. Y muchas gracias por habérmelas prestado.

Roberto no pudo hacer otra cosa más que murmurar su asentimiento. Entregó a Guillermo el mantel descolorido y la corona de cartón, y en cambio, se puso él la corona de metal dorado y se echó el manto escarlata sobre los hombros. Evidentemente, el miembro del parlamento y su esposa, al revés de Guillermo, consideraban ya agotadas las posibilidades convencionales de la situación y ya empezaban a dar la vuelta para irse, a pesar de que Guillermo les informaba de nuevo su edad, cuando una muchacha se reunió con ellos.

—¡Hola, mamá! ¡Hola, papá! —exclamó.

Y sonriendo al ver a Guillermo, añadió:

—¿Ése es el muchacho que iba en la carroza?

—Sí, hija mía —dijo la madre—, y éste es su hermano, que tuvo la gentileza de prestarle el disfraz.

—¡Qué hermano tan simpático! —exclamó la muchacha sonriendo a Roberto—. El mío nunca me presta nada.

Roberto se quedó mirándola, mudo de asombro y sonrojadísimo, porque aquella era la muchacha más hermosa que había visto en su vida. Dalia Macnamara no valía un rábano comparada con ella. Y hasta para Roberto era evidente que el traje que llevaba aquella muchacha era muchísimo más elegante que el de otra muchacha cualquiera, en muchos kilómetros a la redonda. Era un tipo de muchacha de esos que sólo se ven en el cine.

—¿No es espantoso? —dijo todavía la muchacha dirigiéndose a Roberto—. No conozco ni un alma aquí. Eso demuestra lo mal que lo hago, como hija de diputado.

—¿Quiere usted venir conmigo? —preguntó Roberto, asombrado él mismo de que automáticamente se le hubiese soltado la lengua—. Le enseñaré todo lo que hay por ver en esta fiesta.

—¡Oh, sí! Me gustará mucho —dijo ella—. Será muy divertido.

Y se fueron por ahí los dos juntos. Pasaron junto a Jameson y Dalia. La hija del diputado estaba riendo de algo que acababa de decirle Roberto. Roberto pasó como si no viera ni a Jameson ni a Dalia. Dalia sí que lo miró, horrorizada, ofendidísima y luego se volvió hacia el inocente Jameson armándole una escandalera injustificada y para él inexplicable.

Guillermo se mezcló con la multitud en busca de los Proscritos. Había decidido no preocuparse más con los rebeldes, los reyes y las coronaciones. Había pasado unos momentos muy difíciles aquella tarde y pensaba descansar de sus trifulcas en los tiovivos, o en el tubo de la risa o en los autochoques.