TODAS LAS NOTICIAS
Las continuas lluvias habían puesto fin a las actividades normales de los «Proscritos». El juego de pieles rojas, si se juega bajo chaparrones incesantes, acaba por aburrir, y hasta la interesantísima diversión de piratas pierde su encanto cuando se llega a cierto grado de humedad.
Así los «Proscritos» se reunieron en el desvencijado cobertizo y, desde tan inadecuado refugio, contemplaron, desanimados, la lluvia.
—Parece como si nunca fuera a parar —dijo Pelirrojo, con sombrío interés.
—Quizá no pare nunca —insinuó Enrique—; tal vez sea este el fin del mundo.
—Apuesto a que yo seré la última persona que quede viva entonces —exclamó Guillermo, jactancioso—; porque sé flotar de espaldas, horas y horas, y «horas…».
—El «flotar» de nada servirá —objetó Douglas—; te comerían los peces.
—¿Ah, sí? —respondió Guillermo, con desdeñoso énfasis—. ¿Lo crees así? Me llevaría un cuchillo grande en un bolsillo y una pistola en el otro, y…
—No dispararía; estaría demasiado mojada —interrumpió Pelirrojo.
—Sí que dispararía… Llevaría balas especiales. «Apuesto» a que sí.
—¿Queréis callar ya con vuestras balas, peces y todo eso? —exclamó Enrique, impaciente—. Pensemos en algo que hacer.
—¿«Qué» queda por hacer? —contestó Guillermo, irritado por aquella interrupción de la descripción que estaba haciendo de sí mismo como único superviviente en un mundo sumergido—. Yo nadaría hasta llegar a la montaña más alta del mundo, que aún asomaría un poco fuera del agua y me quedaría allí hasta que dejase de llover y entonces bajaría y me pasearía por todas partes, metiéndome en las casas de todo el mundo, y en las tiendas, y sacaría todo de todas las tiendas, y usaría las cosas de todo el mundo…
—Todo estaría «mojado» —objetó Pelirrojo.
—Pronto se secaría. Yo lo secaría. Encendería hogueras.
—No podrías. El carbón estaría todo mojado.
—¿Querréis callaros? —repitió Enrique—. ¿Qué hacemos ahora?
—Escribamos un periódico —propuso Douglas, de pronto.
Sus compañeros le miraron con interés.
—¿Un periódico? —dijo Guillermo, lentamente, como si sometiera el asunto a madura reflexión.
—Sí —contestó Douglas—; podíamos escribirlo, y uno de nosotros sería el director. El director es una especie de jefe…
—Lo seré yo —intercaló, apresuradamente, Guillermo—… y cada uno de nosotros puede escribir algo, igual que en un periódico de verdad.
—Y, ¿cómo lo imprimiremos? —inquirió Enrique.
—Oh, todo eso ya lo arreglaremos después. Hay que «escribirlo» primero.
Enrique miró, algo sombrío, a su alrededor. El cobertizo tenía las paredes desnudas, el suelo encharcado y el techo goteaba sin cesar. No contenía más muebles que unas cuantas cajas de embalaje vacías que los «Proscritos» acostumbraban usar para sus juegos los días de lluvia, y un rollo de cuerda vieja.
—No parece haber gran cosa con qué «escribir» un periódico —dijo.
—No nos costará trabajo «conseguir cosas» —contestó el que se acababa de erigir en director, con gesto severo—. Si sigues poniendo «convenientes», nunca haremos «nada».
—«¡Convenientes!» —exclamó Enrique, con sorpresa—. ¡Hombre, me gusta! ¡Que yo pongo «convenientes» cuando acabo de decir que aquí no hay «nada» con qué escribir un periódico! Pues míralo tú mismo. ¿Hay «algo» con qué escribir un periódico?
Guillermo contempló los cajones, el techo y el rollo de cuerda.
—No está mal para empezar —dijo, optimista—. De todas formas, no necesitamos más que un poco de papel y unos cuantos lápices, al principio.
—Bueno, y ¿los tenemos, acaso? —inquirió Enrique.
—No; pero no te cuesta ningún trabajo correr a buscarlos.
—Conque sí, ¿eh? —exclamó Enrique, indignado—. Y… ¿qué te parece a ti eso de que me moje todo?
—No creo que te haga daño —contestó Guillermo, sin conmoverse.
—No; y no creo que te haría a ti daño, tampoco.
—No; pero yo voy a estar muy ocupado preparando las cosas aquí.
—Y yo también —contestó Enrique, con determinación.
Sin embargo, se acordó, por fin, que tanto Enrique como Guillermo fueran en busca de material para el periódico. La expedición se hizo más interesante mediante el simulacro de que los «Proscritos» eran un ejército sitiado y Enrique y Guillermo dos héroes que se habían ofrecido a atravesar las líneas enemigas en busca de comida para sus hambrientos compañeros.
Pelirrojo, retorciéndose en el suelo del cobertizo, simuló, a satisfacción suya, la agonía del que sufre las punzadas de un hambre extrema. Nadie le hizo gran caso; pero a él le daba lo mismo. Se estaba divirtiendo de lo lindo.
Douglas le hizo la competencia, fingiendo comerse uno de los cajones que, según él, era un caballo muerto.
Guillermo y Enrique atravesaron, arrastrándose, el seto que representaba las líneas enemigas y cruzaron el prado en dirección a la carretera, donde se separaron.
Guillermo echó a andar por la carretera. Seguía lloviendo. Su paso oscilaba entre orgulloso y cauteloso, según dominara en su mente el pensamiento de su carácter de famoso director de periódico o de héroe que atraviesa las líneas enemigas en busca de provisiones.
Aún llovía. Alzó la vista con cierta aprensión no exenta de interés, hacia las humeantes chimeneas de una casa solariega. En ella residía el señor Bott, fabricante de la salsa Bott, con su mujer y su hija. El señor y la señora Bott carecían de importancia. No así la hija. Violeta Isabel Bott era una damita de seis años de edad, ceceo, rostro angelical y voluntad de hierro.
Cultivaba y usaba para sus fines particulares un chillido que hubiera hecho palidecer de envidia a la sirena de una fábrica y que se garantizaba capaz de reducir a cualquiera que se hallara a diez metros de ella a un estado de postración nerviosa. No se la había visto fracasar nunca. Guillermo temía y respetaba a Violeta Isabel Bott. Había estado ausente, de vacaciones con su familia, durante un mes; pero Guillermo sabía que había regresado el día anterior.
Esperaba que les dejase en paz aquel día por lo menos. La niña profesaba a los «Proscritos» un cariño que estos no compartían, a pesar de que se sentían completamente impotentes contra sus armas. De pronto recordó Guillermo que era director de un periódico famoso en el mundo entero y, soltando una risa de desdén, caminó, pavoneándose, carretera abajo.
Al acercarse a su casa, se encontró con un joven de cabello rizado y boca agradable que paseaba lenta y desanimadamente, con una caña de pescar en la mano. Al ver a Guillermo le dirigió una agradable sonrisa.
El severo rostro del muchacho no se dulcificó. Estaba bien enterado de quién era aquel joven y de qué significaba aquella sonrisa. Era un estudiante de la Universidad de Cambridge, que estaba pasando unos días en el pueblo, para dedicarse a la pesca. Se alojaba en la hostería.
Durante los primeros días, la pesca le había proporcionado satisfacción completa. El tercer día vio a Ethel, la linda hermanita de Guillermo, que tenía diecinueve años, y desde entonces, se había pasado la mayor parte del tiempo merodeando por los alrededores de la casa de los Brown, intentando hacerse amigo de Guillermo (que no le hacía caso) y tomando, sin autorización, fotografías de Ethel cuando esta se cruzaba con él en la carretera.
Aquel día el joven parecía excitado, a pesar de la lluvia. El día anterior, gracias a un golpe maestro de tacto y persistencia, se había hecho amigo del pastor protestante, siendo invitado por este a una fiesta que se celebraría aquella tarde en casa del reverendo señor.
Tenía muchas ganas de saber si Ethel asistiría también.
—Buenas tardes —dijo efusivamente a Guillermo.
—Buenas —contestó el muchacho, sin entusiasmo y sin detenerse.
A Guillermo le inspiraban un desprecio profundo todos los admiradores de Ethel. Como decía con frecuencia y amargura, no comprendía qué «veía» la gente en Ethel.
—Oye… aguarda un poco —dijo, con desesperación, el joven.
Guillermo, ceñudo aún, acortó el paso de muy mala gana.
—¿Va… oye… va a ir tu hermana a la fiesta del pastor, esta tarde? —preguntó el joven, ruborizándose.
Al hacer la pregunta, una de sus manos se deslizó hacia el bolsillo.
Guillermo se detuvo y su semblante se animó.
Una mano que se deslizaba hacia un bolsillo hacía cambiar de aspecto las cosas.
—¿Uh-huh? —inquirió, con la vista fija en la mano.
—Oye, ¿va a ir tu hermana a la fiesta que da el pastor esta tarde?
Guillermo conocía lo bastante el estado de ánimo del joven para comprender que, en aquel caso, le pagaría mejor una contestación afirmativa que una negativa.
—Uh —respondió.
—¿Quieres decir con eso que sí irá?
—Uh —respondió Guillermo.
El joven sacó media corona y se la metió, encantado, en la mano.
Guillermo, cerrando fuertemente el puño, para que no se le escapara, se batió en retirada, metiéndose en casa.
Su labor era recoger lápices. La de Enrique, agenciarse papel. Cuando Guillermo hacía una cosa, la hacía bien. Y eso es lo que hizo al ponerse a recoger lápices. Parecía atraer lápices como un imán. Salían de sus escondites en mesas, maletines, sillas, bolsillos y cajas y acudían a él en bandadas. Durante muchos días después, las personas mayores de la familia Brown no hicieron más que acusarse mutuamente, indignadas, de haberse quitado los lápices y no renació la calma hasta que el señor Brown llevó a casa, de la ciudad, una buena cantidad de lápices nuevos.
En la sala, Guillermo se encontró a Ethel leyendo una novela.
—¡Oye, Ethel! —dijo—. Vas a ir a la fiesta que da el pastor esta tarde, ¿verdad?
—No —respondió ella.
—Creí que irías.
—Pues te equivocas. Dije que tenía otro compromiso. No quiero ir a una fiesta tan aburrida. Y, a propósito —acabó diciendo, con fraternal grosería—, ¿a ti qué diablos te importa?
—¿A mí? Nada —contestó tranquilamente Guillermo, dirigiendo una mirada a su alrededor, para asegurarse de que no se ocultaban más lápices en el cuarto.
Luego, gritando un «Está bien, no me mojaré» a su madre, cuya voz se oyó suplicándole, desde arriba, que no se mojara, salió a la lluvia otra vez, con su colección de lápices metida en el bolsillo.
El joven se hallaba en la calle aún; pero de espaldas a él. En la mente de Guillermo brilló de pronto la idea de que la honradez exigía que informase al otro que Ethel no iría a la fiesta y que le devolviese (o por lo menos, ofreciese devolver) la media corona que, a no dudar, había obtenido mediante un engaño.
Afortunadamente, se acordó de pronto, y con alivio, de que era un espía disfrazado, portador de socorros para sus compañeros sitiados. Era preciso que lograse atravesar las filas de sus enemigos (uno de los cuales, naturalmente, era aquel joven de rizado cabello) y, agazapándose a la sombra del seto, logró pasar sin que el «enemigo» le viera.
El joven sacó media corona y se la metió, encantado, en la
mano.
Enrique se hallaba ya en el cobertizo con su «botín» de papel cuando llegó Guillermo. También él había hecho las cosas bien. Había cargado con un libro de dibujo sin estrenar, que pertenecía, en realidad, a su hermanita; las cuatro páginas centrales de su cuaderno de ejercicios (más de cuatro provocan comentarios y exigen explicación); todos los sobres y todo el papel folio que pudo encontrar y una hoja de papel malva, muy elegante, que había hallado en el escritorio de su madre.
Guillermo, además de los lápices se había apoderado de un bigote postizo y una peluca, compuesta, principalmente, de calva, que pertenecían a su hermano Roberto. Los había cogido para dar más lustre a su papel de director. Se los puso inmediatamente al entrar en el cobertizo. Luego, con aire de concentración, repartió papel y lápices. Los redactores (antes «Proscritos») se pelearon por los mejores cajones y los puntos más secos del suelo del cobertizo, ocupando, por fin, sus puestos y cogiendo lo que quedaba del papel y de los lápices, después de la pelea.
—Bueno —preguntó Enrique, sombrío—. ¿Cómo vamos a «empezar»?
—Tendremos que pensar en un nombre primero, supongo.
Hubo silencio, mientras pensaban los «Proscritos».
—«El correo diario de los “Proscritos”» —dijo Pelirrojo, por fin.
—¡Eso quiere decir que lo tendremos que hacer todos los días, llueva o no! —exclamó Douglas.
—Pues, «Correo semanal de los “Proscritos”», entonces —propuso Pelirrojo.
—«Ni» todas las semanas —afirmó Douglas, con determinación.
—¿Por qué no «Telégrafo de los “Proscritos”»? —inquirió Enrique.
—Porque «no» es un telégrafo, tonto —contestó Guillermo—; es un «periódico».
—Bueno, pues, ¿por qué no llamarlo «Correo de los “Proscritos” y del Distrito», como el que recibimos en casa? —propuso Douglas.
Nadie le encontró defectos al título. Fue adoptado por unanimidad.
—Ahora tenemos que escribir noticias —dijo, animadamente, Guillermo.
Estaba sentado, con su peluca y su bigote puestos, ante el cajón más grande.
—Pero… ¡si «no» hay noticias! —objetó Enrique—. No ha ocurrido nada más que llover.
—Bueno, pues di que ha estado lloviendo —le animó Douglas.
—No se puede llenar un periódico diciendo que ha llovido.
—Los periódicos no siempre llevan noticias —contribuyó Pelirrojo, con aire de profunda sabiduría—; di… dicen… pues… lo que piensan de… de las cosas.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó Enrique.
—Escriben de las cosas que no les gustan, o algo así —contestó Pelirrojo, sin mucha seguridad— y de la gente que hace cosas que a ellos no les gustan.
Guillermo se animó.
—Eso lo podríamos hacer muy bien —dijo.
Luego, tras breve deliberación, con el lápiz apretado contra el inseguro bigote y la cabeza ladeada, agregó:
—Bueno, empecemos todos a escribir de la gente que hace cosas que no nos gustan y empecemos ahora mismo.
Los «Proscritos» se manifestaron conformes.
Hubo silencio —un silencio interrumpido tan sólo por el goteo de la lluvia— al entrar en el cobertizo por las rendijas del tejado, y por los gruñidos de los «Proscritos».
De pronto, rasgó el silencio una voz aguda.
—¡Hola, Guillermo!
El llamado alzó la cabeza, lanzando un gemido.
Violeta Isabel, con botas de agua, gabán y gorro impermeables, se hallaba en el umbral, sonriendo feliz.
—Les hice dejarme venir —explicó—. Quería encontraroz a todoz y jugar con vozotroz. Conque chillé, y chillé, y «chillé» hazta que me dejaron.
Miró a su alrededor con gesto triunfal.
—¿Qué estaiz haciendo?
—Estamos escribiendo un periódico y… no… queremos… aquí… muchachas —dijo Guillermo, lentamente y con determinación.
—Pero… ¡zi yo también quiero ezcribir un periódico! —suplicó Violeta Isabel.
Guillermo hizo un gesto tan terrible, que se le cayó el bigote. Lo cogió y volvió a ponérselo, con mucho cuidado.
—Pues «no» lo escribirás —dijo en tono de irrevocable determinación.
Los azules ojos de Violeta Isabel se bañaron en llanto. Aquella era su primer arma. Guillermo, aunque no tenía la menor esperanza de obtener la victoria, tampoco pensaba dejarse vencer por su primer instrumento de ataque.
—Yo zé ezcribir también, ¡vaya zi zé! —gimió Violeta Isabel—. Yo zé ezcribir periódicoz también, ¡vaya zi zé! Yo zoy «buena» ezcritora, ¡vaya zi zoy! Y zé ezcribir zin faltaz, ¡vaya zi zé!
—Bueno, pues aquí no «vaz a ezcribir» —contestó Guillermo, despiadado, haciéndole burla.
Violeta Isabel se secó las lágrimas. Vio que eran inútiles y no era partidaria de desperdiciar efectos.
—Eztá bien —dijo, tranquilamente—. Entoncez chillaré. Chillaré, chillaré y chillaré hazta que me ponga mala.
Más de una vez había visto Guillermo cómo cumplía al pie de la letra su amenaza aquella temible damita. La contempló con respetuoso horror. Violeta Isabel, con expresión de maligna determinación en su angélico rostro, abrió la boquita.
—Bueno —dijo Guillermo, vencido—; anda; escribe si quieres.
Violeta Isabel se dispuso a hacerlo. Encontró en el suelo un trozo de mugriento papel y un lápiz con la punta rota, cosas, ambas, qué habían sido desechadas como inservibles por los demás, y se sentó, con el rostro querúbicamente iluminado, en el suelo, junto a Guillermo. Violeta Isabel adoraba a Guillermo. Miró a su alrededor, sonriendo.
—¿Qué ezcribo? —preguntó, llena de contento.
—Lo que quieras —contestó Guillermo, con brusquedad.
—Haré unaz palabraz cruzadaz —dijo ella.
Guillermo la miró por encima de su inestable bigote. A pesar de que era una solemnísima lata, había que reconocer que la muchacha tenía ideas.
—¿Qué hacez tú, Guillermo? —preguntó con dulzura.
—Estoy escribiendo un folletín —contestó él, con aire de superioridad.
Se inclinó para recoger su bigote y luego intentó pegárselo otra vez; pero parecía haberse agotado su potencia adhesiva y, tras unas cuantas intentonas infructuosas, se lo metió, subrepticiamente, en el bolsillo.
—¿No ze quiere pegar ya? —inquirió Violeta Isabel, compasiva—. ¡Cuánto lo ziento!
Guillermo no se dignó contestar.
—¿Estaz ezcribiendo un folletín, Guillermo? —prosiguió ella—. ¡Qué bien!
—A la gente que escribe periódicos —dijo Guillermo, con ferocidad— no se la permite hablar.
—Eztá bien —contestó Violeta Isabel, con dulzura—; a mí lo mizmo me da.
De nuevo reinó el silencio. Todos los «Proscritos» trabajaban animadamente, fruncido el entrecejo, mordidos los lápices, desgreñado el cabello, angustiados y mugrientos los semblantes.
—Puez zí que lo he acabado, ¡ea! —exclamó Violeta Isabel, con bríos.
—No puede ser —contestó Guillermo, con indignada sorpresa.
—Ya he acabado miz palabraz cruzadas —aseguró, de pronto, la niña.
—Enséñamelo —dijo Guillermo, con severidad.
La muchacha se lo dio.
1-Vertical: Lo que cierro y avro.
1-Horizontal: Lo que zoy.
Guillermo miró severamente aquellas líneas durante un buen rato.
—Bueno, y ¿cuál es la solución? —preguntó, por fin.
—¿No lo adivinaz, Guillermo? —inquirió Violeta Isabel, en son de triunfo—. Ez «ojo»… O—G—O… y I—G—A… «hija».
—Lo que cierras y abres demasiado es la boca —dijo Guillermo, con desdén.
—No, zeñor, que yo abro y cierro mucho el ojo. ¡Zi lo zabré yo! ¡Vaya zi lo zé! Yo abro y cierro mucho el ojo. ¡Vaya que zí!
—Bueno, de todas formas, ojo no se escribe así.
—Entoncez, ¿«cómo» ze ezcribe?
Guillermo, que no estaba muy seguro tampoco, se apresuró a cambiar de conversación.
—Bueno, y ¿qué eres tú?
—Una hija, Guillermo.
—Tú no eres una hija, eres una chica.
—Zí que zoy una hija —contestó Violeta Isabel, con dulzura—. «Zé» que lo zoy. Y, zi no, pregúntazelo a mi mamá.
—Es un rompecabezas estúpido —dijo Guillermo, con desprecio.
—No, zeñor —contestó Violeta Isabel, sin inmutarse—: ez un rompecabezaz muy bonito. Debíaz de dar un premio de cien libras a quien lo adivinara, igual que hacen loz periódicoz.
—Bueno, pues «yo» no pienso hacerlo —contestó Guillermo, con determinación.
—Ya podríais callaros los dos —gruñó Pelirrojo, que se estaba tirando de los pelos y mordiendo el lápiz—. No me dejáis pensar.
—Cállate —le ordenó Guillermo a Violeta Isabel.
—Eztá bien, Guillermo —murmuró, mansamente, la niña—. A mí lo mizmo me da.
Violeta Isabel, una vez conseguido su objeto principal, sabía ser mansa como un cordero.
Durante unos minutos reinó un silencio interrumpido tan sólo por los suspiros y los gemidos del cuerpo de redactores.
Rompió, por fin, el silencio, Violeta Isabel, alzando de nuevo su voz aguda y tranquila.
—Yo no veo de qué zirve un periódico zi no lleva crímenez.
Todos la miraron. Ella sostuvo la mirada colectiva sin pestañear, y repitió:
—Yo no veo de qué zirve un periódico zi no lleva crímenez.
—Me alegraría que dejaras de interrumpir, «y» interrumpir, «y» «interrumpir» —dijo Guillermo—. ¿Cómo crees tú que vamos a poder hacer nada, si te empeñas en interrumpir «y» «interrumpir»?
Pero agregó (porque le habían intrigado de veras sus palabras):
—¿Qué quieres decir con eso de que un periódico no sirve para nada, si no lleva crímenes?
—Ziempre hay crímenez en loz periódicoz —contestó Violeta Isabel, con el gesto de superioridad que los «Proscritos» hallaban siempre tan molesto en persona de tan tierna edad—. Ziempre hay crímenez, y policía, y gente que va a la cárcel. Zi vaiz a hacer un periódico como ez debido, alguien tiene que «hacer» un crimen.
—Zi vaiz a hacer un periódico como ez debido, alguien tiene que
«hacer» un crimen.
—Está bien —exclamó Guillermo, picado por la forma en que aquella niña terrible usurpaba sus funciones de director—. Está bien, ¡anda y comete tú uno, pues!
Violeta Isabel se puso en pie de un brinco.
—Zí que lo haré, Guillermo —dijo con dulzura—. A mí me da igual.
Se oyó un colectivo suspiro de alivio al salir la diminuta figura. Y reinó el silencio, de nuevo, en el cobertizo.
* * *
Era evidente, por fin, que la mayoría de los «Proscritos» había acabado su tarea o, por lo menos, que el primer arrebato de inspiración empezaba a agotarse. Pelirrojo empezó a tirarle bolitas de barro a Douglas, mientras Enrique se dedicaba a dirigir, mediante una serie de diques, el riachuelo que las goteras habían formado en el suelo del cobertizo, hacia Guillermo. Este dijo, al fin:
—Bueno, ahora recojamos los papeles y hagamos el periódico.
—¿A qué precio lo vas a vender, Guillermo? —preguntó Pelirrojo, con optimismo.
—¿Quién crees tú que lo iba a comprar? —dijo Enrique.
—Apuesto a que cualquiera lo compraría de «buena» gana —exclamó Guillermo, indignado— ¡un periódico tan «bueno» como este!
Guillermo recogió los papeles, se montó encima del cajón más grande, intentó, por última vez, ajustarse el bigote, sin conseguirlo, se subió un poco la peluca (que le estaba demasiado grande) y empezó a leer. No creemos necesario advertir que en todos los informes enviados por el colegio a los padres de los «Proscritos» figuraba, en la casilla destinada a ortografía, la palabra «Mala» con monótona regularidad.
Enrique colaboró lo siguiente:
«CARAMELOS»
«Alguien devia de acer algo en eso de los caramelos. Asta los mas varatos son demasiado caros ay que ber mira que paguar a penique la onza los caramelos mas corrientes cuando a uno solo le dan dos peniques ala semana y una onza no dura nada. Devían acerlos mas duros y ademas para que duraran mas tiempo. La que decimos todos esque devia de acer alguien algo en eso de los caramelos ay que ver no se como la jente deja que siga este estado de cosas sin acer nada para que no siga. El govierno devia acer algo devian dar una supbension como que acen con minas y todo eso ay que ber que no acer lo que todos decimos ques…»
Ahí, aparentemente, se le había acabado por completo la inspiración a Enrique.
Este escuchó, ruborizado y todo de orgullo, cómo leía Guillermo su artículo.
—Esto está «la mar» de bien —comentó Guillermo.
—Sí; eso está la mar de bien —asintieron los otros, con verdadera sinceridad. (El rubor de su modesto autor se acentuó.)— Sí; lo pondremos el primero.
El artículo siguiente era de Pelirrojo. La ortografía de Pelirrojo no tenía nada que envidiar a la de los demás «Proscritos»; y además su genio literario desdeñaba tan artificial ayuda como, al parecer, consideraba la puntuación.
«DEBERES»
«No debian existir los deberes en el colejio y de todas formas lo que hay es demasiado y si no pensad en los pobres chicos que llegan a casa del colejio agotados y cansados y tienen luego que hacer deberes de latin y cuentas y francés y jografía y jometria y muchas otras cosas y que ver lo mucho que pide Markie fijaos en nuestros padres y nuestros hermanos mayores ellos no tienen que hacer deberes cuando vuelven a casa agotados del trabajo y cansados por que nos lo hacen hacer a nosotros eso es desgastarnos la cabeza del todo debió prohibir la ley los deberes y los maestros que los dieran debian ir a la carcel y los debian ahorcar debian considerarse igual que crueldad eso es lo que yo opino de los deberes».
Los «Proscritos» recibieron la lectura de esta colaboración con entusiasmo.
Guillermo cogió el artículo de Douglas. Llevaba por título: «LaBARSE».
—«Cuando pensamos en la question de labarse —leyó Guillermo— resulta una question de…». No puedo leer esta palabra.
—B-l-T-L —deletreó Douglas, algo molesto—; vital.
—¿Vital? ¿Qué es «vital»? —interrogó Guillermo—. Nunca he oído esa palabra.
—Pues «yo», sí —contestó Douglas—; y si vas a estarte parando continuamente, nada más que porque no has oído usar palabras corrientes, no… no escribiré más.
—Bueno —dijo Guillermo, sin inmutarse por la amenaza—, pues no escribas.
Siguió leyendo:
—«es… de bitl (si es que “existe” semejante palabra) importancia Oy en dia la jente se laba demasiado los Padres y las Madres no dan importancia a eso de obligar a los pobres chicos que se laben antes y después de las comidas barias veces al día desgasta la cara y las manos y si a los chicos no se les obligara a labarse barias veces al día antes y después de las comidas la jente estaría mas sana. Savemos que…». No entiendo lo que sigue.
En realidad, aquella parte del artículo había sostenido el impacto de una de las pelotillas de barro de Pelirrojo. Douglas le quitó el papel con un suspiro de exasperación.
—Es muy fácil de leer —dijo, con severidad— y tú lo estás estropeando todo por no saber leer escritura corriente ni entender palabras corrientes. No puede uno recordar de qué habla el artículo cuando tú no haces más que no poder leer escritura corriente, ni entender palabras corrientes.
Miró atentamente el papel, salpicado de barro, en que estaba escrito su artículo.
—Esto es lo que dice —prosiguió—. «Los salbajes no se laban y todo el mundo save que los salbajes están sanos y si a los pobres chicos no se les obligara a labarse barias veces al día antes y después de las comidas estarían tan sanos como los salbajes estaría bien que toda la jente del mundo fuesen negros porque entonces no se conocería cuando estava uno sucio y si los negros…».
Aquí había un agujero por donde una de las pelotillas de Pelirrojo había atravesado el papel.
—«… si los negros…». No puedo leer lo que viene después —acabó diciendo Douglas.
—¡Ah! —exclamó Guillermo, con acento de triunfo.
—¡No es mi letra lo que no puedo leer! —explicó Douglas, con enfado—; es el agujero que ha hecho Pelirrojo, lo que no puedo leer.
—¿Ah, sí? —contestó Guillermo, con sarcasmo—. ¿No es tu escritura lo que no puedes leer?
Se lanzaron el uno contra el otro, peleando con furia y no renació la calma hasta que los dos cayeron en un charco. Entonces, como si nada hubiese ocurrido, volvieron al cajón editorial.
—Eso es todo —dijo Guillermo— menos el rompecabezas estúpido de Violeta Isabel, que no vamos a publicar y… (esto con mezcla de modestia y de importancia) mi novela por entregas. ¿Queréis que os la lea, ahora?
Los «Proscritos» asintieron, de mala gana, por medio de gruñidos.
—Bueno —dijo Guillermo, como quien cede, a su pesar, ante una presión abrumadora—; bueno, no me importa leeros por lo menos parte. Se llama: «La cuadrilla de la muerte negra».
Hizo una pausa impresionante.
—No suena muy emocionante —dijo Douglas.
Este consideraba que la dirección de Guillermo había asesinado por completo su artículo.
Guillermo hizo caso omiso de él.
—Leeré el primer capítulo —dijo—. Empieza así…
Carraspeó varias veces y bajó la voz y habló en lo que él consideraba un susurro emocionante; pero que, en realidad, era un ronco graznido.
Luego empezó:
«Era una noche oscura negra como el alquitrán, Juan Smith, billano de negro corazón, se arastraba por la playa con los volsillos yenos de cerbeza de contravando y cosas así».
—¿Cosas como qué? —preguntó Douglas.
—Cállate —ordenó Guillermo, abandonado, de momento, el ronco graznido y alzando la voz, amenazador.
Luego, volviendo a graznar:
«Pero a la clara luz de la luna Ricardo Jones, el valeroso, varonil y galante héroe, bio al billano cuando se dedicava a su mortal trabajo…».
—Creí que habías dicho que la noche era oscura —murmuró Douglas, con muy poca delicadeza.
Guillermo hizo caso omiso de él, de momento, y siguió leyendo:
«¡Ah, billano!», dijo Ricardo Jones acercándose a él con sus andares valerosos, varoniles, galantes y heroicos «¡Ah, billano! ¡Sé que eres un vil gusano, un cerdo falso, traidor, miserable, canalla y ruin! ¿Qué acéis aquí?»
—¿Por qué? ¿Se estaba bebiendo la cerveza o algo así? —inquirió Douglas.
Guillermo siguió, sin hacerle caso:
«Extendió la pistola al avlar, apuntando con ella a los ruines y malignos sesos de Juan Smith pero ay dolor no sabia fijado que el billano yebaba una pistola en la boca y de pronto, con un rápido y canayesco mobimiento de los dientes el billano la disparó de yeno al corazón baronil y baleroso de Ricardo Jones. Afortunadamente no le dio en el baronil y baleroso corazón pero le dio en la muñeca de la mano con que apuntava la pistola a los sesos del billano. La pistola calló y el héroe, jimiendo y tamvaleándose, dijo entredientes…».
—¿Quién le había metido entre dientes? —preguntó Douglas.
De nuevo hizo Guillermo como si no existiera.
«Dijo entredientes… Continuará en nuestro próximo número».
—¿Por qué dijo eso? —preguntó Pelirrojo, ingenuamente.
Douglas soltó una sonora carcajada de burla. Guillermo tiró su obra maestra al suelo y tuvo lugar el segundo combate, que ya hacía rato se preveía. Todos tomaron parte en él. Se hallaba en todo su apogeo cuando la voz juvenil y aguda de Violeta Isabel sonó en la distancia:
—¡Venid a ver lo que «yo» he hecho!
Se hizo un brusco silencio entre los «Proscritos». Guillermo y Douglas se incorporaron, soltándose. Guillermo se buscó la corbata en la nuca y la hizo girar para colocarla en el sitio que le correspondía. Douglas se sacó el barro de los ojos con un pañuelo tan mugriento como el barro.
—¡Caray! —exclamaron, simultáneamente.
* * *
Violeta Isabel había cruzado, alegremente, el prado, saltando la cerca y llegando a la carretera, decidida a iniciar su vida de criminal. En la carretera se encontró con el joven de cabello rizado. Iba camino de la fiesta del pastor.
Bajo el impermeable el joven se había puesto su mejor traje. El corazón le entonaba un himno de gloria al pensar que se encontraría con su adorada. En la cartera reposaban las fotografías de Ethel, que había logrado sacar, sin que ella se enterara. No se deshacía de ellas ni un momento.
Es más, de vez en cuando se detenía, sacaba la cartera y echaba una mirada a las instantáneas. Cada vez que las miraba se le alborotaba el corazón. Naturalmente, si aquella tarde llegaban a hacerse «verdaderamente» amigos, se las enseñaría y ella «sabría» adivinar. Caminaba con cierta lentitud. Sospechaba que era demasiado temprano y, aunque no quería perder un solo minuto de la compañía de su amada, no quería aparecer ignorante de lo que exige la etiqueta. Pudiera ella creerle mal educado si se presentaba demasiado temprano. Pudiera creer que él era una de esas personas que no saben hacer las cosas bien. Y este solo pensamiento le horripilaba. Dante y Beatriz… los dos casos resultaban extrañamente parecidos. Sólo que el amor que el Dante profesaba a Beatriz resultaba una cosa pálida y vulgar comparado con su amor por la bella desconocida. Quizá, si hacían amistad aquella tarde, murmuraría él, simplemente: «¡Beatriz!» y tal vez ella comprendiese la cuestión.
Una niña pequeña, con botas de agua, impermeable y sombrero de lona y encerada, bajaba por la carretera. Parecía mirar a su alrededor como buscando algo. Era una nena bastante simpática. El joven la sonrió.
Al muchacho le gustaban los niños, tal vez porque no había conocido muchos. La niña le miró con una sonrisa de confianza. El joven acortó el paso. En el reloj de la iglesia dieron las tres y media y la casa del pastor estaba a unos minutos de allí. Evidentemente, era demasiado temprano para ir a tomar el té a ninguna parte.
—Hola —dijo la niña, con animada sonrisa.
—Hola —replicó él.
Pasaría unos minutos con aquella nena. Dentro de diez minutos podría reanudar, despacio, su camino. El llegar a las cuatro menos cuarto estaría bien.
—Haga el favor de zentarze en la verja conmigo —dijo la niña.
El joven se sintió halagado. Debía de tener algo que atraía a los niños y todo el mundo decía que los niños sabían juzgar bien el carácter de las personas. Se lamentó de que «ella» no pudiera ver cómo aquella niña se dirigía a él con tan halagadora amistad y confianza.
—Bueno —contestó—; sentémonos.
La verja estaba mojada; pero los dos llevaban impermeable.
La niña no habló. El joven se dijo que debía decir algo. Siempre había tenido el convencimiento de que se llevaba bien con los niños, a pesar de que había conocido a muy pocos para poder afirmarlo. Sintió que aquel silencio no le hacía favor alguno.
—Es un día muy húmedo hoy, ¿verdad? —dijo, alegremente.
—Zí —contestó, sencillamente, la niña.
No había sido, se dijo el joven, un comentario muy inteligente. Era uno de esos comentarios que cualquiera hubiera dirigido a cualquiera. No era comentario que, de haberlo oído «ella», hubiese llamado su atención hasta el punto de que lo atesorara como precioso recuerdo. Sacó el reloj.
—¿Te gustaría ver cómo dan vueltas las ruedas? —preguntó.
Germinó en él la sospecha de que, aunque un poco mejor que «Es un día muy húmedo hoy, ¿verdad?», la frase carecía, también, de originalidad. La niña, sin embargo, contestó:
—Zí, haga el favor —y parecía la mar de contenta.
El joven abrió la tapa del reloj.
—Laz ruedaz no eztán dando vueltaz —murmuró la niña.
El estudiante soltó una exclamación de molestia. Claro, se había olvidado de que se le había roto la cuerda la noche anterior. Volvió a meterse el reloj en el bolsillo.
—Enzéñame tu dinero —ordenó, imperiosa, la muchacha.
El joven sacó la cartera. Se alegraba, incluso, de tener excusa para hacerlo. Hacía por lo menos cinco minutos que no había mirado aquella encantadora instantánea de «ella», una vista medio de espaldas, tomada en el preciso momento en que Ethel salía a la carretera por la puerta del jardín. La volvió a mirar.
—Aquí está mi dinero —dijo, bondadosamente—; estos son billetes de una libra; estos, de diez chelines; este es de cinco libras; y estos (agregó, ruborizándose) son los retratos de la más hermosa…
Se agarró bruscamente a la verja, casi perdiendo el equilibrio. La niña le había quitado la cartera de un tirón y desaparecía ya por un recodo de la carretera.
Reformando apresuradamente sus ideas acerca de la inocencia de la infancia, el joven salió, rápido, eh su persecución.
La alcanzó al otro extremo de la carretera y la cogió del brazo.
—Devuélveme eso —dijo con severidad.
La niña soltó un chillido que heló la sangre del joven. Luego dejó de chillar y dijo tranquilamente:
—¡Volveré a gritar zi no me zuelta el brazo!
Completamente quebrantado por aquel terrible grito, el joven la soltó. Sabía que otro chillido como aquel le destrozaría los nervios.
Además, cualquiera que lo oyese creería que estaba asesinando a la pobre niña. ¡Si «ella» llegara en aquel momento y la oyese chillar, y le viese a él cogiéndola del brazo…! La frente se le bañó de sudor. Creería… ¡Santo Dios!, ¡creería que le estaba haciendo daño!
Luego vio que, mientras se hallaba él inmóvil, obsesionado por aquel pensamiento de pesadilla, la niña, con su cartera en la mano, se deslizaba por un hueco del seto y casi se hallaba ya al otro lado.
Una simple mirada bastó para convencerle de que no podría pasar él por aquel agujero; por lo tanto se dirigió, apresuradamente, a la verja. La niña corría por el prado en dirección a un cobertizo medio derruido que había en el otro extremo. El joven la siguió, sin atreverse a tocarla ya, pero mirando, con ansiedad, la cartera.
—¡Venid a ver lo que «yo» he hecho! —oyó gritar a la nena.
Entró tras ella en el cobertizo. Cuatro muchachos, todos desgreñados y sucios, luchaban apelotonados en el suelo. Uno de los niños llevaba una peluca, demasiado grande y bastante apolillada, colgando de una oreja. Era el hermano de «ella». Unas hojas de papel, evidentemente escritas, yacían, pisoteadas, entre el barro, alrededor del campo de batalla. Los cuatro muchachos incorporáronse y miraron, boquiabiertos, a los dos intrusos. La niña agitó en alto, triunfalmente, la cartera.
—La he robado —exclamó—. Zoy una criminal.
La depositó, orgullosamente, en manos del muchacho de la peluca.
—Dile que la robé —dijo la muchacha, dirigiéndose al joven.
Este se frotó los ojos.
—¿Estoy loco? —preguntó—. O ¿estoy soñando?
La niña asumió la dirección del asunto.
—¡Tienez que zer el juez! —le dijo a Guillermo— y tú (al joven) dilez cómo te robé la cartera y méteme en la cárcel y cuéntalo todo en loz periódicoz y que zalga mi fotografía. «Tienez» que publicar mi retrato en el periódico, porque ziempre hacen ezo con loz criminalez.
—¡Tienez que zer el juez! —le dijo a Guillermo.
Miró a todos con la mayor tranquilidad del mundo. Los otros siguieron mirándola boquiabiertos.
Violeta depositó la cartera encima del cajón más grande y la abrió. Cayó fuera la fotografía de Ethel.
De pronto apareció alguien en el umbral.
Para el joven, fue como si hubiese descendido una radiante diosa del Olimpo. El cobertizo se llenó de luz celestial. Se ruborizó hasta las orejas.
De pronto apareció alguien en el umbral.
—¡Oh, Guillermo!— exclamó Ethel—. ¡Eres un niño terrible!
Para Guillermo era como si su hermana, a la que consideraba de edad madura, desagradable y completamente desprovista de todo encanto personal, hubiera aparecido. Como así era.
—¡Oh, Guillermo! —exclamó Ethel—. ¡Eres un niño terrible! Te he estado buscando por todas partes. Mamá pregunta si has estado en la calle con toda esta lluvia y dice que, si te has mojado, vayas «inmediatamente» a casa a mudarte.
—Pues no he estado en la calle —contestó Guillermo—. Me he refugiado aquí.
—Estás «horrible» —dijo Ethel, mirándole como si no pudiese verle bien.
Entonces su mirada se posó en la cartera y las fotografías que yacían encima del cajón.
—¿Quién… quién tomó eso? —inquirió en voz completamente distinta.
—Pues… pues fui yo —balbuceó el joven, que tenía ya el rostro congestionado.
—Pero…, ¿por qué? —inquirió Ethel, con voz muy dulce.
En realidad, no era necesario preguntar por qué. La expresión de los ojos del joven y el color de sus mejillas lo decían bien a las claras.
—Oíd —gritó alegremente Pelirrojo, desde la puerta—. Ha dejado de llover. ¡Salgamos!
—¿Por qué? —inquirió de nuevo Ethel, cuyas rizadas pestañas casi rozaron sus tersas mejillas al entornarse con recato los párpados—. ¿Por qué me fotografió usted sólo de lado y desde atrás? Estoy mucho mejor de frente.
El joven tragó saliva. La emoción le dio el aspecto de quien está a punto de sufrir un ataque de apoplejía.
—¿Me… me… me permite que le saque una fotografía de frente? —preguntó.
Ethel examinó de nuevo las instantáneas.
—Creo que más vale que lo haga —dijo—. Así podrá completar la colección. Tendríamos que encontrar un fondo apropiado, naturalmente.
El joven logró dominar su timidez y se lanzó.
—El fondo que me gustaría —aseguró— es la Cañada de las Hadas. Podríamos pasar por la posada y recogería mi máquina. Ha dejado de llover y empieza a salir el sol. ¿Vamos?
La Cañada de las Hadas se hallaba a más de tres kilómetros de distancia.
Bailó la risa en los azules ojos de Ethel y sus lindos labios temblaron.
—¿Por qué no? —contestó.
* * *
«El Correo de los “Proscritos” y del Distrito» yacía, pisoteado, en el barro del suelo del cobertizo. Los «Proscritos» estaban haciendo de pieles rojas en el bosque vecino. Habían olvidado por completo el periódico. Les había hecho pasar una tarde distraída y, para ellos, había ya cumplido su misión.
Ethel y el joven se hallaban camino de la Cañada de las Hadas. Su amistad hacía rápidos progresos. Ellos también habían olvidado el periódico. También, para ellos, había cumplido su misión.