GUILLERMO EN LA VERBENA
Guillermo le estaba agradecido a Roberto. El agradecimiento hacia Roberto no era uno de los sentimientos normales de Guillermo. En sus relaciones corrientes se mezclaba esa profunda desconfianza tan usual entre hermanos de once y diecisiete años de edad respectivamente. Guillermo encerraba en su pecho muchas quejas de Roberto y este no menos de Guillermo. Pero la semana anterior, Roberto, sin saberlo, había merecido el agradecimiento de su hermano.
Mucha gente aseguraba preferir la franca enemistad de Guillermo a su gratitud. El niño tenía la loable costumbre de traducir sus sentimientos en acción y, cuando Guillermo salía abiertamente a vengarse de una persona, por lo general era menos desastroso que cuando se metía a ayudarla.
Sea como fuere, el caso es que Roberto, habiendo recibido el principesco regalo de cinco libras esterlinas de manos de su madrina, sintiéndose generoso, le dio a Guillermo cinco chelines. Tan magnífico regalo había sacado a Guillermo de un apuro bastante grande. El niño había llevado su escopeta de aire comprimido a que se la arreglasen y, luego, como consecuencia de una serie de incidentes desgraciados (entre otros, el haber roto un cristal del invernadero y los daños causados a la gorra de un enemigo, que habían provocado correspondencia entre los padres, cuyo resultado fue que el de Guillermo comprara una gorra nueva al enemigo en cuestión), se encontró insolvente.
La escopeta estaba arreglada; pero el señor Beezum (que era quien había efectuado la reparación) demostró una falta de consideración que causó a Guillermo enorme sorpresa e increíble dolor. Se negó a entregarle la escopeta si no pagaba y, por añadidura, no quiso aceptar en pago la colección de escarabajos del niño, aun cuando Guillermo le explicó que valían mucho más de un chelín (suma total de su deuda), porque los había «domesticado». El señor Beezum no se conformó con tan poco generoso proceder. Dio pruebas de un espíritu aún menos cristiano al agregar que, de no serle saldada la cuenta antes de fines de semana, iría a visitar al padre de Guillermo. A este le pareció que semejante proceder sería una culminación muy desagradable.
Ya había visto demasiado a su padre por el asunto del cristal del invernadero y el de la gorra de su enemigo, y suponía, con razón, que su padre reciprocaría sus sentimientos. Era preciso evitar a toda costa que el señor Beezum visitara al señor Brown para hablarle de las deudas de su hijo. Por ello hizo esfuerzos sobrehumanos por recaudar el chelín antes de fin de semana.
Le ofreció sus servicios a su madre al precio de medio chelín por hora y la señora Brown, tras breve vacilación, decidió permitirle que ayudase a colocar las flores. A los diez minutos, había roto dos floreros, tirado un cubo de agua, aplastado un manojo de flores, sentándose encima de ellas, y dejado abierto el grifo de la despensa, inundando el vestíbulo. Al ocurrir esto último, su madre se apresuró a rescindir el contrato, negándose, incluso, a pagarle por los diez minutos de trabajo. Guillermo salió entonces al jardín a meditar y condolerse de lo poco razonables y bondadosos que eran los seres humanos entre los que el Destino le había colocado.
—Es extraordinario —le dijo, amargamente, al gato del vecino (que estaba subido al muro)— es extraordinario… Uno «creería» que debía gustarles a la gente y ser «bondadosos». Uno creería que a ella no debía importarle un poco de agua en el vestíbulo… Después de todo es como si lo fregasen. Uno creería… Bueno, de todas formas, ¿cómo iba yo a saber que se iba a romper el cristal cuando lo «tocase» una piedra? Debían de haberse enfadado con el que hizo un cristal tan malo en lugar de enfadarse conmigo; y apuesto a que él hubiese tirado «mi» gorra al agua si le hubiera yo dejado y es muy bonito, ¿verdad?, que tenga «yo» que pagar por «su» gorra… y «ese» es un tacaño que no me quiere devolver mi escopeta. Es igual que robar, me parece a «mí», eso de quedarse con cosas que a uno no le pertenecen… Apuesto a que le podría meter en la cárcel si fuese y se lo dijera al juez… y apuesto a que mis escarabajos valen la mar de libras ahora que les he domesticado, y, si se presenta a decírselo a mi padre, le diré… le diré…
Fue en aquel momento, mientras Guillermo, ceñudo, tirándole distraídamente guijarros al gato (que no se preocupaba en absoluto, porque sabía que aquello de tirar piedras no era más que un acompañamiento que necesitaba Guillermo para pensar), buscaba una frase original y aplastante con la cual abrumar tanto a su padre como al señor Beezum, cuando salió Roberto, con su billete de cinco libras en el bolsillo y aire de hombre adinerado y le regaló a Guillermo cinco chelines.
—Ahí tienes, mocoso —dijo.
Y se marchó, dándose importancia, a tomarse una limonada, para celebrar el acontecimiento.
Guillermo se quedó mirándole, boquiabierto y agradecido.
—Ha… «haré» algo por Roberto para pagarle esto —dijo, con ronca sinceridad.
* * *
Guillermo no había tenido intención de asistir a la verbena que se celebraba en el vecino pueblo de West Mallings. A última hora, sin embargo, decidió acompañar a su familia, en parte porque había oído decir que había caballitos y pim-pam-pums y le quedaban dos chelines de los cinco y, en parte, también, porque aún estaba agradecido a Roberto y quería expresarle su gratitud de una manera tangible, y confiaba que en la verbena tendría oportunidad de hacerlo. Había pagado el arreglo de su escopeta con lo que él consideraba un ademán aplastante, y, aunque el señor Beezum no pareció tan aplastado como, en opinión de Guillermo, debía haber parecido, el muchacho esperaba que aquello le habría escarmentado para toda la vida. Se guardó muy bien de gastarse un solo céntimo de lo que le quedaba en el establecimiento del señor Beezum, precisamente para que el escarmiento fuera mayor.
—Aún me quedan cuatro chelines más —dijo, expresivamente, al serle entregada la escopeta.
—Bueno, pues espero que no te los gastarás todos en seguida, como de costumbre —dijo el señor Beezum, desconcertándole—. ¿Por qué no los ahorras?
Tal sugestión, naturalmente, ni de su desprecio era digna, y Guillermo salió de la tienda en desdeñoso silencio.
Su familia recibió la noticia de que pensaba acompañarles a la verbena, sin entusiasmo.
—Me parece que «no» te gustará, querido —le dijo su madre, dudosa.
—Apuesto a que sí —contestó alegremente Guillermo—; hay helados y caballitos y pim-pam-pums y otras cosas. Apuesto a que me gustará.
Su madre suspiró.
—«Procurarás» no ensuciarte, ¿verdad, hijo mío? —suplicó, representándose, en la imaginación, horribles visiones de Guillermo tal como acostumbraba estar después de haberse divertido aunque no fuera más que unos momentos—. No olvides que regresarás a casa con nosotros. No querrás deshonrarnos, ¿verdad?
Guillermo hizo caso omiso de la pregunta.
—¡Maldita sea…! —exclamó Roberto—. ¿Para qué querrá acompañarnos? Es seguro que lo echará todo a perder.
Roberto se había olvidado ya de los cinco chelines y, afortunadamente para él, ignoraba que Guillermo se consumía en deseos de serle útil en algo.
—«Tal vez» —dijo Guillermo, con misterio—, «tal vez» pueda «ayudar». Tú no «sabes» aún si podré ayudar o no.
Luego se alejó con dignidad, dejando a Roberto boquiabierto y estupefacto.
La tarde de la verbena transcurrió casi sin incidentes. Guillermo se dirigió primero al puesto de helados, luego al de caramelos. A continuación le compró una barra de dulce y otra de chocolate a un vendedor ambulante. Más tarde se fue al pim-pam-pum, donde no logró tirar ningún coco de un pelotazo; pero sí hacer blanco en un pastor protestante.
Este, que era un joven bondadoso, tomó la cosa bastante bien, teniendo en cuenta lo ocurrido.
—Deberías de tener más cuidado, hijo mío —dijo, frotándose la cabeza y sonriendo con sonrisa que quería expresar afabilidad, cristiana resignación y perdón absoluto, sin lograrlo, claro está. Lo único que expresaba era un deseo perdonable de darle un bofetón a Guillermo, deseo que contenía por creer que tal era su deber y, además, por guardar las apariencias.
Guillermo, que no había tenido la menor intención de darle al pastor, explicó que se le había metido el sol en los ojos, y observó, con el interés del que contempla una cosa suya, cómo crecía en volumen el chichón que llevaba en la frente el pastor, hasta alcanzar el tamaño de un huevo. Luego se fue a los caballitos y dio vueltas, montado en gigantesco gallo, completamente feliz, chupando la barra de caramelo, hasta que no le quedó más que medio chelín. Entonces vio a Ethel, que acudía en su busca para llevarle a tomar el té con su familia.
Había perdido la gorra, tenía los pelos de punta, el caramelo, el chocolate y los helados habían dejado huellas visibles de su paso en círculos concéntricos alrededor de su boca. Los esfuerzos hechos en el pim-pam-pum le habían corrido corbata y cuello hacia la oreja derecha; tenía las manos negras y pegajosas y las rodillas estaban cubiertas de barro, por las veces que había caído al saltar la valla de la parte trasera del pim-pam-pum.
Ethel se estremeció de horror al verle. El pensamiento de que aquel «objeto» se sentara a tomar el té con la familia Brown, meticulosamente vestida, le producía escalofríos.
—¿Quieres tomar el té, Guillermo? —le preguntó.
—Sí —contestó el interpelado, con la boca llena de caramelo.
Ethel le dio medio chelín.
—Te doy esto —dijo— para que no quieras tomar té.
Guillermo se lo guardó.
—Ahora… ¿quieres tomar el té? —volvió a preguntar Ethel.
—No —contestó el muchacho, intentando, sin éxito, saltar por encima de un barril de salvado[2] (que había quedado solo, de momento), y rodando por el suelo, en compañía del mismo. Se levantó, se sacudió parte del salvado que se había adherido al traje, y se alejó apresuradamente del lugar del desastre.
Una vez al amparo de un árbol grande, sacó el medio chelín de Ethel y lo contempló con cariño. No se le ocurrió preguntarse por qué no quería Ethel que fuese a tomar el té. Las cosas de las personas mayores eran tan misteriosas, que ni siquiera intentaba comprenderlas. Tenía medio chelín —eso era lo importante—, y con medio chelín podían conseguirse cosas mucho más agradables de lo que puede uno obtener en el té de las personas mayores. Silbando desacompasadamente, las manos metidas en los bolsillos, fue a comprarse otra barra de caramelo, luego otra de chocolate, luego volvió a montar en los caballitos, luego volvió a tirar a pim-pam-pum.
Ethel regresó al recinto en que se hallaban las mesas para el té, donde varios amigos de los Brown, elegantemente vestidos, se habían unido ya a ellos. Ethel se sentía orgullosa de su diplomacia.
—Guillermo no quiere tomar el té —dijo.
—¡Oh! —exclamó la señora Brown, preocupada—. Dios quiera que no vaya a ponerse enfermo… Ethel, ¿«parecía» enfermo?
—No.
—Pero… pero ¡si «siempre» está dispuesto a comer…!
—¡Bah! No le pasa nada —aseguró Roberto.
—Le tomaré la temperatura en cuánto lleguemos a casa —dijo la señora Brown, aún llena de ansiedad.
Luego se olvidaron de Guillermo. Había entre aquel grupo de amistades un joven muy elegante al que le había gustado Ethel y se encontraba también allí una joven muy bonita que estaba flirteando con Roberto. Y todo fue viento en popa hasta que, a mitad de un chiste que contaba el joven, la sonrisa se heló en el rostro de Ethel y sus ojos se llenaron de horror. En silencio, los demás siguieron su mirada.
Una figura caminaba, pavoneándose, por el otro lado de la maroma que separaba del resto de la verbena el recinto destinado a servir el té. No llevaba gorra. Tenía todos los pelos de punta. El sucio cuello (limpio una hora antes) y la corbata le colgaban por debajo de una oreja. Unos círculos oscuros, que recordaban chocolate y caramelo, le rodeaban la boca. Tenía las rodillas negras, los cordones de las botas desatados, la ropa cubierta de barro y salvado. En una mano llevaba una barra de caramelo; en la otra un helado. Lamía alternativamente las dos cosas.
De pronto se fijó en un elegante grupo que le miraba, en horrorizado silencio, desde el otro lado de la cuerda. Una radiante sonrisa iluminó su mugriento rostro. Era evidente que no se daba cuenta de su aspecto.
—¡Hola! —exclamó, alegremente—. Yo me estoy divirtiendo «la mar»… ¿Y vosotros?
Después del té se celebraron las carreras. Roberto tomó parte en la destinada a los mayores de dieciséis años. Roberto no tenía la menor duda de que iba a ganar. Se había molestado bastante, después del té, al observar que la horrible figura de Guillermo, que seguía lamiendo la barra de caramelo y el helado, le seguía dondequiera que iba. Se imaginó que Guillermo lo hacía por molestarle. No sabía que a su hermano no le guiaba más deseo que el de demostrar gratitud. Desde luego resultaba algo embarazoso tenerle que explicar a su linda compañera que aquel «objeto» era su hermano. Se imaginó que la muchacha se habría enfriado perceptiblemente al saberlo. Pero tenía intenciones de rehabilitarse, ganando la carrera.
—¡Hola!— exclamó, alegremente—. Yo me estoy divirtiendo la mar. ¿Y
vosotros?
En el punto de partida, se encontró al lado del hijo del pastor protestante, al que cogió antipatía en cuanto le vio. Era un muchacho de cara de hurón, con dientes de conejo, que había estado rondando también a la muchacha bonita y que no tenía (pensó con amargura Roberto) un hermano como Guillermo que le perjudicara.
Guillermo revoloteó en torno de Roberto, dándole consejos entre chupada de caramelo y chupada de helado.
—Corre con toda tu alma, Roberto… —chupada—. Sí; agáchate así para arrancar… —chupada—. Luego da un «salto» hacia adelante… —chupada—. Luego corre sólo para mantenerte cerca de los primeros… —chupada— y luego «aprieta» el paso de pronto y…
—¡Cállate! —le dijo Roberto, con ferocidad.
Guillermo aún sentía agradecimiento por los cinco chelines.
—Bueno, Roberto —contestó humildemente, tragándose lo último que quedaba del helado.
Se marchó, a continuación, al otro extremo del campo, situándose junto a la meta. Roberto dijo más tarde que, de no haber sido por la inesperada visión de la horrible figura de Guillermo, enlodado, manchado de chocolate y de salvado, mugriento el rostro y los pelos de punta, que agitaba los brazos y gritaba, animándole desde la meta, cuando él había creído dejarle en el punto de partida, hubiera ganado la carrera sin el menor género de duda.
—Pues… —dijo Guillermo, deprimido—, pues yo «creí» que estaba limpio. «Creí» que parecía lo mismo que cuando salimos de casa. Me había visto en el espejo entonces, y estaba bien. ¿Cómo iba a saber yo que había cambiado…? Y sólo decía: «¡Duro, Roberto!» y «¡Muy bien, Roberto!» y cosas así, ¡para «ayudarte»!
—Bueno, pues no me ayudaste —contestó Roberto, con amargura.
Porque la triste verdad es que Roberto empató con el hijo del pastor. Por lo menos, a los espectadores les pareció un empate y al árbitro le ocurrió lo propio, porque lo anunció como tal. Se echó a suertes y el hijo del pastor ganó, le fue entregada la copa y se fue charlando animadamente con la muchacha bonita.
Roberto estaba furioso. Por añadidura, estaba convencido de que había ganado él la carrera. La había ganado, decía, por centímetros. Su nariz había llegado a la meta antes que la del otro. Y si Guillermo no le hubiera desconcertado, hubiese ganado por varios metros. El que apareciese Guillermo de pronto, gritando, aullando, agitando los brazos y con aquel aspecto tan horrible, hubiera desconcertado a cualquiera. Entró en casa del pastor antes de regresar a la suya y vio la copa en el despacho del pastor.
—Allí estaba —dijo, con amargura, cuando se reunió con los otros—. «Mi» copa… allí, en un zócalo, en el despacho del pastor y la «tendría» yo en este momento si se hubiera hecho justicia. Estaría en la mesa de la vajilla de plata en la sala, en este momento, si las cosas se hicieran como es debido.
Pasó a su lado el muchacho de cara de hurón, acompañado de la muchacha bonita, y Roberto rechinó los dientes. Y Guillermo, tragándose el último fragmento de la barra de caramelo, tomó una determinación.
* * *
A la mañana siguiente, Guillermo reunió a sus compañeros —Pelirrojo, Enrique y Douglas, llamados, colectivamente, los «Proscritos»— y les dirigió la palabra.
—Tenemos que «ayudar» a Roberto —dijo— porque me dio cinco chelines la semana pasada, y… ya recordaréis que os di a todos caramelos de los que compré con ese dinero… Y es «suya» la copa, en realidad; pero la tiene el otro muchacho y tenemos que llevárnosla del zócalo del despacho del pastor y ponerla en la mesa de la vajilla de plata, en la sala, con la otra copa de Roberto… el pobre Roberto, que es, en realidad, quien la ganó.
Los «Proscritos», que no habían asistido a la verbena, no comprendieron muy bien de qué se trataba; pero estaban acostumbrados a seguir a Guillermo. Lo que principalmente exigían de la vida era emociones, y Guillermo rara vez dejaba de suministrárselas en gran cantidad.
Atravesaron el bosque y cruzaron la colina en dirección a West Mallings, andando. Tal vez «andando» no sea la palabra que debiera emplear. «Andando» sugiere un medio decoroso y poco emocionante de avanzar, que no podía aplicarse, ni mucho menos, a los «Proscritos». Corrían por la cuneta. Hacían equilibrios (o lo perdían), encima de las vallas; se seguían unos a otros, como pieles rojas por el bosque; jugaban al paso y la uva por los caminos; se subían a los árboles; hacían carreras y se metían, intencionadamente, en todos los arroyos que encontraban a su paso. Pero, por fin, tras varias horas y un gasto de energías que, de haber andado normalmente, les hubiera permitido ir y volver media docena de veces, llegaron al pueblo de West Mallings.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, animadamente, Pelirrojo, tirando una piedra a un poste de telégrafo y dando a una gallina, que huyó, carretera abajo, en dirección a su corral, cacareando indignada.
Guillermo adoptó el gesto severo de un caudillo.
—Tenemos que ir a casa del pastor protestante —dijo— y apoderarnos de la copa de Roberto. Está en el despacho del pastor, porque se la llevó su hijo (aunque le «pertenece» a Roberto), y tiene que ir a parar a la mesa de nuestra sala, donde está la otra copa de Roberto, y donde «debía» estar ya.
Los «Proscritos» prorrumpieron en enérgicos vivas.
La explicación les resultaba tan clara como el barro; pero comprendieron que se disponían a correr una aventura más o menos ilegal y emprendieron, alegremente, el camino de la casa del pastor. Se asomaron a la verja. Se acercó un jardinero y les amenazó con una manga de riego.
—¡Largaos de aquí, arrapiezos! —exclamó.
Le sacaron la lengua y se retiraron un poco más allá, en la carretera. Allí celebraron consejo.
—Uno de nosotros tiene que «meterse» en el despacho del pastor —dijo Guillermo, con ceñudo aire de determinación— y llevarse la copa que pertenece a Roberto.
Pelirrojo se asomó por una rendija del seto.
—Me parece que el jardinero se ha ido a la parte de atrás —dijo.
Avanzaron hacia la puerta.
Cuando llegaban a ella, les alcanzó una mujer.
—¿Vais a casa del pastor? —inquirió.
—Sí —contestó desvergonzadamente Guillermo.
—Bueno, pues dale un recado de mi parte, haz el favor. Prometí visitarle; pero tengo que coger el tren y lo perderé si me entretengo un momento. Dile a la señora Lewes que Paquito Randall no puede venir esta tarde. Hoy padece de «agotamiento nervioso». ¿Le dirás eso?
—Sí —contestó Guillermo, muy animado por el mensaje.
Por lo menos, le proporcionaba una excusa para entrar en la casa.
La señora se marchó y Guillermo se volvió hacia sus secuaces.
—Vosotros quedaos aquí —ordenó— y yo entraré. Si no estoy de vuelta dentro de una hora (agregó, con el tono de los mejores detectives de las novelas policíacas), entrad a buscarme.
Luego, con ademán de desesperado valor, se metió su pistola de juguete en el cinto y entró, osadamente, en el jardín. El jardinero apareció de nuevo, avanzando, amenazador, hacia el muchacho.
—Traigo un mensaje para el pastor —dijo Guillermo, con gesto impertinente.
Sin dejar de gruñir amenazas, el jardinero se retiró al fondo del jardín.
Guillermo subió los escalones que conducían a la puerta principal. Esta estaba abierta y el vestíbulo aparecía desierto. No podía habérsele presentado mejor oportunidad. Entró y miró a su alrededor, buscando el despacho. Vio tres puertas abiertas: la de la sala, la del comedor y una que daba al pasillo que iba hasta la cocina. Seguía sin aparecer nadie.
Se apoderó de él el espíritu de aventura. Ascendió, cautelosamente, la escalera y arriba encontró el despacho. Estaba vacío. Entró. Y allí, sobre un zócalo, por encima de la mesa, estaba la copa de plata. Le brillaron los ojos al contemplarla. Era algo grande para que se la pudiera guardar en el bolsillo. Podía tirarla por la ventana, naturalmente, o…
En aquel momento entró en el cuarto la esposa del pastor. Guillermo la miró con ferocidad. Pero ella le dirigió una radiante sonrisa.
—Supongo que serás Paquito Randall —dijo—; no me habían avisado de tu llegada… ¡Cuánto me alegro de conocerte! Iremos ahora mismo al Salón de la Parroquia, ¿no te parece?
Guillermo vaciló. Si daba el recado y explicaba que él no era Paquito Randall, se vería, naturalmente, obligado a marcharse, perdiendo tan magnífica ocasión de apoderarse de la copa. Por el contrario, si fingía ser Paquito Randall —quienquiera, que fuese semejante personaje— era evidente que podría prolongar su estancia en la casa. Por lo tanto asumió su expresión menos expresiva, y dijo:
—Sí… gracias… buenas tardes.
La señora le condujo escalera abajo, salió al jardín y llevó al muchacho a un edificio que había en el fondo, y en el que le pareció a Guillermo que estaba congregada enorme muchedumbre de mujeres. Guillermo las miró y parpadeó, asombrado. Empezó a pensar que tal vez hubiese sido mejor decir desde el primer momento que él no era Paquito Randall.
La esposa del pastor estaba hablando.
—Este es Paquito Randall, del que tanto hemos oído hablar. Es un gran honor para nosotras tenerle aquí esta tarde. Está pasando unos días con su tío, que, como saben ustedes, vive en East Mallings, y ha tenido la amabilidad de venir a darnos un recital.
Guillermo miró a su alrededor y contestó a la mirada de interés que le dirigían las mujeres con otra completamente vacua. Secretamente se preguntaba qué esperarían de él. De pronto lo comprendió.
La mujer del pastor le condujo a un rincón de la sala, donde descubrió un piano colocado sobre una plataforma. La mujer del pastor le indicó que se sentara.
—Todas, naturalmente, te conocemos de nombre y fama, querido niño —dijo—. Hemos oído hablar de tus maravillosas composiciones y tu exquisita manera de tocar. Ahora, lo que más nos gustaría, querido niño, sería que nos tocases una de tus propias composiciones… Eso resultaría verdaderamente emocionante.
Guillermo se encontró sentado ante un piano, con un coro de silenciosas mujeres a su alrededor. Y Guillermo no sabía tocar el piano. Miró con desesperación a su alrededor. Vio hilera tras hilera de rostros que aguardaban —y a una mujer alta y ancha, con sombrero verde—, que le miraba con unos impertinentes.
—Estamos preparadas ya para escucharte, querido —dijo la esposa del pastor, en el mismo tono de voz que hubiera empleado en una iglesia.
Entonces acudió en ayudo de Guillermo el espíritu inspirador de todas sus diabluras.
Descargó ambas manos sobre las teclas con brusca discordancia, capaz de hacer saltar los tímpanos a cualquiera. Hizo correr sus dedos por el teclado. Cruzó las manos, martilleó frenético las notas más bajas y luego las más agudas. Las mujeres le escuchaban con asombrado silencio. Sostuvo una bacanal de sonidos inarmónicos durante cerca de diez minutos. Luego se detuvo bruscamente y volvió su rostro de esfinge hacia el auditorio.
La señora del sombrero verde era la esposa del más importante terrateniente del pueblo, y se jactaba de estar al corriente de cuestiones musicales y artísticas. Entendía muy poco de música; pero había leído los elogios que hacían los periódicos de las composiciones y forma de tocar de Paquito Randall, niño prodigio. Y estaba decidida a demostrar que ella sabía distinguir.
—¡Hermoso! —exclamó, tras un corto intervalo, durante el cual los horribles ecos de la pesadilla de discordancias se disipó; y repitió, con determinación—: «Muy» hermoso.
La esposa del pastor, por no ser menos, murmuró: «Exquisito», e intentó hacer desaparecer de su rostro la expresión de angustia que la música de Guillermo había provocado en ella.
El auditorio, en general, nada dijo… Se limitó a mirar a Guillermo con horror y buscar medio de huir.
—Verdaderamente hermoso —repitió la esposa del terrateniente—. Es tan moderno, tan libre de todo convencionalismo… tiene tanto… espíritu.
La esposa del pastor seguía no queriendo ser menos que la otra en su apreciación de la música, y murmuró:
—Para mí ha sido un recital que recordaré toda la vida. Jamás ha logrado causarme tan exquisito placer un cuarto de hora de música.
Aquello le pareció a la mujer del terrateniente algo de presunción por parte de la otra, e intentó de nuevo consolidar su posición como árbitro de la música.
—Tu nombre, querido niño —le dijo a Guillermo—, me es muy conocido; naturalmente, tenía deseos de oírte desde hace tiempo. Sólo puedo decir que esto ha excedido, con mucho, mis esperanzas. ¡Un «numen»! «¡Una ejecución…!» ¡Tan gallardo desdén del convencionalismo! ¡Tal… tal «genio»! Y, ¿lo compusiste tú…?
—Sí —contestó Guillermo, sin mentir.
Las que componían el auditorio se iban marchando furtivamente, sin dejar de dirigir miradas de horror al muchacho.
Descargó ambas manos sobre las teclas.
La esposa del pastor les dirigió la palabra.
—Ahora podrán ustedes decirles a sus hijos —anunció, alegremente— y a los hijos de sus hijos que han oído tocar a este niño.
Las mujeres le escuchaban con asombrado silencio.
Las señoras murmuraron algo ininteligible y apresuraron su huida. A una de ellas se le oyó decir que se iba a casa a tomarse una aspirina y acostarse en seguida.
—Ahora estoy segura —le dijo la esposa del pastor a Guillermo— que te gustaría tomar algo después de tu recital. Sé cuán enorme tensión mental y emocional representa el trabajo creativo. Con frecuencia ayudo a mi esposo a preparar sus sermones y me siento completamente «agotada» después. Ahora ven al despacho y tómate un vaso de leche.
Le pareció que con aquellas palabras eliminaba a la mujer del terrateniente. Esta se despidió de ella con cierta frialdad y con cordialidad de Guillermo.
—¿Me permites que te bese, niño? —preguntó—. Así podré decir a la gente que he besado a uno de los futuros grandes músicos del mundo.
Plantó un beso ruidoso en la mejilla de Guillermo. Este se estremeció levemente; pero, fuera de eso, siguió conservando su serenidad de esfinge.
La mujer del pastor le condujo al despacho y le dejó allí solo. Guillermo cogió inmediatamente la copa y corrió a la ventana. Desde allí le era posible ver la carretera, donde sus fieles secuaces le aguardaban. Con un gran esfuerzo, tiró la copa por la ventana a la carretera.
—¡Cogedla! —gritó—. Yo me reúno con vosotros en seguida.
Entonces volvió la dueña de la casa con un vaso de leche y un plato de pasteles. Guillermo lo liquidó todo con una rapidez que la dejó estupefacta.
—Tie… tienes un apetito bastante bueno, ¿verdad, niño? —murmuró.
—Sí —asintió el muchacho.
Sin saber por qué, la buena señora se había imaginado que un genio —un genio «de verdad»— no comería con «tanto apetito». Aquello hizo que el genio desmereciera ligeramente en su opinión.
El pastor entró en el despacho en el preciso momento en que Guillermo consumía el último bollo.
—Este es Paquito Randall, querido —le dijo su mujer—; el niño prodigio que está pasando unos días con su tía en East Mallings, y ha tenido la «gran» amabilidad de tocar una de sus composiciones en la reunión de las madres de familia de la parroquia.
El pastor le miró con expresión intrigada.
—Su rostro —dijo— me resulta vagamente conocido.
Había visto a Guillermo, desgreñado, cubierto de chocolate, caramelo y salvado, en la verbena.
De momento no recordaba dónde había visto antes a aquel muchacho. Lo único que sabía era que aquel rostro no le era completamente desconocido.
Su esposa sonrió, mirando a Guillermo.
—¡Ah! —exclamó—; ese es el precio de la fama, ¿eh, muchacho?
Guillermo, temiendo complicaciones, arrebañó apresuradamente las pasas y restos de pastel que quedaban en el plato, se lo metió todo en la boca y dijo que ya era hora de que se marchase.
La esposa del pastor, que quería escribir un artículo sobre el «recital» para la Prensa del pueblo y que temía olvidar palabras tales como «numen» y «ejecución», si lo aplazaba mucho rato, asintió, y Guillermo, repleto de pastel y de éxito, se reunió con sus compañeros.
Se alejaron triunfantes con la copa, algo maltrecha por la caída, mientras la mujer del pastor se sentaba en el despacho de su esposo a escribir el artículo acerca del «recital» de Guillermo y buscar la palabra «numen» en el diccionario.
* * *
Al llegar a su casa, Guillermo desbandó a los «Proscritos» y entró con la copa. Con el corazón lleno de orgullo y de triunfo, lo colocó en el centro de la mesa de la sala, al lado de la otra copa de Roberto. Quiso la suerte que la sala estuviese desierta. Luego el muchacho subió a entregarse a las violentas —aunque con frecuencia inútiles— ceremonias con esponja y cepillo, conocidas por el nombre de «arreglarse para tomar el té».
Cuando volvió a bajar, su madre, Roberto y Ethel se hallaban en la sala. Al parecer, aún no habían descubierto la nueva copa de plata que había sobre la mesa. Guillermo nada dijo. Empezaba a creer que le había estado demasiado agradecido a Roberto. Después de todo, los cinco chelines no habían durado mucho y no cabía la menor duda de que, a veces, se preocupa uno demasiado por pequeñeces. Ni por un momento esperaba que se diera cuenta Roberto de lo que él se había preocupado por proporcionarle aquella sorpresa. Sentía que, en cuanto a Roberto se refería, este le debía más agradecimiento a él, que él a Roberto.
—Guillermo, hijo mío —le dijo su madre—; sube a arreglarte para tomar el té.
—Ya lo he hecho.
—Pues anda y hazlo otra vez —propuso Roberto—. A lo mejor te quitas un par de capas más de mugre si aprietas fuerte.
Guillermo le miró con frialdad.
No; Roberto no se merecía, ni mucho menos, las molestias que se había tomado por él, pese a los cinco chelines. Tal cantidad no le compensaba por haber tenido que tocar el piano, ni por dejarse besar por mujeres horribles, ni por haber sido perseguido por el jardín, ni de ninguna de esas cosas.
En el preciso momento en que buscaba una contestación aplastante fue anunciado el pastor de West Mallings. El rostro de Guillermo se heló de horror. Miró a su alrededor, buscando por dónde escapara pero no lo encontró. El pastor se hallaba en el umbral de la puerta de la sala. El pastor de West Mallings, que conocía muy poco a la señora Brown y nada en absoluto a la demás familia, sólo se había acercado a solicitar un donativo, que la señora Brown le había prometido, para contribuir a la compra de un órgano. Su mirada se posó sobre Guillermo y, reconociéndole, sonrió.
—¡Ah! —dijo—; conque nuestro niño prodigio les está haciendo una visita, ¿eh?
La señora Brown, Ethel y Roberto, le miraron asombrados. Guillermo hizo una horrible mueca que quería ser sonrisa y guardó silencio.
El pastor estaba ya convencido de que si le había parecido conocida la fisonomía de Guillermo, se debía tan sólo al hecho de haber visto alguna fotografía del genio en algún periódico.
—Lamenté no hallarme presente —dijo—; pero mi mujer me dice que fue verdaderamente maravilloso. ¡Un numen…! ¡Una… ah… una «ejecución»!
La familia Brown seguía mirando, boquiabierta, ora a Guillermo, ora al pastor. La sonrisa fija de Guillermo se iba haciendo más horrible por momentos.
—Pero, quizá —prosiguió el pastor—, quizá no haya llegado demasiado tarde. Quizá haya llegado justamente a tiempo para oír un recital aquí, ¿eh?
Posó una mano sobre la desgreñada cabeza de Guillermo.
—Este niño —dijo, sentencioso— es uno de los músicos más grandes del siglo. Es maravilloso, ¿no les parece?
Guillermo, rehuyendo aún las miradas de su familia, miró de nuevo a su alrededor y no halló medio alguno de huida.
—¿Siente usted… —exclamó, por fin, la señora Brown— siente usted el calor? ¿No… no quiere sentarse?
—Gracias —contestó el interpelado—; pero espero tener el placer de poder oír pronto a este niño tocar el piano.
—No sabe tocar el piano —dijo Ethel—; nunca aprendió a tocarlo.
El pastor la miró. Dio la casualidad que Ethel estaba sentada junto a la mesita y, al dirigirse a ella, la mirada del pastor recorrió toda la mesa, deteniéndose allí como fascinado por algo. Porque, en medio de la mesa, se hallaba la mismísima copa de plata que había ganado él en su lejana juventud por el salto más alto en los deportes universitarios. No se podía esperar, naturalmente, que Guillermo supiese que el hijo del pastor se había llevado con él su copa al colegio y que la copa del propio pastor, única gloria deportiva conquistada en su juventud, hubiera vuelto a ocupar el puesto que siempre había ocupado.
—El pastor alargó el cuello. No; no cabía la menor duda… le era posible ver su propio nombre inscrito en la plata. Se dio un pellizco para asegurarse de que estaba despierto. Primeramente, aquella extraña gente le aseguraba que el niño, que él sabía era un famoso genio musical, no sabía tocar el piano; a continuación descubría su propia copa adornando aquella mesa… Resultaba extraordinario y exactamente igual que un sueño.
—Este niño— dijo, silencioso— es uno de los músicos más grande del
siglo.
Los demás siguieron su mirada, y vieron la copa por primera vez.
—¡Guillermo! —llamó la señora Brown.
Pero Guillermo se había marchado.
—¿Guillermo? —exclamó el aturdido clérigo—; pero…, ¿no es ese niño Paquito Randall, el famoso pianista?
La señora Brown se dejó caer en un asiento, desfallecida.
—No —contestó—; es Guillermo. ¿Qué le ocurre hoy a todo el mundo?
—Pe… pe… pero ¡si estuvo tocando «maravillosamente» esta mañana en el salón de la parroquia!
—No es posible —contestó, sencillamente, la señora Brown—; no sabe tocar.
Se miraron impotentes.
Roberto estaba examinando la copa.
—Pero…, ¿de dónde ha salido esta copa? —preguntó—. No es nuestra.
—No; es mía —dijo el pastor—. No tengo la menor idea de cómo puede haber llegado hasta aquí.
—Es… es algo así como un sueño, ¿verdad? —exclamó la señora Brown, con voz velada—. Un sueño en el que «cualquier» cosa puede ocurrir.
—Pero ¿«cómo» puede haber llegado aquí esta copa? —insistió Roberto.
—Pregúntaselo a Guillermo —sugirió, secamente, Ethel—. Es él, generalmente, el responsable de todas las cosas raras que ocurren.
—Roberto, querido —dijo la señora Brown, débilmente—, ve y tráeme agua de azahar de mi cuarto, ¿quieres?, y busca, también, a Guillermo.
El pastor examinaba su copa, aturdido aún.
—Pero «fue» ese niño… fue ese niño el que tocó en mi casa esta mañana.
Roberto regresó a los pocos momentos con la noticia de que le había sido imposible encontrar a Guillermo. Se había asomado al comedor, a la salita, al jardín y al cuarto de su hermano; pero sin poder dar con él.
A Roberto, naturalmente, no se le había ocurrido asomarse a su propio cuarto, que era donde se encontraba Guillermo. Harto de sentirse agradecido a Roberto, le estaba haciendo la petaca con las sábanas de la cama.
* * *
Fue una desgracia que, cuando se desenredó por fin el complicado asunto, fuera demasiado tarde para impedir que se publicara el articulito que la esposa del pastor había enviado a la Prensa. Guillermo lo leyó cuando salió en el periódico, con cierto orgullo, aun cuando pensó que numen significaba «frescura». Y se preguntó qué querría decir aquella señora al hablar de su «ejecución».