TERCERA PARTE:
De las pasiones particulares
Art. 149. De la estimación y del desprecio.
Una vez explicadas las seis pasiones primarias, que son como los géneros de los que todas las demás son especies, señalaré aquí sucintamente lo que hay de particular en cada una de estas otras, y seguiré el mismo orden en que las he enumerado antes. Las dos primeras son la estimación y el desprecio; pues, aunque estos nombres no significan generalmente sino las opiniones que, sin pasión, tenemos del valor de cada cosa, no obstante, como de estas opiniones suelen nacer pasiones a las que no se han dado nombres particulares, creo que podemos darles éstos. Y la estimación, considerada como pasión, es una inclinación del alma a representarse el valor de la cosa estimada, inclinación producida por un movimiento particular de los espíritus de tal modo conducidos al cerebro que refuerzan las impresiones que sirven a este objeto; por el contrario, la pasión del desprecio es una inclinación del alma a considerar la bajeza o pequeñez de lo que despreciamos, inclinación producida por el movimiento de los espíritus que refuerzan la idea de esta pequeñez.
Art. 150. Estas pasiones no son sino especies de admiración.
De modo que estas dos pasiones no son sino especies de admiración; pues cuando no admiramos la grandeza ni la pequeñez de un objeto, no le prestamos más atención que la que la razón nos dicta que debemos prestarle, de modo que lo estimamos o lo despreciamos sin pasión; y aunque muchas veces la estiman la suscite en nosotros el amor, y el desprecio el odio, esto no es universal y sólo proviene de que estamos más o menos inclinados a considerar la grandeza o la pequeñez de un objeto, según que sintamos más o menos afecto por él.
Art. 151. Son más visibles cuando las referimos a nosotros mismos.
Estas dos pasiones pueden referirse en general a toda clase de objetos; pero son visibles cuando se refieren a nosotros mismos, es decir, cuando lo que estimamos o despreciamos es nuestro propio mérito; y el movimiento de los espíritus que produce esas pasiones es entonces tan manifiesto que cambia hasta la cara, los gestos, la actitud y generalmente todos los actos de quienes conciben una opinión de sí mismo mejor o peor que de costumbre.
Art. 152. Por qué causa podemos estimarnos.
Y como una de las principales partes de la cordura es saber de qué manera y por qué causa debe cada cual estimarse o despreciarse, procuraré aquí exponer mi opinión sobre el particular. Sólo observo en nosotros una cosa que puede autorizarnos a estimarnos: el uso de nuestro libre arbitrio y el dominio que tenemos sobre nuestras voluntades; pues sólo por las acciones que dependen de este libre arbitrio podemos ser con razón alabados o censurados; y nos hace en cierto modo semejante a Dios haciéndonos dueños de nosotros mismos, con tal de que no perdamos por cobardía los derechos que nos da.
Art. 153. En qué consiste la generosidad.
Así, creo que la verdadera generosidad, que hace que un hombre se estime en el más alto grado que puede legítimamente estimarse, consiste, en parte, en que conoce que esta libre disposición de sus voluntades es lo único que le pertenece y que solamente por el uso bueno o malo que haga de esa libre disposición puede ser alabado o censurado, y en parte en que siente en sí mismo una firme y constante resolución de hacerlo bueno, es decir, de no carecer nunca de voluntad para emprender y ejecutar todas las cosas que juzgue mejores; lo cual es seguir perfectamente la virtud.
Art. 154. Impide despreciar a los demás.
Los que tienen este conocimiento y sentimiento de sí mismos creen fácilmente que cada uno de los demás hombres puede tenerlos también de sí mismo, porque en esto no hay nada que dependa de otro. Por eso no desprecian nunca a nadie; y aunque vean a menudo que los demás cometen faltas que ponen de manifiesto su flaqueza, son más inclinados a disculparlos que a censurarlos, y a creer que las cometen más por falta de conocimiento que por falta de buena voluntad; y así como no pueden ser muy inferiores a los que tienen más bienes o más honores, o incluso más entendimiento, más saber, más bondad, o en general que los superan en algunas otras perfecciones, así tampoco se estiman muy por encima de aquellos a quienes superan, porque todas estas cosas les parecen muy poco considerables en comparación de la buena voluntad, única cualidad por la que se estiman, y que suponen existe también o al menos puede existir en cada uno de los demás hombres.
Art. 155. En que consiste la humildad virtuosa.
Por eso los más generosos suelen ser los más humildes; y la humildad viciosa no consiste sino en que, reflexionando sobre la imperfección de nuestra naturaleza y sobre las faltas que podemos haber cometido en otro tiempo o somos capaces de cometer, no menores que las que pueden cometer otros, no nos preferimos a nadie, y en que pensamos que, teniendo los demás su libre arbitrio lo mismo que nosotros, pueden usar de él tan bien como nosotros.
Art. 156. Cuáles son las propiedades de la generosidad y cómo sirve de remedio contra todos los desórdenes de las pasiones.
Los que son generosos de este modo son naturalmente inclinados a hacer grandes cosas, y al mismo tiempo a no emprender nada de que no se sientan capaces; y como no estiman nada más grande que hacer el bien a los demás hombres y despreciar el propio interés, son siempre perfectamente corteses, afables y serviciales con todo el mundo. Y además son enteramente dueños de sus pasiones, especialmente de los deseos, de los celos y de la envidia, porque no hay nada cuya adquisición no dependa de ellos que juzguen tan valioso como para merecer ser muy deseada; y del odio a los hombres, porque los estiman a todos; y del miedo, porque les preserva de él la confianza que tienen en su virtud; y de la cólera, en fin, porque, no estimando sino muy poco todas las cosas que dependen de los demás, jamás otorgan tanta ventaja a sus enemigos como para reconocer que éstos les hayan ofendido.
Art. 157. Del orgullo.
Todos los que tienen buena opinión de sí mismos por cualquier otra causa, sea la que sea, no tienen una verdadera generosidad, sino sólo un orgullo que es siempre muy vicioso, pero tanto más cuanto más injusta es la causa por la que se estiman; y la más injusta de todas es cuando se es orgulloso sin ningún motivo; es decir, sin pensar que se posee algún mérito digno de estimación, sino sólo porque no se hace caso del mérito, sino que, imaginando que la gloria no es otra cosa que una usurpación, se cree que tienen más quienes más se atribuyen. Este vicio es tan irrazonable y tan absurdo que me costara trabajo creer que haya hombres que caigan en él, si nadie fuera nunca alabado injustamente; pero la adulación es tan común por doquier que no hay hombre tan defectuoso que no se vea estimar por cosas que no merecen ninguna alabanza, o incluso que merecen censura; lo cual da ocasión a los más ignorantes y a los más estúpidos para caer en esta clase de orgullo.
Art. 158. Estos efectos son contrarios a los de la generosidad.
Mas, cualquiera que pueda ser la causa por la cual nos estimamos, si no es la voluntad que sentimos en nosotros mismos de hacer siempre buen uso de nuestro libre arbitrio, de la cual ya he dicho que proviene la generosidad, produce siempre un orgullo muy censurable y tan diferente de esa verdadera generosidad que tiene efectos enteramente contrarios; pues todos los demás bienes, como la inteligencia, la belleza, las riquezas, los honores, etc., como son tanto más estimados cuanto se encuentran en menor número de personas, y como además la mayor parte de ellos son de tal naturaleza que no pueden comunicarse a varios, los orgullosos procuran rebajar a todos los demás hombres, y, esclavos de sus deseos, tienen el alma continuamente agitada por el odio, la envidia, los celos o la cólera.
Art. 159. De la humildad viciosa.
En cuanto a la bajeza o humildad viciosa, consiste principalmente en sentirse débil o poco resuelto, y, como si no se tuviera el pleno uso del libre arbitrio, no poder menos de hacer cosas sabiendo que luego pesarán; consiste también en creer que no se puede subsistir por si mismo ni pasar sin algunas cosas cuya adquisición depende de otros. Es, pues, directamente opuesta a la generosidad; y ocurre a menudo que los que tienen el espíritu más bajo son los más arrogantes y soberbios, de la misma manera que los más generosos son los más modestos y más humildes. Pero, mientras los que tienen el espíritu fuerte y generoso no cambian de humor por las prosperidades o adversidades que les ocurren, los que lo tienen débil y abyecto están a merced de la fortuna, y tanto los ufana la prosperidad como humildes les torna la adversidad. Hasta se ve a menudo que se rebajan vergonzosamente ante aquellos de quienes esperan algún provecho o temen algún daño, y que al mismo tiempo se encaraman insolentemente sobre aquellos de quienes no esperan ni temen nada.
Art. 160. Cuál es el movimiento de los espíritus en estas pasiones.
Por otra parte, fácilmente se advierte que el orgullo y la bajeza no son solamente vicios, sino también pasiones, porque su emoción se muestra muy patente en los que se ufanan o se abaten súbitamente en cada nueva ocasión; mas no cabe dudar si la generosidad o la humildad, que son virtudes, pueden también ser pasiones, porque sus movimientos se manifiestan menos y porque parece que la virtud no simpatiza tanto como el vicio con la pasión. No obstante, yo no veo razón alguna para que el mismo movimiento de los espíritus que sirve para reforzar un pensamiento cuando está mal fundado no pueda también reforzarlo cuando está bien fundado; y como el orgullo y la generosidad no consisten sino en la buena opinión que se tiene de sí mismo, y no difieren sino en que esta opinión es injusta en uno y justa en otro, creo que pueden referirse a una misma pasión, la cual es suscitada por un movimiento compuesto de los de la admiración, la alegría y el amor, tanto el que se siente por sí mismo como el que se siente por la cosa que determina la propia estimación; y al contrario, el movimiento que suscita la humildad, sea virtuosa, sea viciosa, se compone de los de la admiración, la tristeza y el amor a sí mismo, unidos al odio a los propios defectos, que hacen despreciarse a sí mismo; y la única diferencia que observo en estos movimientos es que el de la admiración tiene dos propiedades: la primera que la sorpresa le hace fuerte desde el principio; y la otra que es igual en su continuación, es decir, que los espíritus continúan moviéndose de la misma manera en el cerebro; de estas propiedades, la primera se encuentra mucho más en el orgullo y en la bajeza que en la generosidad y en la humildad virtuosa, y al contrario, la última se observa mejor en éstas que en las otras dos; la razón de ello es que el vicio nace ordinariamente de la ignorancia, y que los más propensos a enorgullecerse y humillarse más de lo debido son los que peor se conocen, porque todo lo nuevo que les ocurre los sorprende y hace que, atribuyéndoselo a sí mismos, se admiren, y se estimen o se desprecien según que crean que lo que les ocurre es, o no, ventajoso para ellos. Pero, como es frecuente que, después de una cosa que los enorgullece, sobrevenga otra que los humilla, el movimiento de sus pasiones es variable; y al contrario, nada hay en la generosidad que no sea compatible con la humildad viciosa, ni nada que las pueda cambiar, por lo cual sus movimientos son firmes, constantes y siempre muy semejantes a sí mismos. Pero no se producen tanto por sorpresa, porque los que se estiman de este modo conocen bastante cuáles son las causas por las que se estiman; no obstante, puede decirse que estas causas son tan maravillosas (por ejemplo, el poder de hacer uso del libre albedrío, que nos hace apreciarnos a nosotros mismos, y las imperfecciones del sujeto en que radica este poder, que nos hacen no estimarnos demasiado) que cada vez que las contemplamos de nuevo nos dan siempre una nueva satisfacción.
Art. 161. Cómo puede adquirirse la generosidad.
Y hay que observar que lo que se llaman generalmente virtudes son hábitos del alma que la disponen a ciertos pensamientos, de suerte que son diferentes de estos pensamientos, pero que pueden producirlos, y recíprocamente ser producidos por ellos. Hay que observar también que estos pensamientos pueden ser producidos por el alma, pero que, a veces, los refuerza algún movimiento de los espíritus, y entonces son actos de virtud y a la vez pasiones del alma: así aunque no haya virtud a la que tanto contribuya al parecer la buena estirpe como la que hace estimarse únicamente en su justo valor, y aunque sea fácil creer que todas las almas que Dios pone en nuestros cuerpos son igualmente nobles y fuertes (por lo que he llamado a esta virtud generosidad, como se acostumbra en nuestra lengua, en vez de magnanimidad, según es costumbre de la escuela, en la que no es muy conocida), es indudable, sin embargo, que la buena educación sirve mucho para corregir los defectos de nacimiento, y que, si nos preocupamos a menudo de considerar qué es el libre albedrío y cuán grandes son las ventajas de tener una firme resolución de hacer buen uso de él, así como, por otra parte, cuán vanos e inútiles son todos los cuidados que importunan a los ambiciosos, podemos suscitar en nosotros la pasión y luego adquirir la virtud de la generosidad, y como ésta es la clave de todas las demás virtudes y un remedio general contra los desórdenes de las pasiones, paréceme que esta consideración bien merece ser tenida en cuenta.
Art. 162. De la veneración.
La veneración o el respeto es una inclinación del alma no sólo a estimar el objeto que venera, sino también a someterse a él con algún temor, para procurar hacérselo favorable; de modo que sólo tenemos veneración por las causas libres que juzgamos capaces de hacernos bien o mal, sin que sepamos cuál de los dos nos harán; pues por aquellos de quienes esperamos sólo bien sentimos, más que una simple veneración, amor y devoción, y por aquellos de quienes esperamos sólo mal sentimos odio; y si no creemos que la causa de este bien o de este mal sea libre, no nos sometemos a ella para procurar tenerla favorable. Así, cuando los paganos veneraban los bosques, las fuentes o las montañas, lo que veneraban no era propiamente estas cosas muertas, sino las divinidades que ellos creían que imperaban en ellas. Y el movimiento de los espíritus que suscita la veneración se compone del que suscita la admiración y del que suscita el temor, del que hablaré luego.
Art. 163. Del desdén.
Lo que llamo desdén es la inclinación que tiene el alma a menospreciar una causa libre juzgando que, aunque por su naturaleza sea capaz de hacer bien o mal está, sin embargo, tan por encima de nosotros, que no puede hacer ni lo uno ni lo otro. Y el movimiento de los espíritus que lo suscita se componen de los que suscitan la admiración y la seguridad o el atrevimiento.
Art. 164. Del uso de estas dos pasiones.
Y es la generosidad y la flaqueza del espíritu o la bajeza lo que determina el bueno y el mal uso de estas dos pasiones: pues cuanto más noble y generosa se tiene el alma, mayor es la inclinación a dar a cada cual lo que le corresponde; y así no solamente se tiene una profunda humildad ante Dios, sino que también se rinde sin repugnancia todo el honor y el respeto que es debido a los hombres, a cada cual según el rango y la autoridad que tiene en el mundo, y no se desprecia nada más que los vicios. En cambio, los que tienen el espíritu bajo y débil son dados a pecar por exceso, a veces en que veneran y temen cosas que no son dignas sino de menosprecio, y a veces en que desdeñan insolentemente las que más merecen ser veneradas; y suelen pasar muy bruscamente de la extremada impiedad a la superstición, y luego de la superstición a la impiedad, de suerte que no hay vicio ni desorden del espíritu de que no sean capaces.
Art. 165. De la esperanza y del temor.
La esperanza es una disposición del alma a creer que lo que desea ocurrirá, disposición producida por un movimiento particular de los espíritus, a saber, el de la alegría y el del deseo mezclados; y el temor es otra disposición del alma que la hace creer que no ocurrirá; y es de observar que aunque estas dos pasiones son opuestas, se puede, sin embargo, sentir las dos juntas, a saber, cuando consideramos al mismo tiempo diversas razones, unas que hacen pensar que el cumplimiento del deseo es fácil, y otras que hacen creer que es difícil.
Art. 166. De la seguridad y de la desesperanza.
Y nunca una de estas pasiones acompaña al deseo sin dejar algún lugar a la otra: pues, cuando la esperanza es tan fuerte que excluye enteramente al temor, cambia de naturaleza y se llama certidumbre o seguridad; y cuando se está seguro de que lo que se desea ocurrirá, aunque se siga queriendo que ocurra, se deja no obstante de estar agitado por la pasión del deseo, que hacía buscar con inquietud el acontecimiento; mas cuando el temor es tan extremado que no deja lugar alguno a la esperanza, se convierte en desesperanza, y esta desesperanza, haciendo ver la cosa como imposible, mata por completo el deseo, el cual se dirige únicamente a las cosas posibles.
Art. 167. De los celos.
Los celos son una especie de temor relacionado con el deseo que se tiene de conservar la posesión de algún bien; y más que de la fuerza de las razones que hacen pensar que se puede perder, provienen de lo mucho que estimamos ese objeto, lo cual nos hace considerar hasta los menores motivos de sospecha y tomarlos por razones muy considerables.
Art. 168. En qué ocasiones puede ser honrada esta pasión.
Y, como se debe poner más celo en conservar los bienes muy grandes que los menores, esta pasión puede ser justa y honrada en algunas ocasiones. Así, por ejemplo, un capitán que guarda una plaza de gran importancia tiene derecho a estar celoso de ella, es decir, a desconfiar de todos los medios por los cuales podría ser sorprendida; y a una mujer honrada no se la censura el ser celosa de su honor, es decir, el guardarse no sólo de comportarse mal, sino también evitar hasta los menores motivos de maledicencia.
Art. 169. En qué casos es censurable.
Pero la gente se burla de un avaro cuando es celoso de su tesoro, es decir, cuando lo protege con los ojos y no quiere alejarse nunca de él por miedo de que se lo roben; pues el dinero no vale la pena de ser guardado con tanto celo. Y se desprecia a un hombre celoso de su mujer, porque esto demuestra que no la ama de buena ley y que tiene mala opinión de sí mismo o de ella: digo que no ama de buena ley, porque si le tuviera un verdadero amor, no se sentirá inclinado a desconfiar de ella; pero no es propiamente a ella a quien ama, sino sólo al bien que cree hallar en ser su dueño único, y no temería perder este bien si no se juzgara indigno del mismo o no creyera infiel a su mujer. Por lo demás, esta pasión sólo se refiere a las sospechas y a las desconfianzas, pues tratar de evitar algún mal cuando se tiene justo motivo para temerlo no es propiamente ser celoso.
Art. 170. De la irresolución.
La irresolución es también una especie de temor que, teniendo el alma como un péndulo entre varias acciones que puede realizar, es causa de que no realice ninguna y así tiene tiempo para elegir antes de decidirse, en lo cual tiene la irresolución algo bueno; mas cuando dura más de lo necesario y hace emplear en deliberar el tiempo requerido para obrar, es muy mala. Y digo que es una especie de temor, aunque, cuando cabe elegir entre varias cosas cuya bondad parece muy igual, puede ocurrir que permanezcamos inciertos e irresolutos sin que tengamos por eso ningún temor; pues esta clase de irresolución se debe sólo al motivo que se presenta, y no a ninguna emoción de los espíritus; por eso no es una pasión, a no ser que el temor de errar en la elección aumente la incertidumbre. Pero este temor es tan habitual y tan fuerte en algunos, que muchas veces, aunque no tengan que elegir y no vean sino una cosa que tomar o dejar, los retiene y se paran inútilmente a buscar otras; y entonces es un exceso de irresolución que proviene de un excesivo deseo de proceder bien y de una debilidad del entendimiento, el cual, sin ninguna noción clara y distinta, tiene muchas confusas: por eso el remedio contra estos excesos está en acostumbrarse a formar juicios ciertos y determinados sobre las cosas que se presentan, y en creer que cumplimos siempre nuestro deber cuando hacemos lo que a nuestro juicio es lo mejor, aunque es posible que juzguemos muy mal.
Art. 171. Del valor y de la intrepidez.
El valor, cuando es una pasión y no un hábito o inclinación natural, es cierto calor o agitación que dispone el alma a lanzarse poderosamente a la ejecución de las cosas que quiere hacer, cualquiera que sea su naturaleza; y la intrepidez es una especie de valor que dispone el alma a realizar las cosas más peligrosas.
Art. 172. De la emulación.
Y la emulación es también una especie de valor, pero en otro sentido; pues se puede considerar el valor como un género que se divide en tantas especies como objetos diferentes hay, y en tantas otras como causas. En la primera división, la intrepidez es una especie, y en la otra lo es la emulación; y esta última no es un calor que dispone el alma a emprender cosas que espera poder conseguir porque ve que otros las consiguen; es, pues, una especie de valor cuya causa externa es el ejemplo. Digo la causa externa porque debe haber además una interna, que consiste en tener el cuerpo dispuesto de tal modo que el deseo y la esperanza tienen más fuerza para hacer afluir al corazón buena cantidad de sangre que el temor o la desesperanza para impedirlo.
Art. 173. Cómo la intrepidez depende de la esperanza.
Pues es de observar que, aunque el objeto de la intrepidez sea la dificultad, de la cual nace generalmente el temor y hasta la desesperación, de suerte que es en los asuntos más peligrosos y más desesperados donde se emplea más intrepidez y valor, es preciso, sin embargo, para oponerse con vigor a las dificultades que surjan, tener la esperanza e incluso la seguridad de lograr el fin perseguido. Mas este fin es diferente del objeto, pues no es posible tener al mismo tiempo la seguridad y la desesperanza de una misma cosa. Así, cuando los dacios se lanzaban entre los enemigos y corrían a una muerte segura, el objeto de su intrepidez era la dificultad de conservar la vida en esta acción, y por esa dificultad no tenían sino desesperación, pues estaban seguros de morir; pero su finalidad era animar a sus soldados con el ejemplo y hacerles conseguir la victoria, en la que tenían esperanza; o bien se proponían ganar la gloria después de su muerte, de la que estaban seguros.
Art. 174. De la cobardía y del miedo.
La cobardía es directamente opuesta al valor, y es una languidez o frialdad que impide al alma lanzarse a la ejecución de las cosas que haría si estuviera exenta de esta pasión; y el miedo o el terror, que es contrario a la intrepidez, no es sólo una frialdad, sino también una turbación y un pasmo del alma que le quita la fuerza de resistir a los males que cree próximos.
Art. 175. Del uso de la cobardía.
Yo no puedo creer que la naturaleza haya dado a los hombres alguna pasión que sea siempre viciosa y no tenga ninguna función buena y loable, pero me cuesta, sin embargo, mucho trabajo adivinar para qué pueden servir estas dos. Paréceme únicamente que la cobardía tiene alguna utilidad cuando evita las penalidades que ciertas razones verosímiles podrían incitar a arrostrar si otras razones más ciertas que hacen juzgar inútiles esas penalidades no suscitaran la pasión de la cobardía; pues, además de eximir al alma de esas penalidades, es útil entonces para el cuerpo también, porque retardando el movimiento de los espíritus, le impide disipar las fuerzas. Mas generalmente la cobardía es muy perjudicial porque aparta la voluntad de las acciones útiles; y como nace únicamente de que no se tiene bastante esperanza o bastante deseo, es suficiente, para corregirla, aumentar en nosotros estas dos pasiones.
Art. 176. Del uso del miedo.
En cuanto al miedo o el terror, no veo que pueda nunca ser loable o útil; por eso no es una pasión especial, sino sólo un exceso de cobardía, de pasmo y de temor, exceso siempre vicioso, como la intrepidez es un exceso de valor que es siempre bueno, con tal de que lo sea el fin perseguido; y como la principal causa del miedo es la sorpresa, nada mejor para librarse de él que obrar con premeditación y prepararse para todos los acontecimientos cuyo temor puede causar el miedo.
Art. 177. Del remordimiento.
El remordimiento de conciencia es una especie de tristeza que nace cuando se sospecha que una cosa que se hace o se ha hecho no es buena, y presupone necesariamente la duda: pues si estuviéramos enteramente seguros de que lo que se hace es malo, nos abstendríamos de hacerlo, porque la voluntad no se inclina sino a las cosas que tienen alguna apariencia de buenas; y si estuviéramos ciertos de que lo que hemos hecho ya es malo, sentiríamos arrepentimiento, no sólo remordimiento. Ahora bien, la finalidad de esta pasión es hacernos considerar si la cosa de que dudamos es buena o no, o impedirnos hacerla otra vez mientras no estemos seguros de que es buena. Mas, como presupone el mal, lo mejor sería no tener nunca ocasión de sentirla; y podemos prevenirla por los mismos medios que sirven para verse libres de la irresolución.
Art. 178. De la burla.
La irrisión o burla es una especie de alegría mezclada con odio, que se produce al ver algún pequeño mal en una persona a la que se cree digna de sufrirlo: se siente odio por ese mal, se siente alegría de verlo en quien lo merece; y cuando esto ocurre inopinadamente, la sorpresa de la admiración origina la risa, como dije al explicar la naturaleza de la risa. Pero ese mal debe ser pequeño; pues si es grande, no se puede creer que el que lo padece lo merece, a no ser que se tenga una mala índole o que se odie mucho a la persona en cuestión.
Art. 179. Por qué los más imperfectos suelen ser los más burlones.
Y se observa que los que tienen defectos más visibles, por ejemplo los cojos, tuertos, jorobados, o los que han recibido alguna afrenta pública, son especialmente inclinados a la burla; pues, deseando ver a todos los demás tan desgraciados como ellos, les placen mucho los males que les ocurren, y los juzgan merecedores de ellos.
Art. 180. Del uso de la burla.
En cuanto a la burla modesta, que reprende útilmente los vicios mostrándolos ridículos, sin por eso reírse uno mismo de ellos ni manifestar ningún odio contra las personas, no es una pasión, sino una cualidad de hombre honrado que pone de manifiesto su humor alegre y la tranquilidad de su alma, señales de virtud, y a veces también de la habilidad de su ingenio para saber dar una apariencia agradable a las cosas de que se burla.
Art. 181. Del uso de la risa y de la burla.
Y no está mal reír cuando se oyen las burlas de otro; e incluso pueden ser tales que fuera ser taciturno no reír; pero cuando es uno mismo quien se burla, mejor es abstenerse de reír, no vaya a parecer sorprendido por las cosas que dice, ni admirar el ingenio de inventarlas; y esto hace que sorprendan más a quienes las oyen.
Art. 182. De la envidia.
Lo que se llama generalmente envidia es un vicio que consiste en una perversidad de la naturaleza por la cual a algunas personas les enoja el bien que les ocurre a otros hombres; pero yo empleo aquí esta palabra para designar una pasión que no siempre es viciosa. La envidia, en tanto que pasión, es una especie de tristeza, acompañada de odio, que proviene de ver el bien que les ocurre a quienes se juzga indignos de él; y esto sólo puede pensarse con razón de los bienes de fortuna, pues los del alma, e incluso los del cuerpo, si se tienen de nacimiento, haberlos recibido de Dios antes de ser capaz de cometer ningún mal es ser dignos de ellos.
Art. 183. Cómo puede ser justa e injusta.
Mas cuando la fortuna manda bienes a alguien que es verdaderamente indigno de ellos y sentimos envidia únicamente porque, amando naturalmente la justicia, nos enoja que no sea observada en la distribución de esos bienes, es un celo que puede ser disculpable, principalmente cuando el bien que se envidia a otros es de tal naturaleza que puede convertirse en mal entre sus manos; así, por ejemplo, si se trata de algún cargo o profesión en cuyo ejercicio puedan comportarse mal, incluso cuando se desea para si mismo ese mismo bien y no se puede tener porque lo poseen otros menos dignos de poseerlo, esto hace la pasión más violenta, y no deja de ser disculpable, con tal de que el odio que contiene recaiga solamente en la mala distribución del bien que se envidia, y no en las personas que lo poseen o lo distribuyen. Pero hay pocos tan justos y generosos como para no sentir odio por quienes se les adelantan en la adquisición de un bien que no es comunicable a varios y que habían deseado para ellos mismos, aunque quienes lo han adquirido sean tanto o más merecedores de él. Y lo más generalmente envidiado es la gloria, pues aunque la de los demás no impide que nosotros podamos aspirar a ella, hace su acceso más difícil y encarece su costo.
Art. 184. A qué se debe que los envidiosos son propensos a tener la tez plomiza.
Por otra parte, no hay vicio que tanto dañe a la felicidad de los hombres como la envidia; pues, además de que los tocados por su estigma se afligen a sí mismos, turban también con todo su poder el placer de los demás, y tienen por lo general la tez plomiza, es decir, mezcla de amarillo y negro y como de sangre macerada; de donde proviene que la envidia se llama livor en latín; lo cual va muy de acuerdo con lo que he dicho antes de los movimientos de la sangre en la tristeza y en el odio; pues éste hace que la bilis amarilla, procedente de la parte inferior del hígado, y la negra, procedente del bazo, pasen del corazón por las arterias a todas las venas; y esto determina que la sangre de las venas tenga menos calor y circule más lentamente que de ordinario, lo cual basta para poner lívido el color. Mas como la bilis, tanto la amarilla como la negra, puede también ir a las venas por otras varias causas, y como la envidia no las impulsa en cantidad bastante grande para cambiar el color de la tez, a no ser que sea muy grande y de larga duración, no se debe pensar que todos los que tienen este color son propensos a la envidia.
Art. 185. De la piedad.
La piedad es una especie de tristeza entreverada de amor o de buena voluntad hacia las personas a quienes vemos sufrir algún mal del que no los creemos merecedores. Es, pues, contraria a la envidia por razón de su objeto, y a la burla porque los considera de otro modo.
Art. 186. Quiénes son los más compasivos.
Los que se sienten más débiles y más sujetos a las adversidades de la fortuna parecen ser más inclinados a esta pasión que los demás, porque ven el mal ajeno como cosa que puede ocurrirles a ellos; y así, son movidos a piedad más bien por el amor que se tienen a sí mismos que por el que tienen a los demás.
Art. 187. Cómo los más generosos sienten esta pasión.
Sin embargo, aquellos que son más generosos y tienen el espíritu más fuerte, sin temer ningún mal para ellos y estando fuera del poder de la fortuna, no dejan de sentir compasión cuando ven el mal de los demás hombres y oyen sus quejas; pues es parte de la generosidad tener buena voluntad para todos. Mas la tristeza de esta piedad no es amarga, y, como la que nos producen las acciones funestas que vemos representar en un teatro, está más en el exterior y en el sentido que en el interior del alma, la cual tiene sin embargo la satisfacción de pensar que cumple su deber compadeciendo a los afligidos. Y hay en esto la diferencia de que, mientras el vulgo se compadece de los que se quejan, porque piensa que los males que sufren son muy enojosos, lo que más compadecen los más grandes hombres es la flaqueza de los que se lamentan, porque estiman que ningún accidente que pueda ocurrir es un mal tan grande como la cobardía de quienes no pueden soportarlo con constancia; y aunque odian los vicios, no por eso odian a las personas a quienes ven sometidas a ellos: les tienen sólo compasión.
Art. 188. Quiénes son los que no sienten piedad.
Pero sólo son insensibles a la piedad los espíritus malévolos y envidiosos que odian naturalmente a todos los hombres, o bien los que son tan brutales, tan cegados por la buena suerte o desesperados por la mala, que no piensan que pueda ocurrirles ningún mal.
Art. 189. Por qué esta pasión mueve a llorar.
En esta pasión se llora muy fácilmente, debido a que el amor, enviando mucha sangre al corazón, hace que salgan muchos vapores por los ojos, y la frialdad de la tristeza, retardando la agitación de estos vapores, hace que se transformen en lágrimas, como he explicado anteriormente.
Art. 190. De la satisfacción de sí mismo.
La satisfacción que tienen siempre los que practican constantemente la virtud es un hábito en su alma que se llama sosiego y tranquilidad de conciencia; mas la que se adquiere de nuevo cuando se ha realizado recientemente alguna acción que se cree buena es una pasión, como una especie de alegría, que yo creo la más dulce de todas, porque su causa depende sólo de nosotros. No obstante, cuando esta causa no es justa, es decir, cuando las acciones que nos producen mucha satisfacción no son de gran importancia, o incluso son viciosas, esa satisfacción es ridícula y no sirve más que para producir un orgullo y una arrogancia impertinente: cosa fácil de observar en quienes, creyéndose devotos, son solamente beatos y supersticiosos: es decir, que, a la sombra de ir a menudo a la iglesia, recitar muchas oraciones, llevar el cabello corto, ayunar, dar limosnas, creen ser enteramente perfectos y se imaginan tan grandes amigos de Dios que no pueden hacer nada que le desagrade, y que todo lo que les dicta su pasión es un buen celo, aunque a veces les dicte los mayores crímenes que los hombres puedan cometer, como traicionar ciudades, matar príncipes, exterminar pueblos enteros por el simple hecho de que no se plieguen a sus opiniones.
Art. 191. Del arrepentimiento.
El arrepentimiento es directamente opuesto a la satisfacción de sí mismo, y es una especie de tristeza debida a que se cree haber cometido alguna mala acción; y es muy amarga, porque su causa está sólo en nosotros; lo cual no impide, sin embargo, que sea muy útil cuando es verdad que la acción de que nos arrepentimos es mala y tenemos la certidumbre de ello, porque nos incita a obrar mejor otra vez. Pero suele ocurrir que los espíritus débiles se arrepienten de cosas que han hecho sin saber con seguridad que fueran malas: lo creen únicamente porque lo temen; y si hubieran hecho lo contrario, se arrepentirían de la misma manera: lo cual es en ellos una imperfección digna de piedad; y los remedios contra este defecto son los mismos que sirven para acabar con la irresolución.
Art. 192. Del favor.
El favor es propiamente un deseo de bien para la persona hacia la que se tiene buena voluntad; pero yo empleo aquí esta palabra para designar esta voluntad cuando la produce en nosotros alguna buena acción de la persona por quien la sentimos; pues somos naturalmente inclinados a amar a los que hacen cosas que juzgamos buenas, aunque ello no nos reporte a nosotros ningún bien. El favor, en este sentido, es una especie de amor, no de deseo, aunque le acompañe siempre el deseo del bien para la persona a quien favorecemos; y va generalmente unido a la piedad, porque las desgracias que ocurren a los desgraciados nos hacen reflexionar más sobre sus méritos.
Art. 193. Del agradecimiento.
El agradecimiento es también una especie de amor provocado en nosotros por alguna acción de la persona por quien lo sentimos, y con la cual creemos que nos ha hecho algún bien, o al menos que ha tenido la intención de hacérnoslo. Contiene, pues, los mismos ingredientes que el favor, y además se funda en una acción que nos conmueve y a la que deseamos corresponder: por eso tiene mucha más fuerza, principalmente en las almas un poco nobles y generosas.
Art. 194. De la ingratitud.
En cuanto a la ingratitud, no es una pasión, pues la naturaleza no ha puesto en nosotros ningún movimiento que la suscite; es solamente un vicio directamente opuesto al agradecimiento, en tanto que éste es siempre virtuoso y uno de los principales vínculos de la sociedad humana; por eso este vicio es propio únicamente de los hombres brutales y sumamente arrogantes que piensan que todo les es debido, o de los estúpidos que no reflexionan en los beneficios que reciben o de los débiles y abyectos que, sintiendo su imperfección y su miseria, buscan bajamente la ayuda de los demás y, una vez obtenida, los odian, porque, no queriendo o no pudiendo pagársela, y figurándose que todo el mundo es mercenario como ellos y que no se hace ningún bien sino esperando la recompensa, piensan que les han engañado.
Art. 195. De la indignación.
La indignación es una especie de odio o de aversión que se siente naturalmente contra los que hacen algún mal, de cualquier naturaleza que sea; y muchas veces va mezclada con la envidia o con la piedad; pero su objeto es muy diferente, pues sólo se siente indignación contra los que hacen bien o mal a las personas que no lo merecen, mientras que se envidia a quienes reciben ese bien, o se siente piedad por quienes reciben ese mal. Claro que, en cierto modo, es hacer mal poseer un bien no merecido, y tal vez por esto Aristóteles y sus adeptos, suponiendo que la envidia es siempre un vicio, dieron el nombre de indignación a la que no es viciosa.
Art. 196. Por qué la indignación va unida a veces a la piedad y a veces a la burla.
También, en cierto modo, hacer mal es recibirlo; por eso algunos sienten, con la indignación, piedad, y otros tienden a la burla, según consideren de buena o de mala voluntad a aquellos a quienes ven cometer faltas, y, siendo así, la risa de Demócrito y el llanto de Heráclito han podido proceder de la misma causa.
Art. 197. A veces la acompaña la admiración, y no es incompatible con la alegría.
La indignación va también a veces acompañada de admiración, pues suponemos habitualmente que todas las cosas se harán de la manera que nosotros creemos buena. Por eso, cuando no ocurre así, nos sorprende y lo admiramos. No es tampoco incompatible con la alegría, aunque por lo general vaya unida a la tristeza: pues cuando el mal que nos indigna no puede dañarnos, y consideramos que no quisiéramos nosotros hacerlo parecido, esta consideración nos produce cierto placer; y esto es acaso una de las causas de la risa que a veces acompaña a esta pasión.
Art. 198. De su uso.
La indignación se observa mucho más en los que quieren parecer virtuosos que en los que verdaderamente lo son; pues, aunque los que aman la virtud no puedan ver sin alguna aversión los vicios de los demás, sólo se apasionan contra los más grandes y extraordinarios. Sentir gran indignación por cosas de poca monta es ser difícil y malhumorado; sentirla por las que no son censurables es ser injusto, y es ser impertinente y absurdo no limitar esta pasión a las acciones de los hombres y llevarla hasta las obras de Dios o de la naturaleza, como hacen los que, no estando nunca conformes con su condición o con su fortuna, se atreven a censurar la conducta del mundo y los secretos de la Providencia.
Art. 199. De la ira.
La ira es una especie de odio o de aversión que sentimos contra los que hacen algún mal, o han tratado de perjudicar, no indiferentemente a cualquiera, sino particularmente a nosotros. Tiene, pues, el mismo contenido que la indignación, con la añadidura de que se funda en una acción que nos concierne y de la que deseamos vengarnos; pues casi siempre la acompaña este deseo; y es directamente opuesta a la gratitud, como la indignación al favor; pero es incomparablemente más violenta que estas otras tres pasiones, porque el deseo de rechazar las cosas dañinas y de vengarse de ellas es el más apremiante de todos. El deseo unido al amor hacia uno mismo es lo que da a la ira toda la agitación de la sangre que pueden producir el valor y la intrepidez; y, en el odio, es principalmente la sangre biliosa procedente del bazo y de las venillas del hígado la que recibe esta agitación y entra en el corazón, donde, por su abundancia y por la naturaleza de la bilis mezclada a ella, produce un calor más áspero y más ardiente que el que puede ser producido por el amor o por la alegría.
Art. 200. Por qué las personas que enrojecen de indignación son menos temibles que las que palidecen.
Y las señales exteriores de esta pasión son diferentes, según los diversos temperamentos de las personas y la diversidad de las demás pasiones que la componen y se unen a ella. Así vemos personas que palidecen o que tiemblan cuando se ponen iracundos, y otras que enrojecen y hasta lloran; y es creencia general que la ira de los que palidecen es más de temer que la de los que enrojecen: la razón de esto es que, cuando una persona no puede vengarse más que con el gesto y la palabra, emplea todo su calor y toda su fuerza desde el primer momento en que siente la ira, y por eso enrojece; además, a veces, la compasión que se tiene a sí mismo por no poder vengarse de otro modo, le hace llorar. En cambio, los que se reservan y se determinan a mayor venganza se entristecen de pensar que se ven obligados a ella por la acción que los enfurece; y a veces también sienten temor por los males que pueden resultar de la decisión que han tomado, lo cual los pone pálidos, fríos y temblorosos; mas, cuando llega el momento de ejecutar su venganza, se calientan tanto más cuanto más fríos estuvieron al comienzo, y así se ve que las fiebres que comienzan con frío suelen ser las más fuertes.
Art. 201. Hay dos clases de ira, y las personas más buenas son las más propensas a la primera.
Esto nos indica que se pueden distinguir dos clases de ira: una que es muy súbita y se manifiesta muy al exterior, pero que, sin embargo, tiene poco efecto y puede calmarse fácilmente; otra que no se exterioriza tanto al principio, pero que roe más el corazón y tiene efectos más peligrosos. Las personas más bondadosas y amorosas son las más propensas a la primera; pues no proviene de un odio profundo, sino de una súbita aversión que las sorprende, porque, inclinados a imaginar que todas las cosas deben producirse de la manera que a ellos les parece la mejor, cuando se producen de manera distinta se sorprenden y se ofenden, a veces sin que ni siquiera les concierna la cosa en su interés particular, y ello porque, siendo muy afectivos, se interesan por aquellos a quienes aman como por sí mismos. Así pues, lo que para otro no será más que un motivo de indignación, para ellos lo es de ira; y como su inclinación a amar hace que tengan mucho calor y mucha sangre en el corazón, la aversión que los sorprende no puede menos de hacer afluir a él la bilis necesaria para que produzca en esa sangre una gran emoción; pero esta emoción es muy fugaz, porque la fuerza de la sorpresa no continúa, y en cuanto esas personas se dan cuenta de que el motivo que las ha enojado no debía emocionarlas tanto, se arrepienten.
Art. 202. Las que más se dejan llevar a la otra son las almas débiles y bajas.
La otra clase de ira, en la que predomina el odio y la tristeza, no es tan manifiesta al principio, a no ser quizá en que empalidece el rostro; pero su fuerza va aumentando poco a poco por la agitación de un ardiente deseo de vengarse suscitado en la sangre, la cual, mezclada con la bilis que es impulsada hacia el corazón de la parte inferior del hígado y del bazo, produce en el corazón un calor áspero y muy agudo. Y así como las almas más generosas son las más agradecidas, las más orgullosas y más bajas y defectuosas son las más propensas a esta especie de ira; pues las injurias parecen tanto mayores cuanto más alto nos hace estimarnos el orgullo y cuanto más estimamos los bienes que ellas nos quitan, y los estimamos más cuanto más débil y baja es nuestra alma, ya que dependen de los demás.
Art. 203. La generosidad sirve de remedio contra sus excesos.
Por otra parte, aunque esta pasión sea útil para darnos vigor y rechazar las injurias, no hay ninguna otra cuyos excesos debamos evitar con más celo, porque, turbando el juicio, nos hacen a menudo cometer faltas de las que luego hemos de arrepentirnos, y aun impiden a veces rechazar esas injurias tan bien como podríamos rechazarlas con menos emoción. Pero, como nada la hace más excesiva que el orgullo, creo que la generosidad es el mejor remedio contra sus excesos, porque, haciéndonos estimar muy poco todos los bienes que nos pueden quitar, y mucho en cambio la libertad y el dominio absoluto de nosotros mismos, dominio que perdemos cuando alguien puede ofendernos, la generosidad hace que no sintamos sino desprecio o a lo sumo indignación por las injurias que a otros ofenden.
Art. 204. De la gloria.
Lo que llamo aquí gloria es una especie de contento fundado en el amor a sí mismo, y nace de pensar o de esperar que otros han de alabamos. Es, pues, diferente de la satisfacción interior que nace de pensar que hemos realizado alguna buena acción; pues a veces nos alaban por cosas que no creemos buenas, y nos censuran por otras que creemos mejores; pero una y otra son especies de la propia estimación, al mismo tiempo que especies de contento; pues motivo es para estimarse el ver que los demás nos estiman.
Art. 205. De la vergüenza.
La vergüenza es, por el contrario, una especie de tristeza fundada también en el amor a nosotros mismos, y nace de pensar o temer que han de censurarnos; es además una especie de modestia o de humildad y desconfianza de nosotros mismos: pues, cuando nos estimamos tanto que no podemos imaginar que nadie nos desprecie, difícilmente podemos sentirnos avergonzados.
Art. 206. Del uso de estas dos pasiones.
Ahora bien, la gloria y la vergüenza se comportan lo mismo en el sentido de que nos incitan a la virtud, la una por la esperanza, la otra por el temor; mas hay que adiestrar el juicio en lo que es verdaderamente digno de censura o de alabanza, a fin de no avergonzarnos de obrar bien y de no envanecernos de nuestros vicios, como les ocurre a algunos. Mas no es bueno desprenderse por entero de estas pasiones, como hacían antiguamente los cínicos; pues, aunque el pueblo juzgue muy mal, como no podemos vivir sin él, y nos importa su estimación, debemos muchas veces seguir sus opiniones antes que las nuestras en lo que se refiere al exterior de nuestros actos.
Art. 207. De la impudencia.
La impudencia o el descaro, que es un menosprecio de la vergüenza, y a veces también de la gloria, no es una pasión, porque no hay en nosotros ningún movimiento particular de los espíritus que la provoque; pero es un vicio opuesto a la vergüenza, y también a la gloria, en tanto una y otra son buenas, como la ingratitud es opuesta al agradecimiento y la crueldad a la piedad. Y la principal causa de la impudencia proviene de haber recibido varias veces grandes afrentas; pues no hay nadie que, siendo joven, no se imagine que la alabanza es un bien y la infamia un mal mucho más importantes para la vida de lo que la experiencia nos enseña que son, cuando, habiendo recibido algunas afrentas señaladas, nos vemos enteramente privados de honra y despreciados por todos. Por eso los que han pasado por experiencia tal se tornan unos desvergonzados que, midiendo el bien y el mal únicamente por las comodidades del cuerpo, ven que las disfrutan después de tales afrentas tanto como antes, y aun a veces mucho mejor, porque se ven libres de algunas continencias a las que les obligaba el honor, y si a su descrédito se une la pérdida de los bienes, no faltan personas caritativas que se los den.
Art. 208. De la saciedad.
La saciedad es una especie de tristeza que proviene de la misma causa que antes diera lugar a la satisfacción; pues estamos compuestos de tal modo que la mayor parte de las cosas de que gozamos nos gustan sólo por un tiempo, y luego nos resultan incómodas: lo cual se ve principalmente al beber y al comer, que no es útil más que cuando se tienen ganas y es perjudicial cuando ya no se tienen; y como en este caso ya no es agradable al gusto, esta pasión se llama disgusto[2].
Art. 209. De la añoranza.
La añoranza es también una especie de tristeza, y tiene una especial amargura, porque va siempre unida a cierta desesperanza y al recuerdo del placer gozado; pues no añoramos nunca sino los bienes de que hemos gozado, y que están tan perdidos que no tenemos ninguna esperanza de recobrarlos en el tiempo y de la manera en que los añoramos.
Art. 210. Del contento.
Por último, lo que llamo contento es una especie de gozo, con la particularidad de que aumenta su dulzura el recuerdo de los males que hemos sufrido y de los cuales nos sentimos liberados como cuando nos quitan de encima un gran peso que hemos llevado mucho tiempo a las espaldas. Y no veo nada muy notable en estas tres pasiones; sólo las he puesto aquí por seguir el orden de enumeración que expuse antes; pero creo que esta enumeración ha sido útil para demostrar que no omitíamos ninguna que fuera digna de alguna especial consideración.
Art. 211. Un remedio general contra las pasiones.
Y ahora que las conocemos todas, tenemos mucho menos motivo que antes para temerlas; pues vemos que todas son buenas en su naturaleza y que lo único que tenemos que evitar es su mal uso o sus excesos, contra los cuales podrían bastar los remedios que he explicado si todo el mundo se cuidara bien de practicarlos. Pero, como entre esos remedios he puesto la premeditación y la industria para corregir nuestros defectos naturales ejercitándonos en separar en nosotros los movimientos de la sangre y de los espíritus de los pensamientos a que suelen ir unidos, he de confesar que hay pocas personas bastante preparadas de esta suerte contra toda clase de situaciones y que estos movimientos suscitados en la sangre por los objetos de las pasiones se producen tan inmediata y súbitamente como consecuencia de las impresiones que recibe el cerebro y de la disposición de los órganos, aunque el alma no contribuya en nada a ello, que no hay cordura humana capaz de oponerles resistencia cuando no se está bastante preparado. Así, por ejemplo, hay muchos que no pueden abstenerse de reír cuando les hacen cosquillas, aunque ello no les produzca ningún placer; pues, despertada en su fantasía la impresión del gozo y de la sorpresa que anteriormente les hizo reír por el mismo motivo, el pulmón se les infla sin que ellos quieran por la sangre que el corazón le envía. Así también, los que son por naturaleza muy inclinados a las emociones de la alegría y de la piedad, o del miedo, o de la ira, no pueden menos de desfallecer, o de llorar, o de temblar, o de que se les revuelva la sangre como si tuvieran fiebre, cuando el objeto de alguna de estas pasiones les mueve la fantasía. Mas algo puede hacerse siempre en tal ocasión, y creo que puedo ponerlo aquí como el remedio más general y más fácil de practicar contra todos los excesos de las pasiones: cuando sentimos la sangre de tal modo agitada, debemos estar sobre aviso y recordar que todo lo que se presenta a la imaginación tiende a engañar al alma y a hacerle considerar las razones que sirven para persuadir al objeto de su pasión mucho más fuertes de lo que son, y mucho más débiles las que tienden a disuadirla. Y cuando la pasión persuade únicamente de las cosas cuya ejecución soporta algún aplazamiento, hay que abstenerse de pronunciar de momento ningún juicio, y distraerse en otros pensamientos hasta que el tiempo y el sosiego hayan calmado por completo la agitación de la sangre. Y por último, cuando incita a actos sobre los cuales es preciso decidir inmediatamente, la voluntad debe aplicarse principalmente a examinar y a seguir las razones que sean contrarias a las que la pasión presenta, aunque aquellas parezcan menos fuertes: como cuando inopinadamente atacados por algún enemigo, la ocasión no permite que empleemos ningún tiempo en deliberar. Mas una cosa me lleva a creer que los que están acostumbrados a reflexionar en sus actos pueden hacerlo siempre, y es que, cuando se sientan sobrecogidos por el miedo, procuran desviar su pensamiento del peligro considerando las razones por las cuales hay mucha más seguridad y más honor en la resistencia que en la huida; y al contrario, cuando sientan que el deseo de venganza y la ira los incita a correr inconsideradamente hacia quienes los atacaban, se acordaran de pensar que es impudencia perderse cuando se puede, sin deshonor, salvarse, y que, si la partida es muy desigual, vale más una retirada honrosa o tomar cuartel que exponerse brutalmente a una muerte segura.
Art. 212. De las pasiones depende todo el mal y todo el bien de esta vida.
Por lo demás, el alma puede tener sus placeres aparte; mas los que le son comunes con el cuerpo dependen enteramente de las pasiones: de suerte que los hombres a los que más pueden afectar son capaces de sacarle a esta vida los más dulces jugos. Verdad es que también pueden encontrar en ella la máxima amargura cuando no saben emplearlas bien y la fortuna les es contraria; mas en este punto es donde tiene su principal utilidad la cordura, pues enseña a dominar de tal modo las pasiones y a manejarlas con tal destreza, que los males que causan son muy soportables, y que incluso de todos ellos puede sacarse gozo.