El Jinete del Trueno

Una vez, yo fui Corazón de Hierro, el halcón de guerra Comanche.

No hay fantasía en lo que hablo, ni sufro de alucinaciones; hablo con el conocimiento seguro, del recuerdo chamánico, la única herencia que me dejó la raza que conquistó a mis ancestros.

Esto no es un sueño. Me siento aquí, en mi eficientemente amueblada oficina, a quince plantas por encima de la calle que atruena y ruge con el tráfico de la civilización más altamente artificial que el planeta ha conocido nunca. Mirando a través de la ventana más próxima, veo el cielo azul solo entre los pináculos de las torres que crían por encima de esta Babilonia definitiva. Si miro hacia abajo, solo veré franjas de hormigón sobre las que mana un incesante torrente de humanidad a empellones y máquinas con ruedas. Aquí no hay grandes espacios como océanos de desnuda pradera parda bajo un desnudo cielo azul, aquí no hay hierba seca ondeando ante los invisibles pies de la gente invisible de los páramos, aquí no hay soledad ni inmensidad ni misterio para cubrir la mente con la ceguera que todo ve y para construir sueños y visiones y para predecir. Aquí todo lo que importa se reduce a su mayor tangibilidad mecánica —poder que puede ser visto y tocado y escuchado, fuerza y energía que aplasta todos los sueños y vuelve a los hombres y mujeres unos autómatas lloriqueantes.

Sin embargo, me siento aquí, en mitad de esta nueva tierra salvaje de acero y piedra y electricidad y repito lo inexplicable: yo fui Corazón de Hierro, el Arrancacabelleras, el Jinete del Trueno.

No soy más moreno que muchos de mis clientes y parroquianos. Llevo las ropas de la civilización con tanta comodidad como cualquiera de ellos. ¿Por qué no debería? Mi padre llevaba manta, tocado de guerra y taparrabos en su juventud, pero yo nunca he llevado ningún traje excepto aquellos del hombre blanco. Hablo inglés —y francés, español y alemán también— sin nada de acento, salvo por un pequeño deje del Sudoeste como el que encontrarás en cualquier hombre blanco oklahomense o tejano. Detrás de mí yacen años de vida universitaria… Carlisle… la Universidad de Texas… Princeton. Tengo un éxito razonable en mi profesión. Soy aceptado sin cuestión en el círculo social de mi elección —una sociedad formada por hombres y mujeres de pura ascendencia anglosajona. Mis socios apenas piensan en mí como en un indio. Aparentemente me he convertido en un hombre blanco, y aun así…

Una herencia perdura. Un recuerdo. No hay nada vago, confuso o ilusorio en él. Igual que recuerdo mi pasado como John Garfield, también recuerdo otros pasados más distantes, la vida y hazañas de Corazón de Hierro. Mientras me siento aquí y miro fijamente el nuevo páramo de acero y hormigón y ruedas, parece de pronto tan tenue e irreal como la niebla que se levanta de las orillas del Río Rojo al alba. Veo a través de ella y más allá, de vuelta a las apagadas, pardas Montañas de Wichita donde nací; veo la hierba seca ondeando bajo el viento del sudoeste, y la alta casa blanca de Quanah Parker recortándose contra el cielo azul acero. Veo la cabaña donde nací, y los esbeltos caballos y las vacas esmirriadas paciendo en los pastos chamuscados por el sol, las secas, dispersas hileras de maíz en el pequeño sembrado cercano… pero veo más allá, también. Veo una gran extensión de pradera, marrón y seca e impresionantemente inmensa, donde no hay alta casa blanca, cabaña o maizal, solo la hierba marrón ondeando, y tipis de piel de búfalo, y bronceados, desnudos guerreros con penachos de plumas siguiéndolos como la cola de un meteoro en llamas cabalgando como el viento en la loca alegría de exultación salvaje.

Nací en una cabaña del hombre blanco. Nunca llevé pinturas de guerra ni he cabalgado el camino de la batalla, ni he bailado la danza de las cabelleras. No puedo blandir una lanza o disparar una flecha con punta de pedernal a través de la mole de un búfalo resoplando. Cualquier mozo de granja de Oklahoma puede superarme en equitación. Soy, en resumen, un hombre civilizado, y aun así…

En mi adolescencia temprana fui consciente de una constante inquietud, una incómoda y sombría insatisfacción con mi existencia. Leía libros, estudiaba, me dedicaba a las cosas que el hombre blanco valoraba con entusiasmo, lo que complacía a mis maestros blancos. Me señalaban con orgullo. Me decían, y aunque me estaban halagando cuando lo hacían, que yo era un hombre blanco en mentalidad y también en las costumbres.

Pero la intranquilidad crecía, aunque nadie sospechaba, porque la escondí tras la máscara de un rostro indio, como mis ancestros, atados a un poste apache, escondían su agonía de la mirada fija de sus presuntuosos enemigos.

Pero estaba ahí. Acechaba desde la parte de atrás de mi mente en la clase cuando escuchaba, escondiendo mi desdén innato hacia el aprendizaje que busqué para progresar en mi prosperidad material. Coloreaba mis sueños. Y estos sueños, borrosos en mi niñez, se hicieron más vívidos y claros a medida que fui creciendo —siempre un bronceado, desnudo guerrero contra un fondo de tormenta y nubes y fuego y trueno, cabalgando como un centauro, con un tocado de guerra tremolando y la espeluznante luz centelleando en la punta de una lanza levantada.

Los instintos raciales y las supersticiones empezaron a despertarse en mí con esta repetida visita. Mis sueños empezaron a teñir mi vigilia, porque los sueños siempre desempeñaron un papel importante en la vida de los indios. Mi mente empezó a volverse roja. Empecé a perder el asidero en la existencia de hombre blanco que había elegido para mí. La sombra de un tomahawk chorreante empezó a tomar forma, a cernirse sobre mí. Había una necesidad en mi mente, un ilícito e incontrolado deseo hacia la acción violenta, una inquietud que, empecé a temer, solo la sangre podría aplacar. Me echaba en la cama por las noches, temiendo ir a dormir, temiendo ser engullido por esta marea inexorable de los turbios, insondables embalses del subconsciente racial. Si esto ocurría, sabía que mataría, de pronto, salvajemente, y, de acuerdo con el razonamiento del hombre blanco, irracionalmente.

No deseaba matar hombres que nunca me habían hecho daño, y ser ahorcado después. Aunque despreciaba —como todavía desprecio— la filosofía y normas del hombre blanco, encuentro —y encontraba— las cosas materiales de su civilización deseables, dado que la vida de mis ancestros se me ha denegado.

Intenté deshacerme de esta primitiva, asesina necesidad, mediante los deportes. Pero encontré que el fútbol, el boxeo y la lucha solo aumentaban la sensación. Cuanto más salvajemente arrojaba mi fuertemente musculado cuerpo a una pelea, menos satisfacción obtenía de esta lucha artificial, y más anhelaba algo que no sabía lo que era.

Al final busqué ayuda. No fui a un médico blanco ni a un psicólogo. Regresé a mi región natal y busqué al viejo Pluma de Águila, un hombre-medicina que vivía solo entre las colinas, desdeñaba las maneras del hombre blanco con un desprecio amargo. En mis ropas de hombre blanco me senté con las piernas cruzadas en su tipi de viejas pieles de búfalo, y mientras hablaba, hundí mi mano en el puchero de res guisada que se asentaba entre nosotros. Era viejo… cuán viejo, no lo sé. Sus mocasines estaban raídos y gastados, su manta descolorida y parcheada. Estuvo con esa horda a quien el general Mac Kenzie atrapó en el Palo Duro, y cuando el general disparó a todos sus caballos arruinó al viejo Pluma de Águila, porque la riqueza del chamán recaía en la carne de caballo, como la de toda la tribu.

Me escuchó sin hablar y, durante largo tiempo después, permaneció sentado sin moverse, la cabeza doblada sobre su pecho, su marchita barbilla casi tocando su collar de dientes de Pawnee. En el silencio, oía el viento nocturno susurrando entre los pinos lodgepole[4] y un búho ululaba fantasmagóricamente en la profundidad del bosque. Al fin, levantó la cabeza y habló:

—Hay un recuerdo-medicina que te preocupa. Este guerrero que ves es el hombre que una vez fuiste. El no viene para reclamarte que claves hachas de guerra en las cabezas de los hombres blancos. Él viene en respuesta a un estado salvaje en tu propia alma. Tú desciendes de una larga línea de guerreros. Tu abuelo cabalgó con Lobo Solitario, y con Peta Nocona. Arrancó muchas cabelleras. Los libros del hombre blanco no pueden satisfacerte. A menos que encuentres una salida, tu mente se volverá roja y los espíritus de tus ancestros cantarán en tus oídos. Entonces matarás, como un hombre en un sueño, sin saber por qué, y los hombres blancos te ahorcarán. No está bien para un Comanche ser ahogado hasta la muerte en una horca. No puede cantar su canción de muerte y su alma no puede abandonar su cuerpo, y debe morar para siempre bajo tierra con sus huesos podridos.

»No puedes ser un guerrero. Ese día ya ha pasado. Pero hay una manera de escapar de las malas pasadas de tu atavismo. Si pudieras recordar… un Comanche, cuando muere, va durante un tiempo a la Tierra de la Caza Feliz para descansar y cazar al búfalo blanco. Entonces, cien años después, renace en una tribu… a menos que su espíritu haya sido destruido por la pérdida de su cabellera. Él no recuerda… o si lo hace, solo un poco, como figuras moviéndose entre la niebla. Pero hay una medicina para hacerle recordar… una medicina poderosa, una terrible, a la que ningún debilucho puede sobrevivir. Yo recuerdo. Recuerdo los hombres cuyo cuerpo habitó mi alma en épocas pasadas. Puedo vagar entre la niebla y hablar con aquellos grandes cuyos espíritus aún no han renacido… con Quanah Parker y con Peta Nocona, su padre, y con Camisa de Hierro, su padre… con Satanta, el Kiowa, y Toro Sentado, el Ogalalla, y muchos otros grandes.

»Si eres valiente, podrías recordar, y vivir sobre tus vidas antiguas, y estar satisfecho, conociendo tu valor y tu destreza en el pasado.

Me estaba ofreciendo una solución… un sustitutivo para una vida violenta en mi presente existencia… una válvula de escape para la ferocidad innata que acecha en el fondo de mi alma.

¿Puedo hablaros de la medicina ritual por la que gané completa memoria de mis días pasados? Solo en las colinas, únicamente con el viejo Pluma de Águila como testigo, peleé mi combate solitario contra tal agonía como el hombre blanco solo puede soñar en sus pesadillas. Es una medicina antigua, muy antigua, una medicina secreta, ni siquiera supuesta por los omniscientes antropólogos. Siempre fue Comanche; de ella los Sioux tomaron prestados los rituales de su Danza del Sol, y de los Sioux los Arikaras se apropiaron de parte de ella para su Danza de la Lluvia. Pero siempre fue un rito secreto, únicamente con un curandero al cuidado —sin bailes, ni muchedumbres de mujeres animando ni bravos para inspirar a un hombre, para endurecer su resolución escuchando sus canciones de guerra y su fanfarroneo— solo la austera y silenciosa fuerza de su resistencia, ahí, en la ventosa oscuridad, bajo las ancianas estrellas.

Pluma de Águila cortó profundas aberturas en los músculos de mi espalda. Las cicatrices continúan ahí hasta el día de hoy; un hombre puede meter sus puños cerrados en los huecos. Cortó profundamente los músculos y, pasando tiras de cuero sin curtir a través de las aberturas, las ató rápidamente. Entonces lanzó las correas sobre la rama de un roble, y, con una fuerza que solo un hombre-medicina podría explicar, me levantó hasta que mis pies colgaron alto por encima de la tierra cubierta de hierba. Aseguró las correas rápidamente y me dejó colgando allí. Se puso en cuclillas delante de mí y empezó a golpear un tambor cuyo parche era la piel del vientre de un jefe Apache Lipán. Lo golpeó lenta e incesantemente, de modo que su suave, siniestro ruido sonó como un interminable sonido de fondo durante toda mi agonía, mezclándose con el viento nocturno entre los árboles.

La noche se hizo eterna, las estrellas cambiaron, el viento murió y se levantó y volvió a morir de nuevo. El tambor zumbaba y zumbaba monótonamente hasta que el sonido cambiaba extrañamente a veces, y ya no era más un tambor sino el trueno de los cascos de caballos sin herrar golpeando sobre el tambor de la pradera. El ululato del búho ya no era más un ululato, sino el grito de muerte de guerreros olvidados. Y la llama de agonía delante de mis ojos nublados era un rugiente fuego alrededor del cual figuras negras saltaban y entonaban cánticos. Ya no me balanceaba más en las correas ensangrentadas atadas a la rama de un roble, sino que estaba erguido contra un poste, con llamas lamiendo mis pies, y cantaba mi canción de muerte desafiando a mis enemigos. Pasado y presente se fusionaron y se combinaron fantástica y terriblemente, y un centenar de personalidades lucharon conmigo, hasta que no hubo tiempo, ni espacio, ni forma ni espíritu, solo un caos de hombres y cosas y sucesos y espíritus que se retorcía, giraba y se arremolinaba, hasta que todos ellos fueron reducidos triunfalmente a la nada por un bronceado, pintado, exultante jinete sobre un caballo pintado cuyos cascos hacían saltar llamas en la pradera. A través del espeluznante telón de una puesta de sol de llamas oscuras pasaron rápidamente, en un bárbaro regocijo, caballo y jinete, negros contra el resplandor, y con su paso mi atormentado cerebro se rindió y ya no supe más.

En el amanecer gris, mientras yo colgaba flácido y sin sentido, Pluma de Águila ató calaveras de búfalo largamente atesoradas a mis pies, y su peso arrancó carne y tendones, de modo que caí sobre la hierba al pie del anciano roble. Las punzadas de este reciente dolor me revivieron, pero la agonía sin nombre de la carne destrozada y lacerada no era nada al lado del gran entendimiento de poder que se extendió sobre mí. En esa hora oscura antes del amanecer cuando el tambor fundió pasado y presente y la consciencia material que siempre se opone a los más oscuros sentidos sucumbió, el conocimiento que buscaba fue mío. El dolor era necesario… un gran dolor, para conquistar la parte consciente del espíritu que gobierna el cuerpo material. Había habido un despertar y una unión de sentidos y sensibilidades, y el recuerdo permaneció; llámalo psicología, magia, lo que quieras. Ya no sería atormentado más por una falta de algo, una necesidad de violencia, que no era sino un instinto implantado, creado por un millar de años de vida errante, cacerías y batallas. En mis recuerdos, podría encontrar alivio reviviendo otra vez los días salvajes de mis pasados. De forma que…

Recuerdo muchas vidas pasadas, vidas que se remontan atrás hasta una antigüedad que sorprendería a los historiadores. Esto encontré… que las vidas de un comanche no están separadas por cien años. A veces, la reencarnación es casi instantánea; por qué inescrutable razón, lo desconozco.

Sé que el yo que actualmente mora en el cuerpo del ciudadano americano llamado ahora John Garfield, dio vida a muchos indómitos, pintados personajes en el pasado —y también en un pasado no tan lejano. Por ejemplo, en mi última aparición como un guerrero en el escenario del gran Sudoeste fui Esatema, quien cabalgó con Quanah Parker y Satanta, el Kiowa, y fue muerto en la batalla de Adobe Walls, en el verano de 1874. Hubo un interludio entre Esatema y John Garfield, en la forma de un débil y deforme niño que nació durante la huida de la tribu de la reserva en 1878 y no siendo apto, fue abandonado para morir en algún lugar del Llano Estacado. Fui… pero ¿por qué enumerar todas las vidas y cuerpos que han sido míos en el pasado? Es una interminable cadena de personajes pintados, emplumados y desnudos que se remontan atrás hasta un pasado inmemorial… un pasado tan distante e impensable, que incluso yo mismo dudo ante su umbral.

Ciertamente, mi lector blanco, no te llevaré conmigo. Pues mi raza es una raza muy antigua; ya era antigua cuando residíamos al norte de las montañas Yellowstone y viajábamos a pie, con nuestros exiguos bienes cargados a lomos de los perros. Las investigaciones de los hombres blancos se detienen aquí, y hacen bien por su paz mental y por sus hermosamente ordenadas teorías del pasado de la humanidad; pero podría contarte cosas que te sacarían de la divertida tolerancia con la que estás leyendo este relato de una raza a la que tus ancestros aplastaron. Podría hablarte de largos peregrinajes sobre un continente aún rebosante de terrores prehumanos… pero basta.

Te hablaré de Corazón de Hierro, el Arrancacabelleras. De todos los cuerpos que han sido míos, el de Corazón de Hierro parece de alguna forma más cercanamente unido al de John Garfield del siglo XX. Era a Corazón de Hierro al que veía en mis sueños; eran los recuerdos de Corazón de Hierro, borrosos y no explicados, los que me obsesionaban en mi niñez y juventud. Aunque mientras te hablo de Corazón de Hierro, debo hablar como y por medio de los labios de John Garfield; si no, la historia no será más que un desvarío incoherente, y no significará nada para ti. Yo, John Garfield, soy un hombre de dos mundos, con una mente que no es completamente roja ni completamente blanca, aunque con un confuso entendimiento de cada una de ellas. Permíteme narrarte la historia de Corazón de Hierro… no como el propio Corazón de Hierro la habría contado, pero como John Garfield debe hacerlo, para que puedas llegar a entenderla.

Recuerda, hay mucho que no contaré. Hay crueldades y salvajadas que yo, John Garfield, entiendo como el producto natural de la vida que Corazón de Hierro vivió, pero que tú no podrías entender, y ante las cuales te horrorizarías. Hay otras cosas sobre las que pasaré por encima. La barbarie tiene sus vicios, su sofistería, no menos que la civilización. Y nuestros cinismos y sofisticaciones son débiles e infantiles al lado del cinismo elemental, de la sofisticación vital de lo que tú llamas salvajismo. Si nuestras virtudes fueran puras como un cachorro de puma recién nacido, nuestros pecados serían más antiguos que Nínive. Sí… pero basta. Te hablaré de Corazón de Hierro y del Horror que conoció, un Horror salido de un Tiempo más antiguo que las ruinas olvidadas que yacen escondidas en las selvas de Yucatán.

Corazón de Hierro vivió en la última parte del siglo XVI. Los eventos que describiré deben haber tenido lugar en alguna parte alrededor de 1575. Ya éramos una tribu de jinetes a caballo. Más de un siglo antes habíamos bajado de las Montañas Shoshone para convertirnos en hombres de las llanuras y cazadores de búfalos, siguiendo los rebaños a pie, desde el Gran Lago del Esclavo hasta el Golfo, riñendo eternamente con los Crows, los Kiowas, los Pawnees y los Apaches. Fue un largo y tedioso camino. Pero la llegada del caballo cambió todo eso… nos cambió, en unos pocos años, de una empobrecida raza de perezosos nómadas a una nación de guerreros invencibles, dejando a su paso un rojo camino de conquista desde los poblados Pies Negros en el Bighorn hasta los asentamientos españoles en Chihuahua.

Los historiadores dicen que los Comanches montaban hacia 1714. Para entonces llevábamos montando a caballo más de un siglo. Cuando Coronado llegó en 1541, buscando las legendarias ciudades de Cíbola, ya éramos una raza de jinetes. Los niños aprendían a montar antes que a caminar. Cuando yo, Corazón de Hierro, tenía cuatro años, montaba mi propio poni y vigilaba una manada de caballos.

Corazón de Hierro era un hombre poderoso, de estatura media, fornido y musculoso, como la mayoría de su raza. Te contaré cómo conseguí el nombre. Tenía un hermano un poco mayor que yo, cuyo nombre era Cuchillo Rojo. El cariño entre hermanos no es algo muy común entre los indios, pero sentía hacia él la marcada y apasionada admiración y adoración de un joven por un hermano mayor.

Era una época de movimiento racial. Todavía no nos habíamos asentado sobre el gran cañón del Palo Duro como la cuna de nuestra raza. Nuestro alcance al norte aún se extendía al norte del río Platte, aunque íbamos invadiendo cada vez más y más terreno sobre el Llano Estacado del Sur, empujando a los Apaches ante nosotros en una serie de vertiginosas batallas. Ciento veinticinco años después, acabamos definitivamente con su poder en una batalla de siete días en el río Wichita y los arrojamos, rotos y apaleados, hacia el oeste a las montañas de Nuevo Méjico. Pero en la época de Corazón de Hierro, todavía reclamaban las Llanuras del Sur como sus dominios y la mayoría de nuestras guerras eran con los Sioux más que con los Apaches.

Fueron los Sioux quienes mataron a Cuchillo Rojo.

Nos atraparon cerca de la orilla del Platte, como a una milla de un escarpado risco coronado por una vegetación raquítica. Corrimos hacia el risco, con un pensamiento entre nosotros. Porque esto no era un asalto ordinario; era un ataque en bloque; tres mil guerreros cabalgaban allí, Tetón, Brule y Yankton. Pretendían arrasar el campamento Comanche, millas hacia el sur. A menos que la tribu fuera advertida, serían atrapados y aplastados por los Sioux. Yo alcancé el risco, pero el caballo de Cuchillo Rojo cayó con él y los Sioux lo hicieron prisionero. Lo trajeron al pie del promontorio, en cuya cresta, escondido de sus flechas, me estaba preparando para enviar una señal de humo. Los Sioux no trataron de escalar el peñasco frente a mi lanza y flechas, donde solo un hombre podía venir de una vez. Pero me gritaron que si no enviaba la señal de humo, le darían a Cuchillo Rojo una muerte rápida y seguirían su camino sin molestarme.

Cuchillo Rojo me gritó:

—¡Enciende el fuego! ¡Avisa a nuestra gente! ¡Muerte a los Sioux!

Así que empezaron a torturarle… pero no les hice caso, aunque la pradera nadaba en un mar de rojo a mi alrededor. Le cortaron en pedazos despacio, miembro a miembro, mientras él se reía de ellos y cantaba su canción de muerte hasta que su propia sangre le ahogó. Vivió mucho más de lo que parecía posible vivir para un hombre, descuartizado como estaba. Pero no hice caso y el humo enroscándose hacia el cielo avisó a nuestra gente, allá lejos.

Entonces, los Sioux supieron que habían perdido y montaron y se marcharon, incluso antes de que la primera nube de polvo hacia el sur señalara la llegada de los guerreros de mi hermano. Con la vida de mi hermano, había comprado la vida de la tribu y, a partir de entonces tuve un nuevo nombre, y ese fue Corazón de Hierro. Y el propósito de mi vida desde ese momento fue pagarles a los Sioux la deuda que les debía, y una y otra vez se la pagué, en silbantes flechas y penetrantes lanzas, sí, y en fuego, y en pequeños, cortantes cuchillos… yo era Corazón de Hierro, el Arrancacabelleras, el Hacedor de Venganza, el Jinete del Trueno. Pues cuando el retumbar del trueno a través de las reverberantes praderas hacía a los jefes más valerosos esconder sus cabezas, entonces yo acostumbraba a montar al galope, agitando mi lanza y salmodiando todas mis hazañas, haciendo caso omiso a dioses y hombres. Porque el miedo murió en mi corazón, allá en la loma donde vi morir a mi hermano bajo los cuchillos Tetón, y solo una vez en toda mi vida se despertó de nuevo durante un tiempo. Y es de ese despertar de lo que voy a hablarte.

En otoño, ese año de 1575 —tal y como calculo ahora— cuarenta de nosotros cabalgamos hacia el sur para atacar los asentamientos españoles. Era Septiembre, pasada ya la Luna Mexicana[5], cuando los guerreros cabalgamos hacia el sur en busca de caballos, cabelleras y mujeres. Sí, era una antigua senda en los días de Esatema, y la he recorrido muchas veces en un cuerpo o en otro, pero en el tiempo de Corazón de Hierro tenía menos de cuarenta años.

Íbamos a por caballos, pero este asalto en concreto nunca alcanzó el Río Grande. Nos desviamos para atacar a los Lipanes en el río ahora llamado San Saba, y eso fue insensato. Pero éramos guerreros jóvenes, ansiosos por contar nuestros golpes sobre nuestros viejos enemigos, y aún no habíamos aprendido que los caballos eran más importantes que las mujeres, y las mujeres más importantes que las cabelleras. Sorprendimos a los Lipanes desprevenidos e hicimos una magnífica carnicería entre ellos, pero no sabíamos que había una tregua entre ellos y los caníbales Tonkewas, siempre enemigos implacables de los Comanches, hasta que saldamos esa cuenta de una vez por todas en el invierno de 1864, cuando los aniquilamos en su reserva en la Rama Clara de los Brazos. Esatema estuvo en esa batalla, y él —¡yo!— hundió sus manos en sangre con una pasión que tenía sus raíces en un borroso y olvidado pasado.

Pero aquel otoño de 1575 estaba muy, muy alejado de la carnicería en los Brazos. Siguiendo a los descompuestos e imprudentemente en fuga Lipanes, nos dimos de bruces con una horda de Tonkewas y sus aliados Wichitas.

Junto con los Lipanes, eran unos quinientos guerreros enfrentándose a nosotros… demasiada desventaja, incluso para los Comanches. Además, estábamos luchando en una región comparativamente boscosa, y ahí estábamos en inferioridad, porque nosotros éramos nacidos y criados en las llanuras, y preferíamos luchar en campo abierto donde había espacio para nuestras primitivas maniobras de caballería.

Cuando nos liberamos de los matorrales y huimos hacia el norte, solo quedábamos quince de nosotros, y los Tonkewas nos acosaron durante casi cien millas, incluso después de que los Lipanes hubieran abandonado la persecución. ¡Cómo nos odiaban! Y entonces, cada uno estaba deseoso de llenar su panza con la carne de un Comanche, convenientemente asada, porque creían que eso transfería el espíritu combativo del Comanche a su devorador; nosotros también creíamos eso, y esa era la razón por la que, sumada a nuestra natural aversión hacia el canibalismo, odiábamos a los Tonkewas con tanta saña como ellos nos odiaban a nosotros.

Fue cerca de la Montaña Doble de los Brazos donde nos encontramos con los Apaches. Los habíamos golpeado en nuestro camino hacia el sur y los habíamos enviado aullando a lamerse las heridas al chaparral, y estaban ansiosos por vengarse. Lo consiguieron. Fue una lucha continua sobre caballos cansados, y de los cuarenta bravos que cabalgaron al sur tan orgullosamente, solo cinco de nosotros vivimos para cruzar el Caprock… esa desigual e irregular muralla que yace como un gigantesco escalón a través de las llanuras, subiendo a un nivel superior.

Podría contarte cómo lucharon los Indios de las Llanuras. Nunca antes se vio tal batalla en el planeta, ni se verá de nuevo, porque las condiciones que la motivaron han desaparecido para siempre. Desde el Río Leche hasta el Golfo peleamos del mismo modo… a caballo, girando, aguijoneando como avispones con picaduras mortales, lanzando lluvias de flechas de sanguino con punta de pedernal, cargando, haciendo círculos, retirándonos, engañosos como avispas y peligrosos como cobras. Pero este encuentro bajo el Caprock no fue una batalla en ese sentido. Eramos quince Comanches frente a cien Apaches y huimos, volviéndonos para lanzar flechas o arrojar la lanza solo cuando no los pudimos evitar por más tiempo. Era cerca del ocaso cuando nos sorprendieron; de otro modo, la saga de Corazón de Hierro hubiera terminado ahí, y su cabellera transformada en humo en un tipi Apache junto con las de los otros diez Tigres de la Pradera arrancadas ese día.

Pero de algún modo, cuando cayó la noche nos dispersamos y los esquivamos, y nos juntamos de nuevo sobre Caprock… agotados, hambrientos, con los carcajs vacíos, sobre caballos exhaustos. A veces caminábamos y los guiábamos, lo que indica en qué estado se encontraban, pues un Comanche nunca camina a menos que se encuentre en la necesidad más desesperada. Pero continuamos a trompicones, sintiendo que teníamos los días contados, buscando a tientas nuestro camino hacia el norte, balanceándonos hacia el oeste más lejos de lo que ninguno de nosotros había ido nunca, en la esperanza de evitar a nuestros implacables enemigos. Estábamos en el corazón del territorio Apache y ninguno de nosotros tenía la esperanza de alcanzar jamás con vida nuestro campamento en el Cimarrón. Pero continuamos luchando, a través de un vasto y árido yermo, donde ni siquiera crecían los cactus, y donde ni los cascos sin herrar de un caballo dejaban ninguna huella en el suelo duro como el hierro.

Debió de ser hacia el amanecer cuando cruzamos la Línea. No hay más que pueda decir. Allí no había ninguna línea real, y aun así en una zancada todos sentimos —supimos— que habíamos entrado en un territorio diferente. Hubo una especie de sacudida difusa, sentida por hombres y caballos por igual. Íbamos todos caminando y guiando a los caballos y todos caímos sobre nuestras rodillas, como si nos hubiera tirado la sacudida de un terremoto. Los caballos resoplaron, recularon, y se hubieran liberado y huido si no hubieran estado demasiado débiles.

Sin hacer comentarios —habíamos llegado demasiado lejos como para preocuparnos por nada—, nos pusimos en pie y continuamos, dándonos cuenta de las nubes que aparentemente se habían formado en el cielo, pues las estrellas estaban borrosas, casi ocultas. Además, el viento, que soplaba casi incesantemente a través de la amplia meseta, había cesado repentinamente, por lo que nos tambaleábamos a través de la llanura en un extraño silencio, trastabillando cada vez más hacia el norte, hasta que el amanecer llegó de forma lenta, hosca y apenas iluminado, y nos detuvimos y nos miramos demacrados unos a otros, como fantasmas en la mañana tras la destrucción del mundo.

Ahora sabíamos que estábamos en un territorio embrujado. De algún modo, en algún momento durante la noche, habíamos cruzado una línea que separaba esta extraña, encantada, olvidada región del resto del mundo natural. Como el resto de la llanura, se extendía sombríamente, plana y monótona de horizonte a horizonte.

Pero una extraña penumbra colgaba sobre ella, una especie de niebla oscura que era menos niebla que una disminución de la luz del sol. Cuando salió, parecía pálido y acuoso, más como la luna que como el sol. En verdad, habíamos entrado en la Tierra Sombría, la pavorosa región de la que todavía se susurra en la mitología Cherokee, aunque cómo llegaron a saber de ella es algo que desconozco.

No podíamos ver más allá de sus confines, pero podíamos distinguir, delante de nosotros, un grupo de tipis cónicos en la llanura. Montamos en nuestros cansados caballos y cabalgamos despacio hacia ellos. Sabíamos instintivamente que no había vida en ellos. Contemplábamos un campamento de muertos. Silenciamos los caballos, bajo el cielo plomizo, con el parduzco, oscuro páramo extendiéndose ante nosotros. Era como mirar a través de un cristal ahumado. Lejos hacia el oeste se alzaba amenazadora una masa de niebla más sólida que nuestra vista no alcanzaba a penetrar.

Cotopah se estremeció y volvió los ojos, cubriéndose la boca con su mano.

—Este es un lugar de medicina —dijo—. No es bueno estar aquí —e hizo un movimiento involuntario para colocarse alrededor de los hombros la manta perdida en la larga huida ante los Tonkewas.

Pero yo era Corazón de Hierro, y el miedo estaba muerto en mí. Conduje a mi aterrorizado caballo hasta el tipi más cercano —todos eran de pieles de búfalo blanco— y retiré hacia un lado el faldón de la entrada. Entonces, aunque no estaba asustado, extrañamente se me erizó la piel, pues vi al que ocupaba aquella tienda.

Había una antiquísima leyenda, olvidada durante más de cien años. En la vida de Corazón de Hierro ya era difusa, vaga y distorsionada. Pero contaba que mucho, mucho tiempo atrás, antes de que las tribus hubieran tomado la forma de hombres tal como los conocemos ahora, una extraña y terrible gente vino del Norte, que estaba entonces habitado por muchas salvajes y temibles tribus. Fueron hacia el Sur, matando y destruyendo todo en su camino, hasta que se desvanecieron en las grandes mesetas hacia el sur. Los ancianos dijeron que se toparon con una niebla y desaparecieron. Y eso fue hace mucho, mucho tiempo, incluso antes de que los ancestros de los Comanches llegaran al valle de Yellowstone. Y aquí ante mis ojos yacía uno de aquella Terrible Gente.

Era un gigante, despatarrado en la piel de oso dentro del tipi; erguido, debía de haber alcanzado completamente los dos metros diez de altura, y sus poderosos hombros y grandes miembros poseían grandes músculos. Su rostro era el de una bestia, de labios finos, mandíbula prominente, frente inclinada, y una enmarañada mata de pelo greñudo. Junto a él yacía un hacha, una afilada hoja de lo que ahora sé que era jade verde, asentada en la hendidura de un mango de extraña y dura madera que una vez creció en el lejano norte, y que brillaba como la caoba. Ante esa visión deseé poseerla, aunque era demasiado larga y pesada para manejarla fácilmente a caballo.

Arrojé mi lanza a través de la puerta de la cabaña y saqué esa cosa fuera, riéndome ante las protestas de mis compañeros.

—¡No he cometido sacrilegio! —afirmé—. Esta no es una cabaña de muerte, donde los guerreros dejan los cadáveres de un gran jefe. Este hombre murió durante su sueño, como murieron todos ellos. Por qué ha yacido aquí durante tantos años, sin ser devorado por los lobos o los buitres, o sin que su carne se pudra, lo desconozco, pero toda esta tierra es una tierra de medicina. Sin embargo me llevaré este hacha.

Fue justo mientras estaba a punto de desmontar para asegurarla, tras haberla sacado fuera de la cabaña, cuando un súbito grito nos hizo volvernos… ¡para encontrarnos con una docena de Pawnees con sus pinturas de guerra al completo! ¡Y uno era una mujer! Ella montaba a horcajadas su caballo, como un guerrero, y blandía un hacha de guerra de pedernal.

Las mujeres guerreras eran raras entre las tribus de las llanuras, pero las ha habido entonces y ahora. La reconocimos, al instante: Conchita, la chica guerrera de los Pawnees del sur. Ella era un pájaro de guerra, en verdad, liderando una banda de escogidos bravos en incursiones temerarias por todo el Suroeste.

La imagen que presentaba cuando me giré y la vi, aún quema vívidamente mi memoria… una delgada, elástica, arrogante figura, vibrante de vida y amenaza, bárbaramente magnífica sentada sobre su caballo de guerra encabritado, con las feroces caras pintadas de sus bravos apiñándose detrás de ella. Estaba desnuda excepto por una corta falda con cuentas que apenas le llegaba a mitad del muslo. Su fajín también llevaba cuentas y sujetaba un cuchillo en una vaina de cuentas. Llevaba mocasines en sus esbeltos pies, y su pelo negro, peinado en dos gruesas y brillantes trenzas, colgaba por su flexible espalda. Sus ojos oscuros centelleaban, sus labios rojos se abrían en un grito de burla mientras blandía su hacha hacia nosotros, manejando su corcel sin bridas ni silla con una destreza que dejaba sin respiración en su descuidada elegancia. Y ella era una mujer de sangre completamente española, hija de un capitán de Cortés, robada de más abajo del Río Grande por los Apaches cuando era un bebé y a su vez robada de nuevo por los Pawnees del sur, para ser criada como una india.

Todo esto vi y supe en un breve vistazo mientras me volvía, pues con un grito estridente ella se lanzó contra nosotros y sus bravos fueron tras ella. Digo que se lanzó, porque esa es la palabra. Caballo y jinete parecieron embestir hacia nosotros más que galopar, tan velozmente vino al ataque.

La lucha fue corta. ¿Cómo podría ser de otra manera? Ellos eran doce hombres, en caballos comparativamente frescos. Nosotros éramos cinco agotados Comanches en caballos desfondados. El jefe alto con cicatrices en la cara vino hacia mí a la carrera. En la niebla, ellos no nos habían visto, ni nosotros a ellos, hasta que estuvimos casi juntos. Viendo nuestros carcajs vacíos nos cayeron encima para acabar con nosotros con sus lanzas y mazas de guerra. El jefe alto cargó hacia mí, y yo giré mi caballo que respondió al empujón de mi rodilla con sus últimas fuerzas. Ningún Pawnee podría igualar nunca a un Comanche en una batalla a campo abierto, ni siquiera un Pawnee del sur. La lanza pasó silbando junto a mi pecho, y mientras jinete y caballo cayeron una vez me sobrepasaron, llevados por su propio ímpetu, atravesé con mi propia lanza la espalda del Pawnee de modo que la punta salió por su pecho.

Mientras hacía eso estaba al tanto de otro bravo cargando hacia mí desde la izquierda, y traté de girar mi corcel de nuevo mientras liberaba la lanza. Pero el caballo estaba acabado. Se bamboleó como una canoa hundiéndose en la rápida corriente del Missouri, y la maza en la mano del Pawnee descendió violentamente. Me lancé a un lado y salvé mi cráneo de abrirse como un huevo, pero la maza cayó sobre mi hombro y me tiró del caballo. Me puse en pie como un gato, desenvainando mi cuchillo, pero entonces el hombro de un caballo me golpeó y me dejó tumbado. Fue Conchita quien me derribó y entonces, mientras me esforzaba despacio por ponerme de rodillas, medio aturdido, ella saltó al suelo y balanceó su hacha de pedernal por encima de mi cabeza.

Vi el leve centelleo del filo, y supe de un modo lento y aturdido que no podría evitar el movimiento de descenso… y entonces ella se quedó congelada, con el hacha levantada, mirando fijamente con los ojos muy abiertos por encima de mi cabeza hacia algo por detrás de mí. Atraído más allá de mi voluntad, volví mi mareada cabeza y miré.

Los otros Comanches habían caldo, y cinco de los Pawnees. Todos los vivos se quedaron helados, como había hecho Conchita. Uno que estaba arrodillado sobre la espalda del cadáver de Cotopah, tirando de su cabellera, con el cuchillo entre los dientes, quedó allí acuclillado como si de pronto se hubiera convertido en piedra, mirando en la dirección hacia la que todas las cabezas estaban vueltas.

Porque la niebla en el oeste se estaba levantando, y a la vista flotaban los muros y los tejados planos de una extraña estructura. Se parecía, aunque era extrañamente distinta, a los pueblos[6] de los indios cultivadores de maíz lejos hacia el oeste. Como ellos, estaba hecho de adobe, y la arquitectura era de algún modo similar, pero también había una rara desemejanza. Y de ella venía una fila de extrañas figuras —hombres bajos y morenos, ataviados con prendas de plumas vivamente teñidas, hombres que de algún modo se parecían a los indios pueblo. Iban desarmados y llevaban solo cuerdas de cuero crudo y látigos en sus manos. Únicamente el líder, un indio más alto, más anguloso, llevaba un extraño disco de metal reluciente con forma de escudo en su mano izquierda y una maza de cobre en la derecha.

La curiosa comitiva se detuvo delante de nosotros, y nos los quedamos mirando… la chica guerrera, todavía con su hacha levantada; los Pawnees, a pie o a caballo, heridos o enteros; yo, apoyado en una rodilla, agitando mi cabeza que se despejaba rápidamente. Entonces, Conchita, sintiendo repentinamente el peligro, gritó una estridente, desesperada orden y saltó, levantando su hacha… y mientras los guerreros se tensaban para la embestida, el hombre con las plumas de buitre en su pelo golpeó el gong con la maza, y un terrible estruendo saltó hacia nosotros como una pantera invisible. Fue como el impacto de un rayo, ese espantoso sonido, una cosa tan terrible que casi se podía tocar. Conchita y los Pawnees cayeron como si los hubiera golpeado un relámpago, y los caballos recularon dolorosamente y huyeron. Conchita rodó por el suelo, gritando de dolor, y aferrándose las orejas. Pero yo era Corazón de Hierro, el Comanche, y el miedo estaba dormido en mí.

Me puse en pie de un salto, cuchillo en mano, aunque mi cráneo parecía estallar por aquella horrible ráfaga de sonido. Salté derecho a la garganta de Cresta-de-Buitre, pero mi cuchillo nunca llegó a envainarse en aquella carne morena. De nuevo sonó aquel espantoso gong, y otra vez más, alcanzándome en pleno salto como una fuerza palpable, haciéndome retroceder más y más. Y otra vez, y otra vez más, la maza se estrelló contra el gong, y la tierra y el cielo parecieron separarse en dos por su ensordecedora reverberación. Caí derribado al suelo como un hombre golpeado por una maza de guerra.

Cuando pude ver, oír y pensar de nuevo, me encontré con que mis manos estaban atadas detrás de mí, y un cordel de cuero crudo alrededor de mi cuello. Me pusieron en pie y nuestros captores empezaron a conducirnos hacia la ciudad. Lo llamo así, aunque era más bien como un castillo. Conchita y sus Pawnees fueron tratados de la misma forma, excepto uno que estaba muy malherido. A ese le mataron, cortándole el cuello con su propio cuchillo, y le abandonaron tendido entre los otros muertos. Uno de aquellos indios recogió el hacha que yo había sacado del tipi, la miró con curiosidad, y se la echó al hombro. Se vio obligado a usar las dos manos para manejarla.

Así que fuimos trastabillando hacia el castillo, medio estrangulados por las cuerdas alrededor de nuestros cuellos, y de vez en cuando espoleados por el mordisco de un latigazo sobre nuestros hombros. solo Conchita no era tratada así, aunque su captor tiraba brutalmente de ella cuando se rezagaba. Sus guerreros estaban demacrados. Eran los más belicosos de la nación Pawnee… una rama que vivía en el nacimiento del Cimarrón, y que se diferenciaba en muchas formas y costumbres de sus hermanos del norte. Tenían una cultura mucho más típica de las llanuras que sus parientes de tribu, y nunca entraron en contacto con los invasores anglo-parlantes, porque la viruela los exterminó alrededor de 1641. Llevaban el pelo en largas trenzas que rozaban el suelo, como los Crows y los Minnetarees, y se recogían las trenzas con adornos de plata.

El castillo —lo llamo así en el idioma de John Garfield y en el tuyo propio, pues Corazón de Hierro habría dicho que era una cabaña—, el castillo se alzaba en la cima de una pequeña elevación —que ni siquiera merecía ser llamada colina—, que rompía con la lisa monotonía de la llanura. Había un muro alrededor, y una puerta en el muro. En una de las planas plataformas del tejado vimos una figura alta de pie, envuelta en un brillante manto de plumas que relucían incluso en la tenue luz. Un brazo hizo un imperativo gesto y la figura se movió majestuosamente a través de una puerta y desapareció.

Las jambas de la puerta de entrada eran de bronce, labradas con serpientes emplumadas, y al verlas los Pawnees se estremecieron y apartaron los ojos. Como todos los indios de las llanuras, recordaban aquella abominación de los días antiguos, cuando los grandes y terribles reinos del lejano Sur estaban en guerra con los del lejano Norte.

Nos condujeron a través de un patio, arriba por un corto tramo de escaleras de bronce, y a lo largo de un pasillo, y ahí acabó cualquier semejanza con los pueblos. Pero sabíamos que una vez, casas como aquella se habían levantado en poderosas ciudades lejos en las junglas infestadas de serpientes del sombrío Sur, porque en nuestras almas se despertaron los ecos de las antiguas leyendas.

Entramos en una amplia habitación circular en la cual la difusa luz provenía de una cúpula abierta. Un altar de piedra negra se alzaba en el centro de la habitación, con canales manchados de oscuro a lo largo de sus bordes. Frente a él, en una tarima elevada, en un trono de marfil lleno de pieles de foca, se recostaba la figura que habíamos visto en el tejado.

Era un hombre alto, esbelto y nervudo, con una frente alta y un estrecho, afilado rostro aquilino. No había compasión en esa cara, solo una arrogancia cruel, un cinismo burlón. Era el rostro de un hombre que se cree por encima de las pasiones humanas como la ira, la piedad o el amor.

Con una diversión cruel, paseó sus ojos por todos nosotros, y los Pawnees bajaron su mirada. Incluso Conchita, después de sostener atrevidamente su mirada durante un momento, se encogió y bajó los ojos. Pero yo era Corazón de Hierro, el Comanche, y el miedo estaba dormido en mí. Sostuve esa mirada penetrante con mis ojos negros sin pestañear. Él me miró largamente, y habló en el idioma de los indios pueblo, que en aquellos días era el idioma comercial de las praderas y era conocido por la mayoría de tribus indias de jinetes.

—Eres como una bestia salvaje. El fuego de la matanza brilla en tus ojos. ¿No estás asustado?

—Corazón de Hierro es un Comanche —contesté despectivamente—. ¡Pregunta a los Sioux si hay algo que él tema! Su hacha está aún clavada en sus cabezas. ¡Pregunta a los Apaches, a los Kiowas, los Cheyennes, los Lipanes, los Crows, los Pawnees! ¡Si le despellejaran vivo y cortaran su piel en pedazos no más grandes que la mano de un hombre, y cada trozo se usara para cubrir cada guerrero que él ha matado, los muertos sin tapar serían muchos más que los tapados!

Incluso en su miedo, los ojos de los Pawnees ardieron con una mirada asesina ante esta bravata. El hombre en el trono se rio sin humor.

—Es duro, es fuerte, se vuelve osado por su vanidad —dijo al hombre flaco que sostenía el gong—. Aguantará mucho, Xototl. Colócale en la última celda.

—¿Y la mujer, señor Tezcatlipoca? —preguntó Xototl, haciendo una profunda reverencia, y Conchita se sobresaltó y miró con los ojos muy abiertos a la figura fantástica del trono. Ella conocía las leyendas Aztecas, y el nombre era el de una de las encarnaciones del sol… adoptado, sin duda, con un ánimo de blasfemia por el gobernador de este maligno castillo.

—Colócala en la Habitación de Oro —respondió Tezcatlipoca, a quien llamaban el Señor de la Niebla. Miró con curiosidad hacia el hacha de jade que había sido depositada en el altar.

—¡Pero si este es el hacha de Guar, el jefe de los norteños! —dijo—. ¡Él juró que el hacha que portaba, algún día abriría en dos mi cráneo! ¡Pero Guar y toda su tribu han estado muertos, escondidos en sus tiendas de caribú por más siglos incluso de los que me gustaría recordar, y mi cráneo aún contiene la magia de los antiguos! ¡Deja el hacha ahí y llévatelos! ¡Hablaré inmediatamente con la chica, y después habrá juegos, tal como ocurría en los días de los Reyes Dorados!

Nos llevaron fuera de la cámara circular y a través de una serie de habitaciones amplias, donde mujeres morenas de pies felinos, hermosas con una belleza siniestra y desnudas salvo por sus adornos de oro, se arremolinaban para observar a los prisioneros, especialmente a la chica guerrera de los Pawnees. Y se rieron de ella, dulces, suaves, malvadas risas, venenosas como miel envenenada.

Salimos a un corredor largo, al que se abrían pesadas puertas, y, a medida que pasábamos, un guerrero era arrojado al interior de cada celda. Yo fui el último y mientras me arrastraban al interior vi el terror brillar en los bonitos ojos de Conchita cuando se la llevaban. Fui arrojado bruscamente al suelo en el interior de la celda, y me ataron las piernas con cuero crudo. No me dieron comida ni agua.

Inmediatamente, la puerta se abrió y miré hacia arriba para ver al Señor de la Niebla observándome.

—¡Pobre idiota! —murmuró—. ¡Casi podría compadecerte! Bestia de las praderas sedienta de sangre, con tus bravuconadas y fanfarronadas, tus cuentos de cabelleras y de matanzas. ¡Idiota! ¡Pronto aullarás pidiendo la muerte!

—Un Comanche no llora en el poste —respondí, con mis ojos velados de rojo por el deseo de matar. Mis músculos se hincharon y se contrajeron hasta que el cuero cortó la carne. Pero las cuerdas resistieron. Él se rio y abandonó mi celda en silencio, cerrando la puerta tras de sí.

Por fuera, echaron el cerrojo.

Lo que ocurrió después no lo vi, ni lo supe hasta mucho después. Pero Xototl llevó a Conchita escaleras arriba a una cámara donde las paredes, el suelo y el techo eran de oro. Las puertas eran de oro y había barrotes de oro en las ventanas. Había un diván dorado cubierto completamente por pieles de foca. Xototl la desató y se quedó mirándola durante un momento con sus ojos ardiendo de deseo. Entonces, hoscamente y de mala gana, se marchó y cerró la puerta detrás de ella, dejándola sola. Inmediatamente vino el Señor de la Niebla, alto, caminando como un dios, con su extraño manto de plumas de ricas tonalidades alrededor de él, y alrededor de su negra melena una diadema con la forma de una serpiente dorada cuya cabeza se levantaba sobre la frente de él.

Le contó que era un mago de un reino muy, muy antiguo que ya estaba en decadencia incluso antes de que llegaran los bárbaros Toltecas.

Por sus propias razones, había viajado lejos, hacia el norte y había establecido su reino en aquella desolada llanura, invocando alrededor una niebla de encantamiento. Había encontrado una tribu de indios pueblo, acosados por los invasores del Norte, y habían acudido a él buscando ayuda, poniéndose completamente en sus manos. Él había hecho magia y había traído la muerte a los norteños. Pero los dejó en sus tiendas y les dijo a la gente pueblo que podría volverlos a la vida en el momento en que quisiese. Bajo sus manos crueles, la gente fue menguando hasta que no quedaron más que apenas un centenar para cumplir sus órdenes. Él había venido del sur más de mil años antes. No era inmortal, pero casi.

Entonces la dejó; y mientras se marchaba, la gran serpiente que siempre le obedecía reptó silenciosa y malignamente a través de los pasillos tras él; esta serpiente había devorado a la mayoría de los súbditos del Señor de la Niebla.

Mientras tanto, yo yacía en mi celda y les escuchaba arrastrar a un Pawnee y tirar de él por todo el corredor. Después de un buen rato, escuché un espantoso, casi animal, grito de agonía, y me pregunté qué clase de tormento podría arrancar un grito así de la garganta de un Pawnee del sur. Les había oído reír bajo los cuchillos de los desolladores. Entonces, por primera, vez el miedo despertó en mí… no tanto el miedo físico como el miedo a que, bajo el tormento desconocido, yo pudiera gritar y traer la vergüenza sobre la nación Comanche. Permanecí echado ahí y escuché el fin de los Pawnees. Cada bravo gritó, pero solo una vez.

Mientras tanto, Xototl se había deslizado hasta la habitación de Conchita, con sus ojos enrojecidos por el deseo.

—Eres tan suave y bonita —murmuró—. Estoy cansado de esas mujeres.

La levantó en sus brazos y la tumbó de espaldas sobre el diván dorado. Ella no se resistió. Pero de pronto la daga que había estado en su fajín ahora estaba en su mano. Ella la hundió en su espalda, veloz y mortalmente. Antes de que Xototl dejara escapar el grito que venía a sus labios, ella lo ahogó en su garganta y, cayendo al suelo con él, lo apuñaló una y otra vez hasta que dejó de moverse. Entonces, levantándose como un gato, se apresuró a salir por la puerta, agarrando un arco, un cuchillo y un puñado de flechas mientras se marchaba.

En un momento estuvo en mi celda, inclinándose sobre mí, con sus grandes ojos llameando.

—¡Rápido! —siseó—. ¡Está matando al último de los guerreros! ¡Demuestra que eres un hombre!

El cuchillo estaba afilado, pero la hoja era fina y la cuerda dura. Ella continuó insistiendo, finalmente serrándolo por completo. Entonces me puse en pie, el cuchillo en mi fajín, el arco y flechas en las manos. Abandonamos sigilosamente la celda y bajamos con cautela por el corredor, para darnos de bruces con un sorprendido guardia. Dejando caer mis armas al suelo le así de la garganta antes de que pudiera gritar y, empujándole al suelo, le rompí el cuello con las manos desnudáis antes de que pudiera liberar su lanza y poner su cuchillo en juego.

Tras ponerme en pie, continuamos sigilosamente pasillo abajo hacia la habitación circular de la cúpula abierta. Delante de ella estaba la serpiente gigante, enroscándose amenazadoramente mientras nos aproximábamos. Rápido y en silencio, me moví hacia delante y clavé profundamente una flecha en el ojo del reptil, y continuamos cautelosamente dejando atrás su aterradora agonía.

Nos deslizamos dentro de la habitación de la cúpula y vimos al último Pawnee morir en un extraño y horrible tormento. Mientras el Señor de la Niebla se volvía hacia nosotros, disparé una flecha directamente a su pecho. Rebotó inofensivamente. Yo estaba paralizado por la sorpresa cuando una segunda flecha se comportó exactamente igual.

Tirando mi arco a un lado salté sobre él con el cuchillo en la mano, y rodamos por la cámara buscando un agarre mortal. Estaba solo; sus siervos habían sido enviados a otra parte del castillo mientras él obraba su maldad.

Mi cuchillo no podía morder a través de la extraña, ajustada vestimenta que llevaba bajo su manto de plumas, y, por mucho que lo intentara, yo no podía alcanzar ni su garganta ni su rostro. Finalmente me tiró hacia un lado y se dispuso a invocar su magia cuando Conchita le detuvo con un grito:

—Los muertos se levantan de las tiendas de los norteños. ¡Vienen hacia el pueblo!

—¡Mentira! —gritó él, volviéndose ceniciento—. ¡Están muertos! ¡No pueden levantarse!

—¡A pesar de ello, vienen! —gritó ella con una risa salvaje.

Él titubeó, se volvió hacia una ventana, y entonces se giró dándose cuenta del engaño. Cerca yacía el hacha de Guar el Norteño, un arma poderosa de otro tiempo. En el instante de su duda, me apoderé de ella, y blandiéndola en alto, salté hacia delante. Cuando se volvió hacia mí, el miedo apareció en sus ojos mientras el hacha se estrellaba contra su cabeza, esparciendo sus sesos por el suelo.

El trueno estalló y retumbó, y por toda la llanura cayeron bolas de fuego; el pueblo se estremeció. Conchita y yo corrimos a ponernos a salvo, con los gritos de quienes quedaron atrapados resonando en nuestros oídos. Y cuando el amanecer se levantó en las llanuras, no había niebla. solo había una extraña extensión bañada por el sol, en la que unos pocos huesos yacían pudriéndose.

—Ahora iremos con mi gente —dije, tomándola por la muñeca—. Hay algunos caballos que no escaparon.

Pero ella intentó zafarse de mí, gritando desdeñosamente:

—¡Perro Comanche! ¡Estás vivo solo gracias a mi ayuda! ¡Sigue tu camino! ¡Solo sirves para ser el esclavo de un Pawnee!

No hubo duda. La agarré de las trenzas y la tiré al suelo, boca abajo. Colocando un pie entre los hombros que se retorcían, golpeé sus caderas desnudas y sus muslos, sin ira y sin piedad, hasta que ella gritó pidiendo clemencia. Entonces tiré de ella y la puse en pie y le ordené que me siguiera para capturar los caballos. Ella obedeció llorosa, frotándose los dolorosos cardenales todo el tiempo. Inmediatamente cabalgamos hacia el norte, hacia el campamento del Canadian, y mi belleza parecía contenta, ahora que estaba sobre la espalda de un caballo. Y yo sabía que había encontrado una mujer digna del mismo Corazón de Hierro, el Jinete del Trueno.