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EUGENIO Delamare había dicho que le era igual que el crimen lo hubiera cometido un atracador o un psicópata; en definitiva, su mujer estaba muerta. Su propuesta de montarlo conforme la muerte de su mujer fuera atribuida oficialmente a un asalto, podía ser inmoral e ilegal, pero no significaba necesariamente que Delamare estuviese complicado en la muerte de su mujer. Cualquier burgués, y no necesitaría ser un millonario famoso, cuya mujer hubiera aparecido muerta en su automóvil, preferiría en primer lugar la versión del atraco y la del suicidio en segundo. Habiendo un asesino, era aconsejable que su motivo fuese el robo, o en todo caso, una acción casual de un psicópata desconocido.
Guedes pensaba en el asunto mientras se afeitaba. No veía el homicidio como una reversión atávica, una característica remota del ser humano que reaparece episódicamente no se sabe por qué. Él veía homicidios casi a diario, cometidos por personas de todo tipo, pobres y ricos, fuertes y débiles, analfabetos o doctores, y creía que todo hombre fue siempre y sigue siendo un animal violento, matador, por placer, de su semejante y de otras criaturas vivas. Cualquiera podría haber matado a Delfina, pero no había sido ni un ladrón ni un psicópata, de esto estaba seguro. ¿Quién la había matado, pues? Una mujer joven, rica y bonita puede ser asesinada por celos, por envidia, por despecho, por rencor, por intereses pecuniarios. Su asesino puede ser el marido, el amante, un pariente, el asesor financiero, un amigo o amiga, y, claro, el mayordomo. Guedes no bromeaba cuando incluía al mayordomo, no tenía sentido del humor; por mayordomo entendía cualquier criado o criada.
Aquel día, el comisario Ferreira llegó temprano a la 14. Pidió el Libro Registro de Incidencias y comprobó que había un añadido al primer registro de la muerte de Delfina, con los resultados de los exámenes del IML y del Instituto de Criminología. Era un homicidio.
Ferreira mandó llamar a Guedes.
—¡Vaya mierda la de esa muerte! —dijo Ferreira—. ¿Cómo fue la entrevista con el marido?
Guedes le contó de nuevo el diálogo sostenido con Eugenio Delamare.
—No puedo entender el comportamiento de ese hombre —dijo Ferreira.
Guedes se pasó la tarde en la Biblioteca Nacional leyendo colecciones de O Globo y del Jornal do Brasil.
Más tarde estaba de nuevo llamando a mi puerta, con su cazadora mugrienta.
Le abrí inmediatamente, al tiempo que le decía:
—Señor Guedes, estoy muy ocupado escribiendo un libro, Bufo & Spallanzani, creo que se lo he dicho ya, voy a salir de viaje, y antes tengo que arreglar algunas cosas…
—Es sólo un momento —dijo el policía—. Es sobre lo de la señora Delamare, esa señora de la buena sociedad que apareció muerta en su coche.
Abrí del todo la puerta para que entrara.
—Fue asesinada —dijo Guedes.
—¿Asesinada? ¡Pero si aún ayer me dijo usted que se había suicidado!
—Fue un error nuestro. Fue asesinada.
—¿Y han cogido ya al asesino?
—Aún no.
—¿Saben quién fue?
Guedes se quedó callado, se pasó el dedo por la frente, de extremo a extremo, y la limpió en la cazadora.
—Vamos a ver, ¿qué es lo que quiere de mí? Ya le he dicho que estoy muy ocupado.
—No creo que la curiosidad sea cosa mala en un policía. Es nuestro trabajo.
Se estaba refiriendo a nuestra conversación del día antes.
—Tal vez el trabajo policial sea intrínsecamente perverso —le dije.
—Es posible —dijo el policía—, pero alguien tiene que hacerlo.
—Bien, ¿qué quiere?
—Bueno —dijo él limpiándose la frente nuevamente—, sospecho que la señora Delamare tenía un amante. Y como usted anda metido en sociedad, tal vez haya oído algo…
—¿Un amante? ¡Absurdo! La señora Delamare era intachable moralmente.
—Dijo usted en uno de sus libros que la fidelidad es un prejuicio burgués, y que la honra de una mujer no tiene nada que ver con su comportamiento sexual.
—¿En qué libro dije eso?
—En Los amantes.
—¿Leyó usted Los amantes?
—Lo estoy leyendo.
—Pues le voy a decir una cosa: el punto de vista, la opinión, las creencias, las presunciones, los valores, las inclinaciones, las obsesiones, las concepciones, etcétera, de los personajes, incluso de los principales, hasta cuando se narra en primera persona como es el caso de Los amantes, no son necesariamente los mismos del autor. Muchas veces el autor piensa lo contrario de su personaje.
—Gustavo Flávio ¿es realmente su nombre?
¿Qué sabría de mi pasado? ¿Mi trabajo en la Panamericana de Seguros? ¿Mi internamiento y fuga del Manicomio Carcelario? Miré bien su rostro flaco, los ojos amarillos, ¿qué sabría?
—Nosotros, los escritores, solemos usar seudónimos. Stendhal se llamaba Henry Beyle; el nombre verdadero de Mark Twain era Samuel Langhorne Clemens; Molière era el criptónimo de Jean-Baptiste Poquelin. George Eliot no era ni George ni Eliot ni hombre, era una mujer llamada Evans. ¿Sabe cuál era el nombre de Voltaire? François-Marie Arouet. William Sidney Porter se ocultaba bajo el nombre falso de O. Henry. —(Por motivos semejantes a los míos, pero eso ya no se lo dije al inspector).
—Eso es un secreto literario. Bueno, bueno…
Guedes no insistió, pero aumentó mi nerviosismo. Hundí las manos en los bolsillos. El inspector se pasó de nuevo la mano por la frente.
—Voy a poner el aire acondicionado —dije.
—Es igual.
—Es que también yo tengo calor. El aparato refrigera todo el piso —dije, mientras me dirigía al armario donde estaba el mando. El policía vino detrás de mí.
—¿Quién era su mejor amiga?
—La mejor amiga ¿de quién?
—De la señora Delamare.
—No tengo ni idea. Ni sé si ella tenía una mejor amiga.
—Toda mujer tiene una mejor amiga. La de ella era Denise Albuquerque —dijo el policía.
—Sabe usted más que yo. ¡Diablo, este aparato no funciona! ¿Cómo sabe usted quién era la mejor amiga de Delfina?
—La vida de la gente rica está toda en las páginas de sociedad de los diarios. Toda, menos el lado podrido. Esa señora está de viaje, pero me he enterado de que va a llegar un día de éstos. Quiero hablar con ella.
Volvimos a mi biblioteca. Guedes se quedó mirando los libros, como si intentara leer los títulos de los lomos.
—¿No tiene nada más que decirme?
—Por ejemplo, ¿qué?
—¿Conoce usted al marido?
—No lo conozco. ¿Qué más? Estoy muy ocupado, ya le he dicho que estoy muy ocupado, no soy funcionario público como usted, sólo gano dinero cuando trabajo; llevo muy retrasado mi nuevo libro, Bufo & Spallanzani. En fin, lo siento mucho, pero me veo obligado a rogarle que sea breve y objetivo.
Guedes se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel.
—Lea eso —dijo.
Era una carta. Escrita a mano.
Querida Delfina. Después de marcharte me quedé pensando en la conversación que sostuvimos aquí en París. Creo que es una locura lo que quieres hacer. No hay nadie que se haya separado del marido en esas condiciones. Todas, y tú sabes quiénes son, no necesito poner nombres, se llevaron una buena tajada al separarse, se hicieron millonarias y muchas no pasaban de putillas vulgares que coronaban a sus maridos con el primero que pasaba. Aprendieron con Jacqueline Onassis a lidiar a los hombres. Tú debes hacer lo mismo. Es una estupidez dejarlo todo, y Eugenio no merece tanta consideración, después de tratarte como te trató siempre. Por otra parte, tiene tanto dinero que por más que le saques no va a arruinarse. Y ese hombre, ese escritor, ¿merece ese sacrificio? No te precipites. Te vi muy nerviosa, muy tensa. No estabas bien, perdona la franqueza. Te mando esa revista sobre la porcelana de Sèvres; me pasé en la fábrica toda una mañana, viendo cómo hacen la porcelana, algo sensacional. Bueno, por hoy, basta. Hacia el día 15 estaré de vuelta, no hagas nada hasta que llegue yo. Besos. Denise.
Me senté en el sofá del despacho. Guedes siguió de pie.
—El sobre, con la revista y la carta, venían certificados, y no sé por qué, pero el envío no fue entregado normalmente sino que enviaron un aviso de la estafeta. El aviso estaba en el bolso de la señora Delamare. Fui a correos y cogí el sobre —explicó Guedes.
Releí la carta. El madero este debía de saber ya lo de mi lío con Delfina cuando vino por primera vez. Y aguantó tranquilamente que le mintiera. Aparte de sagaz, era un bellaco. ¡Y yo creyendo que mi relación con Delfina era un secreto! No hay secretos, siempre hay alguien que le va con el cuento a su mejor amigo, y luego acaba enterándose todo el mundo. Y, al final, hasta un polizonte de mierda.
Le devolví la carta a Guedes, que la metió cuidadosamente en el bolsillo de la cazadora.
—¿Conocía usted el contenido de esa carta cuando vino a verme por primera vez?
—No. La cogí hoy. Había olvidado el aviso de correos en el bolsillo. Me estoy volviendo viejo. Bueno, ¿qué?
—Sí, Delfina y yo teníamos una relación íntima. No se lo dije antes por motivos obvios, para proteger la reputación de una dama. Además, eso no iba a ayudar nada a aclarar si fue suicidio u homicidio…
—¿Cuándo estuvo por última vez con ella?
—La víspera de su muerte. Hablamos de lo que le había dicho el médico, de la gravedad de su caso. Por eso no me sorprendió la noticia del suicidio. Estaba muy deprimida.
—¿Dónde fue el encuentro?
—En casa. Acababa de llegar de un viaje a Europa.
—¿Cuánto tiempo hacía que mantenían ese lío?
—Yo la amaba.
—Bueno, pero ¿cuánto tiempo hacía?
—Seis meses, más o menos.
—¿Y ella quería dejar al marido para casarse con usted?
—Por lo visto lo sabía todo el mundo.
—¿Hay posibilidad de que ella tuviese, al mismo tiempo, otro lío sentimental, aparte del que tenía con usted?
—No. Imposible.
—¿Vio usted en alguna ocasión, o aquel mismo día, un revólver niquelado que llevaba la señora Delamare?
—No tenía revólver. Quizá el marido tuviera uno, no lo sé. Nunca la vi con un arma. Se moría de miedo cuando veía una.
—¿Sabe cuál es nuestro problema? —preguntó Guedes, e hizo una pausa—. Nuestro problema es que Delfina no fue muerta por un atracador. Si hubiera sido un ladrón, se habría llevado el coche, que vale una fortuna; se habría llevado el arma, el reloj de oro, los anillos, las tarjetas de crédito. Un asaltante habría actuado de manera muy distinta. No fue un atracador.
Me quedé callado.
—Dos personas se perfilan, teniendo en cuenta las circunstancias, como posibles autores del asesinato. —Guedes hablaba con voz neutra, como si estuviera discutiendo la trama de una novela—. Uno de ellos es el marido. Pero el marido no estaba en Brasil el día en que la señora Delamare fue muerta.
—Podía haber mandado que la mataran —dije—. Sabía lo de mi relación con ella.
—¡Ah! ¿Lo sabía? Muy interesante… Ya había pensado en eso, en la posibilidad de que hubiera sido él quien ordenara la muerte, pero en este caso el asesino habría hecho lo posible para fingir un atraco, y se habría llevado los objetos de valor de la muerta. Y un asesino profesional no usa un 22, y si lo usara, no lo dejaría allí. No, no fue el marido ni nadie por cuenta del marido.
Permanecimos en silencio largo tiempo.
—¿No quiere saber quién es esa persona?
—¿Quién es?
—Usted.
—¿Yo? —Me levanté furioso—. ¡Basta ya! ¡Lárguese! ¡Lárguese inmediatamente de aquí! —le grité—. ¡No tiene usted derecho a invadir mi casa para calumniarme!