La canguro

Papá y mamá tenían que salir la otra noche a cenar a casa de unos amigos, y a mí me pareció muy bien. La verdad es que mi padre y mi madre salen muy pocas veces y a mí me gusta saber que se están divirtiendo, aunque no me apetezca quedarme sin ellos por la noche, y es de lo más injusto porque yo nunca salgo de noche, no hay derecho. Y me eché a llorar y papá me prometió comprarme un avión, así que vale.

—Ya puedes portarte bien —me dijo mamá—. Mira, una señorita muy simpática vendrá a cuidarte para que no tengas miedo. Y además mi Nicolás ya es un chico grande.

Llamaron a la puerta.

—Aquí está la canguro —dijo papá, y fue a abrir.

Entró una señorita con libros y cuadernos debajo del brazo y es verdad que parecía muy simpática. Además era muy guapa, con ojos redondos como los de mi oso de peluche.

—Este es Nicolás —dijo papá—. Nicolás, te presento a la señorita Brigitte Pastuffe. Vas a ser amable con ella y obedecerla, ¿de acuerdo?

—Buenas tardes, Nicolás —dijo la señorita—. ¡Pero si ya eres muy mayor! ¡Y qué bata tan bonita tienes!

—Y usted —le dije yo— tiene unos ojos como los de mi oso.

La señorita puso un poco de cara de sorpresa y me miró con unos ojos aún más redondos que antes.

—Bueno, pues muy bien —dijo papá—. Hala, nosotros vamos a marcharnos…

—Nicolás ya ha cenado —dijo mamá—. Está listo para acostarse y ya tiene puesto el pijama. Puede dejarle todavía un cuarto de hora, y luego, a la cama. Si tiene usted hambre, encontrará cosas en la nevera. Nosotros no volveremos tarde; a medianoche todo lo más.

La señorita dijo que no tenía hambre, que seguro que yo me portaría bien y que todo iría estupendamente.

—Confío en ello —dijo papá.

Y papá y mamá me dieron un beso, hicieron como que vacilaban un poco y se fueron.

Me quedé solo con la señorita en el cuarto de estar.

—Pues aquí estamos —dijo la señorita, que, curiosamente, parecía como si me tuviera un poco de miedo—. ¿Estudias mucho en el cole, Nicolás?

—Bastante, ¿y usted? —le contesté.

—Bueno, no me quejo, pero tengo problemas con la geografía, por eso me he traído el tocho esta noche. Tengo que empollar porque quiero empaparme bien. Estoy ahora con el escrito y no tengo ganas de que la reválida me pille pegada…

La señorita era muy habladora. Una pena que yo no entendiera lo que decía. Seguro que en su cole también tenía problemas en clase de lengua.

Como mamá me había dejado quedarme todavía un cuarto de hora, le propuse a la señorita que jugáramos a las damas y gané tres partidas seguidas porque soy fantástico jugando a las damas.

—Bueno, y ahora, a la cama —dijo la señorita.

Nos dimos la mano y fui a acostarme. Hay que reconocer que soy de lo más formal. Papá y mamá se alegrarían.

Pero no tenía sueño. No sabía muy bien qué hacer y, mientras tanto, como de costumbre, decidí tener sed.

—¡Señorita! —llamé—. ¡Quisiera tomar un vaso de agua!

—¡Voy! —gritó la señorita.

Oí el grifo de la cocina y luego a la señorita, que gritó algo que no entendí.

La señorita entró con un vaso de agua y tenía toda la blusa mojada.

—Hay que tener cuidado con el grifo de la cocina —dije—. Salpica, y papá todavía no ha conseguido arreglarlo.

—Ya me he dado cuenta —dijo la señorita, que no parecía nada contenta, aunque me había dicho en el cuarto de estar que quería empaparse bien…

Me bebí el vaso de agua y fue bastante difícil porque no tenía mucha sed, y la señorita me dijo que era hora de dormir. Yo le contesté que a lo mejor era la hora, pero que no tenía sueño.

—¿Y entonces qué hacemos? —dijo la señorita.

—Pues no lo sé —dije yo—. Pruebe a contarme un cuento. Con mi madre, a veces funciona.

La señorita me miró, dio un gran suspiro y empezó a contarme un cuento con montones de palabras que yo no entendía. Me dijo que había una vez una niña que quería hacer cine y que se encontró en un festival con un productor muy rico y todos los periódicos publicaron su foto, y me dormí.

Me despertó el ruido del teléfono. Bajé a ver qué pasaba y, cuando llegué al cuarto de estar, la señorita estaba colgando el auricular.

—¿Quién era? —dije.

La señorita, que no me había visto, dio un grito muy fuerte y después me dijo que era mi madre, que telefoneaba para saber si yo estaba durmiendo.

Como no me apetecía volver a la cama, empecé a hablar.

—¿Qué estaba usted haciendo?

—¡Vamos —dijo la señorita—, a la cama!

—Si me dice lo que estaba haciendo, vuelvo a acostarme —dije yo.

La señorita suspiró con fuerza y dijo que estaba estudiando los recursos económicos de Australia.

—¿Y eso qué es? —pregunté yo.

Pero la señorita no quiso contestarme, o sea, lo que yo pensaba: me decía bobadas, como a un bebé.

—¿Puedo comer un trozo de tarta? —pregunté.

—Bueno, vale —dijo la señorita—. ¡Un trozo de tarta y a la cama!

Y fue a buscar la tarta a la nevera. Trajo un trozo para mí y otro para ella, y era de la buena, de chocolate.

Me comí mi tarta, pero la señorita ni tocaba la suya porque estaba esperando a que yo acabara.

—Bueno —dijo—. ¡Y ahora a dormir!

—¡Es que, si me acuesto nada más comerme la tarta —le avisé—, tendré pesadillas!

—¿Pesadillas? —dijo la señorita.

—Sí —dije yo—. Tengo malos sueños a montones, veo ladrones que entran en la casa por la noche y asesinan a todo el mundo, y son muy grandes y muy espantosos y entran por la ventana del cuarto de estar, que cierra mal porque mi padre no la ha podido arreglar todavía, y…

—¡Basta! —aulló la señorita. Se le había puesto la cara muy blanca, aunque a mí me gustaba más rosa.

—Bueno —dije—. Pues iré a acostarme. La dejo aquí sola.

Y entonces la señorita estuvo de lo más maja, dijo que no había ninguna prisa y que de todas formas podíamos hacernos compañía durante unos minutos.

—¿Quiere que le cuente otras pesadillas geniales que he tenido? —pregunté.

Pero la señorita me dijo que no, que con la que le había contado, ya valía, y me preguntó si no conocía otras historias. Entonces le conté una que acababa de leer en un libro nuevo que me había dado mamá y en el que érase una vez una bella princesa, pero su madre, que no es su madre, no la quiere nada y es una bruja maligna, y la bruja le hace comerse no sé qué cosa y la bella princesa se hincha de dormir durante un montón de años, y, justo cuando la cosa se ponía interesante, vi que la señorita había hecho lo mismo que la bella princesa: se había dormido.

Dejé de hablar y me puse a hojear el libro de geografía de la señorita, mientras me comía su trozo de tarta. Y en ese momento fue cuando volvieron papá y mamá. Parecían muy sorprendidos de verme, pero lo que me fastidió fue que no parecían haberse divertido ni pizca en su cena porque no tenían pinta de estar nada contentos.

Subí a acostarme, pero abajo, en el cuarto de estar, oí que papá, mamá y la señorita discutían a gritos. ¡Y eso sí que me parece fatal! Porque no me importa que papá y mamá salgan por la noche, pero, por lo menos, que me dejen dormir tranquilo…