De compras
Estábamos en la mesa cuando mamá dijo:
—No tengo más remedio que ir a comprarle un traje a Nicolás. ¡He intentado limpiar las manchas de su traje azul marino, pero es imposible!
Papá me miró con severidad y dijo:
—¡Cuesta una fortuna vestir a este niño! Destroza la ropa al mismo ritmo con que se le compra. Habría que buscarle una armadura de acero inoxidable.
Yo dije que era una buena idea y que una armadura es mucho mejor que esos trajes azul marino, que no me gustan porque parece uno un payaso con ellos. Pero mamá se puso a gritar que de armadura nada, que me compraría un traje azul marino nuevo y que terminara de comerme mi manzana porque íbamos a salir inmediatamente para ir a la tienda.
Entramos en la tienda, y era muy grande, con montones de luces y de gente y de cosas, y también tenía escaleras mecánicas. Las escaleras mecánicas son geniales, son mucho más divertidas que los ascensores.
Un señor le dijo a mamá que los trajes para niño estaban en la cuarta planta. Así que nos subimos a la escalera mecánica y mamá me agarró muy fuerte, mientras me decía:
—Nicolás, nada de tonterías, ¿eh?
En el cuarto piso encontramos a un señor muy bien vestido y la mar de sonriente, con una boca llena de dientes de lo más blancos, que se acercó a mamá.
—¿Señora? —dijo, y mamá le explicó que venía a comprar un traje para mí.
—¿Y qué tipo de traje te gustaría, jovencito? —me preguntó el señor que seguía con su gran sonrisa.
—A mí —dije yo—, lo que más me gustaría es un traje de vaquero.
—Eso es en la sexta planta, departamento de juguetería —me dijo el señor de la gran sonrisa.
Entonces le dije a mamá que me siguiera y me subí a la escalera mecánica para ir al sexto piso.
—¡Nicolás! ¡Haz el favor de venir aquí ahora mismo! —gritó mamá.
Como no parecía nada contenta, intenté bajar por la escalera que subía, pero era muy difícil. Y encima, si bajas por la escalera que sube, la gente que sube molesta una barbaridad. La gente decía:
—¡Este niño va a hacerse daño!
Y también:
—¡No se debe jugar en las escaleras!
Y también:
—¡Hay personas que no saben controlar a sus hijos!
Al final, no tuve más remedio que subir con todo el mundo.
Cuando llegué al quinto piso, me subí en la escalera que bajaba, para volver con mamá. Pero, en el cuarto, no vi a mamá, y un señor me dijo:
—¡Ah, estás aquí! ¡Tu mamá acaba de subir a buscarte!
Enseguida reconocí al señor: era el que sonreía todo el rato, pero ahora no sonreía nada. Está mejor cuando se le ven los dientes, pero no se lo dije porque volví a subir a toda prisa al quinto piso, donde mamá debía de estar esperándome.

El quinto era sensacional; no vi a mamá, pero allí es donde venden las cosas de deportes. ¡Había de todo! Esquís, patines, balones de fútbol, guantes de boxeo. Me probé los guantes de boxeo, a ver qué tal. Me quedaban muy grandes, claro, pero tiene uno una pinta impresionante con ellos. A mi amigo Eudes, esos guantes le encantarían. Eudes es el que es muy fuerte y le gusta dar mamporros en las narices a los compañeros, y se queja de que, muchas veces, los compañeros tienen las narices duras y se hace daño.
Estaba yo mirándome en un espejo, cuando otro señor con otra gran sonrisa vino a preguntarme qué hacía allí, y le dije que buscaba a mi madre porque la había perdido en las escaleras mecánicas. Entonces el señor dejó de sonreír, y le quedó muy bien, porque tenía dientes por todas partes y era mejor que se los tapara con los labios. El señor me agarró de la mano y me dijo que fuera con él.

Y se fue con uno de mis guantes de boxeo. Dio unos pocos pasos y se paró, miró el guante de boxeo que tenía en la mano y volvió a buscarme. Me preguntó dónde había encontrado los guantes y dije que los había encontrado encima de un mostrador, pero que eran un poco grandes, incluso para Eudes. El señor me quitó los guantes y me llevó con él. Esta vez usamos el ascensor.
Llegamos al piso de los juguetes, delante de una especie de oficina con un rótulo: «Objetos perdidos-Niños extraviados». En la oficina había una señora vestida como las enfermeras de las películas y un niño pequeño que sujetaba un globo con una mano y un cono de helado con la otra. El señor le dijo a la señora:
—¡Otro más! Su madre no tardará en venir, pero no comprendo que a la gente se le puedan perder así los niños. ¡Como si fueran tan difíciles de controlar!
Mientras el señor hablaba con la señora, fui a ver los juguetes algo más de cerca. Había un estupendo disfraz de vaquero, con dos revólveres y un sombrero de boyscout, y voy a pedirle a papá que me lo compre para Navidad, porque creo que será inútil pedírselo a mamá.
Estaba jugando entre los mostradores con un cochecito cuando volvió el señor.
—¡Ajá, estás aquí, granuja! —dijo.
Parecía muy nervioso. Me agarró por el brazo y me volvió a llevar con la señora.
—Ha aparecido. ¡Ya puede usted vigilar bien a esta buena pieza! —y se fue dando grandes zancadas, y se volvió a mirarme. Por eso no vio el cochecito que estaba entre los mostradores y se cayó.
La señora, que parecía muy simpática, me sentó al lado del niño pequeño, que lamía su helado de fresa.
—No tengas miedo —me dijo la señora—. Tu mamá va a venir enseguida.
La señora se alejó un poco y el niño pequeño me miró y me dijo:
—¿Es la primera vez que vienes aquí?
No le entendía bien, porque seguía lamiendo mientras hablaba.
—Yo, es la tercera vez que me pierdo en esta tienda —me explicó—. Son fenomenales; si lloras, te dan un globo y un helado.
En ese momento volvió la señora y me trajo un globo rojo y un helado de frambuesa.
—Y eso que no he llorado —comenté.
—Bueno es saberlo para la próxima vez —dijo el niño pequeño.

Yo empezaba a lamer mi helado cuando vi venir a mamá corriendo. En cuanto me vio, se puso a gritar:
—¡Nicolás! ¡Tesoro! ¡Mi amor! ¡Pichoncito mío! —y me dio una torta que me hizo lamer el globo.
Luego mamá me cogió en brazos, me dio un beso y se puso perdida de helado de frambuesa. Me dijo que era un granuja sin corazón y que la iba a matar, y entonces yo me eché a llorar y la señora me trajo corriendo otro globo y un helado de vainilla. Cuando el niño pequeño lo vio, se puso a llorar él también, pero la señora le dijo que un tercer helado le sentaría mal. Y entonces el niño dejó de llorar y dijo:
—Vale, lo dejaremos para la próxima vez.
Mamá me llevó con ella y me preguntó por qué me había ido de esa forma. Yo le dije que había ido a ver los trajes de vaquero.
—¿Y por eso me has dado semejante susto? ¿Tantas ganas tienes de un traje de vaquero?
Yo dije que sí, y entonces mamá dijo:
—¡Pues muy bien, Nicolás! ¡Voy a comparte ese traje de vaquero ahora mismo, ea!
Yo salté a los brazos de mamá, la besé y la puse perdida de helado de vainilla. Mamá es de lo más genial. Incluso cuando está pringada de frambuesa y de vainilla.

Papá no estuvo de muy buen humor esa noche. No comprendía cómo mamá, que había salido a comprarme un traje azul marino, había vuelto con un disfraz de vaquero y un globo rojo. Dijo que la próxima vez me llevaría a la tienda él mismo.
A mí me parece una buena idea porque, yendo con papá, seguro que me traeré los guantes de boxeo para Eudes.