IV
Jueves vesperal
AQUEL DÍA todo le parecía un poco mejor. Mirando a través de la ventana se decía: «Vivo como un príncipe. No un príncipe de la seriedad como se llamaba a sí mismo Darlbeida, pero príncipe al fin. Ahora el hombre ordinario vive mejor que vivían los príncipes del siglo XVI. Por ejemplo, yo tengo un teléfono en mi estudio y es como si tuviera diez o doce pajes dispuestos a salir a cualquier hora del día o la noche con mensajes en cualquier dirección.
»Tengo agua caliente día y noche, lo que sólo se podía tener antes con un sirviente dedicado a eso todo el día y otro toda la noche. He tenido y puedo volver a tener cuando quiera un coche que me lleva por ejemplo a Montparnasse en algo más de media hora y a Toulouse en algo menos de medio día. Para poder hacer esos viajes en tan poco tiempo un príncipe necesitaba antiguamente unos doscientos caballos estacionados en lugares diferentes, cada uno con su cabellerizo.
»Cuando me siento a comer tengo si quiero una orquesta sinfónica de cien músicos tocando para mí (radio) y si lo prefiero una compañía de teatro en la televisión representando gran teatro como Hamlet o El Rey Lear, o teatro musical ligero como El conde de Luxemburgo, que encantaba a nuestros abuelos. Esto lo tenían antes solamente los reyes.
»Todavía para tener aire atemperado al clima exterior, como se hace hoy por medio de un termostato, necesitaría un ejército de sirvientes. Todo eso y otras cosas han sido posibles por la llamada revolución industrial. Lo malo es que no parecemos especialmente satisfechos de ser príncipes. La verdad es que aquellos príncipes del siglo XVI tampoco eran felices y no debían de ser tan envidiables».
Cosas así pensaba Ignacio. Y con el periódico de la mañana delante veía que en alguna taberna de clientela turbia había habido la noche anterior actos de violencia. Por la noche, especialmente poco antes de la hora del nadir, pasaban cosas siniestras. Según el periódico, la noche anterior, en un cabaret que llevaba el nombre futurista de «Le Lendemain», apuñalaron al dueño hasta dejarlo muerto.
Hay gentes que tienen miedo a la noche, y no es extraño. Ignacio se sentía estimulado por esos peligros. No tenía miedo a los riesgos físicos (sangre, muerte) posibles e inesperados. Sólo sentía una coacción incómoda parecida al miedo cuando en medio de la gente se enfriaban las miradas y las voces a su alrededor. Bueno, también tenía miedo a veces a solas, por la noche. Lo que Ignacio no podía tolerar era la tela de araña de las contrariedades menores. No eran violentos los hilos de la araña, pero eran envolventes y paralizadores.
Concluía sus reflexiones volviendo sobre sí mismo y diciéndose: «Debo hacer un reglamento definitivo para llegar a dominar mis contrariedades. Aunque en definitiva sé muy bien que soy una criatura exacta y vaga, igual que la vida y la muerte».
Era más complicado Ignacio de lo que él mismo creía, y creía bastante.
Aquel día tuvo dos o tres cartas. Una de Darlbeida, donde el argelino le decía que estaba preocupado porque su amada parecía ir cayendo en formas raras de neurosis. Y añadía: «Yo he renunciado hace tiempo al equilibrio, pero cuando esa renuncia es consciente representa todavía la salud. Es mi caso. El de ella es muy diferente».
Todo esto le sonaba a Ignacio a literatura. Simple literatura, aunque no literatura simple. Había que distinguir.
No halagaba a Ignacio el correo cuando no encontraba sobres coloreados —correo aéreo—. Las cartas del correo ordinario por ferrocarril han perdido atractivo y van siendo relegadas al nivel de las circulares de publicidad comercial. Pronto el correo aéreo será superado por el correo en cohetes intercontinentales que llevarán nuestra carta de amor o de negocios al otro lado del planeta o a Marte o la Luna en pocos minutos.
Fue Ignacio al liceo y encontró al profesor Dubois, especializado en poesía del siglo XIX. Era hombre sencillo y atento, y los estudiantes lo querían. Decían de él que cuando leía un poema en clase se conmovía tanto que tenía que hacer una pausa y callarse porque estaba a punto de lágrimas. A veces se iba al retrete a llorar. Eso resultaba simpático. ¡Pobre hombre! Por un raro azar fue el único que le habló de su comedieta. Dijo que le había gustado y que si fuera él capaz de escribir aquellas cosas no estaría aburrido nunca.
Sin embargo, Ignacio, acordándose una vez más del argelino, comprendía que debería haber puesto alguna extravagancia violenta y atrevida. Un poco de humor negro de mala ley. Y caminando y pensando en aquello iba relacionando defectos y atando cabos. Al cruzar las calles interrumpía la ideación porque una vez estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta. Ominosa manera de romperse un hueso, pensó.
Caminando por la acera del sol pensaba que a su obrita le faltaban sugestiones de las cosas siguientes:
Manos frías entretocándose en el desierto.
Recuerdos de amor de Güeny iluminando las sillas de la habitación cada vez que su pequeño novio se alejaba.
Mejillas presidenciales, enanas o no, pero presidenciales, que polarizan las miradas sucias de los otros.
Mucha sal cristalizada en rombos grandes y desiguales.
Un meteoro inesperado, así como una nevada. Aunque fuera en verano. Mejor, todavía en verano. Una nevada lenta y purísima y silenciosísima. Esas nevadas son como la comunión universal, la eucaristía de los abetos, higueras, cabras y lobos silvestres.
Niños confidenciales o enanos con corazones de invierno, es decir amarillentamente friolentos.
Palomas que sangran por los picos. Bebés hidrocéfalos.
Y el sacerdote de la boda, prematuramente borracho, repitiendo que el candor era la llave de oro del éxtasis liviano y por aquel éxtasis liviano se podía llegar al éxtasis mayor de las bodas eternas, poco a poco.
Con conocimiento de causa siempre.
Todo aquello propiciaba «formas de ponderación en el vacío que producían un helado deleite», pero en el fondo era sólo un placer casi físico sin otro valor que un ersatz del heroísmo, de la generosidad, del trabajo fecundo, del esfuerzo secretamente meritorio, del gozo natural del reír sin causa et sic de coéteris…
Todo aquello era estafa. De acuerdo. El arte (sobre todo ahora) es una estafa. A la gente le gusta ser estafada ciertamente, pero así y todo… Se refería al arte tal como lo concebía Darlbeida, incluido sus trascendentes secretos. El argelino quería hacer un juego metafísico. Metafísicos o físicos, los juegos son juegos (de ahí la estafa), Ignacio creía otra cosa al mismo tiempo, aunque no sabía exactamente —todavía— cuál. Lo que importaba era la vida lineal, aparentemente simple pero llena de misterios subalternos. Pensar lo más lógicamente posible, ser bueno con los buenos y duro con los malos —uno debe decidir caprichosamente quiénes lo son—, tener convicciones seguras y cierta voluntad de acción y de fe creadora y cimera. Vivir como nuestros abuelos aunque más compleja e intensamente por el lado granuja. Y procurar que nuestros nietos vivan como nosotros aunque con sus tensiones elevadas al cubo.
Por debajo de estas reflexiones quedaba la duda de si debía o no sacrificar la vida (la vida natural con sus honestidades implícitas) al arte, o al contrario.
Es decir, sacrificar el arte a la vida.
A veces se decía: ¿por qué sacrificar nada a nadie? Cada cual debe vivir como pueda y salir del problema de cada minuto como la vida misma le dé a entender.
No dudaba, sin embargo, de que los grandes artistas habían sido crueles, despóticos, caprichosos, destructivos y distantes e indiferentes como dioses que jugaban con el bien y el mal. Que se disfrazaban de cisnes o de toros para poseer por sorpresa a las grandes hembras olímpicas. Pero en el fondo sospechaba Ignacio que había estafa también. Y ésa era la única reflexión que a veces le convencía.
Para esa estafa había que ser capaz de goces divinos o de divinos sacrificios. El argelino se acercaba a esos niveles, pero no le valía porque el hambre lo acosaba, el hambre y la humillación, y ¿es posible alguna clase de dominio y de despotismo y de gesticulación prócer y de señorío cuando se tiene hambre?
No lo creía. Tanto peor para el argelino. La liberación era imposible en su caso. Pero no en el de Ignacio.
Avanzaba el día con su carga de trivialidades, como siempre. La mañana había perdido su frescor, el aire olía a gasolina quemada y sabía Ignacio que después del almuerzo con la fiebrecilla de la digestión y el adormilarse, provocado por el vino tinto, quedaría —el día— marchito definitivamente.
Era el anuncio del cafard del soltero, tan diferente del que sufren los casados. En éstos tarda más en llegar porque, teniendo la mujer cerca, están integrados en la verdadera unidad humana (hombre y mujer). En cambio, Ignacio era sólo media soledad.
Eso lo había pensado otras veces.
Cuando volvió a casa vio que madame, por vez primera, había acudido a la llamada del teléfono de Ignacio, entrando en su estudio al oírlo sonar y recibido un mensaje para él. Se lo transmitió con una premura agitada: «Dijo que le volverá a llamar a las tres». No había dejado su nombre, pero era una mujer a juzgar por la voz. Así decía Mme. Maisonnave. Esto dejó a Ignacio intrigado. Él no tenía una mujer en París que pudiera necesitar hablarle confidencialmente.
Se quedó en casa después del almuerzo y se puso a leer. A las tres en punto lo llamaron. Era Catherine, la amiga del argelino. Nunca había hablado Ignacio con ella, nunca la había tenido bastante cerca para hablar con ella. La muchacha le dijo:
—Tengo que verlo con urgencia por motivos graves.
—¿En relación a usted?
—No. En relación con Darlbeida. Venga mañana a las nueve a la estación del metro Saint–Michel. Tendrá que subir la escalera porque el ascensor está en panne. Yo lo esperaré arriba, junto a un quiosco de flores. Lo conozco a usted, le he visto varias veces y no lo he olvidado. Después iremos a la rué des Deux Ponts, donde vivo yo sola, y podremos hablar.
Y eso fue todo.
Aunque Ignacio sospechaba que detrás de aquello había un problema sórdido —dinero— se propuso acudir. Lo de siempre. La idea, sin embargo, de que Catherine lo buscara a espaldas del argelino le sorprendía y no le disgustaba.
Había visto a Catherine un par de veces. Estando en una terraza con el argelino éste se la mostró una noche cuando ella cruzaba la calle. Era una terraza en Montparnasse donde sucedían cosas raras. Una noche, estando solo, rodeado de mesitas con manteles a cuadros rojos y negros ocupados por putitas divagatorias, se le acercó una monja con hábito negro y cofia almidonada. Era una de esas monjas mendicantes que recorren los cafés. Pero a aquella hora —cerca de la medianoche— parecía extraño.
La monjita tenía cara de trasnochadora, ojos picaros de estar en todos los secretos y ninguna posibilidad erótica. Su cara reseca de lagartija revelaba que no había tenido nunca amor de hombre o que hacía muchos años que lo había perdido. Y había, sin embargo, en aquella vieja algo simpático, una especie de desnudez moral por encima de los vicios y las virtudes.
Ignacio se sintió generoso y le mostró un billete de veinticinco francos. La monjita sacó de la faltriquera por una abertura de las faldas un gran puñado de monedas de níquel y alguna de plata, dispuesta a darle cambio. Ignacio se asombró:
—Es usted rica.
—¡Oh! —dijo ella riendo con una alegría caduca—. Es pura metralla.
Llamaban así a la calderilla sin valor. Entonces Ignacio le dijo que le daría un billete entero si bebía un vermut con él, y la monjita tomó la invitación al vuelo. Bebió su vermut sin sentarse, se limpió los labios con la manga, sonrió a las prostitutas de al lado y se fue con su billete como una paloma con su miga de pan en el pico. Las putitas miraron a Ignacio con simpatía. A ninguna de ellas escapó el detalle de los veinticinco francos.
En aquella misma terraza había visto poco después a Catherine sin hablar con ella. Era una chica atractiva que había hallado la manera de exhibir su descoco sin ofensa para nadie ni menoscabo de sí misma.
«¿Sabrá Darlbeida que ella me ha citado?». Si no lo sabía, la aventura resultaba picante. Engañar a un amigo siempre era sabroso. Aunque no hay engaño posible con los maquereaux.
Una frase se le había quedado en la memoria después de la última visita del argelino: «Liberar la imaginación». Había que escribir cosas deliberadamente inmorales para «liberar la imaginación». Y para escribirlas había que haber pasado por ellas y ensayarlas y practicarlas, ya que de otra manera no se pueden escribir de un modo convincente. Aquello dejaba a Ignacio en un estado de impaciencia titubeante. ¿Habrían pasado por aquello Villon, Rabelais, Cervantes, Bacon, Voltaire…?
Bien. Comenzaría su repertorio de irregularidades engañando al amigo. Eso le parecía inteligente, aunque demasiado fácil. Por otra parte, Catherine estaba mejor que Mme. Maisonnave.
Aquella noche estuvo haciendo memoria. Pensaba en su propio historial erótico. Había tenido alguna aventura donjuanesca. ¿Quién no? Y había quedado en una de ellas tan satisfecho de sí mismo que la escribió. Cuando se sentía vencido en la vida buscaba aquellas hojas, las leía y quedaba confortado por algunas horas. Era como aquel pobre diablo que tenía un disco de gramófono lleno de clamores de multitud vitoreándolo a él con entusiasmo. Y antes de salir de casa lo tocaba. Cuando sentía su ánimo bien templado por aquellas apoteosis, salía pisando fuerte.
Al final de aquella arrogante narración —de una de sus dos victorias— añadía como si quisiera justificarse: «No me hago ilusiones. Soy feo y no me importa. Pero un día una mujer —otra diferente de la anterior— me dijo: Tú estás muy bien. Los hombres no entendéis de hombres. Nunca llegáis a comprender qué es lo que a nosotras nos gusta en vosotros».
Había tenido algún éxito, pero ninguno le había hecho cambiar de opinión, y creía Ignacio que su cabeza (su mente) valía algo. Y también su corazón y su sexo. Pero su cuerpo… ¡bah!
A aquella mujer de la aventura deslumbrante no había vuelto a verla. «¿Tal vez la decepcioné? Esa idea me quita el sueño a veces».