IX
Los días epilogales
SAINT–JULIEN HABÍA REGRESADO aquel mismo día a Argenteuil. Volvió sin operarse y en un estado lamentable. El cáncer era cierto y hacía estragos en su organismo. La noticia de la muerte de Marcelle lo había desquiciado y se negó a seguir en el hospital, se negó a que le hicieran la operación, se negó a hacer nada en favor de su propia salud. Unos decían que rehusaba la operación suponiendo que el choque moral (el trauma decían los médicos) disminuía las defensas. Esta versión era lógica y la sostenían los hombres, especialmente los parientes y amigos.
Otros creían que Saint–Julien, al saber la muerte de su esposa, se negaba a seguir viviendo. Ésta era la versión romántica y tenía adeptos sobre todo entre las mujeres. Mme. Renoir decía: «El pobre quiere reunirse en la muerte con su esposa».
Ignacio se enteró de esta última opinión porque llamó a Mme. Renoir:
—¿Sabe el marido cómo murió Marcelle?
—No. Eso, no. Todos se lo ocultan y ése es el problema candente ahora en Argenteuil. Procurar que no se entere. Puede usted descansar tranquilo. Trabajamos para usted.
Y rio, lo que enfrió las raíces de los cabellos de Ignacio. ¿Era posible que alguien riera hablando de la muerte de Marcelle?
Nadie dijo al enfermo cómo había muerto su esposa realmente y a sus preguntas le respondían siempre lo mismo: un accidente en el camino de París. El hombre preguntaba: ¿En qué coche iba? ¿Quién conducía? ¿Cómo había sido el accidente? ¿Y murió ella sola? ¿Nadie más que ella? No hacía sino preguntas a diestro y siniestro.
Comenzó a sospechar que le ocultaban la verdad en un momento en que necesitaba la verdad más que nunca. Al mismo tiempo que ocultaban al enfermo lo sucedido todos temían y alguno esperaba, tal vez, que acabara por enterarse. Era como el segundo acto de un melodrama que había sido planteado sensacionalmente en el acto primero. Dejar en el aire aquella substanciosa intriga era inconcebible para todos. Y el público esperaba anhelante con la respiración contenida.
Ignacio, entretanto, se pasaba el día y parte de la noche contemplando la muñeca y esperando la notificación de la policía o del juzgado. Pero Saint–Julien no tenía aún motivos para denunciarlo y querellarse.
Todos le ocultaban la verdad. Lo malo fue que el cuñado del enfermo, que no se había puesto de acuerdo con los vecinos porque le parecía denigrante tratar con nadie aquella cuestión, le dijo a Saint–Julien algo que no estaba de acuerdo con lo que decían los demás. Le dijo que Marcelle había muerto repentinamente en el viaje a París sin accidente alguno de automóvil.
Aunque estas palabras decían sólo una parte de la verdad, resultaban más honestas que las otras. Una crisis de corazón, decían, y era verdad también. Como es natural, Saint–Julien quería conocer los hechos en todos sus detalles y a fuerza de insistir fue obteniendo más informes del cuñado, quien se refugiaba en su dolor para evitar hablar:
—Es como remover el puñal en la herida —decía desolado.
—Eso es lo que quiero precisamente, mon frére —repetía el viudo—; que muevas el puñal en la herida.
Temiendo el cuñado que un día le dirían a Saint–Julien toda la verdad, quiso adelantarse no a revelársela entera, lo que habría sido demasiado cruel, sino darle elementos de juicio para que cuando llegara el caso se negara a aceptarla. Porque en Argenteuil no faltarían almas caritativas que le dijeran al viudo, por teléfono o por correo, lo sucedido.
El cuñado dijo a Saint–Julien que al dirigirse al hospital acompañada del profesor Ignacio Morel la pobre Marcelle se sintió enferma en la calle. Fue un ataque súbito como el rayo. Estaban en la calle y frente a un hotel. Temiendo que Mme. Saint–Julien muriera en la calle, entraron en él y allí fue donde exhaló el último aliento —así decía el cuñado— mientras llamaban al servicio médico de urgencia.
Al saber todo esto, Saint–Julien quiso ver inmediatamente a Ignacio y preguntaba fuera de sí:
—¿En qué hotel sucedió?
Repetía el cuñado la palabra masoquisme una vez y otra. Pero Saint–Julien quería hablar con Ignacio cuanto antes. Y repetía: «¿Qué hotel? ¿Qué calle?». A espaldas de Saint–Julien el cuñado fue al teléfono y advirtió a Ignacio lo que sucedía. Fue de veras humillante aquella diligencia y lo fue más porque el cuñado quiso atenuar la humillación con un exordio retórico inadecuado. «Me veo en el caso denigrante de engañar a mi hermano político por razones de decoro familiar. Espero que usted, monsieur le professeur, comprenda y disculpe». Luego le notificó a Ignacio palabra por palabra lo que había dicho a Saint–Julien. El cuñado, que habría querido hacerle patente a Ignacio su desdén o su rencor, tuvo que mostrarle su respetuosa sumisión. Y pedirle por favor que fuera a ver a Saint–Julien.
Cuando el cuñado terminó, rogó a Ignacio que repitiera sus palabras para convencerse de que se había dado cuenta cabal de lo que pretendía. Había que engañar a Saint–Julien si no querían empujarlo a situaciones más dolorosas. Y no ya por su tranquilidad moral, sino por razones de salud.
Ignacio recibió una impresión difícil de precisar, pero que era como pasar del papel de asesino potencial de un hombre honrado al de benefactor y protector de ese mismo hombre. Le costó tiempo y reflexión acomodarse a aquel cambio. Y pensando en las amenazas tácitas del inspector de policía, se dijo:
—Tal vez tengamos suerte y no suceda nada.
Ese tengamos hacía de su problema privado casi una causa pública. Había que engañar a Saint–Julien por el bien general.
Y salió en dirección a la tienda de Saint–Julien. Caminaba por las calles tan tranquilo que podía ir componiendo versos en su mente (lo hacía a propósito). Estaba en paz con su conciencia. A veces creía que él se estaba quieto y que eran las cosas las que caminaban, como hacen en los estudios de cine.
Caminan los fanales ateridos
por las calles sin nombre del invierno
y hay en los cruces reamortecidos
perros impares.
Se preguntó incluso si aquellos versos sáficos le gustarían o no al argelino. O mejor a Catherine la lesbiana. «Una pareja de liberados perrunos si es que los perros pueden liberarse».
Pero toda esa serenidad se acabó al entrar en la casa de Saint–Julien. Estaba allí la esposa del cuñado, que hacía de enfermera y que empujaba la silla del inválido cuando éste se fatigaba de hacer girar las ruedas con las manos. Se llamaba Ana y era una persona joven y alerta, con ojos muy separados.
Al cruzar las primeras palabras con el enfermo se dijo Ignacio: tiene voz de jorobado aunque no lo es. Una voz perdida por los recovecos de la caja torácica. (Lo mismo que los viejos, Saint–Julien, que no lo era aún, tenía caja torácica y no pecho). Su rostro parecía menos amplio, con las sombras de las mejillas hundidas. Como no sonreía no se veían sus colmillos carniceros, pero se acusaban prominentes bajo el labio. Ignacio lo miraba fascinado.
Ana le fue presentada por el cuñado. Vio Ignacio en seguida que estaban en antecedentes de todo y que ella quería también ocultar la verdad lo más posible. Se alegró Ignacio porque aquello situaba a los tres en un plano de complicidad, pero tranquilo no lo estaba. A veces, por la manera de mirarlo Saint–Julien sospechaba que estaba enterado también de los hechos y que era él quien los engañaba a todos. Esta sospecha lo deprimía terriblemente.
Al principio hablaron los cuñados con Ignacio de generalidades. Hacía buen tiempo, la primavera se adelantaba con las lilas. Ana, la esposa del cuñado, dijo que querían convencer a Saint–Julien para que fuera a pasar el verano a Niza. Tenían allí una casa. La perspectiva de ir a Niza los hacía sentirse importantes. El enfermo estaba muy flaco y en sus rodillas se veía la leve curvatura descarnada del fémur. Al hablar, su tono era lacrimoso.
—Usted puede suponer, mon ami, por qué le llamo —dijo con un suspiro—. Quel malheur!
—Bien lo deploro, puede usted creerme.
Cuando se trata de la muerte de una persona querida es mejor decir «lo deploro», y no «lo siento».
—¿En qué hotel sucedió?
—En el hotel du Nord —dijo Ignacio sintiéndose terriblemente asustado y culpable.
—¿En qué calle está ese hotel?
—En la rué Laffite, señor…
Diciéndolo pensaba Ignacio: no irá allí en persona, porque con su silla de ruedas no puede entrar en aquel hotel, cuya entrada está desnivelada y hay un umbral levantado, un peldaño. Claro que pueden acudir dos personas a levantar la silla de ruedas, pero no era fácil que un enfermo fuera a arriesgar tantas incomodidades por algo que no tenía remedio, como repetía constantemente el cuñado. Pero si lo llevaban ¿qué iba a decirle el conserje de pelo gris que hablaba de conneries por teléfono? ¿Y qué respondería si le hablaban del monedero vacío de Marcelle?
—¿A qué hora sucedió? —preguntaba el viudo.
—Serían las diez y media, señor.
Mientras lo decía pensaba Ignacio: Tal vez alguien le haya enviado un recorte de periódico o una noticia anónima, denunciándome a mí. En ese caso, lo sabe todo. No hacía sino responder a las preguntas evitando tomar la iniciativa como persona que no tiene interés en que prevalezca un aspecto u otro de la cuestión. Saint–Julien había desmejorado mucho, se diría que había entrado súbitamente en una vejez de la que antes parecía estar lejos. Y aunque no sonreía, distendía los labios por dolor cuando éste se hacía agudo y entonces Ignacio veía su perfil chato y colmilludo.
—¿Tardó mucho en llegar el médico que auxilió a mi pobre Marcelle? En todo caso llegó tarde, como usted dice, y murió mi pobre esposa entre personas indiferentes y extrañas. ¿Quiénes estaban a su lado? ¿Usted? ¿El conserje? ¿La mujer del conserje quizá? Menos mal, mon Dieu.
Ignacio afirmaba con la cabeza no atreviéndose a hacerlo expresamente con palabras. Así el embuste parecía menor. Y Saint–Julien, con las manos en el rostro, sollozaba. Era la primera vez que Ignacio veía llorar a un hombre. Y volvía a pensar: «Pobre. Debería haber muerto y como no ha muerto debería ahora suicidarse. Es lo que haría yo en su caso».
A otras preguntas del viudo respondió Ignacio tratando de repetir lo que le había dicho por teléfono el cuñado: «La señora buscaba un taxi para ir al hospital y de pronto se llevó la mano al pecho. No podía respirar. Era como si se le hubieran paralizado los pulmones, eso decía después. Nos detuvimos. Yo quise ir a buscar el taxi, pero ella me dijo: No me deje sola, por favor. Se apoyó en mi brazo. Yo creo que sin mi ayuda habría caído al suelo. Pensé que lo mejor sería entrar en cualquier casa, en cualquier patio. Al menos podríamos hacer algo por ella. Afortunadamente, allí al lado había un hotel».
—Du Nord Laffite —dijo Saint–Julien con ojos de búho—. ¿No es eso?
Siguió Ignacio repitiendo los embustes del cuñado, pero se abrió la puerta de la tienda y entraron dos señoras. Fue una interrupción providencial porque no sabía Ignacio qué más decir. Lo curioso es que Saint–Julien, sin hacer caso de nadie, siguió hablando de su desgracia. Incluso alzó la voz para que le oyeran las recién llegadas.
—¡Si alguien tuviera la culpa, yo le sacaría el corazón con estas uñas, mon Dieu!
Y engarfiaba los dedos. Luego dejaba caer las manos para añadir:
—¡Pero un malheur es un malheur!
Mal que bien, Ignacio iba respondiendo y cambiaba a veces miradas de complicidad con el cuñado, que parecía inseguro e impaciente.
Entraron cuatro o cinco mujeres más de la calle y formaron corro con las otras alrededor de la silla de Saint–Julien. Eran desconocidas y habían entrado a comprar algo, pero se sentían fascinadas por la conversación y engrosaban el grupo. Viendo aquello, Ignacio hablaba repitiendo dos o tres veces la misma frase. Quiso disculparse y le atajó el viudo, agradecido:
—Comprendo que está usted dominado también por la emoción y no es para menos.
Es decir, no dijo dominado, sino embargado. Embargado por la emoción. Ignacio habría abrazado a Saint–Julien. Sentía por él una gratitud y respeto genuinos, pero quería marcharse, salir, irse y no volver. El cuñado lo miraba de reojo, rencoroso pero prudente.
Entraron todavía otras mujeres. Se dirigían al mostrador, y al ver que nadie les atendía se unían al grupo con los ojos brillantes y la boca entreabierta. A Ignacio todas aquellas hembras le parecían impertinentes y ofensivamente curiosas. No veía una sola que le pareciera bien como mujer. Las habría insultado a todas sólo por haberse acercado y por formar grupo alrededor. Creía que eran ellas las que le enviaban regalos anónimos y lo llamaban por teléfono.
Saint–Julien se dirigía a aquellas mujeres y les decía abriendo desesperadamente los brazos y mirando al cielo:
—¡Precisamente cuando más necesidad tenía de ma pauvre femme!
—Es lo que suele pasar en las familias —musitó Ignacio pensando al mismo tiempo que no debía decirlo.
En aquel momento se habría ofrecido para empujar la silla del enfermo gratuitamente el resto de su vida. Al menos lo habría llevado aquel día al parque y ofrecido ocasión de hablar más confidencialmente. Aunque la mezcla de arrepentimiento y de culpabilidad lo llevaba a una situación que al mismo Ignacio le parecía grotescamente —no trágicamente— desairada. Había perdido el miedo al viudo canceroso, pero decidió que debía marcharse cuanto antes. En aquel momento entraban tres personas más.
Tenía que ir al liceo. Eso dijo Ignacio. El marido quería ser amable:
—La vida tiene sus exigencias y yo no tengo derecho a perturbar con mi desgracia a los demás. Vaya usted a su trabajo y perdone por haberle hecho venir aquí.
En cuanto se vio en la calle, Ignacio cambió otra vez de estado de ánimo y se puso a pensar —como una defensa— en los estudiantes que lo esperaban. Se adelantaba a atacarlos por instinto defensivo. «¿Qué pensarán ahora de mí? Son adolescentes viciosos. Depravadas son también las mujeres que entraron en la tienda de Saint–Julien. Pero además los estudiantes son estúpidos». Diciéndose estas palabras pensaba en Marcelle y en su marido, y también en sí mismo. Al pasar frente a la comisaría de policía tuvo miedo y recordó la voz angustiosa de Saint–Julien:
—Le arrancaría el corazón con las uñas.
Fue a la biblioteca del liceo y encontró allí a un estudiante suyo del año anterior. Era un chico enfermizamente gordo. Ignacio trataba a sus estudiantes con cierta rudeza familiar:
—¡Hola! —le dijo—. Se ve que sigue usted almorzando fuerte.
—No, es cuestión de la tiroides.
—Eso tiene arreglo. ¿Qué deporte hace?
—Ninguno. El ejercicio me da hambre y eso es peor.
—Hay ejercicios a puerta cerrada y con partenaire del sexo contrario.
Se agradecía Ignacio a sí mismo poder bromear estando tan recientes las escenas en la tienda de Saint–Julien. El estudiante soltó a reír. Siempre tienen éxito las bromas sexuales entre profesor y alumno. Por fin el chico gordo añadió:
—También dan hambre esos ejercicios.
—A mí más bien sed.
—Pues con los taxis del café de la Poste y los hoteles de París tendrá usted que beber mucho.
Oh, aquel chico era estudiante suyo del año anterior; de otro modo —si lo fuera actualmente— no se habría atrevido tanto. Eso pensó Ignacio. Se separó de él y sintió en la nuca mientras se alejaba su mirada no aguda sino pesada y sin expresión, de chico obeso. Hoteles y taxis. Era verdad que había taxis y hoteles y mujeres de conducta imprevisible. Sentía un odio rencoroso contra aquel chico de los desórdenes tiroideos y tenía recelo de su propio miedo a la policía. Tanto recelo, que decidió volver a casa. En realidad no tenía clase sino hasta el día siguiente y había mentido en la tienda de Saint–Julien para poder escapar.
A primera hora de la tarde el día se hizo pesado con un cielo de plomo y luz cambiante. Era uno de esos días, según los novelistas, propicios a la seducción de las vírgenes. En todas las novelas mediocres de los últimos cien años hay besos primeros con relámpagos en el horizonte y el famoso olor de tierra mojada que hace palpitar el corazón en el pecho y las aletas en la nariz. El día en que sucedió lo de Marcelle no olía a tierra mojada ni llovía en los parques. Aunque nubes sí que las había.
La mañana había sido una de esas mañanas para bodas al aire libre en algún jardín con suelo de menuda grava donde las niñas van y vienen con canastillas de flores colgadas del cuello y les ponen un clavel en la solapa a los invitados.
Tuvo Ignacio otro incidente, esta vez con el estudiante de los granos, quien se le acercó con un fascículo: una de esas revistas que imprimen ocasionalmente un grupo de amigos y que sacan tres o cuatro números para perderse luego en el silencio eterno.
El chico, que parecía tímido pero obstinado, le dio aquella revista y le dijo que había en ella un poema suyo y que le suplicaba que lo leyera. Ignacio vio que era corto y lo leyó. Mientras leía recordó que aquel chico —el de los granos— había estado en el salón de actos el día del recitado de su comedieta, y eso le gustó. Pero se dio cuenta de que el poema aludía, aunque muy indirectamente, a la muerte de Marcelle. Con respeto, eso sí.
Se propuso hacerse el desentendido y no perder la cara.
EL CHICO. ¿Qué le parece? Puede decirme la verdad. No me molestaré.
IGNACIO. No es gran cosa, pero no está mal.
EL CHICO. Eso creía yo.
IGNACIO. No hay que creerlo demasiado. Tampoco está bien. Es uno de esos poemas como los que escriben ahora todos los poetas jóvenes en todas partes. Es brillante, pero lugar común. ¿Por qué me lo trae a mí?
EL CHICO. He oído que es usted hombre de letras.
IGNACIO. ¿Estuvo usted en la lectura que di el otro día?
EL CHICO. No. Eso no. Yo no voy a esos actos. (Mentía cínicamente, pero el profesor disimuló. Estaba acostumbrado a aquellos juegos de doble fondo y no lo herían).
IGNACIO. Ya veo. (Por decir algo). ¿Lee usted mucho? El chico. Bastante, pero no a los escritores franceses.
IGNACIO. ¿Por qué?
EL CHICO. No me interesan. Ahora estoy con los griegos.
IGNACIO. ¿Sabe usted griego? Entonces ¿los lee traducidos? Y ¿qué le parecen los griegos? (El chico hizo un gesto de escepticismo). ¿No le gustan?
EL CHICO. Según. Hay de todo.
IGNACIO. ¿Le gusta Platón?
EL CHICO. No. Me parece falso desde el principio al fin. Platón está equivocado.
IGNACIO. ¡Oh! Al menos Aristóteles… Aristóteles nos libera del caos, ¿verdad?
EL CHICO. No, eso, no. Yo soy partidario del caos. Yo creo que se puede vivir sin orden alguno.
IGNACIO. Es lo que piensan los perros. Y las orugas. Digo, si piensan algo.
EL CHICO. Yo creo que piensan más que nosotros. Y hay un caos agradable. ¿No cree?
IGNACIO. Lo que usted llama un caos agradable debe de ser todavía una clase de orden natural. Es decir, de orden de Dios.
EL CHICO.Yo no creo en Dios.
IGNACIO.¿No ha leído a Descartes?
EL CHICO.Ya le dije que yo no leo a los franceses.
IGNACIO. ¿Qué edad tiene usted? ¿Diecinueve? Le quedan todavía algunos años para hacer tonterías.
EL CHICO. Yo no hago tonterías. Yo tengo mucho talento.
IGNACIO. Los hombres de talento hacen a veces tonterías.
EL CHICO. Yo no.
IGNACIO. Es posible, pero me falta tiempo desgraciadamente para gozar ahora de su talento. Si tiene algo más que decirme llámeme mañana por teléfono.
EL CHICO.No sé si le llamaré por teléfono. A mí no me gusta el teléfono.
IGNACIO. ¿Y eso?
EL CHICO. Es una máquina. Yo odio las máquinas que esclavizan al hombre.
IGNACIO. Según. A veces lo liberan.
EL CHICO. No, señor.
Hablaban fuera ya del liceo, caminando por la calle.
IGNACIO. Tome —y le devolvió la revista—. Necesitará usted más ejemplares para sus amigos.
EL CHICO. Yo no tengo amigos. Yo estoy buscando mi propia identidad. Entonces sabré quién soy y sabré si puedo tener amigos o no.
IGNACIO. ¿Ahora… no sabe usted quién es?
EL CHICO. No más que usted. Nadie sabe quién es. Pero yo sé que querría destruirlo todo. Digo el mundo.
IGNACIO. No está mal. Tal vez con esas ideas tenga usted una carrera literaria por delante. ¿Conoce algún escritor?
EL CHICO. Sí, al argelino Darlbeida.
IGNACIO. Dele recuerdos cuando lo vea. ¿Es él quien le dijo que viniera a verme?
EL CHICO. No, yo no hago lo que dicen los otros.
IGNACIO. Ya veo. ¿Y quién le dijo que yo era escritor?
EL CHICO. Madame Marcelle Saint–Julien. Parece que usted la trató de cerca.
Y diciéndolo, el chico de los granos sonreía maquiavélico. Sintió Ignacio que la sangre se le retiraba del rostro y echó a andar sin despedirse.
Por la tarde fue al cine porque tenía miedo a que le avisaran de la tienda de Saint–Julien pidiéndole que volviera.
También le disgustaba la idea de cruzar la mirada con la señora Maisonnave y más aún que Mme. Renoir lo invitara por teléfono a ir con ella a París. Tenía miedo a oír llorar al bebé hidrocéfalo y también a que Thuan le preguntara dónde había enterrado a una esposa que no tuvo nunca.
Al volver del cine, todavía temprano, porque fue a la sesión matinée, se encontró con Mme. Maisonnave, que entró en el estudio detrás de él. Ignacio la invitó a sentarse. Ella seguía con sus invectivas e insultos contra el embustero Thuan. No hacía sino mentir día y noche. Ignacio, después de comprobar que la muñeca estaba encima de la repisa presidiendo la sala, respondió con una verdadera conferencia: «Es posible que tenga usted razón contra Thuan, pero antes de condenarlo habría que tratar de ver si cuando parece que miente lo hace de veras, y en ese caso cuál es la motivación de su embuste. (Hablaba Ignacio precipitadamente para que ella no le interrumpiera sacando a colación la visita a la tienda de Saint–Julien). Porque a veces se miente por cortesía, por discreción, por cuidado de las conveniencias sociales, por respeto de la persona a quien se está hablando, para disimular una falta inocente que se ha cometido, para salvar la piel nada menos, para preservar la de un ser querido, para evitar una molestia a un hijo o un hermano, por buen gusto (sí, por razones estéticas), por la necesidad de mostrarse ingenioso y hacer reír, por aturdimiento, por mimetismo, por locura pasajera, por generosidad, por espíritu de renunciamiento, por dar la impresión de que se está enterado, por evitar una discusión baldía, por ganar tiempo, por establecer una verdad ulterior obvia, por evitar a otro el choque de una verdad funesta, por dárselas de persona refinada y leída, para eludir alguna torpeza, para evitar que le tomen a uno por… embustero (porque la verdad es con frecuencia demasiado inverosímil), para encandilar, encantar, adular y seducir a alguien, para embobalicar a un superior, por pereza, por debilidad física y moral, por fatiga, por tener prisa y carecer de tiempo para exponer la verdad laboriosa, por piedad abstracta y no personalizada, por fantasía… Habría que pensar en todo esto antes de juzgar al embustero y sobre todo antes de condenarlo. Las razones para mentir son tantas como para no mentir y muchas de ellas son igualmente respetables».
En vista de todo esto la señora Maisonnave se calló y, comprendiendo que Ignacio se burlaba, le dijo con cierta timidez que había llegado por correo a su nombre un paquete y que le habían llamado dos veces por teléfono.
Luego añadió disculpándose que había abierto el dictáfono y se había permitido escuchar la comedieta. Su interpretación del mensaje…
—¿Qué mensaje? —preguntó Ignacio, impaciente.
—Yo creo que lo que quiere usted decir es que el sexo inadecuado debe morir y el sexo adecuado debe ser capaz de matar.
Eso nada menos dijo Mme. Maisonnave. Sintió Ignacio una gran fatiga, suspiró, le dio las buenas noches. Al verse solo se puso a modificar la comedieta de los enanos, es decir, a añadirle un acto. Lo hacía al azar y en broma. Imaginó que uno de los enanitos que había sido auxiliado en el circo pudo volver a la vida.
En todo caso, el enanito llegaba al cuarto de Güendoline cuando ella, privada de la boda por la muerte ominosa de su prometido, se disponía a quitarse el velo y entre suspiros y zalemas —éstas cada vez que pasaba frente al espejo— veía con asombro quince o veinte cucarachas blancas esparcidas por las perfumadas llanuras de su velo y caminando sin dirección, un poco enloquecidas.
GÜENDOLINE. ¿Qué hacen esos bichos ahí?
DONCELLA. Yo no los he puesto, niña.
GÜENDOLINE. Una mala voluntad. ¿Quién ha puesto esas cucarachas blancas ahí? Yo nunca he visto cucarachas blancas.
En aquel momento vio que por el lecho nupcial pasaban en procesión quince o veinte ratones grises. Eran ratoncillos de prado, de esos que se ven a veces en los jardines.
GÜENDOLINE. ¡Ratones! ¡En el Perú los llaman pericotes!
DONCELLA. Yo tampoco los he puesto.
GÜENDOLINE. ¡Los malos deseos de los otros!
DONCELLA. ¿Quiénes pueden estar interesados en esas porquerías? En todo caso, debe de ser el mismo que puso las cucarachas. ¿Quién puede ser?
ENANO I. (Entrando con su mandolina y haciendo una reverencia en medio de la sala). Un argelino, señoras mías.
DONCELLA. ¿Qué dices?
ENANO I. Un hispanoargelino fronterizo como yo. Habla español y francés. Y árabe. Pero no lo escribe. Y me ha encargado que venga a decirles la letanía de las cucarachas blancas y los pericotes. Una letanía para usted, la novia.
GÜENDOLINE. ¿Qué letanía?
ENANO I. La letanía de la venganza. La que el argelino escribió un día para la mujer del diablo.
Mientras escribía estas líneas pensaba Ignacio en Mme. Renoir cuyo último regalo (Las mil y una Noches en edición ilustrada) tenía allí al lado.
DONCELLA. Yo no sabía que el diablo estaba casado.
GÜENDOLINE. ¿Qué letanía?
Y aquí viene lo bueno. La letanía del rosario es muy hermosa y todos los hombres nos sentimos conmovidos cuando nos dirigimos en esos términos a la virginidad absoluta, sobre todo los españoles. Pero Ignacio atribuía al argelino una letanía contraria —en la comedieta— porque tenía alguna clase de rencor vengativo insatisfecho (contra alguna mujer). Tal vez contra Catherine.
Ignacio, oyendo la letanía, pensaba en Mme. Renoir, que no era ni podía ser la mujer del diablo, sino una especie de cuñada. Había infinitas cuñadas del diablo. Por ejemplo, todas las hembras que entraron en la tienda de Saint–Julien a comprar tres varas de terciopelo o dos de madapolán o metro y medio de panilla y que, olvidándose de su compra, se acercaron al grupo familiar para escuchar lo que decía Ignacio, todas aquellas que se parecían entre sí con sus ojos grises o azules, su boca abierta, su mandíbula colgante, eran quizá cuñadas del diablo. Y parecían pensar lo mismo y comentar a coro:
—¡Qué le parece a usted el grand malheur de Saint–Julien!
El enanito, sin dejar de bailar, decía las siguientes cosas:
ENANO I. Fémina abyecta Catherine, fémina infame, fémina bastarda, fémina andorga, tunante, vil, fémina baldona, bellaca, mancillosa, fémina abatida, fémina puta, Catherine pilla, picarda, charrana, fémina baula, golfera, fémina briba, fémina vituperio, fémina traste, fémina gatera, fémina peritonea…
PRIMERA CUÑADA DEL DIABLO. Ora pro nobis.
ENANO I. Fémina mesentería Mme. Renoir, granuja, golfa, fémina bribona, fémina ribalda, redañera Mme. Renoir, fémina bazofia, fémina tipa, bandullera avechucha, fémina mondonga, fémina bandurria, fémina lipendi, fémina andraja, espantanublados, mondrega, rufiana, fémina zurriburri, fémina duodena, fémina zascandilla, badulaque, zarramplina, fémina peristola.
SEGUNDA CUÑADA DEL DIABLO. Ora pro nobis.
GÜENDOLINE. ¡El gran marica culipardo!
ENANO I. ¿Qué dices?
GÜENDOLINE. ¡Qué te calles!
ENANO I. (Continuando con la letanía). Fémina sabandija Nadine, fémina borborigma, fémina cólica, suripanta Nadine, fémina hez, fémina patulea, gazapera, mandilandinga, fémina endina, bajuna, viejuna y mortejuna, fémina rahez, fémina ledra, gorrina, mangorrera, nefanda, pillabana, fémina malandrina, fémina entripada Nadine, fémina ventrera, fémina celiaca, ganforra, fregada, echacuervos.
TERCERA CUÑADA DEL DIABLO. Ora pro nobis.
Podría el enano seguir así hasta lograr alguna clase de saciedad, porque lo único bueno del odio es que llega un momento en que se sacia del todo. El de Ignacio contra el argelino, contra las mujeres curiosas y los policías que querían saber «lo que hizo a la muerta», se saciaba. Y lo malo (o lo inefablemente angustioso del amor) es que no se sacia nunca. Era lo que pensaba Ignacio. Que no se sacia nunca el amor. Eso era lo milagroso del amor. Y lo terrible.
Al llegar aquí Ignacio tiró el lápiz al suelo y se levantó de la silla. Luego se dejó caer en la cama en el momento que tocaban a la puerta y entraba el criado con dos paquetes nuevos. Ignacio no se levantó a recogerlos y Thuan se los dejó sobre una silla.
Seguía sin comprender aquellos regalos anónimos que comenzaban a darle miedo como todo aquello que no podemos evitar y que no suscitamos. Podría ser que no se tratara de la obstinación de Mme. Renoir y que cada envío fuera de una persona diferente porque éstos eran muy dispares y sin relación lógica. Podría suceder que los regalos fueran de once personas diferentes, todas anónimas. También de las quince o veinte personas que lo habían llamado por teléfono. Sólo un nombre se había repetido dos o tres veces: Renoir. Las otras no sabía quiénes eran. Algunas habían dicho un nombre que le era indiferente y que no había oído nunca.
Alargó la mano y cogió las hojas donde había escrito la letanía contra las tres mujeres. La leyó en voz alta con gozo, pero sintiendo al mismo tiempo que se le llenaban de lágrimas los ojos. Contuvo el llanto, pero no estando seguro de poder evitarlo se levantó y fue a cerrar la puerta por dentro para que no lo sorprendieran.
A mitad del camino se volvió a mirar la muñeca rota sobre la chimenea. Repetía frases de la letanía pensando en las cuñadas del diablo, pero llorando francamente. Llorando como Saint–Julien y por la misma causa. Y de la letanía fea pasó sin darse cuenta a otra letanía hermosa a la que añadía expresiones delirantes. La nueva letanía era más extensa y más inspirada que la otra y se formaba ella sola y no con simples palabras (sartas de adjetivos) sino sentencias enteras mezcladas: el Eclesiastés, el rosario, versos de los poetas erótico–místicos. Se sentía lleno de entusiasmo y no sabía por qué.
Entonces volvió hacia el lecho y estuvo pensando cosas contradictorias y extrañas. Por ejemplo, tuvo la idea de hacerle un regalo anónimo a Saint–Julien. Enviarle la muñeca. Pero eso sería jugar con la vida. Y con la vida no se juega. Es ella quien juega con nosotros, y debemos bajar la cabeza y callar. Para jugar con la vida hay que estar fuera y encima de la vida, y eso se paga. Se paga con una especie de perplejidad eterna.
Cogió un mazo de papeles (exámenes de sus estudiantes que no había corregido durante la vacación de Pascua) y se puso a leerlos con el lápiz en la mano. Eran sobre la métrica de la poesía helénica: espondeicos, yámbicos, trocaicos… Veía la muñeca rota en la repisa y a veces no podía leer con los ojos vidriados de lágrimas. Entonces esperaba un poco…
Los Ángeles, California, 1969.