IV

Habla la compañera de oficios varios Star García, que se ha quedado sola en el mundo

Estoy en casa. Mi abuela se ha ido al hospital a velar a mi padre. No la dejan estar dentro pero no importa, porque para lo que ella quiere lo mismo le da mientras vea las paredes del hospital. Si no las viera creería que sus rezos iban a beneficiar a un prestamista o a un guardia. Las vecinas han venido a buscarme para que duerma en sus casas, como si yo no tuviera cama en la mía. Me he quedado aquí porque me gusta comenzar a pensar que al desaparecer mi padre me he quedado sola en el mundo. Las vecinas me decían que tendría miedo y lo tendría si no estuviera conmigo el gallo, que anda por el cuarto desvelado. Como es tan listo sabe que sucede algo en la casa, aunque yo no se lo he dicho. «Ven aquí y escucha. ¿No sabes que han matado a mi padre? Tú creerás que eso es poca cosa mientras yo siga trayéndote el maíz. Pero lo cierto es que me he quedado sin padre ni madre y que tengo catorce años y que las vecinas me compadecen. Estoy sola. Mi abuela no representa nada, porque como se va del mundo y yo estoy viniendo, y es vieja y arrugada mientras yo soy joven y guapa, no hace más que reñirme. He llorado, puede que llore más todavía y tú tan fresco. Pero no. Es la última vez que lloro en mi vida. Estoy sola y en estas circunstancias una muchacha no puede llorar. Menos aún una chica anarquista. Yo soy anarquista como tú y como mi padre. Trabajo en la fábrica de lámparas y gano diecisiete pesetas semanales, un jornal casi de oficiala, con el que tendremos que alimentarnos Makno, tú, la abuela y yo. Tú con maíz, el gato con cordilla, y la abuela y yo con patatas. A veces la cordilla y el maíz son tan caros como las patatas, pero como vosotros tenéis un estómago más pequeño, os hartáis antes. Tiene gracia eso de que pase afanes y angustias para que vosotros os dediquéis a cantar, a mayar y a presumir por el barrio».

El gallo deja caer un ala hasta el piso y avanza de medio lado, pero basta que yo dé una patada en el suelo para que se tranquilice. Volvemos a hablar. Ahora que estamos solos para siempre tenemos mucho que hablar. «Oye, chico. Voy a decirte una cosa muy importante. Espera, a ver si estamos verdaderamente solos. Óyeme, Mi padre ha muerto porque su misión era morir y la de la guardia civil matarlo. Yo no soy de los que ahora se tiran de los pelos, desesperados. Y eso que era mi padre y que lo quería tanto como a ti. Ha muerto porque ha hecho en la vida lo que tenía que hacer y ha muerto como muere un revolucionario. Yo hasta hoy era la hija de Germinal. Ahora soy Star García, del Sindicato de Oficios Varios. ¿Comprendes? Las gentes dicen que nací en 1918, pero yo no me acuerdo. Me parece que he nacido hoy. Con el dinero del sábado me compraré el primer par de medias y Libertad y Tierra vendrá con mi nombre en la faja. ¿Te parece poco importante esto? Pero aunque yo te tenga cierto respeto recordando que mi padre te admiraba como más anarquista que él, no te permitiré que te duermas. Estoy sola, soy yo. He nacido hoy y voy subiendo por la vida que es hermosa en una sociedad que mí padre llamaba criminal, pero que a mí me parece tonta y simple. Las vecinas dicen que me regalan los lutos. ¡Qué tontería, vestirse de negro ahora que puedo comprarme medias! También me decían las vecinas que tengo una edad muy peligrosa para haberme quedado sola y que me puedo malear. Pero lo decía la tía Cleta, que es viuda de militar y cree que lo que ocurre entre ellas ocurre entre nosotras. Yo le he preguntado qué quería decir con eso de “malearse” y si pensaba que en mí había madera de maldad. Entonces ha sonreído con misterio y me ha besado. ¿Qué les habrá ocurrido a esas gentes en su vida para que al final besen a una de esa manera? Porque eso sí que es maldad. En cuanto a lo otro, yo no he tenido nunca tiempo para pensarlo».

Bien veo que me gustan ya los hombres. Algunos, claro está. Y tienen que ser compañeros, porque los otros me resultan así como los frailes. Pero yo no quiero tener hijos hasta que hayamos hecho la revolución, y por lo tanto… A veces, ante un hombre guapo, pienso si me gustaría besarlo en la boca y casi siempre me da asco.

El gallo cacarea y bajando otra vez el ala se alza sobre las patas amenazando mis piernas. Nunca se ha puesto tan furioso. Me levanto y corro, pero él se interpone y me obliga a huir a un rincón. Entonces agarro un listón que hay contra la pared y lo amenazo. Se resigna de mal humor y me siento, con el listón cerca. El gallo comienza a cacarear y a querer marcharse. Bueno. ¿En qué íbamos? «Hay sólo dos hombres a quienes pienso que podría besar sin asco, aunque luego me limpiaría la boca». El gallo amenaza cacareando y le doy dos azotes. «No diré los nombres. Si los dijera tendría más importancia el haberlo pensado, y lo cierto es que no tiene ninguna».

¿Y el gato? Se oye ruido en el tejado y debe ser él. Ni siquiera en una noche como ésta se queda en casa. Hemos tenido siempre unos gatos bastante sinvergüenzas. Nunca dijo padre que el gato fuera anarquista, y si le puso a éste Makno fue cuando era muy pequeño y no sabía aún sus mañas. Yo creo que el gato es comunista autoritario, pero yo no le tengo manía como padre, y me parece que en una época de lucha contra el capitalismo, como la que vivimos, debemos ir juntos todos: el gallo, el gato y yo. En eso de las ideas yo creo que es más el carácter del individuo que las mismas ideas, y en los hombres a mí me gusta más el carácter comunista que el anarquista. Samar no es anarquista y si está con nosotros es porque tiene más fe en la organización y en la valentía revolucionaria de los individuos. A mí no me la da. Villacampa es anarquista. Tiene la cara quieta y los ojos tranquilos y habla un poco por demás. Ésos son anarquistas, mientras que los comunistas siempre parece que tienen prisa y miran de reojo y a veces no saben qué hacer con las manos. Samar me ha dado una nota diciendo lo que tengo que hacer esta noche con los papeles y algunas otras cosas de mi padre. Me la ha dado en un sobre y yo la he guardado dentro del jersey. Vamos a ver lo que dice para hacerlo enseguida, no venga la policía a registrar. ¡Qué nota más larga! ¿Pero qué es esto? «Nena mía de mi alma: Perdóname. Hasta ahora —las siete— no he podido escribirte—». Una carta a la novia. Se ha confundido y yo voy a enterarme hasta el final para ver cómo son las cartas de amor. El papel es muy elegante y la letra menuda. «Te escribiré poco, pero tú sabes que te quiero. Te quiero desesperadamente. Tengo un hambre infinita de tus brazos y de tus labios. Quiero darte una vida que ignoras y llenarla de luz y de paz. Pero en el torbellino de mi vida este cariño me desconcierta. Yo quería para ti toda la quietud y todo el reposo que mi alma tiene cuando se abandona y piensa en nuestro cariño. ¿Podré algún día dártelos? ¡Esa paz y ese reposo que me huyen!… Estoy riéndome, a pesar de todo, pensando que esas interrogaciones, esos signos de admiración y sobre todo esos puntos suspensivos te disgustan porque ocupan espacio en la carta. Me río con un poco de la felicidad que tú me guardas, que tú me darás. Si supieras con qué impaciencia veo pasar los días que faltan. ¡Qué ganas terribles de llegar! Pero a veces la vida, las cosas, parece que me alejan. La vida es estúpida, pero nuestro cariño nos salvará, porque un beso tuyo será el secreto fecundador de universos y vidas y alegrías nuevas que ya conozco, mi pequeña, a medias, a través de tus ojos bonitos, pero que el día en que seas mía me convertirán en un dios. Esa aspiración a la divinidad que hay en todas las religiones, yo la realizaré con esta religión mía de tu cariño, de tus manos y de tu boca. No sé decirte cómo te quiero. Sólo sé que he tenido grandes alegrías y dolores, he conocido la vida hasta los rincones más escondidos, en lo dulce y en lo amargo; creía tener en mi alma todos los secretos, saberlo todo, alcanzarlo todo. Sabía por qué son felices las gentes un día y por qué se suicidan al siguiente. Por qué nace del estiércol una flor, y de ella, en el mismo día, otra flor más hermosa y por qué el Sol que las fecunda las mata. Sabía por qué las nubes se hacen agua y el agua roca y la roca montaña y la montaña volcán, y por qué del color, de la luz y del amor de las nubes con las rocas y los mares surgen pequeños seres independientes como los planetas y como ellos obedientes al amor de otros. Entre ellos ha habido unos a los que les ha quedado un poco de sol dentro del corazón. Y éstos se llaman hombres y ese Sol se les convierte en un veneno que se llama sabiduría y a veces mueren o se matan envenenados. Yo sabía todas esas cosas, y conocía las raíces de mi propio conocimiento y los caminos por donde me habría de llevar, y cerraba los ojos y cantaba canciones tristes y a veces quería matar o quería matarme como los demás o quizá me había suicidado ya y no lo sabía. De pronto, nena mía bonita, fíjate lo que ocurre: te conozco a ti. Eso nada más. Sigo viéndolo todo igual, pero la triste sabiduría se va convirtiendo en fe. Me emborracho todos los días con la luz de mi propio corazón, con el Sol que se quedó allí escondido y que de pronto crece y llena todo mi ser y sube a mi cerebro y me marea. Canto entonces canciones alegres y río a carcajadas. ¿Sabes de qué me río? De la sabiduría envenenada de los hombres, de la conciencia triste de las rocas, del destino atropellado de los ríos. Las montañas me parecen pequeñinas como en el atlas, y los volcanes frívolos y ridículos con su estruendo; las flores, desdeñables por su levedad. Todo equivocado y torpe, caminando a su propia ruina. Todo menos tú y yo. El secreto del universo, de su inmensidad y de su eternidad, lo he aprisionado yo en tus ojos de corza y late y vibra en el fondo de mi alegría. Todo es triste menos nosotros. Todo es feo menos nuestro cariño, todos suspiran y lloran menos yo. A todos los ha envenenado el Sol, menos a mí. Mi sabiduría venenosa se fundió en la luz y se evaporó con mi propio Sol de mi corazón. Y ahora no sé nada ni quiero saber nada. Vivo como un planeta joven que rueda feliz ignorando las leyes a que obedece. Tú y yo, nena. ¡Tú y yo! Los demás se ahogan en su desolación, porque he robado al mundo su alegría para ofrecértela a ti y he robado su felicidad para llevártela a ti, y les he cubierto de sombras el alma para proyectar en la tuya toda la luz. ¡Tú y yo, nena!».

Nunca pude imaginar que las cartas de amor se escribieran así. Ni que Samar… Ahora comprendo a este hombre. No veía muy claro. Siempre quedaba una zona obscura, pero yo lo echaba al comunismo. «Es comunista —pensaba— y no encuadra bien con nosotros». O también: «Sabe muchas cosas y no discurre lo mismo que yo», por ejemplo, una pobre obrera de la fábrica de lámparas. Pero dejando esto a un lado es terrible para Samar haberse olvidado la carta. ¡Si supiera dónde está ahora para devolvérsela! O, por lo menos, si tuviera la dirección en el sobre la llevaría a su destino mañana y cuando lo viera se lo diría. ¿Qué pensará de mí sabiendo que he leído la carta?

¿Podré yo disimular y aguantar la risa? ¡Pero, hombre! Ella es vecina mía. Hija del coronel de Artillería del 75 ligero, que tiene el pabellón al lado del cuartel y el cuartel ahí mismo, al final de la calle. Enamorado y… ¡qué amor! Yo no podría menos de reírme de un hombre que me dijera esas tonterías. Amparo García del Río. Tiene gracia. Procuraré no olvidar ese nombre. En cuanto a la nota urgente con las advertencias, es una lástima que no la tenga. Mi pobre padre debía tener con la policía algunos cabos sin atar y convendría saber cuáles son. Aquí, en esta soledad y con esta luz tan mala, que oscila y hace sombras por todas partes, estoy un poco aturdida y no acierto a recordar. ¡Quieta, chica! ¿Qué te pasa? ¡Ah! Han llamado. Será la policía, como si lo viera. Si estuviera mi abuela les diría lo suyo. ¡Lástima! Voy a abrirles. ¡Hola! ¿Saben ustedes quién es? Samar. Yo me apresuro a ofrecerle la carta, él la mira sin cogerla, me aparta la mano despreocupado y pasa adelante. Mientras registra por ahí, va hablando:

—Han cerrado los sindicatos, pero el pleno de comités se reúne esta noche en el campo. Es inevitable la huelga general y ya en el camino hay que seguir adelante y hacer lo que se pueda.

Yo le voy a hablar de la carta y me interrumpe mientras aparta la mesilla de noche y recoge dos pistolas que aparecen debajo.

Le digo inocentemente y de buena fe que lo mejor que se puede hacer en esta barriada es asaltar el cuartel. Se incorpora con los ojos desorbitados. Le tiemblan las manos donde lleva las pistolas. Por fin pide un cuchillo y con él se va al corral y en un lugar determinado comienza a hacer un hoyo en el suelo. Pronto encuentra dos cajas de cápsulas, otro revólver y un papel con un pequeño gráfico. Muy satisfecho, lo guarda todo en los bolsillos de un gabán que lleva al brazo. Señala el techo y dice:

—En un hueco junto a la chimenea debe haber dos docenas de granadas de mano. Mañana debes estar todo el día en casa.

Yo protesto. Cuando hay huelgas me gusta estar en medio de todo. Aunque no lo parezca, sirvo para muchas cosas. Dice que bien, pero que le dé una llave de la casa. Se la doy. Después voy a darle la carta y él me dice que me la quede y la lleve a primera hora a su destino.

—¿La has leído? —me pregunta.

Pone una cara tan rara que no puedo menos que echar a reír. Entonces se va, dando un portazo.

Me río tan fuerte que debe oírlo todo el barrio. De repente me callo. ¿Qué pensarán las vecinas si me oyen reír habiendo muerto mi padre? Vuelvo a leer la carta, y recordando los gestos y las palabras de Samar me convenzo de que eso que los burgueses llaman el amor debe ser una enfermedad como el tifus o la gripe.