V
Doña Luna, del Sistema Solar, tiene la palabra
He salido por Oriente grande y roja. Luego me he asomado por la Mancha, ya pequeña y blanca. Tengo dos grandes espejos: el estanque de la Casa de Campo y el pantano del Lozoya. Antes tengo que pasar por delante de unas cúpulas por donde asoman grandes anteojos que me vigilan. Miran por ellos unos pobres sabios. Bien es verdad que no han logrado convencer a los poetas de que soy vieja —mire usted qué tonterías— y de que estoy muerta —ya ve usted qué embuste—. Afortunadamente, no lejos del observatorio hay otras terrazas donde los jóvenes bailan al son de una orquesta y se aman y se lo dicen todo mirándome. Gracias a eso la Tierra tiene algún interés todavía, creo yo.
Pero una cosa es que me interese y otra es que la ame. No la amo por lo que acabo de decir, sino por otras cosas que son mi secreto femenino de planeta fatal. Cuando voy paseando en dirección contraria a la Tierra, me gusta ver cómo huyen las sombras y se refugian donde pueden, espantadas. Debajo de los puentes, al costado de las casas, con prisa, atropellándose. Yo ejerzo una influencia maléfica porque agrupo los átomos a mi manera, y así produzco en las cosas y los seres vivos alteraciones muy curiosas, cuyos resultados son diversos, pero siempre sensacionales. Las secciones de sucesos y las de sociedad son en los periódicos una especie de diario íntimo mío. Hay unos seres especiales que me aman sin saberlo —la mejor manera— y que aunque la mayor parte no me hacen versos, me reverencian, más y mejor que los poetas. No duermen si yo no quiero. Cambian de parecer a mi gusto. Riñen con su familia y con su esposa, se arruinan y a veces hasta mueren o se suicidan por mí. Las gente los llaman lunáticos. Cuando se dedican a la política me divierto haciéndoles graciosas jugarretas: unos monárquicos implantan la república y no saben qué hacer con ella. Otros republicanos se levantan a hablar y van a parar en declaraciones comunistas. Alguno cree de buena fe que está salvando al país y lo que hace es renovar el guardarropa. Yo los quiero mucho porque son mis enamorados auténticos, lo que no importa para que me ría un poco aunque, como tengo la cara ancha, la risa no me va bien. Con los políticos, la gente más mudable y floja del planeta, producir trastornos es fácil y a veces no se hace notar demasiado. El político es ya por sí ligero de cascos. Con los que cuesta trabajo es con los hombres de ciencia. A uno que escribió unos ensayos muy prosaicos sobre mí, lo selenicé y lo tuve dos años con la mano derecha cerrada y levantada en el aire, preguntando a las gentes qué haría con un átomo de hidrógeno que llevaba allí. En cuanto a los poetas, o mejor dicho los vates —los que me cantan a mí son más propiamente vates—, tengo en cada ciudad un grupo, un coro que publica su boletín —aunque todavía no se han atrevido a titularlo nunca «Boletín de la Luna»—. Esos son los tiernos poetas que me aman con un amor más dulce para mí que el de los hombres, con amor femenino. Ejerzo sobre ellos una influencia muy diferente de la que reciben de mí los gatos. En éstos despierto la masculinidad. Esa dulce sensualidad de la joven y tierna poesía de mis enamorados me turba toda. Rodar entre sus imágenes es como bañarse en un mar de rosas y leche. Mi influencia les produce desviaciones de la sensibilidad, que entre los muchachos de buena familia hacen estragos. Mas… la noche avanza. Las estrellas brillan con la claridad de la medianoche. Mis dulces poetas duermen entre sábanas, y hacia el Oeste, cerca de unas columnas de hierro que me envían sin cesar los pequeños calambres del Morse, se han oído disparos. Esto quiere decir que al otro lado de la ciudad unas agrupaciones de hombres que me desdeñan o me odian esta noche van a reunirse para deliberar. Las motos de la policía ruedan hacia el lugar de la alarma. Es lo que esos sindicalistas deseaban. Debajo de las motos se ha refugiado un jirón de sombra que corre por calles y carreteras. En eso se diferencian esta noche los policías y los sindicalistas. Éstos van bajo las sombras y aquellos encima. Pero yo tengo más experiencia que los policías, y en lugar de acudir al lugar de los disparos voy a la otra parte de la ciudad. Hay hoteles, casas de vecindad. Pequeños jardines entre los cuales el campo mete los dedos y hurga buscando detritos. En un hotel hay un balcón entreabierto y yo penetro a través de una cortina clara. Voy a dar en el espejo del tocador y desde allí salto silenciosamente a la pared de la alcoba. Una mujer envuelta en tules, con un pecho fuera, llora sobre la almohada. A su lado, un hombre habla sin cesar:
—¿Crees que por el hecho de que los persiga la policía tienen que abrírseles los hogares honrados?
—No es ningún criminal —balbucea ella.
—Ya lo sé. Es tu primo, lleva una camisa de lana obscura con cierre metálico y tiene un aire taciturno. ¿Por qué viene a refugiarse aquí? ¡Que afronte por su cuenta la responsabilidad!
La mujer se incorpora.
—¿Vas a echarlo? ¿Vas a entregarlo a la policía?
—De ningún modo. El sentimiento humanitario es reaccionario. Yo soy reaccionario.
Ella calla, pero ha dejado de sollozar. Está escuchando con ansiedad y asintiendo con el silencio.
—¡Bonita anarquista, tú! Con cincuenta mil pesetas de renta.
—¿Y qué? ¿Me sirven para algo? ¿No vale más un ideal?
—Cállate. ¿O es que quieres que te oiga él?
—¡Grosero!
—¿Te he ofendido?
—Sí.
Se levanta y va a salir. Enseña una pierna redonda y firme.
—¿A dónde vas?
—A mi cuarto.
El marido se incorpora y abre el cajón de la mesilla. Coge un objeto extraño y dice silabeando:
—Te quiero. Si pones un pie en el pasillo, te pegaré un tiro.
Yo huyo de allí. Una vez me dieron un balazo en un espejo y aunque no me hirieron recibí una impresión tremenda. Por lo demás, escenas como ésa las presencio con alguna frecuencia. He de confesar que el temor y el riesgo de que la mujer fuera al otro cuarto se lo he sugerido al marido yo. Mis agrupaciones de átomos han ido a herir su cerebro por ese lado. No me hubiera costado más trabajo hacerlo disparar, pero ya digo que a eso le tengo miedo.
No deben estar lejos estos hombres que han despistado a la policía enviando a sus amigos al otro extremo de la ciudad. Detrás de los hoteles hay dos campos sembrados de alfalfa. Luego una colina en comba. Después un camino, una corta hilera de árboles que bordean una acequia, luego una explanada donde las piedras hacen pequeñas sombras, todavía otra colina y allí una ermita en ruinas. Detrás de sus tapias, al otro lado, yo no puedo verter mi luz. Hay una regular extensión en sombras. A veces surge, por encima de la tapia, una visera de caucho, y no hace mucho he sacado chispas de la punta del cañón de una pistola en ese mismo lugar. Hay, efectivamente, dos hombres vigilando. Los otros deben andar cerca. Agucemos el oído, que yo lo tengo muy fino, y como no hay por aquí ranas ni grillos, que son los que perturban, percibiré bien cualquier rumor. He cogido dos palabras: «capitalismo» y sabotaje. Eso es que deben andar por el principio, porque la primera corresponde netamente a la sensibilidad de un delegado sindical y la segunda a la inquietud de un anarquista de la federación de grupos. Y en estas reuniones se trata de tácticas sindicales más que de acción revolucionaria. Pero al principio están los campos todavía sin definir. Preside uno grueso, por cuya tez resbalo sin hallar más que curvas. Están hasta veinte delegados. Ahora habla el secretario: «Ha venido una comisión de chinas diciendo que se ponían a nuestras órdenes. Llevaban credenciales. Yo les he dicho que no hay que hacer más que seguirnos». Los demás aprueban. «Se les ha notificado la huelga general para mañana. Pero parece que querían entrar en detalles. Como no se había acordado nada en firme, yo me he limitado a insistir en lo de la huelga. Que ayuden a que sea completa. La organización está aquí en minoría porque dominan los reformistas, pero treinta mil de los nuestros pueden y deben arrastrar al paro a los demás. Los chinos aunque son pocos, tienen bastante movilidad y pueden ayudamos». El que habla es un obrero cetrino y enjuto que lleva sobre su conciencia inquietudes de otro orden. Su compañera está en el hospital y a él no lo han dejado entrar a verla desde hace tres días porque las monjas se han enterado de que no están casados. Hacen bien. A mí me gusta la religión por lo romántica. Pero además esas monjas son seres superiores. ¡Qué labor la suya en favor del orden y de la paz social! ¡Cómo me conmuevo viéndolas renunciar hasta al agradecimiento de los demás, ya que lo que hacen —subir el embozo, poner el orinal, tomar la temperatura— no es por humanidad, aunque lo aparenten modestamente, sino por amor de Dios! Yo no soy nunca más feliz que cuando veo mi propia blancura reflejada en sus limpias tocas. Pero ese bárbaro las odia. Ha dejado en el suelo, entre las piernas, la pistola y me mira pensando en los días felices. Luego suspira, se pasa la mano por la barba sin afeitar, se palpa los maxilares bajo la piel amarilla y se queda escuchando. Habla ahora otro al que no se le hace mucho caso porque insiste demasiado en generalidades ya sabidas: «La crueldad del capitalismo, la necesidad de vengar a los compañeros muertos, el deseo de ir a una rebelión de duración y de alcance indefinidos». Todo esto se ha dicho hasta la saciedad. Han quedado aprobados dos manifiestos —eso ya es concreto—. Uno que será compuesto y tirado esta misma noche y repartido con las primeras luces. Otro dispuesto a contestar a las exhortaciones que, como otras veces, harán los socialdemócratas para que sus afiliados no abandonen el trabajo. Un delegado, de mejor porte, que tiene algo de poeta pero que no es amigo mío ni lo será nunca porque capitanea a su modo la oposición contra mí —contra la Luna—, pide la palabra para advertir que aún hay necesidad de prever otro manifiesto: «El que los socialistas lanzarán a media tarde declarando la huelga general como expresión de dolor por los compañeros muertos y pidiendo como reivindicación la dimisión del director general de Seguridad».
Un viejo anarquista protesta: «Ése es un punto de vista político». Y se lanza a una larga perorata sobre el apoliticismo. Le dicen que «el compañero Samar no hace suyo ese manifiesto, sino que se ha limitado a advertir que los socialistas lo publicarán», pero el viejo tiene precisamente ahora dos frases dispuestas entre los huecos de los dientes y sigue hablando sin hacer caso. Al final cierra con una gentileza para mí: «Seamos claros como la Luna que nos preside». Samar se encoge de hombros: «¡Apoliticismo!». Y luego añade: «Todo es política, hasta tus melenas blancas, compañero». Ríen aquí y allá, y Samar añade: «En cuanto a la Luna, yo recuso su presidencia por cursi y por alcahueta». Vuelven a reír. Con esto se olvidan del segundo manifiesto de los socialistas. Samar insiste en que éstos, «obligados por la adhesión de sus cuadros sindicales a nuestra protesta, no tendrán más remedio que declarar la huelga general para no sentirse en ridículo. Ese triunfo debemos apuntárnoslo y divulgarlo de manera que lo sepan todos los camaradas». Ahora el viejo de las melenas blancas comienza a repetir las frases de Samar en lo que se refiere al ridículo de los socialistas, y agarrándose a esa sugerencia insiste y machaca sobre la posición desairada en que quedarán los directivos reformistas si van a la huelga obligados por la unanimidad del movimiento. Samar sonríe y separa con la culata de la pistola unas piedrecillas. Al final dice: «Celebro que el compañero venga a coincidir conmigo». Pero entonces el viejo rectifica brevemente, y para decir algo que no haya dicho Samar, algo original, hace una exaltación del amor libre. Luego propone un voto de gracias a la Luna. Yo se lo agradezco mucho. No entiendo a esos hombres. No puedo influir sobre su cerebro porque para ello hace falta un mínimo de capacidad de asimilación que no tienen. Algunos delegados jóvenes no saben qué hacer con el voto de gracias, si votar en pro o en contra. No conciben hasta qué punto yo les puedo ayudar contra el capitalismo y entonces el viejo recita unos versos para convencerlos. El presidente se impacienta y reclama atención para el orden del día. Se aprueba con indiferencia el voto y se establece el orden de las reuniones clandestinas para el día siguiente. Las instrucciones para las comisiones, el contacto con los delegados de barriada para ir de acuerdo con la federación de grupos anarquistas. A propósito de esto, el viejo hace un nuevo canto a la fraternidad universal y habla de los átomos. Los jóvenes no lo escuchan y recuentan las cápsulas. El viejo recurre a textos autorizados y cita a unos diputados constituyentes. Los jóvenes sonríen tristemente y Samar ve que a pesar de todo ese viejo tiene sobre ellos una influencia morbosa, sentimental y retórica. Un voto de gracias a mí. Yo no se lo puedo agradecer sino formulariamente porque los desprecio, pero siempre halaga la gratitud. Ahora se han enzarzado sobre el sentido de una palabra, y los tres más caracterizados dialogan y debaten cosas lejanas con una dialéctica de sonámbulos. Los otros piensan que sus compañeros de los sindicatos no pueden imaginar todo esto. Un joven, anarquista también, con un aplomo y una conciencia de su responsabilidad que lo distingue de los otros tres, plantea un programa inmediato de acción. Pero luego los otros tres viejos se enzarzan con él sobre el significado de lo que ha dicho y analizan su ortodoxia con minuciosidad de padres de la Iglesia. Los demás delegados callan. Uno impone silencio con un gesto. Se ha oído un silbido largo en la dirección de la ermita. Y aquí entro yo en acción.
Las motos de la policía, los caballos de la guardia civil, han aparecido entre los hoteles y van irrumpiendo en el campo. Yo agarro una nube y la coloco delante, proyectando sobre ellos una sombra propicia. Amparados por ella van avanzando. Con otra nube oculto a los revolucionarios que callan, confiados y esperan el segundo silbido, la señal de la fuga. Cuando los vigilantes quieren apercibirse, en las ruinas de la ermita están rodeados de agentes. Ha resultado gracioso. Ahora van sobre los otros. Yo retiro la nube como se descorre una cortina. Han aprobado, por sugerencia del viejo anarquista, un voto de gracias para mí y yo los delato. Ahí están, a plena luz. Ya os han visto. Es en vano vuestra prisa por huir, buenos viejos. Los jóvenes, en cambio, se atrincheran en la comba de la loma. La cuestión es ésa. Poderlos contener para huir luego escalonadamente. El campo está demasiado descubierto para escapar a la desbandada. Hay que huir, pero dando la cara y haciendo fuego. Esto último es terrible, pero lo menos que puedo hacer por los míos es aguantarme la jaqueca del remordimiento.
Dos muchachos gritan algo que no se entiende y varios disparos salen de la guerrilla de los obreros en una sola descarga. Los agentes retroceden y los caballos de la guardia civil vacilan y se separan en dos bandos. Una pareja ha retrocedido al galope. Sin duda van a buscar más fuerzas. Los delegados se cambian rápidas miradas, otean el terreno a su espalda. Tres de ellos retroceden cautelosamente y toman posiciones más atrás. El que actuaba como secretario de actas recoge el cuaderno donde había tomado sus notas. Un muchacho pequeño y cetrino grita, al disparar: «Este por Germinal; ahí va, por Espartaco». No ha habido bajas. La guerrilla se ha deshecho. Van retrocediendo más de prisa que avanzan los otros. Al volver hacia los árboles que bordean la acequia, aparece un agente a tres metros. Disparan él y un grupo de sindicalistas al mismo tiempo. El agente cae y los otros huyen. Uno se agarra el brazo donde lleva un balazo. Samar va a su lado. Con el cinturón y un pañuelo rasgado le improvisa un vendaje, sin dejar de huir. Los cascos de la guardia civil suenan al otro lado de la acequia. Han confundido el terreno y ahora la acequia se interpone y ayudará a los fugitivos. Samar se ve ya en libertad y corre con el herido y el viejo de la melena blanca. Un momento piensa en algo remoto: en Amparo García del Río. Se avergüenza de ella. Pero piensa después: «Si me viera, me creería un criminal, un salteador. Quizá se avergonzara también de mí». Los disparos se oyen lejos y alguna bala pasa alta. Samar me mira de reojo y me insulta, pero él no sabe que en este momento inundo el barrio obrero del Oeste, el cuartel del 75 ligero de Artillería, el jardín del coronel, y que por el balcón entro en el cuarto de Amparo y le acaricio los brazos turgentes y redondos y ella duerme y sueña algo triste. ¡Qué partido sacaría un tierno poeta del llanto de una hermosa muchacha dormida! Pero Samar es ahora incapaz de decirle una ternura al oído.
Recuerda que no ha visto a su novia hoy domingo, que no ha podido hacerle llegar todavía la carta, que habrá llamado en vano a su casa por teléfono una vez y otra y que… —eso es peor— probablemente en alguna de esas llamadas se haya puesto al teléfono un agente de policía y se haya permitido una ironía o una grosería con ella. Por eso, al entrar en las últimas calles después de un largo rodeo, se separa bruscamente de los otros dos.
—¿Adónde vas?
—A casa.
—Tendrás policía allí y no debes entregarte de esa manera.
Suenan lejanos dos disparos.
—De todas formas debemos separarnos después de lo que ha ocurrido.
Los grupos se dispersan y como se meten en la sombra, bajo los aleros, no puedo seguirlos. Supongo que por esta noche no habrá más. Pero ¿qué ha ocurrido en la ciudad manchega para que los enemigos de mis tiernos poetas anden tan inquietos? Seguramente me darán la solución en el hospital civil, en el depósito de cadáveres. Vamos allá. No puedo entrar por las ventanas porque tropiezo con el tejado del pabellón de enfrente. En el patizuelo hay un árbol delgado y alto que tiene arriba un pequeño copo negruzco. Las losas tienen verdín y son grandes y porosas. Se oye en el depósito arrastrar unos ataúdes. Deben estar poniendo dentro los cadáveres. Ahora suena un martillo y a juzgar por el ruido los ataúdes ya no están vacíos. Facturaciones en gran velocidad para la nada. Mis tiernos poetas rubios harían lindos versos si los ataúdes fueran blancos y hubiera una azucena en la tapa. En la calle hay una vieja enlutada que gime pegada a la puerta del hospital. No me gustan los viejos. Debe ser terrible la vejez que dobla el espinazo e impide a las gentes gozar de mi contemplación. Ahora se le acerca un muchacho joven y le advierte:
—Soy Leoncio Villacampa. ¿Dónde está su nieta?
—En casa.
Comienza la vieja a contar los obstáculos con que ha tropezado para ver a su hijo, adobando su lenguaje con imprecaciones, súplicas a la divinidad, blasfemias y denuestos. Lleva el rosario en la mano izquierda y con la otra busca la faldriquera y saca de ella un objeto redondo musitando:
—¡A algún hijo de puta le va a volar la cabeza!
Es una pequeña granada. Leoncio le ruega que se la dé llamándola «tía Isabela» y ella accede. Se ve que no tenía demasiado interés en conservarla y que la ha enseñado con el fin de que se la quite Leoncio. Éste me mira con melancolía e interrumpe las oraciones de la vieja:
—La pobre Star tiene mala suerte ¡Sola en el mundo!
—¿Y yo? —clama la «tía Isabela»—. Ella siquiera va pa’ arriba y cuando se tienen catorce años nada hace falta más que un peine y un espejo. Pero ¿y yo?
Hola. Hay tres cometas nuevos y rojos. Por la velocidad que llevan permanecerán en nuestro sistema siete días. Tres cometas nuevos. Eh ¿Cómo os llamáis?
—Espartaco.
—Progreso.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?
—Yo, Germinal.