Capítulo
V
SIMIOS ERGUIDOS Y RELACIONES FAMILIARES
En mi opinión, la distinción fundamental entre nosotros y nuestros parientes más próximos no es el lenguaje, ni la cultura, ni la tecnología. Es el hecho de andar erguidos, el uso de nuestras extremidades inferiores para sostenernos y desplazarnos y liberar de esas funciones a nuestras extremidades superiores. En esencia, los humanos son simios bípedos que por alguna circunstancia desarrollaron todas esas cualidades que solemos asociar con el ser humano. Y si pensamos en los datos moleculares, que nos vinculan tan estrechamente al chimpancé y al gorila, entonces somos, sin asomo de duda, simios de alguna especie, «simios africanos un tanto peculiares», como dijo David Pilbeam en una ocasión.
El registro prehistórico de África es hoy muy amplio. Nada que ver con los rarísimos y escasos fósiles que solían caber en una mesa. Según mis cuentas, hay fragmentos fosilizados de unos mil individuos humanos de los primeros tiempos de nuestra evolución, y son incontables los útiles líticos hoy existentes. Todo ello muestra claramente que los primeros útiles de piedra aparecieron en el registro hace unos 2,5 millones de años, cinco millones de años después del origen de la familia humana. Pero de una cosa podemos estar seguros: el acervo darwiniano -bipedismo, fabricación de útiles e inteligencia- concertado y simultáneo, al unísono, en el proceso evolutivo no es correcto.
La liberación de nuestras manos fue tan importante para nuestra historia evolutiva posterior que yo prefiero utilizar el término de «humano» para caracterizar a los primeros simios bípedos. Sé que las connotaciones de los calificativos perturban a mucha gente, sobre todo cuando se refieren a nosotros, pero Para mí «humano» y «simio bípedo» son sinónimos. Con ello no estoy diciendo que una vez el simio bípedo evolucionó, y usted y yo fuimos inevitabilidades evolutivas, porque la evolución no funciona así. Tampoco estoy sugiriendo que los primeros simios bípedos tuvieran la misma capacidad intelectual o la misma apariencia que nosotros. ¡Claro que no! Lo único que digo es que el origen del bipedismo fue un cambio tan fundamental, tan repleto de profundo potencial evolutivo, que hay que reconocer las raíces de nuestra humanidad donde realmente se hallan. Pero me gustaría hacer una distinción entre denominar humanos a los primeros simios bípedos y esperar encontrar un comportamiento humano en estas criaturas. Cuando reconozcamos en nuestra historia la importancia del origen del bipedismo, podremos empezar a identificar en el proceso evolutivo el origen de ese sentido intangible, indefinible pero profundo en nosotros que identificamos con la verdadera humanidad.
Para ello no cabe esperar demasiada ayuda del registro arqueológico, pero podemos servirnos de él para saber algo acerca del origen del bipedismo. Si nos dejamos guiar por la evidencia molecular, sabremos aproximadamente cuándo apareció: hace unos 7,5 millones de años. Lo que nos interesa realmente es por qué esta evolución.
¿Cuáles fueron las circunstancias que favorecieron su aparición? Y ¿cuáles fueron sus consecuencias inmediatas? Los fósiles humanos más primitivos que se conocen tienen como mucho cuatro o cinco millones de años de antigüedad. Entre otros, un hueso de una pierna procedente de la región del Awash, en Etiopía, donde Don Johanson y sus colegas trabajaron durante años, un hueso del brazo procedente de la orilla oriental del lago Turkana, y varios dientes, mandíbulas, y un hueso de la muñeca de la misma zona. A partir de estos huesos es evidente que las criaturas a las que pertenecieron ya habían desarrollado un grado significativo de bipedismo. Lo cual no debe sorprendernos, dada la cantidad de tiempo que probablemente los separa (hace cuatro millones de años) del origen de la línea humana (hace 7,5 millones de años).
¿Por qué no hemos encontrado fósiles humanos de más de cuatro o cinco millones de años? En gran parte porque el registro geológico de esta etapa histórica en África no ha sido demasiado generoso con nosotros. Mucha gente se imagina que los buscadores de fósiles pueden salir y contemplar cualquier momento histórico que les convenga.
Por desgracia no es así. Sólo podemos buscar entre los sedimentos -retazos del pasado- que las caprichosas fuerzas de la erosión han dejado al descubierto. Cosa que ocurre muy pocas veces. Espero que en el futuro podamos encontrar más.
Cuando encontremos situaciones favorables, confío en que podremos reconocer a nuestros más antiguos antepasados. Los antropólogos que salen en busca de fósiles suelen identificar a los primeros humanos gracias a sus dientes fosilizados, porque la dura textura de los dientes soporta mucho mejor el proceso de fosilización que otras partes del esqueleto. Por suerte, la dentadura humana primitiva es muy característica, aunque, como comentábamos antes, uno puede a veces equivocarse. Pero en el caso de los humanos más primitivos, de los primeros simios bípedos, sospecho que no será fácil reconocerlos por sus dientes porque pueden muy bien asemejarse a los de otros simios. Quizás los primeros humanos fueran indiferenciables de los simios, con la salvedad de que andaban sobre dos pies, no sobre cuatro. Tendremos que reconocerlos por su adaptación anatómica a la marcha bípeda, concretamente por sus piernas, pelvis y brazos.
La mutación evolutiva de la marcha cuadrúpeda a la bípeda necesitó de una amplia remodelación de la arquitectura ósea y muscular del simio y en general de las proporciones de la mitad inferior del cuerpo. Los mecanismos para desplazarse son distintos, la mecánica del equilibrio es distinta, la función de los principales músculos es distinta: tuvo que transformarse todo un conjunto funcional para posibilitar un desplazamiento bípedo eficaz. El hecho de que esta transformación pudiera tener lugar indica, en mi opinión, dos cosas: primera, que la presión en favor del cambio a través de la selección natural fue intensa; y segunda, que la transformación misma fue, en la escala del tiempo evolutivo, rápida. Es esta segunda la que, creo yo, nos permitirá identificar los fósiles humanos más antiguos sin demasiada dificultad. Habrá que buscar un simio bípedo.
¿Podemos precisar qué tipo de acontecimientos favorecieron la aparición de un simio bípedo en la prehistoria? A lo largo de los años se han propuesto diversas hipótesis, muchas de las cuales invocan cualidades humanas «modernas», tales como la fabricación de útiles, la caza, la cultura. Y muchas, como vimos, sitúan el acontecimiento en la sabana. ¿Cómo trazar la línea entre lo posible y lo improbable? Empecemos por el contexto ecológico. Durante los últimos 25 millones de años el clima global se ha enfriado considerablemente, con un descenso medio de la temperatura de unos 20 grados y un cambio en la vegetación que incluye una reducción de la franja ecuatorial. Pero lo más importante es que el continente africano experimentó otros cambios climáticos en ese período de tiempo, cambios directamente provocados por acontecimientos geológicos en el continente, más concretamente en su mitad oriental.
Los principales cambios fueron las circunstancias que rodearon el hundimiento del gran valle del Rift, iniciado hace unos veinte millones de años. A resultas de la separación de las placas tectónicas según un eje aproximado norte-sur en la parte inferior de la mitad oriental del continente, la lava en erupción fue formando gradualmente protuberancias irregulares en la corteza terrestre, creando el domo de Kenia y de Etiopía, ambos de más de 2.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Como ampollas gigantes en la piel continental, ambos domos aportaron una topografía de gran escala al África oriental. Paralelamente se implantó una densa franja boscosa que cruzaba todo el continente, desde la costa atlántica hasta el océano índico, un hogar para una creciente diversidad de especies de simios. Con la erupción de los dos grandes domos, y debido a la creciente sombra pluvial resultante, las pautas de pluviosidad de la parte oriental quedaron alteradas. Los bosques orientales empezaron a fragmentarse, abriendo grandes claros, y produciendo un mosaico de microsistemas, desde la jungla hasta el monte bajo, desde los arbustos y frutales hasta las praderas y pastizales.
Cuando, más tarde, hubo fallas masivas a lo largo de la línea de las placas tectónicas, la fractura se hundió a varios miles de metros, dejando una profunda herida de unos cinco mil kilómetros de longitud, desde el mar Rojo hasta Mozambique. Este profundo y meándrico valle creó aún más barreras ecológicas y microsistemas. Hubo cambios constantes, un periodo de inestabilidad, y con el paso del tiempo el mosaico medioambiental se hizo aún más rico y diverso. Tierras altas muy frías y valles verdes, frondoso bosque de montaña y sabana, lagos y ríos, y laderas volcánicas, toda una gama impresionante de medioambientes diversos, tanto ayer como hoy, y se desarrollaron múltiples especies en África: actuó como un motor de evolución. Esto, creo yo, es la clave del origen de la familia humana. Nosotros somos un ejemplo de las muchas nuevas especies que aparecieron como resultado de un medio dinámico donde, al menos para los homínidos, los altiplanos fueron especialmente importantes.
Las imágenes que todos tenemos de las grandes llanuras de África, oscurecidas por enormes manadas migratorias, son verdaderamente espectaculares. Son tan poderosas que tendemos a proyectarlas al pasado, pensando que el paisaje tuvo que ser siempre así. Una vez más, resulta demasiado fácil dejar que la fuerza de las imágenes actuales distorsione nuestra idea del pasado. No hay duda de que las imágenes de las llanuras han interferido en la idea tradicional del origen del hombre: nuestros antepasados saliendo y cruzando la sabana abierta para convertirse en nobles cazadores. De hecho, las grandes llanuras y las inmensas manadas que habitan en ellas son aspectos relativamente recientes del medio africano, mucho más recientes que el origen de la familia humana. Para este origen, tenemos que dirigirnos a los altiplanos creados por los movimientos tectónicos, que representan ecosistemas de gran variedad vegetal que ofrecían condiciones óptimas para que pudieran evolucionar nuevas especies.
Hace unos diez millones de años, con la nueva topografía en la parte oriental del continente todavía en formación, hubo una gran diversidad de especies de simios, algo que sólo ahora empezamos a comprender. Actualmente hay sólo tres especies de simios en África: el chimpancé común, el chimpancé pigmeo, y el gorila. Pero entonces había al menos veinte. Hace entre diez y cinco millones de años, esa maravillosa diversidad empezó a declinar, en parte debido a la competencia de un creciente número de especies de monos del Viejo Mundo, y en parte debido al habitat cambiante. Una de las especies de simio experimentó la espectacular transformación evolutiva de convertirse en el primer simio bípedo, que, por lo que sabemos, fue la única vez que esta forma de desplazamiento aparecía entre primates. A resultas de ello, mientras que la diversidad de buena parte de las distintas especies de simios empezó a declinar, entre los simios bípedos esa misma diversidad empezó a florecer.
Comenzaba a desarrollarse un nuevo grupo evolutivo, variaciones de una novedad evolutiva. La pregunta inmediata es ¿cómo prosperó esta nueva diversidad de simios bípedos donde otros simios al parecer no lo lograron? Ya hemos descartado el principio de la fabricación de útiles de piedra como motor del giro evolutivo: apareció mucho más tarde en la historia de nuestra familia, demasiado para constituir un hito importante en la aparición de la familia. Y la transformación en simios cazadores también puede descartarse como explicación, por la misma razón. La hipótesis del simio cazador, una explicación demasiado «antropocéntrica», no se apoya en la evidencia arqueológica, que indica que la caza alcanzó importancia relativamente tarde en la carrera humana, y que pudo originarse, probablemente, con el linaje Homo. No; para descubrir la naturaleza de ese giro evolutivo hay que buscar razones más básicas, una biología más fundamental, no aspectos de la cultura humana. De todas las hipótesis propuestas en estos últimos años, dos me parecen interesantes. Una procede de Owen Lovejoy, la otra de Peter Rodman y de Henry McHenry, de la Universidad de California, en Davis. La hipótesis de Lovejoy disfrutó de una espléndida publicidad; la de Rodman y McHenry, no. La explicación es sencilla.
Lovejoy es un anatomista notable, un especialista en la mecánica y el origen del bipedismo. Decidió hace unos años intentar establecer si las diferencias biológicas entre simios y humanos pudieron suministrar un estímulo competitivo para el desarrollo del desplazamiento erguido. Su premisa básica era muy directa: «Los homínidos se transformaron en bípedos por alguna razón biológica concreta — explicaba recientemente-. No fue para desplazarse mejor, porque el bipedismo es una forma inferior de desplazamiento. Tuvo que desarrollarse para llevar cosas». Como bípedos, los humanos son ridículamente lentos en tierra y nada ágiles en los árboles.
También es cierto que las manos, liberadas de sus deberes locomotores, podían llevar cosas. Pero hay dos formas de verlo. Primera, los homínidos se transformaron en bípedos con el fin de liberar las manos para llevar cosas. Segunda, con la postura bípeda, erguida, que se habría desarrollado por alguna otra razón, los homínidos podían llevar cosas. Lovejoy prefiere la primera de ambas posibilidades.
Otro de los argumentos de Lovejoy es que, dado que se requiere una reestructuración anatómica tan drástica para transformar a un cuadrúpedo en bípedo, un animal en pleno cambio evolutivo, todavía incompleto, sería un bípedo ineficaz: «Durante este período, tuvo que producirse una ventaja reproductiva en aquellos que, en cada generación, caminaban erguidos con más frecuencia, a pesar de su ineficacia. Cuando un rasgo demuestra ser una ventaja selectiva tan potente, casi siempre tiene alguna consecuencia directa en la tasa e reproducción. Pero ¿en qué y cómo la postura erguida pudo facilitar una mejor descendencia a nuestros antepasados?».
El argumento subsiguiente discurre más o menos así: los simios se reproducen lentamente, los nacimientos son muy espaciados, una vez cada cuatro años. Si el simio bípedo pudo incrementar su eficacia reproductiva, procreando con más frecuencia, se encontraría con una ventaja selectiva global. Porque gran parte de la biología se debe al suministro de energía, y un rendimiento reproductivo mayor exige mayor energía en la hembra. ¿Cómo podía ésta conseguirlo? «Los machos representan un fondo inagotable de energía reproductiva -concluía Lovejoy-. Si un macho suministra alimentos a una hembra, ésta tiene más energía disponible para la maternidad, y puede producir más descendencia.» Para aprovisionar a una hembra, un macho debe ser capaz de conseguir alimento y llevárselo. De ahí la necesidad del bipedismo, que libera brazos y manos para acarrear cosas.
Pero hay más. La hipótesis de Lovejoy parece explicarlo todo, quizás demasiado. Por ejemplo, un macho no cometería la estupidez de abastecer a la hembra a menos de estar seguro de que los hijos son suyos. Un macho no gozaría de ventajas genéticas si ayuda a criar a los hijos de otro macho. Debe existir o crearse un vínculo entre macho y hembra, donde la hembra cesa de anunciar públicamente su celo sexual para hacerse constantemente atractiva a su pareja.
Al desarrollar esta línea argumentativa en un artículo de Science, Lovejoy dio pie a uno de los mejores chistes encubiertos de la literatura científica. «Las hembras humanas son constantemente receptivas sexualmente», afirmaba, y de acuerdo con las normas de todo artículo científico, citaba una referencia en apoyo de su afirmación: «D. C.
Johanson, comunicación personal», rezaba; una sutileza que de alguna manera escapó a la normalmente aburrida mirada de los editores de Science. Citando a Frank Beach, un grupo de críticos del artículo de Lovejoy señalaban más tarde: «Ninguna hembra humana es constantemente receptiva sexualmente". (El macho que alimente tal ilusión tiene que ser un hombre muy viejo con memoria muy corta o un hombre muy joven llamado a una amarga decepción)».
Volviendo al argumento de Lovejoy, destacaba que allí donde aparece la pareja monógama en otras especies de primates, el tamaño de los dientes caninos de los machos es muy reducido y similar al de las hembras. Es el caso de los simios menores monógamos de Asia, los gibones y los siamangas. Y también de los primeros humanos, decía Lovejoy. Y dijo que el tamaño del cerebro pudo empezar a crecer en un contexto social seguro y compacto.
Se trataba de una descripción muy completa, que explicaba no sólo el origen del bipedismo, sino también el aumento del tamaño cerebral y la aparición de la familia nuclear. Era tan completa, tan ingeniosa que, según Sarah Hardy, la primatóloga de Harvard, «tiene todos los ingredientes de un poderoso mito». Ciertamente atrajo la atención de numeroso público, y su publicación en una revista científica sobria y muy respetable le otorgó cierta autoridad. Cualquier manual de antropología actual menciona «la hipótesis de Lovejoy» de forma destacada. Pero también recibió fuertes críticas.
Por ejemplo, mi amigo y colega Glynn Isaac avisaba que «el público lector de obras científicas generales no familiarizado con los detalles del estado de la cuestión en el estudio de la evolución humana debe saber que varias afirmaciones contenidas en el argumento de Lovejoy son, de hecho, dudosas». Adrienne Zihlman, una antropóloga de la Universidad de California en Santa Cruz, también advertía que «los puntos de vista de Lovejoy van en contra de la evidencia sobre la reproducción y el comportamiento social de los primates, y no representan, o malinterpretan, el comportamiento de los pueblos cazadores-recolectores contemporáneos». Refiriéndose a la idea de una familia nuclear en la más remota prehistoria humana, Alian Wilson y su colega Rebecca Cann dijeron: «Advertimos contra la interpretación del registro fósil según criterios culturales occidentales». De hecho, sólo un 20 por 100 de las sociedades humanas son monógamas, y la familia nuclear es sobre todo un fenómeno de nuestra civilización occidental moderna.
En mi opinión, la crítica más aguda se refiere a las características de la pareja monógama en los primates. Lovejoy señala que en estas parejas hay poca o ninguna diferencia en el tamaño de los dientes caninos -no hay dimorfismo canino. Pero también es cierto que en las parejas monógamas apenas existe diferencia de tamaño entre machos y hembras -no hay dimorfismo en el tamaño corporal. Y, sin embargo, una de las cosas que podemos inferir de los fósiles humanos más primitivos es que sí hubo un considerable dimorfismo corporal: el tamaño de los machos prácticamente doblaba el tamaño de las hembras, una diferencia que también aparece en los modernos gorilas. El dimorfismo del tamaño del cuerpo en los primates siempre va asociado a la competición entre los machos por el acceso a las hembras, y a algún tipo de poliginia, con un macho controlando el acceso sexual a varias hembras. Esto no se da en ninguna especie monógama, donde cada macho tiene acceso a una sola hembra.
Así pues, aunque la hipótesis de Lovejoy sea atractiva, parece saltarse las reglas básicas de la biología que la inspiraron. Aplaudo el intento, pero creo que es erróneo.
La segunda hipótesis de base biológica sobre el origen de la marcha bípeda es muy distinta de la de Lovejoy. Para empezar, se centra en la forma de desplazamiento, no en la capacidad para llevar cosas, como ventaja inmediata. Y explica sólo la forma bípeda, y no otras características humanas. En esta hipótesis, la liberación de las manos es consecuencia, no causa, del desplazamiento bípedo.
Peter Rodman es un primatólogo y Henry McHenry es un antropólogo. Sus respectivos despachos se encuentran a pocos pasos el uno del otro en el pasillo del edificio principal de Biología en el campus universitario de Davis. Decidieron analizar la mutación bípeda desde el punto de vista de un simio, preguntándose qué podía y qué no podía hacer. Y recogieron datos sobre la energética del andar en humanos y en simios, trabajo ya iniciado tiempo atrás por investigadores de Harvard. Rodman explica:
Analizamos los datos y vimos que los chimpancés consumían exactamente la misma energía andando a cuatro patas que a dos. Por consiguiente, si imaginamos que los homínidos evolucionaron a partir de algún tipo de simio cuadrúpedo, es evidente que no existe barrera ni Rubicón de energía en el paso del cuadrupedismo al bipedismo.
Pero hay algo más, algo nuevo según nuestros conocimientos: la realidad de que el humano bípedo es notablemente más eficaz que el actual simio cuadrúpedo.
Antes, la gente que estudiaba el andar en este contexto comparaba la marcha bípeda humana con el desplazamiento cuadrúpedo de los cuadrúpedos convencionales, como perros y caballos. Los humanos siempre quedaban segundos en términos de eficacia de la energía utilizada para el desplazamiento. Pero como indican Rodman y McHenry, los humanos evolucionaron a partir de simios, no de perros. No es que sea una observación original, pero sí que suele pasarse por alto en este tipo de cálculos. Los chimpancés no son muy buenos cuadrúpedos energéticamente hablando, sobre todo en largas distancias, porque su estilo locomotor es un compromiso entre andar por el suelo y trepar por los árboles.
«Si eres un simio y te encuentras en circunstancias ecológicas donde sería ventajoso un modo locomotor más eficiente, la evolución hacia el bipedismo es una consecuencia probable -dice Rodman-. ¿Y cuáles pudieron ser esas circunstancias ecológicas?» Ambos autores mencionan la fragmentación de la capa forestal al este del valle del Rift hace diez millones de años. Con el tiempo, «los alimentos se fueron dispersando más y más y requerían trayectos más largos». En otras palabras, no hubo un cambio de dieta alimentaria, sino sólo el hecho de que ahora la propia alimentación -en árboles y arbustos- se hallaba muy dispersa en tierra abierta en lugar de hallarse en lugares densamente compactos como en la capa forestal original. «La marcha bípeda proporcionó la posibilidad de desplazarse más eficazmente modificando sólo las extremidades traseras y conservando la estructura [de simio] de las extremidades delanteras liberadas para la alimentación arbórea.» Así pues, concluyen, «la adaptación primaria de los Homínidos es una forma de vida de simio allí donde un simio ya no podía vivir».
Si eso es cierto, significa que el primer humano fue simplemente un simio bípedo. Los cambios en la dentadura y en la estructura de la mandíbula que asociamos con fósiles humanos pudieron desarrollarse más tarde, en la medida en que otros cambios medioambientales propiciaron un cambio gradual de la dieta. Claro que nunca podremos estar seguros de cuál de las dos hipótesis es la correcta, porque, como ocurre con todo lo que se refiere a la evolución, estamos tratando con un acontecimiento histórico singular. Tenemos que pronunciarnos en favor de lo que nos parezca científicamente más convincente. En mi opinión, la hipótesis de Rodman y McHenry es una de las más persuasivas con que contamos. Como observa Sarah Hardy, «la hipótesis de Rodman y de McHenry es práctica, lejos del mito».
Decía antes que la diferencia fundamental entre los humanos y los simios es que nosotros andamos erguidos, con nuestras extremidades superiores libres. Y sin embargo he sugerido que el primer humano fue un simio bípedo. Aunque pueda parecer contradictorio, no lo es. Ambas afirmaciones se basan en perspectivas distintas: una, en la historia tal como sabemos que se desarrolló; la segunda, en la biología del primer humano. Si nuestros antepasados no hubieran liberado las manos de su función locomotora, no habrían podido desarrollar muchas de las capacidades que contribuyeron a nuestra humanidad, como la elaboración de una cultura material en el seno de un contexto social. Pero la mejor manera de describir la primera especie humana es en tanto que simio bípedo.
En un espacio temporal muy amplio de la historia, podemos ver el clima cambiante desde hace diez millones de años en adelante; podemos ver los movimientos geológicos que alteraron la topografía y la vegetación del África oriental; y podemos decir que sí, que el primer humano evolucionó como una respuesta directa a estos cambios. Las circunstancias ambientales eran favorables para que un antepasado cuadrúpedo evolucionara hacia una posición erguida, consecuencia de una selección natural. Sé que muchos preferirían imaginar un principio más solemne para la familia humana, algo más sobrecogedor y respetable. Este sentimiento inspiró parte del tradicional mito popular basado en el intrépido simio que atraviesa la sabana para triunfar contra las circunstancias adversas.
También es cierto que algunos de nosotros creemos que el hecho mismo de ser bípedos confiere una cierta nobleza a la primera especie humana. Siendo bípedos, nuestros más antiguos antepasados tuvieron que obtener ciertas ventajas prácticas, como la posibilidad de llevar cosas y tener una mejor visión del terreno. Pero presuponer su nobleza a partir de ese hecho es contemplar la situación a través de nuestra propia experiencia como humanos totalmente modernos, criaturas que han llegado a dominar el mundo de tantas maneras. Habiendo experimentado qué supone ser humano en toda su plenitud, nos resulta difícil, tal vez imposible, ver el mundo a través de los ojos de criaturas diferentes a nosotros, a través de los ojos del primer simio bípedo. Así pues, tal como muestra la evidencia molecular, nuestra relación genética con los simios de África es muy estrecha. Cuando Goodman primero, y Sarich y Wilson después, demostraron esa intimidad entre humanos y simios africanos, la sorpresa fue mayúscula. Pero cuando la relación se estimó en cifras, la sorpresa fue aún mayor. Resulta que la diferencia entre ambos, en el programa genético básico, el ADN, es inferior al 2 por 100; cantidad menor a la existente entre un caballo y una cebra, capaces ambos de aparearse y de generar descendencia, aunque descendencia estéril. Se ha especulado mucho acerca del posible resultado de la unión sexual entre humanos y chimpancés, especulación alimentada durante los primeros años de la antropología por la idea equivocada de que los simios eran una forma de humanidad en regresión. Incluso en nuestros días de sofisticación genética sigue habiendo rumores persistentes -y siempre infundados- de apareamientos «experimentales» entre humanos y chimpancés. Tal como están las cosas, aunque los programas genéticos de humanos y chimpancés sean similares, en algún punto de la historia humana tuvo lugar un cambio en la composición del ADN. El ADN de los simios está contenido en 24 pares de cromosomas, el de los humanos en 23 pares, una diferencia que probablemente haría estéril una unión sexual entre ambas especies.
El grado de diferencia genética entre los humanos y los simios africanos es de la misma magnitud que los genetistas suelen asociar a especies hermanas o estrechamente emparentadas. Por ejemplo, los caballos y las cebras están situados en el mismo género, Equus. En cambio los antropólogos siempre han situado a los humanos y a los simios en dos familias biológicas separadas. No es de extrañar, por lo tanto, que Morris Goodman quisiera cambiar las cosas en 1962, al proponer que los humanos y los simios fueran clasificados dentro de la misma familia biológica.
Y ahora tiene más razón que nunca para cambiar las cosas, porque la evidencia molecular acaba de ofrecer potencialmente la mayor de las sorpresas. Hasta hace poco, los datos moleculares parecían indicar que la distancia genética entre los humanos y los chimpancés era idéntica a su distancia genética con los gorilas. Se creía que chimpancés y gorilas se separaron del último antepasado común en el mismo momento histórico, produciendo, por un lado, el grupo de los simios africanos y, por otro, el grupo de los humanos.
Pero ahora otras evidencias moleculares indican que los gorilas pudieron divergir del tronco común dos millones de años antes que los chimpancés, hace 9,5 millones de años. Chimpancés y humanos se separaron unos de otros hará unos 7,5 millones de años. Esto nos lleva a la sorprendente conclusión de que el chimpancé está más cerca de nosotros que el gorila. Goodman y sus colegas basan su conclusión en comparaciones de la estructura real -la secuencia del ADN- de importantes genes de humanos y simios. Es antropología molecular en su versión más exquisitamente minuciosa.
«Si las conclusiones de Morris Goodman son correctas, tendremos que volver a la evidencia anatómica para buscar todo lo que nos hemos dejado en el tintero», dice Lawrence Martin, un antropólogo de la Universidad Estatal de Nueva York, en Stony Brook. A Martin le preocupa -como a todos nosotros- el hecho de que los chimpancés y los gorilas sean anatómicamente similares, incluyendo esa forma única de desplazarse, ese andar apoyando los nudillos en el suelo. Este tipo de andadores utilizan los dedos prensiles, no la palma de la mano, para apoyar su peso sobre los miembros superiores. «Si los chimpancés y los gorilas emergieron separadamente, significa que su semejanza anatómica, incluida esa forma típica de andar con los nudillos, tuvo que evolucionar de forma independiente -dice Martin-. Todo es posible en teoría, pero no probable.» Martin acaba de completar un detallado estudio de rasgos anatómicos clave en chimpancés, gorilas y humanos, en busca de signos de parentesco. Junto con Peter Andrews, un colega del Museo de Historia Natural de Londres, concluye que, pese a que los tres forman un grupo biológico natural, el chimpancé y el gorila son parientes muy próximos entre sí, y los humanos ligeramente más distantes. «Sería admirable si pudiera demostrarse que esto no es así», comenta Martin. De ahí su temor a tener que «volver a la evidencia anatómica para buscar todo lo que nos hemos dejado en el tintero» en el caso de que la última sugerencia de Goodman se demostrara correcta.
Supongamos por un momento que esta última conclusión a partir de la biología molecular sea cierta (cosa que, incidentalmente, no todos los genetistas aceptan de forma unánime). ¿Cuáles serían sus implicaciones, aparte del hecho de que estamos mucho más íntimamente relacionados con los simios africanos de lo que creíamos? «Significa que es más probable que improbable que el antepasado inmediato del hombre andará apoyándose en los nudillos», sugiere David Pilbeam, y en respuesta a las palabras de Martin sobre la probabilidad de que ese peculiar modo de andar evolucionara dos veces, dice: «Es más tranquilizador suponer que este modo de andar evolucionó sólo una vez, y que fue parte de la condición ancestral a partir de la cual evolucionaron los primeros gorilas y luego los chimpancés y los humanos. En cuyo caso, los simios africanos conservaron este modo ancestral de andar, y los humanos cambiaron el suyo».
¿Significa que Sherwood Washburn estaba en lo cierto cuando sugería, en los años sesenta, que nuestros antepasados andaban apoyándose en los nudillos? No es del todo seguro, se mire por donde se mire, pero sé que en los fósiles humanos más antiguos que podían contener vestigios de ese modo de andar -los huesos del brazo del joven de la orilla oriental del lago Turkana de hace cuatro millones de años- no hay rastro de esas huellas. La anatomía de una muñeca puede ofrecer indicaciones sobre una adaptación para trepar a los árboles, pero ninguna para esta forma peculiar de desplazarse. Tal vez todos los vestigios se perdieron en el lapso de tiempo entre el origen de los homínidos y la vida de este individuo, un lapso de unos 2,5 millones de años, lo suficientemente largo para contener mucha evolución anatómica. No lo sabemos. Sólo lo sabremos cuando encontremos evidencia de los primeros simios bípedos. Cosa que, espero, ocurrirá muy pronto.
Tengan o no razón Goodman y sus colegas cuando dicen que el chimpancé es nuestro primo hermano y el gorila un primo segundo más lejano, de lo que no hay duda es de nuestro lugar en la naturaleza: somos un simio un tanto insólito, poco corriente. Y Goodman ciertamente tiene razón cuando sugiere la revisión de al menos la clasificación biológica formal: los dos andadores con nudillos y el simio bípedo pertenecen a una y la misma familia, todos son -somos- simios africanos.