Capítulo XV
EVIDENCIA DE LA ACTIVIDAD MENTAL

Hace unos quince años, Ralph Holloway, un antropólogo de la Universidad de Columbia, vino al museo de Nairobi para ver el 1470, el cráneo de gran cerebro encontrado en 1972 por Bernard Ngeneo, un miembro de mi equipo. Este cráneo de Homo habilis, de casi dos millones de años de antigüedad, es el más antiguo y completo que tenemos de Homo. Ralph estudiaba entonces el cerebro de los homínidos fósiles -es un paleoneurólogo-, más concretamente la organización general del cerebro homínido en relación con la de los simios. También buscaba el área de Broca, un pequeño lóbulo que se encuentra en el lado izquierdo del cerebro humano moderno, cerca de la frente.

El área de Broca es un índice de la capacidad de lenguaje en el cerebro humano, aunque bastante incierto. En la época en que Ralph visitó el museo por primera vez, yo creía que el lenguaje se había desarrollado muy tempranamente en la evolución humana. Admito que mi convicción se basaba fundamentalmente en la intuición, no en datos materiales. La visita de Ralph marcó el principio de más de una década de líneas de investigación múltiples que confirmaron esta creencia. Sé que estoy en desacuerdo con muchos colegas, que prefieren ver en el lenguaje hablado una repentina innovación evolutiva bastante reciente, tal vez de hace sólo unos 50.000 años.

La evidencia en favor de una temprana aparición del lenguaje hablado procede de tres fuentes. La primera es la evidencia anatómica relativa a la organización del cerebro humano y del sistema vocal. La segunda, y el más tangible de todos los productos de la mente humana, son los útiles de piedra. Y la tercera se basa en algunos de los productos más abstractos de la mente humana, como el arte y el comportamiento ritual.

La grande y pesada arquitectura cerebral de los mamíferos responde a un modelo general. El cerebro aparece dividido verticalmente desde la frente a la Parte posterior, separando los hemisferios izquierdo y derecho. Cada hemisferio está dividido en cuatro secciones, o lóbulos, cada una responsable de una serie de funciones. El lóbulo frontal controla el movimiento y algunos aspectos de las emociones; del lóbulo occipital, detrás, dependen, entre otras, las funciones visuales; el lóbulo temporal, o lateral, es importante para el almacenamiento de la memoria; y el lóbulo parietal, lateralsuperior, desempeña un papel importante en la integración de la información que llega al cerebro a través de los canales sensoriales del oído, la vista, el olfato y el tacto.

Aunque en el cerebro se localizan muchas funciones, uno de los rasgos más notables de este órgano es que algunas de ellas, importantes además, se resisten a una localización precisa. Es el caso de la conciencia. Nadie ha podido localizar una región del cerebro y decir «Aquí está la conciencia». Tampoco la localización de los mecanismos del lenguaje es 100 por 100 segura. Por ejemplo, un individuo puede perder partes relativamente amplias del cerebro sin pérdida aparente de sus funciones cognitivas o lingüísticas. Este hecho exige prudencia a la hora de valorar el enorme desarrollo del tamaño cerebral a lo largo de nuestra historia evolutiva: la formación de un gran cerebro no es, evidentemente, una mera acumulación de unidades funcionales aleatorias.

Si comparamos el cerebro humano con el cerebro de un simio, enseguida saltan a la vista las grandes diferencias de estructura, sobre todo en el tamaño de los diferentes lóbulos. Por ejemplo, en los humanos los lóbulos temporal y parietal son mayores, lo que desplaza hacia atrás al lóbulo occipital. En los simios, el lóbulo occipital es mayor y el frontal es menor que en los humanos. Por consiguiente, en términos generales, puede hablarse de una organización global humana de los principales lóbulos del cerebro, y de una organización más propiamente simiesca.

Los neurólogos han identificado dos centros responsables de la estructura del lenguaje en el cerebro, el área de Wernicke y el área de Broca, de acuerdo con los nombres de los investigadores del siglo pasado que las descubrieron. Como ocurre con frecuencia en este tipo de investigaciones neurológicas, la información relativa a la localización de funciones cerebrales concretas se obtiene a partir de víctimas de traumas, accidentes o patologías cerebrales. Por ejemplo, Cari Wernicke descubrió que los pacientes con daños en la parte superior posterior del lóbulo temporal izquierdo solían tener problemas relacionados con la comprensión del lenguaje: podían hablar con fluidez, pero sin sentido. Paul Broca también descubrió que cuando la parte inferior posterior del lóbulo frontal izquierdo (justo al lado de la sien) estaba dañada, aparecían dificultades en el habla, pero se mantenía intacta la capacidad de comprensión. Los investigadores modernos aún intentan comprender cómo se organiza el lenguaje en el cerebro, y es evidente que el sistema no es nada simple. Están implicadas múltiples áreas y vías, y una localización precisa se hace difícil.

Uno de los efectos de esa multiplicidad de órganos neurológicos dedicados a las facultades del lenguaje es que el hemisferio izquierdo es bastante mayor que el derecho. Incluso en los zurdos los centros del habla suelen estar situados -aunque no siempre- en el hemisferio izquierdo. Este dominio del hemisferio izquierdo también está asociado a ciertos aspectos psicomotores, como por ejemplo el hecho de ser diestro o zurdo. Los simios también tienen un hemisferio mayor que el otro, pero el efecto no es tan marcado como en los humanos, y entre ellos no hay predominio del uso de una mano sobre otra. Los neurólogos creen que el predominio del hemisferio izquierdo en el ser humano es el resultado de la evolución del lenguaje. La evolución de algunos aspectos de la psicomotricidad, como el hecho de ser diestro o zurdo, fue paralela.

En los humanos, el área de Broca presenta una clara protuberancia, un bulto, un indicio físico, un tanto incierto, de las capacidades lingüísticas contenidas en esta zona, pero indicio al fin y al cabo. De ahí que Ralph Holloway estudiara el área de Broca del cráneo 1470. Si Homo habilis tuvo un área de Broca, cualquiera que fuese su tamaño, tuvo que dejar su impronta en la parte interior del cráneo.

«Sí existe un área de Broca en el 1470 -dice Ralph-. Lo cual no demuestra que el individuo poseyera un lenguaje, porque de hecho en paleoneurología no puede probarse prácticamente nada. Pero creo que los orígenes del lenguaje se remontan a un pasado paleontológico muy antiguo.» En sus fases más tempranas, el lenguaje humano pudo producirse como una extensión de las capacidades vocales, con una cierta gama de sonidos y tal vez algún tipo de estructura para expresarlos. «La forma del lenguaje tuvo que ser indudablemente primitiva, pero tuvo que incluir un conjunto limitado de sonidos, utilizados sistemáticamente, basado en un aspecto sobradamente demostrado de la sociabilidad de los primates: la capacidad, si no la propensión, para producir sonidos vocalizados.» Estoy totalmente de acuerdo con la valoración de Ralph.

Si quisiéramos hilar aún más fino en el juego deductivo, los primeros útiles de piedra podrían facilitar la identificación de algunas de las claves de la organización del cerebro. Durante muchos años, Nick Toth, ahora en la Universidad de Indiana, trabajó en los yacimientos de Koobi Fora como miembro del equipo de Glynn Isaac. Más que excavar antiguos útiles líticos, Nick prefería sobre todo comprender las tecnologías del pasado, haciéndolas y utilizándolas él mismo. Es un arqueólogo de campo, y tiene un ojo muy despierto para detectar oportunidades que le permitan verificar hipótesis. Un verano, por ejemplo, en plena sesión de excavaciones en un yacimiento cerca del campamento principal de Koobi Fora, las gentes del lugar organizaron una gran fiesta, y se sacrificó una vaca. Nick vio allí una oportunidad para probar la eficacia de las lanzas de madera endurecidas al calor. Talló rápidamente unas varas de madera, las templó en las brasas, y se dispuso a atacar al animal muerto. Al calor de los aplausos del público, Nick lanzó el arma contra el abdomen del animal desde no muy lejos. Pero el arma rebotó. Y murmurando por lo bajo algo sobre lo ignominioso de la situación, Nick volvió a ocuparse de quehaceres más ortodoxos.

Aunque la estructura global del cerebro sea la misma en los humanos que en los simios, las proporciones de ambos hemisferios son diferentes. En los humanos, el lóbulo frontal es alargado y el occipital (detrás) es pequeño. En el cerebro de los simios, al lóbulo occipital es bastante mayor, lo que empuja al surco semilunar (la división entre el occipital y los otros lóbulos) hacia adelante. La posición del surco semilunar suele considerarse como una «firma» de un cerebro de tipo humano, y es importante para establecer el estatus de la capacidad cerebral del fósil. (Por cortesía de Ralph Holloway/Scientific American 1974, reservados todos los derechos.)

Su quehacer más ortodoxo son los útiles de piedra. Y observó que la posición de un desbastador de piedras, que se caracteriza por sostener un núcleo o canto rodado en una mano para producir lascas con la otra, proporciona mucha información sobre los aspectos psicomotores que regulan el predominio de una u otra mano. La clave radica en la forma de las lascas y en la posición de los segmentos del córtex, o superficie exterior, del filo de las piezas talladas. Nick descubrió que la pauta de las lascas descubiertas en los yacimientos arqueológicos más primitivos del área de Koobi Fora es similar a la pauta que él, como diestro que es, desarrolla cuando fabrica útiles con su mano derecha. Es decir, que la mayoría de los primitivos desbastadores líticos — posiblemente Homo habilis- fueron diestros. Esto implica que en aquella época ya predominaba el hemisferio izquierdo, un dato significativo en la evolución del lenguaje.

Se reconocen dos grandes centros del lenguaje en el cerebro humano, el área de Wernicke y el áres de Broca. Investigaciones recientes muestran, sin embargo que la organización del lenguaje es mucho más compleja de lo que se había pensado. (Por cortesía de Norman Geshwind/Scientific American 1972, reservados todos los derechos.)

Yo estaba encantado con su descubrimiento de un área de Broca en el cerebro de 1470, y con sus resultados menos directos, pero igualmente interesantes, de una propensión primitiva hacia el dominio del hemisferio izquierdo. A un científico siempre le gusta conocer datos que apoyen sus premisas. (Un lamentable corolario de esta actitud es un grado notable de sordera hacia aquellos datos que van en sentido contrario.) La presencia del área de Broca no puede considerarse como prueba definitiva de la existencia de una cierta capacidad de lenguaje, porque en los humanos modernos la maquinaria lingüística está enterrada debajo de esta protuberancia neurológica, no dentro de ella. En el mejor de los casos, la presencia del área de Broca es indirectamente indicadora de capacidad lingüística. En cualquier caso, la conclusión positiva de Ralph, según la cual 1470 tuvo un grado de capacidad de habla considerablemente mayor que la vocalización de los simios, era estimulante.

Pero ¿se trataba de un lenguaje hablado tan desarrollado como el nuestro? No. Creo que la capacidad de lenguaje apareció gradualmente en la evolución humana y fue parte de un acervo evolutivo que emergió en torno a la vida cazadora-recolectora, algo totalmente nuevo en el mundo de los primates. Los primatólogos han desarrollado un saludable respeto hacia el grado de conocimiento que pueden alcanzar los monos y los simios acerca de sus mundos respectivos. Estos animales saben qué comer y, más importante aún, dónde y cuándo encontrar comida. Sus paseos diarios por sus respectivos territorios no nos parecen ahora tan aleatorios. A veces una banda de mandriles se dividirá en dos por la mañana, y ambos grupos buscarán alimento en zonas distintas, dentro del radio de acción de la banda, y al cabo del día volverán a encontrarse para dormir, formando de nuevo una banda unida. Está claro, pues, que existe comunicación y «acuerdo»: las actividades del día se planifican de alguna forma, aunque nos parezca todavía inexplicable.

Con el cambio a una economía mixta de caza y recolección, donde son habituales las escisiones diarias de la banda para buscar alimento por separado, la necesidad de organización y de acuerdo se intensifica aún más. Un grado sofisticado de comunicación es ahora imprescindible, sobre todo para una mejor socialidad general.

Si comparáramos una amplia zona habitada por muchas bandas de mandriles con un lugar similar habitado por muchas bandas de cazadores-recolectores modernos, se apreciaría una diferencia fundamental. Entre las bandas de mandriles existe un intercambio intermitente de machos cuando los jóvenes se acercan a la madurez. Pero nunca se da una gran coalición de todas las bandas, ni tampoco una congregación social temporal. Entre los modernos cazadores-recolectores, en cambio, estas congregaciones o reuniones temporales entre bandas son casi una característica definitoria. Las reuniones son momentos de socialización intensa, de renovación y de valoración de las alianzas, de búsqueda de pareja. Este tipo de congregaciones son parte de la estructura tribal, bandas unidas por un lenguaje común y una cultura común.

¿Cabe esperar una organización social de este tipo entre los primeros Homo? Creo que no. Hay que ser prudentes y evitar la tentación de imaginar que con la aparición de algunas características humanas en nuestros antepasados, aparecieron todas a la vez.

Sospecho que en el Homo primitivo empezó a desarrollarse un rudimentario sistema de caza y recolección, acompañado de un lenguaje rudimentario, pero que la pauta típicamente primate de las bandas persistió durante un tiempo, acaso hasta la evolución del primer Homo sapiens.

La pregunta siguiente es obvia. Si Homo habilis poseyó alguna forma de lenguaje hablado, ¿qué puede decirse de los primeros homínidos? Aquí la evidencia es menos clara y muy controvertida. Primero, no se ha detectado -todavía- un área de Broca, clara y distinta, del tipo descubierto en el 1470, en un australopitecino. ¿Demuestra una ausencia de lenguaje? Quizás. Pero desde que Ralph inició sus estudios con el cerebro homínido, nunca ha dejado de afirmar que en todas las especies homínidas, tanto en los australopitecinos como en Homo, ha tenido lugar una reorganización a partir de la forma simia, y su forma global es claramente humana. «Desde el principio del linaje homínido, ya se estableció un cierto grado de organización cerebral de tipo humano», dice. Si es así, el circuito del cerebro pudo contener rudimentos de capacidad lingüística. Pero la paleoneurología sólo puede estudiar rasgos superficiales.

La sugerencia de Ralph sobre la presencia muy temprana de una organización cerebral humana ha sido puesta en entredicho recientemente por Dean Falk, de la Universidad Estatal de Nueva York, en Albany. A partir de sus estudios con especimenes de África del Sur y de Kenia, esta autora cree que la organización del cerebro de los australopitecinos fue todavía básicamente simiesca, y que la organización humana del cerebro sólo apareció con Homo.

No es la primera vez que dos expertos en la materia llegan a conclusiones opuestas basándose en la misma evidencia. Yo no soy paleoneurólogo, y espero no serlo nunca.

Pero sé que el material que maneja esta gente -moldes naturales o en caucho de las improntas de la superficie interior del cráneo- resulta muy, pero que muy difícil de interpretar. Las impresiones suelen ser muy tenues y borrosas, y las falsas improntas son moneda corriente. De ahí la eternización del debate entre Ralph y Dean en las revistas científicas, casi una década. Una vez intenté organizar un debate cara a cara, cuando ambos estaban trabajando en el museo de Nairobi, con la esperanza de que pudieran solventar sus diferencias, pero sin éxito. Pero recientemente las tesis de Dean Falk han empezado a recibir apoyo de otros neurólogos, entre ellos Harry Jerison.

Sería lógico, y también coherente con otros datos materiales, que la organización humana del cerebro hubiera aparecido con el origen del género Homo. También cambiaron otras muchas cosas en este momento de nuestra historia evolutiva, asociadas a un gran cambio adaptativo hacia la caza y la recolección. Me sorprendería que un rudimentario lenguaje humano no hubiera formado parte de este acervo Homo.

En mi opinión estuvo ausente en los australopitecinos, y su modo de comunicación vocalizada tuvo que parecerse mucho a lo que hoy observamos en los grandes simios.

Podemos abordar ahora otros aspectos clave de la anatomía fósil relacionados con la aparición del lenguaje, como por ejemplo, el propio sistema vocal: la laringe, la faringe, la lengua, los labios. En la pauta básica de los mamíferos, la laringe está en la parte alta del cuello, una posición que tiene dos consecuencias. Primera, la laringe está unida a la nasofaringe -el espacio de aire junto a la «puerta trasera» de la cavidad nasal- para poder respirar y beber simultáneamente. Segunda, la gama de sonidos que puede hacer un animal es limitada, porque la cavidad de la faringe -la caja de resonancia- es necesariamente pequeña. Por consiguiente, la vocalización depende en gran medida de la forma de su cavidad bucal y de sus labios, para modificar los sonidos producidos en la laringe.

En los humanos, la estructura es muy diferente y única en el mundo animal. La laringe está mucho más abajo, por lo que los humanos no pueden respirar y beber al mismo tiempo sin atragantarse. También somos mucho más vulnerables a la hora de tragar y respirar simultáneamente, y a veces nos «atragantamos». Estos son resultados claros aunque negativos del cambio anatómico, por lo que cabe suponer algún tipo de contrapartida, alguna ventaja. Y la hay. La posición inferior de la laringe crea un espacio laríngeo mucho mayor encima de las cuerdas vocales, que permite una gama muchísimo mayor de sonidos. «Una faringe mayor es crucial para poder producir un habla completamente articulada», dice Jeffrey Laitman, del Mount Sinai Hospital Medical School de Nueva York.

Laitman llegó a estas cuestiones a raíz de su interés por el desarrollo del sistema vocal humano en la infancia. Descubrió que, efectivamente, los niños humanos sintetizan un segmento de nuestra historia evolutiva. Los bebés nacen con la laringe en la típica posición mamífera, situada en la parte alta del cuello, y pueden beber y respirar simultáneamente, como de hecho hacen durante la lactancia. Al año y medio, la laringe empieza a descender hacia la parte inferior del cuello, para alcanzar la posición adulta hacia los catorce años. Este desplazamiento de la laringe va acompañado de una capacidad cada vez mayor para producir sonidos, como saben perfectamente los padres.

El trabajo de Laitman es no sólo fascinante en sí mismo, sino que también nos ofrece una vía potencial para detectar el lenguaje en el registro fósil: una laringe alta en un antepasado humano implica una capacidad lingüística de tipo simio, y una laringe baja, una capacidad de tipo más humano. El problema, evidentemente, es que buena parte de la estructura del sistema vocal está constituida por cartílagos, que casi siempre se descomponen durante la fosilización. Pero no todo está perdido, como dice Laitman:

«Durante nuestras investigaciones, mis colaboradores y yo advertimos que la forma de la base del cráneo está relacionada con la posición de la laringe. Lo que no es en absoluto sorprendente, porque la base craneana sirve de techo al sistema respiratorio superior». O dicho de forma más simple: en la pauta básica de los mamíferos, la base del cráneo — el techo del sistema respiratorio- es fundamentalmente plano. En los humanos es claramente curvo. Aquí tenemos, pues, una señal detectable en el registro fósil: la forma de la base del cráneo de nuestros antepasados humanos.

«La pauta es muy interesante -dice Laitman-. «Primero, todos los australopitecinos que he examinado presentaban una base craneana típicamente simiesca. Esto indica, en mi opinión, su imposibilidad física para producir algunas de las vocales universales que caracterizan las pautas humanas del habla. Segundo, la base craneana completamente arqueada más antigua que se conoce en el registro fósil tiene entre 300.000 y 400.000 años de antigüedad, es decir, el llamado Homo sapiens arcaico.» Otra evidencia de que a los australopitecinos les faltaba algo que nosotros consideramos humano. Los resultados también indican que el sapiens arcaico tuvo una laringe humana moderna. Esto nos obliga a preguntarnos qué es lo que cambió con la aparición de los humanos totalmente modernos, hace unos 100.000 años.

Pero antes tenemos que saber qué pasó en medio de esta secuencia, entre los australopitecinos y el sapiens arcaico, porque podría indicarnos cuándo empezó el desarrollo de la vocalización. Laitman estudió el cráneo 3733, uno de los cráneos de Homo erectus más antiguos que tenemos, y advirtió que la flexión de la base del cráneo ya había empezado: «Este individuo pudo tener la capacidad de producir una gama mayor de sonidos. Podría decirse que el lenguaje hablado humano ya había empezado a evolucionar». El individuo 3733 murió hace unos 1,6 millones de años, en la misma época en que murió el joven turkana, aunque al otro lado del lago.

Aunque le he rogado que sea más explícito, Laitman todavía no puede precisar qué tipo de sonidos pudo producir 3733 y sus amigos los primeros Homo erectus. «No hemos realizado el trabajo informático necesario -dice-. Es posible que no pudieran pronunciar ciertas vocales, como la "u" y la "i" largas, por ejemplo.» Pero está claro que la laringe ya no estaba en la parte alta del cuello. Laitman propone que la laringe de los erectus adultos estuvo en una posición intermedia, entre la posición del simio y la del humano actual, equivalente a la posición de un niño humano moderno de seis años.

«Sí, casi seguro que podían atragantarse al comer o al beber -dice Laitman refiriéndose al primer erectus-. Y se trata de un indicio muy importante.» La ventaja de tener la laringe en esta posición intermedia tuvo que ser considerable para compensar la posibilidad de atragantarse. Esta ventaja fue seguramente una capacidad lingüística parcialmente desarrollada. Lo cual no me sorprende.

Si el primer Homo erectus tuvo como mínimo un lenguaje hablado rudimentario, ¿qué decir de Homo habilis, el miembro más primitivo que se conoce del linaje Homo? Desgraciadamente nada podemos avanzar al respecto. Ninguno de los cráneos habilis disponibles está suficientemente intacto. Si tuviera que pronunciarme diría que el día que encontremos un cráneo intacto del primer Homo veremos el principio de la flexión en la base, el principio del descenso de la laringe, y el principio del lenguaje hablado.

Por consiguiente, las dos áreas del registro fósil que pueden hablarnos de la capacidad de lenguaje de nuestros antepasados se apoyan y se explican recíprocamente. Ambas indican un desarrollo temprano del lenguaje hablado, que tuvo que empezar, casi con toda seguridad, con el origen del género Homo. Pero la trayectoria de ese desarrollo, y su elaboración final, son menos claras. Tenemos que explorar otros sectores del registro, los productos de la mente de nuestros antepasados: no sus palabras, sino sus actos.

Hace quince años, Glynn Isaac fue invitado a disertar sobre el origen del lenguaje en un importante congreso organizado por la Academia de las Ciencias de Nueva York.

Preguntarle a un arqueólogo sobre el lenguaje es como pedirle a un topo que explique la vida en la copa de los árboles. Los materiales que el arqueólogo extrae de la tierra no contienen vestigios directos de los múltiples fenómenos que debe manejar en una consideración técnica de la naturaleza del lenguaje. No hay fonemas petrificados, ni gramáticas fósiles. Las reliquias más antiguas que los arqueólogos pueden llegar a palpar no van más allá de la primera invención de los sistemas escritos, hace unos cinco o seis mil años. Y sin embargo, la intrincada base fisiológica del lenguaje evidencia que esta capacidad humana tiene profundas raíces, raíces que podrían remontarse incluso hasta los orígenes documentados de la fabricación de útiles, hará unos 2,5 millones de años, o incluso antes.

Ingenioso como siempre, Glynn ponderaba el registro que le era más familiar -el registro lítico- para buscar en él vías que pudieran demostrarse relevantes para la cuestión del lenguaje. Decidió estudiar la complejidad cambiante de los conjuntos líticos a lo largo del tiempo. Entre dos y cincuenta millones de años atrás, estos conjuntos vieron incrementar el número de sus elementos y sus formas se hicieron más y más matizadas, con la aparición brusca de importantes «mejoras» hace entre 1,6 millones y 250.000 años. Estas fechas coinciden con la aparición de Homo erectus primero, y de sapiens arcaico después. Con la evolución de la historia humana, los fabricantes de útiles fueron mejorando su técnica hasta alcanzar formas más normalizadas. En otras palabras, los cantos trabajados, los raspadores, etc., empezaron a parecer realmente como lo que eran. Esta aparente mejora en la fabricación de útiles de piedra suele considerarse indicativa de que nuestros antepasados ganaron en habilidad técnica y ampliaron la gama de posibles aplicaciones. Pero Glynn cuestionó estos supuestos: «No es necesariamente cierto que el aumento de la complejidad refleje un aumento de la cantidad de tareas llevadas a cabo con útiles de piedra, como tampoco los útiles más elaborados son necesariamente más eficaces en sentido técnico. Esto es algo de lo que apenas se habla».

Si unos útiles de piedra más perfeccionados no conllevan un incremento real de la eficacia, ni incremento de las utilidades posibles, ¿qué implica esta pauta? ¿Por qué esmerarse en producir artefactos más elaborados? Glynn dice:

En mi opinión, los útiles de piedra reflejan cambios que afectaron a la cultura como un todo. Probablemente, parcelas cada vez mayores del comportamiento global, y a menudo, aunque no siempre, también la fabricación de útiles, conocieron sistemas normativos crecientemente complejos. En el ámbito de la comunicación, esto implicó, probablemente, una sintaxis más elaborada y un vocabulario más rico; en el de las relaciones sociales, tal vez mayor número de categorías, obligaciones y prescripciones concretas; y en el ámbito de la subsistencia, un incremento de los conocimientos técnicos comunicables.

En otras palabras, el orden que vemos emerger gradualmente en los útiles de piedra a lo largo del registro arqueológico es un eco cultural de lo que está ocurriendo en el resto de la sociedad, sugiere Glynn. El contrato social y económico que está en el corazón de la vida cazadora-recolectora exige de los individuos una comprensión de sus roles, de su lugar en la comunidad, del comportamiento que se espera de ellos. Entre los cazadores-recolectores del mundo moderno, las relaciones de un individuo con los demás miembros de su comunidad, con otros grupos, con sus antepasados, con sus dioses, vienen definidas mediante sistemas de parentesco muy elaborados. Estos sistemas suelen dictar quién puede casarse con quién, quién debe compartir comida con quién, y quién debe vivir dónde. El orden se impone a la sociedad mediante normas que prescriben el comportamiento aceptable.

El orden es una obsesión humana, una forma de comportamiento que requiere un lenguaje hablado bastante sofisticado para su optimización. Puede argumentarse, ciertamente, que los pájaros también imponen orden en su mundo cuando construyen sofisticados nidos, siempre según una línea prescrita. Pero la característica definitoria de los humanos es que los productos finales derivados de esa necesidad de orden son enormemente individuales y, a su manera, únicos en las distintas sociedades. La arbitrariedad es un elemento típico del orden humano, mientras que el pájaro siempre construirá su nido de la misma forma. La obsesión por el orden en el mundo tuvo que evolucionar durante nuestra historia, y sin duda es paralela a la evolución del lenguaje. Sin lenguaje, la arbitrariedad del orden impuesto por el hombre habría sido imposible. Encuentro interesante la forma en que se entretejen y articulan tecnología, lenguaje y cultura en la hipótesis de Glynn, para producir un complejo tejido que reconocemos en nosotros mismos y en nuestra sociedad actual. ¿Podemos introducir un sentido estético en este tejido? No dudo de que los grabados y las imágenes pintadas en la Edad del Hielo reflejan un cierto nivel estético, un gusto por determinadas formas. Pero se trata de humanos modernos, de gente como nosotros. Por lo que se refiere a las poblaciones anteriores, es difícil de decir. Pero las formas de algunas de las hachas de mano de África y de Eurasia que he visto son exquisitas, producto de un gran esmero, mucha paciencia y, posiblemente, orgullo. Sencillamente, están demasiado bien hechas para ser simples desbastadores o martillos. Por lo tanto, sugiero que con Homo erectus ya empezó a asomar un sentido estético, que se vio incrementado con el sapiens arcaico, entre ellos los neanderthales. Tanto la imposición de un orden arbitrario como la estética emergente tuvieron que contribuir a perfilar el mundo de nuestros ancestros, y ambos aspectos requieren un cierto nivel de lenguaje hablado.

El registro arqueológico más moderno, sobre todo a partir del paleolítico superior, muestra un cambio acelerado, una escalada de innovaciones. Aumenta la tipología de los conjuntos líticos, y muchos de ellos presentan formas muy estilizadas, sin precedentes. Los cambios de este periodo reflejan casi con toda certeza una continuación del proceso identificado por Glynn en registros más antiguos: un tejido cultural cada vez más denso y complejo. Además, en este periodo existe innovación real, producto de una inteligencia técnica, y no sólo normas sociales tendentes a configurar un orden.

La complejidad que se evidencia entre los grupos humanos en esta parte tardía del registro tuvo que ir acompañada de un lenguaje hablado bien desarrollado. La contribución real de Glynn -el topo que explica la vida en la copa de los árboles- se refiere a la parte más antigua del registro, donde identificó un medio cultural cada vez más extenso y rico, cuyo motor fue el lenguaje. A falta de evidencia directa de lenguaje hablado, ¿en qué tipo de evidencia podemos basarnos? Algunos antropólogos afirman que la evidencia de abstracción sería suficiente. En efecto, una mente, sin lenguaje, queda encerrada en el mundo mental en que vive, porque las palabras y el pensamiento reflexivo son las únicas herramientas con que cuenta para explorar los rincones de ese mundo, para trascenderlo. Las palabras pueden crear experiencias que no han ocurrido: son el motor de la imaginación, de la conceptualización. Las imágenes visuales, me parece, son un producto único de esa conceptualización, la evidencia de la abstracción que buscamos.

A pesar de un prolongado y paciente estímulo, los simios no han logrado, hasta ahora, pintar imágenes que un observador objetivo pueda aceptar como representaciones. Cosa que no me sorprende. El trazo de unas líneas dibujadas en una superficie o grabadas sobre hueso o marfil con intención figurativa fue un acontecimiento de enorme magnitud intelectual en la historia humana, similar a muchos de los grandes descubrimientos científicos. Fue el producto de la exploración de un mundo mental más allá de sus límites mediante el lenguaje. En ausencia de lenguaje, aún resulta más inimaginable la conceptualización de imágenes simbólicas, figurativas o abstractas. La simple imagen de una cruz, por ejemplo, o de un pastor con un cordero, tiene profundas connotaciones en la cultura occidental; son símbolos de inocencia en toda la mitología religiosa. Sospecho que algunas de las imágenes figurativas del registro arqueológico son parte de una mitología, porque sin lenguaje no puede haber mitología.

Cuando descubrimos imágenes figurativas y abstractas de este tipo, que empiezan a aparecer en África y en Europa hace unos 30.000 años, significa que nos hallamos ante gentes dotadas de un lenguaje hablado articulado, completamente moderno. Pero ya no estoy tan seguro de que la ausencia de tales imágenes en registros más antiguos implique necesariamente una ausencia de algo parecido a un lenguaje moderno. Y no iría tan lejos como el antropólogo de la Universidad de Nueva York, Randall White, que dice que hace más de 100.000 años hubo «una total ausencia de eso que los humanos modernos llamaríamos lenguaje». White se basa en los espectaculares cambios que ve aparecer a principios del paleolítico superior, como el aumento del tamaño de los grupos sociales, la evidencia de comercio, una innovación tecnológica sin precedentes y, evidentemente, el arte.

Llama la atención el hecho de que la creación de imágenes aparezca de forma repentina y reciente en el registro, hace tan sólo unos 30.000 años en África y en Europa. (Las pinturas rupestres más famosas de Europa son más tardías, de sólo 20.000 años de antigüedad.) Para épocas anteriores sólo hay indicaciones dispersas de algún tipo de comportamiento simbólico: una costilla de buey grabada de forma muy simple procedente del yacimiento de Péch de l'Azé, en el suroeste de Francia, de unos 300.000 años de edad; o una pieza de ocre afilada de hace unos 250.000 años, descubierta en una cueva cerca de Niza, en el sur de Francia. Pero poca cosa más.

El grabado en la costilla de buey consiste en una serie de arcos dobles festoneados, una reminiscencia de grabados que se encuentran en la misma zona desde hace 30.000 años. ¿Es un indicio de continuidad de una tradición, a través de un vastísimo espacio temporal, vacío de otros ejemplos? Lo dudo. Más bien parece que la pauta representa algo básico en la psique humana. El fragmento de ocre, afilado como para colorear, huele a ritual. Pero el vacío del registro anterior a los 30.000 años es preocupante.

Si es cierto que hace unos 100.000 años evolucionaron unos humanos ya completamente modernos, lo que es muy probable, ¿por qué no encontramos evidencia de expresión artística o simbólica hasta 70.000 años después? Es posible, pero poco probable, que más allá de los 30.000 años toda manifestación de comportamiento simbólico se practicara sobre materiales perecederos, como arena o corteza, que no han sobrevivido. Y dado que las pinturas pueden sobrevivir en abrigos rocosos o en cuevas durante 30.000 años, también pudieron sobrevivir 40.000 o 50.000 o incluso, por qué no, 100.000 años. La impronta en el registro de hace 30.000 años parece muy real, sea cual sea su significado. El simbolismo puede reflejarse de otras muchas formas, no sólo a través de imágenes. El enterramiento ritual es el ejemplo más relevante, y suele asociarse a los neanderthales: es el caso del cuerpo de un cazador, descubierto en una tumba de la cueva de La Chapelle-aux-Saints, en Francia, de 40.000 años de antigüedad, y que yace junto a una pata de bisonte, huesos de otros animales y varios útiles de sílex; o el caso, también, de una mujer enterrada en una exagerada posición fetal en la cueva de La Ferrassie, en Francia, una de las seis tumbas del yacimiento. Y hay otros muchos ejemplos en la literatura científica.

Tal vez el más famoso sea el viejo de Shanidar, en los montes Zagros, en el actual Irak. Murió hace 60.000 años, y parece que fue colocado en un lecho de materia vegetal, rodeado de flores: milenrama, acianos, cardos, hierba cana, jacintos, cola de caballo, y una clase de malva. Las flores blancas, amarillas, rojas, azules y púrpura también poseen propiedades medicinales. Por consiguiente, se dice que el viejo de Shanidar pudo ser un chamán, o hechicero, y su enterramiento una ceremonia digna de un miembro tan importante del grupo.

El interés y la preocupación por el mundo de los muertos que expresan estas situaciones indican un lenguaje y una conciencia bien desarrollados. La conciencia de sí mismo y la conciencia de la muerte van de la mano. ¿Se trata, aquí, de la continuación del desarrollo del lenguaje que inferimos para periodos más antiguos del registro? Creo que sí. Hace poco se han puesto en entredicho algunas supuestas evidencias de enterramiento neanderthal, especialmente por parte de Robert Gargett, de la Universidad de California, en Berkeley.

Gargett sugiere que todos estos supuestos enterramientos pueden explicarse perfectamente como muertes naturales -causadas, por ejemplo, por el desprendimiento de paredes y techos de una cueva sobre sus ocupantes, o simples cuerpos abandonados- desprovistas de ritual. Posiblemente sea cierto en algunos casos, en los que tal vez ha podido sobre-interpretarse la evidencia. Pero hay demasiados ejemplos en los que no es posible invocar el azar para explicar la asociación de cuerpos y útiles de piedra, la alineación de los cuerpos, etc. La evidencia de que los neanderthales, y tal vez también los sapiens arcaicos, enterraban ocasionalmente a sus muertos con un cierto grado de ritual que puede reconocerse como humano, sigue siendo convincente.

En este contexto, la cuestión de la capacidad lingüística de los neanderthales es pertinente. Por desgracia no hay consenso entre los expertos. «Pobre Homo sapiens neanderthalensis -se lamenta Ralph Holloway-. Seguro que ningún otro grupo étnico ha sido objeto de tantas calumnias y oprobios como nuestros primos lejanos de hace 40.000 a 50.000 años. El golpe de gracia, basado en decisiones informáticas y en la ausencia de obras de arte, ha sido la afirmación de que los pobres neanderthales también eran mudos o que, como mucho, balbuceaban una serie de fonemas muy limitados.» Para Ralph, la evidencia paleoneurológica muestra dos cosas: que el cerebro de los neanderthales es totalmente Homo, sin diferencias significativas respecto del cerebro de los humanos modernos; y que «los neanderthales poseían un lenguaje».

El «golpe de gracia» a que se refiere Ralph lo asestó Philip Lieberman, un lingüista de la Universidad de Brown. Basado en un estudio de la anatomía de la base craneana del viejo de La Chapelle-aux-Saints, Lieberman y su colaborador Edmund Crelin llegaron a la conclusión de que el habla de los neanderthales tuvo que ser muy limitada. «La capacidad lingüística y cognitiva de los homínidos neanderthales clásicos era deficiente. Como mucho pudo existir un habla nasalizada y susceptible de errores de percepción; probablemente se comunicaban vocalmente a un ritmo terriblemente lento y eran incapaces de comprender frases complejas», ha dicho Lieberman recientemente.

La base del cráneo del viejo de La Chapelle no es ni más ni menos arqueada que la que vemos en 3733, un Homo erectus de hace un millón y medio de años. ¿Significa que la laringe de los neanderthales se halla a la misma altura que en los primeros erectus; y que el lenguaje de los neanderthales era similar al de hace 1,5 millones de años? ¿O bien que la capacidad lingüística de los neanderthales sufrió una regresión respecto de lo ya conseguido por otros sapiens arcaicos? La conclusión de Lieberman y sus colegas fue que la deficiencia lingüística desempeñó un papel fundamental en la desaparición de los neanderthales. Pero el tema, al parecer, no está zanjado. Aunque sólo sea porque el viejo de La Chapelle es un esqueleto extremadamente deformado en muchos sentidos, y es muy posible que el grado de flexión de la base craneana fuera más pronunciada de lo que parece. Pero, según Jeffrey Laitman, que ha trabajado con Lieberman y Crelin, la flexión del cráneo de algunos neanderthales no es tan moderna como la que presentan muchos de los individuos sapiens arcaicos. Otros neanderthales sí encajan en la gama de lo que llamaríamos moderno. «Creo que son aspectos muy complicados», dice Laitman con cautela.

Le pedí que «escalonara» a los neanderthales según su supuesto sistema vocal, en base a una escala arbitraria del 1 al 10, donde 1 representaría el grado simio y 10 el nivel del humano moderno. Y me dijo que el viejo de La Chapelle estaría alrededor del 5, y otros neanderthales entre el 7 y el 8. Recordemos que los primeros sapiens arcaicos, con 300.000 años de antigüedad, corresponden a un 10 de la escala, es decir, al nivel de la plenitud humana. Lo cual significa que los neanderthales pudieron experimentar una regresión hacia la condición de los simios, hasta por lo menos la mitad de la escala. De hecho, se habrían podido comparar al 3733, el espécimen de erectus primitivo, que según Laitman se sitúa en torno al 6 de la escala. Pero una regresión de estas dimensiones en una función tan fundamental en la evolución humana me resulta difícilmente concebible.

El cuadro se complica -o confunde- todavía más con el importante descubrimiento de un huesecillo procedente de un neanderthal de 60.000 años de antigüedad en la cueva de Kebara en el monte Carmelo, en Israel. El esqueleto parcial fue descubierto en 1983 por una expedición franco-israelí, y ha suministrado información interesante sobre la anatomía del neanderthal. Pero lo más importante de todo es el hueso hioides, un huesecillo en forma de U que alberga los músculos de la mandíbula, la laringe y la lengua. Debido a su posición central en el aparato vocal, el hioides es vital para producir la voz. El hioides de Kebara es el primero que se recupera de un antepasado humano, el primer indicio de esta pieza crucial de la anatomía.

«Llegamos a la conclusión de que la base morfológica de la capacidad humana del habla parecía plenamente desarrollada», dijeron los arqueólogos, bajo la dirección de Baruch Arensburg, de la Universidad de Tel Aviv, y de Bernard Vandermeersch. La anatomía del hioides de Kebara era idéntica a la de los humanos modernos. «Parece que las presuntas limitaciones lingüísticas de los neanderthales, hasta ahora basadas fundamentalmente en estudios de morfología craneana, tendrán que revisarse», añadieron con estudiada modestia.

Philip Lieberman no quedó convencido. «No hay base para establecer una comparación, puesto que no disponemos de otros hioides de homínido -dijo a un periodista de Science News-. En este contexto, el hioides de Kebara nada nos dice sobre la evolución del habla y del lenguaje». Jeffrey Laitman también se muestra prudente. «La anatomía del hioides no ofrece suficiente información para reconstruir la estructura del sistema vocal», dice.

Es evidente que mis colegas todavía están lejos de lograr un consenso en torno a esta cuestión. A mí me parece que existe un factor de complicación que todavía no se ha asimilado plenamente. Antes he descrito la anatomía insólita de la cara del neanderthal: una protuberancia en mitad de la cara, como si la hubieran estirado por la nariz. Esta configuración produce amplios espacios de aire en el sistema respiratorio superior, que se han interpretado como estructuras para calentar el aire helado inhalado y para condensar el vapor de agua del aire que se espira. Los neanderthales fueron esencialmente gentes adaptadas al frío, y estas funciones pudieron ser un aspecto importante de aquella adaptación.

Ciertamente parece posible que esa estructura poco habitual de la parte superior del sistema respiratorio afectara a la forma de la base del cráneo, tal vez sin alterar la posición de la laringe. Nadie puede saberlo a ciencia cierta, pero a mí esta me parece más plausible que la otra explicación alternativa: que los cambios en la estructura del sistema respiratorio superior necesarios para su adaptación al frío comprometieron seriamente la capacidad del neanderthal para producir una amplia gama de sonidos, reduciendo así sus capacidades lingüísticas. Me cuesta imaginar que los neanderthales, con un cerebro algo mayor que el cerebro medio de los humanos modernos, fueran imbéciles lingüísticos. Su tecnología estaba tanto o más desarrollada que la de otros sapiens arcaicos. Y la expresión de su autoconciencia, a través del enterramiento ritual, poseía el mismo nivel de desarrollo. Los neanderthales tuvieron que estar tan bien dotados lingüísticamente como cualquier otra población de sapiens arcaicos. Aunque no tanto como los humanos modernos.

El acontecimiento más importante en el origen del humano moderno tuvo que ser la adquisición definitiva de un lenguaje hablado plenamente articulado. La evidencia que hemos presentado apoya esta idea. Sugerir lo contrario -imaginar una especie humana equipada con un lenguaje como el nuestro pero sin ser como nosotros- me parece imposible. Creo que el paso evolutivo final fue un cambio gradual, no una revolución puntual y repentina. Aunque el avance fundamental no tuvo por qué ser la capacidad o el grado para producir sonidos, sino que pudo radicar también en la percepción de esos sonidos, en la maquinaria mental capaz de descodificarlos. Porque la capacidad de lenguaje, despues de todo, contiene componentes de producción y de percepción, que evolucionan más o menos concertada y simultáneamente. El habla humana se construye a partir de cincuenta sonidos, frente a una docena en otros grandes primates. Ese avance, esa cuadruplicación, es el resultado de un sistema vocal modificado, aspectos del cual pueden detectarse en el registro fósil. Pero el avance en la amplitud y el grado de comunicación que acompañó aquellos cambios en el sistema vocal es mucho mayor, más que cuatro veces mayor: es un avance infinito en relación con nuestros primos primates. Tuvo que ser, casi con certeza, el resultado de la reestructuración de la maquinaria mental en el cerebro, cuyos indicios son prácticamente invisibles en el registro fósil.

El origen de los humanos modernos supuso un gran florecimiento lingüístico en el mundo: a partir de una única lengua surgieron otras muchas, que evolucionaron de forma análoga a la evolución de las especies, pero a un ritmo mucho más rápido. Quizás unos 100.000 años más tarde ya existieran unas cinco mil lenguas, la cantidad documentada en los más antiguos tiempos históricos. Cinco mil lenguas, todas ellas con raíces en una lengua madre original, a través de una compleja relación evolutiva. Cinco mil lenguas, todas pertenecientes a una de las cerca de doce familias lingüísticas, sombras de aquella primera relación más profunda. Cinco mil lenguas, cada una de ellas expresión de una capacidad que une a todo el género humano. Pero, paradójicamente, la capacidad cognitiva que une a todos los Homo sapiens, también los divide. Porque cinco mil lenguas significan cinco mil culturas, y cada una de ellas un medio social y espiritual que las diferencia y, con demasiada frecuencia, las separa.

Todos nosotros nacemos con la capacidad para hablar cualquiera de estas cinco mil lenguas -en realidad, cualquiera de la infinidad de lenguas humanas-, pero en circunstancias normales aprendemos sólo una. Tal como lo expresa el antropólogo de Princeton, Clifford Geertz, «uno de los aspectos más significativos acerca de nosotros tal vez sea, finalmente, el hecho de que todos empezamos con un bagaje natural que nos permitiría vivir un millar de vidas distintas, pero al final acabamos viviendo sólo una». Pero lo paradójico es que, a través del lenguaje, los individuos llegan a comprenderse a sí mismos, su sociedad y su cultura, pero permanecen extraños a los individuos de otras culturas. El medio para comprender puede ser también una barrera para la comprensión, un resultado del poder, y no de la limitación, del lenguaje.

A lo largo de la historia humana, los humanos fueron creando progresivamente su propio medio, la cultura. Este aspecto único es una fuerza tan dominante en nuestras vidas que en última instancia acabamos dependiendo de ella. Como dice Geertz de forma harto elocuente: «Un ser humano sin cultura acabaría seguramente convertido no ya en un simio intrínsecamente inteligente aunque incompleto, sino en una monstruosidad sin mente, impracticable. Al igual que el repollo al que tanto se parece, el cerebro de Homo sapiens, nacido en el marco de la cultura, no sería viable fuera de él». No existe ser viviente tan limitado o tan liberado por su herencia.

Esta afirmación se parece mucho a una versión distinta del valor que Thomas Huxley otorga a la importancia del lenguaje humano: «Nos eleva muy por encima del nivel de nuestros humildes semejantes». En cierto modo es verdad. El lenguaje humano, y cuanto deriva de su realidad, convierte a Homo sapiens en una especie especialmente inteligente. Y muy probablemente podemos justificar la pretensión de ser más que «especialmente inteligentes». Nuestro sentido moral, la ética, y la visión trascendental, son únicos en el mundo actual.

¿Y qué decir del «profundo abismo entre el hombre y las bestias» identificado por Huxley? He sugerido que algunos trabajos recientes sobre la capacidad cognitiva — especialmente la capacidad del lenguaje- de los grandes primates han reducido de alguna forma ese abismo en el extremo no humano de las cosas. También sostengo que lo que aprendemos de la prehistoria humana sirve para reducirlo todavía más. Tal vez nos sintamos especiales en el mundo actual, y lo somos en muchos sentidos, pero somos tan sólo el producto final de un linaje evolutivo que llega hasta nosotros a través de vínculos indisociables con el resto del mundo natural. Si supiéramos, gracias al registro fósil y arqueológico, que la capacidad de lenguaje emergió sólo con el origen de los humanos modernos, entonces podríamos decir con toda justicia que Homo sapiens se separó efectivamente de «las bestias» de alguna forma importante. Pero lo que nos dicen esos registros es que la capacidad de lenguaje -y con ella, la cultura y la conciencia humanas- emergió gradualmente a lo largo de la historia. Cada una de las especies de Homo antecesoras de Homo sapiens poseía algún componente del género humano, de condición humana, no sólo por lo que respecta a su tamaño y conducta, sino también al funcionamiento de la mente. El faro de la condición humana fue brillando cada vez más con el paso del tiempo, hasta que iluminó el mundo con la deslumbrante intensidad que hoy experimentamos. Si, por algún azar de la naturaleza, Homo erectus y Homo habilis todavía existieran, el Homo sapiens aparecería mucho menos especial de lo que pensamos. El abismo entre el género humano y «las bestias» se vería colmado por erectus y habilis, y nuestra relación con el resto del mundo natural resultaría mucho más evidente. Estas especies -erectus y habilis- no existen, claro, excepto como elementos de un registro evolutivo. De ahí que una comprensión del registro fósil humano sea a la vez vivo e instructivo, puesto que nos revela nuestro verdadero lugar en el mundo, y sitúa nuestra indudable «diferencia» dentro de una perspectiva histórica.