—¿Y los hombres no poseen nada? —le pregunté yo.

—Por supuesto que sí. Udonn les confió las cimas de la colinas, coronadas por un gran árbol que crece en solitario. En nuestro caso se trata de un fresno.

Intenté contenerme, pero la curiosidad pudo conmigo.

—¿Tú sabes algo de las ceremonias que allí se celebran?

Al principio pensé que no me había oído. Entonces respondió entre dientes:

—Creo que se trata de una especie de ritual para favorecer la caza… Bailan para encontrar animales y matarlos…

De repente colocó su huesuda mano sobre mi hombro y dijo:

—Ravan, deja a los hombres tranquilos. Tú eres una mujer pájaro y tienes cosas mucho más importantes de las que ocuparte —tras una pequeña pausa y prosiguió—: Ha llegado el momento de que te trasmita algo de gran trascendencia. Tú sabes que las Ancianas Madres son las que gobiernan la tribu. Ésa es la voluntad de Udonn y así es como debe ser.

Yo asentí sorprendida. ¿A dónde pretendía llegar?

—No obstante, esa norma sólo se aplica en épocas de prosperidad, en momentos en los que la continuidad de la tribu no corre peligro. Sin embargo, a veces se dan situaciones fuera de lo común, épocas de carestía y de peligro en las que no se sabe si el clan sobrevivirá. En esos momentos en los que parece que Udonn nos ha dado la espalda y que gobierna la pálida Ana o, peor aún, la furiosa Vairani, cuando todo se reduce a una cuestión de vida o muerte, es posible que la sabiduría y la experiencia de las Ancianas Madres fracasen. Es muy importante que tengas muy presente lo que te estoy diciendo. Si las Ancianas Madres consideran que Udonn se ha escondido y que ya no las apoya, se verán obligadas a aferrarse a un último recurso que podría salvar a la tribu: dejar todo su poder y sus decisiones en manos de una mujer joven e inexperta, pero que haya demostrado ser fuerte y tener muchas cualidades. Lo ideal es que se trate de una mujer pájaro. Ésta se encargaría de guiar a nuestra gente a través de senderos desconocidos. No podrá recurrir a la antigua sabiduría que le han trasmitido, sino que utilizará las nuevas ideas que Udonn le ha otorgado. Tendrá que hacerlo sola, sin recibir consejos de nadie. Ésa será su misión.

¡Otra vez aquella mirada de búho! Entonces inspiré profundamente y percibí un olor a sebo quemado que me hizo estremecer. Ante mis ojos apareció una nube de humo abrasador que hizo que la piel y la carne del rostro de Imtu se consumieran, hasta que sólo quedó un cráneo desnudo. Las cuencas vacías de los ojos me atravesaban con la mirada. Todo mi cuerpo se cubrió de un sudor frío y, cuando me dirigí a la puerta para respirar un poco de aire fresco, el mareo y las nauseas se apoderaron de mí. Cuando volví a entrar y me dejé caer sobre mi asiento junto al fuego, Imtu me acercó un vaso con una infusión caliente y se puso a hablar de otra cosa como si nada. Nunca más volvió a mencionar lo ocurrido y durante varias noches tuve pesadillas.

No obstante la belleza de aquella época del año consiguió apaciguar mis miedos y poco a poco olvidé lo que había visto y oído.

★ ★ ★

En aquellos días llegaron a la caverna dos visitantes que pidieron permiso para quedarse hasta la Gran Cacería. El más anciano, Gol, era un cazador pequeño y musculoso, con el pelo gris y pequeñas arrugas alrededor de los ojos. Reik, el más joven, era un hombre robusto con una abundante mata de pelo marrón claro. Lo que más llamaba la atención de su aspecto era el pendiente de su oreja, que consistía en una cuenta alargada de color verde. Las Madres les recibieron con los brazos abiertos.

Tras la cena de bienvenida los nuevos huéspedes relataron sus viajes al ansioso auditorio. Recientemente habían pasado unas cuantas lunas en la tribu de los Osos, en el sudeste, al otro lado del río Maionn.

—Les encanta la miel —refirió Gol con una sonrisa—. Probablemente sea debido al nombre del clan. Elaboran incluso una bebida ardiente hecha a partir del agua con miel. Está deliciosa, pero hace que la cabeza te dé vueltas. Ésa es la razón por la que las Ancianas Madres la tienen bajo custodia y sólo permiten que la consuman en las fiestas. No obstante, hay un hombre que se vuelve loco por ese brebaje y siempre consigue hacerse con él. Dondequiera que lo escondan, antes o después acaba encontrándolo. Cuando ha bebido mucho se pone a cantar y bailar y, naturalmente, los demás descubren lo que ha pasado. De todos modos tampoco es un buen cazador y todos se ríen de él. Una vez, encontrándose en pleno delirio, se cayó en el foso donde se curten las pieles. ¡Ya os podéis imaginar cómo olía!

Todos se echaron a reír a carcajadas con sólo imaginarse la escena. Los pequeños, que estaban despiertos y muy animados, imitaban al borracho y caminaban tambaleándose con la nariz tapada hasta que se dejaban caer al suelo.

—Bueno, a pesar de todo, allí se vive bastante bien —añadió Reik—. Son algo rudos y su poblado no está tan limpio y ordenado como el vuestro. Además no tienen gran cosa y la comida escasea. Aun así, en líneas generales, no es un mal lugar para vivir, cuando te acostumbras.

—¡Por cierto! —exclamó frotándose el pendiente—. Allí conocimos a un joven que, por lo visto, proviene de vuestro clan. Se llama Tejón.

Durante unos instantes todos permanecieron en silencio y, a continuación, comenzaron a acribillarlo a preguntas. El cazador se atusó los cabellos y dijo:

—¿Qué más puedo decir? Llevaba poco tiempo con ellos. Una de las mujeres, que tiene ya una hija de doce años y un niño pequeño, lo había tomado como compañero. El anterior murió el invierno pasado. Tejón es un buen cazador y se lleva bien con todos, pero se muestra un poco huraño y melancólico. Normalmente no habla mucho. Por la noche se sienta junto al fuego y calla. De todos modos, eso no es nada malo.

No, no era nada malo. La voz de Farin sonó algo empañada cuando preguntó:

—¿Qué aspecto tenía?

—Bueno… Es un hombre delgado y nervudo, con un asomo de barba y una arruga en la frente. Más o menos como cualquier cazador.

Durante el incómodo silencio que se instauró a continuación, los miembros de la tribu del Fresno intentaron encontrar las similitudes entre la descripción que acababa de escuchar por boca de Reik y el recuerdo que tenían de Tejón.

Más tarde, cuando ya era noche cerrada, tan solo un par de jóvenes continuaban sentados junto al fuego conversando en voz baja con los nuevos huéspedes. Birkin, que al igual que el resto había escuchado atentamente los relatos, se dio cuenta de que la conversación estaba decayendo y se puso en pie para tumbarse junto a Barn. Cuando se marchaba vio que Onta se acercaba a Reik y le ofrecía algo de beber. Éste sujetó por unos instantes las manos de ella mientras recibió el vaso de cuerno. A continuación bebió un largo trago.

A la mañana siguiente Birkin observó furtivamente el comportamiento de los demás. Por lo visto todos daban por hecho que Reik no había dormido en el lugar asignado a los visitantes, sino en el lecho de Onta. Dorin, a la que pertenecía el hogar donde ésta vivía, no parecía tener nada en contra. Al fin y al cabo tampoco era algo tan inusual. Lo único que lo hacía especial era el hecho de que, en este caso, ella no tuviera compañero. ¿Se decidiría a tomar a Reik y, con el permiso de las madres, ofrecerle un lugar en la tribu del Fresno?

Onta, que fingía no darse cuenta de lo que se estaba tramando, retiró su oscura melena y sumergió una hoja en su infusión. Birkin se sorprendió de lo hermosa que estaba. Tenía la piel reluciente y los ojos brillantes, como cuando era una joven llena de expectativas con un hogar propio. A continuación Birkin desvió la mirada hacia Godain y después hacia Elann, que estaba frente a ella. El rostro de su amiga no expresaba ninguna emoción y la joven se limitaba a estar allí indolente sin hablar con nadie. Con un movimiento brusco derramó el resto de su vaso sobre las piedras y se puso en pie. Sin mirar si quiera a su compañero agarró un cesto y se acercó a su madre Yegua. Birkin suspiró.

★ ★ ★

El cielo estaba cubierto de unas densas nubes de tormenta desde hacía varios días y la intensa e incesante lluvia había empantanado todo el suelo excepto las zonas cubiertas por las grandes losas de piedra. Nadie se aventuraba a salir al exterior si no era absolutamente necesario. Todo hacía pensar que la situación se alargaría todavía un tiempo, algo que perjudicaría la recolección de los frutos otoñales. Las mujeres estaban muy abatidas.

—Quiero que vayas a buscar a Elann y la traigas aquí —dijo Imtu.

Ravan dejó la herramienta que utilizaba para tallar y se puso en pie.

—¿Debo quedarme en la caverna mientras hablas con ella?

—No. Se trata de un asunto que concierne… —Imtu hizo una breve pausa y luego continuó—: … que concierne a la tribu.

Poco después Elann estaba en cuclillas junto a Imtu y se cubría las rodillas con la túnica para protegerse del frío. Todavía tenía los dedos manchados de rojo de mondar los granos de saúco. Ravan había entrado en la cabaña justo detrás de ella con una expresión circunspecta. La mujer cuervo agarró de nuevo el cuchillo, se apartó del lugar que había ocupado junto al fuego y comenzó a retirar la corteza de un pedazo de madera de abedul a la oscura sombra de la pared posterior.

La anciana acercó a Elann un vaso con una infusión caliente. Las tres mujeres guardaban silencio y lo único que se oía era la lluvia golpeando suavemente el tejado de cuero y el ruido del cuchillo arañando la madera. Hacía frío e Imtu colocó unas cuantas ramas sobre las brasas, tomándose su tiempo para ponerlas en la posición más adecuada. Entonces esparció un poco de artemisa seca sobre la hoguera. El humo extendió su intenso aroma por toda la estancia. Elann levantó las cejas sorprendida, pero no dijo nada. Sus cabellos, despeinados y sin brillo, estaban recogidos a la altura de la nuca de forma descuidada.

—Ya ha pasado la luna nueva —comentó Imtu sin ninguna entonación especial—, y tú has sangrado ¿verdad?

—Sí, he sangrado —respondió Elann con la voz quebrada. En sus ojos se podía leer el miedo, pero ella mantenía la cabeza bien alta—. Hace poco que tengo un hogar propio. Estoy segura que pronto recibiré la bendición de Udonn.

—Tienes razón —convino Imtu—, todavía no ha pasado mucho tiempo. Cuando se trata de una mujer joven puede tardar varias lunas, e incluso más —entonces añadió—: Dime una cosa, Elann. ¿Duermes a menudo con Godain?

El ruido del raspador se detuvo por un instante y acto seguido continuó como si nada.

Elann frunció el ceño.

—¿Tiene eso algo que ver?

—No directamente —opinó Imtu—. Las mujeres y los hombres suelen dormir juntos sobre todo en las noches de luna llena, sin embargo los hijos provienen de la sangre y nacen en la luna nueva. Siempre que Udonn las bendiga, por su puesto. De lo contrario, como tú bien sabes, la mujer sangra. Aun así, sabemos que Udonn bendice con mayor frecuencia a las mujeres que mantienen relaciones frecuentes con sus compañeros. Por eso te pregunto: ¿Os acostáis juntos a menudo?

Los ojos de Elann se llenaron de lágrimas. Entonces se aclaró la garganta y respondió:

—No muy a menudo. Lo hicimos tras la fiesta del equinoccio, cuando lo tomé como compañero, y luego un par de veces más. Y, por supuesto, en las noches de luna llena, cuando él… cuando yo… —En aquel momento miró de reojo hacia donde se encontraba Ravan, cuya silueta apenas se distinguía en la penumbra. Entonces apretó fuertemente los labios.

Imtu asintió con íntima comprensión.

—Quiero que seas feliz y también que no se produzcan tensiones en la tribu, especialmente ahora, que se acercan los fríos del invierno y tendremos que pasar largos períodos dentro de la caverna —tras echar un vistazo al fondo de la cabaña prosiguió—: Es por eso que he estado pensando si quizás no te iría mejor elegir otro compañero. En estos días tenemos dos cazadores de visita que…

—¡No! —exclamó Elann furiosa mientras posaba el vaso con tal fuerza que la bebida se derramó y salpicó sobre las brasas. Con una enorme dificultad apretó los puños e intentó serenarse. Entonces susurró con los labios fruncidos—: ¡De ninguna manera! No voy a renunciar a él. Es mío y pienso quedármelo. Llegará el día en que se sentirá atraído por mí, cuando la Gran Madre me bendiga. Entonces todos podrán comprobar lo bueno que es mi hogar. No sólo no se irá, sino que jamás pertenecerá a otra mujer. ¡El es mi compañero!

Imtu cerró los ojos estremecida.

Ravan se apoyó contra la fría pared y cerró los ojos. El cuchillo se deslizó por entre sus dedos.

«No. No quiero oír esto. ¡Gran Madre Udonn-Vairani! ¡Cuervo! Venid a por mí. Sacadme de aquí. Dejadme volar fuera de este lugar… No puedo soportarlo…»

A pesar de sus súplicas, el cuervo no apareció, y pudo oír la voz Imtu que decía:

—Elann, tú eres una mujer adulta, y debes comprender que hay cosas que no se pueden forzar. En ocasiones la vida nos depara momentos de gran sufrimiento y nadie tiene la culpa. No se trata de que esté bien o esté mal, de tener o no tener. Tampoco tiene que ver con la relación entre un hombre y una mujer o con los deseos de una sola persona, sino que afecta al bienestar de toda la tribu. Si, por poner un ejemplo, una mujer es infeliz con su compañero, es posible que Udonn le niegue su bendición. Por otro lado, cuando un hombre decide seguir su camino, nadie puede impedírselo. Como sabes, los hombres viajan. Si dos personas no consiguen congeniar, no deben obligarse a sí mismos a permanecer juntos. Es mejor separarse que vivir lleno de rabia esperando con amargura la bendición de Udonn. Las peleas y la infelicidad pueden destruir a todo el clan. Y ahora mírame, Elann. ¿Hay algo que quieras contarme?

Una vez más la mirada de la joven se deslizó hacia el fondo de la cabaña. Entonces sacudió la cabeza y contestó:

—No.

—¿Prefieres que se vaya Ravan y nos deje solas? ¿O quizás hay algo que te gustaría decirle?

—¿Qué se supone que debería decirle? Estoy hablando contigo, Imtu, y lo que tengo que decir lo puede oír cualquier mujer de la tribu. Si quiere irse, no podré retenerlo, pero, si quiere quedarse, necesitará un hogar ¿no es así? En ese caso la única opción es que siga siendo mi compañero. ¿O acaso crees que otra mujer de nuestra tribu querría quedárselo, si yo lo rechazara? ¿Sabes qué? Creo que Godain quiere seguir viviendo aquí. Las razones no me importan. No quiero saberlas. Y ya verás. Muy pronto tendré una hija —en su voz se percibía un tono triunfante.

En el fondo de la cabaña Ravan se mordió fuertemente los labios hasta que sintió un sabor a sangre. Entonces reprimió un quejido.

Elann se inclinó ligeramente hacia Imtu, la miró fijamente y, enfatizando todas las sílabas, dijo:

—No voy a permitir que me dejen de lado. Sólo quiero lo que me pertenece. Aquellos que intenten quitármelo deben saber que yo maldeciré todos y cada uno de los días de su vida y que rogaré a Udonn que se vengue por mí. Y te digo más: Me da exactamente igual lo que esto signifique para la tribu.

Cuando acabó de hablar se quedó allí de pie, en silencio, como un enorme bloque de piedra en medio de la cabaña. Ravan sintió como se trasformaba y un arrebato de cólera la atravesaba de arriba abajo. De repente se colocó ante Elann obligándola, en contra de su voluntad, a dar un paso atrás. La mujer cuervo inspiró profundamente, pero antes de decir nada, la miró fijamente.

De repente se oyó un terrible crujido que provenía del interior de la tierra, seguido por un ruido atronador que poco a poco se fue desvaneciendo. Del techo de la cabaña se desprendieron pequeños trozos de madera acompañados de una nube de polvo. El líquido de los vasos se desbordó y las tres mujeres se miraron asustadas. Ninguna se atrevió a moverse.

Instantes después todo había pasado.

A continuación se oyeron pasos apresurados que provenían del exterior y se dirigían a la cabaña.

—¡Imtu! ¿Qué ha sido eso? ¡La gente tiene miedo!

—Voy para allá —la anciana agarró su bastón y se dirigió a la puerta arrastrando consigo a Elann. Mientras salía miró a Ravan, que estaba inmóvil junto al fuego, todavía medio aturdida.

—¿Puedes quedarte aquí o tienes miedo de estar sola?

—Me quedaré aquí.

—De acuerdo. Haz todo lo que esté en tu mano por calmar a Vairani.

★ ★ ★

Recurrí a todo tipo de oraciones, cánticos y ofrendas, sin saber muy bien si aquello bastaría. Sin embargo, había algo que sí sabía, y era que Elann y yo teníamos una cuenta pendiente que antes o después habría que saldar.

Finalmente, tras varios días de lluvia ininterrumpida, la tormenta cesó, pero el cielo siguió cubierto por unas amenazantes nubes grises. Aprovechamos para recoger todo aquello que Udonn nos ofrecía para alimentarnos. Detrás, en la antigua caverna, las encargadas de las provisiones fueron colocando nueces, semillas, hongos, bayas, frutas y miel en panales, así como raíces, bulbos, vejigas llenas de grasa y huesos con tuétano. También se limpiaron las cavidades donde se guardaba la carne y se prepararon para albergar los frutos de la Gran Cacería e igualmente se repusieron las reservas de hierbas e infusiones de Imtu. Uno de los nichos de la antigua caverna se llenó hasta el techo de leños secos y se controló que hubiera suficiente material para pasar los días fríos y oscuros que transcurriríamos en la cueva: mantas, pieles y una interminable variedad de piedras, trozos de madera, huesos y trozos de cuerno. No había nada más que hacer. Sólo quedaba esperar que la Gran Cacería se desarrollara como se esperaba y culminar así los preparativos para el invierno.

Excepto por la sombra que arrojaba sobre la tribu el permanente malestar entre Elann y Godain, todo trascurría con normalidad.

Sin embargo, tras la primera luna llena de otoño, sucedió algo espantoso. Esparto comenzó a sufrir los dolores del parto, pero no conseguía dar a luz a su pequeño. Durante dos días y dos noches luchó contra un terrible tormento, después la pálida Ana posó su mano sobre ella y murió. Era el segundo alumbramiento que presenciaba desde que había sido nombrada mujer pájaro y agradecí a Udonn en silencio el hecho de que probablemente nunca tendría hijos.

Sí, Gadra, normalmente las mujeres solo temen a Ana y Vairani, pero también Udonn puede llegar a infligir terribles dolores. Cada uno de los tres rostros de la Gran Madre tiene su lado bueno y su lado malo.

Reno, el compañero de Esparto, se mudó con Llama y Farin. En su hogar, en el que ambas convivían con Asko y los niños, todavía quedaba sitio para él. Tras el funeral pasó varios días vagando por las colinas. Más tarde comenzó a frecuentar el trato con Reik y Gol.

A pesar de la tristeza que nos embargaba, los preparativos para la Gran Cacería debían continuar. Asko se preocupó de que también Reno participara en las tareas que le correspondían. Los hombres pulimentaban sus lanzas y propulsores, afilaban sus puntas de cuerno, tensaban los tendones de sus arcos y fabricaban poderosas mazas y armas arrojadizas de madera curvada que se podían manejar con una sola mano. Había tantas cosas que hacer que todos se mantenían ocupados de la mañana a la noche: teas y antorchas de enea, zurrones de piel, tiras de cuero, bastidores para transportar las piezas capturadas, hierbas y polvos curativos para sanar las heridas, púas, raspadores y una cantidad enorme de utensilios de todo tipo. Las ansias de cazar y la emoción del viaje crecían día tras día. Con frecuencia descubrí a los dos chamanes que desaparecían en el bosque para preparar la gran ceremonia de la caza. Todos estábamos muy ocupados y Godain y yo apenas teníamos ocasión de encontrarnos.

Por fin llegó el momento de la partida. Poco antes de la segunda luna de otoño comenzamos nuestro viaje hacia el sur cargados de bultos. En total trece cazadores y once mujeres. Después de dos días de caminata llegaríamos al campamento provisional en la llanura al norte del río Maionn donde nos encontraríamos con la tribu de los Castores y la de los Salmones. Debido a su avanzada edad, Oso y Ril tuvieron que quedarse en la caverna, y muy a su pesar, también Trom, que todavía no se había recuperado de las heridas y se encontraba demasiado débil para participar en la Gran Cacería. De todos modos ya se encontraba en condiciones de proteger al resto de la tribu y cazar pequeños animales del bosque para fortalecer su brazo. En su lugar los hombres eligieron a Pekum para que dirigiera a la tribu del Fresno durante la cacería.

Asimismo también faltaban las Ancianas Madres y Dorin, que acababa de dar a luz un hermoso retoño. Ellas se encargarían de cuidar de los niños que inmediatamente se apoderaron de la caverna y jugaban a ser «cazadores» y «mujeres».

Personalmente disfruté mucho del viaje a través del paisaje otoñal. Decidida a olvidarme de la culpa, del miedo y de la tristeza conseguí, por primera vez en mucho tiempo, volver a sentirme libre y ligera. La imagen de los bosques teñidos de rojos y dorados henchía mi corazón de amor a la hermosa y rica tierra de Udonn. Veía a Godain entre los otros hombres y de vez en cuando, durante el trayecto, nos encontrábamos fugazmente y nos acariciábamos. Después de la Gran Cacería volveríamos a tener tiempo para nosotros. Sin embargo también me sentía feliz por el hecho sentirme una más entre las mujeres. No tenía obligaciones para con la tribu, pues los rituales entorno a la Gran Cacería dependían exclusivamente de los chamanes y de los principales cazadores de cada una de las tribus. Sólo tenía que preocuparme por mí misma y por encontrar un lugar al que retirarme en las dos noches de luna llena, algo que no resultaría tan difícil.

Cuando llegamos al campamento me empezaron a sudar las manos y el latido de mi corazón se aceleró. Nunca me había encontrado en un lugar en el que hubiera tanta gente reunida, y la algarabía era indescriptible.

Las otras dos tribus ya estaban allí. Los rostros extraños se giraban al vernos y los conocidos nos saludaban cordialmente. Muchos nos miraban con curiosidad a las tres mujeres jóvenes de la tribu del Fresno. Naturalmente mi colgante de conchas y las plumas que decoraban mis cabellos llamaron la atención de todos ellos. Oír cuchichear a mis espaldas e intenté no prestar atención y buscar con la vista otras mujeres pájaro.

—Allí tienes una —me indicó Kisal señalando una mujer gruesa de mediana edad que se encontraba en un segundo plano, detrás todo aquel gentío—. No me acuerdo de su nombre, pero sé que pertenece al clan de los Castores.

Levanté la mano para saludarla y, sin pensarlo dos veces, nos dirigimos la una al encuentro de la otra.

—Tú debes ser la mujer cuervo —me dijo amablemente—. Yo soy Siwann.

Yo asentí sonriente y le pregunté sin más preámbulos si conocía un buen lugar para el retiro de la luna llena. Ella señaló hacía el noroeste y contestó:

—¿Ves aquel pico rocoso rodeado de pinos? Yo suelo ir allí. Sí quieres podemos compartirlo. Es suficientemente grande para encender dos hogueras a cierta distancia —le agradecí su ofrecimiento con una sonrisa. El problema que me acuciaba ya estaba solucionado.

—¿Sabes si hay otras mujeres pájaro?

—No, desgraciadamente, este año somos las únicas. La mujer garza de la tribu de los Salmones ya es una anciana y, al igual que Imtu, ha dejado de participar en la Gran Cacería.

Era una lástima pero, aun así, me alegraba de haber conocido a Siwann. Su nombre significaba que volaba con los cisnes, y tenía muchas cosas que preguntarle.

Al llegar la noche me dirigí a la roca donde me había construido un pequeño refugio con ramas de avellano. No había ni rastro de Siwann. Encendí una pequeña hoguera donde esparcí un poco de artemisa y un puñado de bayas de enebro. El paisaje que se contemplaba desde aquella altura era impresionante. En el valle, situado al sudoeste, enterrado entre dos colinas, se alzaba el campamento de los cazadores, con sus correspondientes hogueras. Delante estaban las tiendas en las que vivían las mujeres. Más al oeste se divisaban las tiendas de los hombres y detrás, junto al Gran Roble, había un círculo delimitado con estacas de madera para sus ceremonias secretas. Aquella misma noche, a la salida de la luna, tendría lugar la primera, y un mes después, al acabar la Gran Cacería, la segunda. Las mujeres quedaban totalmente excluidas de aquellos rituales y normalmente aprovechaban la ocasión para sentarse a charlar e intercambiar impresiones sobre embarazos y niños, el principal tema de conversación en cualquier tribu.

Mientras tanto, allí estaba yo, sola, pero inmensamente feliz. Entonces empecé a emitir un suave zumbido y, de repente, me sorprendí a mí misma escrutando el lugar donde los hombres realizaban la danza ritual y donde se distinguían diversos puntos de luz que formaban un círculo alrededor de una gran hoguera. Allí se encontraba Godain y sólo de pensar en él sentí un hormigueo en mi interior. La suave brisa nocturna traía hasta mí el sonido de sus tambores.

Al improviso, en el momento en que la brillante luna asomó tras el horizonte, me giré hacia ella con los brazos en alto, y las palabras salieron de mi boca por sí solas invocando a la Gran Madre Udonn-Vairani. Inmediatamente después entré en trance.

Entonces el cuervo hizo acto de presencia. Se posó sobre una roca cerca de mí entre unos arbustos de artemisa secos y me miró con sus astutos y brillante ojos. Yo lo saludé con alegría, abierta a todo lo que pretendiera enseñarme aquella noche. Cuando arrancó el vuelo partí tras él convertida en un cuervo. Rápidamente ganamos altura y él se dirigió hacia el sur donde la corriente brillaba a la luz de la luna. Sin embargo pronto me di cuenta de que yo me dirigía irresistiblemente en otra dirección. Con un suave graznido describí una curva hacia la derecha. Tras dudar unos instantes el cuervo se decidió a seguirme y juntos sobrevolamos el círculo sagrado de los cazadores.

★ ★ ★

Las mujeres se pasaban una buena parte de su vida esperando que sus compañeros se acostaran con ellas en las noches de luna llena para honrar a Udonn. Las únicas ocasiones en que los hombres estaban exentos de esta obligación eran la primera y la última noche de luna llena de la Gran Cacería de otoño. La primera se dedicaba a la danza del ciervo, la segunda a la ceremonia de iniciación de los jóvenes, que servía como cierre a la caza.

Aquel año eran cuatro los chamanes que dirigían la ceremonia: Godain, Asko, Frall, de la tribu de los Castores y Scharg, el anciano de pelo blanco de la tribu de los Salmones.

Todos ellos bailaban en círculo alrededor de la hoguera golpeando el suelo con los talones. Scharg parecía no sufrir los estragos de la edad. Las pesadas máscaras arrojaban extrañas sombras sobre el suelo y sobre los cazadores, que hacían sonar los tambores. Olía a sudor, a sebo quemado y a hierbas. Al final del cántico, que culminó con un agudo chillido, los tres chamanes de mayor edad cayeron al suelo inconscientes. Los cazadores se ocuparon de ellos, pero sin perder de vista a Godain.

Su trasformación se produjo a una velocidad asombrosa, como si el Hombre de la Cornamenta llevara un buen rato esperando para mostrarse. El cuerpo del chamán se curvó hacia atrás hasta el punto de que la tensión amenazaba con romperle los huesos. Entonces se levantó de golpe con un grito gutural y comenzó a crecer ante los ojos de los aterrorizados cazadores. Sus ojos brillaban y desprendía una fuerza inusitada. Los sonidos inarticulados que salían de su boca se convirtieron poco a poco en un lenguaje comprensible. Aquella voz profunda y atronadora no se parecía en nada a la de Godain.

—«… cerrar el pacto sagrado con los hombres, el pacto con el Ciervo, que acabamos de inaugurar… os enviaré caballos salvajes, una gran manada… Deberéis cazarlos y fortalecer el pacto con su sangre y con la vuestra… Yo os haré fuertes, libres y poderosos… Os enviaré señales y os guiaré…»

Sus palabras acabaron convirtiéndose en un susurro que culminó con un chasquido. Godain cayó redondo al suelo y se quedó inmóvil.

Un grupo de unos cuarenta cazadores se encontraban en cuclillas formando un círculo bajo la luz de la luna y discutían acerca del mensaje. El fuego casi se había extinguido y apenas quedaban unas ascuas de color rojo que brillaban en la oscuridad. Arriba, entre las hojas del roble, se ocultaba un cuervo, y unas ramas más allá, estaba posado otro. Ninguno de los presentes se percató de la presencia de los pájaros.

—¿Qué ha querido decir? —La pregunta provenía de Scharg, el chamán del clan de los Salmones, cuyos cabellos ondeaban al viento. Godain hizo una seña a Asko.

—Significa —explicó éste—, que este año podremos cazar caballos salvajes. Sin duda, se trata de una buena noticia. Las manadas no se quedarán en su lugar de origen como sucedió el pasado otoño.

—Sí, de acuerdo, pero ¿qué tiene eso que ver con el pacto secreto? —quiso saber Lince, el jefe de los cazadores del clan de los Castores.

Asko suspiró.

—Nosotros tampoco sabemos a qué se refiere exactamente el Hombre de la Cornamenta, pero confiamos en él. Hace poco también se dirigió a nosotros, los cazadores de la tribu del Fresno.

—¿Y bien? ¿Sellasteis el pacto? ¿Con sangre?

—Sí.

—¿Y lo habéis mantenido en secreto? ¿Las mujeres no saben nada?

—No, no lo saben.

—De acuerdo, habéis cerrado el pacto y lo habéis sellado con sangre. ¿Y? ¿Habéis notado algún cambio en vuestras vidas?

Asko vaciló e intentó dar con las palabras exactas. Wika intervino, a pesar de que él mismo tampoco estaba muy seguro de lo que iba a decir.

—Sí —respondió finalmente—. Algo ha cambiado. Nosotros… los hombres… nos sentimos más fuertes, y empezamos a creer en el Hombre de la Cornamenta y en su promesa de que las cosas cambiarán y viviremos mejor.

—¿Acaso no vivíais bien hasta ahora? —inquirió Scharg, que parecía desconfiar de todo aquello.

—Sí pero… quizás ha llegado el momento de que las Ancianas Madres dejen de gobernar en exclusiva.

Frall inclinó la cabeza, pensativo, y se giró hacia Godain.

—Hermano, tú eres el responsable de todo esto.

Godain agachó la cabeza. Su rostro estaba pálido y los surcos de su piel y las ojeras hacían pensar que hubiera envejecido de golpe.

—Yo no lo he buscado, Frall —respondió—. El Hombre de la Cornamenta se ha apoderado de mí. No tuve elección. Lo siento continuamente cerca de mí. Quiere empujarme a que haga algo. Quiere que las cosas cambien y tiene que ver con las mujeres, con el antiguo orden de las cosas. Desconozco cuáles son los medios que utilizará y sus verdaderas intenciones. Sólo siento su gran poder e intento seguir siendo yo mismo, que no se apodere demasiado de mí. Sin embargo, tampoco puedo escapar a su influjo…

Su voz se fue tornando más débil y miró a su alrededor desorientado. En aquel momento su aspecto era el de un hombre increíblemente desamparado y vulnerable.

No había nada más que decir. Tras una larga pausa Scharg decidió:

—Sellemos el vínculo.

A continuación agarró el bastón en forma de horquilla y lo introdujo en las brasas para continuar con la ceremonia. Los cazadores tardaron un buen rato en repetir el ritual uno a uno. De repente una pareja de cuervos emprendió el vuelo desde las ramas del roble, realizaron una amplia curva sobre el lugar ceremonial y se dirigieron al noreste.

★ ★ ★

Al amanecer del día siguiente tanto los hombres como las mujeres debían enfrentarse a una larga y dura jornada de trabajo. En primer lugar había que levantar el campamento. Se dividieron en grupos y se repartieron las tareas. Asimismo se enviaron algunos hombres a explorar el terreno y buscar posibles presas.

Ravan se encontraba en el grupo de mujeres encargadas de tejer las redes y realizaba su labor como si estuviera en un sueño. Una y otra vez volvían a su mente las imágenes de la noche anterior. Allí estaba Godain, trasformado en aquel horrible ser de voz amenazante que hablaba de forma incomprensible sobre un pacto secreto y la pérdida de poder de las Madres.

Habría dado lo que fuera por hablar con él y preguntarle por el Hombre de la Cornamenta, pero, dadas las circunstancias, resultaba prácticamente imposible encontrarse. Además, ¿cómo iba a revelarle que había presenciado a escondidas la ceremonia sagrada?

«El cuervo no hizo ningún comentario sobre lo que allí sucedió. Simplemente se limitó a desaparecer apenas comenzaba a clarear y luna se ocultaba tras el horizonte. ¡Qué raro! Tengo que averiguar como sea lo que está pasando. Algo me dice que es muy importante que lo haga.»

La joven se planteó la posibilidad de hablar con Siwann. Puede que ella también hubiera visto al Hombre de la Cornamenta. Sin embargo, no recordaba haber avistado ningún cisne la noche anterior. Era algo tan delicado que quizás sería mejor callarse y esperar, como mínimo, hasta que pudiera comentarlo con Imtu.

—Eres muy joven. No debes llevar mucho tiempo ejerciendo de mujer pájaro —comentó Siwann mientras partían en dos una torta de maíz y entregaba un pedazo a Ravan.

—Desde la fiesta de las vírgenes de la pasada primavera. Fue entonces cuando Udonn me eligió. Bueno, en realidad hacía tiempo que sentía su llamada. ¿Y tú?

—Buff, hace ya mucho tiempo. Déjame pensar. Once inviernos. La Gran Madre me llamó el día que nació mi hija pequeña. Fue un parto muy difícil y estuve a punto de morir. Sin embargo ella me salvó, se presentó ante mí encarnada en un cisne y me convirtió en mujer pájaro. La Anciana Madre Urraca me enseñó todo lo que necesitaba saber. Murió el año pasado.

—¿Cuántos hijos tienes? —preguntó Ravan sumergiendo un trozo de pan en los restos de su sopa.

—Dos niñas. De once y doce inviernos respectivamente. La mayor se convertirá en mujer el año que viene. Sin embargo, desde que soy en mujer pájaro, no he vuelto a quedarme embarazada.

Una vez más Ravan fue incapaz de reprimirse y realizó una pregunta de lo más inapropiada.

—¿Y qué fue de tu compañero?

Siwann frunció el ceño y respondió con la mirada perdida en la lejanía.

—¿Mi compañero? Como ya habrás imaginado, tuve que renunciar a mi hogar en la caverna y mudarme a la cabaña de Urraca. Desde entonces mis hijas viven con mi hermana. Mi compañero se mudó con ellas, pero después decidió marcharse. Desde entonces estoy al servicio de la Gran Madre y de mi tribu.

—Debe ser difícil para un hombre perder de golpe a su compañera y a las niñas y al mismo tiempo quedarse sin hogar…

Siwann la miró atónita.

—¿Difícil? ¿Por qué? Todo el mundo sabe que a los hombres no les preocupan esos asuntos. Ellos viajan. No conocen otra cosa y tampoco aspiran a más. La Gran Madre así lo dispuso —sus ojos se quedaron mirando a Ravan como si intentara, en vano, descifrar lo que se escondía tras aquella pregunta. Entonces sacudió la cabeza y preguntó—: En vuestra tribu las cosas funcionan exactamente igual ¿verdad?

—Sí, claro —respondió Ravan con un gesto de asentimiento—. Me lo preguntaba porque… ayer por la noche… cuando volé con el cuervo…

Seguidamente se interrumpió. No podía compartir su experiencia con aquella mujer regordeta y bonachona.

—¿Pasó algo ayer? ¿Encontraste un buen sitio en el pico que te indiqué? —preguntó Siwann sin acertar a comprender el extraño comportamiento de Ravan.

—¡Sí, sí! —De repente la mujer cuervo decidió que intentaría sacar provecho de la situación—. ¡Cuéntame algo de vuestras ceremonias! ¿Cómo te trasmitió Urraca la historia de la estirpe de Udonn?

★ ★ ★

Birkin intentó averiguar si había otras cazadoras. El segundo día supo de la existencia de Hellku, una mujer del clan de los Castores, que llevaba una cinta de cuero trenzado en la frente y andaba por ahí con una lanza de color oscuro decorada con plumas. Cuando ésta descubrió la mirada maravillada de Birkin, le sonrió. Más tarde, durante la cena, se sentaron juntas y conversaron sobre la cacería y la vida en sus respectivas tribus como si se conocieran de toda la vida.

—Tú ya has participado varias veces en la Gran Cacería ¿verdad?

—Sí, esta es la quinta. Solo falté los años en que nacieron mis hijos.

—¿Es diferente a cuando se sale a cazar con los hombres de tu propia tribu?

—Completamente. No se puede comparar una cosa con la otra. Es muchísimo más emocionante. Somos tantos que se pueden organizar grandes estrategias. Y, por supuesto, todos deben saber exactamente dónde colocarse y cuál es su misión. Por cierto, he sabido que Trom no ha podido venir. ¿Quién se ocupará este año de dirigir a vuestros cazadores?

—Pekum —respondió Birkin—. El compañero de Yegua. Es un cazador excelente, pero un poco reservado. La mayoría de las veces es su hermano Wika quien habla por él —a continuación añadió—: Quería preguntarte otra cosa, Hellku: ¿están de acuerdo los cazadores en que las mujeres tomemos parte en la Gran Cacería?

—¡Por supuesto! —respondió la cazadora—. Desde su punto de vista, cuantas más lanzas haya, mejor. El único momento en el que no podemos participar es durante la caza de los osos y de los ciervos.

—¡Oh! ¡Estoy tan impaciente!

—Lo entiendo perfectamente. La primera Gran Cacería en la vida de una persona es algo que jamás se olvida.

Estaban tan inmersas en la conversación que no se dieron cuenta del regreso de los ojeadores. Sin embargo, sí que oyeron los gritos de júbilo cuando los cazadores conocieron la buena nueva: no muy lejos de allí, en las colinas, junto al despeñadero que había al borde del bosque, pastaba una manada de caballos salvajes de extraordinarias proporciones.

—¡Qué gran noticia! —exclamó Hellku con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Casi como en los viejos tiempos! Últimamente podemos contentarnos si aparecen un par de caballos extraviados. El año pasado no vimos ni uno. Esto significa que, con un solo día de caza, no tendremos que preocuparnos del invierno.

—¿Qué hicisteis el año pasado, con la ausencia de caballos? —preguntó Birkin aun conociendo la respuesta.

—Nos dividimos en grupos y nos concentramos en cazar animales sueltos: osos, alces, ciervos y corzos, uros, bisontes y jabalíes. Este tipo de caza lleva mucho más tiempo y esfuerzo, además de resultar más peligrosa que la caza de caballos. Para colmo, no es posible reunir suficientes piezas para satisfacer las necesidades de las tribus durante el frío invierno, y sabes de sobra lo que pasa en una caverna cuando, al final del invierno, se empieza a pasar hambre.

—Sí —respondió Birkin—. Los ancianos y los niños son los primeros en morir. Es algo que las mujeres jamás perdonan a los cazadores.

Sin embargo, aquel año todo sería diferente.

—¡El Hombre de la Cornamenta ha mantenido su promesa! —exclamó un joven rebosante de alegría. Inmediatamente el resto de cazadores le chistó para que cerrara la boca. Birkin dirigió a Hellku una mirada interrogante, pero ésta simplemente arqueó las cejas y no dijo nada.

En el lugar elegido para deliberar sobre las cuestiones de la caza, justo entre las tiendas de campaña, los hombres comenzaban a reunirse entorno a los chamanes y a los representantes de cada tribu. Tenían los rostros enrojecidos y sus ojos brillaban de emoción mientras charlaban y reían con gran alborozo.

Hellku hizo una señal a Birkin y le dijo:

—¡Vamos! ¡Ha llegado el momento!

Ambas cogieron sus lanzas y se acercaron al grupo. Cuando llegaron al círculo iluminado por antorchas la alegre cháchara se interrumpió bruscamente y se produjo un peculiar silencio.

Los hombres se hicieron a un lado formando un pasillo a través del cual las mujeres accedieron al centro. A continuación se inclinaron ante los chamanes dejando sus lanzas en el suelo.

—Vamos a participar en la caza junto a vosotros —dijo Hellku—. ¿A qué grupo debemos unirnos?

Una ráfaga de viento levantó un remolino de hojas secas. Los chamanes estaban rígidos y parecían estar dándole vueltas a algo. Ninguno de ellos dijo nada. Asko miró a Godain y éste sacudió la cabeza de forma casi imperceptible. El silencio comenzaba a resultar incómodo. Las cazadoras esperaban una respuesta mientras Hellku los miraba con extrañeza. ¿Qué diantre estaba pasando?

Finalmente la serena voz de Scharg, el anciano de pelo blanco, rompió el hielo.

—Consideraremos vuestra propuesta —respondió el chamán educadamente—, pero la caza de los caballos no se realizará mañana, sino pasado mañana. De manera que os pido que tengáis un poco de paciencia. Acabamos de empezar los preparativos. Ya os avisaremos a su debido tiempo.

Hellku apretó los labios, hizo una señal a Birkin y cogió su lanza. Sin decir una palabra, las dos mujeres se levantaron muy ufanas y se alejaron lentamente. En aquel momento Birkin descubrió la mirada de su compañero Barn y, con el ceño fruncido, miró hacia otro lado como si no lo conociera de nada.

Los cazadores no necesitaron que nadie les indicara lo que tenían que hacer. Sin más demora se pusieron en pie y se dirigieron a toda prisa al lugar de ceremonias. Instantes después, en las tiendas de las mujeres, se empezó a oír un runruneo que recordaba a un enjambre de abejas.

★ ★ ★

—¿Os habéis vuelto locos? El Hombre de la Cornamenta ha cumplido su promesa y nos ha enviado caballos para que sellemos el pacto secreto con él, el pacto de los hombres ciervo, ¡y pretendéis que las mujeres vengan con nosotros! Es imposible ¿no lo entendéis? ¡Él nunca nos lo perdonaría! —Godain, que habitualmente era uno de los últimos en tomar la palabra, no había podido quedarse callado. Tenía los ojos encendidos de rabia e, inclinado hacia delante, intentaba convencer a los demás con tal vehemencia que parecía que quisiera agarrarlos a todos por los hombros y sacudirlos fuertemente.

—¿Y qué es eso de posponer la caza hasta pasado mañana? —intervino Lince, el cazador que dirigía la tribu de los Castores y que también estaba fuera de sí—. ¿Os dais cuenta de lo que podría suponer? Si mañana los caballos deciden marcharse, jamás volveremos a verlos. ¡No podemos quedarnos aquí de brazos cruzados y menospreciar el valioso regalo que el Hombre de la Cornamenta nos ha concedido! ¡Y todo por un par de mujeres a las que les gustaría participar en la cacería! ¡Como si eso fuera asunto suyo!

Al acabar su intervención levantó la mano y esperó hasta que se calmaran los ánimos. Entonces lanzó su propuesta:

—Lo mejor que podemos hacer es salir a cazar sin ellas mañana por la mañana y conseguir un número considerable de piezas. Después no será difícil contentarlas. Cuando ven una buena montaña de carne se ponen de buen humor.

Algunos cazadores se echaron a reír, otros murmuraban mostrando su conformidad, lo que daba a entender que muchos hombres pensaban como él.

Frall, sin embargo, no estaba de acuerdo con la solución.

—No podemos rechazarlas. Se consideraría una grave ofensa hacia las mujeres. ¡Godain, Lince! ¿No os dais cuenta? No quiero ni pensar en los problemas que eso conllevaría.

—La cuestión es —aclaró Pekum—, si podemos permitir que vengan, o si el pacto con el Hombre de la Cornamenta nos prohíbe hacerlo. En el caso de que así fuera, ¿qué excusa utilizaremos para rechazarlas?

En aquel momento Barn tomó la palabra.

—Soy uno de los más jóvenes y respeto mucho la experiencia de todos aquellos que me superáis en edad. Sin embargo, me gustaría decir que no entiendo a Lince cuando dice «todo por un par de mujeres». Yo vivo con una de ellas, Birkin, que me tomó como compañero el verano pasado. Es por eso que sé mejor que ningún otro que se trata de una gran mujer y una cazadora extraordinaria. ¿Por qué, de repente, tenemos que excluirlas de la cacería? Sinceramente, no lo entiendo. Si Birkin no puede venir, yo tampoco participaré. Eso es todo lo que quería decir.

—El Hombre de la Cornamenta… —empezó a decir Godain. Sin embargo Barn le interrumpió bruscamente.

—¡Ya he oído bastante sobre ti y sobre tu dichoso Hombre de la Cornamenta! Antes de que llegaras, nuestros chamanes siempre nos traían mensajes de sus viajes y nunca nos transmitieron ese tipo de exigencias. ¿Por qué, de improviso, tenemos que cambiar nuestras costumbres sólo porque de tu boca salen extrañas palabras? ¡Me gusta nuestra forma de vida y no tengo intención de cambiar nada!

Godain empezó a sudar como nunca antes lo había hecho. Si el grupo de cazadores se dividía, no habría carne para las cavernas, ni tampoco el pacto del ciervo. Él y Barn se miraron desafiantes, como si midieran sus fuerzas. Barn, que en realidad era uno de los más pacíficos, estaba tan furioso que no daba su brazo a torcer en aquel duelo silencioso con el chamán. Al final fue Godain el primero en apartar la vista. El silencio se había apoderado de todos los cazadores y tan sólo se oía el ruido del viento al acariciar las hojas del roble.

Tras una larga pausa Godain murmuró abatido:

—Quizás será mejor que deje la tribu del Fresno y que continúe viajando. No sé lo que el Hombre de la Cornamenta tiene previsto hacer conmigo, pero parece como si yo hubiera traído la mala suerte a vuestra estirpe. Lo siento.

Aquel inesperado cambio de actitud acabó con la oposición de Barn. Sacudiendo la cabeza se dio la vuelta y se marchó.

—¡Godain arriesgó su vida para salvarme! —exclamó Asko—. Él es nuestro hermano. El Hombre de la Cornamenta habla a través de él y quiere que le sigamos. No podemos dejar que se marche, sólo por evitar que las mujeres se enfaden.

Los cazadores bajaron la vista sin saber qué partido tomar. Si aquello significaba que en el futuro tendrían que decidir entre sus amigos y sus compañeras, las cosas empezaban a ponerse feas. En aquel momento todos ellos comenzaron a pensar en lo que las mujeres significaban para ellos y por su mente cruzaron imágenes de éstas cuidando a los niños, vigilando que no se apagara el fuego de la caverna, repartiendo la comida. Eran imágenes de mujeres cariñosas y llenas de vida, en la plenitud de su belleza, mujeres bendecidas por Udonn. No querían admitirlo, pero tenían miedo. Miedo de perder a las mujeres, y miedo de que ellas los expulsaran de su lado. ¿Qué harían entonces? ¿Para quién cazarían? La vida sin ellas resultaba inimaginable.

Una vez más fue Scharg quien rompió el hielo.

—Hasta ahora siempre hemos cazado acompañados de alguna que otra mujer y el Hombre de la Cornamenta nunca nos ha dado a entender que le pareciera mal. ¿Por qué iba a hacerlo esta vez? Yo creo que deberíamos permitirles unirse a nosotros y partir mañana mismo, lo más temprano posible. En cuanto al pacto que quiere que sellemos, creo que deberíamos discutirlo en profundidad y averiguar lo que esto significaría para nosotros y para nuestras tribus. ¿Quién está de acuerdo con que lo hagamos así?

Frall asintió con la cabeza y levantó la mano. También los representantes de cada una de las tribus se mostraron conformes, incluido Lince, que al principio parecía algo reticente. Asko se quedó pensando un buen rato, pero al final también asintió. Poco a poco unos dos tercios de los cazadores fueron levantando las manos.

—Lo verdaderamente importante —refunfuñó Lince—, es que nos pongamos en marcha cuanto antes.

Al final Godain era el único de los chamanes que no había expresado su conformidad. Era evidente que en su interior se desarrollaba una cruenta lucha contra sí mismo. Tras reflexionar durante largo rato, respondió atropelladamente:

—No volveré a mostrarme en contra. Intentadlo.

—De acuerdo —concluyó Pekum satisfecho por el resultado—. Ahora volvamos al fuego común y formemos los grupos. Naturalmente, tenemos que intentar que los caballos se dirijan hacia el despeñadero para atacarlos desde allí. Barn, ve a buscar a Birkin y a Hellku y comunícales que saldremos mañana. Diles también que necesitamos que vengan inmediatamente para organizarlo todo. No tenemos tiempo que perder.

Los cazadores se pusieron en movimiento y comenzaron a hablar entre ellos. Como siempre, la fiebre de la caza se había despertado en ellos, pero esta vez no fue suficiente para apagar del todo la sensación de malestar que se había apoderado de algunos.

Los preparativos se llevaron a cabo con la mayor diligencia. Todos y cada uno de los participantes conocía como debía desarrollarse y lo que tenía que hacer. Antes del amanecer se puso en marcha la partida de caza que estaba compuesta por los hombres de las tres tribus —exceptuando a Godain, que de repente había sufrido un terrible acceso de fiebre y se había quedado tiritando en la tienda de campaña—, las dos mujeres y los tres jóvenes emocionados que se convertirían en adultos en la ceremonia que se celebraría al final de la Gran Cacería. Al mediodía ya habían llegado a la explanada.

Sin embargo allí no había ni un solo caballo. Probablemente se habían marchado durante la noche en dirección noroeste. Los cazadores siguieron su rastro durante dos días, hasta los límites de su zona de caza e incluso un poco más allá. Al final desistieron, completamente exhaustos, y volvieron al campamento. A partir de entonces la caza tendría que limitarse a la difícil captura de ciervos, osos pardos y pequeños animales del bosque.

Todos sabían que aquello significaba que les esperaba un invierno duro caracterizado por la hambruna y la enfermedad y que muchos de los miembros de sus tribus no sobrevivirían.

★ ★ ★

Apenas una luna después comenzaron las primeras heladas nocturnas y por la mañana una capa de escarcha cubría la hierba del suelo. Era de nuevo luna llena y la Gran Cacería llegaba a su fin. En la zona delimitada con una cerca había una impresionante cantidad de carne curada y ahumada, huesos, pieles y cuernos. Sin embargo a Ravan no se le escaparon las miradas de preocupación que le arrojaban los cazadores más experimentados y las mujeres mayores. Sí, estaba claro que la cantidad era grande. Los hombres habían dado lo mejor de sí mismos y las mujeres habían contribuido para que no se desperdiciara ni una pizca de carne. Aun así no era suficiente para librarse de las preocupaciones referentes a la época fría.

Curiosamente, tras el desafortunado comienzo, ni Birkin ni Hellku habían vuelto a mostrar interés en participar en la cacería. Los hombres también se habían comportado de una forma extraña. Ravan había crecido escuchando historias que relataba el buen ambiente que se vivía en la Gran Cacería, las innumerables bromas que se gastaban y las amenas veladas. Sin embargo aquello no tenía nada que ver con lo que le habían contado. Cuando, al final de la jornada, los hombres volvían al campamento, se sentaban abatidos junto al fuego sin decir nada y se iban a dormir temprano.

Ravan estaba resfriada y tenía la garganta irritada. En aquel momento suspiró profundamente. ¡Cuánto añoraba sus encuentros con Godain y la calidez de sus abrazos! Comenzaba a estar harta de todo y cada vez tenía más ganas de volver a casa y de ver a Imtu y a Enebro. Sin embargo todavía faltaba por celebrar la ceremonia de iniciación. Aquel año era tres los jóvenes que recibirían la lanza que les convertiría en cazadores, dos de la tribu de los Salmones y otro del clan de los Castores. Dos días antes habían desaparecido del campamento acompañados de algunos cazadores expertos. Hacía un rato que la mujer pájaro los había visto regresar completamente exhaustos y llenos de arañazos, algo pensativos pero inequívocamente orgullosos y aliviados. Durante su ausencia habían llorado por ellos como si hubieran muerto y, en cierto modo, así era. Los jóvenes que se habían marchado, no volverían jamás. En su lugar habían regresado tres nuevos cazadores para sus respectivas tribus.

Más tarde, mientras los miembros de sus respectivas tribus conducían a los tres jóvenes hacia el lugar donde se celebraría la ceremonia, los hombres de la tribu del Fresno los contemplaron con cierta envidia.

—Son unos muchachos excelentes —comentó Pekum a su hermano Wika—. ¡Ojala tengamos pronto la oportunidad de consagrar un nuevo cazador para nuestra tribu!

—Mmmm. Todavía han de pasar al menos cinco o seis inviernos para que Ari tenga edad suficiente —respondió Wika.

—Tal vez el hijo de Yegua sea un varón —fantaseó Pekum. La ceremonia de iniciación le había vuelto bastante locuaz.

—¡Sshh! ¡Cállate! —le ordenó Wika vigilando que no hubiera nadie a su alrededor. A las mujeres no les gustaba oír comentarios de aquel tipo.

Pekum levantó las cejas y sonrió:

—¡Aja! Por lo que parece las cosas no pintan demasiado bien para nuestro «extraordinario poder» ¿verdad?

Wika frunció el ceño enojado.

—El poder de los hombres no tiene nada que ver con los hijos de las mujeres. ¡Son dos cosas totalmente diferentes!

Pekum, que no parecía muy dispuesto a ceder, añadió:

—Bueno, entonces podemos dar gracias a la Gran Madre por consentir que sigan naciendo hombres. De lo contrario acabaríamos desapareciendo por completo.

Wika no entendía a dónde pretendía llegar su hermano.

—¿De qué diantre estás hablando? ¿Acaso tienes alguna queja de la Gran Madre? Al fin y al cabo tenemos un buen hogar donde vivir junto a una mujer que ha sido bendecida.

—¡De acuerdo! ¡En eso tienes razón! Yegua es una buena mujer y me gusta vivir con ella. Sin embargo, a veces, me da por pensar que quizás no nos vayan tan bien las cosas… Por ejemplo, ¿por qué no puedo expresar libremente mi deseo de que Yegua tenga un muchacho?

—Sí, claro. Pero siempre ha sido así… —arguyó Wika.

—¿Y significa eso que todo tiene que seguir así para siempre? —preguntó Pekum torciendo el gesto. Entonces, al ver la cara de desconcierto de su hermano, prosiguió—: Mira estos tres muchachos. Hoy todos los felicitan, son el centro de atención y eso les hace sentirse muy bien. Mañana, sin embargo, empezarán a plantearse si hay alguna joven dispuesta a tomarlo como compañero para conseguir un lugar en la tribu. Si ninguna de ellas se decide, tendrán que marcharse. ¿Por qué? ¿Alguna vez te lo has preguntado?

—Pues porque los hombres viajan —respondió Wika sin dudarlo.

—¡Maldita sea! ¡Llevo toda la vida escuchando la misma historia! Pero ¿qué pasó con Tejón? ¿Realmente disponemos de tantos cazadores como para poder renunciar a uno de ellos? ¿Y qué me dices de Caballo? Todavía seguiría con nosotros si fuese por lo de Onta.

En aquel momento Wika pensó en Tejón y recordó el viaje que hicieron juntos y su estancia en la tribu de los Castores. Después imaginó a un Tejón delgado y taciturno conviviendo con aquellas extrañas gentes del clan de los osos. A continuación pensó en Caballo, y rememoró aquel día en que partió sin más compañía que su perro en dirección al lugar donde se pone el sol.

Entonces miró a Pekum y murmuró:

—Realmente no sé que decir…

Pekum hizo una mueca.

—Será mejor que no digas nada. Tal vez el Hombre de la Cornamenta sólo quiera que reflexionemos un poco sobre estas cuestiones —a continuación le pasó el brazo por los hombros y añadió—: ¡Venga! ¡Será mejor que hagamos una visita a ese apetitoso jabalí antes de que nos quedemos sin nada!

★ ★ ★

La carne se encontraba cuidadosamente dispuesta en pesados trineos, dos para cada tribu. Se habían utilizado tiras de cuero y fibras vegetales para sujetar bien la mercancía. Las tiendas ya habían sido desmontadas y los miembros de los tres clanes se encontraban de pie delante del campamento que, bajo la densa capa de nubes grises, presentaba un aspecto triste y desolado. El frío viento formaba pequeños remolinos con los finos copos de nieve que flotaban en el aire y un delgado manto blanco empezaba a cubrir el suelo. Todos los armazones estaban repletos con los sacos llenos y los hombres llevaban además sus mazas y lanzas, y algunos arcos y flechas.

A pesar de lo difícil que resultaba la despedida, debía de ser lo más rápida posible. Todos se hacían las mismas preguntas, pero nadie se atrevía a manifestarlas en voz alta: ¿Quién de ellos volvería al año siguiente? ¿Quién faltaría? Se saludaron con la cabeza, se tocaron ligeramente, intercambiaron algunas palabras y cada tribu se marchó en dirección a su lugar de origen. Los miembros del clan de los Salmones eran los que más cerca se encontraban, tan sólo tenían que caminar un pequeño trecho en dirección sur. Los de la tribu de los Castores se dirigieron hacia el nordeste, y los del Fresno hacia el noroeste.

Hombres y mujeres se turnaban para arrastrar y empujar los pesados trineos y se congratulaban de que la nieve les facilitara el trabajo. En la parte delantera había unas gruesas tiras de cuero trenzado en cuyos extremos se colocaban los más fornidos y tiraban de ellas con todas sus fuerzas.

El trayecto de ida lo habían realizado en apenas día y medio, para la vuelta necesitaron cuatro. Al final, exhaustos y sucios, llegaron a la región de la que provenían. Ravan sintió un cosquilleo en el estómago cuando reconoció la curva que formaba el riachuelo de los juncos con su característica vegetación. Tan sólo faltaba superar la colina que tenían ante sí y habría llegado a casa. Aquella noche dormiría al abrigo de la cabaña de Imtu. Desde donde se encontraban se divisaban ya los arbustos de avellanas que rodeaban el campamento y el serbal de los cazadores. En aquel momento sonrió a Birkin que se encontraba junto a ella bregando con el segundo trineo.

—¡Ya falta poco! —le comentó jadeante. Su amiga asintió fugazmente con la cabeza. Parecía preocupada por otras cuestiones.

En aquel momento se oyó la voz de Pekum que gritaba desde delante:

—¡Vamos a descansar un poco! Tenemos que retomar fuerzas para afrontar el último tramo.

Aliviadas Birkin y Ravan soltaron el trineo y se agacharon para recuperar el aliento antes de ponerse a recoger ramas para encender el fuego. Ravan miró a su amiga y le preguntó con cautela:

—¿Te encuentras bien?

Birkin se encogió de hombros.

—No me puedo quejar —respondió escuetamente.

Ravan lo intentó de nuevo.

—Has estado muy callada últimamente. En realidad llevas así desde que salisteis a cazar los caballos salvajes, casi al principio de la Gran Cacería.

Birkin resopló con desdén y miró hacia otro lado.

—Si a eso se le puede llamar cazar…

—No pudisteis hacer nada. Los caballos se habían marchado.

—Exacto —replicó Birkin furiosa—. Al fin y al cabo no era la primera vez que, de la noche a la mañana, desaparecía una manada. Sin embargo, ¡tendrías que haber visto las caras de los hombres! Cuando llegamos a la pradera y los caballos no estaban, fue como si hubieran recibido un mazazo. Como si hubiera sucedido algo terrible. Perdieron las ganas por completo. ¿Puedes creerlo? ¡Sólo porque un puñado de caballos se había ido!

—Pero los seguisteis ¿no?

—Sí, durante dos días y dos noches, pero ¡cómo! Al menor ruido agachaban la cabeza. En realidad no confiaban en que los encontráramos y no se esforzaron lo más mínimo. Al final desistimos, pero estoy segura de que las cosas podían haber sido muy diferentes. No deberíamos habernos rendido, al menos, no tan pronto. Además… —Birkin se detuvo.

—¿Qué?

—No sé muy bien cómo explicarlo. Se comportaban de una forma muy extraña con Hellku y conmigo. Evitaban mirarnos a la cara y hacían como si no estuviéramos.

—¿Tu compañero también?

—No, con Barn las cosas eran diferentes. Por la noche nos acostábamos juntos y hablábamos, pero había algo que le preocupaba. Yo no quise preguntarle. En ocasiones es mejor no inmiscuirse en los asuntos de los hombres y dejar que los resuelvan ellos solos.

Ravan se quedó pensando unos instantes. A continuación preguntó:

—Y Hellku ¿qué opinaba ella de todo aquello? Ella había participado ya en muchas cacerías ¿verdad?

—Me dijo que jamás le había sucedido nada igual. Además, cuando volvimos al campamento, decidió que no quería volver. Antes de que pasara todo aquello me contó que tenía intención de tomar al joven Nutria, del clan de los Salmones, como segundo compañero. Sin embargo, después decidió que, mientras los hombres sigan comportándose de ese modo, prefiere mantenerse lo más lejos posible de ellos. Más tarde salimos juntas a cazar y conseguimos algunas liebres, castores y corzos, en definitiva, animales que se pueden cazar entre dos. No está mal, pero… me esperaba algo muy distinto de la Gran Cacería.

En aquel momento pasó Onta con un montón de leña bajo el brazo y frunció el ceño. Las dos mujeres se pusieron en pie con expresión de culpabilidad y se dispusieron a ayudar al resto.

★ ★ ★

Fue maravilloso volver a despertarme en el ambiente acogedor de la cabaña. Aunque ya era invierno la pequeña hoguera todavía bastaba para mantener el lugar lo suficientemente cálido. Más adelante, cuando el frío llegara a su punto más álgido, Imtu y yo nos trasladaríamos a la cámara situada al fondo de la caverna.

Tras dos días y dos noches en los que apenas hice otra cosa que dormir, había conseguido curarme el resfriado y me encontraba mucho mejor.

No conseguía quitarme de la cabeza lo que Birkin me había contado y, mientras saboreaba una de las reparadoras infusiones de hierba centella de Imtu, reflexionaba sobre lo que había sucedido. Tenía la sensación de que me encontraba a punto de hacer un descubrimiento muy importante, pero había algo que se me escapaba. En mi mente se repetía una y otra vez aquella frase del Hombre de la Cornamenta, cuando, en la ceremonia de los cazadores, habló a través de Godain: «Os enviaré una gran manada de caballos salvajes… Deberéis cazarlos y fortalecer el pacto secreto con su sangre…». Sin duda había algo que no acertaba a comprender. ¿Qué podía ser tan importante?

De repente, como si me hubiera golpeado un rayo, lo entendí todo: El Hombre de la Cornamenta no sólo pretendía sellar un pacto con los cazadores y proporcionarles un buen botín… ¡En realidad estaba en contra de las mujeres! Sus verdaderas intenciones eran arrebatar el poder a las Ancianas Madres y destruir el antiguo orden de las cosas. ¡Aquél era su principal objetivo! Por eso no quería que las mujeres conocieran el pacto y había que excluirlas de la cacería.

En aquel momento comprendí que debía informar de todo a Imtu y a las Ancianas Madres. Naturalmente aquello supondría la expulsión inmediata de Godain.

¡Oh, no! No podía hacerlo. No lo soportaría.

Entonces se me ocurrió que quizás estaba equivocada. Al fin y al cabo no tenía pruebas de nada. Se trataba de simples suposiciones. Antes de decir o hacer nada de lo que me pudiera arrepentir, debía averiguar hasta qué punto Godain conocía las intenciones del Hombre de la Cornamenta. Tal vez podríamos encontrar la manera de persuadirle…

Al improviso sentí que Godain estaba pensando en mí y una corriente de fuego atravesó mi cuerpo de arriba abajo. Entonces acabé la bebida de un trago y dije:

—Tengo que ir al bosque.

Imtu, que estaba utilizando unas pequeñas ramas para elaborar cruces protectoras, asintió con la cabeza con gesto indiferente.

—Vuelvo enseguida —añadí. Entonces me levanté, me puse los mocasines y la capa de piel sobre los hombros, y partí con mi venablo en mano.

Aquella mañana los rayos producían hermosos destellos sobre la nieve y el bosque todavía mostraba su hermosura. En mi interior comencé a recitar el cántico de alabanza a Udonn.

Poco antes de llegar al lugar donde solíamos encontrarnos, Godain me salió al paso y casi me asfixia con su fuerte abrazo.

Durante unos segundos no vimos, oímos o sentimos otra cosa que no fuéramos nosotros mismos o la pasión que existía entre ambos. Sin decir ni una palabra nos amamos intensamente, hasta que caímos rendidos sobre el pequeño nido que formaban nuestras ropas. Poco a poco comenzamos a oír de nuevo los sonidos del bosque y a sentir el frío invernal, pero nada de eso consiguió deshacer nuestro abrazo. Yo tenía el rostro hundido entre los cabellos de Godain y el pliegue de su cuello embriagada por aquel olor que me era tan familiar. Él me cogió la mano, presionó sus labios contra la palma y la colocó sobre su mejilla. Por fin estábamos juntos y todo volvía a ser como antes.

¿Como antes? De repente levanté la cabeza y lo miré a la cara. Estaba mucho más delgado, casi escuálido. Tenía una expresión tensa y unas intensas ojeras bajo los párpados. Alrededor de sus labios y sus ojos se marcaban unas finas arrugas en las que nunca antes había reparado. Me dolió verlo así, y sentí una gran preocupación en mi corazón. Le aparté sus oscuros cabellos con las yemas de los dedos y acaricié los ángulos del triángulo azul de su frente.

—Godain, tenemos que hablar. Es muy importante.

—Di lo que quieras, amor mío —murmuró él mientras jugueteaba con un mechón de mi pelo.

—No sé cómo empezar. Se trata… se trata del Hombre de la Cornamenta. Lo he visto.

—¿Cómo has dicho? —De repente su cuerpo se puso tenso.

—Como lo oyes. Lo siento.

—¿Qué quiere decir exactamente que lo has visto?

—Durante la Gran Cacería, la primera noche de luna llena. Realizasteis la danza del ciervo y él habló a través de ti. Yo estaba volando con el cuervo… llegué hasta vuestro roble… y lo vi todo. Godain, sé muy bien que las mujeres tienen prohibido asistir a vuestras ceremonias, pero créeme, no pude evitarlo. Algo me arrastró hasta allí con todas sus fuerzas… —Entonces me callé.

Durante un buen rato los dos permanecimos en silencio, después él se apartó de mí y se incorporó. Su rostro era como una máscara insondable y sus fríos ojos me miraban fijamente.

—¿Qué quieres de mí, mujer pájaro?

Yo también me incorporé y las palabras salieron de mi boca atropelladamente.

—Godain, entiendo que estés furioso conmigo, y me gustaría poder compensarte por esta ofensa, pero quizás fue la voluntad de Udonn lo que hizo que yo estuviera allí. Al fin y al cabo las palabras del Hombre de la Cornamenta afectan directamente a todas las mujeres…

—¡Ya basta! ¡Cállate! No quiero que vuelvas a pronunciar su nombre ¿me oyes? Nunca más. No pienso hablar contigo sobre nuestras ceremonias secretas. Vosotras hacéis lo mismo. Ya veo que no descansaréis hasta que podáis controlarlo todo ¿verdad? —Acto seguido se puso en pie y agarró su túnica.

—Godain…

—¡Déjame en paz! Haz el favor de marcharte. Quiero estar solo.

En aquel momento me trasformé. Antes de que quisiera darme cuenta de lo que me estaba sucediendo la llama que prendía en mi interior creció y el espíritu de Vairani se apoderó de mí. Como si se tratara de un eco lejano escuché las palabras que salían por mi boca.

—No pienso hacerte ningún favor, chamán —dije mientras mi fuerza le obligaba a retroceder y lo empujaba contra las rocas—. Ahora vas a escuchar con atención y responderás a todas mis preguntas. Tenemos todo el derecho a hacértelas pues, sea lo que sea lo que queréis cambiar, es algo que también nos afecta a nosotras. Será mejor que controles tu rabia y tu soberbia, si no quieres que me ponga muy, muy furiosa. ¿Te ha quedado claro?

Godain me miró con los ojos muy abiertos y en su mirada se percibía una mezcla de miedo y odio. Estaba pálido y permanecía inmóvil contra las rocas, casi como si fuera incapaz de moverse. Esperé a que asintiera con la cabeza y entonces respiré hondo y dejé escapar aquel poder rojo.

A continuación me pasé la mano por la frente sin intentar comprender lo que había ocurrido. Godain se dejó caer al suelo. Era evidente que sus piernas ya no eran capaces de sostener su peso. Luego se apoyó sobre las rocas y comenzó a respirar aceleradamente.

Entonces me di cuenta de que jamás me perdonaría aquella humillación. Sin embargo, en aquellos momentos, no me importaba en absoluto.

Seguidamente lo miré de arriba abajo y, con mi voz habitual, dije:

—El pacto secreto del Hombre de la Cornamenta va en contra de las Ancianas Madres y del antiguo orden de las cosas ¿verdad? ¿Qué sabes tú sobre sus oscuros planes? ¿Hasta qué punto sus intenciones son también las tuyas?

—Quieres que traicione el pacto del ciervo, pero antes preferiría colgarme del primer árbol que encuentre.

—No se trata de una traición, Godain. Lo más importante ya lo sé: que existe un pacto y que el Hombre de la Cornamenta tiene un objetivo que los cazadores todavía no han comprendido del todo. Pero necesito más información para saber si este asunto se puede resolver de forma pacífica sin necesidad de enfrentar a los hombres y las mujeres.

—Escúchame, Ravan. Tú tienes un gran poder. Me acabas de demostrar que, con sólo una mirada, eres capaz de reducirme a un montón de cenizas. Pues bien, ¡hazlo! Si lo prefieres puedes coger tu lanza matarme aquí mismo. Puedes hacer lo que quieras conmigo pero, bajo ninguna circunstancia, conseguirás que hable sobre el Hombre de la Cornamenta ni sobre nuestro pacto. No pudimos impedir que averiguaras más de lo que debías, pero de mi boca no saldrá ni una palabra sobre este asunto. Ni ahora ni en el futuro. Eso es todo lo que pienso decir.

A continuación me atravesó con su mirada y percibí la determinación en sus ojos. Realmente estaba dispuesto a morir.

¿Querría Vairani su muerte?

La voz de mi interior me dijo que no. Al menos por el momento.

—Como quieras —le dije—. Tu silencio sólo dificulta las cosas. Espero que sepas lo que estás haciendo —acto seguido me giré y me recogí los cabellos—. Tengo que volver.

Entonces se levantó y me alcanzó mis ropas y mi venablo. El mismo seguía completamente desnudo, pero parecía como si no percibiera el intenso frío del invierno. Le miré su cuerpo color tostado y tuve que contenerme para no tocarlo. Estaba a punto de echarme a llorar, pero no lo hice. Cogí mi lanza y me marché.

Tras unos cuantos pasos oí de nuevo su voz que gritaba:

—¡Ravan! ¡Espera!

Pero yo seguí mi camino.

★ ★ ★

Al llegar el frío del invierno los miembros de la tribu del Fresno tuvieron que recluirse y sabían que pasarían mucho tiempo así. Marra distribuía las reservas de comida rigurosamente. Aunque todavía no se podía considerar que padecían escasez, todos tenían miedo. Las mujeres estaban calladas e intentaban evitar a toda costa cualquier muestra de irritación o todo aquello que pudiese enturbiar el ambiente. Los hombres apenas salían de caza. No merecía la pena luchar con la nieve cuando no había animales por los alrededores. Al final gastaban más energías que las que les podían proporcionar las escasas piezas que conseguían. De vez en cuando, en los días claros, los jóvenes ponían trampas en los alrededores. Aquello les proporcionaba buenas piezas de piel, pero apenas cambiaba nada en cuanto a la cantidad de alimentos. Lo único que podían hacer los hombres era ahorrar fuerzas, moverse lo menos posible y resistir. En la época en que las noches eran más largas la tribu celebraría la ceremonia de las antepasadas en la que se pedía la vuelta de la luz.

★ ★ ★

—Gran Madre, antepasadas, venid. Venid con nosotros a compartir esta larga noche. Estamos aquí sentados, sufriendo el frío y la oscuridad, esperando vuestra llegada.

La caverna estaba completamente a oscuras y no se había encendido fuego alguno. Al atardecer los miembros del clan del Fresno se habían recluido en la cueva alrededor del lugar donde habitualmente se encendía la hoguera. Hambrientos y muertos de frío habían esperado a que anocheciera. En aquel momento apenas el olor y algunos ruidos reprimidos daban a entender que allí había un grupo de gente.

Ravan sintió que Imtu le tocaba el brazo y empezó a golpear un cuenco de madera con un hueso. Durante un buen rato lo único que se oía era aquel sonido amortiguado.

Dong, dong, dong, dong, dong.

Entonces, desde un lugar lejano, llegó un ronroneo un zumbido y un ruido de piedras golpeando entre sí.

Algo estaba pasando. Los invisibles estaban presentes. Por el rabillo del ojo Ravan creyó ver algo que se desplazaba en la oscuridad y un reflejo de luz, que desapareció cuando giró la vista hacia el lugar. Entonces se extendió un olor a polvo seco seguido de una oleada de frío. Hombres y mujeres sintieron un escalofrío y se mantuvieron sentados en silencio. Entonces, de repente, volvió la calma.

Con la serenidad que la caracterizaba Imtu tomó la palabra.

—Gracias por haber venido. Con vuestro permiso procederemos a honrar a Udonn para que encienda el fuego que iluminará el próximo año. Os invito a presenciarlo y a escuchar con nosotros la historia de la estirpe de Udonn antes de compartir el banquete con nosotros y volver al lugar del que provenís.

Ravan echó mano de los utensilios necesarios y con gran destreza agarró la piedra y la espoleta, prendió una rama y encendió los troncos bañados de aceite que las mujeres habían dispuesto aquella mañana.

Aquel era el momento más ansiado de la ceremonia de redención. La caverna se llenó de luz, de calor, de esperanza y de alegría. El frío y la oscuridad tenían los días contados, la vida triunfaría como siempre lo había hecho. Los miembros de la tribu comenzaron a abrazarse y a intercambiar regalos. Cada una de las mujeres se acercó al fuego y encendió una lámpara de piedra. En apenas unos instantes la estancia se llenó de luz hasta el punto que parecía que se había hecho de día.

Poco a poco el jolgorio fue disminuyendo y las miradas se dirigieron expectantes hacia la mujer cuervo. Imtu le hizo un gesto con la cabeza. Había llegado el momento. Llevaban meses practicando. Ravan empezó a recitar frase a frase, con un tono rítmico y monótono, con largas pausas entre una y otra «la historia de la estirpe de Udonn».

Tras un buen rato llegó al final:

—…y Fresno tuvo tres hijas: Irram, Hoja de Encina e Imtu. Udonn la llamó para que se convirtiera en mujer pájaro.

Irram tuvo una hija, y le puso de nombre Renku.

Renku tuvo dos hijas, y les puso de nombre Marra y Lluvia.

Marra tuvo dos hijas, y les puso de nombre Estrella y Kisal.

Estrella tuvo dos hijas, y a la mayor de ellas le puso de nombre Birkin.

Kisal tuvo una hija.

Lluvia tuvo tres hijas, y les puso de nombre Yegua, Dorin y Onta.

Yegua tuvo una hija y le puso de nombre Elann. Ahora ha vuelto a ser bendecida por Udonn.

Dorin tuvo una hija.

Hoja de Encina, la segunda hija de Fresno, tuvo dos hijas: Enebro y Concha.

Enebro tuvo una hija, y le puso de nombre Pino.

Pino tuvo una hija, Ravan, la mujer cuervo. Udonn la llamó para que se convirtiera en mujer pájaro.

Concha tuvo dos hijas, Llama y Farin.

Llama tuvo tres hijas, a las dos mayores les puso de nombre Esparto y Fliss, ésta última acaba de ser bendecida por Udonn.

Farin tuvo una hija, y le puso de nombre Baya Roja, que acaba de ser bendecida por Udonn.

Imtu, la mujer pájaro, y tercera hija de Fresno, tuvo una hija que murió de forma prematura.

La Gran Madre Tierra nos da la vida.

El clan del Fresno crece y se hace fuerte.

Alabada seas, Udonn.

Mientras Ravan recitaba sin detenerse aquellas significativas palabras sintió como si todas aquellas mujeres, jóvenes y ancianas, desfilaran una a una ante de sus ojos. Al fondo, se veían campos nevados, manadas de renos, paredes de cavernas con dibujos indescifrables que mostraban una poderosa osa con dos muchachos.

Al mismo tiempo ponía toda su atención en cada una de las frases que pronunciaba. Era mucho más que una larga lista de nombres. Debía observar fielmente las reglas de la recitación. Las niñas nunca aparecían con su nombre, sólo las mujeres. Cuando una mujer estaba embarazada debía añadir la frase «que acaba de ser bendecida por Udonn» y las mujeres pájaro debían ser nombradas como tales. Cada año el texto cambiaba, siempre teniendo en cuenta los últimos acontecimientos de la tribu, y la mujer pájaro se encargaba de modificarlo poco antes de la fiesta del solsticio de invierno. No se podía permitir ningún fallo, pues las mujeres allí reunidas prestaban mucha atención a que todas sus antepasadas fueran nombradas por el orden correspondiente y sin que se produjera ningún error.

La mujer cuervo había practicado una y otra vez, a veces repetía la crónica incluso en sueños. Mientras hablaba podía contemplar ante sus ojos el árbol genealógico de la estirpe con todas sus ramificaciones. Incluso su propio nombre brotó de sus labios como si estuviera hablando de una extraña.

Cuando terminó salió del estado de éxtasis en que se encontraba como si emergiera de unas aguas profundas. Poco a poco sus ojos se fueron adaptando y, como de costumbre, buscó con la mirada la figura de Godain que, extrañamente, estaba sentado al fondo del todo, muy cerca de la salida. En la penumbra su rostro parecía especialmente pálido, incluso tétrico. Sus oscuros ojos estaban llenos de rabia y odio, y los tenía ligeramente guiñados, como si le hubieran dado un golpe. Junto a él se encontraban Pekum y Wika, que cuchicheaban entre ellos con una expresión seria y distante. Era evidente que el mensaje de alegría y de vuelta a la vida de las madres a sus hijas les dejaba totalmente indiferentes. Recordaba perfectamente que el año anterior las cosas habían sido muy diferentes y comenzó a preocuparse.

«Los hombres están cambiando. No debería haberme callado. Al menos debería haberlo comentado con Imtu. Pero no podía. Godain, por tu culpa he faltado a mis obligaciones. No puedo mantenerlo en secreto por más tiempo. ¡Vairani, ayúdame!»

★ ★ ★

Apenas unos días después la luna llena iluminaba la fría noche de invierno. Ravan seguía luchando consigo misma. ¿Debía informar a las madres y a Imtu sobre los trapicheos de los hombres, o aquellos miedos eran sólo producto de su imaginación? No. En lo más hondo de su corazón sabía que el Hombre de la Cornamenta sólo les traería un montón de desgracias. Tenía que hablar con Imtu. Lo haría al día siguiente.

Sin embargo, de repente, los acontecimientos se precipitaron y Ravan se vio obligada a posponer su decisión.

Como todas las noches de luna llena durante la cena el ambiente en la caverna era de excitación y de alegría. Las mujeres jóvenes y sus compañeros esperaban impacientes el momento de irse a dormir. Unos y otros se sonreían con ternura y se intercambiaban gestos de complicidad. Las Ancianas Madres fingían no darse cuenta de nada, pero también ellas estaban contentas. Al acabar de cenar Imtu se retiraría a su cámara en la antigua caverna para volar con el ganso salvaje.

Ravan engulló el puré de avena. Tenía prisa por retirarse a la cabaña y estaba deseosa de encontrarse con el cuervo. Eso le permitiría olvidarse de los juegos amorosos de las parejitas. Prefería no pensar en lo que sucedería entre Elann y su compañero.

Se esforzaba por no mirar a Godain, con el que no había vuelto a hablar desde su pelea. ¡Ya había tenido bastante con ver su expresión durante la fiesta de las antepasadas! Sin embargo, al oír una fuerte tos, echó una rápida ojeada en la dirección donde él se encontraba. Estaba sentado detrás de Elann, con la espalda encorvada y los ojos enrojecidos y brillantes, como si tuviera fiebre. Probablemente se había resfriado. Ravan estaba sorprendida. Los chamanes no solían ponerse enfermos. Por lo general el poder de sus espíritus protectores impedía que así fuera. En aquel momento se le ocurrió que podría necesitar una infusión, pero enseguida cambió de opinión. ¡Ya se las apañaría él solo! Al fin y al cabo no le dirigía la palabra.

Acto seguido se puso en pie dispuesta a olvidar sus preocupaciones. Muy pronto saldría la luna llena. Era el momento de comenzar los preparativos.

Al llegar a la entrada se encontró con Yegua, que la paró para pedirle un amuleto que la protegiera durante los últimos días de su embarazo. Ravan le prometió que al día siguiente le traería un collar de nudos y le deseó buenas noches. Justo en el momento en que se disponía a abandonar el lugar, oyó un grito de furia que provenía del interior. Sin duda se trataba de Elann.

Por un instante la mujer pájaro estuvo tentada de continuar su camino hacia al exterior, a la tranquilidad de la noche invernal, donde le esperaban la luna llena y el cuervo. Sin embargo resistió el arrebato y, suspirando, se dio la vuelta dispuesta a afrontar lo que se le venía encima.

Al principio la rabia de Elann iba dirigida sólo a Godain que estaba sentado sobre su manta de piel con las piernas cruzadas. La expresión de su rostro y los hombros caídos daban claras muestras de resignación y de infinito cansancio. Su compañera estaba de pie delante de él, con los brazos en jarras, pero el chamán ni siquiera se dignaba a mirarla.

—¡Por supuesto! —gritó—. Muy propio de ti. Tenía que habérmelo imaginado. Cuando llega el momento de celebrar la luna llena, te encuentras mal, pero cuando te escapas al bosque corriendo detrás de la mujer pájaro, entonces estás en plena forma.

Godain cerró los ojos.

Los demás miembros de la tribu dejaron lo que estaban haciendo. Imtu, que ya se había marchado, regresó de la cámara dispuesta a intervenir. Elann había ofendido gravemente a la mujer cuervo. A partir de aquel momento dejaba de ser una discusión privada y pasaba a ser un asunto que concernía a toda la tribu.

Ravan, sin pensarlo siquiera, se dejó llevar por sus impulsos y se dirigió, como movida por una extraña fuerza, a situarse junto a Godain. Lentamente atravesó el hogar de Elann que, al ver a su rival, se puso a gritar como una energúmena con el rostro enrojecido y cubierto de manchas. A continuación levantó el brazo y señaló a Ravan.

—Ella tiene la culpa —bramó—. Ésta, que se hace llamar mujer pájaro, ha utilizado sus poderes para seducir a mi compañero y alejarlo de mí, porque no le está permitido tener uno. ¡Espero que Ana venga a buscarte!… ¡Yo te maldigo, pájaro de mal agüero!

Sus palabras acabaron convirtiéndose en una serie de chillidos ininteligibles. Yegua, Dorin y Lluvia, que lo habían presenciado todo, la agarraron con firmeza y se la llevaron casi a rastras hacia el interior de la cueva. Imtu estaba allí, con los ojos cerrados, los dedos cruzados como signo de protección y susurrando algo inaudible que se asemejaba al batir de las alas del búho. Los cazadores se habían congregado en el lugar donde solía trabajar Asko y cuchicheaban excitados. Las mujeres se quedaron mirando a Ravan y a Godain y luego dirigieron sus ojos hacia Imtu. Nadie se atrevía a moverse de donde estaba.

También la mujer cuervo permanecía inmóvil en el mismo lugar, sorprendida por el hecho de no sentir absolutamente nada. Era como si estuviera vacía por dentro. Poco a poco comenzó a percibir cierta humillación, después rabia, preocupación y finalmente miedo. Entonces miró a Godain, que estaba sentado en la misma posición y que ni siquiera había levantado la cabeza. De repente le pareció que la pelea que habían tenido días antes carecía de importancia, y sintió una fuerte necesidad de tocarlo, de tender un puente en el abismo que los separaba, y demostrarle a él, a sí misma y a todos los presentes que estaba de su parte. Sin embargo él ni siquiera daba muestras de ser consciente de su presencia. ¿Realmente se había acabado todo lo que había entre ellos? En su interior, a través del vacío, comenzó a abrirse paso un dolor desgarrador.

Imtu abrió los ojos y se aclaró la garganta.

—Mañana por la mañana, al amanecer, hablaremos de lo que ha sucedido e intentaremos aclararlo. Como habéis podido comprobar con vuestros propios ojos, el alma de Elann está enferma. Esperemos que pronto se encuentre mejor. Ahora la mujer cuervo y yo nos retiraremos a mi cámara e intentaremos conjurar la desgracia que se cierne sobre nuestra tribu. No quiero que nadie nos moleste. Por esta vez quedáis exentos de todas las obligaciones propias de las noches de luna llena.

★ ★ ★

Finalmente se hizo de día. El fuego de la caverna se había reducido a unas pocas brasas incandescentes. Ninguno de los presente parecía tener hambre. Apenas acabaron de desayunar se sentaron expectantes alrededor del fuego. Elann no estaba presente.

Imtu indicó a Ravan que se sentara a su lado, en el lugar que ocupaba habitualmente y ordenó a Godain que se acercara. Sin más rodeos fue directa al asunto que les ocupaba.

—Nos hemos reunido en nombre de Udonn para evitar la desgracia que se cierne sobre nuestra tribu. A partir de este momento discutiremos sobre la relación entre Elann y Godain. Todo lo que afecte a la mujer cuervo es una cuestión que sólo concierne a Udonn, a las Ancianas Madres y a las mujeres pájaro. Elann ha ofendido gravemente a Ravan, y en consecuencia también a la Gran Madre. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para conseguir que Udonn nos perdone por este terrible agravio. Los demás no podéis hacer nada, de manera que es mejor que no os preocupéis.

Elann todavía está enferma, así que su madre Yegua y su abuela Lluvia hablarán en su nombre.

A continuación se dirigió a Godain que, para sorpresa de Ravan, parecía encontrarse perfectamente y no mostraba síntoma alguno de tener fiebre.

—Chamán, siento mucho lo que ha sucedido. Todavía no acierto a comprender que te reprocha Elann. Al fin y al cabo lo que sucede en el bosque entre un hombre y una mujer son cosas que no le conciernen a nadie. Tu compañera se queja porque todavía no ha recibido la bendición de Udonn, aunque de momento no existe motivo alguno para preocuparse. Está claro que su actitud se debe a la enfermedad que asóla su alma, de lo contrario no se entendería por qué os ha montado un escándalo semejante.

El rostro de Ravan no mostraba ninguna emoción. Tras mirar de reojo a Godain tenía la vista fija en la hoguera. Sólo ella sabía lo mucho que le costaba mantener aquella actitud.

—Sin embargo —continuó Imtu—, después de lo que ha sucedido, y teniendo en cuenta lo que me ha contado Lluvia esta mañana, es evidente que tu compañera ya no quiere seguir contigo, incluso aunque tenga que renunciar a su hogar. ¿Qué piensas hacer?

Godain la miró de soslayo y se encogió de hombros.

—Está claro, me marcho. Creo que saldré mañana, como mucho, pasado mañana.

De hecho no existía ninguna otra posibilidad. Bajo su abrigo Ravan apretó fuertemente los puños y reprimió un gemido de dolor.

«No puedo soportarlo. ¿Qué puedo hacer?»

Sin embargo, no había nada que hacer, y Ravan lo sabía perfectamente.

De repente sucedió algo totalmente inesperado. A través del manto de niebla que cegaba su mente, Ravan escuchó la voz de Wika que decía:

—No. No me parece justo. Godain debe quedarse. Él pertenece a nuestra tribu.

En aquel momento, del círculo de los hombres, se levantó un murmullo de aprobación.

—Wika tiene razón. Godain debe quedarse. No tenemos derecho a expulsarlo del clan —se oyó protestar desde todos los ángulos. Las mujeres se miraron incrédulas. ¿Se habían vuelto todos locos? En realidad, no todos. Algunos hombres, como Barn, se mostraban neutrales. Sin embargo no había ni una sola voz discordante.

Ravan estaba temblando de arriba abajo.

El propio Godain parecía sorprendido. Su expresión se tornó más alegre y se desprendió de su actitud distante. Parecía más vivo, incluso más alto. La satisfacción que sentía inundó por completo el lugar.

Imtu no pareció darse cuenta.

—Comprendo como os sentís —dijo la mujer pájaro—. Todos nosotros sentimos mucho su pérdida. Pero, después de lo que ha sucedido, no tenemos elección.

—Me gustaría decir algo —dijo Godain—. Sinceramente os agradezco mucho vuestra actitud, hermanos. Todos sabéis lo mucho que significa para mí el vínculo que existe entre nosotros. Me gustaría mucho quedarme, si es ese vuestro deseo, pero… —su voz se volvió más fuerte y exigente— … pero no en el hogar de una mujer. Nunca más. Eso se ha acabado. Exijo que se me conceda un hogar propio en la caverna en la que vivo. Un lugar que sea sólo mío.

Mientras hablaba sus ojos brillaban con intensidad y, cuando terminó, miró desafiante a Imtu, y después a Marra, Lluvia y Enebro. Evitó deliberadamente cruzar la mirada con Ravan que, contenía el aliento y presenciaba lo que estaba sucediendo con el corazón en un puño.

—¿Qué significa esto? ¿Acaso tu alma también está enferma, como la de Elann? —Aquella voz cortante pertenecía a Marra. Imtu, en cambio, parecía estar en trance, y escuchaba con los ojos entreabiertos completamente inmóvil.

Godain se puso en pie.

—¿Y por qué un hombre no puede tener derecho a un hogar propio? ¿Por qué las mujeres son las únicas que pueden reclamarlo? Ha llegado el momento de cambiar las cosas, de lo contrario…

—Elann no estaría dispuesta a…— comenzó Lluvia. Pero, antes de que quisiera terminar, Marra la interrumpió.

—Esto no tiene nada que ver con Elann. Se trata del antiguo orden de las cosas. Godain quiere que renunciemos a él. Es ridículo. Este hombre se ha vuelto loco.

«¿Por qué Imtu no dice nada?»

—Es posible que no esté tan loco como vosotras creéis —continuó Godain. Todos los presente estaban pendientes de sus palabras. Los hombres fascinados, y las mujeres perplejas—. Tal vez haya otros cazadores que piensan como yo. Estamos hartos de que las Ancianas Madres decidan siempre por nosotros. Nada nos impide marcharnos todos juntos. Entonces veríais qué es lo que pasa con vuestra tribu. Os creéis muy fuertes, pero no lo sois tanto.

—La Gran Madre Udonn…

—Ya no tenemos miedo de vuestra Gran Madre. Al fin y al cabo sólo se preocupa por el bienestar de las mujeres. Existen otras fuerzas… muy distintas…

—¡Ya basta! —gritó Barn. Al mismo tiempo Asko y Wika intentaron que Godain se callara.

—Has ido demasiado lejos. No puedes hablar así… Tu actitud nos traerá grandes desgracias. Jamás hemos querido algo así.

No obstante, era demasiado tarde. En aquel momento Ravan dio un grito y lanzó toda su fuerza contra Godain. Mientras hablaba escuchaba las palabras del cuervo, de Vairani, que atravesaban su cuerpo de arriba abajo y salían de su boca cargadas de odio.

—¡Escúchame bien, Hombre de la Cornamenta! ¡Sé quién eres y lo que pretendes! ¿Cómo te atreves a poner en peligro la paz y el bienestar de esta tribu? ¿Quieres enfrentarte a mí? Pues yo te enseñaré lo que le sucede a todo aquel que ose retar a Udonn-Vairani. Acabaré contigo. Espera y verás. En cuanto a ti, Godain, ¡márchate! Abandona este lugar inmediatamente. Aquí no queda sitio para los que amenazan a Udonn y a sus hijas. ¡Vete y no vuelvas nunca más! Que las huellas de tus pisadas desaparezcan y se olviden para siempre.

Godain abrió la boca para responder, pero el poder de la Gran Madre todavía reinaba en el lugar.

—¡Cállate! —gritó Ravan con una voz aguda—. ¡Cállate y vete! —añadió señalando la salida.

El chamán cerró los ojos y, por un momento, parecía que se iba a derrumbar. Lentamente se dio la vuelta y abandonó la caverna arrastrando los pies. Ravan inspiró profundamente y se quedó mirándolo: su espalda, sus hombros y su peculiar forma de caminar. Poco a poco comenzó a sentirse invadida de los sentimientos de una mujer de carne y hueso.

Esta vez, sin embargo, parecía que la fuerza de Vairani se negara a abandonarla, y la joven dirigió una mirada amenazante a Wika, que inmediatamente se arrepintió de sus palabras y balbució con el rostro pálido de terror:

—Nunca quisimos que sucediera algo así. ¡Créeme! Ninguno de nosotros pretendía algo semejante.

★ ★ ★

Sí, Gadra. Aquella fue la primera vez que tuve que tomar una decisión importante que concernía a toda la tribu. Imtu no intervino en ningún momento y no volvió a abrir los ojos hasta que todo había terminado. Entonces se acercó a mí, que estaba de pie junto al fuego temblando de frío y dijo:

—Has hecho lo que debías. Esta vez era tu deber actuar, no el mío. En este momento Vairani y ese Hombre de la Cornamenta están jugando.

—¿Y a esto le llamas juego?

La anciana no respondió. Se levantó con esfuerzo y se dirigió a su cámara. Jamás la había visto tan cansada. En aquel instante un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

Quería decir algo. Quería correr detrás de ella, pero no pude. Me quedé allí plantada, mirando la salida, el lugar por el que Godain había desaparecido adentrándose en el frío invierno.

Entonces me di cuenta de que Wika y Asko se apresuraban a recoger sus ropas y sus objetos personales y me estremecí. Los miembros de la tribu estaban sentados en pequeños grupos y susurraban entre ellos. Algunos me miraban, pero nadie se atrevía a dirigirme la palabra. Entonces me di la vuelta y me encaminé hacia la cámara.

Imtu estaba tumbada sobre sus mantas y junto a ella se habían sentado las ancianas madres. En aquel momento miré a aquellas cuatro mujeres y vi algo que jamás había podido imaginar. Emanaban una gran autoridad, parecían tan fuertes como siempre, sin embargo parecía como si aquella imagen presentara un especie rasguño, como un viejo trozo de cuero cuando empieza a deteriorarse. Las Ancianas formaron un círculo alrededor mío.

Ayudada por Marra Imtu se puso en pie para acercarse a escucharme.

—¿Y bien, Ravan? —susurró.

Entonces respiré hondo y les conté todo lo que había pasado.

★ ★ ★

Durante los días posteriores, los hombres miraban a hurtadillas a Ravan. Su comportamiento hacia el resto de las mujeres era el mismo de siempre. Muy pronto la joven mujer pájaro se dio cuenta de que Godain se encontraba en algún lugar cerca de allí. Por los comentarios en voz baja y el intercambio de miradas se deducía que algunos de los cazadores habían estado con él hacía poco. Y sólo había un lugar en el que podía estar.

En una ocasión se cruzó con Asko en la penumbra del cobertizo. En aquel momento sacó una bolsa llena de bolas de grasa de castor de debajo de su capa y se la entregó sin decir una palabra. Asko entendió en seguida, cogió la comida y asintió con la cabeza. Al ver la mirada preocupada de Ravan dijo:

—Se encuentra bien.

—Gracias —respondió ella.

A continuación siguió su camino como si nada hubiera pasado.

Nadie hablaba abiertamente de Godain. Las mujeres se comportaban como si jamás hubiera existido. A pesar de que todo parecía haber retomado su rutina, se percibía cierta inquietud y malestar que casi se podía tocar con las manos.

Pocos días después Elann retomó sus tareas junto al resto de las mujeres. Apenas decía nada y se mostraba reservada evitando en todo momento la mirada de Ravan. Había cogido sus cosas y había vuelto al hogar de su madre, que en aquellos días acababa de dar a luz a una niña. Ella no mostraba el más mínimo interés por Tori, su hermana recién nacida. Aquella mujer amargada y malhumorada no se parecía en nada a la joven alegre y llena de esperanza que había sido presentada a la tribu apenas un año antes. Los hombres se mantenían alejados de ella deliberadamente.

El hogar que había quedado libre lo ocuparon Onta y Reno. Días después de la luna llena Imtu había comunicado a la tribu que ambos se habían convertido en pareja con el consentimiento de las madres. La unión se confirmaría con posterioridad, durante la fiesta del solsticio de verano. Todos consideraron que la decisión era muy acertada. Onta estaba sola de nuevo, pues Reik no había querido quedarse y se había marchado con Gol tras una fiesta de despedida por todo lo alto. Reno había estado considerando seriamente irse con ellos, pero la posibilidad de conseguir un nuevo hogar en la tribu le había hecho cambiar de idea en el último momento. Tal vez Onta fuera bendecida por Udonn. En ese caso todo se habría solucionado. De lo contrario, acabaría marchándose. Cuando la honorable Imtu intentó convencerlo de que aquello era lo mejor para todos, el cazador no necesitó que le insistiera demasiado.

Al principio les asignó un lecho provisional en el hogar de Dorin. Sin embargo ahora Onta volvía a tener un hogar propio para compartirlo con su compañero. Las felicitaciones del resto de la tribu eran sinceras, pero comedidas. Habían sucedido muchas cosas desagradables en las últimas semanas. Además, nadie sabía cuánto tiempo podría mantener aquel hogar, o si la relación entre Reno y ella funcionaría.

Aunque las condiciones no eran las más adecuadas, los dos jóvenes parecían llevarse mejor de lo esperado. Durante las largas noches de invierno en las que compartieron el calor de las mantas de piel, se estableció entre ellos cierta simpatía, más tarde una sincera amistad, que acabó convirtiéndose en complicidad que ambos custodiaban como algo muy valioso y que toda la tribu observaba maravillada.

Durante la siguiente ceremonia de la luna nueva, Lluvia anunció que era la segunda vez que su hija esperaba en vano que le llegara el sangrado. Estaba claro que Onta estaba embarazada. Las madres se alegraron de todo corazón. Tras la interminable sucesión de contratiempos a los que habían tenido que enfrentarse en los últimos tiempos, por fin asomaba un pequeño rayo de luz.

★ ★ ★

Barn había sugerido varias veces a Birkin que salieran a cazar juntos, ellos dos solos. Ella sabía de sobre por qué lo hacía: desde la Gran Cacería se había creado cierta distancia entre ellos, algo que él llevaba bastante mal. Sin duda quería hablar con ella sobre aquel asunto. Tras hacerse un poco de rogar, la cazadora accedió, intentado disimular las ganas que tenía de estar a solas con su compañero.

Pocos días después salieron juntos al amanecer. Había salido el sol y se percibía en el ambiente la proximidad de la primavera. Nada más comenzar se les escapó una manada de corzos, pero consiguieron un par de perdices blancas, una liebre y un pequeño hámster que estaba de muy buen ver. A primera hora de la tarde el cielo se cubrió de nubes dando paso a una larga puesta de sol. No hacía viento y tampoco nevaba y ninguno de los dos tenía ganas de volver a la caverna. Deambularon por los alrededores en busca de algún animal del bosque, pero al final se colocaron al abrigo de unos arbustos y encendieron una pequeña hoguera.

Birkin despellejó el hámster con suma pericia y lo ensartó en una delgada rama. Mientras tanto Barn se ocupó de almacenar pequeños trozos de corteza de árbol y ramas secas sobre la lumbre.

—A la vuelta podríamos acercarle la liebre a Godain —sugirió el joven.

—¿Quieres decir que todavía anda por aquí? ¿Y qué pretende?

—Los cazadores no quieren que se marche.

Birkin frunció el ceño y giró el pequeño hámster que empezaba a chisporrotear.

Barn lo intentó de nuevo.

—No resulta fácil para un hombre solo pasar el invierno ahí fuera…

El rostro de la joven permaneció impasible. Barn le cogió el brazo.

—¿Estás enfadada conmigo? —le preguntó con voz queda.

Finalmente, sin apartar la vista del animalillo, Birkin le espetó:

—Sí, estoy enfadada contigo y con todos los hombres de la tribu pero, especialmente, con ese… ese extraño chamán. Desde que llegó todos habéis cambiado. Los hombres miran con desconfianza a las mujeres. Ya no me gusta salir a cazar con vosotros. A veces preferiría que todos esos hombres malhumorados se marcharan de la tribu, aunque eso significara quedarnos solas. Ya nos las arreglaríamos para salir adelante.

Barn tragó saliva, se frotó la barbilla y respondió vacilante:

—Yo nunca te he mirado con desconfianza.

Birkin siguió sin mirarle, pero por primera vez desde hacía mucho tiempo, se percibió un asomo de sonrisa en las comisuras de su boca.

El muchacho respiró hondo y continuó:

—Yo soy muy feliz con mi vida y con mi lugar en la tribu pero, por lo visto, el Hombre de la Cornamenta quiere que las cosas cambien. No me fío mucho de él, ni tampoco de Godain, aunque he de reconocer que posee muchas cualidades. Sin embargo, el hecho de que las cosas cambien, no significa que debamos considerar a las mujeres como enemigos. De todos modos, es sólo mi opinión —tras una pequeña pausa añadió—: Escúchame bien, Birkin. Aquella noche, durante la Gran Cacería, cuando Hellku y tú aparecisteis… —Los músculos de su rostro se tensaron al recordar la humillación que sintió—… Sólo quería decirte que, a pesar de ser uno de los más jóvenes, hablé a favor vuestro ante el resto de los cazadores.

De repente el rostro de la joven se relajó y, por primera vez desde que había comenzado la conversación, le miró a los ojos.

—¿Y qué dijiste? —le preguntó dejando a un lado el espetón.

—Les dije que eras una excelente cazadora y que si no te dejaban venir, tampoco contaran conmigo.

Birkin sacudió la cabeza y apoyó la mano sobre su mejilla.

—Me siento muy orgullosa de ti, Barn, pero fue una imprudencia. Si toda esa historia del Hombre de la Cornamenta sigue adelante, es posible que, llegado el momento, tengas que tomar una decisión. ¿Realmente quieres enfrentarte a tus hermanos, los cazadores? No puedes hacer eso.

Barn le agarró la mano y, con el otro brazo, la apretó fuertemente hacia sí.

—Si tuviera que elegir —susurró—, ten por seguro que te elegiría a ti, del mismo modo que tú me elegiste a mí en la fiesta del solsticio de verano. Existe un fuerte vínculo entre los cazadores, eso está claro, pero también existe un vínculo entre un hombre y una mujer. Yo no estoy dispuesto a romper ese vínculo. No me importa lo que digan los demás.

—Estás loco —respondió Birkin con ternura, mientras apoyaba su mejilla sobre la de él. Aquella tierna caricia se transformó en un apasionado abrazo, y en unos instantes los dos yacían junto a la hoguera cubriéndose con la capa de Birkin.

Más tarde, mientras la joven mordisqueaba pensativa el último huesecillo, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Barn, comentó:

—Me alegro mucho de que hayamos hablado, y también de que seas mi compañero. Tal vez las cosas irían mucho mejor si los hombres y las mujeres hablaran más a menudo. Sin embargo no suele ser así. Como mucho se oye algún cuchicheo de noche, bajo las mantas. ¿No te parece raro?

En aquel momento se miraron a los ojos y, sin saber muy bien por qué, se echaron a reír a carcajadas. Birkin sacudió la cabeza divertida, pero luego se puso seria.

—Tenemos que volver. Está oscureciendo.

Acto seguido apagaron el fuego, dividieron el resto de la caza, agarraron las lanzas y se encaminaron hacia la caverna cogidos de la mano, siguiendo las huellas que ellos mismos había dejado sobre la delgada capa de nieve. Cuando llegaron al círculo exterior que rodeaba el campamento se soltaron de las manos y dejaron cierto espacio entre ellos. Se habían olvidado por completo de Godain.

★ ★ ★

—El chamán se encuentra todavía por los alrededores —comentó Marra mientras colocaba un par de ramas secas sobre la hoguera de la luna nueva—. Birkin me lo ha contado. Los cazadores le proporcionan todo lo que no es capaz de conseguir por sí mismo —a continuación miró a Lluvia, luego a Enebro y Ravan, y finalmente a Imtu—. ¿Qué debemos hacer?

—Pero, ¿podemos hacer algo? —preguntó Lluvia.

—¡Faltaría más! No sólo podemos, sino que es nuestra obligación. La mujer cuervo lo expulsó de la tribu. Si los cazadores están utilizando parte de nuestras escasas reservas para alimentarlo, están desobedeciendo nuestras órdenes y faltando al orden establecido.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Imtu dirigiéndose a Ravan.

—Sí.

—¿Has estado con él?

—No. Le hecho llegar una parte de mi comida a través de Asko, pero tengo intención de ir a hablar con él.

—¿Pero tú de qué parte estás? ¿De parte de los hombres? —La voz de Marra estaba llena de rabia—. ¡Fuiste tú quien lo expulsó de la tribu! ¡Y con todo el derecho del mundo! ¡Eres nuestra mujer pájaro! ¿Acaso has decidido apoyar a ese monstruo al que llaman Hombre de la Cornamenta?

—Déjale hablar, hermana —dijo Imtu con evidente fatiga.

Ravan sacudió la cabeza mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Todo esto me resulta muy desconcertante. Como bien sabéis, Godain significa mucho para mí. A pesar de ello, si el Hombre de la Cornamenta se vuelve en contra nuestra, estoy dispuesta a enfrentarme a él con todas mis fuerzas. Sin embargo, no podemos hacer nada contra la actitud de los hombres. ¿No pretenderéis que los expulsemos a todos? Las cosas han ido demasiado lejos. No podemos ignorar lo que está ocurriendo. Llevo un tiempo pensando en hablar con Godain. Es necesario que lleguemos a un acuerdo, que encontremos un camino común, una especie de pacto entre Vairani y el Hombre de la Cornamenta, aunque eso signifique cambiar el antiguo orden… —Llegado este punto no se atrevió a continuar. Era incapaz de terminar la frase.

De todos modos no era necesario. Las Ancianas Madres habían entendido perfectamente. Inmediatamente todas ellas comenzaron a poner inconvenientes.

—No debes encontrarte con él bajo ningún concepto. Es peligroso. Ha amenazado a las mujeres y podría hacerte daño.

—Eso supondría romper el tejido sagrado.

—Los hombres son incapaces de tomar decisiones que afecten a la tribu. Udonn no los creó para eso. Sólo piensan en cazar y en acostarse con las mujeres…

—Necesitan que les guíen y les aleccionen. Es por su propio bien.

—Hasta ahora nadie se había quejado y todos vivíamos en armonía.

—El antiguo orden de las cosas y nuestra forma de vida están en peligro, y con ello también la supervivencia de nuestra tribu. ¿Y tú pretendes negociar? ¿Qué me respondes a eso, mujer pájaro?

Ravan esperó a que la tormenta amainara. La urgencia y la desesperación que mostraban los rostros de las madres le afectó profundamente e hizo que sus planes empezaran a tambalearse. ¿Realmente no existía modo alguno de tender un puente entre el mundo de las mujeres y el de los hombres? En ese caso sus propósitos estaban condenados al fracaso.

Estaba tan sumida en sus pensamientos que estuvo a punto de perderse las palabras de Imtu.

—… por eso, mujer cuervo, no tiene sentido que vayas a hablar con Godain y a negociar con el Hombre de la Cornamenta. Ha sido muy valiente por tu parte ofrecerte para semejante misión, pero será mejor que lo olvides. Ahora déjanos reflexionar sobre cuál es la mejor manera de expulsar a Godain definitivamente y conseguir que los hombres entre en razón.

Aquella noche, en la oscuridad de la cámara, Ravan seguía dándole vueltas a la cabeza incapaz de conciliar el sueño. Una y otra vez repetía las mismas plegarias intentando olvidarse de todo y dejarlo en manos de la Gran Madre. Sin embargo, había algo que se lo impedía. Por primera vez en su vida experimento una especie de rebeldía contra las Madres y contra Imtu.

«Yo soy una mujer pájaro y, como tal, no tengo que rendir cuentas ante nadie, excepto ante Udonn-Vairani. Si considero que debo hacer algo que considero correcto, no pueden impedírmelo.»

Aun así, Ravan no podía soportar el dolor que le producía dudar de las Ancianas Madres. Si resultaba que no eran infalibles, ¿en quién debía confiar a partir de entonces? En aquel momento el mundo le pareció más frío y lúgubre que nunca. Además, ¿realmente se sentía capaz de transgredir una orden explícita de Imtu?

La joven dio vueltas y más vueltas entre las mantas, devanándose los sesos, pero no encontró la respuesta a sus preguntas. Al final, poco antes del amanecer, se quedó dormida y se sumió intranquila en el mundo de los sueños.

★ ★ ★

De repente una fuerte ráfaga de viento me tiró al suelo. Con gran esfuerzo conseguí ponerme en pie, me retiré la arena de los ojos y miré a mi alrededor. Allí estaba, era el Hombre de la Cornamenta, una especie de vaga aparición entre los árboles del bosque. Junto a él había un lobo, y unos pasos más atrás, otro. Quería salir corriendo pero, al mismo tiempo, me sentía fuertemente atraída por aquella enorme figura con la cornamenta de un ciervo. Entonces me miró y dijo:

—Yo tengo la respuesta a todas tus preguntas, pequeña mujer cuervo: ¡No te enfrentes a mí! La época de las Madres y de las gentes que se aferran a ellas como si fueran niños pequeños está llegando a su fin. Voy a enseñar a los hombres a convertirse en adultos y a reclamar el lugar que les corresponde como cazadores y proveedores de alimento. Ya nada podrá detenernos.

Su risa chirriante me hacía daño en los oídos.

—Pero las mujeres… —dije yo.

—No te preocupes, os trataremos bien. Vuestras vidas serán más llevaderas. Vuestra Gran Madre, la Anciana, necesita tomarse un buen descanso. Créeme, seréis muy felices.

¿Qué debía hacer? Quería marcharme, no quería tener nada que ver con aquel extraño ser.

En mi interior me debatía entre salir corriendo, enfrentarme a él o arrojarme en sus fuertes brazos en busca de protección… ¿Protección? ¿Contra quién?

Tenía la cabeza a punto de estallar. Entonces me llevé las manos a las sienes y presioné fuertemente intentando no volverme loca.

En aquel momento sentí una extraña fuerza justo a mis espaldas y escuché una voz tenebrosa, similar al viento cuando acaricia las copas de los árboles. Llegaba hasta mí desde todas las direcciones.

—¡He oído lo que has dicho, hombre de los lobos! ¿Pretendes desafiarme una vez más? Pues entonces, ¡mírame si eres valiente!

En aquel momento un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y el silencio que siguió a sus palabras me dejó sin respiración. Entonces me tapé la cara, pero la incertidumbre era tan insoportable que retiré las manos de mi rostro y me di la vuelta.

Pero allí no había nadie. Debí haberlo imaginado.

En aquel momento se oyó una risa burlona. Era la segunda vez que la oía. Acto seguido unas enormes cascadas de luz comenzaron a caer sobre las verdes colinas. Entonces la vi. Era Vairani, con su aterradora belleza, más brillante que el sol. Se paseaba entre las nubes, jugueteando y bailando, completamente desnuda. Al final se posó sobre la tierra y se acercó a mí. Yo caí de rodillas ante ella.

Mis ojos se deslizaron por su brillante figura. A sus pies había un cuervo que me miraba fijamente. El animal dio un pequeño salto en dirección a mí, y luego otro. En sus oscuros ojos se reflejaba mi imagen, pero aquélla no era yo. Era una extraña, una figura salvaje y desenfrenada, un ser mitad mujer mitad serpiente, muy poderosa y terriblemente parecida a mí.

El miedo y éxtasis me hacían bullir la sangre, mi corazón latía con fuerza. Estaba segura de que no sobreviviría a aquello.

Sin embargo había otra parte de mí que no sentía nada, absolutamente nada, y que lo observaba todo como una simple espectadora. En aquel momento aparté la vista del cuervo y me giré hacia el Hombre de la Cornamenta. Todavía estaba allí, entre los árboles, mirando atónito la sinuosa figura que estaba detrás de mí, la bailarina de hermosos pechos y caderas pronunciadas.

—¿Quién eres tú? No te conozco. Tú no eres Udonn, la Madre Tierra.

—Por supuesto que me conoces. Yo soy la mujer. Yo soy el fuego. Soy el principio y el fin; la destrucción y la renovación; la que baila con las llamas. Yo soy la leona de las terribles garras, la serpiente, la dragona. Yo hago correr la lava, y levanto oleadas de fuego desde las profundidades del mar. ¡Mírame bien, valeroso luchador!

El Hombre de la Cornamenta dio un paso atrás.

—Llevas mucho tiempo buscándome —dijo entonces aquella voz metálica—. Yo soy el lugar al que conducen todos los caminos. Los tuyos y los de todos tus cazadores. Puedes enviarlos a conquistar el mundo, pero sabes perfectamente que, al final, todos volverán a mí. Yo soy la puerta que todos los seres vivos han de atravesar… si quieren volver a nacer.

Tanto en la vida como en la muerte, vuestro único objetivo es el seno de las mujeres, y nosotras lo sabemos. Es ahí, y no en el hecho de dar a luz, donde reside nuestro poder. Los hombres también lo saben, y les resulta difícil de soportar. Conseguirán cambiar el mundo, sólo para demostrarse a sí mismos de lo que son capaces, y tú los guiarás en esa empresa. Pero aún no ha llegado el momento.

Ahora vete, Hombre de la Cornamenta, vuelve al lugar de donde procedes. Yo haré que te marches enviándote un poco de fuego. Todavía no ha llegado tu momento. Cuando lo haga, te dejaré que gobiernes por un tiempo, para ver de lo que eres capaz. Pero sabes muy bien que nunca podrás vencerme y, aunque pudieras, tu victoria no merecería la pena.

A continuación esbozó una sonrisa enigmática y se giró hacia Ravan:

—Las Ancianas Madres seguirán gobernando, pero también ellas cometen errores, demasiados errores. El tejido de la vida está rasgándose. Los hombres y las mujeres, cuyas almas están emponzoñadas de codicia, odio y necedad, acabarán destruyéndolo. Sólo piensan en sí mismos, en poseer cosas y en ostentar el poder. Sus disputas han acabado con mi paciencia, y ahora conocerán la cólera de Vairani.

Ahora, mujer cuervo, tienes que volver. No hables con nadie de lo que acabas de ver. Ellos no pueden entenderlo, y acabarían volviéndose contra ti. Va a suceder algo terrible, pero tú sobrevivirás y servirás a tu pueblo durante largos años. Y no lo olvides nunca: tu misión en esta vida es mantener viva la memoria del tejido de Udonn. Enseña a los hombres que son sólo una parte de él y que deben honrarlo, de lo contrario… serán exterminados…

Poco apoco sus últimas palabras se redujeron a un susurro.

¿Realmente había hablado conmigo, o leí las palabras en los ojos del cuervo que estaba frente a mí, mirándome como si no me conociera de nada? En aquel momento extendió sus alas y voló directamente hacia mí. El negro brillante de sus alas me hizo desaparecer.

★ ★ ★

El día siguiente trascurrió lentamente, como si fuera una tortura. Ravan se quedó en la caverna, ayudando a Baya Roja y a Fliss a preparar dos grandes piezas de cuero para que se pudieran coser. No tenía mucho que decir, así que escuchó la conversación de las dos embarazadas sin prestar mucha atención. Hablaban sobre el parto y sobre los cuidados de los hijos, y también sobre el tiempo y el reparto de los alimentos. Ravan desvió su atención. Las imágenes del sueño de la noche anterior volvían una y otra vez a su cabeza. También aquello era muy difícil de soportar.

Casi con envidia, se dio cuenta de que ninguna de las mujeres que estaban en la cueva tenía la sensación de que fuera a suceder algo extraordinario. Nada hacía pensar que estuvieran nerviosas o que se sintieran amenazadas. Las Ancianas Madres se comportaban como siempre, aunque en sus inexpresivos rostros jamás se percibía absolutamente nada.

En aquel momento se levantó el toldo que protegía la entrada y un grupo de unos cuatro o cinco cazadores entró en la caverna. Llevaban consigo un pequeño corzo, la única pieza que habían conseguido. Ravan los miró de reojo. Al contrario de lo que sucedía con las mujeres, su aparente serenidad no era auténtica. Era evidente que estaban muy tensos.

Como hacían casi todas las noches, los hombres se congregaron en el rincón donde solía trabajar Asko, y que era el mismo donde custodiaban sus armas. Hablaban en voz baja y, a pesar de sus esfuerzos, Ravan fue incapaz de entender ni una sola palabra. De todos modos, no hacía falta. Por su forma de comportarse no había ninguna duda de que Godain seguía escondido y que todos ellos estaban en permanente contacto con él y con el Hombre de la Cornamenta. El recuerdo de Godain le provocó una especie de punzada en el corazón, pero Ravan intentó ignorar aquel intenso dolor. En aquel momento Pekum estaba contando algo y todos se reían con ganas, incluido Barn, que al momento sacudió la cabeza y buscó a Birkin con la mirada.

La mujer cuervo miró entonces al grupo de las mujeres. ¿Es que no se daban cuenta de nada?

La cena, que consistía escuetamente en una sopa de hierbas, estaba lista. Estrella y Kisal se encargaban de repartirla en cuencos que se pasaban unos a otros. Las primeras en recibir su parte fueron las Ancianas Madres, luego el resto de las mujeres y los niños, después los cazadores y, finalmente, los ancianos de la tribu. Elann estaba sentada junto a Yegua, que estaba dando de mamar a su hija pequeña. También el pequeño de Dorin succionaba con ansia el pecho de su madre. Por su parte Llama y Farin daban de comer a sus hijos antes de hacerlo ellas mismas. Baya Roja suspiró y cruzó las manos sobre su vientre. Apenas faltaban unos días para el nacimiento. La pequeña Ogu rodeó a su tía Onta con sus delgados bracitos y la apretó con fuerza. Onta sonrió y le acarició la cabellera. Ravan se conmovió. Hasta aquel momento jamás había sido consciente del estrecho vínculo de amor que le unía a todos y cada uno de los miembros de la tribu. Cuando Fliss le entregó el cuenco lleno de sopa, parpadeó intentado librarse de las lágrimas que afloraban a sus ojos. Poco a poco rodeó el cuenco con su frías manos y bebió el caldo caliente.

La cena terminó tan rápidamente como había empezado. Sin sentirse del todo saciados los miembros de la tribu se quedaron mirando las brasas y comenzaron a charlar en voz baja. Las únicas voces que sonaban alegres eran las de los niños.

«Tiene que pasar algo. No puedo soportarlo más.»

En aquel instante un hombre se levantó y salió al exterior. Se trataba de Asko. Ravan se puso en pie disimuladamente y fue tras él. En la penumbra del pasillo esperó a que volviera. Él la reconoció y se detuvo.

—Asko —susurró la joven—, ¿sigue Godain en el mismo sitio?

El chamán vaciló, pero luego asintió con la cabeza.

La mujer pájaro se pasó la lengua por los labios y dijo:

—Tengo que verle. Es importante que hablemos. Cada día que pasa estoy más asustada. Va a pasar algo terrible… Pero no puedo ir sola… ¿Tú estarías dispuesto a acompañarme?

El hombre se quedó pensado y volvió a asentir.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Ahora mismo.

—De acuerdo. Coge tus cosas.

En silencio, absortos en sus pensamientos, los dos echaron a andar a través de un paisaje casi primaveral. El chamán iba a la cabeza. Hacía mucho calor, incluso demasiado, y había mucha luz. La luna menguante se encontraba en el sudeste, sobre la cima de los árboles, y sus rayos hacían brillar los últimos restos de nieve del bosque de robles y abedules. El aire estaba cargado.

Avanzaron rápidamente por el sendero que se había formado a fuerza de pasar siempre por el mismo camino. Muy pronto se vislumbraron las características redondeces del bloque de rocas bajo el que se encontraba el refugio de Godain, cuyo interior estaba iluminado por una hoguera. Era el lugar en el que tiempo atrás se producían sus encuentros amorosos. Ravan tragó saliva.

Al llegar vieron a Godain sentado junto al fuego, con la lanza en la mano y la maza preparada para cualquier eventualidad. Cuando reconoció a su amigo apoyó el arma sobre las rocas y alzó la mano a modo de saludo. Fue entonces cuando descubrió a Ravan. Por un instante sus ojos brillaron de alegría, pero en seguida su expresión cambió y volvió a ser huraña y llena de odio. Sin embargo, a pesar de lo que él creía, su rostro reflejaba la lucha que se estaba produciendo en su interior. Ravan se acercó al fuego y dejó a un lado su lanza. A continuación se echó las manos a la espalda para disimular las ganas que tenía de abrazarlo.

—Godain —dijo con voz queda. El cálido tono de su voz hizo que Asko la mirara de reojo. Con un movimiento de la mano Godain invitó a los visitantes a tomar asiento junto a la hoguera. Todavía no había abierto la boca.

Ravan miró a su alrededor con curiosidad. En el poco tiempo que había pasado desde la expulsión de Godain, los hombres se habían encargado de colocar mantas y piezas de cuero convirtiendo la cueva en un lugar agradable y extraordinariamente seguro. Había un buen montón de leña y el chamán tampoco daba muestras de haber pasado hambre.

Sobre el fuego, sujeta por una rama en forma de horquilla, colgaba una bolsa de cuero de la que Godain sacó un poco de infusión y llenó unos vasos. Para acompañar ofreció a sus huéspedes unas delgadas tiras de carne curada. Cuando Ravan cogió su porción, rozó levemente su mano, y sintió un estremecimiento que los demás no percibieron.

La mujer pájaro bebió un trago y disfrutó agradecida del calor de la bebida y de la lumbre. La carne la dejó a un lado, en aquel momento no era capaz de probar bocado.

—Godain —dijo entonces—, tengo que hablar contigo. Contigo y con Asko. ¿Estáis dispuestos a escucharme?

Los dos asintieron con la cabeza.

—Vosotros sois chamanes, y sabéis muy bien que nos encontramos en peligro. La tierra se ha movido dos veces. Udonn está furiosa.

—¿Con los hombres?

—No, Godain, con todos nosotros. Han sucedido cosas terribles, pero las que tienen que venir serán aún peores. Las mujeres hemos cometido errores y eso ha desatado su cólera… Elann, puede que incluso las madres… y sin duda también yo. Mientras tanto los hombres os habéis unido en su contra y en contra de las mujeres y pretendéis alterar el antiguo orden de las cosas. No, no digas nada. Lo sé y basta. Vuestro Hombre de la Cornamenta ha atacado a Udonn y la ha ofendido. Ahora está furiosa. Si no conseguimos calmarla, su rabia acabará con todos nosotros. No tenemos mucho tiempo para evitar la desgracia. Cada día que pasa está más cerca, y yo tengo miedo, mucho miedo. He intentado hablar contigo, Godain, y también con las Ancianas Madres y con Imtu. Pero, por lo visto, nadie comparte mis preocupaciones. Aun así, tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para aplacar la cólera de Vairani. Es importante que lo hagamos juntos, que unamos nuestras fuerzas y que olvidemos nuestras desavenencias. Es muy urgente. Creedme, nuestras vidas corren peligro.

Godain tragó el trozo de carne que había estado masticando y preguntó:

—¿Vairani?

—Sí —respondió Ravan—, la destructora. Puede llegar a convertirse en lo más horrible que podáis imaginar. Ni siquiera debería haberla nombrado.

—Es la primera vez que oigo su nombre, pero la conozco. La he visto. No permitiré… es decir, no permitiremos que nos aniquile.

—¿Qué quieres decir? ¿No estarás pensando en enfrentarte a ella?

—Simplemente digo que no pienso rendirme. Siempre hay un remedio para todo. Mientras siga con vida lucharé, y si no queda más remedio, huiré. Lo que no haré nunca es someterme a ella ni suplicarle clemencia.

Ravan no podía creer lo que estaba oyendo. Por lo visto no existía posibilidad alguna de hacerle entrar en razón. De nuevo se volvía a topar con aquel muro insalvable. En su interior comenzó a sentir una vez más la rabia y la impotencia que iban irremisiblemente unidas al amor que sentía hacia Godain.

Entonces comprendió por qué se había hecho acompañar por Asko. En aquel momento se giró hacia él en busca de apoyo y descubrió que estaba reflexionando seriamente sobre lo que acababa de contarles.

—¿Y por qué recurres a nosotros? —le preguntó—. ¿No tendría que ocuparse Imtu? ¿Qué esperas que hagamos?

—Las Ancianas Madres están convencidas de que la cólera de Udonn se debe al ataque de vuestro Hombre de la Cornamenta. Imtu espera que, a pesar de todo, lo que ha de venir no sea tan grave. En cuanto al resto de las mujeres… en realidad desconocen por completo hasta qué punto puede ser peligrosa la cólera de Vairani. Yo no tengo el poder para convencerlas de que, en este momento, debemos dejar a un lado todo lo demás, incluso el Antiguo Orden de las cosas, al que tanto se aferran… Al final he llegado a la conclusión de que debemos conseguir que el Hombre de la Cornamenta y Udonn-Vairani hagan las paces… Es nuestro último recurso… Si vosotros, como chamanes, convencierais a vuestro Ciervo Sagrado para que olvidara los planes que tiene para los hombres… si todos nosotros, hombres y mujeres, le manifestáramos nuestro profundo arrepentimiento y le pidiéramos perdón…

Al llegar a este punto Ravan se detuvo, completamente desmoralizada. Sus palabras carecían de sentido. Al fin y al cabo Godain jamás daría su brazo a torcer. Era evidente que, de un momento a otro, volvería a estallar y a soltar un montón de reproches. Humillada y desesperada bajó la cabeza luchando por no romper a llorar.

Sin embargo, en contra de lo que se podía esperar, fue Asko quien tomó la palabra.

—Dice mucho en favor tuyo que hayas decidido hablar con nosotros. Hasta ahora ninguna mujer lo había hecho. Es por eso que hablaré contigo con total sinceridad, como no lo haría con ninguna otra mujer. El Antiguo Orden de las cosas se está resquebrajando. Por un lado, es una pena, pues siempre hemos vivido a gusto y en paz bajo el gobierno de las mujeres. Sin embargo, el Hombre de la Cornamenta tiene razón. Ha llegado el momento de cambiar las cosas. La opinión de los hombres debería tener más peso en la tribu. El Antiguo Orden es sólo una de las muchas formas que existen de regir la vida de una comunidad. Hace mucho tiempo, existían clanes en los que las mujeres y los hombres gobernaban en alternancia. ¿Lo sabías? Los cazadores veneraban al oso, y las mujeres a la gran vaca sagrada, y los dos se respetaban mutuamente. Sin embargo lo que está pasando en este momento, este drástico cambio, resulta muy peligroso. Yo también tengo miedo, mujer cuervo, y me gustaría hacer algo por aplacar la cólera de Udonn y la del Hombre de la Cornamenta. Pero, en mi opinión, ya es demasiado tarde. Además, no tenemos poder suficiente para intervenir en la lucha que enfrenta a estos dos seres. ¿Tú qué piensas, hermano? —preguntó mientras entregaba a su amigo el vaso vacío para que volviera a llenarlo.

El gesto contenido de Godain se había relajado un poco con las palabras de Asko.

—Me preguntas mi opinión —comenzó dubitativo—, pero en realidad quieres saber lo que opina el Hombre de la Cornamenta. Si te digo la verdad, a mí también me gustaría saberlo. Yo creo que, si en este momento se rindiera y se sometiera a la Gran Madre —pues, al fin y al cabo se trata de eso— … No, Ravan. No me lleves la contraria. Conozco a las Ancianas Madres… Como iba diciendo, si se doblegara, acabaría desapareciendo. Pero él no puede hacer eso, porque vive en todos y cada uno de nosotros. Además, yo también pienso que no podemos evitar el enfrentamiento entre él y Vairani, y también estoy asustado.

El sentimiento de alivio que experimento Ravan al descubrir la inesperada actitud del chamán, se había ido transformando en dolor y desesperación. En aquel momento agarró su mano y dijo:

—¡Oh, Godain! ¿No te parece terrible? Yo te amo, y tú también a mí. pero entre el Hombre de la Cornamenta, que vive en ti, y Vairani, que habita en mi interior, sólo existe un fuerte enemistad. ¿Crees que alguna vez cambiará?

—No lo sé, pero créeme, preferiría que las cosas fueran de otra forma —a continuación soltó la mano de la joven y se atusó los cabellos. Su mirada daba a entender la desesperación que experimentaba.

La mujer cuervo se mordió los labios y se quedó mirando las brasas. Después de un rato levantó la cabeza y preguntó:

—Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer?

Acto seguido miró a Asko, y luego a Godain, y leyó la respuesta en sus ojos.