Historia de una botella

¡Qué difícil es empezar un nuevo capítulo! Sobre todo éste, sobre todo ahora que empieza la parte más dulce y dolorosa de nuestra historia. ¿Cómo puedo contar lo que ocurrió después? ¿Cómo puedo, hoy, hacer para que la arena se deslice entre mis dedos? Arena, la misma arena que veo resbalar en el reloj de mis días. Inexorable, no se detiene, no se detiene jamás. Ese día no, no fue así, teníamos la vida por delante. Ese día de marzo queda ya tan lejos...

Estaba oscuro, los mástiles desnudos de las barcas amarradas oscilaban, el repiqueteo metálico de las jarcias y de las crucetas marcaba el paso del tiempo. Todavía quedaban algunas personas sobre las cubiertas recogiendo las cuerdas, acabando las interminables tareas de mantenimiento. Poca gente en derredor.

Es bonito enamorarse en invierno, las calles, las plazas y los lugares propios del amor están desiertos. Reservados para ti, para nosotros. El verano está bien para los jóvenes, no para los que han cumplido cuarenta años, cuando uno se siente torpe, desorientado, y, hasta cierto punto, se avergüenza de una nueva primavera con la que ya no contaba.

El puerto de Trani resultaba encantador a esa hora. Hay que ir una vez en la vida y respirar el mar allí.

Bajamos las escaleras para llegar al embarcadero. Tablas de madera, salinidad, viento.

—¿Puedo hacerte una pregunta de cien millones? —dijo Lea rompiendo el silencio que nos unía desde hacía varios minutos.

—Dispara.

—¿Por qué elegiste Medicina?

—¿Es una pregunta de reserva?

—¡No! Es que sólo te conocía como un profesional bueno y meticuloso, muy apreciado en su trabajo. Te he observado en el instituto: atento, diligente, racional, frío, comprometido, te entregas por completo... Pero la pasión no, la pasión la he visto hoy en tus ojos mientras contemplabas esos cuadros.

—No es lo que parece. Me encanta el camino que elegí en su día, estoy orgulloso, lo volvería a hacer sin dudarlo un momento. El trabajo lo vivo con racionalidad, con orden, con lucidez y dureza. Pero mi vida no se circunscribe a eso. Hay más... Me matriculé en Medicina por idealismo juvenil y por pasión. Me refiero a la de los veinte años, que es distinta a la de los cuarenta, si bien ambas son indispensables para evitar el suicidio.

Caminamos por el embarcadero.

—La verdad es que me considero un hombre afortunado, Lea. Soy el fruto de un cruce, un híbrido... Logro vivir dos mundos al mismo tiempo: la racionalidad y la poesía, la ciencia y el arte, la lógica y la ilusión. Cruzo la frontera que separa uno y otro sin cesar, y no me siento un clandestino en ninguno de los dos. ¡Al contrario! Sé que puede llevarte a la esquizofrenia, pero es una suerte de la que muy pocos pueden disfrutar.

—La razón y la ciencia las entiendo: la universidad, el trabajo... Pero ¿quién te dio el pasaporte para la otra parte del mundo?

—Mi padre... Era profesor, pero fue siempre el director del instituto. La Belleza, con mayúscula, incluida la de las mujeres, era para él un ideal concreto, tangible. Creo que la única vez que lo decepcioné de verdad fue cuando, precisamente, me matriculé en Medicina. Fue una traición. Habría preferido que me convirtiese en un hombre de letras, de filosofía, en un escritor... Nunca se resignó, pese a que me dio su bendición. El día en que me licencié me dio un paquete. «Éste es mi regalo por el diploma», me dijo. Era una botella de vino, un Torre Quarto de 1979. «Sólo debes abrirla cuando acabes tu primer libro —añadió—, pero recuerda: el vino embotellado no dura mucho tiempo.»

—¿Todavía la tienes?

—Está en mi librería. Todos los días la miro melancólico... Ha pasado ya mucho tiempo, el vino se habrá echado a perder...

—¿Lo añoras?

—Para él únicamente existían los libros. Me enseñó a amar todo aquello por lo que merece vivir esta vida: la música, los cuadros, la poesía, mi tierra, el vino, las mujeres, el amor, la libertad de pensamiento...

—¿Te daba clases particulares en casa?

La fulminé con la mirada, ella comprendió.

—Disculpa, soy una estúpida.

—Sí, me daba clases, pero eso no es lo que cuenta... Lo más importante es que lograba transmitirme la emoción, hacer vibrar unas cuerdas secretas. Yo no sentía un gran entusiasmo por el estudio, al contrario. Recuerdo una vez que me estaba ayudando con Dante, al que yo no comprendía y odiaba, y al que cuanto más odiaba más me negaba a comprender. Estábamos en su estudio, era por la noche y en casa no había nadie. Él leía con suma paciencia los versos de su viejo y voluminoso libro, que contenía los tres Cánticos comentados por Sapegno, en una edición de 1957. Quinto canto del infierno, Paolo y Francesca. Yo lo escuchaba resignado, pero en realidad no lo escuchaba. De improviso se fue la luz, un apagón, sucede; de repente nos encontramos a oscuras. Mi padre no se alteró. Oí en la oscuridad el ruido sordo que hacía el libro al cerrarse. A continuación oí la voz de mi padre que proseguía... «Ser gracioso y benigno /que visitas en este clima adverso /a los que hemos teñido en sangre el mundo... ¡cuánto deseo y dulce pensamiento / a tan amarga situación les trajo...» Y terminó lentamente: «... en tanto quedé yerto /de pura compasión, cual si muriera /y caí como cae un cuerpo muerto».[1] Lo sentí volar muy lejos. Ya no estaba conmigo... Se encontraba en otro lugar.

Me detuve un instante, el tiempo necesario para acariciar con inmensa dulzura los recuerdos.

—Creo que el amor por la poesía nació en mí en ese preciso momento. En ese momento me di cuenta de que esos versos rimados y bien construidos contenían algo más que una simple historia de amor. Había una chispa que yo no veía. Una llama que no me calentaba. Pero comprendí que estaba ahí, y envidié a mi padre... Siempre he agradecido a la ineficacia de Enel ese apagón. De no haberse producido yo sería una persona diferente...

—Son los casos extraños de la vida.

—Pues sí, unos episodios triviales, casuales e imprevisibles que te la cambian... Como ocurrió contigo, que una noche de mayo apareciste de detrás de una cortina y me paraste. Si yo hubiese pasado por allí apenas un instante antes o después hoy no estaríamos aquí... Inshallah.

Largo, interminable y maravilloso beso.

—Vamos a mi casa... —propuso Lea.

Plaza Eroi del Mare, uno de los pocos lugares de Bari donde los edificios siguen siendo de época y el saqueo de los años sesenta no ha destruido el pasado. El único elemento moderno es el descuido con el que se conserva el jardín.

La puerta del edificio donde vivía era estrecha y estaba en mal estado, las consabidas disputas de las comunidades de propietarios. Lástima. Las casas de época siempre me han gustado, pero a condición de que hayan sido reestructuradas, entonces resultan deliciosas; de no ser así apestan a humedad. Lea trajinó con la cerradura y a continuación encendió una luz demasiado tenue. En el vestíbulo flotaba, precisamente, el clásico olor a humedad. Me cogió de la mano, como si tuviese miedo, y me guio por las escaleras como si fuese un niño. Segundo piso, que en los edificios antiguos es como si fuese el tercero; una maceta de ciclaminos rojos florecidos coloreaba el rellano y la barandilla de hierro. Trajinó de nuevo con las llaves, abrió la puerta. La luz estaba encendida. Le asustaba entrar a oscuras cuando estaba sola.

—Ésta es mi casa... Mía por decir algo, estoy alquilada.

Me gustó de inmediato: la entrada y el salón estaban unidos formando un único ambiente, muy espacioso. Paredes altas cubiertas de cuadros, el tresillo decoraba el rincón más importante. Parqué, cálido, sin esa manía por el brillo, rodeado en el perímetro por unas baldosas antiguas de finales del siglo xix con un dibujo floral. ¡Maravilloso! La pared exterior estaba ocupada en su mayor parte por una ventana enorme con vistas al mar. Me quedé maravillado.

—Bonito, ¿verdad? —preguntó Lea a mis espaldas—. Lo elegí por la vista.

Miré alrededor. Luces bien distribuidas. Una cómoda de época merecedora de una buena restauración, magnífica. Una mesa de estilo, perdonable. Una boiserie que escondía la cocina, criminal. Exceptuando ese puñetazo en el estómago, el ambiente no podía ser más agradable, muy cálido, íntimo. Además había un viejo piano alto, negro y en mal estado, melancólicamente apoyado en una pared.

—¡Caramba! ¡Tienes también un piano! —exclamé.

—Sí, pero no es mío, estaba ya aquí, al igual que la mesa. El dueño del piso no sabía qué hacer con él y me preguntó si se lo podía guardar por un tiempo. Como ves, sigue aquí.

Me acerqué a él y lo abrí. El marfil de las teclas estaba amarillento, en algunos casos incluso suelto.

—Weisman... Nada mal. Creo que es de los años treinta —dije.

Probé con un arpegio.

—¡Está muy desafinado!

—Me lo imaginaba, nadie lo toca. Sólo lo uso como elemento de decoración, prácticamente es un estante para las fotografías.

Las aparté y levanté la tapa.

—Lástima, el bastidor es demasiado viejo; pero si alguien te lo afina todavía se podrá utilizar, al menos durante cierto tiempo.

Lea me tomó la mano, me miró, me sonrió, me deseaba.

—¿Y ahora? —pregunté.

—¿Ahora qué...?

Reía. Parecíamos dos adolescentes torpes el día de su primera cita.

Su boca en la mía, la mía en la suya, las manos recorrían el cuerpo, el deseo se transformó de inmediato en pasión. Le acaricié el pecho que tanto había anhelado, sentía que la excitación iba en aumento, en ella, en mí. Nos acogió el sofá, el dormitorio quedaba demasiado lejos. Desnudos, uno frente a otro, empezamos a explorarnos, a descubrirnos. Cada hallazgo era premiado con un nuevo beso. Lea tenía el pecho extremadamente sensible. Sólo pedía que se lo acariciase, que se lo besase, con delicadeza, con brusquedad. Y yo sólo quería verla gemir. Le acaricié el pubis, ella me acogió con dulzura. Dejó que la masturbase y, cuando llegó el momento, la penetré. Duró poco ese primer coito, demasiado poco, estábamos demasiado excitados. El amor es una cuestión de cabeza, y la habíamos perdido, los dos.

Encendí un cigarrillo. Lea encendió otro. Me cogió la mano. Silencio.

—¿Estás seguro de lo que estamos haciendo? —me preguntó después en voz baja, como si temiese que alguien la pudiese oír.

¿Y qué estábamos haciendo? Si se esperaba que le respondiese enseguida y que enseguida le dijese que sí la decepcioné. Mas no se lo esperaba.

—No, Lea, no estoy seguro de nada... Pero no lo cambiaría. —Le di un beso—. Y, además, estos momentos hay que vivirlos, no hay que pensarlos. Ya tendremos tiempo...

Comprendió que había que quitar hierro al asunto y lo hizo a su manera, tomándoselo a broma.

—Necesitamos una cita docta... doctor —dijo.

— Dum loquimur / fugerit invida aetas: carpe diem, / quam minumum / credula postero... Mientras hablamos huye la vida, ansiosa: ¡aprovecha el día! Y pasa del futuro... Quinto Horacio Flaco, Odas a Leuconoe. ¡La señora está servida!

—Eres increíble...

Se echó a reír y me besó en los labios.

Un beso amargo. Sabíamos que no podíamos pasar del futuro. Yo, al menos, no.

Tenía sed, el amor produce siempre sed. Fui a la cocina a buscar un poco de agua.

—¡Tienes también una terraza!

—Ése es el otro motivo por el que me quedé con esta casa. Le da todo el día el sol y está protegida del viento. Es muy agradable desayunar en ella por la mañana. He puesto unas cuantas plantas... Pero el jardinero me exaspera, nunca viene.

Esa casa me había embrujado.

Subí al coche. Encendí un cigarrillo, aspiré con fuerza y me relajé en el asiento. Me sentía saciado, lleno, como si hubiese vuelto a la vida. No pensaba en otra cosa, en todo lo que había que pensar. En qué implicaba o implicaría esa «cosa». No, es demasiado pronto, prematuro. Tenía razón Horacio, dum loquimur etcétera, etcétera... Debía contentarme con fumarme el cigarrillo, sin más. Y, por encima de todo, no pensar.

De repente me acordé del paquete. Ahora sí, podía, quería. Tiré la colilla por la ventana y abrí el cajón del salpicadero; me esperaba allí pacientemente. Lo cogí, volví a casa de Lea y llamé al telefonillo.

—¿Quién es?

—Soy yo. ¿Me abres?

Subí las escaleras. Jadeando. Ella estaba en el umbral.

—¿Has olvidado algo? —me preguntó.

—Sí, darte esto —dije tendiéndole el sobre marrón.

Expresión inquisitiva, pedía una explicación.

—Son mis poemas... Me gustaría que los leyeses...

Silencio.

—Te los había traído... Sólo que no estaba seguro...

Un nuevo silencio acompañado de un cóctel indescifrable de emociones en la cara.

—En fin, eres la primera a quien se los doy... Me da mucha vergüenza, esto me resulta muy difícil, Lea... ¿Entiendes lo que quiero decir?

Silencio.

Lea me acarició una mejilla.

—Te quiero —dijo—. En tu idioma torpe y azorado de hombre maduro esto significa sin más «te quiero». No creo que ninguna mujer pueda desear una manera más dulce de descubrirlo...

El tiempo se quedó suspendido en ese instante. Inclinó apenas la cabeza, su melena suelta se deslizó hacia delante, cerró los ojos, me besó en los labios.

—Gracias, Pier...