Ahogando la perra
Siddalee, 1965
Es sábado por la mañana y vamos al Salón Hotsy-Totsy con mamá y Caro. Ayer mamá se dejó olvidado un zapato de tacón debajo de la porte couchère y tenemos que recogerlo.
Pequeño Shep, Lulu, Baylor y yo vamos apretujados como sardinas en el asiento trasero del T-Bird, y mamá y Caro llevan el aire acondicionado a tope. Caro ha pasado la noche con nosotros en Pecan Grove, aunque mamá había salido con papá, que al final no volvió a casa. Cuando mamá regresó con Caro, despertando a todo el mundo, me tragué uno de sus somníferos —que tengo escondidos en la mesilla de noche— y volví a dormirme. Pero Lulu debe de haber pasado toda la noche despierta. Cuando me he levantado, se la veía muy aturdida, y tenía otra roncha roja en la cabeza.
Le he dicho: Jesús, Lulu, ¿ya estás otra vez? No entiendo como nadie puede comerse el pelo.
Me ha respondido: Siddy, intento no hacerlo. De verdad.
Lo sé, le he dicho, y le he untado vaselina en la roncha. Y no te arranques más hoy, ¿me oyes? En el asiento delantero del coche, Caro y mamá llevan gafas de sol, aunque está nublado. Yo me pongo las gafas de sol también. Paramos delante del Salón Hotsy-Totsy y, casi antes de que el coche se pare, Caro abre la portezuela y recoge el zapato azul hielo de mamá.
El Hotsy-Totsy es el único salón de baile y cóctel en su estilo de todo Thornton y tiene mucha fama gracias a las Ya-Yás y sus amigos. Se trata de un edificio de estuco con paredes resplandecientes. En la avenida de cemento hay conchas incrustadas, y entre los arbustos, por la noche, brillan luces titilantes. Siempre que mamá y papá entran, la orquesta se para, sea lo que sea que esté interpretando, y toca Moon River, la canción favorita de mamá y papá.
Después de recoger el zapato, mamá se dirige a la estación de servicio y dice: Sidda, acércate a la cesta de hielo y coge dos paños fríos para Caro y para mí, ¿quieres?
Les paso los paños y se ponen uno cada una en la frente.
¿Qué os pasa en la cabeza, mamá?, pregunta Pequeño Shep.
No lo sabemos, dice mamá.
Hemos pillado uno de esos virus que corren por ahí, explica Caro. Y las dos sueltan una risita.
Mamá se vuelve hacia Caro y dice: No sé tú, chica, pero yo tengo una perra de muerte.
Eso suman dos perras, murmura Caro. Conduce un poco más despacio, ¿quieres?
Bueno, tengo esas malditas chiribitas delante de los ojos, dice mamá. Desde luego, no estoy en las mejores condiciones del mundo para conducir.
Bueno, dice Caro, tenemos que mantenernos en movimiento. No me apetece nada ver a ninguno de esos hombres con los que nos casamos, al menos hasta que esté un poco más despabilada.
Además, dice mamá, apretándose la sien derecha con el dedo, no quiero que acabe la fiesta. Esta mañana es infernal, pero anoche fue el cielo. No había bailado así desde el instituto.
Porque al fin encontraste algunas parejas de baile decentes, Vivi.
Mamá dice: Las paredes oyen.
Miro por la ventanilla como si no estuviera escuchando cada palabra que sale de sus labios.
Maldita sea, dice Caro, sabes muy bien que Shep nunca ha sido un buen bailarín. Quizá se le dé bien cultivar algodón, pero es un patoso en la pista.
Mamá ríe y dice: Lo intenta.
Ésa es la cuestión, dice Caro, lo «intenta».
Bueno, pero yo no me quedé sentada precisamente, fanfarronea mamá.
Eso es un eufemismo, ríe Caro. ¡Estuvimos fantásticas! Bailamos con todos los hombres que había por allí al menos dos veces.
Sí, dice mamá, hasta que los dejamos hechos polvo o sus esposas se cabrearon y tuvimos que ponernos a bailar juntas. Diablos, Chick es el único tío que está a nuestra altura. Sabía que debía haberme casado con él en lugar de permitir que Teensy se lo quedara.
Era demasiado chico para ti en la escuela superior, Vivi, y es demasiado chico ahora, dice Caro.
Bueno, aún puede crecer, dice mamá, y ríe.
Da igual, fue estupendo, dice Caro. Como en los viejos tiempos. Y esas píldoras para adelgazar no hacen ningún daño.
Ni una pizca, dice mamá. Se da la vuelta y mira a sus cuatro hijos. ¿Cómo va, soplones? ¿Tenéis hambre? Sí, mamá, decimos todos.
Esperad un poco, dice mamá, meteremos algo en vuestras pobres tripas antes de que os deis cuenta.
No hemos desayunado ni nada. Mamá ni siquiera ha intentado recogerme el pelo como hace cada mañana. Me llega casi hasta la cintura y, si no me lo recojo de una forma determinada, mamá se pone de los nervios. Dice que con todo este pelo podrían tomarme fácilmente por una vagabunda o una jipiosa si no llevo cuidado. Pero esta mañana se ha olvidado de mi pelo por completo, y me alegro, porque cuando me peina me pega unos tirones que cualquiera diría que intenta dejarme calva. Siempre dice: Es el precio a pagar por la belleza, Siddalee.
La cuestión es, dice Caro; que Shep se pone como una fiera cuando las Ya-Yás se reúnen. Me dan ganas de asesinarlo. Como anoche. ¿Viste cómo te habló? Dijo: «Nunca has sabido comportarte en público, Vivi.» Caro lo dice imitando la voz de papá.
Bueno, dice mamá, Shep fue educado del mismo modo que nosotras.
Ésa no es excusa para largarse y pasar la noche en la maldita cabaña de los patos, contesta Caro. Si Chick no nos hubiese llevado a casa, no sé qué habríamos hecho. Thornton no es Nueva York, donde pasan taxis a las cuatro de la mañana.
Y suelta un bufido como si no tuviera fuerzas para seguir hablando.
¿No tienes una almohada por alguna parte, en el coche?, le pregunta a mamá. Mamá deja que Caro la critique y la mangonee. Algo que no permite a nadie más.
Caro sujeta el paño húmedo delante de la rejilla del aire acondicionado. Se cubre la cara con él y se apoya contra la portezuela.
Mamá conduce muy despacio y con mucho cuidado; hasta que llega a una intersección y da gas a tope, apretando el acelerador como si tuviera miedo de que la embistieran. A continuación vuelve a disminuir la velocidad y desliza el coche por la calzada hasta llegar a la siguiente intersección. Paramos a poner gasolina en Roland's Texaco. Después mamá sigue conduciendo a trompicones y vuelve a detenerse en Ship-Shape Donuts.
Pone el coche en punto muerto, me alarga diez dólares y dice: Comprad lo que queráis. Traednos dos cafés negros, muy largos.
Se quedan en el coche. Nosotros entramos corriendo y compramos una docena de donuts y algunos rollos de canela, y Lulu se compra cuatro bolas de ron. Coge sus bolas y se las come a hurtadillas. Y también compramos Coca-Colas, aunque papá dice que los refrescos antes de mediodía son «desayuno de fulanas».
De vuelta al coche. Los donuts son blandos, pegajosos y dulces, recién salidos del horno. Nos acomodamos en el asiento trasero del T-Bird y nos damos un atracón. ¡Oh, todo el azúcar y las Coca-Colas con hielo picado entran tan bien!
Mamá mira por el espejo retrovisor y dice: Lulu, devuelve ese donut a la bolsa ahora mismo.
Lulu dice: Oh, mamá, ¿por qué?
Mamá dice: Obedece. Créeme, vivirás para arrepentirte de ese donut si te lo comes. Sólo intento evitar que, cuando seas mayor, se te ponga un culo seboso como a las tías por parte de tu padre.
¿Crees que un cigarrillo acabará conmigo?, le pregunta a Caro.
No tocaría un cigarrillo ni con un palo de dos metros. No hasta que haya ahogado la perra en un buen bloody-mary.
Mamá suspira: Gracias a Dios que tengo a las Ya-Yás para decirme lo que debo hacer.
¿Adónde diablos vamos ahora?, pregunta Caro.
Mamá dice. ¿Qué más da? Podemos pasar por casa de Chick y Teensy y ver si ya se han levantado. Espero que se encuentren tan mal como nosotras.
Vale, dice Caro, estupendo. Y se repantiga, para que el aire frío sople en su cara.
Mamá sale del aparcamiento y vuelve a la calle, casi vacía. ¿Dónde está todo el mundo? Parece como si estuviéramos en un pueblo de la dimensión desconocida.
Pequeño Shep saca su Telesketch y Lulu dice: ¡Déjame jugar!
Pequeño Shep dice: Calla, Porky.
Ella se echa a llorar y yo digo: Cortad ya. Mamá no se encuentra bien.
Lulu empieza a chuparse un mechón de pelo y yo le lanzo una mirada como diciendo: Recuerda lo que te he dicho, calvorota.
Saco de mi bolso Nancy Drew y el misterio de la posada lila e intento olvidar dónde estoy. El coche está tan atestado que ni siquiera tenemos sitio para sentarnos, y menos aún para manejar nuestras cosas. Tenemos que apretujarnos, y esta aglomeración es horrible. Mamá y papá tuvieron una pelea terrible cuando mamá quiso comprarse el T-Bird, porque está pensado para cuatro personas. Pero mamá dice que si tiene que cargar con nosotros arriba y abajo, lo hará en un coche de su elección. Cuando nos toca ir a los seis juntos a alguna parte, como una familia, papá nos sigue en la camioneta.
Al cabo de cuatro o cinco manzanas, mamá dice: No puedo conducir ni un metro más, en serio. Caro, tienes que tomar el relevo, los pies me están matando.
Caro gruñe: ¿Crees que los míos están mejor? A ver si esos niños empiezan a servir para algo. Deja que conduzcan ellos.
Ojalá, dice mamá, y se desliza hacia el asiento del acompañante. Se suben una encima de la otra, porque ninguna de las dos quiere salir al calor de la mañana. Caro se sienta en el sitio del conductor. Mamá apoya el pie en el salpicadero y se queja: Si no tuviéramos hijos, podríamos tener coches con ventanillas oscuras. Somos unas mártires, eso es lo que somos: unas mártires de la causa.
Caro ríe. Dice: Seguro que Blaine sigue dormido como un tronco y apuesto a que los niños están destrozando mi casa. Qué me importa. De todas formas, estoy harta de esa ratonera.
Las dos ríen y ponen la radio para escuchar Easy Listening. A las Ya-Yás les encanta el Easy Listening cuando pillan uno de sus virus.
En casa de Teensy y Chick aparcamos en la avenida y salimos del coche como podemos. Mamá llama a la puerta de la cocina en plan «¡afeitado y corte de pelo, 25 centavos!» Dice: Será mejor que tengan preparado un maldito jarro lleno de bloody-mary.
Ruffin, que tiene mi edad, abre la puerta. Todavía lleva puesto su pijama vaquero.
Mamá dice: Hola Ruff, ¿dónde están mamá y papá?
Ruffin se cruza de brazos y dice: Aún duermen. Será mejor que no los despertéis u os matarán.
Caro dice: ¡Buen chico! Y ella y mamá lo apartan a un lado y entran en la cocina. Nosotros las seguimos.
Digo: Hola, Ruffin.
Él dice: Será mejor que os vayáis, en serio. Será mejor que no hagáis ruido.
Los mostradores de la cocina están llenos de esas cajas diminutas de cereales para comerlos directamente en el envase y el ambiente huele a tostadas quemadas.
Ruffin dice: En serio, Vivi, si los despertáis se van a poner furiosos. No se encuentran bien.
Bueno, cielo, dice mamá, nosotras tampoco, y queremos un poco de compañía. Llévate a los niños y jugad entre el tráfico.
Ruffin se queda parado con expresión estúpida y herida.
Mamá lo abraza y dice: Ruffin, cariño, era una broma. Id a mirar la televisión.
Ruffin murmura: Tenemos la antena estropeada.
Mamá lo ignora y le dice a Caro: Plan 27-B (su código para: adelante, pase lo que pase). Las dos se dirigen al dormitorio de Teensy y Chick. La puerta está cerrada y se oye el gran aparato de aire acondicionado funcionando en el interior.
Ruffin da su último aviso: En serio, no les va a hacer ninguna gracia.
Pero mamá y Caro irrumpen en la habitación de Chick y Teensy, saltan a la cama con ellos y gritan: ¡Arriba! ¿Qué hacéis aún en la cama mientras nosotras estamos levantadas sufriendo? ¡Arriba!
Nos quedamos junto a la puerta y observamos. El vestido de fiesta de Teensy está en una silla, junto a la cama, y lleva puesto un salto de cama como de travesti. Teensy se incorpora y se queda mirando a mamá y a Caro como si fueran ubangis. Tiene como hilos rojos pegados al globo ocular.
¡Malditas cretinas!, dice. Salid de aquí. ¿Creéis que porque soy la única Ya-Yá con un marido decente podéis venir aquí y despertarme cuando os da la gana?
Chick se da la vuelta y ya está, sin abrir los ojos. Hace un gesto con la mano como si espantase moscas. Chick es muy pequeño, fibroso y mono, parecido a un jockey. Es una especie de miembro honorario masculino de las Ya-Yás. Cuando alarga la mano, se le ve la manga del pijama, de seda. Nunca había visto a un hombre mayor dormir en pijama, excepto en las películas. Papá siempre duerme en calzoncillos.
¡Vamos, Teensy!, dice mamá. ¡Venga, Chick! ¿No queréis levantaros y continuar la fiesta? Hemos hecho todo el camino hasta aquí sólo para acompañaros en el sentimiento.
Y una mierda, gruñe Teensy, y da la vuelta a la almohada para refrescarla: Habéis venido porque os da terror enfrentaros a Blaine y a Shep. No puedo creer que anoche hicierais tantas tonterías. Estabais descontroladas. Incluso para una Ya-Yá.
No hicimos nada que tú no hubieses hecho si no te hubieras casado con Chick, dice mamá.
Teensy dice: Sois imposibles. Venga, fuera de aquí. Id a torturar a otro.
Mamá y Caro se quedan tendidas en la cama como si pensasen que lo ha dicho en broma.
Lo digo en serio, grita Teensy. Largaos. Chick y yo vamos a dormir hasta las tres, después nos levantaremos y comeremos huevos Benedict. Largo.
¡Aguafiestas!, dice Caro.
Vaya rajados, dice mamá. Ella y Caro se levantan de la cama y nos llevan hacia el coche, no sin antes echar un vistazo al mueble-bar.
¿Dónde está el vodka de tu mamá?, pregunta Caro a Ruffin.
No lo sé, dice Ruffin. Lo esconde.
Oh, bueno, dice mamá, y besa a Ruffin en la frente. Abre la puerta de la cocina y volvemos a salir a ese día caluroso y gris. Subimos al coche recalentado.
Mamá y Caro se miran, y Caro dice: Esos hijos de la gran. Contaba con ellos para un bloody.
Mamá dice: Bueno, podemos coger unas cervezas del refrigerador.
Prefiero morirme a beber ese pipí de caimán, dice Caro. Necesito una copa de verdad.
Mamá mira a Caro y dice: ¡Abra!
Caro le guiña el ojo y dice: ¡Cadabra!
Y Caro sale disparada en dirección a Davis Street, o sea, a la licorería Abracadabra.
Normalmente vamos a Abracadabra por la noche, cuando mamá y papá se quedan en blanco y necesitan reservas. Entran y nos dejan en el remolque de la camioneta. Todo está oscuro a nuestro alrededor, la única iluminación es el brillante fluorescente del interior de la tienda y el letrero luminoso de la fachada.
El letrero de Abracadabra es un enorme neón color pastel del tamaño de un toro Brahma. Aunque no quieras, te infunde un gran respeto. Encima del letrero hay un ángel con cara de calavera. Sus alas de neón laten tan rápido que parece como si el ángel estuviera aterrorizado, como si intentara escapar de algo. Cuando el trasero del ángel parpadea de arriba abajo, parece una cola de serpiente surcando el aire nocturno. Bajo el ángel pone «Abracadabra», escrito con esas bombillas blancas que las estrellas de cine tienen en sus camerinos. Debajo, las palabras «licores, aperitivos, hielo y regalos» laten en verde, rosa, amarillo y azul. Esas letras ya dan miedo por sí solas, como si poseyeran un poder misterioso que nadie puede controlar. El ángel aterrorizado nos ilumina en el remolque de la camioneta y nos convierte en blancos fáciles para todo lo que acecha en la oscuridad. Si hay estrellas en el cielo, ni siquiera las ves, porque el letrero ciega tus ojos a cualquier otra cosa.
De día, el sitio no es tan espectral, ni mucho menos. Aparcamos junto a la ventanilla de autoventa y mamá y Caro piden una botella de Smirnoff y un botellín de zumo V— 8 a un chico que tiene la radio sintonizada en una emisora para gente de color. Papá nunca nos deja escuchar esa emisora. Pero a las Ya-Yás les encanta.
Mamá dice: Pon eso en la cuenta de Shep Walker, cariño.
Se vuelve hacia nosotros y dice: ¿Queréis algo?
Sí, digo. Fritos.
¿Qué has dicho?, me pregunta mamá.
Me corrijo: Sí, señora, nos gustaría tomar unos Fritos. Gracias por preguntar.
Eso está mejor, dice mamá. Tira un par de bolsas de Fritos, ¿quieres Toni?
El hombre dice: No hay Fritos. Sólo cortezas de cerdo.
Vale, pues cortezas, dice mamá, y él lanza tres bolsas de cortezas de cerdo al asiento trasero. No pienso tocarlas. Comerme la piel de cerdos muertos frita en su propia grasa es algo que no pienso hacer ni aunque me esté muriendo de hambre en una isla desierta.
Como es natural, Lulu se zampa hasta el último y Pequeño Shep dice: Eh, Porky, ¿por qué no te los esnifas por la napia?
Lulu no está tan gorda como todo eso. Sólo tiene la carita redonda y unas mejillas que la hacen parecer más rechoncha de lo que es. El caso es que todo el mundo tiene la costumbre de meterse con ella porque está un poco rellena. Eso siempre la hace rabiar, así que le tomamos el pelo para divertirnos.
Mamá y Caro se sirven las copas en vasos de papel y de nuevo nos ponemos en marcha. Mamá enciende un cigarrillo y las cosas tienen mejor aspecto. En el coche se está fresco y el humo del cigarrillo tiene un olor familiar.
Sin venir a cuento, Caro lleva el coche a un lado de la calzada y pega un frenazo, abre la portezuela, saca la cabeza y vomita en la calle. Hija de puta, dice. ¡Hija de la gran puta!
Mamá dice: Eh, pobrecita. ¿Estás bien?
Oh, muy bien. Nunca he estado mejor. Es tu maldito cigarrillo. Te lo he dicho, no puedo soportar el humo hasta que no me he metido un par de copas en el cuerpo.
Lo siento mucho, muñeca, dice mamá. Coge su paño húmedo y enjuga el rostro de Caro con él.
¿Quieres un salvavidas para quitarte el gusto? ¿Te llevo a casa?
Dios no, dice Caro. Conduce. En cuando me meta un par de copas estaré perfectamente. Y no te atrevas a encender otro pitillo o te estrangularé con mis propias manos.
Mamá se pone al volante y dice: Espero no acabar metiendo el maldito T-Bird en la cuneta por culpa de mis pies. Se queda parada un minuto, en punto muerto, dando sorbos al bloody-mary. Y entonces dice —como si acabara de tener la idea más original del mundo y esperara un premio por ello: ¡Ya lo tengo! ¡Vamos a casa de Lucille! ¡Siempre está a punto para una fiesta!
Caro se está sirviendo otra copa, mientras murmura: Estos malditos vasos de plástico son diminutos.
Qué Caro, pregunta mamá, ¿qué te parece?
Inspirada, Vivi, cariño, has estado inspirada. Adelante.
Está claro que se encuentran un poco mejor cuando avanzamos por la autopista de tres carriles hacia Natchitoches. La señorita Lucille vive sola en la zona de Cane River, en una enorme casa de antes de la guerra. Se divorció de su marido y le sacó hasta el último céntimo. Es mayor que las Ya-Yás y ellas la idolatran. Para ellas, es como una especie de ídolo viviente. Hace tiempo, la señorita Lucille era una amazona muy famosa, hasta que su caballo favorito la tiró. Después de eso, dejó de montar y ya está. Le dijo a todo el mundo que no había renunciado a montar porque se hubiese hecho daño ni nada, sino sólo porque ese caballo la había traicionado.
A veces aparece por Thornton en su Cadillac marrón chocolate para hacer algunas compras, y toda la pandilla se pone en marcha sólo porque está en la ciudad. Mamá y las Ya-Yás la conocen desde hace años, desde que fueron un fin de semana de compras a Nueva Orleans y se la encontraron una noche en el Salón Carousel del hotel Monteleone. Se enamoraron de ella y ya está. Acabaron cogiendo juntas el tren de vuelta, y son amigas desde entonces.
La casa de la señorita Lucille es un lugar enorme al final de una larga avenida de robles cubiertos de musgo. Tiene ocho grandes columnas blancas al frente y dos grandes terrazas, una en el piso de arriba y otra en el de abajo. Es el tipo de mansión elegante que a las Ya-Yás les gusta visitar, pero que no querrían ni regalada porque no tiene aire acondicionado central ni lavaplatos.
Avanzamos por la larga avenida. Mamá toca el claxon como siempre. Nosotros tenemos los ojos pegados al cristal para captar una instantánea de la señorita Lucille desnuda. Ahora, la señorita Lucille es artista y siempre trabaja con sus esculturas en pelotas. Apenas la vemos echarse el quimono encima y atarse el cinturón antes de que el T-Bird se pare en la rotonda.
Corre gritando a todo pulmón: ¡Vivi! ¡Caro! Petits Monstres! ¡Eh!
La señorita Lucille siempre grita. No es que sea dura de oído, es sólo que le encanta hablar muy alto, dice mamá. Cuando estás con ella, tienes que contestarle gritando, o no hay conversación y ya está. A veces grita de un modo que no sabes si es que está contenta de verte o furiosa porque has invadido su intimidad.
¡Lucille, cariño!, grita mamá, aunque se estremece como si su cabeza la estuviera matando.
Se abrazan como si hubieran pasado cincuenta años desde que se vieron por última vez.
La señorita Lucille utiliza una larga boquilla y fuma como Marlene Dietrich. Cada vez que da una calada, te parece estar en Europa. Tiene todo el cabello gris, excepto por delante, donde lo lleva de un rojo vivo. Sus manos son largas, como las de un hombre delicado. A mamá y a las Ya-Yás les encanta jugar con ella a bourrée, porque es una tramposa excelente. Afirman que de ella han aprendido todas las trampas que conocen.
Dice: Bueno, ¿qué bebemos? ¿Gin-tonic?
La seguimos por la casa y se para a poner un disco de Edith Piaf en el estéreo. Después entramos en la gran cocina, donde sirve un jarro de ginebra y tónica como si fuera limonada. La señorita Lucille tiene cinco perdigueros dorados que se pasean por la casa. Ladran y gruñen cuando (sin querer) les pisamos la cola. La verdad es que esos perros hacen juego con la casa de la señorita Lucille, como si fueran abrigos de visón o un complemento de la decoración.
Baylor observa la casa, lanzando miradas furtivas a todas las habitaciones por las que pasamos, como hace siempre.
La señorita Lucille les pasa a mamá y a Caro sus gin-tonics y después le dice a Bay: Bueno, guapo, ¿aún quieres venir a vivir aquí conmigo en cuanto cumplas dieciocho años?
Cuando le guiña un ojo, Baylor retrocede y se coge a la pierna de mamá. Pero mamá dice: Bay, cielo, no te cuelgues de mí, por favor. Hoy no.
Lulu dice: Señorita Lucille, ¿puedo subir al piso de arriba y echarme una siesta? Lo hace cada vez que venimos. Tiene una manía con esos dormitorios.
En casa de la señorita Lucille hay ventiladores por todas partes, y uno casi se olvida de lo caliente y pegajoso que es el ambiente sin aire acondicionado.
Caro dice: Tienes que enseñarnos en qué has estado trabajando últimamente, Cille.
Encantada, dice la señorita Lucille, absolutamente encantada.
Siempre le piden que les enseñe sus esculturas. Pero cuando le pregunto a mamá por la señorita. Lucille, dice: Cielo, Lucille es una artista en su mente, más que otra cosa. (Mamá también dice que no se puede ser un artista de verdad si no se vive en Nueva York.)
La señorita Lucille nos enseña sus esculturas, que están por toda la casa y en la terraza. Cada vez que señala una, dice: Por supuesto, no está terminada. Salta a la vista.
Hay una escultura en particular que me asusta terriblemente. La señorita Lucille la llama «La zorra durmiente». Lleva en la casa tanto tiempo como puedo recordar. Es una mujer echándose una siesta. Todo su cuerpo está relajado, excepto la cara. Por su expresión, dirías que está presenciando algo tan horrible como para sacar fuego por los ojos. Y el gesto de su boca es el de alguien que intenta gritar pero que no logra emitir sonido alguno. Siempre me recuerda un sueño que tengo de vez en cuando, en el que sudo y gruño pero no consigo articular sonidos. Cada vez que miro la escultura, descubro algo distinto, un pequeño detalle, como si la señorita Lucille le dedicara unos cinco minutos al mes.
Después de admirar el arte, las mujeres se acomodan en las sillas de lona plegables de la terraza, y Pequeño Shep y yo vamos al jardín a jugar. Más allá de los cedros hay millones de mirtos, que en verano están de color rosa. Me gusta el contraste de todo ese rosa con los cedros negros. A veces relajo los ojos y los dos colores se mezclan. Pequeño Shep y yo tenemos un juego. Él se llama Barry y yo Jennifer. Siempre que usamos esos nombres, nos sentimos de maravilla. Podemos hacer cualquier cosa, siempre que seamos Barry y Jennifer. Estamos jugando a «Barry y Jennifer en la guerra civil» detrás de los mirtos, y hace tanto calor que estamos seguros de que los yankis se acercan. Entonces, de repente, cae uno de esos chaparrones de verano que refrescan el ambiente y hacen que el aire huela a limpio.
Nos quedamos fuera y dejamos que el agua nos cale hasta los huesos. El sol empieza a asomarse por detrás de ese cielo gris como ceniza, y pequeños rayos de luz se cuelan entre los cedros. La lluvia cesa tan rápido como ha empezado, estamos en un lugar realmente limpio, y los dos lo sabemos.
Pequeño Shep dice con un acento forzado: Jennifer, ¿te parece bien que volvamos a la casa grande?
Yo digo: Oh, sí, Barry, vamos.
Y nos cogemos de la mano, algo que nunca hacemos cuando somos nosotros mismos. El pelo me pesa sobre los hombros y el agua, al gotear, me hace cosquillas y me acaricia la piel.
Volvemos a la terraza y mamá me contempla con una mirada que nunca antes le he visto, como si me estuviera estudiando. Me estiro la camiseta por donde se me ha levantado. No sé por qué me mira así. No he hecho nada.
Sin apartar los ojos de mí, declara: Siddalee, ya eres demasiado mayor para llevar el pelo hasta el culo.
Aplasta el cigarrillo contra un cenicero de cristal lleno de colillas y le dice a Caro: ¿Por qué no le haces a Sidda uno de tus cortes de pelo? Hace tiempo que lo necesita.
Caro es famosa por sus cortes de pelo. No se dedica profesionalmente, sólo cuando le apetece. Se corta el pelo ella misma de muchas formas distintas y tiene pinta como de Ingrid Bergman en flaco. Se levanta, me aparta el pelo de la nuca y lo retuerce suavemente en su mano. Me pirra que me toquen el pelo, siempre que no me peguen los tirones que me pega mamá.
Tienes mucho pelo, dice Caro. Demasiado. ¿No te agobia, Sidda?
Nunca antes había pensado que el pelo me pesara, pero digo: Sí, señora, me pesa. A veces estoy agotada y ya está.
Me vuelve loca tener a todo el mundo pendiente de mi pelo. Todos ponen manos a la obra. La señorita Lucille va a buscar unas tijeras de cocina con el mango amarillo, un cepillo y un espejo de mano. Me sientan en un taburete, en la terraza, y Caro empieza a cortar. Cierro los ojos y me dedico a escuchar las tijeras, el pelo que cae, la lluvia que gotea desde las hojas de magnolia y el sonido del mechero de mamá al encenderse. Todo está tan silencioso, incluso se oye el suave fuf que hace mi pelo al caer al suelo de la terraza. Estoy allí y noto todas las miradas enfocadas hacia mí. Caro levanta un mechón, corta y me toca la cabeza. Y yo como que me alejo flotando de la terraza, hacia los árboles.
Cuando abro los ojos, unos cuarenta centímetros de mi pelo están en el suelo de baldosas.
Caro me pasa el espejo y dice: Voilà!
Cuando me miro, parezco un dibujo de Pedro, el amigo de Heidi. Ni siquiera parezco una chica. Me falta la respiración. Me siento desnuda. Me siento como si me hubieran cortado las piernas o los brazos, no sólo el pelo.
¡Estás estupenda!, dice mamá, y se levanta de la silla de un salto para examinarme. Me revuelve el pelo con la mano y noto sus uñas contra mi cuero cabelludo. Tengo la cabeza tan desnuda. Si quisiera podría hundir sus uñas hasta mi cráneo y dejar unas mellas permanentes. El humo de su cigarrillo se ensortija a mi alrededor, y noto el olor a lima de su bebida.
¡Nunca has tenido mejor aspecto!, sentencia. ¡Dios, estás maravillosa! Caro, eres una artista.
Luego dice: ¡Pequeño Shep, ve a buscar una escoba y un cubo y barre todo esto! Y hace un gesto en dirección a mi pelo cortado como si fuera caca de perro a nuestros pies.
Caro me guiña el ojo y dice: Sidda, prepárate, a partir de ahora los chicos van a andar husmeando a tu alrededor.
La señorita Lucille no dice nada. Sólo me mira como si quisiera preguntarme algo.
¿Le gusta, señorita Lucille?, le pregunto.
¿Qué más da lo que yo piense? ¿Qué más da lo que nadie piense de nada?
Miro mi pelo castañorrojizo esparcido por las baldosas. Las baldosas y mi pelo son más o menos del mismo color. Noto trocitos de pelo clavándose en mi piel, como si no quisieran separarse de mi cuerpo. Me pongo de pie, me coloco delante del ventilador y me levanto la parte trasera de la camisa para que el viento se los lleve. He llevado el pelo largo desde que era muy chica y sin él me siento desorientada. Como si al perder el peso del pelo hubiera perdido también el equilibrio. Estaba acostumbrada a mi aspecto y al tacto de mi cabello cuando me lo enrollaba en los dedos. Si estaba sola, cogía un mechón de pelo y simplemente lo olía. Y eso me reconfortaba, porque era mi pelo, y me hacía sentir más consistente.
Me quedo junto al ventilador e intento acostumbrarme a mi nuevo yo. ¿Por qué habré mentido y habré dicho que estaba cansada de mi pelo? Cuando, en realidad, era la parte de mí que más me gustaba. Lo estropeo todo, pienso. Lo estropeo todo. Tengo ganas de llorar, pero no puedo. Me lo guardé todo para mí.
Baylor, que estaba sentado en la escalera observándolo todo, se levanta y hace algo que me sorprende. Se inclina, coge un mechón de cabello y se lo guarda en el bolsillo. Lo mira, lo huele y se lo guarda en el bolsillo.
Mamá lo observa y dice: Mi hijo chico siempre ha sido un poco raro.
La señorita Lucille dice: Yo no veo nada raro en lo que acaba de hacer. Entra en la casa y regresa con un sobre. Se lo alarga a Baylor. Toma, dice, puedes guardarlo aquí dentro.
Gracias, señorita Lucille, dice muy serio.
Se mete la mano en el bolsillo, saca el mechón y lo mete en el sobre gris donde pone «Lucille Romaine, Cane River Natchitoches, Luisiana» en relieve.
Digo: Bay, ¿por qué haces eso?
Murmura: No es para mí. Es para otra persona.
Y le digo a mi hermano chico: ¿De dónde has salido?
El sol ya se pone. La señorita Lucille enciende unas pastillas para los mosquitos y el olor se expande en el aire, enmascarando el resto de olores. Enciende las lámparas de la terraza y les alarga a mamá y a Caro un poco de loción antimosquitos para la piel.
La señorita Lucille dice: Ven, Viví, te pondré un poco en la espalda. Allí es donde me pillan siempre esos malditos, justo debajo del sostén.
Mete la mano bajo el jersey de mamá y le unta el repelente de insectos. Sacan las cartas. Ya es hora de empezar la fiesta.
No mucho después, Lulu baja de su siesta. Tengo hambre, dice. Me muero de hambre. Cuando me ve, parece confusa, como si no estuviera muy segura de quién soy.
Nunca hay comida en casa de la señorita Lucille, así que vamos a la cocina y lo revolvemos todo hasta encontrar unas galletas, paté de anchoas y un resto de tónica. Pequeño Shep, Baylor y Lulu no dejan de mirarme el pelo, todo el tiempo.
Al final, Pequeño Shep dice: Sidda, pareces una mopa.
Baylor dice: Siddy, ¿podemos volver a ponerte el pelo?
Está oscureciendo y, por lo que parece, nadie va a ir a ninguna parte. Así que los cuatro miramos la televisión un buen rato en el estudio de la señorita Lucille. Al final nos cansamos, apagamos la tele y nos dormimos en el sofá y en los sillones.
No sé cuánto tiempo dormitamos, pero soy la primera en olerlo. Grito: ¡Levantaos! ¡Algo se está quemando!
Corremos a la terraza y nos encontramos a las mujeres gritando y gritando, enloquecidas por momentos, porque el cubo de basura donde han tirado mi cabello está ardiendo. Mamá está de pie, con un cenicero vacío en la mano.
Caro dice: ¡Estúpida! ¿Por qué lo has vaciado?
Bueno, dice mamá, estaba harta de ver esas malditas colillas.
Las tres están allí, mirando el cubo de basura en llamas, sorprendidas; como si fueran incapaces de enfrentarse a algo así.
Noto sabor a anchoas en la boca, y me gustaría lavarme los dientes. El olor del pelo ardiendo es espantoso. Nunca hubiera pensado que una parte de mí pudiera oler tan mal, en serio.
Pequeño Shep corre a la cocina y vuelve con una jarra de agua. La vierte en el cubo y el fuego se apaga. Así de sencillo.
La señorita Lucille dice: ¡Oh, es estupendo tener un hombre en casa! Ahora, tomemos un par de Bufferin, echemos algo de ambientador y todo irá bien.
Pasamos la noche en casa de la señorita Lucille sin ni siquiera telefonear a papá. A la mañana siguiente, me despierto muy temprano, antes de que nadie más haya abierto los ojos. Las manos se me disparan hacia la cabeza, donde antes estaba mi pelo. Lo echo de menos. Quiero recuperarlo. No me miro en ningún espejo. Me froto el cuero cabelludo. Mi cabello más bien parece un sombrero. Como si fuera la cabeza de un pájaro, no la mía.
Salgo al jardín y aún hay rocío en la hierba, aunque está claro que hoy también se va a encender el horno. Paso junto a los cedros y camino hasta los mirtos. Me quedo allí un minuto, sintiéndome lejos de todo, porque todavía es muy temprano. Después me tumbo en la hierba. Está fría y húmeda, me pica y me acaricia al mismo tiempo. Veo el cielo en lo alto, que empieza a iluminarse, el contorno de los cedros y el rosa de los mirtos. No hay bichos ni mosquitos, nada que pueda picarme. Me quedo tumbada de espaldas en la hierba, un buen rato, y después me doy la vuelta y me tiendo sobre el estómago. Mi corazón se acelera, me cuesta respirar y tengo mucho miedo.
Pero noto la tierra debajo de mí. Y me digo: La tierra me sostiene. Soy más ligera que antes. Mi cabello es como hierba plantada en lo alto de mi cabeza. Si puedo esperar lo bastante, quizá vuelva a crecer en alguna otra estación.