Guerra dormilona

Gran Shep, 1991

Siempre miro las noticias sentado en la dormilona. Tengo el sillón junto a las ventanas, en mi habitación. Al principio, lo coloqué ahí para poder oír la tele por encima de los gritos y las quejas de los críos al otro lado de la casa. Ahora que se han ido, supongo que me he acostumbrado a sentarme a solas y mirar lo que pasa en el mundo.

Ha empezado otra guerra. Estaba en la cooperativa de trigo la semana pasada y Charlie Wanderlick me dijo que su nieto estaba en el Golfo, en una unidad de asalto de los Marines. No nuestro golfo de México, sino uno del lejano oriente.

Después, tras la reunión del consejo de reclutamiento en la LSU-Thornton, vi unos grafitos en la pared del lavabo de hombres que decía: «18 varones por galón».

Maldita sea, pensé, quizá has vivido demasiado.

Cuando, en 1965, me pidieron que formara parte de la junta de reclutamiento, me hinché como un pavo. Me figuré que si me daban una responsabilidad semejante, era porque me tenían bien considerado.

Así que dije: Sí, señor. Será un orgullo.

Nuestras fotos salieron en el Thornton Daily Monitor y yo llevaba traje como todos los demás. Pero era el único que calzaba camperas.

Vivi dijo: Shep, cielo, ¿por qué no te pones tus zapatos de lengüetas?

Pero yo dije: Vivi, no nos entusiasmemos demasiado con este asunto.

El resto del consejo estaba formado por los peces gordos del pueblo: Neal Chauvin, el abogado; dos empresarios; el dentista que tenía a su hijo en Princeton a costa de los dientes de los míos. Necesitaban a alguien que representase a los granjeros de la zona del pantano Latanier, fuera de los límites de la ciudad, y ése era yo.

Las reuniones se celebraban en el palacio de justicia, a las seis de la tarde, así que los demás iban directamente de sus oficinas después del trabajo. A mí me tocaba pasar por casa al volver de los campos aunque, en cuanto el tiempo mejoró, Chaney y yo no conocíamos el significado de la expresión «perder el tiempo». Estábamos haciendo el cambio del algodón al arroz, por aquel entonces. Tenía que nivelar la tierra perfectamente y asegurarme de que las estribaciones en los límites contuvieran el agua como es debido. El cultivo en agua era un asunto totalmente distinto de lo que estábamos acostumbrados. Trabajábamos con nuevas bombas de irrigación y cosechadoras, las nueve yardas enteras. Venían colegas del Servicio de Extensión al menos una vez a la semana para aconsejarme. Hay que diversificarse, para que la tierra que has heredado no se agote y siga rindiendo al máximo. Por no mencionar que debes cultivar algo que te dé dinero suficiente para seguir teniendo un techo bajo el que dormir.

Antes de las reuniones me duchaba, me afeitaba y me ponía un traje, algo raro en mí, pero es un deber cívico y eso. Yo nunca he participado en una batalla. Pasé mi decimoséptimo cumpleaños en el tren, de camino al campamento naval de los Grandes Lagos, Illinois. Ni a mi peor enemigo le desearía la morriña que sentí entonces, para nada.

Todos los peces gordos estaban pendientes de la historia del Vietnam en ese momento. Dentro y fuera, para que las paredes no se desmoronaran. Ni siquiera lo llamaban una guerra entonces, sólo un «conflicto». Llegados a ese punto, nunca me había dado cuenta de que esa pequeña ciénaga de por allí significara tanto para la democracia, pero es que yo, normalmente, presto atención a cosas más locales.

Vivi me hacía preguntas sobre el asunto, y lo único que podía decirle era: Bueno, Rusell Long y su gente parece que lo consideran importante, y ellos han seguido la historia desde el principio.

En septiembre de 1965, el huracán Betsy arrasó el golfo de México y azotó el delta del Misisipí como ningún mortero norvietnamita lo habría hecho. Llenó de tierra tres cuartas partes de mi arroz, y yo sólo pude quedarme en el garaje mirando, con la humedad resbalando por mi ropa. Recolectamos la miseria que pudimos, quemamos la paja de arroz, lo recogimos en contenedores y después lo cribamos. Los huracanes te recuerdan que es el Viejo Compadre quien manda aquí, no tú.

A finales de aquel año, el número de hombres que vestíamos de uniforme era diez veces mayor que cuando empezó a funcionar la junta. Leía las noticias más a menudo, porque no quería que los otros miembros me tomasen por un conductor de tractor ignorante cuando abriese la boca en las reuniones. Leía el Thornton Monitor, el New Orleans Times-Picayunne, Newsweek y U.S. News and World Report.

Una noche, no tuve más remedio que levantarme y cruzar el vestíbulo hasta el dormitorio de Vivi. Dije: Nena, ¿estás despierta? Echa un vistazo a esto, ¿quieres? Tú eres católica, explícamelo.

Y le alargué una foto del Newsweek donde salía un colaborante del Sudeste asiático quemándose a sí mismo frente al edificio de las Naciones Unidas para protestar por nuestra intervención en Vietnam. La foto mostraba al joven envuelto en llamas. A duras penas se le distinguían las gafas, la forma de su almilla y las orejas.

Vivi dijo: Eso es asqueroso, Shep. Apártalo de mi vista.

Volví a mi habitación e intenté dormir un poco, pero no pude. Permanecí despierto la mitad de la noche con mi inhalador del asma y Herman Wouk.

Aquel año, la Navidad estuvo bastante bien, y eso que nos azotó un huracán. Vivi cargaba contra todo.

Yo traté de calmarla: Bueno, no podemos tener dos años seguidos de huracanes, ¿verdad?

Hicimos un almuerzo de Navidad estupendo, con un montón de parientes, los pequeños como locos con los juguetes. Mientras comíamos el pavo y la salsa de maíz, esos farsantes de diplomáticos volaban por todo el país haciendo llamamientos de alto el fuego. Tenían una tregua de treinta horas y, chaval, quemaron un montón de gasolina volando en jet de una embajada a otra.

Pensé: Quizá puedan pararlo después de todo. Así lo espero. Soy un granjero, no un reclutador militar.

Y llegó 1966. Después de la, así denominada, tregua, nos esforzamos al máximo por poner de rodillas al norte. Bien, pensé. Bombardeadlos a saco y acabemos con esto. No podía asar un solomillo sin pensar en la maldita guerra.

Los chavales se presentaban a docenas ante mí, algunos apenas hacía un año que se afeitaban. Nunca había pensado que a los diecinueve años se fuese tan joven. Bueno, nosotros nos metimos en esta historia; nosotros debemos acabar con ella. Pero la idea de embarcar a alguien en el infierno que yo pasé en la marina me parecía detestable. Y yo ni siquiera entré en combate. El campamento ya fue bastante malo. Nunca antes había salido de la parroquia de Garnet sin Pap o mamá, y pasé enfermo la mitad del maldito tiempo. Tenía problemas intestinales, y ni puedo contar las veces que acabé en la enfermería. Una obstrucción del colon, lo llamaron. Yo lo llamé: Venga, pegadme un tiro y acabemos de una vez.

Deber cívico o no, me las habría arreglado muy bien sin las convocatorias de reclutamiento. Ya tenía las manos bastante ocupadas tratando de sacar adelante mi granja. Me esforzaba a tope con el arroz. Si los granjeros del sudoeste de Luisiana podían hacerlo, pensaba, yo también. Para entonces, el algodón ya pertenecía al pasado. Y habría llegado al punto de reírme a carcajadas si hubiese oído la frase «el sur algodonero». Por lo que al algodón respecta, lo llevaré encima, pero tan seguro como que hay infierno que no volveré a cultivarlo. No era más que un método seguro de acabar arruinado.

Y eso que lo echaba de menos. Aún lo echo. Hay algo muy hermoso en el cultivo del algodón. Primero, hay que asegurarse de que sobrevive a la germinación cuando la tierra está fría. Después llega el verano, y la planta crece con una rapidez que tira de espaldas. Es como ver a un niño dispararse de los dos años a los veinte en sólo tres meses de calor. Cultivando algodón se llega a amar realmente la agricultura. Porque hay que mimarlo, vigilarlo cada día, darle lo que necesita en cada momento. Arrancar las malas hierbas, vigilar los escarabajos y los gusanos. Uno puede ponerse sentimental con ese cultivo, os lo aseguro. A veces me pregunto si no atendía mejor el algodón que a mis propios hijos.

La cosecha. Los niños venían a los campos después de clase. Vivi preparaba un picnic y cenábamos bajo las pacanas, bajo un cielo rosa y anaranjado. Chaney, Lincoln y el resto de jornaleros se sentaban allí con nosotros, junto a la nevera portátil. A veces Willetta traía algo especial para Chaney. La acompañaban esas niñas suyas, altas y flacas. Me encantaba enseñarles todo lo que habíamos hecho, y en esa época a mi familia realmente le interesaba. No como después, que se avergonzaban de la procedencia del dinero que pagaba su ropa, su comida, sus coches y sus universidades. En aquellos días, los críos saltaban sobre el algodón amontonado en el volquete y se sumergían en esa borra recién recogida como si estuvieran en el circo o algo así. Los veía salir estornudando, quitarse fibras de las pestañas y volver a sumergirse.

Aquéllos eran buenos tiempos. Diablos, aquellas tardes ni siquiera bebíamos. Sólo té helado. Y yo seguía trabajando hasta muy avanzada la noche porque no quería dejar el algodón en el campo un día más de lo necesario. Por no hablar de cuando empezaba a llover.

Entonces, sabía lo que hacía. Mi padre me enseñó a cultivar algodón.

Pero no me enseñó a sentarme en una mesa de conferencias con un puñado de hombres climatizados. En esas reuniones del comité de reclutamiento, sabías que no eras uno de ellos, aunque nadie dijera nada. Su club era tan privado que ni siquiera tenía nombre. Apretones de manos rápidos y firmes. Suaves manos limpias. Manicura en las uñas. Cuando les daba la mano, siempre era consciente de mis callos y la suciedad que nunca desaparecía del todo, por mucho que frotase. Yo era el único granjero del comité de reclutamiento y me dejaba el culo tratando de que mis uñas estuviesen tan limpias como las suyas.

Me habría gustado decirles algo: Escuchad, HDP, mi papá también habría podido enviarme a Tulane, pero tenía una granja de la que ocuparse. Durante la depresión, mientras vuestra gente estaba en el club de campo, lloriqueando sobre sus julepes de menta, mi padre acarreaba patatas por todo el maldito sur para sacar su tierra adelante.

Pero me mordía la lengua. Todo era más profundo, más triste y más confuso de lo que las palabras podían expresar. A veces me preguntaba si no sería así como se sentían los negros.

Oh, vi la guerra desde mi dormilona. Nos enfrentábamos a una guerra de selva, a una de tierra y a una del aire. Los tenemos pillados por los huevos, dijo LBJ. Sólo que nadie se lo decía a esos bastardos del Vietcong. No parecían captar el mensaje. Quizá porque no hablaban inglés. Ja. Derribaban nuestros cazas como cometas en una tormenta.

Conocía las cifras. Cada mes nos llegaba el cupo de reclutamiento. Cupos por todas partes. Empezamos el año con 181.000 y acabamos con 400.000.

Y no sólo era Vietnam. Bocas más importantes que las del doctor King empezaron a poner el grito en el cielo. Cualquiera que fuese su sueño, para mí se estaba convirtiendo en una pesadilla. Guerra en todos los frentes. Si al menos mi hogar no hubiera sido uno de ellos. Pero mejor no empiezo con el tema. No había treguas en las batallas de mi hogar.

La Navidad llegó de nuevo antes de que me diera tiempo a saldar las pifias del año anterior. Una noche estaba en el bar de Rotier tomando una copa y un plato de guiso con los chicos. Siempre le llevábamos pato o camarón a Rotier, y el tipo se las ingeniaba para hacer algo con eso. Si me hubiera zampado un plato de ese mejunje cada vez que le pedía una bebida al tipo, mi vida habría sido muy distinta. Da igual, el lugar estaba decorado con motivos navideños, un pequeño árbol de Navidad artificial sobre la barra y la Playmate del mes al lado, con sus tetas rosadas y un gorro de Santa Claus. McNamara salió por la tele diciendo: Los progresos sobrepasan todas nuestras expectativas. Durante 1967, podremos reducir a la mitad el reclutamiento.

El problema era que el viejo Westmoreland seguía pidiendo chicos; y lo que Westmoreland quería, lo conseguía tan seguro como que hay infierno.

Mil novecientos sesenta y siete. El verano más caluroso que recuerdo. Batallas de campo más sangrientas, más ataques aéreos, la misma talla de bolsas para cadáveres, sólo que el número se multiplica como nada.

Es entonces cuando las llamadas empiezan a llegar regularmente. A las nueve en punto de la noche, entonces sonaba el teléfono. Recuerdo la primera. Me llevó un rato averiguar de qué se trataba. Era la señora Alma Vanderlick, la mujer de Charlie Vanderlick.

Dije: Hola, aquí Shep Walker.

Y ella dijo: Señor Walker, siento mucho llamarle a estas horas. Sé lo pronto que se van a dormir los granjeros. Charlie ya está durmiendo.

Dije: No se preocupe, Alma. ¿En qué puedo ayudarla?

Señor Walker, dijo, por favor, no le diga a Charlie que le he llamado. Nunca me lo perdonaría.

Alma, le dije, su gente lleva trabajando en el pantano tanto tiempo como la mía. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

Oh, señor Shep, tiene que evitar que se lleven a mi hijo Albert a Vietnam. Es el único que nos queda para ocuparse de la granja cuando falte su padre. Mi hijo mayor tiene un trabajo estupendo con la Texaco, en Morgan City. Gana un buen sueldo. Nunca volverá a ocuparse de la granja.

Estaba llorando, y yo me senté en la cama y traté de descongestionar mi pecho.

Veré lo que puedo hacer por usted, Alma, le dije. Déjeme ver qué puedo hacer.

Dijo: Gracias, señor Shep, le traeré un tarro de higos en conserva la próxima vez que pase por su casa.

Aquella llamada me dejó hecho polvo. Por suerte, no sabía que era sólo la primera. En cuanto esas bolsas empezaron a regresar a Luisiana, no había medallas o discursos patrióticos de agradecimiento capaces de hacer callar a las madres granjeras que vivían en todo lo largo y ancho de este pantano. Al menos, no por la noche, cuando sus maridos ya estaban acostados, habían retirado los platos de la cena y empezaban a recordar los tiempos en que sus hijos sólo les llegaban a la cadera y bailaban con ellos en las fritadas del domingo por la tarde. O los días en que les frotaban Vicks Vaporub en el pecho, cuando enfermaban de bronquitis. Esas mujeres no quemaban banderas. Buscaban mi número en el listín de la cooperativa de trigo. Era el único campesino del comité de reclutamiento. Me llamaban.

Tenía mal sabor de boca el día que Albert Vanderlick se presentó ante nosotros. El chico pedía su exención en concepto de único hijo superviviente. Llevaba un pantalón caqui y una camisa de manga corta con corbata. Podías oler el almidón casero cuando sudaba. Un chaval de aspecto saludable. Esos holandeses del pantano alimentan bien a sus hijos, los crían bien. Recordaba al chico de cuando acompañaba a su padre a la plantación. Se sentaba allí, delante de nosotros, con las manos sobre las rodillas, los dedos separados. Advertí que se había restregado las manos, se notaba en la rojez alrededor de las cutículas. Caray, me lo sé de memoria. A ver si no me restriego las uñas un día sí y otro también en el almacén para que Vivi no tenga que ver la porquería debajo de mis uñas. Con un cepillo de uñas, insistiendo una y otra vez, frotándome las palmas con piedra pómez para extraer la tierra que se queda entre los pliegues de la piel.

Podía ver a Alma, la imaginaba gritándole a su hijo ante la puerta del baño: Albert, límpiate bien, tienes que causar buena impresión a esos señores.

Teníamos programados treinta y un chicos esa misma tarde. Cinco minutos como mucho para tratar el asunto de Albert Vanderlick.

Neal Chauvin dijo: Este chico no reúne los requisitos necesarios de único pariente superviviente. Tiene un hermano.

Dije: Lo sé, Neal, pero debes comprender que su hermano ha conseguido un buen empleo en una compañía petrolera de Morgan City... el chaval está subiendo. El padre de Albert lo educó para trabajar esa tierra. Un hombre debe tener a alguien a quien dejar sus tierras, ¿o para qué demonios está trabajando?

El dentista dijo: Shep, parece que conoces a esa gente. Quizá deberíamos ser un poco más tolerantes en un caso así.

Chauvin dijo: Esa no es la cuestión. Legalmente, no podemos declararlo exento. El chico sería un soldado estupendo.

Dije: Un momento, ¿no podríamos meter mano en esto?

Y Chauvin dijo: Si nos saltamos las reglas con un chico como Vanderlick, sentamos un peligroso precedente en esta parroquia.

De modo que el caso de Albert se puso a votación, y el chaval se vistió de uniforme antes de que el algodón de su padre creciese otros diez centímetros.

Pero no hacíamos progresos. Lo sucedido hasta el momento sólo eran incursiones aquí y allá, eso decían.

Llegó un momento en que me servía una bebida rápida antes de cada reunión y, a continuación, me enjuagaba la boca con Listerine. Y después... no sé a qué sería debido, pero empecé a despertarme con las peores pesadillas que había tenido desde la muerte de papá. Me daba una vuelta por la casa, salía al garaje, intentaba apartar de mi mente los cigarrillos, me servía una copa, trataba de leer. Después empezó el asma y me pasaba la mitad de la noche sentado en la dormilona, procurando que no se me obstruyera el pecho. Se respira un poco mejor recostado en ese sillón que tendido en la cama.

Desde mi posición, parecía que estuviesen hablando de dos guerras distintas. La que estábamos perdiendo en la televisión y la que, según el gobierno, íbamos ganando. Pero vamos a ver, yo no soy un soldado. Tras esa historia de los intestinos, papá se las arregló para sacarme del ejército. Ni siquiera pregunté qué clase de teclas había tocado. Estaba muy contento de volver a casa y ya está. Hicimos una gran barbacoa en el jardín y nunca me dijo ni una palabra de mi retirada del ejército. Mi gente nunca ha sido pacifista ni nada de eso. Si alguien invadiese la parroquia de Garnet, les daríamos una paliza. Simplemente no nos gusta la idea de viajar a la otra punta del mundo para luchar, cuando tenemos tierra que cultivar.

Ahora que lo pienso, papá nunca se vistió de uniforme. Siempre decía: Los gordos seguirán gordos. No necesitan mi ayuda para eso.

Y entonces, como os lo digo, llamaron a filas a Lincoln Lloyd. El hermano pequeño de Chaney. Chaney ha sido mi hombre de confianza desde que existe el ferrocarril. Maldita sea, el padre de Chaney trabajaba para el mío cuando aún llevábamos pañales. Lincoln vivía en Lower Levee Road con una hermana que no ganaba demasiado. Fueron Chaney y Willeta quienes se encargaron de que el chaval fuera al colegio durante el tiempo que lo hizo. Al principio, cuando lo conocías, pensabas que era un poco lerdo a causa de ese tartamudeo que tenía. Yo mismo lo pensaba hasta que, un día, le oí hablar con Chaney en el granero. El chaval no sabía que yo andaba cerca y ahí estaba, hablando tan claro como cualquiera de mis hijos, ni un tartamudeo salía de su boca.

Más tarde le pregunté a Chaney sobre el asunto y me dijo: No sé, señó Gran Shep, creo que'l chico tiene miedo de los blancos.

Una vez, Chaney y Willetta fueron a la escuela para hablar sobre Lincoln con una examinadora, debido a las notas que los profesores enviaban a casa. La examinadora, Chaney, Willeta y el propio Lincoln sentados en ese despacho, y la mujer dice: La cuestión es que debemos averiguar cómo clasificar a este chico, si como idiota o como imbécil.

Chaney intentó reír cuando me lo contó, pero estaba furioso. Conozco a Chaney. He pasado cada uno de mis días de trabajo a su lado y sé lo que me digo. Es un tipo con opiniones propias, alguien con quien puedes contar.

Por lo que a mí respecta, Lincoln no era idiota, ni tampoco imbécil. Sólo tenía problemas para desenterrar las palabras. Trabajó para mí en los campos hasta los diez años, y no puedo decir que conociese bien al chico, pero montaba ponis Shetland con mis cuatro hijos y reconocería esa risa de asno en cualquier parte. Sí, dejó la escuela, pero no era tan tonto como pensaban. Cantidad de veces la gente comete el error de subestimarte por tu modo de hablar. Lo sé por propia experiencia. Ese tartamudeo tal vez le hiciese parecer estúpido, pero es en los ojos de un hombre donde ves su inteligencia. Y Lincoln Lloyd tenía unos ojos como muy vivos. Era tan buen trabajador como cualquiera pudiese desear. Hablaba despacio y trabajaba deprisa. Pequeño y nervudo, pero musculoso como Chaney.

Por lo que yo sé, antes Chaney nunca había pedido un favor. Pero un domingo por la tarde se presentó en casa y preguntó por mí. Me puse las zapatillas y salí al garaje, y Vivi dijo: Chaney, tómate una Coca-Cola.

Los dos nos quedamos allí y miramos en dirección al arroz. Chaney se bebió toda la Coca-Cola en silencio. Después dijo: Jefe, estoy con usted desde que mi padre trabajaba con el señó Baylor mayor y nunca l'he pedido na.

Es verdad, le dije, has cumplido con tu deber.

Bueno, tengo que pedirle algo ahora, dijo.

Chaney se rodeó el pecho con los brazos tal como hace cuando está pensando. Se frotó la cara con la mano y siguió mirando hacia los campos.

Señó Shep, no deje que se lo lleven al ejérsito, a Lincoln, dijo. Tiene el tartamudeo ese y nunca ha ido a ninguna parte. El chico nunca ha ido más lejos de Mamou. No se va a salir bien parado de una guerra. Lo noto en mis güesos. A ver si puede ha-ser algo por mi hermano chico, ¿lo hará, por favor, señó Shep?

No me suplicó. Sólo me alargó la botella de Coca-Cola y dijo: Grasias por el refresco. Tengo que volver, o Willetta se preguntará si m'he escapado o qué.

Eso es algo con lo que tendré que vivir. No hice una mierda para evitar que reclutaran a Lincoln. McNamara dijo que el ejército era lo mejor para la desfavorecida juventud negra. El tipo estaba allí con las gafas puestas y explicó que darían clases especiales a los chavales como Lincoln para ponerlos a la par. Los prepararían para desempeñar tareas que nunca hubieran aprendido de no ser por el ejército. Lincoln pasó la prueba de acceso, lo que, supongo, prueba que no era un imbécil. Y nadie dijo una palabra de que su tartamudeo pudiera ser un estorbo a la hora de disparar.

Un día que Chaney estaba trabajando con la cosechadora, le dije: El ejército puede ser el medio del chico para salir de aquí. Le dará oportunidades que tú nunca has tenido.

Chaney no me respondió, siguió trabajando y ya está. Me quedé allí un minuto entero esperando a que me contestase algo, pero se comportó como si yo no estuviera.

Un día, por esa época, recuerdo que fui al centro, a la Tienda de Caballeros Weinstein, y me compré un maldito traje nuevo. Era marrón jaspeado en verde. Lo dejé para que me lo arreglasen y, cuando estuvo listo, lo llevé a la siguiente reunión del comité de reclutamiento. Pensé: Vosotros, gente bien, no sois los únicos que podéis permitiros trajes decentes.

Cuando salía de la cocina, Vivi dijo: Ohhh, señor Walker, lucharía en una guerra por ti.

Fui el primer miembro del comité de reclutamiento que se presentó a la reunión. Yo y el secretario del comité tuvimos que esperar quince minutos a que llegaran los otros. Bueno, todos tenemos nuestras ocupaciones, pensé. Pero entonces los muy bastardos entraron con toda la parsimonia y todos llevaban pantalones holgados y suéteres y cascaban de su partida de golf. Todos esos cabrones venían del club de campo. Se olía a la legua, ese olor a sol que coges cuando estás al aire libre sin llegar a sudar.

El dentista me miró y dijo: Eh, Shep, siento que lleguemos tarde. No podía soportar ni una tarde más en la oficina. Ya sabes cómo es eso.

Neal Chauvin me miró y sonrió. Dijo: ¿Qué, traje nuevo, Walker?

Entonces Chauvin se sentó con su amariconada camisa de cocodrilo y nos dispusimos a entrevistar a una pila entera de universitarios cuyas exenciones por estudios habían caducado.

Uno, el chico Jarrell, estudiaba derecho. Y tuvo los cojones de sentarse allí, delante de nosotros, y decir: Si ustedes, caballeros, me obligan a dejar los estudios, mi padre igual podría haber tirado 12.000 dólares por el retrete. Mi educación le está costando mucho dinero. Algún día seré un fiscal de distrito de primera.

Más tarde, discutiendo el caso, Chauvin dijo: No podemos enviar a un chico como ése a morir en las trincheras. Es la clase de hombre que necesita Luisiana. A continuación se echó a reír y dijo: Además, nunca volveré a ganar un caso en el tribunal de su padre si ese muchacho no acaba en el foro de Luisiana.

Y los otros se echaron a reír con él, como si fuera muy divertido, como si todo fuera una maldita broma.

Mil novecientos sesenta y ocho. Fulminando años como moscas. Seguían diciendo que íbamos ganando. Westmoreland y el viejo Ellworth Bunker —¿de dónde demonios ha sacado ese nombre?— seguían jurando que las cosas iban estupendamente. Mi arroz tenía muy buen aspecto, pero el precio de todas las cosas necesarias era más alto que un cohete, y tenías que mantenerte informado de los nuevos pesticidas y herbicidas. La agricultura cambiaba rápido, aunque yo no me quedaba atrás.

Acabé ingresado en el hospital un par de días con asma, tuvieron que darme oxígeno. El tío de los pulmones me dijo: Es el polvo.

Yo dije: Perfecto. Cultivaré la tierra sin respirar polvo. Será muy fácil, en serio. Me sentaré y cultivaré el arroz en una habitación climatizada. Oye, Doc, tengo niños que sacar adelante. ¿Qué quieres que haga?

Dijo: ¿Alguna vez has pensado en cambiar de profesión?

Le respondí: No, chaval. ¿Y tú?

Chaney y Willetta enmarcaron una foto de Lincoln de uniforme. Los dos parecían conformes. Estaban tan orgullosos de él que Chaney me dio una foto tamaño bolsillo para mí. A ese Chaney siempre le han encantado las instantáneas. Se sienta bajo la mimosa los domingos por la tarde y las pega en el álbum.

A veces me pregunto si alguno de nosotros está hecho para la vida que lleva.

En mitad de la maldita tregua de año nuevo, tuvimos que enfrentarnos a un asalto del Vietcong contra la embajada de Saigón. Llovieron morteros enemigos sobre aquellos pequeños poblados y lanzaron napalm al delta del Mekong. Perdimos más de mil chavales.

¡Jesús! Somos los Estados Unidos de América, pensé. ¿Qué demonios estamos haciendo? ¡Estamos hablando de un pequeño cenagal de mierda! ¿No podemos meternos y acabar con todo? Me sorprendí a mí mismo discutiendo con mis colegas en Rotier. Llegué al punto de oír el sonido de mi propia voz y pensar que era la de otra persona.

Gritaba: ¡Si estamos en guerra, acabemos de una vez por todas!

¿Qué demonios está pasando?, pensaba mientras lo veía todo desde mi dormilona. Hemos destrozado Vietnam del Sur, el maldito país del tamaño de un cacahuete que se supone que estamos salvando. Hemos lanzado tantos gelificantes que ese suelo nunca volverá a ser el mismo. Caray, conozco los gelificantes. Los he tenido cerca toda la vida.

Lo vi todo en el maldito televisor en color, pequeñas vietnamitas que salen corriendo de cabañas en llamas, con niños en brazos, chillando como conejos en una trampa. Corrían por la pantalla hasta que parecían a punto de salir del televisor para entrar en mi dormitorio. Juro ante Dios que un día me pareció reconocer al chico Vanderlick en las noticias, creí reconocer sus manos.

Chaval, vencemos al mundo entero y ni siquiera podíamos tomar ese pequeño lodazal. Entrenamos a la mitad de esos chicos carretera abajo, en Fort Polk, porque en Luisiana hace el mismo calor y humedad que en Vietnam. Sé lo que es un cenagal.

LBJ dijo: Ahora, por supuesto, habrá Nellis nerviosos que no podrán resistir la presión.

Soy un granjero americano, pensé, no soy un comunista. ¿Qué queréis de mí?

No quería beber tanto como bebía. Incluso el bourbon dejó de funcionar y me despertaba a las 2.07 cada maldita noche. No sé por qué, pero me despertaba de golpe exactamente a las 2.07 de la madrugada. Si no hubiera tenido ya problemillas con el whisky, me habría tragado unas pastillas para dormir.

Entonces volvimos a entrar en combate. ¡Esta vez sin duda íbamos a conseguirlo! Perdimos 2.000 chicos en la contención del ataque del Tet. Y nos llevó tres malditas semanas y media enterarnos, aquí en Pecan Grove, de que Lincoln Lloyd era uno de ellos. Willetta se lo dijo a Sidda. Y Sidda se lo dijo a Vivi, y Vivi me lo dijo a mí.

Cuatro días enteros y Chaney no venía a trabajar, no decía una palabra. Willetta desapareció también y la casa estaba patas para arriba. Sólo comíamos sándwiches de queso al horno. Me largué a la cabaña de los patos y agarré una curda de tres días por primera vez desde la muerte de mi padre.

Mi hijo, Pequeño Shep, al fin apareció por allí una tarde y dijo: Papá, tienes que volver a casa. Tú te has largado, Chaney no trabaja. No sé qué decirles al resto de trabajadores. Hay que cultivar la tierra.

Miré a mi hijo, vestido con vaqueros y camisa blanca almidonada. Intentando con todas sus fuerzas ser un hombre. Pecas incluso en los párpados. Me entraron ganas de atraerlo hacia mí y decir: No dejes que te lleven, Shep. Los gordos seguirán gordos. No necesitan tu ayuda para eso.

Preparó café y yo me duché y le seguí de vuelta a casa. Vivi descongeló cangrejo de río étouffée y me lo comí con pan de barra y dos vasos de leche. Ese étouffée olía como el mejor manjar de todo el estado. El cangrejo era de mi propio pantano. Me senté a la mesa y me lo comí, caliente y picante, y unté algo más de mantequilla en el pan. Uno puede ir hasta París, Francia, y no comerá mejor que nosotros aquí en Luisiana.

Estábamos todos sentados a la mesa por primera vez en no sé cuánto tiempo.

Sidda llevaba puesto ese maldito lápiz de ojos que usaba en aquella época. Le dije: Límpiate esa mierda de los ojos si quieres comer en mi mesa.

Respondió: La mesa no es sólo tuya. No la tomes con nosotros porque estás disgustado por lo de Lincoln.

Fui a abofetearla, pero se escabulló y corrió hacia el vestíbulo. La guerra estaba suspendida en el aire, reptaba por el suelo, nadaba en el mar. Se deslizaba por la mesa de la cocina.

Grité: ¡YO NO TENGO MALDITA LA CULPA! ¿ME OÍS? YO NO EMPECÉ ESTO. ¡YO NO QUERÍA QUE A LINCOLN LLOYD LE VOLARAN LA CABEZA! CONOCÍA A ESE CHAVAL DESDE QUE ERA UN BEBÉ.

Tuve que hacer esfuerzos para no llorar. Había perdido el aliento. Los chicos me contemplaban con la boca abierta. Pude sentir los dedos esos que me constreñían el pecho.

En ese momento Sidda volvió a entrar, alargándome algo. Era mi inhalador. Me lo puso en la mano y yo la cogí y la atraje hacia mí. Los chicos parecían confusos. Lulu se miraba los pies.

Vivi dobló la servilleta y dijo: Les pegaré un tiro a mis hijos en los pies antes de permitir que vayan a luchar en una guerra. Mi esposa es así; está loca, pero a veces da justo en el clavo.

Ella fue quien por fin me llevó a la funeraria de los negros. Lloviznaba y, a ambos lados de la entrada, había pequeñas farolas que le daban el aspecto de un edificio muy antiguo. Es curioso... Chaney, Willetta, todos ellos vinieron al funeral de papá, pero no creo que yo hubiera puesto nunca antes los pies en su funeraria. En aquella parte del pueblo, me sentía como en un país extranjero.

Le pedí: Por favor, Vivi, ¿podrías entrar allí y decirle a Chaney que estoy aquí fuera y que me gustaría hablar con él?

Esperé con las ventanillas bajadas mirando a todos los negros entrar y salir. Vestidos de punta en blanco, algunos con paraguas. Apoyándose los unos en los otros, los pañuelos en la mano, los sombreros puestos.

Antes, todo el mundo llevaba sombrero, recuerdo que pensé. ¿Cuándo dejó de usarse? ¿Son los negros los únicos que lo utilizan ahora?

Vivi salió de la funeraria y volvió al coche. Se sentó en el asiento del conductor y miró directo al frente. No se comportaba con normalidad, ¿pero qué demonios pasaba? Me dijo: Chaney dice que, si quieres hablar con él, tendrás que entrar.

Saqué mi navaja y empecé a limpiarme las uñas. Al final dije: Vivi, ¿qué debo hacer?

Tenía las manos en el volante, agarrándolo y soltándolo, agarrándolo y soltándolo. Entonces mi mujer dijo: Estoy harta de todo esto, Shep. Tiene que acabar de una vez.

Aquélla fue la primera vez que vi a Chaney de traje. Le iba estrecho, y los pantalones le apretaban el estómago. Estaba sentado, sujetando las manos de Willeta, y un corrillo de mujeres rondaba en torno a ellos. Sus manos unidas parecían muy oscuras y arrugadas. Por un momento, esas manos parecieron la tierra misma.

Y por primera vez, pensé: Arroz. Esta gente cultiva arroz.

Estaba helado. No podía dar un paso. Sólo podía quedarme allí, mirando a Willetta y Chaney. El hombre me vio, vio que no podía moverme. Le susurró algo a Willetta y los dos me miraron.

Si alguna vez has hecho un acto de caridad, Chaney, por favor levántate ahora, acércate a mí y ayúdame a despegarme de este sitio. Estoy paralizado. Estoy en medio de la batalla y no puedo moverme. Alguien canturreaba y el lugar era cálido y acogedor. Podías oler lo engalanados que iban. Me invadió un mareo y pensé: Señor, me voy a desmayar en este salón funerario lleno de gente de color desconsolada.

Y de repente ahí estaba Vivi, deslizándose por la puerta. Llevaba el velo de iglesia que los católicos usaban en aquel entonces. Me cogió del brazo y cruzamos la sala hasta donde estaban Willetta y Chaney. Me quedé allí, delante de él.

Vivi dijo: He venido a decirte lo mucho que lo siento, Chaney. Te acompaño en el sentimiento, Willetta. Quiero que sepáis que os tengo presentes en mis oraciones.

Chaney la miró y dijo: Grasias, señoíta Viviane.

No me incluyó en el agradecimiento. No podía creer que Vivi no hubiese dicho: Lo sentimos. Debía haber dicho: Lo sentimos. Por el amor de Dios, pensé, es mi mujer.

¿Y por qué decía: Te espero en el coche?

Me miré las manos. Me había quedado totalmente solo en medio de esa gente. Pequeñas briznas de suciedad bajo mis uñas. ¿Nunca podrá un hombre conseguir que sus uñas estén limpias del todo? Los dedos de Chaney estaban enroscados a los de Willetta. Sus palmas eran rosadas, algo que nunca antes había advertido. Rodaban lágrimas por mi cara. No sé de dónde salían todas esas lágrimas. Voy a tener las fosas nasales inflamadas durante horas, pensé.

Chaney, compadre, ¿podrás perdonarme, chaval?

Alzó la vista, me miró y la dejó allí. No creo que Chaney me haya mirado tanto tiempo seguido en todo el tiempo que lo conozco. Y yo sólo podía permanecer allí y soportarlo. Si se hubiera levantado y me hubiera atizado un puñetazo, no habría movido ni un dedo para defenderme.

No me atizó. Me alargó su pañuelo. Olía como a Clorox. Aún puedo ver ese viejo pañuelo de algodón pasar de su mano a la mía. Sus enrojecidos ojos almendrados, su cara llena, ese gran pecho sobresaliendo de lo que, entonces me di cuenta, era uno de mis viejos trajes. No pude usar ese pañuelo hasta que habló.

Hasta que dijo: Sí, jefe, yo le perdono.

Lo dijo como si hubiera un puñado de gente que no me perdonaría nunca. Seguí mirándole. Al final, dijo: Vamos, suénese la nariz.

Dimití del comité de reclutamiento un par de meses después. Pensé que si tenía que cumplir mis deberes como ciudadano, lo haría en el Comité del Dique Garnet, algo que beneficiase a los granjeros. Teníamos problemas de inundaciones y drenaje en esta parte del país. Diablos, el Misisipí, el Red y el Atchafalaya son ríos grandes y poderosos. Hay que prestar atención a la tierra y al agua de tu estado.

El viejo Lyndon Baines decidió acabar con el asedio. Dijo que regresaba a Texas. Dijo que su padre le había dicho una vez que en tu tierra natal saben cuando estás enfermo y lo sienten cuando mueres. Realmente, nunca pensé que ese hombre nos fuera a mantener tanto tiempo en aquella guerra. Lo siento por él. No tenía a un Chaney para perdonarle. A muchos de nosotros, el día del juicio nos arrancarán de nuestras dormilonas y nos lanzarán a un infierno que ni siquiera hemos soñado.

Estos días, años después de la época del comité de reclutamiento, me siento por la noche y miro la guerra del Golfo en la CNN. Y lo tengo negro si pretendo dormir, incluso horas después de apagar la televisión. Así que me quedo despierto y hablo con el Viejo Compadre. No lo llamaría rezar exactamente. Sólo le hablo, allí sentado. Y a veces, si escucho con la suficiente atención, oigo —por debajo del silbido en mi pecho— un latido que no procede de mi corazón, sino de los campos, del polvo, de la tierra de Luisiana.