X

Oí que Mtalba gritaba: —Aii, yelli, yelli.

—¿Qué dice? —le pregunté a Romilayu.

—Dice: «Adiós para siempre».

E Itelo, con voz temblorosa, me dijo: —Por favor, señor Henderson, cúbrase el cuerpo.

—¿Qué pasa? ¿No me vas a matar?

—No, no. Usted me venció. Si quiere morir, se las va a tener que arreglar solo. Es usted mi amigo.

—¡Vaya un amigo!

Me daba cuenta de que hablaba con una gran presión en la garganta, el nudo debía ser enorme. —Hubiera dado mi vida por ayudaros —le dije. Ya has visto cuánto tiempo aguanté con la bomba en la mano. ¡Ojalá hubiera explotado en mis manos y me hubiera hecho pedacitos! Siempre ocurre lo mismo conmigo: en cuanto me mezclo con otra gente, las cosas van mal por culpa mía…, siempre meto la pata. Acertaron al llorar cuando me vieron por primera vez. Debieron olerse ya el lío que iba a armar y adivinaban que iba a causar algún desastre.

Oculto por la camisa, di rienda suelta a mis emociones, incluida la de la gratitud. Pregunté insistentemente: —¿Pero por qué una vez, una sola vez, no podré lograr lo que me propongo? Estaré predestinado a hacerlo todo al revés. Y pensé que había descubierto la constante de mi vida, y después de una revelación así, lo mismo daba que viniera la muerte o no.

Pero como Itelo no me apuñalaba, me bajé la camiseta manchada por el agua de la cisterna, y le dije: —Está bien, príncipe, si no quieres mancharte las manos de sangre.

—No, no —respondió.

—Gracias, Itelo. Intentaré seguir camino.

—¿Qué hacemos ahora, señor?

—Nos vamos, Romilayu. Es lo mejor que puedo hacer en estos momentos por el bien de mis amigos. Adiós, príncipe. Adiós, querida señora. Decidle adiós de mi parte a la reina. Esperaba aprender de ella la sabiduría de la vida, pero supongo que soy demasiado violento. Yo no sirvo para ese tipo de compañerismo que se establece entre las personas. Pero quiero mucho a aquella anciana. Os quiero mucho a todos. ¡Dios os bendiga! Por mí me quedaría, y por lo menos les arreglaría la cisterna…

—Será mejor que no, señor —dijo Itelo.

Hice caso de sus palabras; a fin de cuentas él era el que mejor conocía la situación. Y además yo estaba demasiado triste para discutir. Romilayu volvió a la choza para recoger nuestras cosas, mientras yo salía andando del pueblo. No había un alma en los caminos, e incluso habían metido el ganado dentro de las casas, para que no me tuviera que volver a ver. Esperé junto al muro del poblado, y cuando apareció Romilayu, volvimos al desierto juntos. Así fue como me marché, caído en desgracia y humillado ante todos, después de haber terminado con su agua, del mismo modo que con mis esperanzas. Y ahora ya no tendría nunca la oportunidad de saber más sobre el grun-tu-molani.

Naturalmente Romilayu quería volver a Baventai y yo le dije que ya sabía que había cumplido su contrato. El jeep era suyo en cuanto quisiera. —Sin embargo —le pregunté—, ¿cómo voy a volver ahora a los Estados Unidos? Itelo no ha querido matarme. Es un hombre noble y para él la amistad significa algo. Pero para mí irme a casa o saltarme la tapa de los sesos con este .375 viene a ser lo mismo.

—¿Qué quiere decir, señor? —preguntó Romilayu muy intrigado.

—Quiero decir, Romilayu, que hice esta última salida al mundo con el fin de realizar ciertos propósitos, y ya has visto tú mismo lo que ha pasado. Así que lo más probable, si al llegar a este punto renuncio, será que me convierta en un zombi. Mi cara se pondrá más blanca que la parafina y me tumbaré en cama hasta pudrirme. Que quizá sea lo que merezco. Conque, haz lo que quieras. Ahora ya no puedo darte órdenes y lo dejo a tu elección. Si regresas a Baventai, lo harás solo.

—¿Usted va a seguir solo, señor? —me dijo sorprendido.

—Si no queda otro remedio, sí, amigo —le dije—, porque no puedo volver. No te preocupes. Me quedan aún algunos víveres y cuatro billetes de mil dólares en el sombrero. Y supongo que encontraré comida y agua por el camino. Puedo comer saltamontes. Si quieres mi fusil, te lo puedes llevar también.

—No —dijo Romilayu, después de pensar unos segundos. Usted no se irá solo, señor.

—Eres un chico bastante decente. Eres un buen hombre, Romilayu. Puede ser que mi opinión no valga nada, pero eso es lo que pienso de ti. Quizá no soy más que un viejo fracasado, porque he estropeado casi todo aquello sobre lo que he puesto mi mano; parece que tengo el poder del rey Midas, pero al revés. Bien, ¿qué nos espera de ahora en adelante? ¿Dónde vamos a ir?

—No lo sé —dice Romilayu. ¿Y si fuéramos a visitar a los wariri?

—¡Ah, los wariri! El príncipe Itelo fue a la escuela con su rey. ¿Cómo se llamaba?…

—Dahfu.

—Eso es, Dahfu. Bueno ¿nos ponemos en camino hacia allá?

—Está bien, señor —dijo de mala gana Romilayu. No parecía estar muy convencido de su propia sugerencia.

Yo cargué con más parte de equipaje de lo que me correspondía y le dije:

—Vamos. A lo mejor pasamos de largo y no nos quedamos en su poblado. Ya lo decidiremos más adelante. Ahora, en marcha. No me quedan muchas esperanzas, pero yo sólo sé que si vuelvo a casa seré un caso perdido.

Nos dirigimos, pues, hacia los wariri y yo pensaba en el entierro de Edipo en Colona…, por lo menos él le traía suerte a la gente, después de muerto. En aquellos momentos, incluso me hubiera contentado con esto.

Viajamos durante ocho o diez días, a través de un territorio muy parecido a la planicie de Hinchagara. Después del quinto o del sexto día, el paisaje cambió un poco. Había más bosque en las montañas, aunque la mayor parte de las laderas seguían siendo áridas. Rocas escarpadas, granito ardiente. Torrecillas y acrópolis se ahincaban en el suelo, quiero decir que se agarraban a la tierra y se negaban a dejarse arrastrar por las nubes que parecían querer absorberlas. O quizá era en mi ánimo melancólico donde nada estaba en su sitio. El andar por un terreno difícil no le importaba a Romilayu; él estaba hecho a aquel tipo de viaje, como lo está el grumete al mar. La carga, la bandera y el destino importan poco al final. Cubría terreno con aquellos pies flacuchos y para él esta actividad en sí misma era ya suficiente justificación. Era muy hábil para encontrar agua y sabía dónde se podía clavar una caña en el suelo y beber. Recogía calabazas y otras cosas, que yo ni siquiera acertaba a ver, y al masticarlas aprovechaba su frescura y su alimento. Algunas veces hablábamos por las noches. Romilayu aseguraba que ahora los arnewi, al tener la cisterna seca, organizarían una expedición para encontrar agua. Y así, recordaba yo las ranas y muchas otras cosas, sentado junto al fuego, la vista fija en las brasas, y pensaba en mi vergüenza y en mi ruina, pero un hombre sigue viviendo pese a todo y las cosas le van mejor o le van peor. Eso será siempre así y todos los que sobrevivimos lo sabemos.

Y si uno no muere a causa de un fracaso, al cabo de un tiempo, por alguna razón, empieza a transformarlo, quiero decir que empieza a utilizarlo.

Vimos arañas gigantes y sus telarañas parecían estaciones de radar entre los cactos. También había hormigas enormes en aquellos lugares; sus nidos formaban unos montículos grises bastante grandes en el paisaje. Nunca he llegado a comprender cómo pueden correr tanto los avestruces con aquel calor. Me acerqué a uno para ver lo redondos que tenía los ojos y él golpeó el suelo con las patas y luego salió disparado, levantando un aire caliente con las plumas y dejando tras sí un rastro de sucia espuma blanca.

A veces, después de que Romilayu dijera sus oraciones y se acostara, yo lo mantenía despierto contándole la historia de mi vida. Quería ver si aquel extraño decorado, con el desierto, los avestruces, las hormigas, los pájaros nocturnos y el rugir de los leones de cuando en cuando, me quitaban algo de la maldición que pesaba sobre mí, pero siempre resultaba yo más exótico y más raro que los mismos avestruces, hormigas y montañas. Dije: —¿Qué dirían ahora los wariri si supieran quién se está acercando a ellos?

—No lo sé, señor; no son tan buena gente como los arnewi.

—¿No? Pero no irás a decirles nada de las ranas y de la cisterna, ¿verdad, Romilayu?

—No, no, señor.

—Gracias, amigo —le dije—, ya sé que yo no merezco gran cosa, pero al fin y al cabo mis intenciones eran buenas. Te lo digo de verdad, se me parte el corazón cuando pienso en lo que sufre allá atrás el ganado, sin agua. Te lo aseguro. Pero imaginemos que yo hubiera sido un médico como el doctor Grenfell o como el doctor Schweitzer…, o que hubiera sido un cirujano. ¿Existe algún cirujano que no haya perdido ni una sola vez a un paciente? ¡Pero si algunos de esos tipos deben arrastrar un verdadero ejército de muertos tras sí!

Romilayu estaba tumbado en el suelo, la mano bajo la mejilla. La paciencia se reflejaba en su recta nariz abisinia.

—El rey de los wariri, Dahfu, fue compañero de escuela de Itelo. Pero tú dices que no son buena gente, ¿qué les pasa?

—Todavía están en la oscuridad.

—Desde luego, Romilayu, eres un cristiano bueno de verdad. Querrás decir que han sido más inteligentes en nuestro tiempo, o en cualquier otro tiempo. Pero respecto a las relaciones entre ellos y yo, ¿quién crees que va a salir perdiendo?

—Oh, quizá ellos, señor —dijo Romilayu sin cambiar de postura y un brillo de humor negro jugueteaba en sus ojos grandes, de mirada suave.

Como ven, yo había cambiado de idea respecto a lo de pasar de largo por el poblado de los wariri, y eso era debido en parte a lo que Romilayu me había contado de ellos. Me parecía menos probable que yo pudiera hacerles daño si eran tan salvajes y tan violentos.

Así pues, estuvimos andando durante nueve o diez días y, al finalizar el viaje, el aspecto de las montañas había cambiado enteramente. Eran unas rocas blancas, con aspecto de bóvedas, que aquí y allá se desmoronaban en ruinas. Y entre aquellos círculos blancos de piedras blancas, encontramos por fin, el décimo día, una persona. Estaba muy avanzada ya la tarde y caminábamos bajo un sol enrojecido. Las montañas altas, que acabábamos de dejar atrás, mostraban sus picos desmoronados y sus ancestrales esqueletos. Crecían los arbustos entre las bóvedas de piedra, blancas como la porcelana china. Entonces, surgió el pastor wariri ante nosotros, con un mandil de cuero y un bastón retorcido. Y aunque no hizo nada, su aspecto era peligroso. Había algo en su figura que me recordaba a un personaje bíblico, me hacía pensar de un modo especial en el hombre que encontró José cuando iba en busca de sus hermanos y que le indicó que siguiese el camino hacia Dotain. Siempre he creído que aquel hombre de la Biblia era un ángel y que desde luego sabía ya que los hermanos de José iban a echarlo a la mazmorra. Sin embargo, lo mandó para allá. Nuestro amigo negro no sólo tenía un mandil de cuero, sino que todo él parecía hecho de cuero, y si hubiera tenido alas hubieran sido de cuero también. Tenía los ojos hundidos, pequeños, enigmáticos e, incluso bajo los rayos rojos del sol, muy negros. Charlamos con él. —Hola, hola —le dije con voz fuerte, como si yo dedujera que sus oídos debían estar tan hundidos como sus ojos. Romilayu le pidió que nos orientara, y el hombre, con su bastón, nos señaló el camino a seguir. En los tiempos remotos, debían ser orientados así los viajeros. Le hice un saludo militar, pero no pareció impresionarle mucho y su cara de cuero permaneció inalterable. Escalamos, pues, con dificultad las rocas del camino que nos había señalado.

—¿Está lejos? —le pregunté a Romilayu.

—No, señor. Me ha dicho que no está lejos.

Pensaba que quizá pasaríamos la noche en el poblado, y después de diez días de dificultosa marcha, empezaba a ilusionarme al pensar en una cama y una comida caliente, un panorama algo más variado e incluso un techo de paja encima de la cabeza.

El camino se hizo más y más pedregoso y esto me hizo desconfiar. Si era verdad que nos acercábamos a un poblado, ya deberíamos haber encontrado un camino. Pero en lugar de un camino, había aquellas piedras blancas, unas sobre otras, que parecían peinadas por la mano ignorante de los más estúpidos de los elementos. También el cielo debe tener porciones estúpidas y aquellas piedras habían salido rodando directamente desde ellas. No soy geólogo, pero la palabra «calcáreas» parecía cuadrarles bien. Estaban compuestas de cal y en mi opinión debieron originarse dentro del agua. Ahora estaban sequísimas, pero llenas de unas cuevas pequeñas de las que salía un aire más fresco, y que parecían el lugar ideal para una siesta en el calor del día, siempre que no rondaran por allí las culebras. El sol estaba ya en su declive y se precipitaba hacia abajo. Se abrían las bocas de las cuevas y sólo había aquella piedra blanca, tosca, retorcida y sin gracia, alrededor.

Acabábamos de pasar el recodo de una roca y nos disponíamos a seguir adelante, cuando Romilayu me dejó boquiabierto. Había levantado el pie para dar un paso larguísimo, pero de repente, dejándome desconcertado, apoyó las manos en el suelo, empezó a dar saltos hacia adelante sobre ellas y se tumbó sobre las piedras de la ladera. Cuando lo vi postrado de este modo le dije: —¿Qué demonios te pasa? ¿Qué estás haciendo? ¿Te parece lugar éste para tumbarse? Levántate. Pero su cuerpo extendido, con mochila inclusive, se apretaba contra las peñas y su pelo encaracolado permanecía inmóvil entre las piedras. No respondió, pero ya no me hacía falta una respuesta, porque había levantado la vista y vi delante de nosotros, a unas veinte yardas, un grupo militar. Tres hombres de la tribu estaban arrodillados, con los fusiles apuntando contra nosotros, y otros ocho o diez hombres, de pie detrás, se aprestaban a disparar. Estaba claro que podían borrarnos de aquella ladera para siempre; tenían fuerza suficiente para hacerlo. Y eso de tener una docena de fusiles apuntados hacia ti es mala cosa; por lo tanto, dejé caer mi .375 y levanté las manos. Pero en el fondo me sentía satisfecho, debido a mi temperamento belicoso. Además, aquel hombrecito que parecía hecho de cuero nos había metido en una emboscada, y por alguna razón esta astucia elemental me proporcionaba también cierta satisfacción. Hay cosas en las que el alma humana no necesita lecciones. ¿Saben una cosa? Yo estaba casi contento. E imité a Romilayu. Me tumbé en el polvo, hundí la cara entre los pedruscos y esperé. Sonreía de oreja a oreja. Romilayu yacía fláccido, sin voluntad, a la manera africana. Por fin, bajó uno de los hombres, mientras los demás lo cubrían, y sin decir una palabra, con aire estoico, como suelen hacerlo los soldados, recogió el .375, las municiones y los cuchillos y otras armas y nos mandó que nos levantáramos. Cuando lo hicimos, empezó a cachearnos. El escuadrón de arriba bajó los fusiles. Eran armas viejas, o del tipo Berher, de cañón largo y culata repujada, o antiguos modelos europeos, que probablemente le fueron quitadas al general Gordon en Khartoum y distribuidas luego por toda África. Sí, pensé, al viejo chino Gordon, pobre hombre, con sus estudios bíblicos. Pero es mejor morir así, que en la hedionda y vieja Inglaterra. Yo siento muy poca simpatía por la edad del hierro en la técnica. Y siento simpatía por un hombre como Gordon, porque era valiente y estaba confuso.

El que nos desarmaran en una emboscada me pareció una broma en los primeros momentos, pero cuando se nos dijo que recogiéramos nuestro equipaje y siguiéramos caminando hacia adelante, empecé a cambiar de idea. Aquellos hombres eran pequeños y bajos y más oscuros que los arnewi, pero también eran más duros. Llevaban unos taparrabos chillones y marcaban el paso enérgicamente. Cuando hubimos andado una hora, o más, mis ideas eran aún más sombrías que antes. Empecé a sentirme furioso contra aquellos hombres, y por menos de nada los hubiera levantado en vilo, a los doce, y los hubiera tirado al precipicio. Tuve que pensar en las ranas para contenerme. Reprimí mis ímpetus violentos y seguí la política de la espera y la paciencia. Romilayu parecía abatido y le rodeé los hombros con el brazo. Por haber tenido que morder el polvo, su cara era una sola arruga y su pelo crespo estaba lleno de un polvillo gris; incluso la oreja mutilada había empalidecido y parecía un buñuelo.

Le hablé, pero estaba tan preocupado que apenas me escuchaba. Le dije: —¡Hombre, no lo tomes tan a pecho! ¿Qué pueden hacernos? ¿Encarcelarnos? ¿Echarnos? ¿Pedir un rescate por nosotros? ¿Crucificarnos?, pero no pude comunicarle mi confianza y entonces le dije: —¿Por qué no les preguntas si nos llevan a su rey? Es amigo de Itelo. Estoy seguro de que habla inglés. Con voz desmayada, Romilayu intentó preguntarlo a uno de los soldados. Pero la única respuesta fue: —¡Harrrrff! Y los músculos de su cara se tensaron en aquel gesto que conozco tan bien, propio del oficio de soldado. Los identifiqué inmediatamente.

Tras tres o cuatro kilómetros de rápido ascenso, unas veces trepando, otras a gatas y otras al trote, avistamos el poblado. Era diferente al pueblo de los arnewi. Los edificios eran más grandes, algunos de madera. Y parecían mayores aún a aquella hora del día, entre la puesta de sol y la oscuridad. Ésta, en parte, ya había llegado y la estrella de la noche había empezado a girar. La piedra blanca del contorno tenía tendencia a desmoronarse de las bóvedas que formaba, dando una forma redonda, de cuencos o de círculos, y estos cuencos se utilizaban como adorno en el poblado. Crecían flores dentro de ellos, delante del palacio, que era un edificio rojo y mayor que los otros. Había ante él varias cercas de espinos y dentro de aquellas rocas, que tenían más o menos el tamaño de una almeja antropófaga del Pacífico, asomaban encendidas flores de un rojo intenso. Cruzamos por delante de dos centinelas, que se estiraron cuanto pudieron, pero no nos hicieron parar ante ellos. Me sorprendió que pasáramos de largo ante el palacio. Nos llevaron al centro del poblado, entre las chozas. La gente dejó su cena para echarnos una ojeada; se reían y lanzaban exclamaciones agudas. Las chozas eran bastante vulgares; de forma de colmena y techumbre de paja. También había ganado y entreví vagamente unos huertos bajo los últimos rayos de la luz, de modo que supuse que aquí estarían mejor surtidos de agua y respecto a esto podían tener la tranquilidad de no necesitar mi ayuda. No tomé a mal que se rieran de mí; al contrario, adopté una actitud para divertirles, y les saludé con la mano y con el casco. Sin embargo, no me gustaba en absoluto todo esto. Me molestaba que no me hubieran concedido inmediatamente una audiencia ante el rey Dahfu.

Nos metieron en un patio y nos ordenaron que nos sentáramos en el suelo, cerca de la pared de una casa un poco más grande que las demás. Había una banda blanca pintada en la puerta, para indicar que era un edificio oficial. Al llegar allí, el batallón que nos había capturado se fue, y quedó sólo un hombre para vigilarnos. Pude haberle arrebatado el fusil y hacerlo pedacitos de un solo instante, ¿pero para qué iba a servir? Lo dejé allí, dándome la espalda, y esperé. Dentro del patio, cinco o seis gallinas picoteaban el suelo a una hora en que debían estar ya durmiendo, y unos chiquillos desnudos jugaban a algo parecido a saltar a la comba, y cantaban al mismo tiempo con voces pastosas. Pero no se acercaron a nosotros, como los niños de los arnewi. El cielo tenía el color de una terracota y después el de un chicle color de rosa que no resultaba conocido a mi nariz. Por fin, oscuridad absoluta. Desaparecieron los niños y las gallinas y quedamos solos, sentados a los pies de aquel hombre.

Estábamos esperando y el esperar es con frecuencia, para una persona violenta, origen de múltiples molestias. Estaba convencido de que el hombre responsable de nuestra espera, el magistrado negro de los wariri o el juez de paz, estaba dejando tranquilamente que se nos enfriara el trasero. Quizá había echado una ojeada entre las cañas de la puerta, cuando aún había luz suficiente para verme la cara. Es muy probable que esto le hubiera asustado y que ahora estuviera reflexionando e intentando discurrir qué línea de conducta habría que seguir conmigo. O quizá se había, enroscado como un gatito entre las cañas y esperaba que a mí se me acabara la paciencia.

Realmente yo estaba muy alterado y tenía los nervios de punta. Probablemente no hay en todo el mundo un hombre que tenga menos aguante para la espera. No sé por qué razón no sirvo para esto, no va con mi carácter. Estaba pues allí, sentado en el suelo, cansado y preocupado, y mis pensamientos eran en su mayor parte sombríos. Entretanto la hermosa noche seguía avanzando, como una línea continua de oscuridad y de intimidad y trajo consigo el lucero vespertino; después llegó la luna, incompleta y llena de manchas. Aquel fiscal desconocido debía estar sentado dentro, y probablemente se regodeaba al pensar en la indignación del gran viajero blanco, al que habían desarmado y al que ahora obligaban a pasarse sin cena.

Y entonces ocurrió una de esas cosas de las que la vida no ha querido dispensarme. Mientras estaba allí sentado, esperando en aquella noche exótica, se me ocurrió morder una galleta dura y se me rompió uno de los puentes. Ya se me había ocurrido pensar en ello: ¿qué iba a hacer yo en las selvas de África, si echaba a perder el trabajo que había hecho el dentista en mi boca? Este temor había evitado que me metiera en muchas peleas, y cuando luché con Itelo y caí de cara en el polvo, pensé inmediatamente en mis dientes. En mi país, chupando distraídamente un caramelo en el cine o limpiando el hueso de un pollo en el restaurante, me ha ocurrido muchas veces sentir un tirón o un chirrido, e investigar rápidamente con la lengua, sintiendo que se me paraba el corazón. Pero esta vez aquello tan temido ocurrió de verdad, y mastiqué junto con la galleta dura mis dientes rotos. Toqué el hueco, donde quedaban todavía restos puntiagudos de diente, y me sentí furioso, harto y asustado. ¡Puñetas! Estaba desesperado y tenía lágrimas en los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó Romilayu.

Saqué el mechero, lo encendí y le enseñé los pedazos de diente en la mano. Luego abrí la boca, tirando del labio, y levanté la llama, de modo que pudiera ver dentro. —Me he roto algunos dientes —le dije.

—¡Mala cosa! ¿Duele mucho, señor?

—No, no duele mucho. Pero me angustia. No pudo pasar en un momento peor. —Entonces me di cuenta de que estaba horrorizado al ver aquellas muelas en la palma de la mano, y apagué de un soplo la llama.

Después, era inevitable recordar la historia del trabajo que el dentista había hecho en mi boca.

La parte más importante la llevó a cabo en París Mlle. Montecuccoli, después de la guerra. El puente original me lo puso ella. Verán, había una chica llamada Berthe, que habíamos contratado para que cuidara de nuestras dos hijas, y ella misma nos la había recomendado. Un tal general Montecuccoli había sido el último oponente del gran Turenne. En los viejos tiempos, uno asistía a los funerales de los enemigos, y Montecuccoli fue al de Turenne y se golpeó el pecho y hasta lloró. Aprecié esta circunstancia. Sin embargo, había muchas cosas que no marchaban. Mlle. Montecuccoli tenía un pecho enorme y cuando se perdía en su trabajo se acercaba a mi cara y me ahogaba, y yo tenía tantos aspiradores, diques y pedazos de madera en la boca, que ni siquiera podía gritar, y Mlle. Montecuccoli, con ojos negros y excitados, me miraba la boca por dentro. Tenía el despacho en la Rue du Colisée. Había un patio de piedra amarilla y blanca, con poubelles roñosos, gatos que huían con basura en el hocico, escobas, cubos y un retrete con ranuras para meter los zapatos. El ascensor era como el interior de un coche e iba tan despacio que uno podía preguntar la hora a las personas que subían por la escalera, que se enroscaba alrededor. Yo llevaba mi traje de mezclilla y los zapatos de piel de cerdo. Mientras esperaba ahora en el patio, frente a la choza que tenía la banda oficial sobre la puerta, con Romilayu a mi lado y aquel guardia por encima de los dos, me vi forzado a recordar todo esto… Estoy subiendo en el ascensor. Mi corazón late de prisa y ya está ahí Mlle. Montecuccoli, con su cara cincuentona en forma de corazón, y su sonrisa delgada, mezcla de sentimientos franceses, italianos y rumanos, propios de su madre, como su pecho abultado. Yo me siento, temblando, y ella empieza a asfixiarme, mientras quita el nervio de un diente, para poder sujetar el puente en él. Y para ajustar el puente, me mete un palo en la boca y dice: —¡Grincez! ¡Grincez les dents! Fâchez-vous. Así que «grinceo» y «facheo», como si me fuera en ello la vida. Ella rechinaba sus propios dientes, para demostrarme cómo debía hacerlo.

La mademoiselle opinaba que en el aspecto artístico los dentistas americanos no tenían defensa posible, y quería encajarme una corona nueva delante, como la que le había puesto a Berthe, la institutriz de las niñas. Cuando Berthe se operó de apendicitis, la única persona que estaba disponible y podía visitarla era yo. Mi mujer estaba demasiado ocupada en el Collège de France. Por tanto, fui yo, con mi bombín y mis guantes en la mano. Y la tal Berthe fingió que deliraba y que daba vueltas y más vueltas en la cama, a causa de la fiebre. Me cogió la mano y me la mordió, y así me enteré de que los dientes que le había puesto Mlle. Montecuccoli eran buenos y fuertes. Además, Berthe tenía los orificios nasales anchos y bien formados, y un par de piernas muy bonitas, que sabían dar patadas. Pasé dos semanas bastante agitado, por culpa de aquella Berthe.

Pero no cambiemos de tema. El puente que me puso la señorita Montecuccoli era terrible. Me parecía tener un grifo de agua fría dentro de la boca, y la lengua me quedaba encogida hacia un lado. Me dolía incluso la garganta, y subí en el pequeño ascensor gimiendo. Sí, ella reconocía que estaba un poquito hinchado, pero dijo que me acostumbraría muy pronto, y me rogó que demostrara mi fuerte espíritu de soldado. Así lo hice. Pero cuando llegué a Nueva York me lo tuvieron que arrancar todo.

Es necesaria esta información. El segundo puente, el que acababa de romper con la galleta, me lo puso en Nueva York un tal doctor Spohr, primo carnal de Klaus Spohr, el pintor que le hacía el retrato a Lily. Mientras yo me sentaba en el sillón de este dentista, Lily posaba en el campo para el pintor. El dentista y las clases de violín me forzaban a ir a la ciudad dos veces por semana, y solía llegar al despacho del doctor Spohr jadeando con mi caja de violín, después de un viaje en dos metros, con varias paradas en los bares del camino, con el alma hecha pedazos y con mi corazón repitiendo lo de siempre. Al meterme en la calle del dentista, deseaba a veces partir el edificio en dos pedazos de un bocado, como había hecho Moby Dick con los barcos. Me precipitaba por unas escaleras al sótano donde el doctor Spohr tenía un laboratorio, y un técnico portorriqueño hacía los moldes y las placas en un pequeño torno.

Detrás de unas batas estaba el interruptor del water. Encendí la luz, entré, y después de tirar de la cadena, me hice muecas a mí mismo ante el espejo. Me miré en los ojos y me dije: «Bueno, ¿y qué? ¿Qué diablos le pasa, soldado? ¡No tengo dientes! Mon capitaine. ¡Tu propia alma te está matando!» y «¡Eres tú el que hace el mundo como es! Tú eres la realidad».

La recepcionista decía entonces: —¿Ha dado su clase de violín, señor Henderson?

—Sí.

Cuando estaba esperando al dentista, como en aquellos momentos, me ponía a pensar en los niños y en mi pasado y en Lily y en mi futuro a su lado. Sabía que en estos mismos instantes, ella estaba en el estudio de Spohr con una expresión radiante, apenas capaz de mantener quieta la barbilla por la intensidad de la emoción. Este retrato fue causa de desavenencias entre mi hijo Edward y yo. El que tiene un M G rojo. Es igual a su madre y cree que vale más que yo. Y está muy equivocado. Los americanos hacen grandes cosas, pero no la gente de nuestra calaña. Las cosas grandes las hacen hombres como aquel Slocum que construye las grandes presas. Día y noche, miles de toneladas de cemento, y maquinaria que mueve la tierra, arrasa montañas y llena el valle de Punjab de cemento. En estas cosas, la gente de mi clase, como Edward o como yo (con la que Lily tenía tantas ganas de casarse) no acierta una. Edward siempre ha actuado en pandilla. El acto más independiente de que fue capaz fue vestir un chimpancé de cowboy y pasearlo por Nueva York en un coche descubierto. Después, cuando el animal se resfrió y murió, tocó el clarinete en un conjunto de jazz y vivió en la calle Bleecker. Tenía unos ingresos mínimos de veinte mil dólares al año, y vivía al lado del hotel Mills, un antro de mala muerte, lleno de fracasados, donde se amontonan los borrachos.

Pero pese a todo un padre es un padre, y yo me trasladé nada menos que a California, para intentar hablar con Edward. Lo encontré instalado en una caseta de la playa de Malibú, en el Pacífico, y allí nos encontramos, sobre la arena, tratando de establecer un diálogo. El agua era fantasmagórica, lenta, adormecedora, y tenía un brillo apagado. Cobrizo. Un seno blanco. Descolorida; humo; vacío; oro viejo; opaco; fulgurante; un fantasma relampagueante. —Edward, ¿dónde estamos? —le dije. ¡Pero si aquí se acaba la tierra! ¿Pero qué estamos haciendo aquí? ¡Vaya lugar para encontrarnos!, no hay más que humo. Muchacho, tengo que hablarte de muchas cosas. Es verdad, soy duro. Y puede ser también verdad que esté loco, pero tengo mis razones para todo esto. ¡El bien que podría hacer y que no hago!

—Pues, la verdad, no te entiendo, papá.

—Deberías hacerte médico. ¿Por qué no vas a la universidad? ¡Por favor, ve a la universidad!

—Pero ¿por qué?

—Por muchísimas razones. Yo ya sé que te preocupas por tu salud. Tomas jalea real. Ahora bien, yo sé que…

—Has venido desde tan lejos para decirme algo…, ¿es así?

—Puede ser que creas que tu padre no piensa, que sólo piensa tu madre. Pero te equivocas; yo he llegado a algunas conclusiones claras. La primera de todas; hay poquísimas personas que no estén locas. Quizá te sorprenda, Edward, pero es así. Otra cosa; la esclavitud no ha sido realmente abolida. La gente está esclavizada por muchas más cosas que granitos de arena hay en la playa. Pero es inútil tratar de darte un resumen de mi modo de pensar. Cierto que con frecuencia soy confuso, pero al mismo tiempo soy un luchador. ¡Oh sí, soy un luchador! Lucho muy duramente.

—¿Por qué luchas en la vida, papá? —preguntó Edward.

—¿Por qué? ¿Que por qué lucho? Por la verdad, ¡puñetas! Eso es, por la verdad. Contra la falsedad. Pero gran parte de la lucha es contra mí mismo.

Comprendía muy bien que Edward quisiera que yo le dijera por qué cosas había de vivir, y en eso estaba lo malo. Esto era lo que me hacía sufrir. Todo hijo espera esto y todo padre desearía poder proporcionarle unos principios claros. Y aún hay más, un hombre quisiera poder proteger a sus hijos de la amargura de las cosas.

Una cría de foca lloraba en la arena y su situación me absorbió. Imaginé que el rebaño la había abandonado y envié a Edward a la tienda a buscar una lata de atún, mientras yo montaba guardia contra los perros callejeros. Pero un tipo que vagabundeaba por la playa me dijo que aquella foca era un mendigo y que si yo le daba de comer, la animaría a convertirse en un parásito de la playa. Así que le pegamos un puntapié en el trasero y el bicho, sin resentimiento, se dirigió al agua, donde volaban lentamente en círculo las bandadas de pelícanos. Avanzó bamboleándose sobre sus aletas y se adentró en la espuma blanca. —¿No sientes frío por la noche en la playa, Eddy? —le pregunté.

—No me preocupa.

Sentía cariño por mi hijo y no podía soportar verlo en este estado. —Anda, Eddy, hazte médico. Si no te gusta la sangre puedes ser internista. O si no te gustan las personas mayores, puedes ser pediatra. Y si no te gustan los críos, a lo mejor podrías especializarte en mujeres. Deberías haber leído aquellos libros del doctor Grenfell que solía darte por Navidad. Sé de sobra que ni siquiera abrías los paquetes. ¡Por el amor de Dios, Eddy, tenemos que comunicarnos con la gente!

Regresé solo a Connecticut. Poco después el chico volvió de algún lugar de Centroamérica con una muchacha, y dijo que se iba a casar con ella. Era una india de sangre oscura, cara alargada y ojos muy juntos.

—Papá, estoy enamorado.

—¿Qué pasa? ¿Es que ella espera?

—No. Te digo que la quiero.

—Edward, no me vengas con ésas. No te creo.

—Si es su ambiente familiar lo que te preocupa, ¿qué pasa con el de Lily?

—No quiero oír ni una sola palabra en contra de tu madrastra. Lily es una buena esposa. ¿Quién es esa india? Voy a hacer que lo averigüen.

—Pues yo no comprendo por qué no dejas que Lily cuelgue su retrato con los demás. Deja a María Felucca en paz. (No sé si éste era su nombre). —La quiero —me dijo—, con la cara encendida.

Miré a mi hijo predilecto, a Edward, con su pelo cortado a navaja, sus caderas escurridas, el cuello con botones y la corbata de Princeton, los zapatos blancos…, su cara que casi no era una cara. «¡Oh Dioses —pienso— cómo puede ser carne de mi carne! ¿Qué demonios ha ocurrido? Si lo dejo con esta mujer, se lo comerá en tres bocados».

Pero aún así, por muy extraño que parezca, sentí un estremecimiento de amor por aquel muchacho dentro del corazón. ¡Mi hijo! La inquietud me ha hecho así, el sufrimiento me ha hecho así. Así que todo daba lo mismo. ¡Sauve qui peut!

Cásate con una docena de María Feluccas, y si esto te ayuda en algo, deja también que se hagan pintar un retrato.

Así que Edward volvió a Nueva York con su María Felucca de Honduras.

Yo hice que descolgaran mi propio retrato con el uniforme de la Guardia Nacional. Ni Lily ni yo estaríamos colgados en la galería principal.

No fue esto lo único que me vi obligado a recordar mientras Romilayu y yo esperábamos en el poblado wariri. Varias veces le había dicho a Lily: —Te marchas todas las mañanas para que te pinten, y sigues siendo tan sucia como siempre. Encuentro los pañales de los críos debajo de la cama y en la caja de los puros. El vertedero está lleno de basura y de grasa, y esta casa parece una pocilga. Intentas escaparte de mí. Sé perfectamente que vas a más de cien por hora en el Buick con los niños en el asiento de atrás. Y no pongas cara de impaciencia, cuando te hablo de estas cosas. Puede que pertenezcan a lo que tú consideras bajos fondos, pero yo tengo que pasar muchas horas en estos bajos fondos.

Palideció al oírme, volvió la cara y sonrió, como si tuviera que pasar aún mucho tiempo hasta que yo fuera capaz de comprender todo el bien que me hacía permitiendo que le pintasen este retrato.

—Ya sé —le dije— que las señoras del contorno te dieron la espalda en lo de la campaña benéfica de la leche. No te admitieron en el comité. Ya lo sé.

Pero lo que más recordé aquella noche en las montañas africanas, con los dientes rotos en la mano, fue mi desafortunada actuación con la esposa del pintor y prima del dentista, la señora K. Spohr. Antes de la primera Guerra Mundial (ahora está cerca de los sesenta) dicen que era una belleza famosa, y nunca ha podido recuperarse del desmoronamiento de su belleza. Viste como una jovencita, con volantes y flores. Es posible que en su tiempo fuera un monumento, como ella asegura, aunque el monumentalismo es raro entre las grandes bellezas. Pero el tiempo y la naturaleza no la habían perdonado y estaba en plena decadencia. Sin embargo, poseía todavía potencia sexual, y la tenía ahí, escondida en los ojos, como un bandido siciliano, como un Giuliano. Tenía el pelo rojo como el azafrán y algo de este rojo se esparcía por su cara pecosa.

Una tarde de invierno nos encontramos, Clara Spohr y yo, en la Grand Central Station. Yo ya había pasado por Spohr el dentista y por Haponyi, el profesor de violín, y me sentía descontento. Bajaba las escaleras que llevan a los andenes tan aprisa que mis pantalones y mis zapatos apenas si podían seguir mi paso. Seguí rápidamente por el pasaje marrón, en declive, con sus luces borrosas, su suelo pisado por billones de zapatos, y los chicles aplastados, que formaban figuras parecidas a amibas. Y vi a Clara Spohr, que tal vez venía del Oyster Bar, o que tal vez se había sumergido en este mar, sin mástil, aferrándose a su alma, en aquel naufragio de su belleza. Pero parecía que se estaba hundiendo. Al pasar junto a ella, me saludó y me agarró del brazo; el que no estaba ocupado por el violín. Ya en el tren, fuimos al coche restaurante y empezamos, o mejor seguimos, bebiendo. En aquella misma hora de invierno, Lily estaba posando para su marido, según decía ella. —¿Por qué no baja conmigo y ya le llevará su esposa a casa? Lo que realmente quería que yo le respondiera, era: «Nena, ¿para qué ir a Connecticut? Bajemos del tren y soltémonos el pelo esta noche». Pero el tren arrancó y pronto corrimos por Long Island Sound, con la nieve y el crepúsculo y una atmósfera que deformaba el sol del atardecer y unos barcos negros que hacían «¡Fool!» y derramaban humo sobre las olas. Clara estaba ardiendo, y hablaba y hablaba, provocándome con los ojos y con su nariz respingona. Se veía el antiguo coqueteo, el gusto por la vida, que se negaba a abandonarla. Me contaba su visita a Samoa y a Tonga, en su juventud, y sus apasionadas experiencias amorosas por las playas, en los barquichuelos y entre las flores. Se parecía a los juramentos de Churchill, hechos de sangre, sudor y lágrimas, de luchar en las playas, etc. En parte, no podía dejar de tenerle pena. Pero tengo por norma, si la gente se desnuda ante mí, no vestirla yo mismo otra vez. Debes dejar que ellos mismos se vuelvan a poner la ropa. Hacia el final, al entrar en la estación, ella lloraba, la vieja astuta, yo me sentía deprimidísimo. Ya saben cómo me pongo al ver llorar a las mujeres. También me había exasperado. Salimos a la nieve, la ayudé a andar y encontramos un taxi.

Cuando entramos en su casa, intenté ayudarla a sacarse los zapatos de lluvia, pero con un gemido me levantó la cara y empezó a besarme. Y entonces, como un necio, en vez de rechazarla, le devolví los besos. Sí, le devolví los besos. Con el puente nuevo en la boca. Fue un momento muy extraño. Al sacarse las botas de lluvia, se le habían caído también los zapatos. Nos abrazamos en aquel vestíbulo con demasiada calefacción, iluminado con lámparas, y lleno de recuerdos de Samoa y de los mares del Sur. Nos besábamos como si la guadaña de la muerte debiera separarnos unos momentos después. Nunca he podido explicarme este estúpido episodio, porque yo no fui pasivo; ya les digo, le devolví los besos.

¡Ah, ah, señor Henderson! ¿Qué fue? ¿Tristeza? ¿Pasión? ¿Afán de besar bellezas marchitas? ¿Borrachera? ¿Las lágrimas? ¿Estaría loco como una cabra?

Además, Lily y Klaus Spohr lo vieron todo. La puerta del estudio estaba abierta. Ardía un fuego de carbón en la chimenea.

—¿Por qué os estáis besando así? —preguntó Lily.

Klaus Spohr no abrió la boca. Todo lo que Clara creyera conveniente hacer, a él le parecía bien.