XV
Así fue cómo me convertí en el rey de la lluvia. Supongo que tuve mi merecido por mezclarme en asuntos que no me importaban. Pero para mí aquello había sido irresistible; uno de esos impulsos contra los que es inútil luchar. ¿En qué lío me había metido? ¿Cuáles serían las consecuencias? Me encontré acostado en una pequeña habitación de la primera planta del palacio; estaba sucio, desnudo y magullado. La lluvia caía, anegando el poblado. Caía a chorros desde el alero del tejado en un espeso fleco fantasmagórico y triste. Estaba tiritando y me cubrí con unas pieles. Miraba al vacío con ojos redondos, envuelto hasta la barbilla en pellejos de animales desconocidos. Repetía continuamente: —¡Oh, Romilayu, no me falles! ¿Cómo iba a saber yo el lío en que me metía? El labio superior me colgaba y tenía la nariz deformada, me dolía de los latigazos, y sentí que los ojos se me habían puesto enormes y morados. —¡Oh, estoy muy mal! He perdido la apuesta y estoy a merced de ese tío.
Pero igual que en las ocasiones anteriores, Romilayu respondió bien. Intentó animarme un poco y me dijo que no creía hubiera motivo para esperar lo peor y que era demasiado pronto para sentirme atrapado. Me pareció muy razonable. Entonces añadió: —Duerma, señor, ya pensará en esto mañana.
Y yo dije:
—Romilayu, cada día aprecio más tus cualidades. Tienes razón; tengo que esperar. No sé todavía en qué consiste el asunto en el que me he metido.
Entonces Romilayu se preparó también para acostarse. Se puso de rodillas, apretó las manos contra aquellos músculos que saltaban bajo la piel, y empezaron a brotar de su pecho aquellos sones quejumbrosos. Debo confesar que encontraba cierto consuelo en ello. Le dije:
—Reza, reza. ¡Ay, amigo mío, reza con toda tu alma! Reza para que salgamos de esta situación.
Cuando terminó, se enroscó en su manta, pegó las rodillas contra el pecho y se metió la mano debajo de la mejilla, como siempre. Pero antes de cerrar los ojos me dijo: —¿Por qué lo hizo, señor?
—¡Oh, Romilayu! —le respondí—, si pudiera explicártelo no estaría en la situación en que me encuentro. ¿Por qué tuve que dinamitar a aquellas dichosas ranas, sin pararme a medir las consecuencias? Yo no sé por qué tengo estos arrebatos. Todo esto es tan extraño, que la explicación debe ser extraña también. Aunque trate de analizarlo, no llegaré a ninguna parte. Sólo me queda esperar una revelación, una iluminación. Y al pensar lo oscuro que estaba todo y lo lejos que quedaba cualquier iluminación, volví a suspirar y a gemir.
Lejos de preocuparse por esa falta de una respuesta satisfactoria, Romilayu se quedó dormido, y poco después también yo dormía, con la lluvia repiqueteando y los rugidos del león o de los leones debajo del palacio. Descansaron mi mente y mi cuerpo. Fue como un desmayo. Llevaba una barba de diez días. Tuve sueños y pesadillas, pero no quiero hablar de ello; lo único que puedo decir es que la naturaleza fue generosa conmigo y dormí doce horas de un tirón, pese a mi cuerpo dolorido, mis pies lacerados y mi cara magullada.
Cuando desperté, el cielo estaba despejado y hacía calor. Romilayu, ya en pie, se movía de una parte a otra. Había dos mujeres, amazonas, en la habitación. Me lavé y me afeité e hice mis necesidades en una gran palangana que había en un rincón y que supuse estaba allí para esto. Entonces las mujeres, a las que había ordenado que salieran fuera, volvieron con unas prendas de ropa, que según me explicó Romilayu eran el traje de Sungo o rey de la lluvia. Insistió en que sería más prudente que me los pusiera, ya que podía originar algún contratiempo si me negaba. Porque ahora yo era el Sungo. Por tanto, examiné la ropa. Era verde y de seda, cortado según el mismo patrón que el del rey Dhafu… Me refiero al pantalón.
—Son del Sungo —dijo Romilayu. Ahora usted es el Sungo.
Yo llevaba puestos los calzoncillos sucios que ya he mencionado y me puse los pantalones verdes encima. A pesar del descanso, no estaba en buena forma. Todavía tenía fiebre. Supongo que es normal que los hombres blancos se enfermen en África. Sir Richard Burton era verdaderamente un hombre de hierro y cayó gravemente enfermo de unas fiebres. Speke estuvo todavía peor. También Mungo Park estuvo enfermo y se arrastró por todos lados. El doctor Livingstone estuvo enfermo un día tras otro. ¡Vaya! ¿Quién era yo para escapar indemne? Una de las amazonas, Tamba, que tenía los pelos horribles en la barbilla, se puso detrás de mí, me levantó el casco y me peinó con un primitivo instrumento de madera. Aquellas mujeres debían de estar a mi servicio.
Me preguntó: —¿Joxi, joxi?
—¿Qué es lo que quiere? ¿Qué quiere decir joxi? ¿El desayuno? No tengo hambre. Estoy demasiado alterado para tragar nada. Pero me bebí un trago de whisky de una de las cantimploras; sencillamente para mantener activo mi aparato digestivo. Además creía que me ayudaría contra la fiebre.
—Ellas le enseñarán lo que es joxi —dijo Romilayu.
Tamba se echó de bruces en el suelo y la otra mujer, que se llamaba Bebu, se subió sobre su espalda y le dio con los pies un masaje; con un estallido le ponía las vértebras en su sitio. Después de sobarla con aquellos horrendos pies —y a juzgar por la cara de Tamba aquello era delicioso—, cambiaron de posición. Al terminar, intentaron demostrarme lo beneficioso que resultaba y cómo las mantenía en forma. Las dos se golpearon el pecho con los nudillos.
—Diles que agradezco mucho sus buenas intenciones. Probablemente es una terapéutica maravillosa. Pero creo que hoy prescindiré de ella.
Después de esto, Tamba y Bebu se postraron en el suelo y me dirigieron por turno saludos de ritual. Me cogían un pie y se lo colocaban encima de la cabeza, como había hecho Itelo para reconocer mi victoria. Las mujeres se mojaban los labios para que el polvo se les pegara en ellos. Cuando terminaron, llegó la generala Tatú para llevarme junto al rey Dahfu, y volvió a repetir el mismo acto de sumisión con el gorro militar en la cabeza. Las dos mujeres trajeron una piña sobre una fuente de madera y me obligué a mí mismo a tragar una rodaja.
Subí las escaleras con Tatú, que hoy me permitía ir delante. Me recibieron con sonrisas, gritos, bendiciones, cantos y aplausos. Las personas mayores, especialmente, me hablaban con entusiasmo. Todavía no me había acostumbrado al disfraz verde; me parecía que me estaba grande y me quedaba flojo en las piernas. Desde la galería superior miré hacia fuera y vi las montañas. El día era excepcionalmente claro y las montañas estaban juntas, una ladera tocando a la otra, doradas y suaves como el pelo de un toro Brahma. También el verde parecía fino como piel. Los árboles eran de un verde intenso, y bajo ellos las flores estaban frescas y rojas en sus tiestos de piedra blancos. Vi que las mujeres del Bunam, con sus dientecillos cortos, pasaban por debajo de nosotros y volvían sus femeninas cabezas afeitadas. Supongo que les hacía gracia verme con aquellos pantalones flojos y abombados de Sungo, el casco de minero y las botas de suela de goma.
Una vez dentro, cruzamos las antesalas y entramos en los aposentos del rey. Su gran sofá acolchado estaba vacío, pero las esposas yacían recostadas en cojines y esteras, cotorreando, peinándose y arreglándose las uñas de los pies y de las manos. El ambiente era muy animado y sociable. La mayor parte de las mujeres estaban tumbadas descansando y su forma de relajarse era muy curiosa; doblaban las piernas como nosotros hacemos con los brazos y se recostaban sobre ellas, como si no tuvieran un solo hueso. Era sorprendente. Yo no podía quitarles las vista de encima. Había en la habitación un olor tropical, como en algunas partes del jardín botánico, o como el humo del carbón de madera y de miel, o el aroma del trigo caliente. Nadie me miraba. Fingían que yo no existía, y esto me parecía imposible; algo parecido a negarse a ver el Titanic. Además yo era la sensación del poblado, el Sungo blanco que había levantado a Mummah. Pero supuse que resultaba impropio que yo me metiera en sus aposentos y que a ellas no les quedaba otra alternativa que ignorarme.
Dejamos atrás esta estancia y entramos por una puerta baja en la sala privada del rey. Estaba sentado en un taburete sin respaldo, un cuadrado de cuero rojo sobre un ancho armazón. Tatú me sacó un asiento parecido y después se retiró a un rincón oscuro, junto a la pared. Una vez más, él y yo estábamos frente a frente. Ya no había sombrero adornado de dientes, ni calaveras. Llevaba los pantalones estrechos y las zapatillas bordadas. A su lado, en el suelo, había un montón de libros; estaba leyendo cuando yo entré, dobló la esquina de la página, pasó por encima el nudillo varias veces y colocó el volumen encima del montón. ¿Qué clase de lectura podía interesar a una mente como la suya? Pero primero habría que averiguar qué clase de mente era realmente la suya. Yo no tenía ninguna pista.
—Oh —dijo—, ahora que se ha afeitado y ha descansado, tiene usted muy buen aspecto.
—A mí me parece que estoy hecho una facha. De veras, rey. Pero me ha parecido entender que usted quiere que yo vaya con este disfraz y como usted ha ganado la apuesta no quiero que piense que intento escurrir el bulto. Sólo puedo decirle que si me dispensara de todo, le quedaría enormemente agradecido.
—Le comprendo —dijo— y me gustaría mucho complacerle. Pero realmente es obligado que lleve usted las ropas de Sungo. Excepto el casco.
—Tengo que prevenirme contra las insolaciones. Y además siempre he llevado algo en la cabeza. En Italia, durante la guerra, dormía con el casco puesto. Y era de metal.
—Pero en realidad no es necesario llevar la cabeza cubierta dentro de casa.
Sin embargo, yo no quise darme por aludido. Seguí sentado frente a él con el casco blanco en la cabeza.
Desde luego, el color negro del rey me resultaba fabuloso, extraño. Era tan negro como… como la riqueza. En contraste, sus labios eran rojos y petulantes, y el pelo de su cabeza estaba vivo (decir que crecía no es suficiente). Los ojos tenían un reflejo rojizo, como los de Horko. E incluso sentado en aquella silla de cuero, su espalda estaba en reposo, como si estuviera en el sofá o en la litera: un reposo suntuoso.
—Rey —exclamé.
Por el tono de determinación que había en mi voz, él me comprendió y dijo: —Señor Henderson, tiene usted derecho a una explicación y dentro de mis posibilidades se la daré. Verá, el Bunam estaba seguro de que tenía usted fuerza suficiente para mover a nuestra Mummah. Y yo, después de ver su físico, estuve de acuerdo con él. En el acto.
—Bueno, está bien, soy fuerte. ¿Pero cómo ocurrió todo aquello? Creo que usted ya lo sabía todo de antemano, y usted hizo una apuesta conmigo.
—Eso fue debido a mi espíritu de jugador y a nada más —me dijo. De esta cuestión, yo sabía tan poco como usted.
—¿Siempre ocurre así?
—Justo lo contrario. Casi nunca ocurre así.
Intenté adoptar una expresión astuta y levanté las cejas. Quería darle a entender que aún no se me había dado una explicación satisfactoria del fenómeno del día anterior. Además, de paso, yo intentaba averiguar cómo era él. Aquel hombre no se daba aires de grandeza ni de ostentación. Era reflexivo al responder, pero no ponía cara de pensador. Y cuando me habló de sí mismo los hechos coincidían con lo que me había contado el príncipe Itelo. A los trece años lo habían enviado al pueblo de Lamu y después había ido a Malindi. —Todos los reyes anteriores —dijo— han tenido que conocer mundo, y los han mandado en la misma época de su vida a la escuela. Uno aparece desde la nada en la civilización, va a la escuela y luego regresa. Se envía a un hijo de cada generación a Lamu. Lo acompaña un tío, que lo espera allí.
—Su tío Horko.
—Sí, Horko. Él fue la cadena. Me esperó en Lamu nueve años. Yo me iba a otros lados con Itelo. No me gustaba aquella vida del sur. Los muchachos de la escuela estaban muy maleados. Se pintaban los ojos. Usaban carmín. Cotorreaban. Yo quería algo más que esto.
—Es usted un hombre muy serio, esto es obvio. Ya me lo pareció desde un principio.
—Después de Malindi, Zanzíbar. Allí Itelo y yo nos embarcamos como grumetes. Fuimos a la India y a Java. Luego subimos por el Mar Rojo… hasta Suez. Pasé cinco años en Siria, en la escuela religiosa. Me trataron muy bien. Desde mi punto de vista, la instrucción científica era la que valía más la pena. Estudiaba para médico y lo hubiera logrado a no ser por la muerte de mi padre.
—Es extraordinario. Intento unir esto con lo de ayer: las calaveras y aquel tipo, el Bunam, las amazonas y todo lo demás.
—Tengo que confesar que resulta interesante. Pero la verdad, Henderson, Henderson-Sungo, no es mi tarea eliminar los contrasentidos de la vida.
—¿Es que se sintió usted tentado de no volver? —pregunté.
Estábamos sentados muy cerca el uno del otro y, como ya he dicho, su negrura me resultaba fabulosamente extraña. Como todas las personas a las que la vida ha dado un don fuerte, irradiaba una especie de sombra de más…, lo juro. Era como una niebla, como una descarga. Yo lo había visto algunas veces en Lily, y me di cuenta de ello de un modo especial el día de la tormenta en Danbury, cuando me llevó equivocadamente a la cantera llena de agua y cuando telefoneó a su madre desde la cama. Ella lo poseía de un modo muy claro entonces. Es una cosa brillante y sin embargo sombría; algo nebuloso, azulado, vibrante, resplandeciente como el iris de las joyas. Era parecido a lo que yo había percibido en Willatale al besarla en el vientre. Pero ese rey Dahfu lo poseía en un grado mucho mayor que todas las personas que yo había conocido hasta entonces.
En respuesta a mi última pregunta, me dijo: —Por más de una razón, yo hubiera deseado que mi padre viviera más tiempo.
Deduje que debieron de estrangular al viejo. Supongo que se me notó en la cara el remordimiento que sentía por haberle recordado a su padre, aunque él rió y me tranquilizó diciendo:
—No se preocupe, señor Henderson…, ahora debo llamarle Sungo, porque es el Sungo. Le digo que no se preocupe. Es un tema que no podía evitarse. No es usted precisamente el único que me lo recuerda. Llegó su momento, murió y yo fui rey. Tenía que recobrar el león.
—¿De qué león me habla? —pregunté.
—¡Pero si ya se lo dije ayer! Veo que ya lo ha olvidado…, el cuerpo del rey, el gusano que se cría dentro del cadáver, el alma del rey, el cachorro de león. Ahora lo recordaba. ¡Claro que me lo había contado! Pues bien —dijo—, este animalito chiquitín, puesto en libertad por el Bunam, tiene que ser capturado por el rey sucesor de allí a un año o dos, cuando está crecido.
—¿Qué? ¿Tiene que cazarlo?
Sonrió. —¿Cazarlo? No, es otro mi cometido. Tengo que capturarlo vivo y tenerlo conmigo.
—¿Conque es ése el animal que oigo debajo? Estaba seguro de que lo que oía debajo de palacio era un león. ¡Por Júpiter, así que es esto en efecto!
—No, no, no —dijo con ese tono suyo, tan suave. No es esto, señor Henderson-Sungo. El animal que usted ha oído es otro muy distinto. Yo no he capturado todavía a Gmilo. Por tanto todavía no gozo plenamente de mis derechos de rey. Me encuentra usted a medio camino. Usando sus palabras, yo también debo completar el proceso de «llegar a ser».
A pesar de todos los sustos del día anterior, empecé a entender por qué me tranquilicé al ver al rey por primera vez. Me consolaba estar sentado allí con él; me consolaba de un modo muy extraño. Sus largas piernas estaban estiradas, su espalda encorvada y tenía las manos dobladas sobre el pecho; había en su cara una expresión reflexiva pero agradable. De sus labios prominentes brotaba de vez en cuando un canturreo bajito. Me recordaba el ruido que se escucha algunas veces en las centrales eléctricas de Nueva York cuando se pasa junto a una de ellas en una noche de verano. Las puertas están abiertas, todo el bronce y el acero está en marcha, relumbrando bajo una única lucecilla, y un vejete en traje de faena y zapatillas de lona se fuma una pipa, con toda la grandeza de la electricidad tras él. Probablemente soy una de las personas más inclinadas al embobamiento que haya habido nunca. Aunque parezca lo contrario, soy un medium muy sensible y afinado. «Henderson —me dije a mí mismo—, éste es uno de esos asuntos luth suspendu, sitôt qu’on le touche il résonne. Y por si no lo sabías, ya comprobaste ayer hasta dónde puede llegar la barbarie de esta gente: el rey jugando a la pelota con la calavera de su propio padre, y ahora el asunto de los leones… ¡leones! ¡Y este hombre era casi médico! Todo esto es un disparate». Pensé estas cosas. Pero hay que tener también en cuenta que existe dentro de mí una voz que repite siempre quiero, una voz enloquecedora y exigente que provoca el caos. Estoy siempre deseando, deseando, y desilusionándome continuamente, y esto me fuerza a seguir adelante como los cazadores tras su presa. Así que no tenía yo ningún derecho a imponerle mis condiciones a la vida, sino que tenía que aceptar las condiciones que la vida misma me dictara. Pero en algunos momentos me hubiera gustado poder convencerme de que mi fiebre por sí sola tenía la culpa de todo lo que había sucedido desde que dejé a Charlie y a su mujer y emprendí el viaje por mi cuenta…, los arnewi, las ranas, Mtalba, el cadáver y la carrera envuelto en hojas de parra con aquellas mujeres gigantes. Y ahora aquel tipo negro de gran fuerza, que me consolaba… pero ¿era de fiar? ¿Qué me dicen a esto? ¿Sería de fiar? Y yo mismo, tan grandullón, en mis pantalones de seda verde que iban incluidos en el cargo de rey de la lluvia, estaba allí, un poco chamuscado, atento, con los oídos bien abiertos y una mirada de sospecha. ¡Cómo se hunde a un hombre para el que la realidad no tiene morada fija! ¡Cómo se le hundirá! Allí estaba, sentado en aquel palacio de toscas paredes rojas y de piedras blancas entre las que crecían las flores. Había amazonas junto a la puerta y especialmente aquella fiera, Tatú, de grandes orificios nasales. Estaba sentada en el suelo, soñadora, con su gorro de soldado en la cabeza.
De todos modos, sentados allí charlando, me parecía que éramos hombres de unas dimensiones excepcionales. La confianza era otro asunto.
Entonces empezó una conversación que jamás podrá repetirse en ninguna parte del mundo. Me levanté un poco los pantalones. La cabeza me daba vueltas por la fiebre, pero me exigía firmeza a mí mismo y dije con voz tranquila: —Majestad, no es mi intención echarme atrás en lo de la apuesta. Poseo ciertos principios. Pero todavía no sé de qué se trata y qué es lo que supone ir disfrazado de rey de la lluvia.
—No es cosa de un vestido. Usted es el Sungo. Esto no tiene vuelta que darle y yo no podía hacerlo a usted Sungo si usted no poseyera la fuerza para mover a Mummah.
—Bueno, eso está claro… pero ¿y lo demás? ¿Lo de los dioses? Fue una impresión terrible, alteza. Yo no puedo vanagloriarme de haber llevado una vida recta; estoy seguro de que se me nota a la legua… —el rey asintió con la cabeza. He hecho muchas cosas, lo mismo de paisano que de soldado. Para decirlo claro, no merezco que se escriba mi vida ni siquiera en papel higiénico. Pero cuando vi que azotaban a Hummat y a Mummah y a todos los demás, caí redondo a tierra. Todo se puso bastante oscuro allá afuera, no sé si usted lo vio o no.
—Lo vi. Tampoco son ésas las ideas que yo tengo, Henderson, acerca de lo que se debe hacer. Tengo unas ideas muy distintas. Ya las oirá. Bien, ¿quiere usted que hablemos en confianza?
—¿Quiere hacerme un gran favor? ¿Un gran favor, majestad? ¿El favor más grande que es posible?
—Naturalmente. Claro que sí.
—Está bien. Se trata de lo siguiente: ¿esperará usted siempre la verdad de mí? Ésta es mi única esperanza. Si esto falla, todo puede irse al diablo.
Inició una sonrisa.
—¿Cómo puedo negarle este favor? Me alegra esto, Henderson Sungo, pero permita que le formule el mismo ruego. De no ser el acuerdo mutuo, no tendría ningún valor. Pero ¿podría explicarme usted en qué consistirá esta verdad? ¿Está dispuesto a aceptar la verdad, si imprevistamente no se presenta tal como usted la concibe?
—Sí, majestad, estoy de acuerdo en lo que usted dice. Existe, pues, un pacto entre los dos. ¡Oh, no puede comprender qué favor tan grande me hace! Cuando dejé a los arnewi (y será mejor que le confiese que metí la pata con ellos… a lo mejor ya lo sabe), creí que había perdido mi última oportunidad. Estaba precisamente a punto de enterarme de lo que era el grun-tu-molani, cuando ocurrió aquella cosa terrible, que fue enteramente culpa mía, y me escabullí con el rabo entre las piernas. ¡Dios santo, me sentí humillado! Comprenda, majestad, pienso constantemente en el sueño del espíritu y en el momento dichoso en que despertará. Así que ayer, al convertirme en rey de la lluvia…, ¡oh, qué sensación! ¿Cómo voy a poder explicárselo a Lily, mi esposa?
—Yo me alegro mucho de esto, señor Henderson Sungo. Me propuse retenerle a mi lado durante algún tiempo, con la esperanza de intercambiar impresiones de cierta importancia. Porque no me es fácil comunicarme con mi gente. Sólo Horko ha salido al mundo y tampoco con él puedo hablar libremente. Los de aquí están en contra mía…
Esto lo dijo casi en secreto y cuando se cerraron sus gruesos labios la habitación quedó en silencio. Las amazonas estaban tumbadas en el suelo, como dormidas… Tatú llevaba el sombrero puesto y las otras dos iban desnudas, excepto los chalecos de cuero. Sus ojos negros apenas si se mantenían abiertos, pero vigilaban. Detrás de la gruesa puerta se oía el ir y venir de las esposas.
—Tiene usted razón —dije—, no se trata sólo de esperar la verdad. Existe otra cuestión también, la de la soledad. Es como si cada tipo fuera su propia sepultura. Cuando uno sale de este ataúd, no sabe distinguir el bien del mal. Así que, por ejemplo, pienso desde hace algún tiempo si no existirá cierta relación entre la verdad y los golpes.
—¿Cómo dice? ¿Qué es lo que piensa?
—Bueno, es lo siguiente. El invierno pasado, mientras partía leña, saltó un pedazó y me rompió la nariz. Y lo primero que se me ocurrió fue la verdad.
—Ah —dijo el rey, y empezó a hablar en un tono bajo e íntimo de una enorme variedad de cosas que yo nunca había oído hasta entonces, mientras yo le miraba fijamente con ojos desorbitados. Tal como están las cosas —dijo—, puede parecer que esto guarde relación con el caso. Pero, realmente, yo no lo creo. Creo, sin embargo, que existe una ley de la naturaleza humana que trata de la fuerza. El hombre es un animal que no puede permanecer impasible ante los golpes. Consideremos un caballo… él no necesita la venganza. Tampoco la necesita el buey. Pero el hombre es un animal vengativo. Si se le castiga, intentará liberarse del castigo. Cuando no puede sacudirse el castigo de encima, es probable que se le pudra el corazón pensando en ello. Puede ser así…, ¿no cree, señor Henderson Sungo? El hermano levanta la mano contra su hermano y el hijo contra su padre, ¡qué horror!, y el padre contra su hijo también. Y es más, el asunto no para aquí, porque si el padre no golpeara al hijo, ambos no se parecerían. Se hace para perpetuar la semejanza. ¡Oh, Henderson, el hombre no puede permanecer impasible ante los golpes! Si se ve forzado a ello, de momento bajará la mirada y pensará en silencio la manera de librarse de ellos. Todos sentimos todavía los efectos de los primeros golpes. El primero se dice que lo dio Caín, ¿pero cómo puede ser esto? Al principio de los tiempos, había ya una mano levantada que dio el golpe. Y la humanidad se encoge todavía ante él. Todos desean liberarse y darle el golpe al que tienen al lado. Ésta es mi concepción del poder en la tierra. Pero eso de la fuerza como origen de la verdad, es ya otra cuestión.
La habitación estaba completamente en sombras. El calor y el olor que desprendía la vegetación en combustión impregnaba el aire.
—Un momento, señor —le dije, pues hasta entonces le había escuchado con el ceño fruncido y sin dejar de morderme los labios. A ver si le he comprendido bien. ¿Usted dice que un alma moriría si no lograra que otra persona sufriera lo que ella sufre?
—Siento decirle que cuando un alma logra esto, goza por algún tiempo de paz y de alegría.
Arqueé las cejas con dificultad, ya que las zonas menos protegidas de la cara me dolían atrozmente por los latigazos recibidos. Le lancé una de mis miradas altivas con un solo ojo. —¿Dice que le apena decirlo, majestad? ¿Por eso hubo que darles una paliza a los dioses y a mi?
—Bueno, Henderson, debí explicárselo mejor cuando usted quiso mover a Mummah. En este punto tiene usted toda la razón.
—Pero usted creyó que yo era el hombre adecuado, y lo creyó antes incluso de que yo le pusiera los ojos encima. Dejé los reproches a un lado y añadí: —¿Sabe una cosa, alteza? Existen unos hombres capaces de devolver el bien por el mal. Incluso yo, loco como estoy, comprendo esto. Empecé a temblar de pies a cabeza, al darme cuenta del lado de la cuestión que yo defendía, y que, desde un principio, había defendido. Pero observé con sorpresa que me daba la razón. Se alegraba de que yo lo hubiera dicho.
—Todos los valientes están convencidos de esto —me dije. No quiere vivir a costa de comunicar su ira a otro. ¿A pega a B? ¿B pega a C?… No hay letras suficientes en el alfabeto. Un hombre valiente intentará que el mal se detenga en él. Se guardará de devolver el golpe. Ningún hombre recibirá el golpe de él, y ésta es una ambición sublime. Así un hombre se arroja en pleno maremágnum de golpes y dice que no previó que fuera infinito. De esta manera han muerto muchos hombres valientes. Pero muere todavía un número mayor de personas, que poseen más impaciencia que valor. Han dicho: «¡Basta ya de tanto peso de ira! No soporto que mi cuello no se libere de esta carga. No soporto por más tiempo ese barullo de miedos».
Quiero señalar aquí que la belleza física del rey Dahfu me convencía tanto o más que sus palabras. Su piel negra brillaba como si se hubiera humedecido con la humedad que recogen las plantas cuando alcanzan el punto máximo de su crecimiento. Su espalda era larga y musculosa. Los labios arqueados eran de un rojo intenso. Las perfecciones humanas son efímeras y acaso las admiramos más de lo debido. Pero yo no podía evitarlo. Era algo involuntario. Sentí un dolor en las encías, que es donde me afectan estas cosas, contra mi voluntad y entonces supe que él me afectaba.
—Sin embargo, tiene usted razón a la larga, y el bien que se da a cambio del mal es realmente la respuesta a todo. Yo también creo, pero creo en ello como un remedio, muy lejano, para toda la especie humana. Acaso no sea yo el indicado para formular esta profecia, Sungo, pero yo creo que el noble tendrá su momento en este mundo.
Yo lo escuchaba ensimismado, maravillado. ¡Dios santo! Hubiera dado cualquier cosa por oír todo esto de labios de otro hombre. Mi corazón se emocionó hasta tal punto que sentí que se me estiraba la cara, debió alcanzar la longitud de una casa. Me consumía la fiebre y la excitación mental que provocaba el tono de nuestra conversación; no sólo veía las cosas dobles y triples, sino como líneas desdibujadas de colores ondulantes: dorado, rojo, verde, pardo, etc., fluctuaban en líneas concéntricas en torno al objeto. A veces Dahfu me parecía tres veces mayor que su tamaño, con aquel espectro a su alrededor. Se erguía por encima de mí, más grande que la vida misma, y me hablaba con más de una voz. Apreté las piernas, envueltas en los pantalones verdes del Sungo, y estoy seguro de que en aquel momento me había convertido en un demente. Un poquito. Realmente estaba fuera de mí, lo digo muy en serio. El rey me trataba con la dignidad clásica de los africanos y ésta es una de las cúspides del comportamiento humano. No conozco ningún otro lugar donde la gente pueda ser tan digna. Aquí, en la oscuridad, en una pequeña habitación, en un rincón escondido cerca del ecuador, en el mismo pueblo en el que yo había andado con un cadáver a la espalda bajo la luna y los bosques azules de los cielos. Consideremos la posibilidad de que una araña, después de un ataque, se pusiera a hacer un tratado sobre botánica o algo así…, un gusano transformado. ¿Me siguen? Así es como agradecí yo las palabras del rey sobre la nobleza y su momento en el mundo.
—Rey Dahfu —le dije—, espero que me considere su amigo. Estoy profundamente emocionado por lo que usted dice. Aunque me siento un poco mareado por tanta novedad…, por tantas cosas extrañas. Sin embargo, me considero afortunado aquí. Ayer me dieron una paliza. Bueno, está bien, ya que yo soy un tipo que sufre, me alegro de que en una ocasión haya servido al menos para algo. Pero quiero preguntarle, ¿cómo le llegará su turno a la nobleza?
—¿Le gustaría saber qué es lo que me infunde tanta confianza en que mi predicción se cumplirá a la larga?
—Pues claro —dije—, como es natural me pica mucho la curiosidad. Quiero decir, ¿qué táctica eficaz recomienda usted?
—No le oculto, señor Henderson Sungo, que tengo mi teoría acerca de ello. Y estoy ansioso por comunicársela. Me alegro de que quiera considerarme su amigo. Y yo me voy acercando a la misma actitud con respecto a usted. Su llegada me ha hecho muy feliz. Y todo ese lío del Sungo, lo siento profundamente. No pudimos contener nuestras ganas de utilizarlo. Fueron las circunstancias. Perdóneme. —Esto fue dicho prácticamente en el tono de una orden. Pero yo obedecía contentísimo y desde luego perdoné a aquel muchacho. Todavía no estaba tan corrompido y zarandeado por la vida, como para no poder identificar lo extraordinario. Comprendía que él era una especie de genio. Mucho más que eso: me di cuenta de que, dentro de mi mismo tipo de mentalidad, él era un genio.
—Desde luego, majestad. No se preocupe por esto. Yo también quería que ustedes me utilizaran ayer. Yo mismo se lo dije.
—Muchas gracias, señor Henderson Sungo. No hablemos más de este asunto. ¿Sabe usted que desde el punto de vista físico es usted todo un tipo? Casi monumental. Me refiero a su soma.
Al oír esto me puse un poco rígido porque su tono no me pareció muy convincente, y le dije: —¿Es así?
El rey exclamó: —Señor Henderson, no vamos a retroceder en nuestro acuerdo.
Me ablandé en el acto: —¡Oh, no, majestad! Esto queda en pie, pase lo que pase. No fue una broma. Pienso cumplirlo al pie de la letra y quiero que me obligue a ello.
Esto le complació y me dijo: —Ya le hice antes la observación, relativa a la verdad, de que es posible que una persona no esté preparada para recibir de ella más que aquello que ya de antemano acepta como la verdad. Sin embargo, yo me refería ahora a su aspecto externo y a su constitución. Habla por sí sola de muchas cosas.
Señaló con la mirada el montón de libros que estaba al lado de su silla, como si tuvieran que ver algo con lo que discutíamos. Volví la cabeza para leer los títulos, pero la habitación estaba demasiado oscura.
—Tiene usted un aspecto muy fiero —me dijo.
Para mí no era ninguna novedad; sin embargo, procediendo de él, este comentario me hirió. —Bueno, ¿y qué quiere? Soy uno de esos hombres que no podrían sobrevivir sin desfigurarse. La vida me ha dado muchos palos. No fue sólo la guerra… recibí una mala herida, ¿sabe?… fueron los disparos de la vida… —me di una palmada en el pecho. ¡Dieron aquí mismo! ¿Sabe a lo que me refiero, alteza? Pero naturalmente no deseo que se desperdicie una vida, por más que se trate de la que yo he llevado; el hecho de que a veces haya amenazado con suicidarme no tiene nada que ver con eso, aunque parezca contradictorio con lo que acabo de decir. Si no puedo dar una contribución activa por lo menos debería probar algo. Aunque ni siquiera sé cómo se hace. Me da la sensación de que no consigo probar nada, ni ilustrar nada.
—¡Oh, está usted en un error! Ilustra volúmenes enteros. Para mí encierra usted un tesoro de ilustraciones. Yo no condeno su físico. Veo tan sólo el mundo en su constitución. Durante mis estudios de medicina esto llegó a convertirse en una de mis grandes fascinaciones, y he hecho por mi cuenta un estudio completo sobre los tipos y he logrado un sistema de clasificación como resultado. El agónico. El que siente los apetitos. El obstinado. El elefante inmune. El cerdo astuto. El histérico fatalista. El resignado ante la muerte. El fálico orgulloso y el genital vacío. El que se duerme inmediatamente. El narcisista borracho. Los que se ríen como locos. Los pedantes. Los lázaros luchadores. ¡Oh, Henderson Sungo, cuántas formas y tamaños! ¡Innumerables!
—Ya comprendo, ¡vaya un tema!
—Sí, desde luego. Le he dedicado años. En todas mis andanzas desde Lamu hasta Estambul y Atenas he ido observando.
—Es un buen recorrido —dije. Pero explíqueme, ¿qué es lo que yo ilustro mejor?
—Pues, todo lo de usted clama a gritos, Henderson Sungo: «¡Salvación! ¡Salvación! ¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¡Pronto, pronto! ¿Qué va a ser de mí?», etcétera, etcétera. Y esto es malo.
En aquel momento me hubiera resultado imposible disimular mi sorpresa por más que fuera doctor en el arte del disimulo. Reflexioné: —Sí. Esto es lo que empezaba a decirme Willatale, supongo. El grun-tu-molani era sólo el comienzo.
—Conozco esta expresión de los arnewi —dijo el rey. Sí, también yo estuve allí con Itelo. Conozco el significado que encierra el tal grun-tu-molani. Claro que sí. Y conozco también a esta señora, es una mujer de éxito, una joya en forma de mujer, un verdadero ejemplar dentro de su tipo… Me refiero a mi sistema de clasificación. Concedido; el grun-tu-molani es una gran cosa, pero no basta. Se necesita más, señor Henderson. Puedo enseñarle algo ahora… algo sin lo cual no logrará usted comprender nunca totalmente mi meta ni mis puntos de vista. ¿Quiere seguirme?
—¿A dónde?
—No puedo decírselo. Tiene que confiar usted en mí.
—Bueno, está bien. Supongo…
Sólo esperaba mi consentimiento. Se levantó en el acto, y Tatú, que había estado sentada contra la pared con su gorro de soldado caído sobre los ojos, se levantó también.