11. La cuchara adecuada

Bebimos de nuevo.

Dinah dejó el vaso, se lamió los labios y dijo:

—Si tu plan va a ser remover las cosas, tengo la cuchara adecuada para hacerlo. ¿Te han hablado de Tim, el hermano de Noonan que se suicidó en el lago Mock hace un par de años?

—No.

—No te hubieran dicho nada bueno de él. El caso es que no se suicidó. Lo mató Max.

—¿Sí?

—¡Dios mío! Date cuenta de que te estoy dando una pista. Noonan era como un padre para Tim. Llévale pruebas y agarrará a Max con todas sus fuerzas. ¿No van por ahí sus intenciones?

—¿Hay pruebas?

—Dos personas oyeron de boca de Tim, antes de morir, la acusación. Las dos viven en la ciudad, aunque una no va a durar mucho. ¿Qué opinas?

Parecía decir la verdad, aunque esto no significaba nada hablando de mujeres, y menos de mujeres de ojos azules.

—Cuéntame el resto —dije—. Quiero detalles.

—Te los daré. ¿Conoces el lago Mock? Vamos allí en verano, está a treinta millas por la carretera del cañón. No vale nada, pero es fresco en verano, por lo que va mucha gente. Me refiero al verano de hace un año, al último fin de semana de agosto. Yo fui con un tipo, Holly. Volvió a Inglaterra, pero no importa, él no tiene que ver en esto. Parecía una vieja, se ponía los calcetines blancos de seda al revés para que los hilos sueltos no le dañaran la piel. Me escribió la semana pasada. Seguirá por ahí, qué más da.

«Estábamos allí, y allí estaba Max con una chica con la que iba entonces, Myrtle Jennison. Ahora esta muriéndose de nefritis, o una cosa así, en el hospital de la beneficencia. Era una rubita delgada muy guapa. Me caía bien, aunque cuando bebía un poco armaba mucho escándalo. A Tim Noonan le gustaba mucho, pero ella ese verano sólo quería estar con Max.

—Tim la perseguía. Era un buen mozo irlandés, guapote, pero también un imbécil fullero que salía adelante gracias a que su hermano era el jefe de policía. Seguía a Myrtle a todas panes. Ella no quiso contarle nada a Max para no indisponerse con el hermano de Tim, el jefe de policía.

—Por descontado Tim fue al lago ese sábado. Myrtle y Max fueron solos. Holly y yo fuimos con un grupo; vi a Myrtle y le hablé; me dijo que había recibido un mensaje de Tim, rogándole acudiera aquella noche unos minutos a un cenador del jardín del hotel. Le aseguraba que si ella no iba, se quitaría la vida. No le dimos crédito, ya que nos pareció mera estratagema para conseguir lo que quería. Le aconsejé a Myrtle que no fuera, pero había empinado el codo demasiado y estaba tan alegre que se empeñaba en ir y escuchar a Tim.

—Esa noche estábamos bailando todos en el hotel. Durante un momento vi a Max y después le perdí de vista. Myrtle bailó con un tipo llamado Rutgers, un abogado local. Al cabo de un rato le abandonó y salió por una puerta lateral. Me guiñó un ojo, en el momento de salir, y comprendí que bajaría al jardín para ver a Tim. Apenas había salido, cuando oí un disparo. Nadie se dio cuenta. Yo también lo hubiera ignorado de no haber sabido lo de Myrtle y Tim.

—Le dije a Holly que quería hablar con Myrtle, y fui a verla. Hacía cinco minutos que había salido. Al salir vi luz y gente en uno de los cenadores. Bajé y… ¿Sabes?, tengo la garganta seca de tanto hablar.

Serví en los vasos dos largos chorros de ginebra. Ella fue a la cocina a por sifón y un poco de hielo. Bebimos y continuó hablando.

—Tim Noonan estaba allí, muerto, con un tiro en la sien y la pistola al lado. Lo rodeaban unas doce personas, empleados del hotel, clientes, uno de los hombres de Noonan, un tipo de la bofia llamado MacSwain. En cuanto me vio Myrtle me condujo a un rincón en sombra, bajo los árboles. «Se ha matado Max —me dijo—. ¡Qué hago!» Me explicó que había visto el disparo y que por un momento creyó en un suicidio de Tim. Estaba muy lejos y no lo vio bien. Corrió hasta Tim, estaba revolcándose y gimiendo. «No tenía que matarme por ella. Yo hubiera…» El resto no lo llegó a entender. Seguía moviéndose, sangrando por el agujero de la sien.

—Pensó por un momento en Max, pero como no podía estar segura, se arrodilló y le levantó la cabeza para preguntarle: "¿Quién lo hizo, Tim?" Agonizaba, pero hizo un esfuerzo y dijo: "Max."

—Myrtle insistía sobre qué debía hacer. Le pregunté si era ella la única que oyó a Tim, y contestó que también el polizonte. Llegó cuando le levantaba la cabeza a Tim. Suponía que los demás no lo habían oído porque estaban lejos, pero el polizonte sí.

—No me hacía gracia que Max tuviera problemas por liquidar a un indeseable como Tim. No tenia, por entonces, nada que ver con Max, pero me caía mejor que los Noonan. Yo conocía a MacSwain y a su mujer. Había sido honrado, cabal como una escalera de póquer del as al cinco, hasta que se lió con la bofia. Se convirtió en uno de ellos. Su mujer agotó la paciencia y le abandonó.

—Como conocía al policía, le dije a Myrtle que podía ayudarla. Podíamos ponerle unos billetes en la boca para callarlo, y si no surtía efecto, Max lo enviaría al otro mundo. Myrtle conservaba la nota de Tim, amenazándole con el suicidio. Si se podía convencer al poli, el impacto, hecho con su pistola, y la nota podían arreglar el asunto.

—Dejé a Myrtle en la arboleda y fui a buscar a Max. No lo vi; había poca gente, pero la orquesta del hotel seguía tocando música de baile. Así que volví junto a Myrtle. Estaba preocupada por otra cosa. No quería que Max supiera que ella estaba al tanto del asesinato de Tim. Le tenía miedo.

—¿Te das cuenta? Temía que si un día se separaba de Max, éste la liquidase si se enteraba de que su vida dependía de ella. Pensé igual y me callé. Comprendí su sentimiento. De modo que decidimos tratar de que Max no se enterara de nada. Yo tampoco quería salir a colación.

—Myrtle se acercó al grupo que rodeaba a Tim y se llevó aparte a MacSwain para parlamentar. Llevaba algo de dinero. Le extendió doscientos dólares y una sortija con un diamante que le costó mil a un muchacho llamado Boyle. Yo creía que MacSwain querría más, pero no volvió a pedir. Se portó bien con ella. Consiguió, gracias a la nota, la confirmación de suicidio.

—A Noonan esto le olía mal, pero no sabia por qué. Supongo que sospechaba de Max. Pero la coartada de Max era infalible, como para fiarse de él, y Noonan lo olvidó. De todas maneras, nunca se creyó el relato de los hechos. Se enfadó con MacSwain y le puso en la calle.

—Max y Myrtle se separaron poco después. No hubo riña, sino mero acuerdo. Yo creo que ella a partir de entonces no dejó de temerle, aunque Max no sospechaba nada. Ahora está enferma, a punto de morir. Imagino que si se le pide, no tendrá ya inconveniente en decir la verdad. Y MacSwain anda por ahí. También hablaría. Los dos saben lo de Max, y Noonan, claro, se pondría muy contento con la noticia. ¿Qué? ¿Es un buen sitio por donde empezar a remover?

—¿Seguro que no fue un suicidio? — pregunté—. Quizá Tim pensó en el último momento acusar a Max.

—Ese fanfarrón era incapaz de suicidarse.

—Y Myrtle, ¿no le pudo matar?

—Eso pensó Noonan. Pero Myrtle no había tenido tiempo de bajar la pendiente cuando se oyó el disparo. Tim tenia restos de pólvora en la cabeza, y no creo que lo mataran arriba y luego lo bajaran rodando. Myrtle está descartada.

—¿Y Max había preparado alguna coartada?

—¡Por supuesto! Siempre está preparado. Estaba en el bar, al otro lado del hotel. Lo encontraron cuatro hombres, y, recuerdo, lo publicaron a los cuatro vientos, sin ser preguntados. En el bar había otros hombres que no estaban seguros de si era así, pero esos cuatro estaban segurísimo. Hubieran recordado todo lo que Max les dijera.

Se le abrieron mucho los ojos, y poco a poco se entornaron hasta no ser más que dos líneas de flecos negros. Se me acercó, y tiró sin querer el vaso con un codo.

—Uno de esos cuatro era Peak Murry. Está en malas relaciones con Max. Podría decir lo que sucedió en realidad. Tiene una sala de billar en Broadway.

—El tal MacSwain, ¿no se llama Bob? — pregunté, interesado—. ¿Un patizambo, con la mejilla fina como el hocico de un cerdo?

—Sí. ¿Lo conoces?

—Un poco. ¿A qué se dedica?

—Es el encargado de una barraca de feria. ¿Qué opinas del asunto?

—Interesante. Puede valerme.

—Pues hablemos de dinero. Sonreí al ver sus ojos el brillo de la codicia.

—Más adelante, amiguita. Primero hay que ir por ahí haciendo regalitos a ver qué pasa.

Me dijo que era un guardapasta y se acercó la ginebra.

—Yo no quiero más, gracias —le dije mirando el reloj—. Casi son las cinco de la madrugada y voy a tener mucho trabajo.

Ella decidió que debía volver a tener hambre. Me di cuenta que yo también. Estuvimos media hora, o más, en la cocina preparando tostadas, jamón y café sin necesidad de hornillo. Tardamos un buen rato en tragarlo todo y fumar unos cigarrillos al tiempo que bebíamos más café. Cuando me dispuse a irme, eran las seis pasadas.

Ya en el hotel, me di un baño frío. Me animó mucho, que falta me hacía. A mis cuarenta años podía sustituir el sueño por ginebra, pero no siempre.

Me vestí, tomé asiento y escribí un documento:

«Antes de morir, Tim Noonan me dijo que le mató Max Thaler. Bob MacSwain lo oyó. Le entregué a MacSwain doscientos dólares y una sortija con un brillante valorada en mil dólares para que no dijera nada y poder fingir un suicidio.»

Bajé con el papel en el bolsillo, desayuné de nuevo, café sobre todo, y me fui al Hospital Municipal.

Las visitas eran por la tarde, pero al enseñar mi credencial de la Continental, y declarar que mi retraso podría significar miles de muertes, o una cosa así, conseguí ver a Myrtle Jenninson.

Estaba sola en una sala de la tercera planta. Había cuatro camas más, vacías. Su edad podía ir de los veinticinco a los cincuenta y cinco años. Su cara era una máscara rígida y manchada. La flanqueaban dos trenzas rubias sin vida, echadas sobre la almohada.

Esperé que se fuera la enfermera que me había traído. Le extendí el documento a la enferma y le dije:

—¿Quiere firmar esto, miss Jenninson?

Me miró con ojos sin brillo, oscurecidos por las masas de carne que los rodeaban, y luego bajó la vista al documento. Finalmente sacó una mano gruesa y deforme de debajo de la cama para asirlo.

Fingió necesitar cinco minutos para leer las cuarenta y nueve palabras que yo había escrito. Dejó el escrito sobre la colcha y preguntó:

—¿Cómo lo sabe? — Su voz era metálica y nerviosa.

—Me mandó Dinah Brand para que la viera.

Esto motivó una pregunta inquieta:

—¿Sigue con Max?

—Si no me equivoco, no —mentí—. Me imagino que quiere tener esto por si algún día vale para algo.

—Y también para que la raje, por ingenua. Déjeme un lápiz.

Le extendí mi pluma estilográfica y puse mi cuaderno de notas debajo del documento para facilitarle hacer el garabato de su firma y lo sostuve en las manos hasta que ella acabó.

Cuando yo balanceaba la hoja al aire para secarla, me dijo:

—Si Dinah quiere esto, allá ella. ¿Qué me importan ya los demás? Yo he acabado. Que se pudran todos. — Se rió con sarcasmo y, de pronto, sacudió las sábanas hasta las rodillas para enseñarme un horroroso cuerpo hinchado debajo de un vulgar camisón blanco—: ¿Le agrado? Ya lo ve; estoy totalmente acabada.

La tapé de nuevo y le dije:

—Gracias por la firma, miss Jenninson.

—De nada. A mí me da igual. Pero —añadió con voz temblorosa— es muy doloroso verse morir tan fea.