21. El decimoséptimo asesinato

Soñé que estaba sentado en un banco, en Baltimore, mirando la fuente juguetona de Harlem Park junto a una mujer cubierta por un velo. Ella me había llevado allí. Pero no sabia quién era. No le podía ver la cara a través del velo, largo y negro.

Pensé en decirle algo para que al contestar su voz la delatara. Sin embargo estaba muy intimidado y no sabía qué decirle. Al final le pregunté si conocía a un hombre llamado Carroll T. Harris.

Respondió, pero el ruido de las aguas saltarinas al caer chapoteando impidió que pudiera oír su voz.

Unos coches de bomberos cruzaron Edmondson Avenue. La mujer se fue corriendo detrás de ellos al tiempo que gritaba: «¡Fuego! ¡Fuego!» Fue entonces cuando reconocí su voz y supe quién era: una persona que había sido muy importante en mi vida. La perseguí, pero era demasiado tarde. Tanto ella como los coches de bomberos se habían esfumado.

Corrí por las calles buscándola, casi todas las calles de los Estados Unidos, Gay Street y la Mount Royal Avenue de Baltimore, la Colfax Avenue de Denver, el Aetna Road y la St. Clair Avenue de Cleveland, la McKinney Avenue de Dallas, Lemartine Street y Amory Street de Boston, el Berry Boulevard de Louisville, la Lexington Avenue de Nueva York, hasta que en la Victoria Street de Jacksonville, volví a oír su voz, pero sin verla.

Recorrí más calles, oyendo su voz. Pronunciaba un nombre, no el mío, un nombre que yo desconocía, pero por más que corriera no podía acercarme nunca a la voz. Siempre estaba a igual distancia, ya recorriera la calle que hay ante el Edificio Federal en El Paso o el Grand Circus Park de Detroit. La voz desapareció.

Fatigado y desalmado, entré en el vestíbulo del hotel que hay frente a la estación de ferrocarril en Rocky Mount, Carolina del Norte, para reponerme. Mientras estaba allí sentado, llegó un tren. Ella se apeó y entró en el vestíbulo, se me acercó y me besó. Me dio mucha vergüenza porque todo el mundo se paraba delante para mirar y reír.

Ahí se acabó el sueño.

Soñé que estaba en una ciudad desconocida y perseguía a un hombre al que odiaba. Tenia una navaja abierta en el bolsillo con el propósito de matarle cuando le alcanzara. Era una mañana de domingo. Repicaban las campanas de la iglesia donde entraba y salía mucha gente. Caminé una distancia casi tan larga como la del primer sueño, pero nunca salía de la extraña ciudad.

El hombre a quien buscaba me gritó, y pude verle. Era bajo y moreno, tocado con un sombrero mexicano de grandes proporciones. Estaba al pie de la escalinata de un alto edificio, al otro lado de la ancha plaza, mofándose de mí. Teníamos en medio la plaza llena de gente apelotonada.

Acaricié la navaja abierta que tenía en el bolsillo, me dirigí al hombrecito corriendo sobre las cabezas y las espaldas que abarrotaban la plaza. Las cabezas y las espaldas tenían alturas diferentes y la distancia entre ellas nunca era la misma. Me escurrí entre ellas tropezando a menudo.

El hombrecito moreno continuaba en la escalinata, riéndose hasta que casi le alcancé. En ese momento entró en el alto edificio. Le perseguí a través de infinitas escaleras de caracol, sin conseguir nunca rebasar la pulgada que me separaba de él. Llegamos al tejado. El corrió sin detenerse hasta el mismo borde y, cuando mis manos llegaron a tocarle, saltó.

Se deslizó su hombro entre mis dedos. Le arranqué el sombrero de un manotazo y la cerré sobre su cabeza. Una cabeza lisa y esférica, del tamaño de un huevo de avestruz. Podía rodearla con mis dedos. Con la otra mano intentaba sacar la navaja del bolsillo y comprobé que se había caído con él desde el tejado. Habíamos caído a gran velocidad sobre millones de caras levantadas ahí abajo, en la plaza, a algunas millas de distancia.

Abrí los ojos a la tenue luz del sol de la mañana que se filtraba por las cortinillas.

Estaba en el suelo boca abajo, la cabeza sobre el antebrazo izquierdo, el brazo derecho extendido, y la mano cogiendo el mango azul y blanco del picahielo. La fina punta de seis pulgadas de largo atravesaba el pecho izquierdo de Dinah Brand.

Ella estaba de espalda, muerta. Sus largas y musculosas piernas estaban en dirección a la puerta de la cocina. La media de la pierna derecha tenía una carrera.

Solté el picahielo despacio y con cuidado, como si temiera poder despertarla, doblé el brazo y me puse de pie.

Tenía fuego en los ojos, en la boca y en la garganta, como si estuviera lleno de lana porosa. Me encaminé a la cocina, vi una botella de ginebra, me la acerqué a los labios y la mantuve así hasta casi ahogarme. Eran las 7:41 en el reloj de la cocina.

Regresé al comedor con la ginebra dentro, encendí la luz y miré a la chica muerta.

No había mucha sangre: una mancha del tamaño de un dólar de plata alrededor del agujero que el picahielo había hecho en el vestido de seda azul. Tenía morada la mejilla derecha debajo del pómulo, y en la muñeca derecha tenía la marca de los dedos que la habían apretado. No tenía nada en las manos. Levanté un poco el cuerpo para ver si había algo debajo; no encontré nada.

Recorrí la habitación. La recordaba igual que estaba. De nuevo en la cocina tampoco noté ningún cambio.

La cerradura de la puerta trasera estaba intacta y no tenía señales de haber sido forzada. Me acerqué a la puerta principal y tampoco encontré huellas. Registré la casa de cabo a rabo y no encontré nada nuevo. Las ventanas estaban como de costumbre. Las joyas de la muchacha, en el tocador, a excepción de las dos sortijas de diamantes que llevaba encima; había cuatrocientos dólares en su bolso, encima de una silla de la habitación.

Volví al comedor, me arrodillé junto a la mujer muerta y saqué un pañuelo para limpiar el mango del picahielo de las posibles huellas de mis dedos. Repetí la misma operación en los vasos, botellas, puertas, interruptores de la luz y muebles que podía haber tocado.

Me lavé las manos, miré la ropa en busca de sangre, me aseguré de no dejar nada mío allí y me dirigí a la puerta principal. La abrí, limpié el pomo interior, la cerré tras de mí, limpié el pomo exterior y me alejé.

Telefoneé a Foley desde una tienda de la parte alta de Broadway y le rogué que se acercara al hotel. Llegó un poco después que yo.

—Han asesinado a Dinah Brand, la noche pasada o esta mañana muy temprano —le dije—. Con un picahielo. La policía no está al tanto. Tú ya sabes que hay muchas personas que han podido tener algún motivo para matarla. Hay tres que me interesan en particular: el Susurro, Dan Rolff y Bill Quint, el líder sindicalista. Te di la descripción de los tres. Rolff está hospitalizado con el cráneo roto. No sé en qué hospital. Llama al Municipal primero. Busca a Mickey, que está vigilando al Finlandés. Dile que se olvide de él por ahora y que vaya a ayudarte. Averiguad dónde han estado esos tres granujas. Es muy urgente.

El pequeño canadiense me estuvo escuchando sin quitarme la vista de encima. Esbozó una palabra, se arrepintió, dijo «De acuerdo», y se marchó.

Fui en busca de Reno Starkey. Lo encontré al cabo de una hora, por teléfono, en una casa de huéspedes de Ronney Street.

—¿Vendrá usted solo? — me preguntó al decirle que quería verle.

—Sí.

Me dijo que lo encontraría allí y cómo llegar. Cogí un taxi. Era una casucha de dos pisos en las afueras de la ciudad.

En la esquina de más arriba vi dos hombres ociosos a la puerta de una tienda de comestibles. Otra pareja más estaba sentada en los escalones de madera de la casa de la otra esquina. Todos ellos tenían un aspecto tosco.

Dos hombres abrieron la puerta en respuesta a mi llamada. Tampoco su aspecto era refinado precisamente.

Me condujeron arriba, a un cuarto con una ventana a la calle donde encontré a Reno echado hacia atrás en el respaldo de una silla, con los pies en el antepecho de la ventana; en mangas de una camisa sin cuello y chaleco.

Su cara pálida dibujó un gesto a manera de saludo y me dijo:

—Tráete aquí una silla.

Los dos hombres que me habían mostrado el camino se fueron y cerraron la puerta. Tomé asiento y dije:

—Necesito una coartada. Anoche mataron a Dinah Brand, después de irme de su casa. Ni se me pasa por la cabeza que la policía pueda acusarme, pero, muerto Noonan, ignoro la opinión que tendrán de mí en la Jefatura. Quiero evitar que tengan alguna sombra de sospecha sobre mí. Si es necesario puedo probar qué hice anoche, pero tú podrías ahorrarme muchas molestias.

Me miró sin luz en los ojos y me preguntó:

—¿Por qué has pensado en mí?

—Tú me llamaste anoche. Eres el único que estaba allí a primera hora de la noche. Tendría que ponerme de acuerdo contigo aun en el caso de inventar otra coartada. ¿No te parece?

—No la matarías tú, ¿verdad?

—No —dije indiferente.

Contempló la calle desde la ventana antes de decidirse a preguntarme:

—¿Por qué supones que voy a ayudarte? ¿Acaso estoy en deuda contigo por lo que me hiciste anoche en casa de Willsson?

Yo le contesté:

—No te perjudiqué lo más mínimo. Antes o después iba a saberse. El Susurro sabía suficiente como para completar el resto. Sólo dije la verdad. ¿Cómo puede importarte? Tú sabes guardarte las espaldas.

—Lo intento —confirmó—. De acuerdo. Estabas en Tanner House, sí, en Tanner. Un pueblo situado a unas veinte o treinta millas en dirección a la sierra. Te dirigiste allí al salir de casa de Willsson y estuviste hasta esta mañana. Un tipo llamado Ricker, que suele ir por el billar de Murry tiene un auto de alquiler y te acompañó. Invéntate tú el motivo por el que fuiste a Tanner. Pon tu firma en un papel y después trataré de que la reproduzcan en el registro de viajeros de Tanner House.

—Gracias —dije, mientras sacaba la estilográfica.

—No hay de qué. Lo hago porque necesito tener conmigo al mayor número de amigos posible. Espero que te acuerdes de esto cuando hable con el Susurro y Pete. Espero el agrio final de todo esto.

—No te preocupes —prometí—. ¿Se sabe ya quién será el nuevo jefe de policía?

—McGraw, provisionalmente, pero supongo que se quedará fijo.

—Está a favor del Finlandés. Las trifulcas estropean su negocio tanto como el de Pete. Pero no habrá más remedio que atacarlo. Sería una idiotez que me quedará quieto cuando anda por ahí el Susurro. La elección se reduce a él o a mi. ¿Sospechas que fue él el que mató a la prostituta?

—Tenía sus buenas razones —dije, al tiempo que extendía un papel con mi nombre estampado—. Le vendió, le traicionó.

—Tú y ella…, quiero decir, os llevabais bien, ¿no?

No contesté y encendí un cigarrillo. Reno esperó la respuesta inútilmente y dijo:

—Deberías ver a Ricker para poder describirle cuando te pregunten.

Un muchacho de largas piernas, de unos veintidós años, cara delgada y pecas alrededor de los vivarachos ojos abrió la puerta y entró en la habitación. Reno dijo que era Hank O'Marra. Me levanté para saludarlo y le pregunté a Reno:

—¿Cómo puedo encontrarte si te necesito?

—¿Conoces a Peak Murry?

—Lo he visto, y sé dónde está su billar.

—El me hará llegar cualquier recado que le des. Vámonos de aquí. Es un mal lugar. Lo de Tanner es cosa hecha.

—Perfecto. Gracias —me marché.