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Yo? ¿Qué haces tú aquí? —preguntó Gabrielle. Babette se lanzó a los brazos de Gabrielle.

—Te escribí un correo electrónico diciendo que me mandaban al exilio. ¿Por qué no me llamaste?

—¿Quién es esta? —preguntó él al mismo tiempo que Babette preguntaba: «¿Quién es este?».

Gabrielle tomó aire, abrazó —a su hermanastra y luego miró a su alrededor.

—Oh, cielos, ¿tienes compañera de habitación? —le preguntó a Babette en voz baja.

—Sí, pero se ha ido a cenar hace nada. A mí no me gusta lo que nos ponen en el comedor, por eso escondo comida en la habitación. —Babette hablaba en voz baja, dándose cuenta con rapidez de la complicidad que flotaba en el aire.

Gabrielle estaba casi segura de que la resistencia de su hermana se debía más bien al hecho de que era una alumna nueva que a la comida en sí, porque en el colegio había cocineros fabulosos.

—¿Por qué no seguimos hablando en tu habitación? —Gabrielle le dirigió una mirada fugaz a Carlos, que apretaba los labios formando una fina línea, pero que asintió con la cabeza de todos modos.

—De acuerdo. —Babette abrió la puerta y la cerró en cuanto todos hubieron entrado—. ¿Qué pasa entonces? ¿Cómo has conseguido permiso para visitarme? Me habían dicho que hacía falta esperar mil años y aprobar una ley en el parlamento para conseguirlo.

—Babette es mi hermana —le dijo Gabrielle a Carlos, haciendo tiempo mientras intentaba encontrar una respuesta a por qué estaba en los dormitorios. Volviéndose hacia Babette dijo—: Es mi…

—Guardaespaldas —respondió Carlos por ella, lo que le hizo recordar a Gabrielle que tenía que andarse con cuidado con lo que decía.

—¿En serio? —La cara animada de Babette se contrajo de preocupación—. ¿Ha intentado hacerte daño el desgraciado ese?

—No, yo, eh… —Gabrielle miró a Carlos pidiéndole ayuda.

—¿Desgraciado? —preguntó él, lo cual no la ayudaba en lo más mínimo.

—Roberto, su exmarido. Le dije a Gabby que tenía que ser él quien estaba detrás de los ataques. ¿Es que no sabes de quién la estás protegiendo?

Babette miró a Carlos enfadada, quien a su vez le dirigió una mirada a Gabrielle, como si ahora pudiera ayudarle.

Gabrielle se cruzó de brazos y no dijo nada.

—Claro que sé quién es —mintió Carlos, porque Gabrielle no le había contado nada de Roberto a él o a sus colegas de operaciones secretas—: Estoy aquí para asegurarme de que ni siquiera se le pase por la cabeza hacerle daño. Gabrielle ha venido para ayudar al colegio con el sistema informático, y quería volver a ver su antigua habitación, pero hay un par de chicas dentro. La gente de la escuela es muy estirada, así que no queremos que se enteren de que estamos aquí. Seguro que LaCrosse se sulfura.

Era una historia brillante. A Gabrielle casi le temblaron las rodillas de lo aliviada que se sintió.

—Podéis confiar en mí. No se lo diré a nadie, y mucho menos al jefe de los trols. —Babette habló con la sinceridad de una verdadera cómplice. A continuación su mirada se suavizó al contemplar a Carlos, hasta el punto de quedarse boquiabierta.

—No hables irrespetuosamente de monsieur LaCrosse. —Gabrielle se irritó al ver a otra chica a quien se le caía la baba por Carlos, pero no podía echarle eso en cara a una adolescente impresionable.

Y de cualquier forma, era culpa de Carlos. Ninguna mujer podía contentarse con dirigirle una sola mirada. Pero a su hermana le habían enseñado mejores modales que los que estaba demostrando. Gabrielle carraspeó, y Babette concentró su atención de nuevo en ella.

—¿Por qué no mencionó LaCrosse que tu hermana estaba aquí? —preguntó Carlos.

Gabrielle se encogió de hombros.

—Creería que yo ya lo sabía.

—¿Conoces a las chicas de la antigua habitación de Gabrielle? —preguntó Carlos con una voz tan suave como un selecto coñac y con la misma cantidad de encanto intoxicante.

Gabrielle le lanzó una cortante mirada de aviso, reprochándole que usara sus facultades con su hermana menor.

Carlos le guiñó un ojo, el muy capullo.

—Yo quería que me dieran la habitación de Gabrielle, pero papá solo recordaba que estaba en este piso. —La mirada de Babette no se apartó de Carlos mientras se arremangaba su camiseta gris de manga larga y alisaba las arrugas de sus vaqueros con las manos—. Papá nunca habla mucho de cuando estuviste en este calabozo. ¿Qué habitación era?

—La 210 —dijo Carlos sonriendo, al tiempo que Babette se sonrojaba y miraba a otro lado.

Gabrielle entendía que él quisiera obtener información mientras estuvieran allí, pero le surgían instintos maternales cuando se trataba de su hermana, así que le dio una patada en el tobillo. Carlos apretó la mandíbula, pero no cambió su gesto comprensivo, y se limitó a arquear una ceja.

Babette no se enteró del intercambio no verbal. Estaba perdida en sus pensamientos, mordisqueándose la punta de una uña, hasta que retiró la mano y chasqueó los dedos.

—Beatrice y Amelia. Beatrice y yo vamos juntas a algunas clases. Seguro que si está ahí os deja entrar en la habitación. A Amelia solo la conozco de un par de veces que coincidimos en el comedor. Habla por los codos. Además, siempre tiene que soltar sus opiniones cuando alguien menciona algo de derechos civiles.

Gabrielle ahogó una risa. A Babette tenía que molestarle encontrarse a alguien a quien le gustara opinar más que a ella. A Carlos se le daba mejor el asunto del espionaje, pero Gabrielle retomó el hilo que él había dejado y condujo a Babette de vuelta al tema.

—No, no. No quiero que nadie me vea —le aseguró a su hermana—. ¿Son tus amigas, entonces?

—Beatrice es maja. —Babette, siempre llena de entusiasmo, se retiró el pelo de la cara; después jugueteó con el faldón de su camiseta y, por último, apoyó las manos en la cadera, enganchando los dedos en el cinturón de los vaqueros—. Su madre es duquesa y se acaba de casar otra vez. Por eso la mandaron aquí mientras los tortolitos pasan su primer año a solas. De las dos es la que más tiempo lleva en el centro. Amelia es un poco tontita. Beatrice no la conoce muy bien, porque acaban de ponerlas en la misma habitación. Estoy segura de que a Amelia la habrá echado su compañera anterior. No quiero tener nada que ver con ella.

—¿Por qué? —preguntó Gabrielle.

—Porque la única vez que intenté tener una conversación con ella me dijo que… —Babette corrigió su postura, levantó la barbilla y juntó las manos encima de su regazo, emulando una pose formal que contrastaba con su habitual pose encorvada. Levantó la voz y dijo con un acento exageradamente insolente—: Morderse las uñas es una costumbre horrible e inaceptable en sociedad.

Babette puso cara de desagrado.

—No he echado nada de menos a la Señorita Repipi desde que se fue la semana pasada. Beatrice dice que Amelia no es mala gente, pero que la han educado de esa manera porque su padre es un tío importante de los negocios del café en Sudamérica.

—¿Tuvisteis vacaciones la semana pasada? —preguntó Gabrielle en tono familiar.

—La verdad es que no. Beatrice y Amelia consiguieron más créditos que las demás este semestre y por eso les dieron permiso para marcharse antes, pero a Beatrice le contestaron en casa lo mismo que a mí cuando pregunté si podía volver en las vacaciones: que de ninguna manera. —A Babette se le humedecieron los ojos, pero se le pasó enseguida—. Las dos nos hemos quedado aquí encerradas, pero a Amelia le dieron seis días libres. Se fue con una chica que se ha lastimado o se ha puesto mala ahora que están fuera, así que parece que se les ha fastidiado el viaje.

—¿Sabes si hay alguien más ahora mismo? —le preguntó Gabrielle.

—Todavía no conozco a muchas chicas. ¿Por qué queréis saberlo?

Gabrielle miró a Carlos. ¿Había dicho demasiado?

Carlos respondió a la pregunta de Babette.

—Tu hermana está ayudando al colegio a cruzar las referencias de los archivos. Al parecer, un par de chicas de alto perfil, como Amelia, se han escapado sin permiso; pero eso no significa que Amelia lo haya hecho también. Cualquier cosa que oigas puede ayudar a tu hermana. Ayúdala a que dé una buena impresión y a lo mejor le piden que vuelva a hacer algún otro trabajo aquí.

Gabrielle lo miró con malos ojos por infundirle esperanzas a Babette, pero su truco les aseguraba la cooperación de su hermana.

—Me mantendré alerta de quién entra y quién sale del edificio.

Carlos echó un vistazo a su reloj.

—Tenemos que volver.

Babette perdió todo interés en él y miró a Gabrielle con ojos suplicantes.

—¿Vas a venir a visitarme otra vez?

A Gabrielle se le partió el corazón al darse cuenta de que no sabía si iba a poder visitar a su hermana de nuevo, pero aun así, no quería preocupar a Babette.

—En cuanto me sea posible, pero tengo que intentar no llamar la atención sobre mí misma porque… —¿Qué podía decirle que no fuera a alarmarla?

—Por el desgraciado —dijo Babette terminando la frase, y luego dirigiéndose a Carlos—. Si alguien se le acerca, espero que lo tires de cara al suelo.

La sonrisa de confirmación con que Carlos le respondió era de una perversidad absoluta.

—Si alguien trata de hacerle daño, le haré algo peor.

Babette soltó un suspiro de admiración por Carlos.

Gabrielle le tiró de la manga.

—¿Nos vamos o qué?

—¿Te estás poniendo nerviosa? —le preguntó Carlos.

Babette volvió a lanzarse a los brazos de Gabrielle.

—Vuelve tan pronto como puedas, y llámame.

—No llevo el móvil encima —le dijo Gabrielle. «Porque el tío al que estás mirando atontada lo destruyó».

—¿Por qué no? —Babette la miró preocupada—. ¿Pero y si tengo que llamarte?

—Usamos el mío cuando viaja —explicó Carlos—. Te doy el número.

—De acuerdo —dijo Babette cogiendo bolígrafo y papel—. Dímelo.

Apuntó el número con rapidez, se metió el papel en el bolsillo y sonrió.

—Tampoco voy a contarle esto a nadie.

—Llama si tienes algún… problema. —Gabrielle quería decir «si alguien intenta secuestrarte», pero ¿quién podría querer secuestrar a Babette?

Pero, de igual manera, ¿quién querría secuestrar a Mandy o a Amelia?

Se le hizo un nudo en el estómago por la preocupación.

—Encantado de conocerte —le dijo Carlos a Babette, que estaba a punto de derretirse por la grata impresión.

Gabrielle nunca hubiera imaginado que la diablilla pudiera comportarse de modo tan femenino.

Carlos abrió la puerta del dormitorio y salió.

Gabrielle se despidió de Babette diciendo adiós con la mano, y salió detrás de Carlos. Habían llegado a las escaleras y la puerta que rechinaba ya se estaba cerrando detrás de ellos cuando, de pronto, se abrió la puerta del personal, al fondo del pasillo.

Una mujer gritó:

—¿Adónde vais? —A continuación se oyeron unos pasos que los perseguían.

Carlos tiró a Gabrielle de la mano y la condujo velozmente por las escaleras, a través de la oscuridad. Gabrielle se resbaló dos veces pero Carlos evitó que se cayera. Al llegar al segundo descansillo la puerta que tenían encima se abrió rechinando.

Carlos empujó a Gabrielle contra la pared con su brazo y ella no podía ver ni los dedos de su mano delante de su rostro.

—¿Quién anda ahí abajo? —gritó una voz de matrona.

El haz de luz de una linterna se deslizó por las escaleras, pero el agujero de oscuridad se tragaba la luz. Se oían pasos lentos y pesados en las escaleras mientras la mujer descendía.

—Quedaos donde estáis.

Esa orden era innecesaria. El miedo paralizaba a Gabrielle y la mantenía fija en su lugar.

Carlos abrió y cerró la puerta que daba a las habitaciones de la primera planta, pero no hizo el más mínimo movimiento para salir por ella. Luego levantó a Gabrielle, se la puso al hombro al estilo de los bomberos y bajó los escalones de puntillas. ¿Cómo podía moverse con tanta facilidad y no hacer ruido alguno?

Se detuvo en el descansillo del sótano cuando los pasos que sonaban encima de ellos llegaron a la primera planta. Oyeron cómo se encendía una radio.

La mujer que estaba encima de ellos dijo:

—Estoy en la primera planta. Oí que abrían y cerraban esta puerta, pero no estoy segura de que alguien entrara por allí. Voy a revisar las habitaciones de este piso. Tú revisa todas las escaleras.

Gabrielle se aferró a la cintura de Carlos mientras él se movía por la oscuridad a paso cuidadoso y muy rápido. Él la colocó de pie en el suelo y luego Gabrielle escuchó un sonido como si él estuviera moviendo algo.

—Devuélveme la linterna —le dijo con suavidad.

Ella sacó la cajita de plástico con manos temblorosas.

—Toma.

Carlos la cogió del brazo con una mano y cogió la linterna con la otra.

La puerta en lo alto de las escaleras volvió a chirriar y se cerró de golpe provocando un ruido seco. Oyeron pasos fuertes que bajaban los escalones con bastante más rapidez que los de la mujer de antes.

Carlos encendió la linterna y le enseñó a Gabrielle dónde quedaba el hueco de la rejilla.

—Ve con cuidado. No te apresures.

¿Estaba de broma? «No te apresures». Ella se dio la vuelta y él la levantó por las axilas hasta que sus pies colgaron en el aire tratando de alcanzar alguna de las clavijas. Alcanzó una con la punta de un pie.

La puerta del descansillo del piso de arriba se abrió y un hombre gritó:

—¿Habéis encontrado algo?

La respuesta que recibió fue demasiado ahogada como para que Gabrielle la oyera.

—Cuidado con lo que haces —le dijo Carlos con calma mientras Gabrielle se soltaba de sus brazos y comenzaba a descender paso a paso.

La puerta de arriba se cerró de golpe y los pasos volvieron a bajar con estruendo.

Gabrielle dejaba caer un pie cada vez, sujetándose con fuerza a la clavija que quedaba sobre su cabeza mientras recorría el camino hacia abajo en lo que parecía una escalera sin fin.

Carlos rezó para que tuvieran tiempo suficiente de ponerse a salvo y se guardó la linterna en el bolsillo. Se metió de espaldas por el agujero, colocando el pie en un travesaño.

Asiendo la rejilla con una mano, volvió a emplear toda su fuerza para levantarla del riel, a la vez que deslizaba la cubierta metálica hasta colocarla en su sitio. La rejilla se enganchó en algo y se detuvo un par de centímetros antes de lo necesario, pero él no podía desperdiciar tiempo o arriesgarse a que hiciera ruido al encajarla de nuevo en su sitio. Bajó los últimos escalones y saltó al suelo.

La rejilla chirrió con el sonido de metal rozando y en ese momento su perseguidor la deslizó hacia un lado.

Carlos cogió a Gabrielle y tiró de ella alejándola del hueco justo antes de que un haz de luz inundara el agujero. La sostuvo cerca de su pecho deseando que su perseguidor no descendiera.

El ruido de la radio se oyó arriba, pero dudaba de que el sujeto pudiera transmitir desde ese alejado lugar subterráneo.

Carlos apartó a Gabrielle y comenzó a caminar lentamente hasta que escuchó al tío gruñendo y moviendo la rejilla hacia un lado.

Iba a seguirlos dentro del túnel.

—Mantente cerca —le susurró Carlos. Luego la cogió de la mano y corrió. Logró doblar en el primer cruce antes que el rayo de luz que los perseguía por el túnel.

El sujeto tendría que averiguar primero qué dirección tomar.

Carlos esperaba que eso les diera suficiente ventaja como para llegar al edificio de la administración antes de que seguridad los capturara o alertara a la oficina central.

Cuando logró alcanzar el armario del sótano de la administración, se coló a través de la abertura y luego tiró de Gabrielle.

Pasos rápidos y enérgicos que se dirigían hacia ellos llegaron en forma de eco a través del túnel.

Carlos le dio un empujón cargado de adrenalina a la enorme pieza de almacenaje. Esta voló hacia atrás hasta golpear contra la pared con un ruido sordo.

Cogió a Gabrielle de la mano y la obligó a moverse antes de que el pánico se convirtiera en un fuerte golpe y la paralizara. Si pudiera dejarla sola, la hubiese escondido y él se hubiera ido por su cuenta para despistar a su perseguidor. Pero ella conocía el terreno y él no podía arriesgarse a perderla de vista.

Cuando llegaron al tercer piso, Carlos tiró de Gabrielle hasta el resplandeciente pasillo donde pudo recobrar el paso.

Le echó una mirada a Gabrielle.

La cara de ella estaba manchada y su pelo revuelto.

Los ojos le brillaban de emoción, parecía libre y salvaje. Cuando su mirada se cruzó con la de Carlos, sonrió.

No con la sonrisa calculada de antes, sino con una sonrisa en toda regla.

Carlos corrió hacia la puerta de la habitación. El teléfono estaba sonando dentro. Tecleó el código para desactivar el cerrojo. Se escucharon voces y pasos que se aproximaban desde la vuelta de la esquina al final del pasillo, el sonido rebotaba contra las paredes de piedra.

Abrió la puerta de golpe y tironeó de Gabrielle para hacerla entrar en la habitación, luego cerró suavemente.

Gabrielle se lanzó hacia el teléfono, pero este dejó de sonar.

Carlos se frotó el pelo. ¿Quién había tratado de alcanzarlos?

Alguien tocó la puerta.

Él se volvió y le señaló el dormitorio, moviendo los labios dijo «ducha» y se frotó a sí mismo para trasladar el mensaje con rapidez.

Llamaron a la puerta por segunda vez. Ella asintió con la cabeza y salió de la habitación corriendo mientras él se quitaba la chaqueta empolvada de un tirón y la lanzaba contra el suelo.

Animado por el ruido del agua de la ducha cayendo, Carlos ralentizó su respiración y abrió la puerta con cara de pocos amigos.

—Seguridad. —Un sujeto robusto de cuarenta y tantos años estaba allí parado. En medio de la camisa de su almidonado uniforme marrón llevaba bordado el nombre del colegio. Tenía una radio colgada del cinturón y una pistola paralizante metida en una funda.

—¿Han estado ustedes esta noche en el edificio A de los estudiantes?

—No.

—¿Nadie de esta habitación ha estado allí? —insistió el guardia.

Se oyó el sonido de un carrito rodando por el suelo y a continuación apareció el rostro de Pierre, acercándose al personal de seguridad.

—¿Qué sucede?

Carlos percibió un tono demasiado casual en la pregunta de Pierre. Era evidente que estaba actuando, y que no se le daba muy bien.

—Parece que su agente de seguridad está haciendo una revisión en los dormitorios.

Pierre miró a Carlos con curiosidad, luego, dirigiéndose al guardia, le dijo:

—Probablemente solo se trate de nuevas estudiantes poniendo a prueba los límites. Por favor no vuelvan a molestar a mademoiselle Saxe.

El guardia de seguridad no pareció tomarse muy en serio la sugerencia, pero a pesar de eso asintió y se marchó.

Pierre llamó con la mano al hombre mayor que empujaba el carrito de la comida, luego se volvió hacia Carlos. Una vez más Pierre lucía una mirada de superioridad que Carlos hubiera querido cambiarle.

—Antes llamé dos veces para avisar que la comida estaba lista. ¿Dónde se encontraba mademoiselle?

—Duchándose. No le gusta que la apresuren —respondió Carlos intentando parecer tan aburrido como podía, teniendo en cuenta que el latido de su corazón todavía estaba acelerado por la carrera.

—¿Y dónde estaba usted?

—Aquí mismo.

—¿Por qué no contestó?

—En primer lugar porque mi trabajo no consiste en tomar recados telefónicos. Y en segundo lugar porque si no contesto su teléfono en casa, ¿por qué debería hacerlo aquí? —Carlos posó su mirada sobre el carrito y añadió—: Yo me hago cargo de eso.

Pierre frunció el ceño.

—¿No desea que le sirva?

—No. —Carlos tiró del carrito y lo metió en la habitación mientras le impedía a Pierre entrar tras él. Se volvió y miró fijamente a los dos hombres.

—¿Algo más?

—Prefiero confirmar que mademoiselle Saxe encuentra todo satisfactorio antes de irme.

—Eso está muy mal. Yo prefiero que no vea a la señorita Saxe envuelta en una toalla, ya que esa es su forma favorita de sentarse a comer. —Carlos hizo todo lo que pudo para mantener una cara impávida frente a la expresión de asombro de Pierre y los ojos como platos del personal encargado de servir la comida—. Nosotros llamaremos si necesitamos algo. —Carlos cerró la puerta y dejó escapar un suspiro de alivio mientras los pasos se perdían en la distancia.

Demasiado cerca.

Recuperó su falso iPod y entró en el dormitorio en busca de micrófonos ocultos. Todo despejado. Y… la ducha había terminado.

—¿Gabrielle? —dijo en voz alta avanzando hacia el cuarto de baño para hacerle saber que todo estaba bien. La puerta se abrió bruscamente y ella salió de prisa llevando encima nada más que la mencionada toalla.

—¿Se han ido? —preguntó en voz baja.

—No hay nadie merodeando.

Carlos habría mantenido sus manos lejos de ella de no ser porque Gabrielle se echó a reír y se arrojó a sus brazos, susurrando emocionada:

—¡Lo logramos!

Carlos la cogió mientras ella pasaba la mano alrededor de su cuello.

La toalla se soltó y cayó en un charco a sus pies.

¡Oh, Dios! Quería mirar, sentir, besar cada milímetro de su cuerpo.

Pero eso estaba mucho más allá de lo que podía permitirse.

Gabrielle lo besó y él decidió permitírselo por unos treinta segundos, pero el poco control que era capaz de mantener se le escapaba más rápido que arena fina entre los dedos. Al fin él tomó el mando para besar sus suaves labios, logrando que cada razón que asomaba a su mente para intentar detenerse quedara abolida.

Un rayo de luz, que se colaba desde el cuarto de baño a través de la puerta entreabierta, se esparcía dentro de la oscura habitación.

Gabrielle sabía a pasta de dientes y a felicidad.

Hasta el más leve roce de sus dedos decía que quería mucho más de él, mucho más que un beso para celebrar su temeraria carrera.

Gabrielle tomó su rostro entre las manos y lo besó con una dulzura que a él le llegó a las entrañas. Carlos reclamaba su boca una y otra vez. Se había estado manteniendo en un estado de excitación controlada durante tanto tiempo que, cuando Gabrielle, intencionadamente, rozó la parte delantera de sus vaqueros, la sensación que lo embargó no hubiera cedido ni ante una ducha de agua helada.

El gruñido que emitió debería haber servido de advertencia.

La lengua de Carlos se unió a la de Gabrielle en un deslizamiento erótico.

La necesidad de poseerla lo dejó de una pieza. Gabrielle no se parecía a ninguna otra mujer, era apasionada en todo. Él quería sentir esa pasión desbocada. La tomó en sus brazos y ella se acurrucó contra él. ¿Timidez? Dio dos pasos y la dejó caer sobre la cama, listos para empezar el juego.

Gabrielle sacudió las mantas y cubrió su cuerpo con ellas, luego volvió la cara hacia el colchón.

El abrupto cambio en el comportamiento de Gabrielle le golpeó los sentidos y los puso a trabajar en orden nuevamente. ¿Por qué se estaba escondiendo?

El momento había pasado tan de golpe de un «vamos-a-desnudarnos» a un «no-me-mires», que su cabeza tuvo la oportunidad de ponerse al día con su cuerpo. Él no podía hacer eso, y mucho menos con la luz encendida, que le permitiría a ella ver el tatuaje de Anguis que tenía en el pecho.

Carlos dio un paso reflexivo hacia atrás.

Su movimiento hizo que ella pusiera toda su atención en él.

—Por favor, no.

Su voz sonó inundada de angustia, y a él se le rompió el corazón. ¿Qué estaba pasando? Carlos se movió lentamente hacia el extremo de la cama y se arrodilló en el borde.

Cuando ella se sentó, la desilusión llenaba sus ojos.

Carlos no quería ser la razón de su mirada herida, pero sabía que tenía que serlo y eso lo estaba matando.

Le acarició la mejilla con la palma de la mano.

—¿Ocurre algo malo?

Gabrielle colocó una mano alrededor de su muñeca, pero al principio no dijo nada. Solo se mordisqueaba el labio, preocupada por algo. De pronto alejó la mirada, y luego por fin miró a Carlos.

—Pensaba que… quiero decir, ya sé que yo no… que no soy como las mujeres que tú probablemente tienes todo el tiempo. No tengo una figura perfecta, no soy atractiva, pero yo simplemente…

Ella creía que no era atractiva. ¿Que él la estaba rechazando?

Su corazón se partió ante la posibilidad de hacer que esa mujer extraordinaria dudara acerca de su capacidad de atracción.

Si ella se acercaba y lo acariciaba, sabría la verdad, pero si lo tocaba ahora dudaba de su capacidad de resistirse.

Ella le sostuvo la mirada en silencio, esperando a ver qué hacía él.

Observar el desánimo en su rostro hizo que su determinación se debilitara poco a poco.

Algunas mujeres jugaban y nunca deseaban exponer lo que sentían en realidad.

Gabrielle acababa de desnudar su alma frente a él.

—Sé que tú no… —dijo ella entre dientes, apartando la mirada, avergonzada.

Con un dedo, él volvió el rostro de Gabrielle hacia el suyo.

—No sé de dónde has sacado la idea de que no eres extraordinaria, porque sí lo eres.

—Sí, claro. —Ella rechazó sus palabras con un delicado bufido—. No tienes por qué mentirme.

—No te miento. —Él le apartó el pelo de la cara.

—Tú no crees que yo sea excepcional. Lo dejaste bastante claro en la cabaña. No estabas interesado en… hacer esto… conmigo.

Él sacudió la cabeza.

—Estaba tratando de hacerte saber que no iba a aprovecharme de ti.

—Cuando salté de la cama esa mañana en la cabaña me gritaste que me fuera al cuarto de baño. —El dolor se colaba en su voz y asomaba a su rostro.

Carlos jugó un poco con su pelo y luego le acarició la mejilla. Esperaba estar equivocado pero a la vez necesitaba saber cuánto daño le había hecho.

—¿Y tú pensaste que no me gustaba el aspecto que tenías medio desnuda? ¿Que no te encontraba atractiva?

—Sí.

La breve respuesta fue para él como sal en la herida de su corazón. Carlos le tocó suavemente la barbilla con un dedo, que luego hizo descender por su cuello para acariciar la delicada piel de su clavícula. Se detuvo justo antes de alcanzar su pecho.

Ella se estremeció.

Sus miradas se encontraron y él no le pudo negar la verdad de la situación.

—Hice que te fueras corriendo al cuarto de baño para poder ponerme los pantalones sin hacerme daño. Estaba demasiado excitado, me estabas matando.

Gabrielle lo miró fijamente con la boca entreabierta.

—¿De verdad?

—¿Cómo puedes ser tan inteligente y tan tonta a la vez? —le preguntó sonriendo. Luego acercó su boca a la de ella.

Ella se alejó.

—No tienes que…

Él sostuvo su rostro colocando una de sus manos a cada lado con cierto pesar.

—Es cierto. No tengo por qué hacerlo, pero quiero besarte. —¿Por qué no decirle la verdad si nadie sabía lo que estaba pasando dentro de las cuatro paredes de esa habitación?—. De hecho, te deseo, y punto. —Cubrió sus labios, besándola tiernamente, ofreciéndole una disculpa. Deslizando una mano alrededor de su cuello, Carlos la sostuvo contra su pecho como el frágil tesoro que era, y lentamente empezó a quitarle las sábanas de seda que cubrían su cuerpo.

Ella lo miró con una confianza que no se merecía pero que él intentaría honrar.

La recostó lentamente sobre su espalda, para poder saborear cada uno de los besos que le daba a lo largo de la cara, del cuello, de los hombros…

Si se tomaba su tiempo, y eso era precisamente lo que pretendía hacer, la habitación quedaría a oscuras antes de que él se quitara la camisa, con lo cual podría evitar una discusión acerca de su maldito tatuaje. Carlos la besaba lenta y suavemente, mientras exploraba su piel. Sus dedos modelaban sus elegantes hombros, planeando a lo largo de una piel tan suave que podría ser la expresión viva de un pastel de nata.

Gabrielle jadeó cuando Carlos rozó ligeramente su abdomen, bajando luego los dedos hasta los rizos de su pubis, para pasearlos por ellos. Ella tembló y su cuerpo, cubierto por el de Carlos, se tensó por la creciente pasión.

Sabía, sin lugar a dudas, que ella lo sorprendería, ya que nada acerca de esa mujer había sido predecible, desde su primer encuentro.

Y él deseaba esa pasión para sentir a esa increíble mujer en sus brazos, dando rienda suelta a su placer.

Ella estaba con medio cuerpo fuera de la cama. Carlos movió poco a poco sus manos bajo sus sensuales nalgas y la levantó en sus brazos para luego rodar hasta el centro de la cama.

Cuando se detuvieron, ella estaba encima de él.

Gabrielle levantó la cabeza y lo miró fijamente con ojos interrogantes.

¿Estaría teniendo dudas acerca de si hacer o no aquello? ¿Acerca de él?

Ella pertenecía a una familia de la realeza.

Él pertenecía a una familia de asesinos.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto… conmigo? —le preguntó, odiando el sentimiento enfermizo que lo golpeaba ante la idea de que ella pudiera cambiar de opinión.

Pero estaba resuelto a no juzgarla si ella decidía echarse atrás.

—Yo… no estoy segura —dijo ella entre dientes.

—¿De que quieras hacer esto? —terminó la oración.

—Oh, no. —Ella sacudió la cabeza una vez—. Sé que quiero hacer el amor contigo… si tú estás seguro.

Gracias a esa tensa aceptación, él pudo relajar los músculos del pecho.

¿Todavía no podía creer que él la deseaba?

Carlos le tomó la mano y guio sus dedos hasta el centro de su excitación. Resopló al notar el roce y sintió un fuerte dolor en la ingle.

—¿Aún tienes dudas? —se burló él, con una voz ronca que expresaba deseo.

Los preciosos ojos azul violeta de Gabrielle brillaron con alegría. ¿Por qué algo tan sencillo como verla feliz hacía que su corazón se regocijara?

Gabrielle le masajeó la parte delantera de los vaqueros, acariciándole el pene con los dedos, experimentando con una suave presión hasta que Carlos se estremeció por la dulce sacudida.

Cuando él le retiró la mano, ella sonrió con timidez. Gabrielle le dio pequeños besos, probando, pellizcando, hasta que avanzó hacia su cuello. Su tímida exploración lo enloquecía con cada segundo que pasaba esperando a sentirla hasta el fondo.

A Carlos le costaba mucho comprometerse con las mujeres, solía mantener las cosas a niveles muy superficiales.

Probablemente sería condenado por toda la eternidad, pero no pensaba echarse atrás.

Unos dedos delicados se movieron poco a poco por su clavícula hasta su pecho y cuidadosamente le desabrocharon un botón de la camisa. Su respiración se sobresaltó. Debería detenerla justo en ese momento, pero la curiosidad lo cautivaba. Ella tenía una inocencia que no había encontrado en ninguna otra mujer adulta, una frescura embriagadora en sus movimientos inexpertos.

Pero le parecía que ella deseaba o necesitaba el control para sentir poder sobre él. Carlos apartó las manos de su cintura y dejó caer los brazos a los lados.

¿Qué Gabrielle le sorprendería? ¿La atrevida y valiente que aquella noche había corrido por los túneles, o la recatada y sofisticada mujer que podía llegar a mostrarse extremadamente reservada?

Sus toques, como los de una mariposa, se movían por debajo de su camisa, ignorando los otros botones pero tironeando de la tela para apartarla, antes de pasar las manos suavemente por todo su pecho.

Él tomó aliento y debería haber estado listo, pero cuando sus dedos recorrieron sus vaqueros para acariciarlo otra vez, un golpe de electricidad recorrió todo su ser. Le sujetó firmemente el redondeado trasero, al tiempo que frotaba su miembro contra los inquisitivos dedos femeninos.

¡Aleluya!, era la Gabrielle atrevida la que había hecho su aparición.

Ella le abrió la bragueta, metió los dedos y recorrió todas sus curvas. Carlos se apretó contra sus manos hambrientas e hizo todo lo posible por permanecer inmóvil, hasta que finalmente se abalanzó sobre ella.

La besó; su boca le rogaba que no se echara para atrás ahora.

Ella lo sujetó del pelo y sus cuerpos se acercaron aún más, al tiempo que sus lenguas se encontraron, exigentes.

El calor quemaba el aire y avivaba el olor de los cuerpos calientes, envueltos en una danza primitiva. El fresco aroma a baño y almizcle femenino nublaba sus sentidos hasta el punto de que lo único que él podía oír, ver o sentir era a Gabrielle.

Ahora la habitación estaba oscura como la noche, excepto por una franja de luz que se colaba a través de la puerta del baño, que estaba entreabierta. A él ya no le preocupaba que ella viera el tatuaje de Anguis. Dudaba incluso de que supiera de su existencia.

Solo podía concentrarse en el placer que sentía.

Sus manos la recorrieron por completo, como un escultor ciego veía cada curva y forma suave. Colocó sus dedos entre los muslos de Gabrielle y jugueteó tiernamente hasta que ella se estremeció.

¡Ah, sí! Ella iba a ser como ninguna otra.

Suave y delicadamente le acariciaba los frágiles pliegues.

Su respiración se interrumpió y su cuerpo se curvó. Todavía no.

Gabrielle trataba de recuperar el aliento. Quería pellizcarse a sí misma para asegurarse de que aquello era real. Ese hombre espléndido y sensual la deseaba a ella. Mantuvo a Carlos cerca, deleitándose con la sensación de su abrazo. Él la besó como si fuese la única mujer sobre la faz de la Tierra.

Lo que hizo la animó a tomar todo lo que él le ofrecía. Había crecido convencida de que se casaría con su príncipe azul, pero en cambio se había casado con una serpiente. Sus sueños le habían sido robados junto con la esperanza de una vida normal.

Hasta donde podía recordar había vivido de acuerdo con las directrices de los demás. Incluso su baboso exmarido la había obligado a vivir escondida. ¿No se merecía la oportunidad de intimar con un hombre que realmente la deseara? ¿Alguien que a lo mejor, incluso, se preocupaba por ella?

Carlos la había convencido de que ardía de deseo por ella.

Le había dicho que era extraordinaria. Atractiva.

Ella. Desnuda.

Gabrielle bajó sus manos para empujarse hacia él. Le desabrochó la camisa y trató de quitársela.

Él se incorporó sobre los codos y arrojó lejos la camisa. Luego pasó sus brazos alrededor de la espalda de ella y la acercó hacia él con cariño. Ella tragó saliva tratando de deshacer el nudo que sentía en la garganta. Carlos le enmarcó el rostro con las manos, se tomó una pausa y después la besó tiernamente en las mejillas, los párpados y le rozó apenas los labios.

La trataba como si fuera su bien más preciado.

Gabrielle se derretiría encima de él si volvía a hacer eso otra vez.

Incorporándose sobre sus rodillas, ella se agachó para bajarle los vaqueros hasta quitárselos. Los tiró a un lado.

Él dejó escapar un sonido masculino de pura necesidad.

Nunca se había sentido tan deseada, tan segura.

En uno de esos movimientos suaves, él se puso de rodillas, para mirarla de frente a la cara.

Entonces la empujó hacia delante, manteniéndola siempre cerca. Ella se agarró a él, y el contacto de su piel aterciopelada sobre su erección fue como experimentar la decadencia más pura y sensual. Le agarró el miembro suavemente y movió sus dedos hacia arriba hasta que su pulgar rozó la punta húmeda.

Carlos dejó escapar una frase en español que hubiera hecho arder los oídos de su maestro de ese idioma. Ella se ruborizó debido a su significado erótico.

Gabrielle trató de contener la risa, pero no pudo ocultar su alegría ante aquel placer terrenal.

—¡Dios mío, eres una diablesa que viene a matarme! —Carlos respiró profundamente, la recostó sobre la cama y la cubrió con su vasto cuerpo.

Ella recorrió con sus manos los marcados músculos y las formas definidas de su cuerpo.

Las puntas de sus dedos rozaron la cicatriz del pecho de Carlos, justo encima de su corazón. Reemplazó los dedos por sus labios.

Él permaneció inmóvil.

¿Le preocupaba la cicatriz? ¿Por qué parecía sentirse incómodo? A ella no le importaba en absoluto que tuviera una cicatriz.

Paseó sus labios a lo largo del cuello y la mejilla de Carlos hasta encontrar su boca y perderse en un beso abrasador.

La negra noche la cobijaba, agudizando sus sentidos y derribando el muro que había en sus relaciones con los hombres. Pero ella tenía muy poca experiencia, si es que el sexo con Roberto, nada destacable, podía contarse como experiencia. Se sentía insegura acerca de cómo seguir a partir de ahí.

Así que cuando Carlos le preguntó con voz ronca «¿Qué quieres que haga?», ella entró en pánico y le contestó:

—Sorpréndeme.

Él se rio. Habló con un tono masculino suave y fascinante que contenía una advertencia:

—Creo que no deberías hacerle esa sugerencia a un hombre como yo, princesa.